La noche azul - Juan Bolea - E-Book

La noche azul E-Book

Juan Bolea

0,0

Beschreibung

Hacía mucho tiempo que Florián Falomir no veía a Mateo Reblet, un antiguo compañero suyo de clase, ahora famoso director de cine, con una carrera cinematográfica fulgurante y una vida llena de lujos. Pero la vida privada de Reblet no es tan segura como su trayectoria profesional. Recientemente, el director se había vuelto a casar con la actriz Valeria Lázaro, treinta años más joven que él, y ahora teme que un enfermizo admirador los esté acosando, ya que del dormitorio de la pareja han desaparecido objetos y prendas íntimas. Convencido de que un peligro los amenaza, el director pide ayuda a su antiguo amigo detective y Falomir acepta la invitación para inspeccionar la mansión del director, ubicada en Oropesa, junto al Mediterráneo. En un sofisticado ambiente de familias adineradas, políticos, productores, guionistas y actores, Falomir conocerá a Valeria, el nuevo amor de Reblet, y a las dos hijas adolescentes de su amigo, Elisa y Ruth, fruto de su primer matrimonio. Enfrentadas a la nueva esposa de su padre, este antagonismo pronto derivará en tragedia. Juan Bolea vuelve a librerías con una novela negra impecable, en la mejor tradición de la intriga criminal, que provocará en el lector un asombro y un placer tan genuinos como la originalidad y brillantez de su trama.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 326

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Destacado por la crítica como un renovador y un autor de múltiples recursos, Juan Bolea, escritor desde que nació (1959), ha firmado diecisiete novelas. Varias —La melancolía de los hombres pájaro, El síndrome de Jerusalén, Orquídeas negras— premiadas. Alguna —Parecido a un asesinato— en proceso de adaptación al cine. Unas son psicológicas, críticas con el poder, indagadoras de la naturaleza humana. Otras se ajustan a géneros, tramas de aventuras, novelas negras… Todas, ahormadas por un estilo directo y rico, por un ritmo vivo y originales argumentos.

Cuando no escribe, viaja, urde antologías, proyectos, imparte talleres literarios o dirige eventos culturales como Aragón Negro o Panamá Negro.

www.juanbolea.com

 

Hacía mucho tiempo que Florián Falomir no veía a Mateo Reblet, un antiguo compañero suyo de clase, ahora famoso director de cine, con una carrera cinematográfica fulgurante y una vida llena de lujos. Pero la vida privada de Reblet no es tan segura como su trayectoria profesional. Recientemente, el director se había vuelto a casar con la actriz Valeria Lázaro, treinta años más joven que él, y ahora teme que un enfermizo admirador los esté acosando, ya que del dormitorio de la pareja han desaparecido objetos y prendas íntimas. Convencido de que un peligro los amenaza, el director pide ayuda a su antiguo amigo detective y Falomir acepta la invitación para inspeccionar la mansión del director, ubicada en Oropesa, junto al Mediterráneo.

En un sofisticado ambiente de familias adineradas, políticos, productores, guionistas y actores, Falomir conocerá a Valeria, el nuevo amor de Reblet, y a las dos hijas adolescentes de su amigo, Elisa y Ruth, fruto de su primer matrimonio. Enfrentadas a la nueva esposa de su padre, este antagonismo pronto derivará en tragedia.

Juan Bolea vuelve a librerías con una novela negra impecable, en la mejor tradición de la intriga criminal, que provocará en el lector un asombro y un placer tan genuinos como la originalidad y brillantez de su trama.

La noche azul

La noche azul

JUAN BOLEA

En colaboración conPATRICIA ARTERO

Primera edición: enero del 2021

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:EDITORIAL ALREVÉS, S.L.C/ València, 241, 4.º08007 [email protected]

© Juan Bolea, 2021© de la presente edición, 2021, Editorial Alrevés, S.L.

ISBN: 978-84-17847-86-9Código IBIC: FFProducción del ebook: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Man is something more awful than men,something more strange.

GILBERT K. CHESTERTON,Orthodoxy

1

El mes de mayo era uno de mis favoritos. La primavera se abría paso y estallaba la vida.

Como si fuera a perderme algo importante, me levantaba temprano y salía de casa al amanecer.

Nada me gustaba tanto como pasear por las riberas del Ebro. Un río vivo, sin encofrar, apto para la vida natural. En sus sotos oía piar a los pájaros y veía en sus galachos saltar carpas. Con suerte, emerger de las aguas verde óxido la monstruosa cabeza de algún siluro, antediluvianos peces con tamaño de tiburones y bocas como un buzón de correos. Habían aprendido a remontar el Ebro y no era raro sorprenderlos a la altura de Zaragoza, bajo las torres del Pilar, merodeando los islotes que la sequía dejaba al descubierto, al acecho de alguna presa, un polluelo, una paloma…

Era 1 de mayo, viernes, Fiesta del Trabajo. Consecuente con la festividad, me pasé la mañana vagueando en casa, ordenando libros y vinilos. Leí placenteramente a Whitman, uno de los pocos poetas que me hace estremecer, y me esforcé con Platón. Casi sin darme cuenta, porque me pareció muy ameno, di buena cuenta del Diálogo de Fedón, donde Sócrates, antes de suicidarse con una copa de cicuta, nos habla del cuerpo y del alma. Me impresionaron sus últimas palabras y cómo uno de sus discípulos, Critón, describió los efectos del veneno que el maestro, una vez condenado por los tribunales de Atenas por corromper a la juventud, eligió ingerir como forma de morir.

