La máscara de carne y hueso - Carlos Herrero Borrás - E-Book

La máscara de carne y hueso E-Book

Carlos Herrero Borrás

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Beschreibung

Un viaje emocionante, atmosférico y minucioso a través de un universo lovecraftiano en el que el lector se ve envuelto, junto con los protagonistas, en la resolución de un misterio que gira en torno al robo de unas tablillas arqueológicas de origen y contenido desconocido. Una oportunidad única para explorar paisajes atávicos, participar en una búsqueda de conocimientos prohibidos y vivir la intensidad de las revelaciones obtenidas. Una experiencia inmersiva en un universo multifacético creado a partir de décadas de apasionada lectura y deleite en el mundo de los Mitos.

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La máscara de carne y hueso

Carlos Herrero Borrás

Primera edición. Mayo 2023

© Carlos Herrero Borrás

© Editorial Esqueleto Negro

www.esqueletonegro.es

[email protected]

ISBN digital 978-84-126549-3-6

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

"A los que siempre son y siempre están, a mi

familia, y a mi Clara María"

"La imaginación nos llevará a menudo a mundos que no existieron nunca, pero sin ella no podemos llegar a ninguna parte".

Carl Sagan

I

Hay lugares donde las vivencias dejan huella, espacios donde se hace patente el cotidiano devenir de sus moradores; depositando un residuo intangible que capa tras capa termina conformando una gruesa película de historia donde todas esas experiencias permanecen estáticas, atemporales, dotando a esos lugares de vida propia; de algo que perdura como un perfume sutil. Impregnados en los muros, esos recuerdos son casi palpables; como la sensación suave y aceitosa que queda en las yemas de los dedos cuando se acaricia la superficie de un mueble antiguo, donde cada pequeña marca y cada rozadura atesoran en silencio los secretos de lo acontecido. En ciertas ocasiones puede percibirse con facilidad en la oscuridad muda, un débil murmullo que proviene de todos lados y acompasa al sonido del silencio en el límite del espectro auditivo. Es como si una presencia invisible pugnase por narrar una historia entre dientes, esperando a un espectador lo suficientemente sensible que sepa prestar atención; pero que al ver pasar el tiempo sin encontrarlo, hubiese caído en la cotidianidad y guardase silencio.

Por otro lado hay lugares que están impregnados de algo muy diferente, siniestro e inmemorial, en ocasiones tan antiguo como el propio engranaje del universo; en una forma que la mente humana no es capaz de racionalizar aunque sí de percibir. Visiones fugaces de espectros de un pasado lejano que han alcanzado un lugar donde filtrarse a la realidad. En esos lugares el entorno parece bullir en una calma tensa que de algún modo activa una alerta en nuestros instintos y nos dice que no deberíamos de estar ahí. El universo es enorme. Sería difícil creer que la vida no fuese un fenómeno extendido dentro de la vasta inmensidad de sus confines, ni que no lo hubiese sido en los tiempos que nos precedieron; donde millones de razas y civilizaciones podrían haberse formado, desarrollado y extinguido con el paso de los eones. Sin embargo la historia geológica de nuestro planeta no es más que una fracción infinitesimal de la chispa de luz que extendió el espacio primigenio, y con una referencia tan limitada nos es imposible concebir los océanos de tiempo transcurridos entre un estado y otro de las cosas. Algunos fragmentos de información han sabido perdurar intactos en la oscuridad del cosmos, esperando para narrar qué seres poblaron las estrellas en un lugar en el tiempo que ni en sus más profundos sueños el espíritu humano ha sido capaz de imaginar; y muchos de esos retazos de oscura sabiduría han sabido cruzar la vastedad del éter insondable y permanecer sellados en palabras, esperando ser aprendidos de nuevo. Cierto tipo de conocimientos pueden ser una posesión muy peligrosa; custodiarlos conlleva una carga de responsabilidad y cuando son únicos o escasos, son difíciles de mantener en secreto. La sed de sabiduría, o simplemente la pura curiosidad de los pensadores, ha guiado a estos en sus noches en vela a indagar tanto en lo oculto que han alterado el curso de la historia en innumerables ocasiones. Una sed que actúa como un agente fascinante, iluminando el alma humana, así como corrompiéndola hasta la raíz y emponzoñándola; dejando una presencia amenazadoramente física, hostil y nauseabunda, que permanece como si la mirada de una potestad oscura se hubiese posado sobre el lugar que alberga su infame y olvidada sabiduría. Una presencia que permanece vigilante, esperando pacientemente a que alguien lo suficientemente inconsciente o lo suficientemente loco como para ahondar en creencias y ritos antediluvianos abra una brecha por donde los entes abominables que germinaron en las estrellas puedan asomarse a nuestra realidad y proliferar nuevamente.

Aunque no lo pareciese, este era uno de esos lugares… Un enorme salón, vetusto y sumido en las sombras. Una suave luz de gas iluminaba tenuemente la densa neblina que cargaba el ambiente con el fuerte aroma de exóticos inciensos orientales. Una lujosa mansión sin duda, aunque con sus entrañas debatiéndose entre luz y oscuridad tenía el aspecto de un viejo museo, engalanado de alfombras, mármoles y maderas nobles al más puro estilo Victoriano. A través de la penumbra se dibujaban las formas del mobiliario, y el débil crepitar de la chimenea al otro lado de la sala era todo lo que alcanzaba a romper el silencio. Suntuosos tapices cubrían gran parte de las paredes, y a un lado de la estancia se dibujaban fugaces los destellos del fuego contra las impolutas vitrinas de una extensa biblioteca. Gruesas cortinas cubrían las ventanas que daban a la calle, a través de las cuales se alcanzaba a escuchar el amortiguado sonido de la lluvia y el paso ocasional de algún automóvil sobre el húmedo empedrado de la calzada. Era de noche, o al menos lo parecía; pues bien entrada la tarde una oscuridad gris reinaba en el exterior bajo el incipiente aguacero. Dominando la habitación había varios butacones forrados en piel, dispuestos alrededor de una mesa oval de mármol veteado sobre la que se había servido el té, que ahora reposaba frio. Un lugar idóneo para la tertulia donde sólo la figura de un hombre permanecía sentada y meditabunda.

El tic-tac de un enorme reloj de péndulo, que pulsaba inexorablemente con cada segundo que se escapaba, empezó a hacerse presente al tiempo que el crepitar del hogar se iba extinguiendo. Entonces la solitaria figura se vio súbitamente arrancada de su abstracción, conteniendo un sobresalto al resonar las campanadas que anunciaban solemnemente las siete de la tarde. Tras el segundo tañido se sentó erguido y recuperó la compostura. La grave letanía de campanas pareció acompañar sus movimientos mientras observaba con detenimiento un objeto que sostenía entre sus manos; lo contemplaba absorto, estudiando sus más intrincados detalles. Fuera en la calle, la luz de los faros de un coche que pasaba frente a la mansión entró a través de una abertura entre las cortinas, le iluminó el rostro y trazó una línea cegadora que barrió la estancia de parte a parte. Él quedó en tensión, con la mirada fija en la rendija que daba a la calle oscura, y por unos instantes una sombra de temor pareció nublarle el gesto. Permaneció unos instantes escuchando la lluvia, como si algo inquietante se escondiese tras ella; como si fuese capaz de distinguir un sutil ruido de pasos cercanos frente a la puerta entre el estruendo del aguacero. Apartó la mirada de aquellos pensamientos y volvió a dedicarla al objeto que tenía entre las manos: unas pequeñas tablillas de piedra de aspecto frágil, montadas en un recio estuche de caoba con tapa de vidrio templado. Estaban cubiertas de intrincados bajorrelieves grabados en la pulida superficie de obsidiana, que se entrelazaban en un caos espiral indescifrable; similar a los escritos cuneiformes de la antigua Sumeria, pero muchísimo más enrevesados. Unos momentos después depositó el estuche delicadamente en la mesa y se levantó tomando el bastón que guardaba apoyado junto al asiento. Cruzó la estancia lentamente y se dirigió al aparador junto a la chimenea para comprobar la correspondencia.

