La pareja en la cabaña - Daniel Hurst - E-Book

La pareja en la cabaña E-Book

Daniel Hurst

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Beschreibung

Ellos harán lo que sea para salir. Ella hará lo imposible por mantenerlos dentro. Grace y Dominic están felizmente casados; por lo menos, eso es lo que piensa Grace. Pero una noche, cuando vuelve temprano a casa después de un evento de trabajo, descubre a su marido con otra mujer en la cabaña en el fondo de su jardín. Conmocionada, enfadada y con ganas de venganza, Grace actúa rápidamente, encerrando a la pareja desnuda en la cabaña hasta decidir qué hacer con ellos. Mientras Dominic y su amante tratan desesperadamente de liberarse, Grace traza un plan en el exterior, un plan que se basa en la experiencia. Porque no es la primera vez que encierra a alguien… ¿Quién es el verdadero villano? ¿El marido infiel? ¿O la mujer vengativa?

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Seitenzahl: 301

Veröffentlichungsjahr: 2023

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LA PAREJA EN LA CABAÑA

Daniel Hurst

La pareja en la cabaña

Título original: The Couple in the Cabin

© 2022 Daniel Hurst. Reservados todos los derechos.

© 2023 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción: Carolina Ramos,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1265-5

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

PRÓLOGO

Una robusta cabaña de madera situada al fondo de un jardín bien cuidado, en la parte trasera de una gran propiedad de la campiña inglesa. Suena bien, ¿verdad?

Pero ¿y si la cabaña fuera más de lo que parece a primera vista?

La cabaña en sí había costado bastante dinero, pero, como cualquier estructura hecha por el hombre, lo importante era la historia que había detrás de ella más que las tuercas y los tornillos que habían intervenido en su construcción.

La cabaña pertenecía a Dominic Brown. Había sido idea suya hacerla construir, dedicar su tiempo a hablar con los constructores y utilizar su dinero para financiar el proyecto. También sería utilizada sobre todo por él. Pero primero había necesitado permiso, y este había tenido que venir de su mujer, Grace.

Dominic había planteado la idea de construir una cabaña en el espacioso jardín trasero de la pareja, sugiriendo que sería el lugar perfecto para «trabajar desde casa», lejos del ruido y las distracciones del hogar, y un sitio donde podría dejar sus papeles sin frustrar a su pareja, que siempre le decía que intentara ser un poco más ordenado. Aunque Grace acogió la idea con cierto entusiasmo, no le convenció tanto cuando supo cuánto costaría todo aquello.

La cabaña no iba a ser una estructura de mala calidad ensamblada a bajo precio. No, Dominic quería que estuviera a la última. Necesitaba electricidad para poder conectarse a internet cuando estuviera dentro. Necesitaba un calefactor para poder calentarse en invierno mientras trabajaba allí. Y quería que fuera lo bastante grande para no sentirse incómodo. Suficiente espacio para un escritorio y una silla, pero también para que pudiera levantarse del todo, estirar las piernas de verdad, sentirse como en casa. Y quizá incluso espacio para un televisor y una diana para los momentos en los que necesitaba relajarse.

Grace tuvo que preguntarle si en realidad era un lugar para trabajar o para escaparse un rato «a solas», pero Dominic insistió en que todo lo que necesitaba era por motivos puramente profesionales. Y también insistió en tener todas las comodidades que describía. Aunque era consciente de que sería caro, tenía un buen trabajo y no gastaba mucho dinero en otras cosas, así que ¿por qué no podía permitirse ese lujo?

A Grace le pareció que podría tratarse de una crisis de los cuarenta que se manifestaba en su marido de una forma poco habitual. Algunos hombres que entraban en la cuarentena y se sentían invadidos por el temor a su mortalidad, de repente, se veían obligados a gastar mucho dinero en algo que les hiciera sentirse jóvenes de nuevo, si es que no lo parecían. Lo habitual era un coche deportivo, aunque en realidad podía ser cualquier cosa, desde ropa nueva y ostentosa hasta dientes nuevos y llamativos, de esos que podían verse desde bastante lejos en una noche oscura. Fuera lo que fuera, la cuestión era que debía hacer que la persona se sintiera mejor por el hecho de que ahora se encontraba potencialmente a mitad de camino de su existencia en este planeta y los últimos restos de su juventud no eran más que un sueño lejano.