Me tomé la tarde para visitar a mi padre, convaleciente de una intervención de vesícula, en casa de mi hermana Pilarcha.

¿Cabría imaginarse a un enfermo peor? A mi pobre hermana la torturaba sin piedad. En cuanto me vio entrar por la puerta, la tomó conmigo. Aquella tarde, el viejo Adam estaba particularmente insoportable. No pude aguantar sus hirientes comentarios más allá de media hora. Transcurrida mi visita, me marché a dar una vuelta y a merendar algo ligero, unas torrijas con un capuchino en el café Maturén, en la calle Alfonso, cerca de mi agencia de investigación Las Cuatro Efes.

Me gustaba aquel café porque había respetado la decoración de la antigua joyería Maturén, un centenario establecimiento que había sido adaptado a la actual cafetería. El joyero era amigo de mi padre. Ambos solían tomar chocolate con pastas con canónigos del Pilar, quienes les consultaban sobre los donativos a la Virgen: monedas de oro, joyas, muebles… «Anticuarios con sotana», los llamaba Adam.

Mi padre reside habitualmente en Jerusalén. En la Vía Dolorosa sigue regentando la tienda de alfombras con la que comenzó, pero cuando tiene algún problema de salud —lo que ocurre cada vez con mayor frecuencia—, lo traemos a España.

Pilarcha suele acogerlo en su casa. Mi hermana sigue viviendo encima de Antigüedades Menusiam, la tienda que Adam fundó en el casco viejo de Zaragoza en los años sesenta.

Por aquel entonces, conoció a la que iba a convertirse en mi madre, Pilar Falomir, profesora de lengua. De su relación nacimos Pilarcha y yo. Adam tardaría años en reconocerme, de ahí que yo adoptase el apellido materno. Mis relaciones con él han sido difíciles. Mi padre siempre se ha manifestado como un bíblico varón, y sigue creyéndose un patriarca. Su sangre armenia y judía presta aliento a un hombre lúcido y seductor, obstinado y tiránico, enamorado de la música, de la Biblia y de las mujeres —de todas, como género, e individualmente de la que tenga a su lado.

A diferencia suya, sentimentalmente hablando yo atravesaba una época de desengaño y soledad. Mi novia, Ana María, me había dejado. No me había perdonado una infidelidad. ¿Qué podía recriminarle yo, teniendo toda la razón del mundo para abandonarme?

Sin embargo, no había dejado de verla. Una mañana me la encontré por la calle, en su camino hacia la Organización Nacional de Ciegos, donde ocupa un puesto en la integración de colectivos marginales. Nunca antes Ana María me había parecido tan bella. Sin tantear las aceras con el bastón, caminaba con seguridad, independiente y altiva. ¿Alguien hubiera dicho que era ciega? Nadie. Lleno de remordimientos, me acerqué y accedió a hablar conmigo unos minutos, pero no ya con aquel tono cómplice de la mujer que había compartido mis sueños, mi cama, sino como una displicente amiga. ¿Seguía yo, en el fondo, enamorado de ella? Seguramente. ¿Y ella de mí?

Sin su sana influencia, mis hábitos habían recuperado su tóxico hedonismo. Comía con glotonería, fumaba, bebía… Sobre todo cerveza, por lo que no paraba de engordar, acercándome a los cien kilos.

Contra la melancolía, la obesidad y la soledad no disponía de otro antídoto que el trabajo.

El lunes siguiente, 4 de mayo, regresé a la agencia. Tenía un acto a mediodía en la Cámara de Comercio y opté por salir de casa debidamente vestido, con una camisa blanca con gemelos, un traje oscuro y una corbata lisa azul marino. Sustituí mis cómodos zapatos de suela de goma por unos negros con cordones que me costó enlazar, debido a la nula elasticidad y grosor de mi cintura.

En la puerta del número 12 de la calle Alfonso, la dorada y familiar placa de latón me dio la bienvenida:

Florián Falomir y Fermín Fortón

Agencia de Investigación Las Cuatro Efes

Fiabilidad-Fidelidad-Fortaleza-Facilidad de pago

2

Pasaban unos minutos de las nueve de la mañana, pero, según comprobé en cuanto hube subido las escaleras hasta el primer piso, donde abren nuestras oficinas, Beni, nuestra secretaria, no había llegado aún. Como cubana, la puntualidad no figura entre sus costumbres.

La puerta de Las Cuatro Efes estaba cerrada. Abrí con mi llave y ocupé mi despacho. Últimamente apenas teníamos trabajo, pero acababa de entrarnos un asunto interesante: una serie de robos en un aeroclub.

El aeropuerto afectado, Los Cierzos, era de pequeño tamaño. Estaba ubicado cerca de Zaragoza, en el término municipal de Zuera, a poco más de veinte minutos en coche por la autovía de Huesca.

Unos días antes, yo me había desplazado a Los Cierzos con mi Volkswagen Beetle de 1969, un trasto muy envidiado que, pese a sus trescientos y pico mil kilómetros, anda como el primer día. Como hacía buen tiempo retiré la capota para disfrutar con la sensación del sol y el viento en la cara. Placer que se convertiría en puro pánico a quinientos metros sobre el suelo, la altura que llegó a ganar el ultraligero con que mi cliente, Francisco Albéniz, el dueño del aeródromo, me invitó a despegar, pretendiendo sorprenderme —y a fe que lo hizo— con un vuelo de bienvenida.

