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John había deseado con auténtica pasión a Eve Chandler, pero aquella "princesa" no pareció considerar que él mereciera la pena. Años después, las tornas habían cambiado y Eve se convirtió en empleada suya. La labor que desempeñaba era algo más que un trabajo de niñera. Gracias a ella, su hija Lissy estaba mejorando... y la helada reserva de John se estaba derritiendo...
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Seitenzahl: 196
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Jen M. Heaton
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Llegada del amor, n.º 992 - noviembre 2019
Título original: The Rancher and the Nanny
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-683-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
El brillante todoterreno negro avanzó por el sendero de grava del Bar M, dejando una estela de polvo a su paso.
De pie ante la puerta trasera del rancho, Eve Chandler se volvió mientras el vehículo pasaba.
Hacía ocho años que no veía a John MacLaren pero, por un instante, el tiempo pareció desaparecer. De pronto volvió a tener diecisiete años, y su forma de sentirse cuando estaba cerca de él, inquieta, excitada, llena de anhelos que la avergonzaban y a la vez la cautivaban, regresó con toda su fuerza.
Se estremeció y dio un paso hacia las escaleras, como para irse, pero se detuvo enseguida.
«Basta ya, Eve», se reprendió. «Ya no eres una adolescente, ¿recuerdas? Tienes veinticinco años, los mismos que tenía John entonces. Al menos, te aseguraste de que él no supiera cómo te sentías entonces. Piensa en lo difícil que sería esto si no hubiera sido así».
El recuerdo de por qué estaba allí cayó sobre ella como un cubo de agua helada. Y aunque se negaba a ceder al creciente pánico que se había ido acumulando en su interior durante las pasadas semanas, no podía negar la ironía de la situación. Si alguien le hubiera dicho seis meses atrás que ella, la privilegiada nieta del ranchero más importante de Lander County, iba a verse obligada a pedir un favor al atractivo y solitario hombre, que en otra época trabajó en los establos Chandler, nunca lo habría creído.
Sin embargo, allí estaba.
Unos metros más allá, John aparcó el todoterreno junto al coche rojo que le habían prestado a Eve y apagó el motor.
Ella pudo oír los latidos de su corazón en el silencio que siguió. Decidida a no dejarse abrumar, adoptó una pose despreocupada mientras John salía del vehículo y cerraba la puerta. Avanzó hacia ella con sus largas piernas mientras se quitaba los guantes de trabajo.
Si se sorprendió al verla, no se le notó.
Se detuvo a los pies de la escalera e inclinó la cabeza levemente.
–Eve.
Esforzándose por controlar sus rebeldes emociones, ella sonrió.
–Hola, John.
Se produjo un intenso silencio mientras se miraban.
En torno a ellos hacía un típico día de septiembre. Un pálido sol amarillo colgaba en lo alto del vasto cielo azul de Montana. Hacía una temperatura agradable y la brisa mecía la alta hierba que cubría los alrededores.
Pero Eve no estaba prestando atención a lo que la rodeaba, sino al hombre que estaba frente a ella. A pesar de su auto reprimenda, la sensación de revoloteo en la boca de su estómago se acrecentó mientras él la observaba sin ninguna prisa. La mirada de John acarició su pelo rubio y luego se deslizó hacia su jersey de cachemir azul claro, sus pantalones grises de lana y sus zapatos italianos de piel.
Eve había elegido a propósito aquella cara vestimenta. Al hacerlo se había dicho que solo pretendía tener buen aspecto. Pero en esos momentos comprendió que también había elegido la ropa como un sutil recuerdo de sus respectivos pasados.
Sin embargo, mientras John la observaba captó en sus ojos un destello de algo que parecía ser tanto un frío desdén como un reacio reconocimiento.
Dolida, alzó la barbilla y le devolvió la mirada. Debía reconocer que el paso del tiempo le había sentado muy bien. Aunque vistiera unas gastadas botas, vaqueros, camiseta negra y un baqueteado Stetson, nadie habría podido confundirlo con un simple vaquero.
El tiempo había añadido musculatura a su metro ochenta y cinco, y carácter a los marcados ángulos de su rostro. Y, además de la virilidad que siempre había poseído, irradiaba un evidente aire de poder contenido. Era fácil comprender por qué se volvían a mirarlo cuando pasaba las mujeres de entre dieciséis y sesenta años. Desde el firme ángulo de su mandíbula, al punzante azul de sus ojos y la postura de sus anchos hombros, era todo un hombre.