¿Era la cabaña la forma que tenía Dominic de expresar su miedo a la muerte? ¿Era su única oportunidad de animarse y distraerse de lo que le esperaba? ¿O, como los coches deportivos, los trajes y los dientes que tantos hombres tenían antes que él, iba a resultar ser otro costoso despilfarro de dinero?

Grace tenía sus dudas, económicas y filosóficas, pero al final aceptó la idea de su marido de construir una cabaña en el jardín trasero.

Una vez le dio su aprobación, dejó que se ocupara de todos los asuntos relacionados con el permiso de obras, que era un requisito legal. También dejó que se encargara de avisar a los vecinos de al lado de que habría algunas molestias durante un breve periodo de tiempo cuando empezaran las obras, lo cual no era obligatorio por ley, sino más bien un gesto de buena voluntad. Por suerte para Dominic, y quizá por desgracia para Grace, los vecinos no pusieron objeciones, y Frank y Maggie, la pareja de al lado, incluso pensaron que era una buena idea y se preguntaron si no deberían hacer lo mismo en su propio jardín. Así era esa zona. Las casas eran grandes, la tierra abundante y los residentes solían tener más dinero que sentido común.

Dominic se sintió como un niño la mañana de Navidad cuando por fin terminaron su cabaña, y se puso a trabajar enseguida para llenarla de todas las cosas con las que había soñado. Lo único que lamentó fue no tener espacio para una pequeña nevera en la que podría haber guardado unas cervezas, pero eso no era el fin del mundo. Cuando tenía sed, solo había que dar un corto paseo por el jardín para volver a la casa principal.

Una vez establecida su nueva «oficina», Dominic trabajaba en ella cuatro días a la semana, y solo tenía que abandonarla en las ocasiones en las que tenía que ir a su oficina real en la ciudad y relacionarse con sus colegas cara a cara en lugar de a través de la pantalla del portátil. También encontraba tiempo para ir a la cabaña los fines de semana, poniendo alguna excusa sobre «algún papeleo que había que terminar», pero en realidad solo le gustaba entrar, cerrar la puerta, encender la televisión y tener un poco de paz.

Aún le faltaban un par de décadas para jubilarse, igual que a su mujer, pero aquella cabaña era sin duda un lugar donde sentía que pasaría aún más tiempo cuando dejara atrás el mundo laboral. Lo que no sabía era cuánto tiempo pasaría en la cabaña cuando las cosas empeorasen en un futuro próximo.

Y así fue.

La cabaña que una vez fue tan prístina y perfecta y el orgullo y la alegría de su propietario acabó convirtiéndose en el símbolo de todo lo que iba mal entre Grace y Dominic.

El día que llegó la policía, todo el papeleo importante que Dominic solía guardar ordenado en bandejas y carpetas estaba esparcido por la cabaña, desechado y, en algunos casos, destruido. Una botella de vino rota yacía sobre el escritorio; sus bordes afilados eran peligrosos para cualquiera que se acercara a ellos, por no hablar de los fragmentos de cristal que había en el suelo de madera y que era un peligro pisar. Incluso había sangre, puntos rojos esparcidos por los papeles blancos que había en el suelo, tal vez de un corte causado por el cristal, pero que podían deberse a algo más.

Algo peor.

La cabaña parecía una zona de guerra. Algo terrible había ocurrido allí dentro. Y le correspondía a la policía averiguarlo.

Tal vez la cabaña del fondo del jardín pudo haber sido una buena idea en algún momento.

Pero, al final, se convirtió en nada más que la escena de un crimen.

Y lo que es peor: se convirtió en el lugar donde Grace y Dominic descubrieron la verdad el uno sobre el otro.

1

GRACE

ANTES DE QUE LLEGARA LA POLICÍA

Estoy en el coche de un desconocido. Un hombre que he conocido hace solo tres horas me lleva a casa. Para mí, esto es muy espontáneo. Pero no es lo que piensas. No me he buscado un amante y no me precipito a una aventura de una noche. Lo que existe entre el hombre del volante y yo no es más que una cortés amistad, y es una amistad que empezó en el bar del que acabamos de salir.

Allí estaba yo, de pie con varios de mis colegas, charlando en el último y más bien aburrido acto de networking de nuestra empresa, cuando empecé a preguntarme si había cometido un error al aceptar que me reservasen una habitación de hotel para pasar la noche en lugar de irme a casa una vez terminadas mis obligaciones profesionales.

