Pasión robada - Caroline Cross - E-Book
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Pasión robada E-Book

Caroline Cross

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Beschreibung

De alguna forma, Riley Fortune se las había arreglado para casarse con la única mujer de su ciudad que no quería acostarse con él. Una vez, Angelica Dodd y él vivieron una noche de pasión ardiente. Y esa noche concibieron un niño. Pero el reto más grande que Riley tenía que afrontar no era la paternidad repentina, ni siquiera la acusación de un asesinato que no había cometido. Su mayor desafío era convencer a Angelica de que no era el enemigo público número uno, sino... el mejor marido que ella podría desear.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Harlequin Books S.A.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión robada, n.º 1057 - diciembre 2018

Título original: Husband--Or Enemy?

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-051-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Riley Fortune entrecerró sus ojos grises claros en las furtivas sombras de la noche y miró su reloj de oro.

La esfera luminosa indicaba las diez cuarenta y cinco.

Con un leve suspiro, apoyó la cadera en el brillante guardabarros de su Corvette plateado, cruzó las piernas por los tobillos y se dispuso a esperar.

Sobre su cabeza, la luna brillaba como una perla descomunal en el cielo plagado de estrellas. Más cerca de la tierra, una insinuante brisa de mayo se abría paso en la cálida noche de Arizona, alborotando su abundante cabello negro y tirando juguetonamente de su camisa blanca de seda y sus pantalones claros de lino.

Riley no prestaba atención, concentrado en la entrada de servicio de la Churrasquería Camel Corral, a unos cuarenta metros de allí. Los minutos pasaban lentamente, poniendo a prueba sus escasas reservas de paciencia. Finalmente, la puerta se abrió. Entre un estallido de voces femeninas, salió un trío de camareras, todas idénticamente vestidas con pantalones negros, camisas blancas y pajaritas negras.

Riley empezó a enderezarse, pero volvió a apoyarse al darse cuenta de que ninguna de ellas era la mujer que esperaba.

Sintió una oleada de fastidio que intentó controlar. Después de todo, ¿qué esperaba? ¿Que después de tres meses de evitar a Angelica Dodd, decidiese repentinamente que quería verla y ella apareciese al instante?

Pues… sí. Una ligera sonrisa curvó su inquietante boca. De acuerdo. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo persiguieran y cayesen a sus pies con solo chasquear los dedos. ¿Y qué?

Sabía muy bien que Angelica no era así. La única razón por la que ella había sucumbido a sus encantos, fue porque estaba atravesando un momento doloroso… y él se aprovechó de ella, seduciéndola horas después del funeral de su hermano.

Pero nadie había dicho que fuese un santo. De hecho, hacía una semana que había pasado de ser un simple sospechoso a principal acusado del asesinato del hermano de Angelica.

Se puso tenso al pensar lo que le había sucedido a Mike Dodd… y al recordar la humillación de su propio arresto, cuando lo habían sacado esposado de las oficinas de Construcciones Fortune y lo habían llevado a la comisaría de policía de Pueblo para tomarle las huellas dactilares y hacerle unas fotografías. No iba a olvidar fácilmente la expresión afligida de su madre cuando lo llevaron delante del juez. Nunca se perdonaría a sí mismo por ello.

Pero ese tema era para otro día. Encogió los hombros para intentar aliviar la tensión. El pequeño drama de esa noche implicaba un cambio de vida completamente diferente.

La puerta del restaurante volvió a abrirse y salió otra camarera. Y aunque iba vestida exactamente igual que las otras, Riley la reconoció enseguida.

Angelica. La miró fijamente mientras se detenía y la pesada puerta se cerraba tras ella.

Ajena al escrutinio de Riley, se quitó el delantal, se soltó el pelo y agitó la cabeza. Riley habría jurado que la oyó suspirar de placer mientras la brillante melena le caía por los hombros en el momento en que ella reanudaba su marcha hacia el aparcamiento.

