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Ella no era precisamente la esposa modelo. Melinda Ethridge aceptó aquel matrimonio de conveniencia con Etienne Hurst con el fin de impedir que vendieran Raspberry Hill, la propiedad en la que vivía toda su familia. Sin embargo, no podía evitar sentir algo de rabia por tener que renunciar a su libertad. Mel decidió que la solución era ser una esposa poco convencional que mantendría su independencia por completo... incluyendo en el dormitorio. Pero estar casada con Etienne resultó ser muy diferente a lo que ella había esperado. Él la deseaba y ella sentía lo mismo por él. ¿Debería olvidarse de las normas que ella misma se había impuesto y convertirse en una esposa en todos los sentidos?
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Seitenzahl: 171
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Lindsay Armstrong
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La novia rebelde, n.º 1469 - mayo 2018
Título original: The Unconventional Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-206-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Etienne Hurst, de pie contra el viento frío de un día gris de invierno, se asombró al percibir que en ese momento la visión de la mujer lo excitaba.
«Una chica, para ser más preciso», reflexionó. Y una que no le había hecho demasiado caso, aunque no la veía hacía más de un año. ¿Habría cambiado su actitud como había cambiado su físico? Calculó que en la actualidad tendría diecinueve años. Se había hecho mayor, pero ¿quién podría haber pensado que se convertiría en esa esbelta y fascinante criatura, con una figura cautivadora, que esa mañana despedía a su padre y a su madrastra muertos en un accidente aéreo?
De pie, inmóvil, vestida de negro, pero con la maravillosa cabellera castaña al descubierto, parecía estar sumida en su propio mundo. No lloraba, aunque el rostro ovalado y pálido reflejaba una gran aflicción. La pureza de la línea de su garganta era especialmente vulnerable. Con todo, su figura alta estaba erguida, incluso orgullosa, mientras el viento hacía revolotear la larga falda negra alrededor de las piernas y le alborotaba el cabello.
Con cierta irritación pensó que también otras mujeres lo habían impactado antes y que esos pensamientos no podían ser más inoportunos en el instante en que él mismo se despedía de Margot, su hermana mayor, que había sido la madrastra de Melinda. Aunque, universalmente conocida como Mel, nunca se había llevado bien con su madrastra y, por extensión, había incluido al otro miembro de la familia Hurst bajo el paraguas de su antipatía.
Sin embargo, la extrema juventud de Mel tendría que ser otra razón para alejarlo de esos pensamientos. Pensaba que a sus treinta años no podía sentirse interesado por brillantes y ansiosas jovencitas que se enamoran locamente a primera vista.
En ese punto, detuvo sus reflexiones para dedicarle un pensamiento a su hermana Margot. Hacía cuatro años que se había casado con el padre de Mel y había aportado glamour, sofisticación y un estilo de vida muy refinado a Raspberry Hill, propiedad de la familia Ethridge. «Pero ¿a qué precio?», se preguntó.
En otras palabras: si, como sospechaba, la bella mariposa de sociedad que había sido su hermana había agotado las finanzas de la familia, ¿qué iba a ser de Mel Ethridge y de sus tres hermanos menores, y cuál era su propia responsabilidad en el asunto?
«Otra razón más para ignorar este repentino ardor», pensó con ironía.
Entonces ella levantó la vista y lo miró. Sus ojos tenían un color de terciopelo, profundamente azules. Él percibió que esos ojos lo reconocían y que se agrandaban, atrapados en su mirada, hasta que de pronto ella parpadeó y saludó gravemente con la cabeza. Y él no hizo caso a sus propios consejos respecto a esa chica, aunque ella se volviera a sus hermanos y empezara a guiarlos hacia los coches sin dirigirle ni una palabra.
Tres semanas más tarde, Mel Ethridge conducía un tractor con el remolque cargado de piñas hacia el almacén. Era una mañana agradablemente soleada. Había llegado la primavera y se sentía mejor, más repuesta, entregada a su trabajo en Raspberry Hill.
Habían sido tres semanas muy difíciles en más de un sentido. No solo había perdido a su querido padre, sino que también había descubierto que Raspberry Hill, una hacienda dedicada al cultivo de la piña y a la crianza de ganado, el único hogar que había conocido, pasaba por graves apuros económicos.