Mi jefe nos había dado a todos la opción de alojarnos en el hotel contiguo al bar por cuenta de la empresa, y yo, que no era de las que rechazaban un regalo, había aceptado agradecida. Lo mismo habían hecho varios de mis colegas, y como todos planeábamos salir hasta tarde, parecía que nos esperaba una noche divertida. Pero enseguida me di cuenta de que ya no tenía veintiún años. Ni siquiera tenía treinta y uno. Tengo cuarenta y uno, así que una noche de juerga fuera de casa ya no era tan excitante como antes.

Temía haberme precipitado al aprovechar la oportunidad de una habitación de hotel gratis, y me había encontrado pensando en mi marido en casa y en cómo preferiría meterme en la cama con él esa noche en lugar de estar sola. Llevo once años casada con mi pareja, Dominic, y en todo este tiempo diría que solo hemos pasado una docena de noches separados. La mayoría de ellas también han sido recientes, como resultado de que uno de los dos ha tenido que trabajar hasta tarde, principalmente él, o ha asistido a algún evento corporativo, como en el que yo estaba esta noche.

Los dos trabajamos de nueve a cinco en oficinas, o «moviendo papeles», como lo llamaba mi abuelo, pero él era obrero de la construcción, así que todo lo que no fuera llevar la ropa manchada de barro y las manos callosas no le parecía un trabajo. La única diferencia entre el trabajo de Dominic y el mío es que mis jefes siguen teniendo la norma bastante arcaica de que sus empleados estén en la oficina todos los días, mientras que los de Dominic se han adaptado más a los tiempos y le permiten realizar la mayoría de sus tareas profesionales desde la comodidad de su propia casa. No hay mucho que agradecer a la reciente pandemia, pero como dice mi marido: «Ha cambiado el mundo para siempre, y una de esas formas es que ahora la gente puede tener reuniones en pijama».

Ni Dominic ni yo ganamos mucho dinero por lo que hacemos, pero aun así nos considero bastante acomodados para nuestra edad, como resultado de que elegimos no tener hijos —que es, sin duda, la opción más barata— y de unas cuantas herencias generosas que nos han llegado después de que nos despidiéramos con tristeza de algunos apreciados familiares a lo largo de los años. Mi querido abuelo —que era el padre de mi madre y que trabajó mucho tiempo en la construcción— me dejó una suma considerable, demostrándome lo mucho que me quería, aunque nunca sentí que necesitara pruebas para saberlo. Y los abuelos de Dominic, muy amables, también le dejaron dinero, fondos que nunca podrán sustituir a las personas que los dieron, pero que nos ayudaron a comprar nuestra casa actual, un lugar que antes no nos habríamos podido permitir.

Somos propietarios de una hermosa vivienda que tiene todo lo que sospecho que la mayoría de la gente sueña en una casa, y eso es espacio. Dormitorios de sobra. Baños de sobra. Armarios de sobra en la cocina. Y mucho espacio en el jardín, aunque una gran parte de él se llenó con una cabaña de madera de la que aún no estoy convencida y dudo que alguna vez lo esté.

Pero la vida es algo más que casas y dinero. Sé que lo que hace que merezca la pena vivir son las personas, y en Dominic he encontrado un buen hombre. Un compañero leal, cariñoso y divertido con el que estoy deseando envejecer. Pero era mi hombre el que había seguido dominando mis pensamientos en el evento de trabajo, y ni el champán gratis ni las charlas amistosas con la gente con la que estaba lograban que dejase de pensar en él.

Y entonces conocí a Clark.

Me lo presentó Kelly, mi colega, que siempre se toma en serio las oportunidades de establecer contactos y había estado deambulando por el bar charlando tanto con nuestros clientes actuales como con los clientes potenciales, con los que debería haber estado hablando yo.

—Es de tu zona de la ciudad —me dijo Kelly, entregándole su tarjeta de visita al hombre que acababa de presentarme antes de alejarse como si acabara de actuar como una especie de casamentera, aunque en este caso se tratara más de conseguir ventas que de tener relaciones físicas.

No quise ser descortés, así que entablé conversación, retomando el hilo con el que mi colega me había dejado colgada al preguntarle a Clark de qué parte de la ciudad era exactamente.

—Vivo en Fundation Street —me respondió—. En la parte bonita, no en la problemática, aunque los problemas parecen acercarse cada día más.