Riley sintió una repentina tirantez en las ingles cuando una imagen le pasó por la cabeza. Una imagen de ella desnuda, con su piel de seda y todo ese cabello castaño claro extendido sobre sus inmaculadas sábanas blancas, fijos en los de él mientras Riley lentamente se introducía dentro de ella…

Riley suspiró. Maldición. ¿Por qué no podía dejar de pensar en esa noche? ¿Por qué, después de todo ese tiempo, seguía acosándolo a la mínima oportunidad? ¿Y por qué sus recuerdos tenían que ser tan vívidos, hasta el punto de que solo tenía que cerrar los ojos y era capaz de sentirla, de verla, de saborearla?

Soltando una palabrota, se apartó del Corvette, incapaz de permanecer ahí ni un segundo más.

Su brusco movimiento hizo que ella se detuviera de golpe y mirase en su dirección. Un caleidoscopio de emoción, sorpresa, incertidumbre, cautela… invadió el rostro de Angelica.

–¿Riley?

–Hola, Angelica.

Ella tardó un momento en responder, adoptando lentamente un aire de indiferencia.

–Vaya. ¿Qué haces aquí? ¿Se ha quedado sin gasolina ese lujoso coche tuyo?

–Tenemos que hablar.

–¿Ah, sí? ¿De qué?

Él abrió la boca con de intención de decírselo. Después de todo, no había pensado en otra cosa durante horas, desde que había oído a las dependientas de la farmacia murmurar que Angelica había comprado una prueba de embarazo.

En diferentes circunstancias, se lo habría tomado como una pequeña calumnia. Pero no podía olvidar que, por primera vez, no había utilizado protección la noche que habían pasado juntos.

Aquello lo había hecho sentirse como un imbécil y lo había animado a ir a verla, decidido a obtener algunas respuestas.

Sin embargo, vaciló. Aunque Angelica intentaba aparentar que no le preocupaba nada, parecía cansada, tenía ojeras y sus gruesos labios estaban tensos. Sin saber cómo, lo invadió una oleada de sentimiento protector.

Paralizado, pensó una manera de abordar el tema.

–Tenemos que hablar de Mike –improvisó–. Supongo que estarás enfadada por todo lo que ha sucedido…

–¿Enfadada? –un extraño brillo de estar herida iluminó los ojos de Angelica, pero se desvaneció con un parpadeo de sus oscuras pestañas–. ¿Parece ser que la muerte de mi hermano no fue un accidente, y tú crees que podría estar enfadada? –Angelica intentó controlarse, y su expresión se volvió fría e indiferente–. Vete, Riley. Por favor. Vete.

Él apretó la mandíbula.

–Yo no lo mate, Angelica.

Ella se quedó mirándolo un momento, entonces suspiró débilmente y asintió con la cabeza.

–Si sirve de algo, te creo. Así que si eso es todo lo que querías… –aunque su voz era brusca, un ligero temblor agitó sus dedos mientras se retiraba el pelo por detrás de la oreja–. Tengo que irme. Es tarde, estoy cansada y quiero irme a casa.

La vulnerabilidad que revelaba esa temblorosa mano lo sacudió. El descubrimiento de que Angelica entre toda la gente creía en él, era más de lo que podía asimilar inmediatamente. Tardó un segundo en hacerlo, cuando ella se volvió en dirección a su coche y empezó a alejarse.

Sin pensarlo, se acercó a ella y la agarró por el brazo.

–Angel, espera.

Un escalofrío la recorrió ante el contacto de la mano de Riley y se soltó de un tirón.

–¿Qué quieres? –demandó ella impacientemente.

–Sé que estás embarazada.

Ella se quedó completamente callada, y distante. Sin que dijera una sola palabra, Riley supo que era cierto. La confirmación lo aturdió. Mientras una parte recibía con agrado la idea de un hijo, otra parte lamentaba el momento y las circunstancias y había esperado, por el bien de ambos, que no fuese verdad.