Darse cuenta de que lo encontraba aún más atractivo que cuando tenía diecisiete años preocupó seriamente a Eve.
–Sentí enterarme de lo de Max –dijo John, bruscamente.
Eve hizo todo lo posible por mantener una actitud distante.
–Recibí tu postal. Gracias.
Él se encogió de hombros.
–Era un buen hombre.
Incapaz de pensar en la pérdida de su abuelo sin un profundo sentimiento de pesar, Eve se limitó a decir:
–Sí, lo era.
–Corre el rumor de que vas a vender el Rocking C a un importante consorcio ganadero de Texas.
–Así es. El trato quedará cerrado en pocos días.
John se cruzó de brazos.
–No has tardado mucho en librarte de él, ¿no?
Eve miró su duro y atractivo rostro, sorprendida por su evidente desaprobación a la vez que se daba cuenta de que acababa de darle la perfecta apertura. Todo lo que tenía que hacer era contarle la verdad: que si no hubiera vendido el rancho a los texanos, se lo habría quedado el banco. De ese modo, John se habría hecho cargo de la gravedad de su situación financiera.
Sin embargo, decidió no hacerlo. Dado lo cerrada que era la comunidad ranchera de Lander County, los rumores sobre las desastrosas inversiones que había hecho su abuelo el último año de su vida acabarían saliendo a la luz. Pero no sería ella quien los extendiera. Quería proteger a Max Chandler en su muerte tal y como él la había protegido a ella mientras vivió. Porque lo quería. Y porque era lo menos que podía hacer por él.
–Supongo que eso significa que te irás pronto –dijo John, al ver que ella no contestaba–. De vuelta a París, o a Nueva York, o… a donde sea que hayas vivido últimamente.
–Londres –dijo Eve automáticamente, tratando de encontrar el modo de abordar el motivo de su visita.
Pero no tenía por qué preocuparse. John se hizo cargo del problema por ella.
–Entonces, ¿vas a decirme qué haces aquí o no?
–Sí, por supuesto. Me gustaría hablar de algo contigo.
John miró su reloj y negó con la cabeza.
–Lo siento. Ahora tengo un compromiso importante. Tendremos que hablar en otro momento.
–¡Pero esto no puede esperar!
John se encogió de hombros.
–Pues tendrá que esperar. Apenas faltan quince minutos para mi cita.
Esforzándose por mantener la compostura, Eve se volvió para seguirlo con la mirada mientras subía las escaleras y pasaba junto a ella, dejando un rastro de olor a sol, caballos y trabajo duro.
–Por favor, John –dijo, tragándose su orgullo–. Prometo no tardar.
John se detuvo ante la puerta y la miró con una mezcla de rechazo y evidente curiosidad.
–Si no te importa hablar mientras me lavo, puedo dedicarte unos minutos –abrió la puerta y pasó al interior.
Eve miró cómo entraba en la casa, sintiendo una mezcla de alivio y enfado mientras trataba de convencerse de que no debía dar demasiada importancia a la actitud poco amistosa de John. Después de todo, solo la estaba tratando como ella lo trató cuando eran más jóvenes.
Pero a pesar de su intención de no regresar al pasado, el recuerdo de su primer encuentro surgió en su mente con una fuerza imparable.
Una vez más era una tranquila mañana de verano. El aire olía a heno limpio mientras Eve se asomaba a una de las casillas de los establos del Rocking C para acariciar el cuello de Candy Stripes, su yegua favorita.
Las dos acababan de volver de dar un maravilloso paseo, y Eve recordó vivamente cómo se sentía en aquellos momentos: feliz, gloriosamente viva y totalmente satisfecha con su vida.
¿Y por qué no iba a estarlo? Tenía diecisiete años, era querida y mimada tanto en su casa como en el colegio, donde era jefa de las animadoras además de una buena estudiante. No era de extrañar que creyera que el mundo estaba a sus pies.
Entonces se volvió alegremente hacia el pasillo central del establo, donde se dio de bruces con un desconocido alto y moreno… y todo cambió.
El hombre maldijo cuando Eve chocó contra la sólida pared de su pecho. A pesar de todo, logró de algún modo dejar en el suelo el saco de grano de cuarenta kilos que llevaba sobre el hombro a la vez que alargaba una mano para sostener a Eve.
Sorprendida, ella se encontró mirando los ojos más azules que había visto en su vida. Y mientras se fijaba en el resto de sus rasgos, los fuertes pómulos, la nariz recta, los labios firmes, el pelo oscuro y sedoso caído sobre la frente, le sucedió algo sin precedentes en su vida.