Yo sonreí y le dije que sabía a dónde se refería, aunque no le confesé que lo sabía porque había oído el nombre de la calle en las noticias un par de veces en relación con unos cuantos robos que habían tenido lugar. Luego me preguntó dónde vivía y me di cuenta de que tenía que restarle importancia.

—En Royal Lane. Pero también tenemos algunos problemas. Creo que ya no hay ningún lugar en esta ciudad que esté libre de delitos, ¿verdad?

Exageré, porque en realidad mi barrio estaba libre de delitos, más por pura suerte que por algún tipo de vigilancia vecinal. El hecho de que solo hubiera unas pocas casas en Royal Lane, y de que todas estuvieran en el campo, significaba que, presumiblemente, no era tan fácil llegar a ellas para los posibles ladrones como a calles más residenciales como en la que vivía Clark. Pero se había dado cuenta de mi intento de ser educada con bastante facilidad.

—Siempre me he preguntado quién vivía en esas casas —reflexionó—. O, mejor dicho, siempre me he preguntado a quién debería envidiar.

Me reí entre dientes antes de cambiar de conversación, pues no quería que se sintiera más celoso de donde yo vivía de lo que ya estaba. Como se suponía que era un evento de trabajo, dirigí la charla hacia el tema de lo que hacíamos en nuestros respectivos puestos.

Resultó que él era vendedor, lo cual era útil porque yo era compradora, así que estuvimos hablando un rato sobre las posibles formas de colaboración entre nuestras respectivas empresas antes de que él dijera, con razón, que lo último que alguien quería hacer en un evento de ese tipo era hablar de trabajo.

Hablamos de temas más interesantes, desde dónde habíamos pasado nuestras últimas vacaciones hasta si el champán gratuito que todos bebíamos era barato o decente. Él me contó que acababa de volver de un viaje a Italia, mientras que yo mencioné que había estado en Grecia en verano. Y los dos estuvimos de acuerdo en que el champán no estaba tan mal, la verdad.

Estuve disfrutando de la compañía de Clark y también respeté el hecho de que no hubiera intentado coquetear conmigo, a pesar de que tenía una edad similar a la mía y de que no vi ningún anillo de casado en su mano izquierda. Por eso no me mostré reacia cuando se ofreció a llevarme a casa solo un momento después de que le dijera que me arrepentía de haber accedido a dormir fuera.

—No, no hace falta —le dije—. Puede que me quede en el hotel. Me parece una tontería desperdiciar la reserva.

—Seguro que a tu jefe no le importará. Nunca se enterarán si no utilizas la habitación.

—Cierto. Pero, si decido volver a casa, puedo coger un taxi.

—Perfecto. Aunque, como te digo, yo pasaré por allí de camino a casa, así que estaré encantado de dejarte. Solo tienes que decírmelo. Puede que me vaya dentro de media hora o así.

Clark me sonrió antes de dirigirse a una mesa de bufé y servirse un par de los canapés que yo había estado evitando toda la noche por la cantidad de calorías que imaginaba que contenían. A partir de ahí, intenté olvidarme por completo de él y de la oferta que me había hecho mientras volvía a charlar con algunos de mis compañeros de trabajo, pero, a medida que pasaban los minutos, me encontré sin quitarle ojo de encima por miedo a perderlo de vista entre la multitud.

Al fin y al cabo, era mi billete de vuelta a casa.

Sabía que lo único que tenía que hacer era decirle que aceptaba la oferta y en poco tiempo podría estar de vuelta en mi casa, en mi cama. Era eso o quedarme fuera e intentar conseguir un taxi, algo que podía ser más fácil de decir que de hacer en esta ciudad que aún no ha aceptado Uber y que, en cambio, se ha aferrado obstinadamente a las empresas locales que parecen considerar a los pasajeros como inconvenientes más que como clientes. Si no, me quedaba la opción de la solitaria habitación de hotel. No eran grandes opciones, y por eso seguía pensando en Clark y en la oferta de un viaje gratis.

Tras considerarlo un poco más, pensé que era mejor para mí subirme a un coche con alguien con quien había estado hablando y con quien me llevaba bastante bien que con un taxista desconocido. Y mejor volver a casa que pasar toda la noche en una habitación de hotel que no me resultaba familiar. Así que me decidí.