Al recordar aquella experiencia, se me volvió a revolver el estómago. Encajado en el minúsculo asiento del copiloto, con el cogote de Paco Albéniz a dos dedos de mi nariz, y a ambos lados, bajo el débil fuselaje, un vertiginoso vacío, medio hectómetro de caída libre, de aire, de nada, sobrevolamos campos y huertos, polígonos industriales y fábricas, el río Ebro, los barrios de Zaragoza norte y las cúpulas de la basílica de Nuestra Señora del Pilar.

Mi bautismo aéreo solo duró una hora, pero fue como si hubiésemos cruzado el Atlántico. Cuando al fin aterrizamos, el frío y el vértigo me paralizaban.

De vuelta a la base, Albéniz pasó a exponerme la naturaleza y secuencia de los robos que venían sufriendo. De Los Cierzos faltaba regularmente material. Nunca en gran cantidad, ni de mucho valor, pero no transcurría una semana sin que desapareciese algo: un casco de aviador, alguna pieza de recambio para un parapente, una lona, un cinturón de seguridad, un arnés… Albéniz tenía un buen número de clientes fijos, algunos de ellos dueños de sus propios aparatos, por lo que utilizaban con frecuencia las instalaciones, pero ninguno le inspiraba tanta desconfianza como para considerarlo un delincuente. En el aeródromo, dedicado a distintas modalidades de vuelo deportivo, con una pista de aterrizaje, un hangar y una oficina, trabajaban cuatro personas: el propio Albéniz, su socio, Felipe Rabán, también monitor de vuelo, una administrativa y un mecánico.

Ni las alarmas ni una cámara situada en la entrada principal habían detectado nada raro. Albéniz se inclinaba a pensar que el autor de los hurtos era alguien de dentro: Rabán, su socio; Luis Rabán, un hijo suyo que de vez en cuando les echaba una mano; el mecánico (un tal Ramiro Potes) o la secretaria (una tal Gregoria Masdeu).

A fin de que yo pudiera investigarlos, Albéniz me había facilitado sus datos personales, horarios y responsabilidades laborales.

Añadió un juego de fotografías aéreas de Los Cierzos. Según su perspectiva, podían dividirse en cenitales y angulares.

De las cenitales, perpendiculares a la tierra, Albéniz me entregó tres fotos, tomadas a distintas alturas. En esa perspectiva, los objetos se perciben por la forma de su superficie más alejada del suelo —un hombre, por su cabeza; un edificio, por su tejado—. Tal como sucede en la línea del Ecuador, no hay sombras.

En cuanto a las imágenes angulares, captadas desde diferentes puntos y alturas, el conjunto de Los Cierzos, su pista, el hangar y las oficinas se distinguían panorámicamente, así como la valla perimetral de tela asfáltica que cerraba el complejo, entre cuyos barrotes los conejos, muy abundantes por aquellos parajes, habían horadado madrigueras.

Reparé en algunos detalles anómalos: una pequeña ventana rota en el hangar, por la que penetrarían la lluvia y el viento pero difícilmente un ladrón; unas cuantas tejas levantadas en la cubierta de la oficina, orientada al noroeste, prueba de que los vientos procedían del valle del Ebro… Y me llamó la atención una línea más oscura que atravesaba en diagonal la explanada de tierra alrededor de la pista. ¿Qué podría ser? Parecía un surco. Su rectilínea trayectoria, ancha y oscura, continuaba sin desviarse hasta el otro lado de la valla, que salvaba por debajo, no suponiendo esta un obstáculo para su prolongación. Tal surco o franja no parecía tener utilidad alguna y continuaba al otro lado, unas decenas de metros más allá, hasta extinguirse en un bosquecillo.

En aquel momento, oí la puerta de entrada de la agencia y una serie de pasos en el vestíbulo.

—¿Beni? —supuse.

Nadie contestó. Imaginé que sería mi socio, Fermín Fortón, siempre tan reservado. Pero la cara redonda y curtida por el sol que asomó a mi despacho no era la suya.

3

—¿Flo?

—Pero… ¡Reblet! —Me levanté a su encuentro—. ¡Vaya sorpresa! ¡Eres la última persona que esperaba ver hoy! Me alegro mucho, Mateo. Siéntate, por favor.

—¿Cómo estás, Flo? —Se echó a reír—. ¡Qué gracia volver a llamarte por tu apodo!

Nos palmeamos. Él me dio unos cariñosos cachetitos y le devolví un puñetazo de amigo en el estómago. Estaba tan gordo como yo, pero más flojo de carnes.

—No coincidíamos desde… —intentó recordar.

—¿La última cena de promoción del Liceo?

—Puede… ¿Hará… cinco años?

—Tú acababas de estrenar El agujero del diablo.

—¿Te refieres a La caverna de Satán, Flo?

—Claro, Mateo, discúlpame…

—No tiene la menor importancia, como tampoco la tenía esa cinta.

—Soy un desastre para los títulos, pero fan tuyo, no lo dudes. He visto todas tus películas.

—Con alguna podías haberte quedado en casa. No te habrías perdido nada.

—Me encantó ¡Sal de mi cuerpo, mujer!

—¿No la confundirás con La mujer de sal?

—¡Magnífica!

—Di mejor: ¡Un magnífico fracaso!

—No estoy de acuerdo —protesté sinceramente, porque me había parecido muy original—. ¡Trenes entre la niebla! ¡Buenísima!

—¿Te refieres a Tronos en la hierba? No estaba mal… En confianza, Flo… ¿Eres disléxico?