Un intenso calor se acumuló entre sus muslos. Sus pezones se contrajeron, las rodillas se le debilitaron y prácticamente olvidó cómo respirar.
Por un loco instante quiso presionar su cuerpo contra el de él, sentir su calor, el latido de su corazón.
Quería tocarlo, saborearlo… por todas partes. Y lo deseaba tanto que dolía.
El descubrimiento la conmocionó. Confundida y asustada, dio un paso atrás para librarse de la firme y cálida mano del hombre en su brazo.
–¿Quién eres? –preguntó.
Él no contestó de inmediato. En lugar de ello, se fijó en la mano de Eve, que se estaba frotando el lugar en que él había apoyado la suya. Su boca se tensó ligeramente, pero cuando la miró, su expresión fue fríamente educada, nada más.
–John MacLaren
–¿Qué haces aquí?
–Trabajar.
Con la garganta seca y el corazón latiendo como loco en su pecho, lo que más molestó a Eve fue que él pareciera tan poco afectado. Alzó la barbilla.
–¿Desde cuándo?
–Desde que me contrataron ayer. Y, si no te importa que lo pregunte… –John trasladó su peso de una cadera a otra en un gesto que Eve encontró a la vez arrogante y excitante–… ¿quién eres tú para interrogarme?
Eve irguió los hombros.
–Eve Chandler. Mi abuelo es el dueño del rancho.
–Ya.
El tono ligeramente irónico de John irritó a Eve.
–Y si quieres conservar tu puesto de trabajo, más vale que mires bien por dónde vas.
Él se agachó y alzó sin aparente esfuerzo el saco que había dejado en el suelo.
–Lo tendré en cuenta –dijo y, sin añadir nada más, siguió avanzando.
Eve se quedó mirándolo. En cualquier otro momento de su vida se habría sentido mortificada por el desagradable comportamiento del que acababa de hacer gala. Pero no en aquel instante. No con aquel hombre. En lugar de ello, se dijo que era un tipo arrogante por el que no merecía la pena perder el tiempo.
Sin embargo, cada vez que lo vio a partir de aquel día sintió la misma atracción y excitación. Aquellas sensaciones la avergonzaron, la hicieron sentirse insegura y cohibida, algo totalmente nuevo para ella. Pero lo peor era el terror que le producía la posibilidad de que él averiguara lo que sentía. Por ello, no fue de extrañar que decidiera que prefería desagradarle a arriesgarse a que descubriera lo vulnerable que la hacía sentirse.
Y ya que no estaba dispuesta a confesar la verdad después de todos aquellos años, tampoco podía esperar que John le diera una calurosa bienvenida. Tendría que limitarse a hacerlo lo mejor que pudiera.
Y no debía olvidar que él era su última esperanza, que, sintiera lo que sintiera, no podía permitirse renunciar a él.
Haciendo acopio de valor, entró en la casa y se encontró en un espacioso cuarto bañado por la luz del sol. Tuvo una rápida impresión de un suelo de granito, una pared llena de ganchos con abrigos, sombreros, zahones y toda clase de equipo, una gran lavadora y una secadora. A su izquierda había un espacioso baño.
Pero fue la presencia de John ante una gran pila, de espaldas a ella, lo que llamó su atención. Había dejado el sombrero en una repisa cercana y se estaba quitando la camiseta.
Eve fue incapaz de apartar la mirada de su bronceada y musculosa espalda mientras tomaba una pastilla de jabón y empezaba a lavarse.
Estaba tan embebida en la visión que apenas tuvo tiempo de apartar la mirada cuando él cerró el grifo, tomó una toalla y se volvió.
–¿Y bien? –dijo, expectante.
Eve se obligó a mirarlo a los ojos y trató de comportarse como si no fuera intensamente consciente de su semidesnudez. No fue fácil, sobre todo por la oleada de calor que sintió cuando él deslizó la toalla desde su cuello hasta el esculpido contorno de su pecho.
–La semana pasada comí con Chrissy Abrams –empezó, haciendo un esfuerzo por concentrarse–. Me dijo que tienes una hija de siete años que ha venido a vivir contigo hace poco y que desde el verano tratas de encontrar a alguien que pueda ocuparse de ella.
–¿Y?
–Querría el trabajo.
John se quedó muy quieto. Luego, una débil sonrisa curvó sus labios.
–Estás bromeando, ¿verdad?
–No, no estoy bromeando.