La sociedad Irtaniss-Kan era una sociedad filantrópica como otras tantas que florecían por toda Nueva Inglaterra; que en este caso aglutinaba estudiosos, profesores e investigadores con intereses comunes, tanto por los arcaicos conocimientos de civilizaciones y culturas extintas como por la parapsicología y la astronomía modernas. No tenía muchos miembros, y a diferencia de la mayoría de sociedades y logias comunes trataba de pasar desapercibida, por lo que no se solía recibir tampoco mucho correo; salvo el concerniente a las actividades de sus miembros y de sus colaboradores externos. Había sólo dos cartas; las tomó y se acercó a avivar el fuego, que refulgió momentáneamente revolviendo las sombras que se dibujaban tenues contra los muros del salón. Cogió un abrecartas afilado que reposaba sobre la repisa de la chimenea, y mientras abría la primera de las cartas se sentó en una butaca y empezó a leer.

Walter Congrart nunca salía de casa. Había pasado los últimos veintiséis de sus casi setenta inviernos entre aquellas vetustas paredes. El mundo exterior se le antojaba incierto y cambiante, y no gozaba de los espacios abiertos desde hacía ya mucho tiempo. Había estado enfrascado en innumerables estudios a lo largo de muchos años, lo que le había impreso un carácter solitario y reservado. A pesar de ello era un caballero que distaba mucho de ser arisco. Era culto y refinado, reflejando una tradición claramente británica tanto en su porte como en su forma de vestir; siempre armado de una paciencia imperturbable y un carácter analítico poco usuales, fruto sin duda de sus largos años como profesor. Ostentaba una cátedra en parapsicología en la universidad de Miskatonic; disciplina relativamente moderna llegada de la vieja Europa, que era parcamente aceptada en estos tiempos y que sólo un puñado de docentes e intelectuales defendían a capa y espada. Pese a su forzosa reclusión, aún seguía colaborando con su departamento de la universidad; corrigiendo trabajos y asistiendo a profesores menos veteranos en sus investigaciones, siempre por correspondencia; de ese modo se aseguraba de mantener un contacto constante con el mundo exterior. Sus obligaciones para con la sociedad eran más importantes para él, y por desgracia no se equivocaba, ya que en los rincones ocultos de Irtaniss-Kan se custodiaban algunos conocimientos oscuros, sabiduría antigua y demencial; piezas de un rompecabezas informe que fueron traídas a la comprensión por mentes enajenadas tiempo atrás. Pensadores que buscaron respuestas en lugares peligrosos y traspasaron los límites de su entendimiento… Esa frontera que representa el temor primordial que existe por la imposibilidad de definir lo indefinible. Tras ella existen conocimientos que podrían llevar a una mente a abrir las puertas que conforman el velo de realidad ficticia que mantiene a la humanidad alejada de experimentar lo que realmente se esconde tras las ancestrales metáforas; ídolos y objetos de adoración de lo que desde nuestra más tierna infancia como especie consideramos dioses. Nuestros antepasados describieron con temor reverencial abominaciones que pudieron ser reales y pueden serlo aún. Representaciones monstruosas cuya idea tratamos de interpretar y plasmar artísticamente a lo largo de nuestra historia de tantas y tantas formas. Esta clase de conocimientos podrían ser empleados para conseguir poder, y de alguna forma despertar la atención de lo que podría seguir esperándonos desde hace eones a la vuelta de la esquina; planteando la posibilidad de permitir que los oscuros entes de pesadilla pudiesen regresar. Por tanto, los rituales descritos no sólo debían de ser custodiados; sino entendidos y estudiados para mantenerlos bajo control en la medida de lo posible, y así garantizar nuestra supervivencia como especie. El Sr. Congrart invertía en esta labor la mayor parte de su tiempo. Asistía a los miembros interesados y con las capacidades necesarias en el estudio de antiguos libros y manuscritos, para desentramar su significado y así poder postergar el oscuro destino que la insensatez humana traería para nuestro mundo en caso de que cayeran en malas manos. No sería de extrañar que ningún reportero del Arkham Advertiser ni funcionario estatal tolerase este tipo de actividades sin tacharlas cuanto menos de “majadería” a la luz pública; por lo que Irtaniss-Kan cumplía sus funciones con total discreción, haciéndose ver como un simple club elitista de gente excéntrica dedicado a actividades esotéricas irrelevantes durante todo el tiempo que fuese posible.

—Bien… Parece que se acerca algo. —Se dijo a sí mismo con tono preocupado y severo, mientras leía a la luz de la chimenea el pliego manuscrito que contenía la primera de las cartas.

Adjunto a este encontró un paquete con unos extraños calcos a lápiz, un pequeño diario de bolsillo con tapas de piel, y un mapa burdamente trazado en una cuartilla de papel. El remitente era un tal Andrei Yurinov, profesor emérito de Arqueología en la Universidad de Miskatonic y antiguo conocido del Sr. Congrart, al que hacía muchos años que no veía en persona y con quien había llevado a cabo algunas investigaciones de campo en su juventud; pero sin embargo lo primero que despertó la curiosidad de Congrart fue que la carta había sido enviada desde Rumanía, más concretamente desde una pequeña localidad llamada Sinaia, en los Cárpatos orientales. Al parecer habían pasado dos semanas desde que la carta consiguió llegar a la oficina general del servicio postal en Boston, según el sello de aduanas impreso en el sobre, y de ahí dos días más hasta Arkham.

Lo último que sabía de Yurinov se remontaba a cinco años atrás, cuando el viejo arqueólogo comenzó a mostrar un repentino interés por ciertos cultos paganos post-helenísticos en Europa del este, que al parecer habían despertado su curiosidad; en repetidas ocasiones se carteó con Congrart para compartir impresiones con él acerca de los estudios que llevaba a cabo y valerse de sus amplios conocimientos de folklore y mitos. Pasados unos meses perdieron todo contacto, pero en la universidad se rumoreaba que Yurinov había estado viajando bastante desde entonces; así como que seguía enviando algunos artículos al departamento de arqueología de la universidad de cuando en cuando y mantenía correspondencia personal con algunos archivistas, gracias a los cuales podía realizar consultas y contrastar información.

Ahora las noticias no podían ser más extrañas, el viejo profesor decía en su carta haber hallado indicios de la existencia de algún tipo de templo prerromano oculto en los Cárpatos, erigido por un culto de origen desconocido en algún lugar en lo profundo de la cordillera. Solicitaba el apoyo de la universidad y de sus docentes para la financiación de una expedición de búsqueda y la consiguiente excavación arqueológica en caso de ser localizado el templo. Pese a que no ofrecía más información al respecto, afirmaba que el área donde sospechaba que podría encontrarse tal construcción estaba muy aislada y era de difícil acceso, lo que representaba un serio contratiempo para un hombre de setenta años como él, además de encarecer el traslado de personal y equipo hasta límites en los que sería complicado conseguir financiación. Por ello, y con el afán de abaratar costes, solicitaba la ayuda de un reducido grupo de investigadores a cargo de la universidad por un tiempo no inferior a tres meses, costeando él mismo los gastos del viaje, con el propósito de reunirse con ellos en Rumanía lo antes posible.