—Disperso, más bien… ¡Y aquella otra, La canción del olvido, una obra maestra!

—Ahora sí has acertado con el título. Eres muy generoso con mi trabajo, bastante más que la mayoría de los críticos. Te lo agradezco mucho, Flo.

Nos quedamos mirando, sonrientes. Reblet estaba muy bronceado, como si se pasara la vida en la cubierta de un yate. Semejante asociación debía de habérseme ocurrido porque el director se había presentado en Las Cuatro Efes con un polo celeste y pantalón y náuticos blancos. Sus años, siendo los míos, le pesaban, pero bajo las cejas, muy pobladas en contraste con su cráneo, calvo y brillante como el de un ogro de Las mil y una noches, su mirada chispeaba con alegre inteligencia. Su imponente presencia, con su metro noventa de estatura y con su corpachón, irradiaba aplomo y prosperidad. Hijo de ricos azulejeros de Castellón y famoso por su carrera cinematográfica, Mateo Reblet tenía clase y dinero. Había nacido con buena estrella —como yo con mi negro destino.

—Tampoco se te ve nada mal, querido amigo Flo —me consoló en cuanto hube terminado de adularlo—. Estás muy elegante con ese traje. ¡Si llevas hasta gemelos! Solo me los pongo ya con el esmoquin para la recepción real o la gala de los Premios Goya. Tienes un aspecto magnífico, realmente. Un poco fuerte, acaso —sonrió.

—Eres demasiado caritativo conmigo. Hay ruedas de tráileres menos anchas que mi barriga.

—¿No ves la mía? ¡Es como un flotador!

—No consigo bajar de los cien kilos.

—¡Ni yo de ciento quince! —reconoció.

—Deberías cuidarte.

—Hago gimnasia en la cama, pero no me veo los pies.

—Haríamos bien en ponernos en manos de un dietista. ¿Conoces alguno?

—Una, y buenísima.

—¿Teléfono?

—El de mi novia, pero no se lo doy a nadie —rio.

—¿Quién es?

—Valeria Lázaro, la actriz. ¿La conoces?

—No.

—¿Ni siquiera te suena?

—Pues… no.

—¿Has ido últimamente al cine, Flo?

—A la Filmoteca.

—¿Para ver qué?

—Un ciclo de Bergman y otro de Kieslowski.

—Bergman bien, pero Kieslowski… Lo conocí en Cannes, me pareció un esnob. Y su cine… Sinceramente, ¿no te aburre?

—Prefiero tus películas, Mateo. Me encantan, en serio.

—Valeria ha trabajado en las dos últimas.

—Esas no las he visto aún, pero te prometo ir a por ellas al videoclub.

—Ya no quedan videoclubs, Flo. Yo mismo gestioné una cadena, y hubo que cerrarla. Te pasaré unas copias, así podrás admirar las interpretaciones de Valeria. Es una preciosidad y un pedazo de actriz. Guapa por fuera y por dentro… Te caería genial, ¿te gustaría conocerla?

—Me encantaría.

—Voy a presentártela en breve —adelantó, con aire enigmático—. Pero, dime, Flo, ¿cómo está nuestro amigo Fermín Fortón? ¿Es verdad que trabaja contigo? Oí que tuvo problemas con la bebida…

—Los ha superado.

—¿De tu mano? ¡Si nunca fuiste un santo! Me acuerdo de tu récord en los campeonatos de cerveza. ¿Cuánto llegaste a trasegar, diez litros en una tarde? Y tus conquistas con las chicas… ¡Eras de la piel del diablo!

—Los grandes pecadores somos los mejores terapeutas.

—¿Lo dices porque has reformado a Fortón? ¿Además de detective, no te habrás hecho predicador? —volvió a sonreír Reblet con sus blanquísimos dientes, tanto que pensé que no serían suyos, sino implantes o fundas.

—Tú habrías hecho lo mismo por nuestro amigo Fermín. Me limité a ayudarlo en un momento difícil para él. Desde entonces, se ha convertido en mi mano derecha. Es muy resuelto y le gusta el trabajo de investigador.

Reblet se pellizcó un carrillo dejándose una marca roja en la mejilla y prosiguió sin abandonar su aire nostálgico:

—Hablando de antiguos compañeros, Flo, ¿te acuerdas de Pancho Roseti?

—¿Cómo olvidarse de él? Era el más golfo de nuestra pandilla y míralo hoy, ¡cantando misa!

—Viene bastante por mi casa, estamos recuperando nuestra antigua amistad.

—Salúdalo de mi parte.

—No hará falta, vais a coincidir muy pronto —volvió a sugerir Reblet, con misterioso tono.

—Hace siglos que no veo a Pancho, salvo en la tele… ¿Cómo está?

—Feliz desde que ha cambiado de hábitos.

—Nunca mejor dicho. —Su juego de palabras me hizo sonreír.

—Los nuevos le sientan muy bien, está muy elegante con el clergyman. Se está convirtiendo en una estrella de la televisión.

—¿En serio?

—Y tan en serio, Flo. Pancho tiene audiencias millonarias.

—Solo he visto su programa una vez. ¿No se llama ¿Dios al habla?…

—Hablando con Dios. Es una especie de contraprogramación católica al auge mediático de los evangelistas. A Pancho le dieron el espacio televisivo por recomendación del papado, nada menos.

—¿Roseti conoce al Papa? —me pasmé.