Entonces se fijó en un vehículo plateado y lustroso que le era familiar estacionado junto al cobertizo: el coche de Etienne Hurst.
Dejó escapar un suspiro, pero no había nada que hacer. Etienne estaba apoyado contra el coche y era obvio que ambos se habían visto. No era la primera vez que se veían tras el funeral, aunque antes del accidente él se encontraba fuera del país y solo había vuelto a casa a tiempo para las exequias fúnebres.
En su calidad de familiar más cercano de la hermana, había estado presente en la lectura del testamento y sabía tan bien como ella la delicada situación en que se encontraba la propiedad. Y no solo eso, si no le hubiera tenido antipatía, habría debido reconocer que se había desvivido por los huérfanos Ethridge.
El problema era que efectivamente Etienne le era antipático.
Ella nunca quiso a la hermana que precipitadamente se había casado con el padre viudo, y que había sido la principal causante de muchos problemas. A raíz de eso, tampoco sentía afecto por Etienne. Bueno, más o menos esa era la situación.
Mel detuvo el tractor y se bajó de un salto.
–Buenos días –dijo en tanto se quitaba los guantes–. ¿Qué puedo hacer por ti, Etienne?
La mirada oscura recorrió los vaqueros llenos de polvo, la camisa manchada de grasa y el alegre pañuelo de algodón que le cubría el pelo. Nada de eso disminuía el encanto de su figura en movimiento, la lozanía de su juventud y sus ojos sorprendentes.
–Solo he venido a ver cómo van las cosas. ¿Buena cosecha este año?
–No está mal, aunque las ha habido mejores. La calidad es buena, pero la cantidad ha sido menor –dijo al tiempo que sacaba una del carro con su corona de hojas espinosas y se la presentaba–. Llévatela a casa, tiene que estar dulce y jugosa.
Él la pesó en la mano y luego la puso sobre el capó.
–Gracias. ¿Cómo va el ganado?
Mel arrugó la nariz.
–Me preocupa el forraje. No ha llovido lo suficiente, pero el tiempo lo dirá.
Él sonrió.
–¿Sabes lo que dicen de los granjeros, Mel?
Ella negó con la cabeza.
–Que siempre están quejándose.
Mel cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con atención. De facciones delgadas, su cabello ensortijado era oscuro, así como los ojos. En su rostro no solo había fuerza sino también una magnífica combinación de viveza y tranquilidad. Como un cazador, había pensado a veces, aunque también poseía un encanto natural, sin ninguna afectación.
Mientras más se le conocía más se empezaba a sospechar que esas facciones no lograban ocultar la imperturbable determinación de salirse con la suya.
Mel intuyó que el hecho de ser tan parecidos en ese aspecto no la ayudaría a tratar con él.
–Deberías probar hacer este trabajo y entonces comprenderías el porqué de las quejas.
–Lo siento, solo era una broma –murmuró.
Sus palabras hicieron que Mel se sintiera presuntuosa y carente de humor.
Para contrarrestar ese efecto y mostrarle que sabía de lo que hablaba, se ofreció a llevarlo a dar una vuelta por la propiedad.
–Me gustaría. ¿En mi coche o en el tuyo?
Ella miró los pantalones vaqueros limpios, la camisa de algodón azul de mangas cortas con bolsillos superpuestos, y luego a sí misma y al destartalado tractor.
–Tal vez deberíamos ir andando. Estás demasiado limpio para el tractor y yo demasiado sucia para tu coche.
–Por mí está bien, pero si quieres puedo poner una manta en el asiento del coche.
–No. Iremos a pie –dijo al tiempo que lo conducía por un sendero tras el cobertizo–. Desde este promontorio se pueden ver los prados para el ganado. Naturalmente que los alternamos y mejoramos. Los de la izquierda están en reposo por el momento y en los de más allá puedes ver el rebaño.
–¿Cuántas cabezas hay?
–Cerca de cien.
–Mmm.
Él no dijo nada pero luego hizo un cálculo en dólares.
Mel lo miró sorprendida porque era un cálculo bastante exacto de lo que representaba el rebaño en términos financieros para Raspberry Hill. Luego lo llevó al terreno de cultivo de las piñas, le enseñó los establos donde Rimfire, su caballo, aceptó con afecto un terrón de azúcar que siempre llevaba en el bolsillo. Más tarde, llevó a Etienne a ver sus gallinas de corral de las que vendía solo los huevos.