Al final, me excusé con mis colegas por tener que irme pronto, me metí en la boca un par de los tentadores canapés —porque no había podido resistirme a ellos eternamente— y luego fui a ver a Clark y le dije que me encantaría aceptar su oferta si seguía en pie. Y, para justificar un poco más mi decisión y aliviar un poco mi sentimiento de culpa por haberme marchado antes de ese evento de trabajo, le dije que tenía que venir a mi despacho y presentarme lo que estaba vendiendo en breve, para que al menos mi jefe pensara que, después de todo, había hecho una valiosa red de contactos.

Sonrió y se terminó el agua mineral antes de que saliéramos del bar, y después de sentarme en el asiento del copiloto en un coche bastante bonito —que me hizo pensar que era mejor en su trabajo de lo que parecía—, nos pusimos en camino. Ahora, tras muchos giros a izquierda y derecha por los caminos rurales cercanos a mi casa, estamos a unos cinco minutos de mi hogar, y el viaje ha sido agradable. La conversación ha sido tan natural y fluida entre nosotros como lo fue en el bar, y cuanto más nos alejamos de aquel local ajetreado y ruidoso, más me alegro de haberme arriesgado y haber aprovechado la oportunidad de volver a casa.

Sé que Dominic se sorprenderá al verme. Le dejé claro que estaría fuera toda la noche, y nunca he sido de las que cambian de planes en el último momento, así que no espera que sea tan imprevisible como para entrar por la puerta principal cuando no debo. Pero lo he sido, y aunque estoy tentada de enviarle un mensaje de texto y decirle que estoy a punto de llegar de improviso, decido no hacerlo porque siento una traviesa curiosidad por saber qué estará haciendo mientras cree que tiene la casa para él solo.

Por otra parte, mi marido tampoco ha sido nunca demasiado imprevisible.

Mientras que a algunas esposas les preocupa llegar sin avisar y encontrar a su pareja haciendo alguna travesura, a mí no me preocupa. Eso se debe a que sé exactamente lo que va a hacer mi marido. Estará en la cabaña de nuestro jardín trasero, la que tanto insistió en que necesitaba construir para tener un lugar tranquilo donde trabajar durante la semana. Ese montón de madera nos costó una pequeña fortuna, casi tanto como una ampliación de nuestra casa, pero para Dominic fue dinero bien gastado, porque apenas ha salido de allí desde que la construyeron. Apuesto a que está allí ahora mismo, sentado en su sillón frente al pequeño televisor que insistió en tener allí, con una cerveza fría en una mano y el mando a distancia en la otra. Para mí, eso no sería aprovechar al máximo el hecho de tener toda la casa para él solo, pero, por otra parte, Dominic tiene todo lo que necesita en su cabaña.

No puedo evitar sonreír al pensar que es un hombre muy sencillo. Supongo que debería alegrarme de que no esté siempre hablando de viajar a lugares exóticos o sintiendo el anhelo de desarraigar nuestras vidas con alguna tonta aventura diseñada para gente con la mitad de nuestra edad. Se conforma con sentarse al fondo del jardín y disfrutar de un poco de paz y tranquilidad, y por mucho que me burle de él por ese hecho, también lo quiero por ello.

—¿Cuál es? —me pregunta Clark, mientras aminora la marcha y mira por el parabrisas la hilera de casas oscuras que tenemos delante.

Al escuchar su pregunta, me doy cuenta de que ya hemos llegado. Ha tardado mucho menos de lo que habría tardado un taxi y, además, sin los olores desagradables de siempre.

—La de la izquierda —le digo, señalándole el camino—. Pero puedes dejarme aquí. Muchas gracias.

Me quito el cinturón y cojo el bolso del suelo mientras él detiene el coche, y se asegura de darme su tarjeta de visita antes de desearme buenas noches. Cojo la tarjeta y vuelvo a darle las gracias antes de salir del vehículo, y de camino a la entrada, siento que todo va bien en el mundo.

Pero no es así.

Ni mucho menos.

Las cosas están a punto de desmadrarse muy deprisa.

2

DOMINIC

—¿Sabes?, he estado pensando. Estoy bastante segura de que hemos practicado sexo en todas las habitaciones de esta casa.

Sonrío ante las palabras que acaba de pronunciar la mujer que tengo entre mis brazos, antes de olerle el pelo y besarle la cabeza.

—Creo que podrías tener razón —respondo, intentando no parecer demasiado engreído, pero es imposible no sentirme al menos un poco satisfecho conmigo mismo.