—A poco de ordenarse sacerdote, Pancho estuvo destinado en el Vaticano, moviéndose en las altas esferas de la curia romana. La Iglesia española necesitaba un comunicador como él, alguien capaz de llegar al gran público. Y en eso, Pancho es un fenómeno. Sigue teniendo una labia… ¿Te acuerdas de cómo se camelaba a las tías? ¿Quién iba a decirnos que acabaría de cura?

—Nadie, desde luego… ¿Cómo es que os veis tan a menudo?

—Tiene la parroquia en un pueblo de Castellón, cerca de mi casa.

Continuamos charlando del Liceo, de antiguos profesores y alumnos, pero el tema no daba mucho más de sí y la conversación fue languideciendo, hasta que Reblet volvió a pellizcarse el carrillo y se me quedó mirando con una especie de pesarosa intensidad.

—Me trae un asunto grave, Flo. Muy grave.

—Lo imagino, de lo contrario no habrías venido a verme desde… ¿Dónde resides habitualmente, por curiosidad?

—En Las Playetas, entre Benicàssim y Oropesa. Tenemos una chocita allí. Por motivos de trabajo compré un apartamento en Madrid, y otro en… Pero no he venido para hablarte de mis propiedades inmobiliarias.

—Lo supongo. ¿Tiene que ver con tu novia?

—Sí… Espera un momento, ¿cómo lo has adivinado?

—Tú mismo me lo has dado a entender. ¿No acabas de adelantarme que en breve voy a tener el placer de conocer a Valeria? ¿Por qué ibas a presentármela, y con tanta urgencia, si no fuera porque se encuentra en algún apuro?

El pecho de Reblet se hinchó con una respiración sibilante, como si sufriera problemas respiratorios, y sus cejas se fruncieron en una barra de pelo.

—Pues sí, Flo, es por ella que he venido a consultarte. ¡Tengo miedo de que alguien quiera matarla! —se alteró—. ¡Estoy aterrado!

Con la frente perlada de sudor, los redondos hombros caídos y los dientes tan apretados que se le marcaban las mandíbulas, realmente parecía estarlo.

—¿Alguien quiere matar a Valeria? ¿Me lo dices en serio, Mateo? ¿Quién?

—No lo sé.

—¿Valeria tiene enemigos?

—No, que yo sepa. Salvo…

—¿Algún acosador?

—No exactamente. En todo caso —matizó Reblet—, se trataría de alguien que, más que persiguiéndola, la viene siguiendo desde hace años.

—¿Quién es ese tipo? ¿Tiene antecedentes?

—No, está limpio. En apariencia es inofensivo. Nunca se ha mostrado violento, ni con ella ni con nadie. Se trata del presidente de su club de fans… La policía lo ha investigado, pero no descubrieron nada.

—¿Por denuncia de quién lo investigaron?

—Mía.

—¿De qué lo acusaste?

—De acoso. Pero no se pudo probar. Debería haberte contratado entonces, en vez de haber acudido a la policía…

—¿Cómo se llama ese individuo?

—Blas Méndez.

Anoté el nombre.

—¿Trabaja en algo?

—Como funcionario de Correos, en Madrid. Desde hace años, ese tal Méndez colecciona todo lo de Valeria: fotos, artículos, entrevistas… La sigue en las giras, siempre acompañado por su mujer.

—¿Cómo se llama ella?

—Calixta.

Anoté el nombre.

—¿Alguno de los dos se ha sobrepasado con Valeria?

—Al contrario, son muy amables, la animan, la felicitan… Le tienen veneración, como si fuera una diosa… Es en lo único en que coincido con ellos.

—¡Estás muy enamorado, Mateo!

—Hasta las cachas. En cuanto la conozcas, lo comprenderás.

—¿Valeria sabe que interpusiste una denuncia contra los Méndez?

—No.

—¿Y que has venido a ver a un detective?

—No se lo he dicho.

—¿Por qué crees que la están amenazando?

Se encogió de hombros.

—En realidad, no lo sé.

Mi frente se arrugó.

—No acabo de comprenderte, Mateo.

—Parece una de mis películas de misterio, ¿verdad? —rio, pero a desgana—. No tengo evidencias ni prueba alguna, o habría acudido de nuevo a la policía.

—¿Qué sabes? ¿Qué tienes entonces?

—¡Miedo!

—¿A qué?

—¡Alguien ha entrado en mi casa, Flo! Nuestra intimidad y nuestra seguridad han sido violadas… —A pesar del calor que hacía en mi despacho, Reblet tiritaba y sudaba como si tuviera fiebre—. ¿Quién lo habrá hecho y por qué? ¿Quién me asegura que la próxima vez no la violan a ella?

Me levanté a abrir una ventana. Saqué la pipa y empecé a armarla.

—Cuéntamelo todo, Mateo. Desde el principio.

Reblet extrajo una agenda del bolsillo y comprobó una serie de fechas anotadas escalonadamente.

—Todo comenzó hará un mes, más o menos. El 3 de abril.

—¿Qué pasó aquel día?

—Faltó una prenda íntima del vestidor de Valeria.

—¿Qué clase de prenda?

—Unas braguitas —se sonrojó.

—¿Pudo haberlas perdido?

—No lo creo. Hacía tiempo que no se las ponía. De hecho, fue las que utilizó, como la típica broma, para nuestra primera noche, en un crucero griego. Ya sabes, algo rojo… Al desnudarnos en el camarote, Valeria me sorprendió con esa atrevida lencería. Pero eran muy vulgares y no volvió a sacarlas de su cajón, en su vestidor, hasta la noche de nuestro aniversario, hace unos días, cuando le pedí que se las pusiera otra vez. Habíamos bebido de lo lindo… Las buscó, pero no encontró las dichosas braguitas rojas, ya te digo. Pocos días después —Reblet volvió a comprobar su libretita—, el 13 de abril, le desapareció un pañuelo de seda.