Entonces el sonido de unos pasos descalzos llegó desde las escaleras, amortiguado por el grueso enmoquetado de los peldaños. Seguidamente, una figura alta apareció bajando pausadamente: un hombre de rasgos egipcios y barba bien recortada, ataviado con un turbante y vestido con una túnica, que atravesó lentamente la penumbra cargada de inciensos y se acercó al centro del salón.

—¿Llamaba usted, señor Congrart? Me pareció oírle hablar —dijo con voz profunda mientras se aproximaba, mirando de soslayo el estuche que había sobre la mesa.

—Discúlpame, Hassan, sólo pensaba en voz alta. Entre la correspondencia hemos recibido noticias de lo más curiosas, de un viejo conocido de la Miskatonic del que hacía tiempo que no sabía nada; un tipo tenaz sin duda, pero parece que los años por fin han terminado con su escepticismo —informó el profesor, mientras un atisbo de sonrisa le iluminaba el gesto sin llegar a hacerle perder la compostura.

—Hay tanta tranquilidad en la casa, señor, que cualquiera diría que sus cimientos duermen. Tanta calma podría presagiar cambios. Le escuché desde el estudio, ¿hay algún problema?

—Ninguno por el momento, el viejo profesor Yurinov quiere que interceda por él para que la universidad le financie una expedición. Nunca imaginé que anduviese arrastrando sus castigados huesos por el este de Europa, ya no tiene edad para eso. Tengo curiosidad por saber qué le habrá llevado realmente a emprender semejante campaña, la poca información que da en su carta es desconcertante.

—Parece que la lluvia no cesa. Prepararé la cena… Empieza a ser tarde.

—Entiendo. Ya atenderemos estas cuestiones después. Muchas gracias.

Con un gesto sereno, Hassan hizo una pequeña reverencia de cortesía y se dirigió hacia el fondo de la estancia, encendió por el camino las lámparas de gas del espacioso salón contiguo, y desapareció silenciosamente tras la puerta de la cocina. Congrart se levantó y depositó la carta junto a las demás, seguidamente se acercó para correr completamente las cortinas, con un gesto casi automático, evitando así que pudiese verse el exterior y la calle oscura; caminó lentamente ayudándose con su bastón, cruzó la habitación y pasó por delante de las escaleras en dirección al salón-comedor.

Se podía sentir cómo el viento arremetía con fuerza contra la fachada de la mansión, Congrart se detuvo un instante y miró nerviosamente hacia las cortinas —por ahora sólo es lluvia—, se dijo, y entró en la estancia iluminada. El comedor estaba amueblado exquisitamente, con una mesa para ocho comensales que dominaba el salón y dos antiguos aparadores de roble a ambos lados de la chimenea. En la parte izquierda lucía un piano lira de madera de nogal bajo el retrato en lienzo de un caballero elegante, de porte señorial y vestido al más puro estilo británico, que sentado en un suntuoso butacón sujetaba apoyada en el suelo frente a él una espada con empuñadura de cristal rosado, en una pose cargada de majestuosidad. Un fuerte aroma a especias exóticas que provenía de la puerta de las cocinas, al fondo, comenzaba a llenar la estancia. Congrart se dirigió hacia uno de los aparadores, sobre el cual reposaba un fonógrafo; seleccionó uno de los cilindros de cera pulcramente ordenados en uno de los cajones y lo colocó en el aparato, accionó el mecanismo, y el son de un melancólico adagio de Albinoni para violín y oboe comenzó a llenar la sala. Walter cerró los ojos y se limitó a escuchar.

No abundaban los momentos como estos, en los que aquellos muros albergasen algo parecido a un calor hogareño, salvo cuando se organizaban tertulias entre los miembros de la sociedad, y aun así los temas de conversación habituales contagiaban preocupación e interés a partes iguales entre los presentes; una atmósfera poco propicia a la distensión. Tal vez el olor de la comida mezclado con la fragancia de los inciensos hacía que el comedor fuera un lugar especialmente confortable al menos un par de veces al día; Hassan se encargaba de ello, así como de las tareas domésticas por voluntad propia, y teniendo en cuenta que los únicos residentes permanentes de la mansión eran él y el Sr. Congrart, estas se reducían a los mínimos indispensables. La burbuja de familiaridad no se extendía más allá.

Hassan se ocupaba de la biblioteca y los archivos, pero más concretamente, su función principal era la de administrar la biblioteca secreta del sótano que albergaba los libros prohibidos; los antiguos tomos y manuscritos que la sociedad custodiaba celosamente. Muchos de aquellos documentos estaban escritos en una mezcolanza de idiomas, algunos en código y otros incluso en lenguas desaparecidas hace siglos. La función de Hassan era la de ayudar a los miembros interesados en las traducciones de los textos. Era lingüista y un auténtico erudito en culturas africanas, pero salvo que nació en Egipto y que residía en Irtaniss-Kan desde su fundación nadie sabía mucho acerca de él excepto el propio Sr. Congrart, con el que siempre había tenido una estrecha relación; incluso daba la sensación de que se conocían de mucho tiempo atrás. Era un hombre de pocas palabras, pero cuando las usaba era difícil en extremo encontrar cabos sueltos en su oratoria. Para los miembros de la sociedad Irtaniss-kan su atávica dedicación a los libros antiguos rayaba los límites del temor devoto, los manipulaba y estudiaba con religiosidad, los respetaba profundamente, parecía tratarlos como si tuviesen personalidad propia.

Sirvieron la cena y comieron, sonaron las campanadas de la iglesia de East Church, a sólo dos calles de allí, tocaron las ocho. En la sobremesa, mientras disfrutaban de la música, degustaron una copa de Jerez, que como toda bebida espirituosa se consideraba contrabando ilegal en estos tiempos en todo el país debido a la “ley seca”, pero a pesar de ello en casi todos los hogares pudientes de nueva Inglaterra se guardaba celosamente alguna botella de estraperlo para las ocasiones especiales.

—Hassan, ¿recuerda usted a la joven arqueóloga de la última reunión? —dijo el Sr. Congrart mientras jugueteaba con los dedos en la pequeña copa tallada.

—Ciertamente la recuerdo, McKenzie creo que se llamaba. Me sorprendió gratamente en nuestra última conversación… Una joven brillante y despierta. Es la tercera vez que acudía a la tertulia. ¿A qué se debe este repentino interés, si me permite preguntarle?

—No lleva mucho tiempo trabajando en la universidad, si no recuerdo mal —contestó Congrart pensativo—, pero parece haber encajado bien, lo que es complicado de conseguir con esas gallinas viejas del consejo de rectores. Debe de tener buenas aptitudes para su corta edad, y seguramente algo más que aplomo. Sólo estaba pensando acerca del asunto de Yurinov; en la posibilidad de tener que buscar a alguien de confianza y bien capacitado para liderar la supuesta expedición, nada más.

—No debería de precipitarse, señor —sugirió Hassan—, a su antiguo colega no le resultará sencillo convencer a la administración para que financie semejante empresa, por muchos contactos de los que disponga. No creo que la universidad cuente con suficientes fondos como para ir derrochando, no suelen financiar si quiera proyectos brillantes si no son de interés público; parece que aquí el ilustre es a su imagen como el avaro es a su oro.

—Bueno… —dijo Congrart con gesto conclusivo—, mañana estudiaré a fondo lo que nos ha enviado Yurinov y veré si encuentro entre los documentos alguna cosa interesante. No tomaré cartas en el asunto si al fin y al cabo se trata de suposiciones sin fundamento, pero tengo un presentimiento extraño acerca de este asunto. No sé…, quizá lo esté relacionando con otras cosas. Mejor lo consultaré con la almohada y decidiremos mejor mañana, cuando pase la tormenta.