–Todavía no saco ningún beneficio, pero a decir verdad no me importa. Estoy absolutamente a favor de la abolición de los criaderos industriales de pollos.
Etienne le dirigió una intensa mirada.
–Creo que hay unas cuantas cosas que te apasionan.
–Sí, creo que sí –convino–. No puedo soportar la crueldad con los animales ni con nadie, así que colaboro con Amnistía Internacional y ayudo a recaudar fondos para la RSPCA, una asociación contra la crueldad con los animales, como sabes. Además me he afiliado a Green Peace porque me preocupan los problemas ecológicos.
La primera reacción de Etienne fue de burla, pero al verla tan adorable, entregada tan seriamente a la defensa de sus principios, la burla dio paso a un sentimiento afectuoso.
Su próximo pensamiento le hizo fruncir el ceño.
–¿Cómo es que decidiste hacerte cargo de toda la hacienda, Mel?
–Después de acabar el colegio decidí que esto era lo que quería hacer. Así que persuadí a papá para que me dejara ayudarlo, y mientras más viajaban él y Margot, más me responsabilizaba de la marcha de la hacienda. Pero…
–Continúa.
–Bueno, de pronto fue obvio que necesitábamos dinero para reparar las vallas, una nueva presa, un tractor y otras cosas, pero papá siempre postergaba el asunto.
–¿Y de eso me culpas a mí? –sugirió.
Mel tomó aliento.
–No, en absoluto.
–Entonces, ¿por qué tengo la impresión de que me tomas por un indeseable? –preguntó. Sonrojada, Mel se mordió el labio–. Sé que no te llevabas bien con Margot, pero no llego a comprender qué tiene que ver eso conmigo.
–No quisiera hablar de esto porque estoy segura de que estás tan triste como yo, Etienne, pero ya que has sacado el tema, te digo que Raspberry Hill empezó a ir cuesta abajo desde que papá se casó con Margot.
–Ella lo hizo feliz –señaló Etienne, pero al notar la incomodidad de Mel añadió–: También había otros factores. Inversiones que no prosperaban, por ejemplo. Sin embargo admito que Margot tenía gustos muy caros.
Mel miró los pollos que correteaban por el terreno cubierto de hierba y luego se volvió a contemplar la silueta de la casa contra el cielo. Estaba situada en un promontorio sobre Narrows, una delgada franja de agua que la separaba de la isla Curtis. Era una antigua casa de madera de estilo Queenslander, extendida, bajo un techo verde. Gracias a la hermana de Etienne estaba totalmente restaurada y albergaba un tesoro de antigüedades, mientras que anteriormente había sido una gran casa familiar, desaliñada pero cómoda.
Pero ¿era justo transferir su animadversión al hermano de Margot?, se preguntó Mel. Y ¿por qué se sentía tan confundida en su compañía, tan inusitadamente consciente de su presencia?
–Está claro que tenía un gusto maravilloso –comentó apartando sus pensamientos de Etienne Hurst como hombre. No deseaba hablar mal de los muertos y lamentó el comentario anterior acerca de su hermana–. Me parece que ya no tengo nada más que mostrarte, Etienne, pero –de pronto se le vino una idea a la mente–, si hay algo que te gustaría conservar como recuerdo de Margot… ¿quieres venir a casa y echar una mirada?
–Hay una miniatura de nuestra madre…
–Ya lo sé. Todavía está en la cómoda de su dormitorio. Vamos allá.
Etienne insistió en llevarla en su coche. Cuando llegaron, salió a recibirlos la señora Bedwell, ama de llaves de Raspberry Hill desde que Mel tenía uso de razón.
–A tiempo para la comida –dijo entusiasmada–. He puesto la mesa en la galería.
–Pero… –Mel se mordió la lengua–. No creo que Etienne tenga tiempo para quedarse a comer…
–¡Desde luego que sí! –dijo la señora Bedwell. El ama de llaves era una mujer mayor, alta, parecida a una cigüeña y ataviada con colores alegres; además muy famosa por su costumbre de entrometerse en todo–. Siéntese, señor Hurst. ¿Le apetece una cerveza? ¡Hace un día muy agradable! Le traeré una y así Mel tendrá tiempo para ducharse.