Cualquier hombre que consiga intimar con una mujer como Kamilla, mi descarada amante, es afortunado, pero ¿un hombre que consigue intimar con ella en varios sitios? Eso es ser más que afortunado.

—Todos los dormitorios. Los cuartos de baño. La cocina. El comedor. Y ahora, el salón. Sí, creo que son todas —dice, asintiendo con la cabeza después de haberlas marcado todas en su mente.

—¿Cuál es tu favorita? —le pregunto con descarada curiosidad.

—La cocina. Las encimeras tienen la altura perfecta. ¿Y la tuya?

—Me gustó el baño. Ha sido la mejor ducha que me he dado nunca.

Kamilla se ríe de mi respuesta mientras yo me pierdo momentáneamente en una ensoñación sobre aquella ducha de vapor que ambos compartimos hace unas semanas otra noche en la que mi mujer no estaba en casa.

Mi mujer.

Grace. Mi otra mitad. La mujer a la que engaño.

Me siento mal por ello, claro que sí. Culpa. Remordimiento. Vergüenza. Sí, lo siento todo. Pero, incluso con todo eso, sigo sin poder detenerme. No puedo dejar de ver a Kamilla, y no he podido hacerlo desde que la conocí.

Mi trabajo —bastante aburrido— lo puedo hacer casi siempre desde casa, pero una de las raras veces que tengo que ir a la oficina cada semana acabó dando lugar a un encuentro fortuito con una mujer que cambiaría mi vida de forma bastante inesperada. Supongo que podría decirse que era un sonámbulo antes de conocer a Kamilla. Cumplía con mis obligaciones. Hacía lo que se esperaba de mí. Pero entonces la conocí y todo cambió. Fue como si me hubieran despertado y recordado que podía haber cosas más emocionantes en el mundo que ver un poco la televisión antes de dormir. Antes de ella, la construcción de mi cabaña en el jardín era lo más estimulante que me había ocurrido en mucho tiempo, y eso es mucho decir.

Nos conocimos al cruzarnos en la oficina una tranquila mañana de martes. Enseguida me fijé en la atractiva rubia que se dirigía hacia mí y supe que nunca antes la había visto allí, así que intenté mantener la calma antes de sonreír y preguntarle si era nueva. Me dijo que sí y me explicó que acababa de incorporarse a la empresa como «temporal». Eso significaba que su empleo no era permanente. Era eventual, flexible y abierto a todo tipo de posibilidades.

Todo lo que mi matrimonio de once años no era.

Charlamos un rato mientras yo daba la bienvenida a Kamilla a la empresa y le decía que no dudara en preguntarme si necesitaba ayuda con cualquier cosa. Ella me dio las gracias y me dijo que era muy amable antes de separarnos, y yo seguí con mi día sin pensar más en ello. Vale, eso es un poco mentira. Pensé mucho en Kamilla después de nuestro encuentro, aunque sobre todo en forma de ensoñaciones melancólicas que supuse que nunca llegarían a nada.

Eso fue hasta que empezó a enviarme correos electrónicos y a pedirme todo tipo de cosas.

Al principio, pensé que sentía verdadera curiosidad por la nueva empresa a la que se había incorporado y que aceptaba mi oferta de ayuda, pero, tras varios mensajes entre nosotros, quedó claro que solo buscaba cualquier excusa para seguir en contacto conmigo. Sin embargo, no iba a quejarme por recibir la atención de una mujer guapa, así que me aseguré de seguir respondiendo y enseguida nuestra correspondencia se volvió menos formal y un poco más coqueta.

Además de ser inesperados, los correos electrónicos también me entretuvieron mientras permanecía sentado en mi cabaña la mayor parte de la semana, alejado del resto del mundo. Los mensajes también me hacían esperar con impaciencia el único día de la semana que podía ir a la oficina a verla, y una vez allí, Kamilla y yo no hacíamos más que estrechar lazos.

Fue en una de esas ocasiones cuando me ofreció invitarme a una copa para agradecerme toda la ayuda y los consejos que le había dado por correo electrónico, y yo aproveché la oportunidad. Seguía pensando que no pasaría nada porque aquello era la vida real, no una película, pero una copa se convirtió en varias y, antes de darme cuenta, estaba besando a una mujer que tenía la mitad de mi edad.

¿He mencionado que Kamilla solo tenía veinticuatro años?

No está mal para un hombre de cuarenta, ¿eh?