Pero, al menos, Angelica no lo había insultado intentando negarlo. Por el contrario, respiró hondo, se irguió y dijo con aire de desafío:

–¿Y?

¿Y? ¿Iba a ser padre y eso era lo único que tenía que decir ella? Riley se recordó a sí mismo que no debía perder los estribos.

–Como he dicho, tenemos que hablar.

Ella sacudió la cabeza.

–No.

–¿Qué significa eso?

–Significa que esta situación no es asunto tuyo.

–¿Estás intentando decirme que no soy el padre? –por mucho que lo intentase, no pudo evitar un tono amenazador en su voz–. Porque te lo advierto, Angelica, no cuela. Si estás embarazada, el bebé es mío… y los dos lo sabemos.

El repentino brillo de sus grandes ojos verdes, no dejaba lugar a dudas.

–Oh, sé muy bien que tú eres el padre, Riley. Lo que no puedo creer es que realmente pienses que puedes aparecer y pensar que tienes algo que decir en mi vida. ¡No!

–¿Cómo que no? –replicó él, haciendo lo posible por contener su agitación–. Si de algo puedes estar segura, es de que los Fortune nos hacemos cargo de lo que es nuestro.

–¡Pues es una suerte para mí no ser una Fortune!

–Tal vez todavía no, pero eso va a cambiar.

–¿Y qué se supone que significa eso?

Él se encogió de hombros.

–¿No es obvio? Tenemos que casarnos. Cuanto antes, mejor.

Ella lo miró atónita.

–Si esa es tu versión de una proposición, la respuesta es no.

–Maldita sea, Angelica.

–Hicimos el amor, luego te fuiste mientras yo estaba dormida y no he sabido nada de ti en tres meses. No aparezcas ahora fingiendo interés –dijo ella rotundamente y levantó la barbilla–. Y ahora, si me disculpas, me voy. Antes de que diga algo que lamentemos –se volvió, dio un paso y lo miró por encima del hombro –. Y dejemos esto claro… no quiero volver a verte –sin esperar a oír su respuesta, se dirigió con paso decidido hacia el coche.

Con expresión resuelta, Riley se quedó donde estaba, incapaz de pensar una manera de detenerla que no fuese perseguirla y tirarla al suelo. Era tentador, pero él no había puesto la mano encima a una mujer en su vida y no iba a empezar en ese momento.

Sin embargo, le costó quedarse donde estaba, sin hacer nada mientras ella subía a su coche, su viejo Chevy, y se alejaba.

Riley se agachó y recogió el delantal verde que ella había arrojado al suelo y lo hizo una bola en su puño. Hasta que las luces traseras del coche de Angelica no desaparecieron de su vista, no se dirigió a su Corvette. A pesar de lo que pensase Angelica, aquello no había terminado.

Ni mucho menos.

En las últimas semanas había perdido su libertad, su fe en la justicia y lo que quedaba de su reputación.

Costase lo que costase, no estaba dispuesto a perder también a su hijo, o a su hija. Y como Angelica era parte de ello…

Tendría que persuadirla para que le diese otra oportunidad.

 

 

–¡Malcriado, arrogante, estúpido autoritario!

Con las manos apretadas en el volante, Angelica se dirigió a su casa con el piloto automático, mientras sus pensamientos daban vueltas erráticamente como un torbellino.

¡Maldito Riley Fortune! Jamás había conocido a nadie con una cara tan dura. ¿Cómo se atrevía a creer que podía aparecer, chasquear los dedos y que ella haría lo que él quisiera? Aunque eso era exactamente lo que había hecho en su último encuentro…

Pero ya era más lista. Más lista, más fuerte, no tan ingenua. ¿Qué le importaba que él pareciese un ángel caído, con su pelo negro, esos ojos grises claros y esa boca? ¿O que una vez hubiese sido tan tonta como para pensar que tras esa actitud de malo había un hombre al que le importaban las cosas más de lo que parecía?