La sonrisa se desvaneció del rostro de John.
–¿Y por qué ibas a querer ese trabajo?
Eve sabía que le preguntaría aquello y estaba preparada.
–Porque Lander es mi hogar. Lo he echado de menos y me gustaría quedarme por aquí. Y ahora que he vendido el rancho, necesito alguna ocupación.
–¿Y crees que la ocupación puede consistir en trabajar para mí? –la expresión de John se endureció a la vez que negaba con la cabeza–. Yo no lo creo.
Aunque Eve esperaba aquella respuesta, no por ello resultó menos aplastante. Tragó saliva.
–¿Por qué no?
John dejó la toalla en la repisa y fue hasta la secadora, de donde sacó una camiseta azul. Tras ponérsela, volvió hacia la pila.
–Digamos que no te considero la mujer adecuada para el puesto.
–Pero lo soy –Eve hizo lo posible para que no se notara su desesperación–. Estoy aquí y estoy disponible. Sé cómo moverme en un rancho y soy muy buena con los niños.
John se cruzó de brazos con expresión poco convencida.
–Tal vez. Pero eso da lo mismo. Al parecer, Chrissy no te dijo que necesito una mujer que esté dispuesta a vivir aquí.
–Sí me lo dijo.
John entrecerró ligeramente sus ojos azules.
–¿Y eso no te importa?
Evidentemente, aquel no era el momento de aclarar que la perspectiva de tener que vivir con él era lo que había hecho que Eve recurriera a aquella posibilidad de empleo como último extremo.
–No.
–Pues a mí sí. Puede que esto suponga una sorpresa para ti, princesa –el tono de John adquirió un matiz claramente sarcástico–, pero necesito alguien que sirva para algo más que para hacer compañía a Lissy. No tengo cocinera ni asistenta, así que busco a alguien que también pueda ocuparse de la casa.
Eve no estaba dispuesta a perder el control. A pesar de todo, no pudo evitar cierta aspereza en su voz cuando contestó.
–Sé cocinar y limpiar, John. Además, tengo entendido que a tu hija le está costando adaptarse al colegio… –vio que los labios de John se tensaban y supo que se estaba metiendo en terreno peligroso–… y creo que puedo ayudar.
–Chrissy Adams habla demasiado –dijo John en tono rotundo.
–Tal vez. Pero eso no cambia el hecho de que yo tenga algo único que ofrecerte. Solo era un poco mayor que tu hija cuando perdí a mis padres y vine a vivir con mi abuelo. Sé lo que es perder un modo de vida y tener que adaptarse a otro.
John negó con la cabeza.
–Aunque te hubieras movido más que Mary Poppins, la respuesta seguiría siendo no.
–Pero… –por un instante, Eve estuvo a punto de confesarle la verdad. «Por favor, necesito este trabajo. He vendido todo lo que tenía de valor, tengo menos de trescientos dólares en mi cuenta y en cuatro días me quedaré sin casa…»
–Lo siento –dijo John, interrumpiendo los frenéticos pensamientos de Eve–. No funcionaría.
El tono irrevocable de su voz fue inconfundible, e hizo que ella recuperara el sentido común. Se estremeció al pensar lo cerca que había estado de rogarle que la ayudara, avergonzando así el recuerdo de su abuelo.
A pesar de todo, no pudo evitar que las lágrimas asomaran a sus ojos al ver cómo desaparecía su última esperanza. Apartó rápidamente la vista y parpadeó con fuerza.
–Ya veo.
Todo iría bien, se dijo, casi con fiereza. Aquello no había sido más que otro contratiempo, no el final del camino. Lo importante en aquel momento era no hacer más aún el tonto de lo que ya lo había hecho yendo allí.
Alzó la barbilla y se obligó a mirar a John.
–Bien –se obligó a sonreír–. Supongo que no voy a conseguir que cambies de opinión, ¿no?
–No.
Eve sintió que su labio inferior empezaba a temblar y miró su reloj.
–En ese caso, será mejor que me vaya, o llegarás tarde.
Para su alivio, John alzó una mano para mirar su reloj y ella aprovechó la oportunidad para volverse. Aunque estaba deseando salir corriendo de allí, se obligó a avanzar tranquilamente hacia la puerta. Hizo un nuevo esfuerzo por sonreír y miró por encima del hombro.
–Ha sido agradable volver a verte, John.
Él asintió, con expresión impenetrable.
–Lo mismo digo.
–Espero que encuentres a alguien pronto.
–Claro.