—¿Algo usado?

—¡Brillante deducción, Flo!

—¿Le ha desaparecido algo más? ¿Un anillo, quizá?

Reblet abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir.

—Pero ¿cómo lo has adivinado? ¡Has vuelto a acertar!

—¿El anillo le desapareció el 23 de abril?

Atónito, mi amigo comprobó la agenda.

—Justamente. ¡Es increíble, Flo!… ¿Cómo lo sabes?

—Me lo estás poniendo muy fácil, Mateo. ¿Dónde guarda Valeria las joyas?

—Las corrientes, en el dormitorio, en su tocador, en un cofrecito de nácar. Las más valiosas, en una caja fuerte en mi despacho.

—¿El anillo que Valeria echó en falta el 23 de abril se guardaba en el cofrecito de nácar o en la caja fuerte?

—En el cofre. Cualquiera pudo sustraerlo.

—Cualquiera no, solo aquellos que tuvieran acceso a vuestra alcoba —le corregí—. Necesitaré una lista de ellos. Respecto a tu mujer…

—Novia, de momento.

—Sí, perdona. Tu novia, Valeria, es una actriz famosa. Aparte del lunático del que me has hablado, ¿podría tener otros admiradores en grado obsesivo? En ese mismo club de fans, sin ir más lejos. O alguien que la odie, algún o alguna rival, o enemigos personales…

—¿Alguien capaz de meterse en nuestra casa, en nuestro dormitorio…?

—¿Algún novio? —sugerí.

Reblet torció el gesto.

—¿Algún amante?

El director de cine no disimuló su irritación.

—¿Tanto se me notan los cuernos?

—No pretendía ofenderte, Mateo.

—Y no lo has hecho… Perdona, Flo, estoy un poco nervioso. Tenga o no amantes, Valeria es libre. Si me engañase, lo seguiría siendo y yo no dejaría de respetarla por eso. ¡Hablemos claro! Valeria no era precisamente virgen cuando la conocí. Había llevado una vida de excesos, como tantas otras actrices. Ella misma me lo ha confesado… —Hizo una pausa para pellizcarse el carrillo y continuó—: Tampoco yo he sido un santo, Flo, tú lo sabes. En el mundo del cine, el sexo es moneda corriente. Ninguno solemos darle más importancia de la que realmente, si lo piensas con serenidad, tiene. A partir de determinado número, ¿qué más da con cuántas personas te hayas acostado? Yo mismo no recuerdo las mujeres con las que he tenido aventuras. Si entrasen por esa puerta, de más de una ni recordaría el nombre. Es triste, pero es así. Y, sin embargo, creo que el sexo abre una ventana espiritual a través de la cual atisbamos el misterio de la unidad. Ese segundo mágico en que un hombre y una mujer parecen fundirse en el tiempo quizá tenga que ver con el retorno al paraíso, o con la resurrección… ¿Tú crees en algo de eso, Flo?

—Hubo un tiempo en que creí en el amor libre, pero últimamente estoy muy escéptico. Dejémonos de filosofías, Mateo, y volvamos a esos robos. Pareces inclinarte por la acción de un perturbado. ¿Por qué?

—No sé en quién sospechar… Esa clase de pirados existe, tú lo sabes. No hay más que abrir el periódico. Se obsesionan con el objeto de su deseo hasta atentar contra él. Matar a quien se ama… —declamó en tono trágico, como si acabara de venirle a la memoria una lúgubre cita; recordé que, además de dirigir, Reblet había actuado en pequeños papeles, tanto en el teatro como en el cine—. El caso es que ese hombre…

—No descartemos que se trate de una mujer.

—Tienes razón, Flo, no lo había pensado. ¿Por qué no va a ser una mujer? El caso es que esa persona, hombre o mujer, ha conseguido entrar en nuestra casa, robar lo que había ido a buscar y huir con su botín.

—¿Se ha puesto alguien en contacto contigo?, ¿te han pedido dinero?

—No, nadie me ha amenazado ni chantajeado.

Tomé algunas notas y pregunté:

—¿Tienes fotos de la casa?

—Sí. —Las buscó en el móvil—. Mira. Estoy orgulloso de haberla comprado. Es bastante confortable. Pasamos en Las Gaviotas buena parte del año.

—¿Solo «bastante confortable»? ¡Si es un casoplón!

—Cuando veas las otras chocitas de Las Playetas, la mía te parecerá una chabola.

Las fotos de Las Gaviotas hablaban a las claras del nivel de vida de la familia Reblet, muy por encima del mío y de cualquier otro que yo frecuentara.

Se trataba de una mansión, realmente, con tres cuerpos en forma de U y tres plantas de altura en su módulo central. La habían construido en hormigón crudo y vidrios encastrados sin marcos en las ventanas. Desde la piscina a lo que parecía una casa de invitados, se extendían cuidados jardines, macizos de flores y un manto de césped que el más exigente jugador de golf habría soñado con hoyar. En la entrada de la finca había varios coches —uno de ellos, con brillantes cromados y tapicería color burdeos, un Aston Martin que debía de valer una fortuna—. Para que nada faltara, el Mediterráneo rompía al pie de una playa de arena blanca, extendiéndose su lámina de aguas turquesas hasta el horizonte de un cielo que asimismo parecía pertenecer a los Reblet.