Se estaba engañando a sí misma. Había bajado la guardia una vez en su vida después de casi veintiocho años de vivir como una monja, ¿y qué había conseguido? Ser una madre soltera.

Y todo porque había cometido un par de tontos errores, pensando que estaba enamorada… y que Riley realmente estaba interesado por ella. Se mordió el labio inferior ante el doloroso disgusto consigo misma, pero no pudo evitar volver a pensar en el principio, los acontecimientos que los habían llevado a estar juntos, aunque brevemente.

Había empezado inocentemente, en uno de esos cálidos y soleados días de febrero por los que Arizona era tan famosa. Era una de sus escasas noches libres, y había decidido pasar por el hospital infantil que estaban construyendo para ver si Mike quería comer algo después de trabajar. Pretendía que fuese un ofrecimiento de paz, para arreglar las cosas después de su encontronazo del fin de semana.

Al principio, cuando Mike le había anunciado que lo habían contratado para trabajar en el proyecto del hospital para Construcciones Fortune, Angelica se había alegrado mucho, y sobre todo había sentido un gran alivio. Su hermano pequeño era capaz de hacer cualquier cosa con las manos, pero los problemas parecían perseguirlo, y los seis años que llevaba trabajando en la construcción había sido despedido tan a menudo como lo habían contratado. Normalmente por pequeñas cosas como llegar tarde, tomar prestadas herramientas o hacer comentarios impertinentes al jefe.

Sin embargo, con el trabajo, Fortune parecía haber cambiado. Parecía estar haciendo un verdadero esfuerzo, y Angelica, que lo había criado tras la muerte de sus padres, había empezado a pensar que tal vez no había fracasado con él después de todo.

Eso había pensado hasta la cena del domingo anterior a su muerte, cuando miró significativamente el apartamento de Angelica y dijo con desdén:

–Este lugar es demasiado pequeño.

Ella intentó no sentirse ofendida.

–No está tan mal –dijo en tono ligero.

–Es una porquería, Ange. Pero no te preocupes. Dentro de unos meses, te conseguiré algo realmente bonito. ¿Qué te parecería vivir en una de esas enormes casas de Saguaro Spring?

Ella se quedó mirándolo, con su alarma de hermana mayor activada.

–¿De qué estás hablando?

Una maliciosa sonrisa se dibujó en el rostro de Mike.

–Digamos que los peces gordos están a punto de aprender una pequeña lección sobre compartir beneficios.

–¿Qué significa eso? –preguntó ella con consternación–. No estarás planeando hacer nada que ponga en peligro tu trabajo, ¿verdad?

La sonrisa de Mike se desvaneció.

–Maldita sea. ¿Es mi maldito trabajo lo único que te preocupa?

–Por supuesto que no, pero…

–Olvídalo, ¿de acuerdo? –su expresión se había tornado enfurruñada.

–Pero…

–¡He dicho que lo olvides! –poniéndose de pie bruscamente, se dirigió pisando fuerte hacia la puerta–. Tengo que irme.

–Mike, espera…

–Eres una mojigata, Ange, ¿lo sabías? –ella debió de torcer el gesto ante sus palabras, porque por un momento el rostro de Mike se suavizó–. Pero gracias por la cena de todas formas –y se marchó sin una palabra más.

Los días siguientes ella rememoró la conversación varias veces, intentando convencerse de que había reaccionado de forma exagerada y había sacado conclusiones erróneas. Al fin y al cabo, Mike ya no era ningún niño, y seguramente no haría ninguna tontería. Así que se dirigió a su trabajo, esperando invitarlo a cenar y aclarar las cosas.