Unos momentos después Eve se encaminaba hacia su coche con calma deliberada. Entró, lo puso en marcha y se alejó por el sendero, resistiendo el impulso de acelerar.
Pero en cuanto salió a la carretera no pudo ignorar el temblor de sus manos. Aferró con fuerza el volante y detuvo el coche en el arcén.
Volvió a repetirse que aquello no era más que un ligero contratiempo, que todo iría bien.
Pero, en el fondo, ya no lo creía.
Apretó los ojos con fuerza, pero ya era demasiado tarde. Una solitaria lágrima se deslizó por su mejilla mientras se preguntaba qué iba a hacer.
John detuvo el todoterreno en el arcén. Miró hacia el oeste y divisó rápidamente a lo lejos el autobús amarillo del colegio.
Respiró aliviado, alegrándose de no haber llegado tarde. Bajó la ventanilla, paró el motor y se dispuso a esperar, consciente de lo tenso que estaba.
Sabía exactamente de quién era la culpa.
Aunque se había prometido no pensar en ella, sus pensamientos volaron hacia Eve. Si lo hubieran empujado con una pluma cuando la había visto en el rancho, se habría caído de espaldas. Después de todos aquellos años, seguía tan rubia y bonita como siempre. Y tan segura de sí misma. ¿Qué había dicho sobre sus cualificaciones para el trabajo?
Oh, sí. «Creo que tengo algo único que ofrecer».
En eso tenía razón, desde luego. Y, por lo que él sabía, tampoco era mala en lo referente a cuidar niños.
Su boca se curvó cáusticamente. Él no era un hombre rencoroso, pero tampoco era ningún tonto. No había olvidado cómo se comportó Eve con él durante todos aquellos años, antes de irse a aquella elitista universidad. Delgada y de piernas largas, con la piel dorada, los ojos de color gris claro y los dientes más blancos que había visto en su vida, a los diecisiete años era una chica totalmente encantadora… con todo el mundo menos con él.
Ya que no tenía ningún problema con su ego, siempre había sabido que él tampoco carecía de atractivo. Por su actitud distante, su tamaño, el hecho de ser huérfano, o por la razón que fuese, las mujeres se sentían atraídas por él desde que era un adolescente.
Pero no la encantadora señorita Chandler. Desde el principio fue evidente que le había caído mal. Nunca le dedicó las sonrisas, las bromas y las burlas que dedicaba a los demás trabajadores del rancho de su abuelo. Aunque con educación, siempre lo trató como si oliera mal, o algo parecido.
A John nunca le gustó su actitud, pero necesitaba el trabajo, de manera que tuvo que tragar y hacer lo posible por ignorarla. Se dijo que no era más que una cría, y que en realidad le estaba haciendo un favor, pues Max Chandler lo despediría en cuanto notara que mostraba el más mínimo interés por ella.
A pesar de todo, le dolió. Y no pasó mucho tiempo antes de que empezara a pensar en darle unos buenos azotes para borrar de su bonita cara aquella expresión de superioridad. Pero las cosas empeoraron cuando no le quedó más remedio que reconocer que, más que por una necesidad de respeto o venganza, su reacción se debía a que la deseaba. Deseaba enterrar los dedos en su precioso pelo y saborear su suave y sensual boca rosada. Deseaba acariciarla, tenerla debajo de su cuerpo, hacerle gemir su nombre.
Pero todo aquello era agua pasada, se recordó. Sin duda, Eve seguía siendo muy atractiva, tal vez incluso más que antes. Y sí, aún había algo en ella, el tono ligeramente ronco de su voz, su forma de moverse, que parecían afectarlo tanto como unos años atrás. Pero en cuanto a su sugerencia de trabajar para él…
La expresión de John se volvió cínica. Por mucho que necesitara ayuda, o por tentadora que pudiera resultar la idea de ser el jefe de Eve, no tenía intención de ceder a los caprichos de la princesa del Rockin C.
Necesitaba alguien que se ocupara de los asuntos prácticos de la casa sin importarle si se despeinaba o no. Esa persona debía ser cálida, cariñosa y comprensiva, no una mariposa de clase alta y mal criada. Y debía estar dispuesta a quedarse allí el tiempo necesario.
En lo referente a Eve, dudaba de su capacidad para mantener un compromiso duradero. Después de todo, ¿qué podía ofrecerle Lander en comparación con Nueva York, Londres o París? ¿Y por qué había sentido de repente la necesidad de trabajar después de haber pasado los últimos años pegándose la gran vida?