Claro que está mal. Claro que no debería haberme liado con una mujer que no era mi esposa. Pero ocurrió, y ha seguido ocurriendo, y no sé si voy a ser capaz de detener esto, sobre todo cuando ella sigue hablando de todas las habitaciones de la casa donde me dejó alucinado.

—¿Y si lo hacemos en el jardín trasero? —me pregunta, sorprendiéndome una vez más con su sentido de la aventura.

Grace apenas se atreve a intimar conmigo bajo el edredón de nuestra cama el día de mi cumpleaños, pero aquí está Kamilla, sugiriendo que lo hagamos en el césped, bajo nada más que las estrellas del cielo. Aunque está claro que soy una persona que se arriesga, teniendo en cuenta la aventura secreta en la que me he embarcado, el sexo al aire libre parece demasiado atrevido incluso para mí.

—No estoy seguro. Le apliqué un tratamiento al césped la semana pasada y podría irritarnos la piel —le digo a Kamilla, y ella se ríe antes de decir que es una respuesta muy «de viejo».

Finjo estar dolido, pero en realidad no lo estoy. Porque, aunque ella bromea sobre mi edad con bastante frecuencia, me he dado cuenta de que le gustan los hombres más mayores, así que el hecho de que yo sea casi dos décadas mayor que ella no es un problema a sus ojos. Y, desde luego, no lo es para mí.

—Estoy pensando en algún sitio nuevo donde podamos hacerlo —continúa, mientras me pasa las manos por el pecho desnudo—. No me gustaría que las cosas se volvieran rutinarias entre nosotros.

La sola mención de la palabra «rutina» me recuerda a cómo le he descrito mi matrimonio varias veces, pero también es una insinuación de mi amante de que le gusta que las cosas sean divertidas y aleatorias, así que optar por ir a lo seguro podría no ser la mejor forma de conservar su interés a largo plazo. Por eso me devano los sesos buscando otro lugar en el que no lo hayamos hecho antes.

Y se me ocurre.

—¿Sabes?, no lo hemos hecho en mi cabaña —le digo—. Eso técnicamente está en el jardín.

Kamilla levanta la cabeza y me mira, interesada en lo que acabo de decir.

—Entonces, ¿a qué esperamos? Vamos, muchachote.

Me coge de la mano y me lleva a la puerta, y aunque le sugiero que vayamos un poco más despacio para que podamos ponernos algo de ropa antes de salir, no tiene ningún interés en taparse. Para ser justos, necesitamos estar desnudos para lo que pensamos hacer, así que supongo que no tiene sentido que nos vistamos, ya que solo perderíamos tiempo. También sé que mi jardín trasero no da a ninguna de las casas de mis vecinos, así que no tengo que preocuparme de que me vean correteando por el césped, desnudo como el día en que nací, con una mujer igual de desnuda que, sin duda, no es Grace. Los vecinos más cercanos son Frank y Maggie, pero ambos estarán dentro ahora, casi seguro que sentados frente al televisor porque, al igual que mi matrimonio, el suyo también es deprimentemente predecible.

Sintiéndome tan enérgico como un hombre de la mitad de mi edad, abro la puerta trasera y siento al instante el aire frío sobre mi piel desnuda. Por instinto, pongo las manos sobre mi entrepierna para cubrir mi pudor, además de para mantenerme caliente, pero Kamilla no tiene ese problema para moverse con libertad y casi salta en mi jardín trasero mientras avanza en dirección a la cabaña.

Estoy a punto de cerrar la puerta trasera antes de seguirla, pero antes cojo la llave de la cabaña de su gancho, así como la botella de vino medio llena de la encimera de la cocina. También me aseguro de echar un vistazo al reloj de pared de la cocina y, al hacerlo, veo que marca las diez y media.

La noche aún es joven y Grace se aloja en un hotel, así que no volverá hasta mañana. Eso significa que aún me quedan varias agradables horas en compañía de Kamilla.

Y pienso aprovechar al máximo cada segundo.

Al cerrar la puerta tras de mí, veo que Kamilla ya está esperando junto a la cabaña, y me susurra que me dé prisa cuando empieza a temblar. Le agradezco que baje la voz porque, aunque Frank y Maggie no pueden vernos en mi jardín, podrían oírnos si tienen alguna ventana abierta.