Mel abrió y cerró la boca al instante al ver que Etienne agradecía la cerveza. El ama de llaves la llevó dentro de la casa agarrada de la muñeca.
–¿Quieres dejar de arrastrarme? –dijo cuando estuvieron a solas–. ¿Y cómo se te ocurre invitarlo a comer si lo único que tienes puesto son tus ojos sobre él? ¿No te parece que deberías consultarme antes?
–¿Cómo? Muy sencillo. Vi su coche por el camino de entrada. ¡Te doy de comer todos los días y si crees que no puedo lograr sacar comida para dos es que no me conoces, Mel! Y en cuanto a eso de invitar a diestro y siniestro lo hice porque sabía que a ti no se te iba a pasar por la cabeza, así que lo hice en tu nombre. ¡Tienes diez minutos para cambiarte!
–Pero, ¿para qué necesitamos invitarlo a comer? –protestó Mel.
La señora Bedwell se puso las manos en las caderas.
–Solo tú puedes ser tan injusta; Mel. Haz lo que te dicen y asegúrate de ser amable con él –ordenó, con los ojos encendidos.
Mel la vio partir. Como le tenía mucho cariño se limitó a encogerse de hombros mientras se dirigía hacia el cuarto de baño.
Quince minutos después llegó a la galería con vaqueros limpios y una blusa floreada. Llevaba la miniatura cuidadosamente envuelta en papel de seda.
–Siento haberte dejado solo –dijo al tiempo que tomaba asiento frente a Etienne, quien se levantó brevemente–. Pero la señora Bedwell es muy rigurosa respecto a los detalles.
Él consultó su reloj y luego la miró. El pelo suelto le caía sobre los hombros como una brillante cascada suavemente rizada y su cutis lucía suave y terso.
Sin poder apartar la mirada, un hormigueo de excitación recorrió su cuerpo. Se sintió vulnerable y de alguna manera a merced de ese hombre.
Entonces él apartó la vista, pero no antes de que Mel recordara la mirada que había interceptado hacía tres semanas. Una mirada que la había sorprendido desprevenida. La misma que acababa de dirigirle y que la dejó pensativa.
Por primera vez desde que lo conocía, Etienne Hurst la miraba como a una mujer y no como a una chica ahombrada, problemática, y antipática. ¿Es que ella le respondía con la misma moneda?
–¿Cómo están los chicos?
Mel parpadeó y concentró su pensamiento en sus tres hermanos, Justin, Ewan y Tosh, de quince, doce y diez años respectivamente.
–Tan bien como puede esperarse. Todavía perdidos y perplejos. Tosh empezó a tener pesadillas así que le compré una mascota –dijo con una mueca.
Thomas, conocido como Tosh desde que era un bebé, eligió un cachorro blanco y canela de tres meses al que bautizó como Batman y que era tan travieso como su dueño. Desde que a Batman se le permitió dormir junto a su amo las pesadillas habían desaparecido.
–Hablando de Batman, ¿dónde está el pequeño monstruo? –preguntó Mel al ama de llaves, que se acercaba a la galería con un carrito.
La señora Bedwell desplegó en la mesa un pequeño banquete que consistía en pollo frío, ensalada verde, patatas de la huerta untadas con mantequilla y panecillos recién hechos.
–Ese maldito perro está durmiendo, gracias a Dios. ¡Buen apetito! –dijo muy emocionada por la mirada agradecida de Etienne y luego se retiró.
–¿Así que hoy no trabajas, Etienne? –preguntó cuando empezaron a comer.
–Trabajo, pero me he tomado unas pocas horas para asegurarme de que te las vas arreglando bien, Mel.
Ella untó un panecillo con mantequilla.
–Por cierto que va a ser una batalla, pero…
–Va a ser una dura batalla, Mel; no nos andemos por las ramas –interrumpió–. Tendrás que destinar todas tus entradas al pago de la hipoteca que pesa sobre Raspberry Hill.
Los ojos azules lo miraron con gran preocupación.
–Seguro que no es así. Quiero decir que no creo que papá haya dejado la propiedad en ese estado.