Se levantaron, y tras recoger la mesa Hassan se dirigió a la cocina a dejar los platos sucios mientras Congrart caminaba pacientemente ayudado por su bastón hacia la penumbra del salón. El fuego en la chimenea había medrado considerablemente, tiñendo la estancia con un débil resplandor rojizo. Walter se detuvo un instante frente a la puerta de la mansión, cuando de pronto un escalofrío le recorrió la espalda. Instintivamente, miró hacia la puerta y las ventanas que tenía cerca, pero estaban cerradas; aun así tuvo la sensación de que algo no estaba bien, la habitación estaba aparentemente tranquila y a pesar de ello presentía que algo no estaba en su lugar. Era un hombre obsesivamente ordenado. Sin moverse apenas del sitio escrutó concienzudamente los elementos que componían el salón y trató de comprobar si había algo diferente en la casa; y entonces vio el reflejo de las brasas de la chimenea sobre la superficie pulida de la mesa de mármol en el centro de la estancia, para advertir que no había nada sobre ella. El corazón se le paralizó, quedó perplejo al darse cuenta de que el estuche que contenía las tablillas que había estado examinando esa misma tarde sencillamente ya no se encontraba allí. En su mente se sucedieron a toda velocidad los recuerdos de lo acontecido durante el día hasta la hora de la cena. Trataba de recordar algún momento en el que Hassan hubiese podido entrar al salón cuando él ya se encontraba en el comedor, y hubiese podido cambiar el estuche de lugar; buscaba desesperadamente alguna explicación racional para lo sucedido, una posibilidad por remota que fuese de que nada extraño hubiese ocurrido, pero no la encontró. Un terror profundo se apoderó de él, aquel hecho significaba que alguien había entrado en la casa y por tanto había abierto la puerta. La simple idea de que eso hubiese podido suceder hizo que la agorafobia aguda que padecía desde hacía años le embotase los pensamientos. —Podría haber alguna ventana abierta, o incluso la ventana del desván. No, no puede ser… Arriba no—, se dijo a sí mismo balbuceando nerviosamente. Por unos instantes quedó bloqueado y en tensión, con los ojos bien abiertos mirando el reflejo sobre la mesa y tratando de pensar, cuando de repente un relámpago en el exterior de la mansión también iluminó inexplicablemente el interior de la sala. Congrart se sobresaltó retrocediendo a trompicones y dejó caer el bastón cuando vio que la luz había entrado por una de las ventanas al fondo de la estancia, que por algún motivo desconocido tenía las cortinas abiertas. Se le congeló el gesto y empezó a sentir que el pánico se apoderaba de él mientras trataba por todos los medios de no mirar al exterior, cuando movido por el puro temor a que aquella ventana pudiese seguir abierta acertó a enfocar la vista hacia el fondo del salón. Otro relámpago restalló sobre la ciudad, y entonces vio a través del cristal la figura de un hombre de pie bajo la lluvia, justo frente a la ventana. Aunque aquel destello duró sólo unas décimas de segundo, pudo reconocer perfectamente sus rasgos: un caballero alto y bien parecido que vestía muy elegantemente, de pie e inmóvil, mirándole fijamente con una frialdad desconcertante. Pese a que tenía el cabello bien peinado y un aspecto impecable, contagiaba una inexplicable sensación de desasosiego. De pronto el tiempo pareció detenerse. Congrart creyó incluso que un extraño silencio ahogaba el estruendo de la lluvia y el crepitar del fuego, dejándolo solo con la estridente cacofonía de sus propios pensamientos frente a la mirada de aquella figura mayestática y funesta. El ambiente hervía con una tensión palpable. Había algo repulsivo que nacía de aquel individuo, algo tan implacable y persistente como la más maligna de las intenciones. Congrart pudo ver cómo el atisbo de una sonrisa sardónica parecía retorcerle sutilmente el gesto, y observó atónito que sostenía en sus manos el estuche con las tablillas mientras no dejaba de mirarle fijamente. Sintió cómo un espasmo muscular le sacudía el cuerpo, trastabilló hacia atrás hasta tropezar con uno de los butacones junto a las escaleras y se derrumbó. Su mente se oscureció de repente arrollada por una ola de revulsión y terror, creía seguir viendo esa mirada gélida y salvaje en la silueta difusa y oscura que veía a través de la ventana. Una indescriptible sensación de repugnancia y desolación le dominaron inexplicablemente, distorsionando la realidad a su alrededor. Luchando por respirar intentó levantarse sin éxito y cayó de nuevo al suelo. Otro rayo sacudió los negros nubarrones sobre Arkham, y pudo ver en la lejanía el antiguo campanario de piedra negra de East Church que se erguía impasible bajo el implacable vendaval; los puntiagudos tejados victorianos que se alzaban recortándose contra la visión de la tormenta como una oscura hilera de afilados colmillos que crecieran sobre la colina al Este de la ciudad, y sobre estos la inmensidad del cielo, cubierto de nubes negras y descargando toda su ira sobre la creación. Ese abismo eterno y aplastante que Congrart tanto temía, esa extensión a la que llamamos firmamento; que para él no era más que una puerta abierta a un cosmos vasto e insondable, a un vacío condenatorio que en cualquier momento dejaría caer los detritos de su malsana antigüedad sobre la faz de la tierra; era un espacio desconocido donde los puros horrores primordiales se le revelaban amenazadoramente reales y tangibles. Todos sus temores más profundos parecieron acorralarle y embotarle los sentidos súbitamente. Sintió una horrible presión en la cabeza y una fortuita sensación de asfixia, un torbellino de imágenes terribles empezó a atormentarle desde el subconsciente, el suelo se combaba bajo el peso del universo aplastándolo a él en medio. La habitación empezó a darle vueltas cuando sintió que iba a desmayarse, e inmovilizado por los espasmos quedó tirado en el suelo mirando hacia la ventana y vio la luna gibosa sobre el horizonte transitar fantasmal entre girones de nubes negras sobre el valle más allá de la ciudad. Mientras el mundo se oscurecía y se alejaba de él, una chispa de raciocinio le aclaró el pensamiento durante un breve instante y se dio cuenta de que aquel extraño individuo ya no estaba frente a la ventana, había desaparecido bajo la tempestad. Entonces otro relámpago restalló sobre Arkham, y con una última y repentina convulsión Congrart colapsó, cayendo irremisiblemente en la misericordiosa serenidad de la inconsciencia.

Hassan llegó precipitadamente alertado por el ruido y encontró a Walter Congrart tendido en el suelo, arrinconado y tembloroso a los pies del reloj; estaba pálido, hiperventilaba y miraba fijamente el ventanal sumido en el pánico. Hassan rápidamente se acercó a auxiliarle. Tras comprobar que estaba en shock pero respiraba, le ayudó a incorporarse y lo tumbó sobre el butacón que había frente a las escaleras. Entonces cruzó apresuradamente el salón y corrió las cortinas, dejando una pequeña rendija por la que se asomó unos instantes y observó la calle oscura. La tormenta rugía con fuerza en el exterior y a la luz de los faroles de gas se veía el contorno de los setos del patio y el de las casas al otro lado de la calle. No había nada extraño allí. Un automóvil recorrió la calle ruidosamente remontando el torrente de agua que discurría sobre el empedrado de la calzada. Hassan, atónito ante la simple posibilidad de que el Sr. Congrart hubiese sido capaz de abrir las cortinas por sí mismo, sumado a que este yacía presa del pánico al otro extremo de la habitación, se preguntaba cómo algo así había podido llegar a ocurrir. La lluvia arrastrada por el vendaval golpeaba ferozmente los cristales. Hassan trató de vislumbrar si podía haber alguien en el exterior a través de la distorsionada imagen que le ofrecía la ventana, cuando de pronto se percató de que había algo extraño en el césped del jardín justo frente a la fachada: unos surcos caóticamente labrados que se hundían en el suelo, anegados por la lluvia, deformes, profundos y retorcidos; como si fuesen el rastro dejado por algo muy pesado que hubiese aplastado la hierba hasta hundirla por debajo de la línea de su raíz, arañando en su recorrido la tierra del patio en dirección a la calle de forma desordenada y desapareciendo en la línea de adoquines frente a verja abierta que se zarandeaba salvajemente a merced de la tormenta.