Mi amigo había adquirido la propiedad hacía casi dos décadas. Sus éxitos en la taquilla —filmaba una o dos películas al año—, le habían permitido dar una entrada para adquirirla a su anterior propietario, dueño a su vez de una cadena de supermercados. Pero Las Gaviotas, admitió Reblet, no estaba pagada. Una hipoteca seguía pesando sobre ese y otros bienes suyos, como un velero de quince metros de eslora, de nombre El Vaivén, atracado en el puerto de Oropesa. A todas esas deudas había que sumar los gastos propios de su tren de vida. De ahí que para él fuera tan importante el resultado de su nueva película, Once lunas, a punto de estrenarse.

El primero de sus pases iba a tener lugar a los pocos días en la sala privada de proyecciones de Las Gaviotas. Reblet insistió en invitarme. Conmigo en su casa, se sentiría más tranquilo y yo podría investigar los robos sobre el terreno, evitando que se repitieran «o que sucediera algo peor».

—¿Como qué, Mateo?

—No lo sé, pero tengo mal fario.

Por encima de sus irracionales presentimientos, yo estaba empezando a pensar que Valeria corría un riesgo real y acepté.

Sin más, todo quedó acordado. Rita Colina, la secretaria de Reblet, se pondría en contacto conmigo para coordinar mi llegada, reservándome billetes de tren en el caso de que prefiriese no ir a Castellón en coche.

—¿Te espero el jueves a comer? —sugirió Reblet—. El preestreno será el sábado. Puedes quedarte con nosotros el fin de semana, hay habitaciones libres.

—Decidido. Allí estaré.

—En cuanto a tus honorarios…

—Ya hablaremos de eso.

—Hagámoslo ahora, Flo. Que el dinero no sea un problema entre nosotros. Nunca lo fue.

—No pienso arruinarte, Mateo, no te preocupes.

—No me preocupo, porque ya lo estoy —se carcajeó—. Si Once lunas no es un éxito, me verás dirigiendo anuncios o algo peor.

—¿Campañas electorales, por ejemplo?

—¡No me quieras tan mal!

—Bajemos a tomar un café —propuse—. ¿Y qué tal unos huevos con panceta? ¿Qué diría tu novia dietista?

—Nada, porque no se va a enterar. Tomaré los míos con chorizo. Detrás de ti, amigo mío.

—Pasa tú delante, Mateo, los dos juntos no cabemos por la puerta.

—Espero que con el resto de clientes seas menos sarcástico, Flo.

—La vida sigue siendo una ironía, ¿no crees, Mateo? ¿No era eso lo que pensábamos antes de hacernos mayores?

—Podría seguir estando de acuerdo, pero si me paro a pensar que un desconocido ha entrado en mi dormitorio en busca de prendas íntimas de mi pareja, ni siquiera el consuelo de que fuera una broma dejaría de helarme la sonrisa y la sangre.

4

Bajamos a la plaza, ocupamos una mesa en Mefisto y encargamos los ansiados huevos fritos. Vicente, el camarero, reconoció a Reblet y alabó sus películas.

—Procuraré que mis huevos estén a la altura de sus obras de arte.

—Esa frase ya lo ha estado —le agradeció el director.

Vicente sacó una bandeja con cuatro huevos fritos, panceta, chorizo y morcilla. Apenas sin hablar, acabamos con todo en un santiamén, mojando a dos carrillos pan tierno en el aceitillo.

A sugerencia mía, Reblet pidió un anís de Colungo. Para rematar el almuerzo sacó un habano de una purera y lo encendió con un Dupont de oro. Durante un rato seguimos recordando anécdotas de nuestros tiempos de estudiantes, hasta que, con idea de elaborar una primera lista de sospechosos, volví a centrar nuestra conversación en los robos y pasé a preguntar a mi amigo por los residentes habituales en Las Gaviotas.

En calidad de habitantes fijos, tan solo había que contar a los miembros de la familia Reblet.

Además de Valeria —quien, de hecho, había pasado a formar parte de la misma—, integraban el núcleo familiar el propio Mateo y las dos hijas de su primer matrimonio: Elisa y Ruth. Eventualmente, debían añadirse estancias de las abuelas: la madre de Reblet, doña Encarna, y la madre de Valeria, doña Verónica, que los visitaban periódicamente. También, aunque con mucha menos frecuencia, se dejaban caer otros huéspedes, por lo general gente del cine. Para alojarlos, Mateo disponía de una casa de invitados, que aquellos días estaba ocupada por el matrimonio Sahagún-Bravo.

Alfredo Sahagún, siguió explicándome Reblet, era uno de sus guionistas habituales; Mariana Bravo, su mujer, una influyente empresaria de la industria cinematográfica, con quien él tenía a medias una productora, Calypso.

—¿Cuánto tiempo llevan los Sahagún-Bravo con vosotros en Las Gaviotas?

—Una semana. Tienen previsto quedarse hasta el pase de Once lunas.

En Las Gaviotas, continuó informándome Reblet, trabajaban a diario un jardinero, Joaquim, que hacía también funciones de chófer; la cocinera, Pepa Romero y una hija suya, de nombre Gabriela —Reblet no recordaba su apellido paterno—. Estos tres miembros del servicio doméstico se presentaban en sus puestos a las ocho de la mañana. Comían en la cocina y no abandonaban la casa hasta las seis de la tarde. De celebrarse algún evento o cena, se quedaban para atender a los invitados y, si era necesario, dormir en las habitaciones de servicio.