Corro por el césped con la botella de vino en la mano. Mis pies descalzos se hunden con facilidad en la hierba a medida que avanzo antes de llegar a la cabaña y meter la llave en la cerradura. No había planeado volver a entrar hasta mañana por la mañana, cuando debía empezar otro día de trabajo, pero no puedo decir que me decepcione entrar ahora.

—Así que aquí es donde pasas la mayor parte del tiempo, ¿no? —dice Kamilla cuando entramos en mi cabaña, y siento el suelo de madera bajo mis pies—. Es bastante espaciosa, ¿verdad?

—Sí, es genial —le digo, sintiéndome orgulloso de mi creación.

Ojalá Grace estuviera tan entusiasmada con este lugar como parece estarlo Kamilla. Por otra parte, Grace solo ve esta cabaña como una especie de «santuario masculino». Mi amante, en cambio, ve este lugar como algo que tanto un hombre como una mujer pueden disfrutar mucho juntos, y lo demuestra agarrándome y atrayéndome más hacia dentro.

La puerta de la cabaña sigue entreabierta mientras caemos sobre la alfombra, que ofrece un poco más de comodidad que las tablas de madera sobre las que se asienta, pero ninguno de los dos piensa en cerrar la puerta mientras lo retomamos por donde lo dejamos en la casa.

Ojalá lo hubiéramos hecho.

Ojalá nos hubiéramos parado a pensar un segundo.

De ser así, nos habríamos ahorrado los dos todo lo que iba a venir después.

3

GRACE

Abro la puerta principal de mi casa y entro intentando no hacer ruido por si Dominic ya está arriba durmiendo. Es lo bastante tarde como para que se haya ido a dormir, y no quiero despertarlo si está descansando. Pero todas las luces de la casa siguen encendidas, así que supongo que sigue despierto en algún sitio.

Espero por su bien que así sea, porque, si está en la cama, le echaré la bronca por malgastar electricidad.

Cierro la puerta en silencio mientras oigo el ruido sordo del motor del coche de Clark alejándose en la distancia, pensando en lo caballeroso que ha sido y en que el mundo no está tan lleno de hombres malos como algunas personas podrían hacerte creer. Luego cuelgo el abrigo en el gancho junto al de mi marido y me quito los tacones, sintiendo al instante el aire fresco en los tobillos doloridos tras varias horas dando tumbos con ese calzado tan ajustado.

Mi plan ahora es encontrar a Dominic y ponerle al día de cómo me ha ido la noche antes de coger un vaso de agua de la cocina y meterme en la cama, porque tengo obligaciones laborales a las que presentarme por la mañana y no quiero estar demasiado cansada. Pero, nada más empezar a moverme por mi casa, empiezo a detectar que las cosas pueden no ir bien por aquí.

Lo primero que me confunde es ver un sujetador tirado en el suelo del salón.

No lo reconozco, y tras cogerlo y comprobar el tejido, sé con certeza que no es mío.

Entonces, ¿de quién es?

El sujetador no es la única prenda que hay aquí. Veo también una camiseta, una que sé que pertenece a Dominic porque la he metido en la lavadora innumerables veces. Está sobre un brazo del sofá, no muy lejos de un calcetín negro y un cinturón que reconozco como uno que compré para mi marido las pasadas Navidades.

¿Qué está sucediendo? ¿Por qué parece que Dominic se ha desnudado a toda prisa?

¿Y a quién demonios pertenece este maldito sujetador?

Llamo a mi marido, ya sin preocuparme de si está dormido o no, pero no obtengo respuesta. Lo único que obtengo es más misterio mientras entro en otras habitaciones y encuentro más ropa.

Una blusa blanca que no es mía. Otro calcetín negro. Y entonces veo el par de zapatos que hay cerca de la puerta de la cocina, unos tacones que yo nunca me pondría, sobre todo porque no podría caminar con ellos. Pertenecen a otra mujer, igual que el sujetador y la blusa, y puede que también haya por aquí un par de bragas suyas si busco bien.

Cada vez me parece más evidente lo que está pasando aquí.

Dominic tiene a otra mujer en casa.

—No, esto no puede ser —susurro. Mi voz suena muy baja en medio del silencio, pero es todo el volumen que puedo reunir en este momento mientras proceso la conmoción de llegar a casa y hacer un descubrimiento como este.

Nunca, jamás, ni por un segundo en mi matrimonio, consideré que pudiera ocurrirme algo así. Dominic es un buen hombre. Un buen marido. O, al menos, yo creía que lo era hasta hace treinta segundos.