II

La tarde soleada teñía de colores el extenso patio delantero de la universidad de Miskatonic, donde crecían los álamos en hileras desordenadas hasta donde alcanzaba la vista entre un césped talludo y descuidado. Las copas de los árboles se mecían ante el ímpetu del viento y remolinos de hojas muertas corrían veloces de acá para allá sobre la hierba. La tormenta de la noche anterior había pasado dejando algunos barrizales dispersos a lo largo de la amplia explanada frente al edificio principal. Nubes negras, remanentes de la tempestad, surcaban el cielo velozmente dibujando claroscuros sobre el paisaje. Podía verse con claridad la ciudad, extendiéndose desde la base de la colina como un sinfín de tejados abuhardillados de pizarra oscura, antiguas casas victorianas y capillas góticas que se erguían entre calles adoquinadas y amplios jardines. Arkham tenía el aspecto de una ciudad silenciosa e impertérrita, donde el tiempo fluyese más lentamente. Las viejas mansiones que fueron traídas de la vieja Europa y reconstruidas piedra a piedra por los primeros terratenientes ingleses y holandeses hacía algo más de un siglo, habían permanecido allí viendo crecer las calles a su alrededor, como oscuras e imponentes esculturas de un viejo museo gris y olvidado; testigos mudos de la historia de una ciudad que dormía, y que transmitía la peculiar sensación de que nunca ocurría nada extraño porque todo lo insólito había acontecido ya en el pasado. Sólo el graznido de los cuervos despuntaba del estruendo del viento que arremetía con fuerza.

Por el camino que subía hasta el pórtico principal de la universidad transitaban algunas personas que pugnaban por mantenerse en pie ante las acometidas del vendaval, al tiempo que trataban de evitar los numerosos charcos dejados por la lluvia. El imponente edificio central de la universidad dominaba la colina rodeado por la extensa alameda. Su fachada gótica y sus ventanas ojivales al más puro estilo europeo le daban el aspecto de un antiguo baluarte del conocimiento, que se erguía solitario en medio de la campiña, lejos de las grandes urbes y su ruidoso mundo en expansión, reteniendo en su arquitectura un aire eclesiástico y solemne que evocaba épocas pasadas.

Algunos estudiantes se apresuraban a cruzar el pórtico principal para refugiarse en el patio interior, cuando de repente se escuchó una voz entre el bramido del vendaval: un quejido de rabia contenido que provenía del otro lado de la explanada cerca de la arboleda. Había una joven en el camino, de cabello rubio y cargada de bártulos, que parecía haber caído al suelo tras haberse visto derribada por una racha de viento y había tenido que apoyar la rodilla derecha en el fango para evitar que tres aparatosos cilindros de cartón a los que se abrazaba desesperadamente cayesen en el barrizal.

—¡Maldita sea!, ¡lo que faltaba! —gritó Hellen con frustración. Se incorporó de nuevo y echó a caminar con iracunda resignación, cruzó el último trecho del camino corriendo frenéticamente y llegó al patio interior de la universidad. Se dirigió a la primera arcada que había a refugio del viento, y apoyó bruscamente contra el muro los voluminosos contenedores de planos que llevaba cargando tan trabajosamente durante todo el trayecto desde la ciudad mientras se zarandeaban a merced del viento. Tenía la falda manchada de barro y trató de limpiárselo con prisa, frunciendo el ceño mientras se despegaba el fango de la ropa y arrojaba los pegotes a la hierba del patio. Tras esto se irguió sobresaltada mientras se acomodaba el cabello, y se dio la vuelta para mirar hacia el reloj que había en la pared al fondo del claustro; marcaba las cuatro y cuarto, lo que significaba que llegaba tarde.

Hellen tenía una reunión con el consejo de rectores, una de esas reuniones importantes para su carrera de las que ya había tenido cuatro en los últimos dos meses, todas con resultado infructuoso. Era muy joven para la calidad de sus trabajos, y por desgracia el consejo de la universidad no parecía saber atisbar su potencial más allá de su falta de experiencia, su cabello rubio y sus preciosos ojos grises. Siempre había sido una alumna brillante. Desde que se graduó había invertido mucho tiempo y esfuerzo en tratar de hacer realidad varios proyectos de investigación, pero hasta el momento no había logrado conseguir financiación para llevarlos a cabo. Su tozudez intelectual no le permitiría rendirse sin volver a intentarlo de nuevo, y había sido convocada para una última entrevista con el consejo con la esperanza de recibir el apoyo de la universidad. Por el momento, lo que la arqueóloga había planeado que fuese una presentación perfecta se había truncado debido a una pequeña serie de molestos accidentes que habían conseguido sacarle completamente de quicio a lo largo de toda la mañana, y en última instancia haberle arruinado la ropa más formal que tenía justo antes de llegar a la reunión. Cerró los ojos y dedicó unos instantes a respirar hondo y retomar las cosas con más calma mientras se acomodaba el abrigo; se puso los planos bajo el brazo, se colgó la cartera al hombro y se encaminó decidida cruzando el patio del claustro, rodeando la fuente de granito en dirección al pabellón principal.

El salón recibidor de la universidad de Miskatonic era amplio y estaba bien iluminado. Era austero, a pesar de estar enmaderado en roble de suelo a techo; y en sus muros se exponían con orgullo numerosas orlas de promociones destacadas y algunas vitrinas con trofeos deportivos y diversos honores. Había bastantes estudiantes circulando y una inusual sensación de ajetreo en el ambiente. Hellen cruzó la sala en dirección a las escaleras y subió hasta el segundo piso, donde se encontraban los departamentos de Arqueología y Antropología, así como los archivos de la reputada gaceta universitaria. Los pasillos de la universidad olían a libro viejo, tenían una atmósfera peculiar; entre sus muros el silencio sólo se veía interrumpido por el pasar ocasional de las páginas de algún tomo, por algún cuidadoso trasiego de libros, o por el tintineo de alguna cucharilla removiendo una taza de té. La luz del sol entraba a través de las ventanas de la fachada atravesando el corredor principal, dibujándose en el aire sobre el polvo rutilante e iluminando un sinfín laberíntico de imponentes librerías llenas de vetustos volúmenes y antiguos cartapacios, cuyos lomos apergaminados se cubrían de reflejos dorados. Hellen recorrió aquel pasillo apresuradamente hasta el despacho del departamento de Arqueología, se detuvo en seco frente a la puerta y repasó mentalmente el contenido de su ponencia durante unos segundos. Se disponía a llamar cuando la puerta se abrió súbitamente. Frente a ella, había dos agentes de policía que se disponían a salir de la sala con aire severo.

—¿Permite usted, señorita? —dijo el agente mientras le indicaba con el brazo que se apartase.

Dio un paso a un lado y los policías salieron del despacho caminando pasillo abajo, mientras uno de ellos tomaba notas en un pequeño cuaderno de bolsillo. Hellen quedó atónita, contuvo una mueca de asombro y miró hacia el interior del despacho. Allí estaban los tres rectores del departamento, dos de ellos sentados frente al escritorio con gesto grave, y el jefe de archivistas, el Sr. McTavish, que a su vez era el director del departamento de Arqueología, al otro lado de la sala de pie frente a la ventana, cruzado de brazos con una mano sobre el mentón, mirando pensativo a un punto indefinido del patio.