Otros que más o menos circunstancialmente visitaban Las Gaviotas eran la secretaria de Reblet, Rita Colina; el padre Pancho Roseti, excompañero nuestro del Liceo, de quien ya habíamos hablado; Publio Catín, abogado y administrador de Reblet; Natalia Sastre, la mejor amiga de Valeria, más un grupo variable de directores, productores de cine, actores y actrices, algunos de los cuales me serían presentados en el estreno de Once lunas.

Pedí a continuación a mi amigo que me hablase de sus hijas.

Elisa, con dieciocho años, era la hija mayor de Mateo. Estudiaba, repetido, segundo de bachillerato. Era una chica brillante, aunque, al mismo tiempo, según me confesó su padre, inconformista y rebelde. Provocaba constantes discusiones y problemas tanto en casa como en el colegio y se llevaba mal con Valeria. Su padre había tenido que intervenir en varias ocasiones para evitar sus peleas.

Ruth, con dieciséis años y estudiante, asimismo en calidad de repetidora, de segundo de Enseñanza Secundaria, era tímida, con una fuerte carga de inseguridad y quizá, según me pareció entender, un cierto complejo de inferioridad respecto a su hermana mayor.

Reblet me iba enseñando algunas fotos suyas, que llevaba en el móvil. Elisa era espigada, con el cabello rubio y un rostro delgado y pálido, de fina y alargada nariz y bellos ojos agrisados. Ruth, en cambio, no había resultado tan favorecida. Más oscura de piel, con el cabello corto y planchado y rasgos vulgares, no se parecía a su padre. Tal vez un poco a su primera esposa, a la que yo apenas recordaba, aunque la había saludado ocasionalmente una o dos veces, y por quien, a continuación, pregunté a mi amigo.

La ex de Mateo Reblet se llamaba Greta García Recasens. Con cuarenta y nueve años de edad, seguía ejerciendo como abogada y residiendo en Castellón. Mateo y ella se habían casado en 1999. Su matrimonio había funcionado relativamente bien hasta que mi amigo conoció a Valeria Lázaro en uno de sus rodajes.

Valeria y él se habían sentido fuertemente atraídos e iniciado una relación clandestina. Ella estaba casada con Horacio Gual, un financiero valenciano. La pasión entre actriz y director superó una primera fase «de fuego erótico» y siguió creciendo.

—Nos enamoramos de verdad —evocó Reblet—. A los dos años de relacionarnos en secreto tomamos la decisión de poner las cartas sobre la mesa, hacer público nuestro amor y divorciarnos de nuestras respectivas parejas.

—Debió de ser un pequeño escándalo.

—Lo fue, y bastante grande.

—¿Estáis pensando en casaros?

—No lo descartamos.

El divorcio de Valeria había sido muy sencillo desde el punto de vista económico. La actriz, a la que su profesión reportaba crecientes ingresos, compartía con Horacio Gual inversiones y propiedades. Ayudados, en cierta medida, por la falta de hijos, habían cerrado un acuerdo.

Sin embargo, la separación de Reblet, según sus propias palabras, en las que perduraba un resto de dolor, había resultado «traumática».

—Mi ex, Greta, se opuso al divorcio desde un principio, nada más confesarle yo lo mío con Valeria. El proceso se convirtió en una tragedia. Greta se lo tomó como un insulto, a ella y a su familia. El clan Recasens me plantó cara, y son gente con influencia. Pasé una temporada horrible, en lo personal y en lo profesional.

—¿Cómo reaccionaron tus hijas?

—Muy mal. Perdieron curso y todo fueron, y siguen siendo, recriminaciones a mi egoísmo e infidelidad… Nunca han aceptado a Valeria. Por eso pasan bastante más tiempo con su madre que conmigo.

—¿Greta ha rehecho su vida amorosa?

—Que yo sepa, no.

—¿En qué régimen han quedado vuestras dos hijas?

—Custodia compartida. También a mi lado Elisa y Ruth están muy a gusto, no vayas a pensar. En Las Gaviotas disponen de sus habitaciones y de todas sus cosas. Durante estos meses de mayo y junio no se van a mover. Permanecerán conmigo porque Greta tiene que ir a China, por trabajo, y no tiene previsto volver hasta principios de julio. Valeria hace lo que puede, ya te digo, pero se siente rechazada por ellas. Está demostrando mucha paciencia y nunca se le ve un mal gesto, aunque por dentro lo esté pasando fatal. Mis hijas son bastante deslenguadas, en especial Elisa. Ruth es más calladita… Como adolescentes, pueden llegar a ser muy crueles. La pobre Valeria tiene que sufrir cada desplante…

—¿Podría ser alguna de tus hijas quien estuviera sustrayendo las cosas de Valeria?

Reblet hizo un gesto de rotundo rechazo.

—¡Ni se te ocurra pensarlo, Flo! ¡Claro que no! ¡Mis niñas son incapaces de hacer algo así! ¿Con qué objeto, además? ¡Incapaces por completo! Pondría la mano en una sartén hirviendo… ¡Soy su padre!

—Pero yo no, y tengo la obligación de planteártelo.

—No sé si habré hecho bien en venir a verte —dudó el director—. Si desde un principio vas a involucrar a mis hijas…

—Confía en mí, Mateo. Si has confiado en Pancho Roseti, no te será tan difícil.

Reblet sonrió, ablandándose.

—Tienes razón, Flo. ¡Estás contratado!