–Mel, es probable que no necesite decírtelo, pero la cosecha de piñas no ha sido buena a causa de las irregularidades del tiempo. Raspberry Hill no es la única propiedad afectada, así que no todo es culpa de tu padre; gran parte de la culpa la ha tenido el clima. Pero así como han sucedido las cosas, tendrás que enfrentarte al hecho de no ser capaz de salvar Raspberry Hill.
–Me niego a creerlo. Los chicos y yo le tenemos mucho afecto a esta casa –replicó con brusquedad.
–Ellos son jóvenes, Mel.
–¿Lo suficientemente jóvenes como para superarlo? Es nuestra heredad y un lazo que nos une –dijo en tanto miraba su plato con tristeza y luego lo apartaba sin haberlo acabado–. No voy a renunciar, Etienne –dijo con decisión–. Haré lo que sea para salvar Raspberry Hill.
–¿Como por ejemplo?
–He estado pensando que se puede parcelar –dijo lentamente.
–Es una posibilidad –convino él–. Pero entonces tendrás que enfrentarte al mantenimiento de una propiedad más pequeña, pero siempre inviable.
Mel tragó saliva.
–¿Y si la transformara en una casa de huéspedes? –preguntó. La mirada oscura de Etienne se suavizó, pero permaneció en silencio–. ¿He dicho una tontería? –añadió con aspereza.
–No es una tontería, pero necesitas capital para iniciar el proyecto.
–En esta casa se ha despilfarrado un gran capital.
–Me hago cargo de eso. En cuanto a tu proyecto, no creas que es tan fácil, y además está el problema de la custodia de tres chicos muy jóvenes.
Mientras Mel hacía migas los restos de su panecillo, una pelota de color canela y blanco se abalanzó sobre la baranda de la galería y saltó en su falda. El cachorro le lamió la cara, tiró un plato y luego saltó al suelo. La señora Bedwell, que venía detrás, lo tomó en sus brazos.
–¡Pequeño desastre!
Etienne se puso de pie.
–Vamos, déjemelo a mí. Sin lamidos, amigo –dijo cuando lo tuvo en sus brazos. Luego, se sentó con el animal, que lo miraba extasiado.
–¿Te gustan los perros? –preguntó Mel.
–Claro que sí. Tuve uno como este cuando era pequeño. Era muy malo, pero también muy leal.
–No me lo imagino.
–¿Crees que llegué al mundo ya crecido?
–A decir verdad siempre te he asociado a un entorno exótico debido a tu madre y a vuestros nombres franceses. Sé que Margot nació en Vanuatu.
–Ella sí, pero yo nací aquí en Gladstone y solo mi nombre es francés porque me escapé de la influencia exótica que nuestra madre francesa ejerció sobre Margot. Nuestro padre era un auténtico australiano –comentó con buen humor.
–Sí, realmente pareces australiano. Mientras que tu hermana era la esencia de lo chic –murmuró ella, con el ceño fruncido–. Si me permites decirlo, no parecíais muy unidos. Pero puedo estar muy equivocada, desde luego. Aunque no se te veía mucho por Raspberry Hill.
Él miró al vacío un instante y luego al perro.
–No, no estábamos muy unidos. Ella me llevaba diez años, lo que es un verdadero abismo, y por otra parte, en los últimos cinco o seis años mis negocios se han expandido y he tenido que doblar el espinazo.
–La verdad es que no te veo doblando el espinazo en una empresa de la categoría de Hurst Engineering & Shipping. En una ocasión Margot comentó que era el imperio de la ingeniería naviera –dijo Mel. Etienne se encogió de hombros, divertido–. Y no solo Margot. Justin también quedó impresionado.
–A propósito, la semana pasada vino a pedirme trabajo a tiempo parcial.
Los ojos de Mel se agrandaron.
–No me lo dijo.
–Bueno, él nunca ha compartido tu antipatía, desconfianza o como se llame, contra mí.
Mel se sonrojó, pero era cierto. Tras la primera impresión de disgusto por el matrimonio de su padre, ninguno de ellos había continuado resentido ni con Margot ni con Etienne. «Claro que ninguno se daba cuenta de la manera en que la propiedad se venía abajo», pensó Mel con dureza.
–Y le diste trabajo.
–Le dije que se lo daría las próximas vacaciones escolares y con tu consentimiento.
–Muy bien hecho –dijo ella al tiempo que se ponía en pie–. Etienne, agradezco tu preocupación, pero realmente no es tu problema.