El despacho estaba en absoluto silencio, como en la calma tras un terremoto, y una clara sombra de preocupación empañaba el semblante de los allí presentes. Sobre la mesa había algunos papeles desordenados y varias fotografías. Pese a la distancia, Hellen no pudo evitar barrer con la mirada los documentos y percatarse de que eran fotografías de registro de restos arqueológicos y primeros planos en detalle de lo que parecían ser unas tablillas de piedra profusamente labradas. Rápidamente cruzó la mirada con la del señor Atkinson, el rector jefe de la universidad, tratando de evitar que la sorprendiera observando fijamente la documentación. Pudo ver cómo Atkinson recogía disimuladamente algunos de los papeles que había sobre la mesa y los depositaba en uno de los cajones del vetusto escritorio, al tiempo que su colega amontonaba ordenadamente el resto de documentos con presteza.

—Ehm, si… Señorita McKenzie, pase usted. Disculpe que la hayamos hecho esperar. Adelante, tome asiento —dijo el señor Atkinson, tratando de mantener la compostura en medio de un claro estado de nerviosismo, mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo y se sentaba erguido.

Hellen sonrió diplomáticamente, y asintiendo se acercó a ocupar la butaca que quedaba libre frente a ellos; depositó los voluminosos planos cuidadosamente en el suelo junto a ella, y dejó la carpeta sobre la mesa. Inmediatamente se dispuso a abrirla y comenzó a extraer documentos y a colocarlos en una pila a su izquierda, tras lo cual cerró la carpeta y la depositó en el suelo. Ordenó con un par de golpes secos sobre el escritorio los papeles que había seleccionado, levantó la mirada hacia los presentes, y se dispuso decidida a proceder con la ponencia.

—Señorita McKenzie… —continuó el rector Atkinson, rígido como una losa, en el instante en que Hellen apenas tomaba aire para hablar—, desafortunadamente, y por circunstancias ajenas al motivo mismo de esta reunión, he de informarle de que tras haber revisado los documentos que nos proporcionó hace ya algunas semanas lamentamos comunicarle que la universidad no puede permitirse realizar más aportaciones hasta el próximo semestre para proyectos de investigación. Consideramos que su trabajo es excelente; pero si me permite, ronda una temática que está en auge a cargo de equipos más preparados.

Hellen dejó de respirar, contuvo toda reacción aparente y se le congeló el gesto.

—Disculpe usted, señor Atkinson —dijo pausadamente mirando al rector directamente a los ojos—, no alcanzo a comprender cómo es posible que hayan podido llegar a tal conclusión sin ni si quiera haber llegado a atender a mi exposición, pero lo que sí creo alcanzar a comprender son los motivos que le han llevado a ello. Las excavaciones arqueológicas en el Cairo han pasado a un segundo plano por el descubrimiento de Carter, lo sé; pero el sarcófago hallado en la tumba de Tut-ankh-amon hace sólo unas semanas, que tan insistentemente ocupa las portadas de todos los periódicos y publicaciones científicas, no es la única pieza de interés acerca de la cultura egipcia, sin desmerecer en absoluto la importancia de tan relevante hallazgo. En mis estudios creo haber logrado establecer una relación entre los jeroglíficos de la primera dinastía hallados en el templo de Horus, en la antigua Hieracómpolis, que podrían datar del 3050 A.C. bajo el reinado del faraón Narmer, y algunas arcillas sumerias halladas en unas ruinas enterradas a orillas del antiguo cauce del Tigris que a su vez…

De pronto Hellen interrumpió su discurso, analizando la escena que se presentaba frente a ella. El jefe McTavish miraba a través de la ventana de espaldas a la reunión con gesto preocupado, sin parecer haberse percatado si quiera de su presencia; el rector Hamill miraba ausente las fotografías cuando no se le observaba directamente, y el señor Atkinson parecía querer finalizar la reunión lo antes posible mientras las palabras parecían rebotar en sus oídos o simplemente perderse en la espesa neblina de pensamientos que subyacía tras su mirada estoica y displicente. Era obvio que tenía asuntos más urgentes que atender, y ya había otorgado una negativa sin mostrar predisposición alguna a seguir prestando atención.

—Bien, entiendo… —prorrogó Hellen cerrando los ojos un instante, tomando consciencia de que la reunión parecía haberse celebrado en medio de una situación extraña e inoportuna; al tiempo que se contenía de hacer algún comentario rudo aunque justificado para desahogar su frustración. Recogió pausadamente los documentos que se había propuesto exponer, y con una mirada seria e inexpresiva se dirigió de nuevo a los rectores tras unos dilatados segundos de silencio—. Sr. Atkinson… Es la tercera vez que trato de exponer mi trabajo ante este consejo, y encuentro que su postura inmediata parece estar condicionada por asuntos que no me competen, particularmente en esta ocasión.

Ambos rectores cruzaron la mirada durante un instante.

—Si me permiten la indiscreción —prosiguió Hellen con decisión—, es posible que este no sea el momento de tomar decisiones precipitadas debido a las circunstancias, sean cuales sean, pero quisiera que tomasen en consideración atender a mi exposición en otro momento. Creo que los méritos que he obtenido a lo largo de mi carrera aquí deberían de influir en un posible voto de confianza por su parte...

En ese instante llamaron a la puerta y abriendo repentinamente sin esperar respuesta, la señora Gibbons, secretaria del departamento, irrumpió en la reunión dirigiéndose al rector Atkinson.

—Disculpe la interrupción, señor, pero los agentes requieren de su presencia en el vestíbulo lo antes posible.

Inmediatamente los rectores se levantaron de la mesa.

—Ruego nos disculpe unos minutos, señorita McKenzie —se excusó Atkinson con fría cortesía, tras lo cual salió junto a su colega pasillo abajo.

La secretaria cerró la puerta tras de sí y Hellen quedó sentada frente al escritorio. No pudo evitar observar que el jefe de archivistas seguía de espaldas a ella al fondo de la sala, tenso como un poste, sumido en sus pensamientos.

Pasaron unos minutos. Ella permanecía cruzada de brazos sentada en el butacón, arqueando una ceja en una mueca de incredulidad. Había estado trabajando a conciencia durante varias semanas para llevar a cabo esta entrevista, y ahora se encontraba a sí misma sentada a una mesa vacía, viendo consumirse su tiempo inútilmente. La fuerza del viento que golpeaba con furia en el exterior se escuchaba a través del tiro de la chimenea y producía un rumor grave y arrítmico que retumbaba acompañando al tic-tac del reloj que colgaba en la pared, junto a un lienzo anodino que representaba una escena de cacería de zorros al más clásico estilo británico. De pronto un impulso repentino surgió de la mente de Hellen y comenzó a tomar forma. Habiendo dado por perdida la oportunidad de llevar a cabo la entrevista con normalidad, y asumiendo pragmáticamente la negativa del rector a prestar fondos para su proyecto, sintió la necesidad de averiguar al menos qué estaba ocurriendo allí. Miró de soslayo a su distante y prosaico acompañante, y comprobó que seguía sin prestar atención y sin pensarlo dos veces, se levantó de la butaca y se escabulló rodeando el escritorio, tratando de no producir el más mínimo sonido. Lo hizo moviéndose muy lentamente, caminando casi de puntillas sobre la gruesa alfombra que cubría el centro de la habitación. Uno de los cajones del enorme escritorio de roble estaba medio abierto y había algunos papeles desordenados en su interior. Ojeó rápidamente el que estaba más a la vista, que parecía ser el documento que el rector Atkinson había guardado con tanta prisa unos minutos antes. Era el resguardo de una denuncia policial, concretamente por la desaparición de material arqueológico del archivo de la universidad. A simple vista sólo podía leerse la última página del informe. Hellen no se atrevió a tratar de sacarlo para examinarlo mejor, temiendo que el ruido alertara al Sr. McTavish; pero a pesar de ello pudo leer en las observaciones finales del informe que el agente de policía sugería que debido a las medidas de seguridad y a la dificultad que supondría acceder a la sala de archivos sin permiso, se sospechaba que la persona responsable bien podría encontrarse entre el propio personal de la universidad.