Pero nunca tuvo la oportunidad. Nada más verlo en uno de los pisos superiores y de saludarse con la mano, él había entrado en el ascensor temporal, que segundos después se desplomaba. Aturdida y horrorizada, Angelica se quedó paralizada mientras sonaban las alarmas, se levantaba una nube de polvo y los hombres gritaban, corriendo desde todas partes para ver lo que había sucedido.

Y entonces, milagrosamente apareció Riley, protegiéndola de la terrible visión del ascensor destrozado, llevándosela y sujetándola contra él mientras ella pasaba de la incredulidad al dolor y a la histeria.

Había intentado desesperadamente no pensar en lo que acababa de suceder, así que todos los detalles de esos pocos minutos se habían grabado en su mente. Recordaba la acerada dureza de su cuerpo, a pesar de su aspecto siempre tan elegante. Recordaba lo cálida y sedosa que su piel le había parecido cuando enterró su rostro en el cuello de su camisa abierta. Todavía podía sentir sus manos acariciándole lentamente la espalda y la presión de su mejilla contra su pelo, así como el tono tranquilizador de su voz. Recordaba su olor, embriagador y masculino que la hizo desear apretarse más contra él, respirar más profundamente, quedarse allí para siempre y no volver a abrir jamás los ojos.

Por ridículo que le pareciese, se había sentido segura. Como si finalmente hubiese encontrado su lugar en el mundo.

Lo que demostraba que no había como una tragedia para perder completamente el sentido de la realidad. Porque una cosa que sabía desde que tenía catorce años y había puesto sus ojos en Riley Fortune de dieciocho, era que no tenían nada en común. Existía una gran distancia financiera, social y emocional entre los Dodd y los Fortune, Riley y ella podían haber sido de diferentes planetas.

No habría cambiado nada.

Él provenía del dinero y todo lo que ello proporcionaba: una bonita casa, abundante comida, buena ropa, una educación excelente.

Ella había crecido en un remolque en la peor zona de la ciudad. A los ocho años ya era una experta en conseguir comida para ella y para su hermano pequeño de las donaciones del banco local de alimentos, y de vestirse en los puestos de caridad.

La familia Riley era poderosa y muy respetada. Su padre dirigía unos influyentes negocios y su madre era venerada por sus servicios a la comunidad. En profundo contraste, los padres de Angelica se habían distinguido por evitar trabajar y vivir de la asistencia pública para que los mantuviese bien surtidos de alcohol y tabaco. Aunque había llorado por ellos cuando murieron en un accidente de coche cuando ella tenía dieciocho años, nunca se había engañado con ellos.

Pero sabiendo todo eso, no había dejado de aferrarse a Riley como un ancla en una tormenta el día del accidente de Mike. Él había insistido en llevarla a casa y se negó a dejarla sola hasta que llegase una de sus amigas.

Pero su caballerosidad no terminó ahí. Los siguientes días la ayudó con todo, desde los papeles del seguro de Mike hasta los arreglos del funeral, diciendo que no era necesario que le diera las gracias y asegurando que simplemente estaba haciendo su trabajo como vicepresidente financiero de Construcciones Fortune.

Lo que no explicaba por qué la había acompañado en la limusina el día del funeral, permaneciendo a su lado en el cementerio. Y mucho menos por qué se había mostrado tan preocupado cuando todo empezó a sobrepasarla.

–Vamos –le había dicho él quedamente, poniéndole una cálida mano en la parte baja de la espalda y llevándola hacia la limusina–. Pareces exhausta. Déjame llevarte a casa.

Y ella le dejó. Le dejó llevarla a casa, lo invitó a entrar y le dejó llevarla a la cama. Y por mucho que le gustaría fingir que él se había aprovechado de ella, abusando de ella en un momento de vulnerabilidad, sabía que era tan culpable como él.

Ella se había permitido olvidarse de que él era un Fortune y ella una Dodd. Había sido tan tonta como para creer que estaba enamorada. Y lo había deseado. Tanto como él la había deseado a ella.