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La Máscara de la Muerte Roja es una de las obras más emblemáticas de Edgar Allan Poe, publicada en 1842. Este relato se sitúa en un contexto de terror gótico, caracterizado por la atmósfera opresiva y la exploración de temas como la muerte y la inevitabilidad del destino. La narrativa se centra en una fiesta llevada a cabo por el príncipe Próspero, quien intenta aislarse de una plaga devastadora. El estilo de Poe, figurado y poético, se manifiesta a través de vívidas descripciones y un simbolismo profundo que convierten a la muerte en un personaje omnipresente. La presencia de la máscara de la muerte roja, que representa la finitud y el horror, culmina en una atmósfera de angustiante inevitable fatalismo. Edgar Allan Poe, nacido en 1809, es considerado uno de los maestros del cuento y la poesía en el ámbito del terror y lo macabro. Su vida estuvo marcada por la tragedia y la pérdida, experiencias que influyeron en su escritura. La Máscara de la Muerte Roja fue escrita en un período de inquietudes personales y sociales, reflejando las ansiedades de una sociedad que luchaba contra enfermedades y la idea de la mortalidad. Este contexto ayuda a entender la profundidad existencial del relato. Recomiendo encarecidamente La Máscara de la Muerte Roja a aquellos interesados en la literatura que explora el lado oscuro de la condición humana. La maestría de Poe en la creación de una atmósfera tensa y de un simbolismo certero ofrece una reflexión inquietante sobre la vida y el destino. Este relato no solo es un deleite literario, sino también una invitación a confrontar nuestras propias percepciones sobre la muerte.
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Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso. Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del interior.
La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la «Muerte Roja».