Todo apuntaba a un robo, que lamentablemente para ella se había perpetrado sin duda el día anterior a la reunión; hecho que dedujo basándose en la lógica, consciente como era de la meticulosidad con la que se revisaba a diario el extenso contenido del archivo del departamento de Arqueología; lugar que conocía a la perfección tras haber invertido miles de horas de estudio entre sus muros en los últimos años. Si alguna pieza hubiese desaparecido sin constar en el registro, el Sr. McTavish no habría tardado más de dos días en darse cuenta, y sólo en caso de no tratarse de una pieza de carácter relevante; de lo contrario, con total seguridad se hubiese dado parte de la desaparición a la mañana siguiente.

Obviando el hecho de que le resultaba frustrante ver cómo los acontecimientos parecían desarrollarse entorpeciendo desafortunadamente sus objetivos, Hellen no trató de evitar que su insaciable curiosidad le llevase al menos a encontrar respuestas acerca de este inesperado asunto. Le resultaba ciertamente excitante al tiempo que comprometedor. En el fondo se arriesgaba al inmiscuirse a poner en entredicho su escasa reputación y eso podría cerrarle muchas puertas en el futuro, era consciente de ello; pero a pesar de todo sujetó con firmeza el cajón por la delicada talla de ebanistería del frontal con ambas manos, y trató de abrirlo un poco más. Cuando había espacio suficiente para introducir la mano el cajón produjo un chirrido; la humedad sin duda había hinchado levemente la madera de las guías con el paso de los años, pese a la limpieza y pulcritud con las que se mantenía el mobiliario de la universidad; y el cajón se atascó ruidosamente. De forma instintiva miró a McTavish con la absoluta certeza de que la habían descubierto, pero este no se había movido ni un ápice, a pesar del ruido del escritorio. En el exterior la tarde se había despejado momentáneamente. Entonces Hellen se fijó extrañada en el reflejo del rostro del director a la luz del Sol contra el cristal de la ventana, y de pronto se estremeció… McTavish estaba lívido. Tenía la mirada fija en un punto indefinido del horizonte y la mantenía sin pestañear; incluso daba el aspecto de haber envejecido conforme a como Hellen le recordaba de hacía tan solo un par de semanas. No daba crédito al verle ahora que le observaba más detenidamente. Tenía la frente cubierta de sudor frío y un gesto contenido de puro terror, como el de un hombre que pudiese contar sus últimos segundos confrontando la mayor de sus pesadillas. A Hellen se le heló la sangre cuando esa mirada perdida y desesperada que se reflejaba en el cristal se cruzó virtualmente con la suya. Jamás en toda su vida había visto un gesto que definiese tan vivamente la expresión del miedo. McTavish se erguía tenso, y parecía susurrar nerviosamente para sí entre dientes. Hellen manipuló discretamente el cajón unos instantes y lo colocó en su posición original mientras se incorporaba lentamente sin dejar de mirar el reflejo en el cristal, hasta que el tránsito de las nubes oscureció el firmamento y la inquietante imagen se desvaneció, dejando ver a través de la ventana las copas de los álamos combándose al viento que se asomaban sobre los tejados del claustro exterior recortándose contra el paisaje monocromático de agrestes colinas que se extendía más allá de la ciudad de Arkham. Su primera reacción fue acercarse a comprobar si el jefe de archivistas se encontraba bien, cuando empezó a escuchar el sonido de unos pasos apresurados desde el otro lado de la puerta acercándose por el pasillo. Se aproximó con cautela al director por detrás. Escuchaba ahora desde más cerca sus erráticos balbuceos, pero le seguían resultando ininteligibles.

—¿Se encuentra usted bien? —le dijo poniéndole delicadamente una mano sobre el hombro, cuando la puerta se abrió repentinamente.

La Srta. Gibbons entró rauda cruzando el despacho en su dirección, y Hellen se retiró a un paso de McTavish mientras veía que tras la secretaria entraba de nuevo en la sala uno de los agentes de policía y se detenía justo a la entrada.

—Señorita McKenzie —farfulló la Srta. Gibbons visiblemente acalorada—, el rector Atkinson me envía para presentarle sus disculpas por verse forzado a cancelar la reunión que estaban celebrando el día de hoy. Me ha pedido que le comunique que el departamento se pondrá en contacto con usted lo antes posible y le agradece su paciencia. Asimismo le ruega que sea tan amable de abandonar esta ala del edificio junto con el resto del alumnado y personal docente hasta nuevo aviso.

Bajo la atenta mirada del agente, Hellen recogió sus planos y documentos de mala gana, al tiempo que guardaba algo disimuladamente en el bolsillo de su abrigo y se encaminaba hacia la puerta; no sin antes dedicar una última mirada conmiserativa al jefe de archivistas, que seguía absorto en alguna suerte de infierno personal invisible y silencioso. McTavish se mantenía en pie y parecía consciente, pero a su vez permanecía ajeno a todo lo que le rodeaba, con la mirada cargada de fatídica desidia.

El agente acompañó a Hellen fuera de la sala hasta bien entrado el pasillo.

—Que tenga una buena tarde, señorita —dijo despidiéndola toscamente y regresó al interior del despacho cerrando la puerta tras de sí.

Hellen quedó de pie frente al silencioso corredor. Podía ver las salas de la biblioteca de arqueología completamente desiertas; realmente parecía que se había desalojado completamente el departamento. Sintió la incipiente tentación de retroceder hasta la puerta para escuchar lo que ocurría en el interior del despacho, cuando vio que al otro lado del pasillo un agente de policía se asomaba por el umbral desde las escaleras mirando en su dirección, por lo que desistió inmediatamente y se encaminó hacia la salida con aparente normalidad. No dejaba de pensar en el estado del Sr. McTavish. Día tras día a lo largo de su tiempo en la Miskatonic Hellen había llegado a conocerle bastante bien, teniendo en cuenta la relación puramente académica que les unía, y hacía sólo unos minutos que había visto algo en él que no obedecía a la reacción lógica de un hombre de su entereza y edad. Ni siquiera la desaparición de una pieza de valor incalculable llegaría nunca a afectarle tan profundamente. Su sentido del deber le habría llevado probablemente a asumir un cargo de responsabilidad profesional por simple madurez; pero nunca hasta el punto de permitir que ni la preocupación, ni mucho menos el miedo, le redujesen a la figura patética y desesperada que había frente a aquella ventana. ¿Qué habría podido ocurrir en relación con las piezas desaparecidas que pudiese causar un efecto tan devastador en él? Sin duda el robo en sí no podía ser el único motivo, en este asunto debía haber algo más relevante a nivel personal. McTavish era la persona más versada en su campo que Hellen había conocido jamás, un auténtico erudito devoto de su trabajo; lo que significaba que debía de haber algo en ese material, en la información que contenía, en la forma en la que había sido sacado del archivo o en la motivación que había llevado a que se cometiese el robo que implicase algún tipo de peligro o amenaza; de otro modo no había explicación posible para tan angustiosa reacción. Asimismo, no podía evitar preguntarse por qué alguien querría robar algo tan específico, a menos que fuese consciente de su valor real o contase con los conocimientos y los contactos adecuados para darle un uso práctico u obtener un beneficio económico con su venta en el mercado negro de antigüedades. Había pocas opciones que resultasen razonables sin saber nada acerca del origen y la naturaleza del material en sí, pero su instinto le decía que había algo extraño detrás de este asunto que lo situaba muy lejos de un robo ordinario.

Mientras divagaba recorriendo el pasillo le pareció ver de pronto por el rabillo del ojo una pequeña sombra a su izquierda tras una de las ventanas, y por un momento tuvo la extraña impresión de que se movía a su paso. Sorprendida volvió la vista sin dejar de caminar y se dio cuenta de que sobre el alféizar exterior que comunicaba las ventanas del corredor había un gato grande, de pelaje gris y cuerpo estilizado, que la observaba fijamente con sus grandes ojos amarillos mientras recorría la fachada junto a ella con el característico gesto de obsesiva curiosidad de los felinos, moviéndose con elegancia y seguridad sobre la estrecha cornisa sin parecer prestar atención a los embistes del viento. Se aparecía ventana tras ventana y se detenía al paso de Hellen en cada una de ellas, en algunas ocasiones ladeando la cabeza y estirando las orejas con un gesto de extrema curiosidad, y en otras pareciendo agazaparse acechante y observándola detenidamente, siguiendo atento todos sus movimientos. Hellen se detuvo un instante frente al último ventanal al final del pasillo, y esperó a que el gato apareciese para observar su reacción como si de un juego se tratase; pero extrañamente, tras unos instantes de espera, el animal no asomó por detrás del cristal.

La arqueóloga se acercó a la ventana y apoyó la mejilla contra el marco para tratar de ver si el gato seguía sobre el alféizar, cuando de pronto algo la agarró por el hombro haciendo que se diese la vuelta sobresaltada.

—Es por aquí, señorita, si me hace el favor —espetó el agente de policía sacándola bruscamente de su fugaz abstracción y señalándole autoritariamente la salida con la otra mano, esperando con impaciencia a que Hellen se decidiese a abandonar el departamento.

—¡Ah!, sí… Disculpe —dijo ella asintiendo comedidamente, y se apresuró a bajar por las escaleras al tiempo que iba acomodándose los bártulos.

La planta baja de la universidad bullía de actividad. La sola presencia policial concentraba en la sala a decenas de estudiantes y docentes, muchos de ellos desalojados de los departamentos del segundo piso, y otros que se habían reunido allí como meros espectadores que observaban la escena por grupos frente a las vitrinas de las paredes. En el centro de la barahúnda se veía lidiar con los agentes a la flor y nata del rectorado, envueltos en un constante murmullo de susurros y comentarios en voz baja que llenaba el enorme vestíbulo como el rumor de las aguas de un rio.

Hellen cruzó laboriosamente por en medio de la muchedumbre allí congregada, tratando de no golpear a nadie accidentalmente con los aparatosos cilindros de cartón, atrayendo momentáneamente sobre sí la atención de los allí congregados. Salió de entre el gentío por la puerta principal, bajó los primeros peldaños y respiró agradecida la primera bocanada de viento fresco que encontró al salir al patio del claustro. Tras unos pasos se detuvo un instante de pie sobre la hierba frente a la fuente de granito que había en el centro del patio. El viento embestía contra los tejados circundantes ululando estruendosamente y las nubes grises se movían veloces sobre un cielo teñido de ocres, amenazando lluvia en cuanto el vendaval cesase. Hellen sentía que el hastío de comenzar de nuevo le arrastraba hacia pensamientos derrotistas, pero se resistió a esa inercia e hizo un balance rápido del potencial de sus proyectos; respiró profundamente, y empezó a sentir cómo la lluvia comenzaba a arreciar silenciosamente arrastrada por el viento desde fuera de los muros del claustro, derramándose como un manto invisible de gotas minúsculas que lo cubría todo. El extraño desenlace de la entrevista posiblemente representaba un punto y aparte en su carrera y debía de asumirlo y acomodarse a las circunstancias: Si unos no querían escuchar, otros sí lo harían. De repente se percató de que al otro lado del patio, tras el pórtico principal, había algunos estudiantes que se disponían a subir a un taxi; uno de ellos parecía esperar antes de entrar al automóvil y hacía señales en su dirección. Lo reconoció e hizo un gesto con la mano en respuesta, era uno de los compañeros del departamento y parecía ofrecerle un lugar en el vehículo para acercarse con comodidad a la ciudad. Hellen recogió los bártulos sin dudarlo ni un instante, se apresuró a cruzar el claustro, y aguantó la primera embestida del viento al bajar las escaleras. Llegó al taxi y el conductor le ayudó amablemente a poner los contenedores de planos en la parte trasera del vehículo, ella ocupó uno de los asientos y tomaron la carretera colina abajo de vuelta a Arkham hasta desembocar en el centro de la ciudad después de cruzar el rio Miskatonic por el puente de North Peabody Avenue; y Hellen se apeó en las cercanías del enorme parque conmemorativo de Independence Square, a sólo unos minutos de su casa.

El resplandor del cielo enrojecido que iluminaba el horizonte por debajo del manto de nubes negras que cubría la ciudad se reflejaba vibrante en los adoquines húmedos de la calzada. Flanqueando las amplias calles del centro, entre extensos patios arbolados, las viejas mansiones se alzaban cercanas y misteriosas, como sombras carmesíes arañando el firmamento en la penumbra del anochecer.

Hellen caminó hasta el final de la avenida para entrar en el silencioso vecindario al extremo norte de la ciudad, cuando las farolas de gas apenas empezaban a encenderse en la distancia al otro lado de la barriada. Las calles se estrechaban dando paso a una zona residencial de modestas viviendas en West Curwen St., donde Hellen tenía un pequeño apartamento en alquiler. La calle estaba vacía. Caminó solitaria por el centro de la calzada y pasó frente a una vieja villa abandonada de aspecto destartalado que había poco antes de llegar a su casa. Se podía escuchar la lluvia derramarse sobre el reseco jardín de rosales muertos que ahora asomaba de entre la maraña de zarzales nudosos y malas hierbas que crecía sin control frente a la fachada de aquella casa oscura, de techos descolgados, ennegrecida por la humedad y la podredumbre. Había pasado frente a ella cada día desde hacía años y siempre le había parecido inquietante. Todos los edificios de la zona eran construcciones relativamente modernas y aquella casa representaba una especie de residuo decadente de un pasado olvidado, abandonada en medio de las cuadradas y anodinas construcciones de cemento que distaban muchísimo de lo que uno podía encontrarse paseando por cualquier otro distrito de Arkham. Siempre se había preguntado por qué las autoridades no habían optado por derruir tiempo atrás aquel remanente deshabitado e inservible, antes de que terminase convertido en un mohoso nido de ratas. Ni siquiera los pocos vagabundos que había en la barriada parecían gustar de cobijarse entre aquellas paredes combadas y malolientes. Ella solía caminar por el otro lado de la calle de forma instintiva para evitar pasar demasiado cerca de aquel jardín marchito, siempre había sentido una inexplicable aversión hacia la forma en que crecía aquella maleza malsana y al sutil pero desagradable olor rancio que parecía provenir de las propias entrañas del ruinoso edificio.

Hellen aceleró el paso dejando atrás aquel lugar y se encaminó calle abajo. Las viejas campanas tañeron solemnemente en la cercana capilla de East Church mientras la tormenta se cernía de nuevo sobre la ciudad, y la lluvia comenzó a arreciar con intensidad. Tocaron las siete cuando abrió la puerta de su apartamento.