La persistencia de la memoria - Iván Ávila Pérez - E-Book

La persistencia de la memoria E-Book

Iván Ávila Pérez

0,0

Beschreibung

Un sicario debe asesinar a la mujer que traicionó a un narcotraficante, luego de caer ambos en desgracia bajo su poderío. "La persistencia de la memoria" es una novela narrada por dos voces devastadas por el dolor, construida sobre detalladas descripciones –tan reales como oníricas– del Desierto de Atacama, entre las que el autor desliza precisas metáforas y simbolismos para atrapar, desde la primera página, al lector.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 128

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LA PERSISTENCIA DE LA MEMORIA

Iván Ávila Pérez

PRIMERA EDICIÓN
Enero 2021
Editado por Aguja Literaria
Noruega 6655, departamento 132
Las Condes - Santiago - Chile
Fono fijo: +56 227896753
E-Mail: [email protected]
Sitio web: www.agujaliteraria.com
Facebook: Aguja Literaria
Instagram @agujaliteraria
ISBN: 9789566039730
DERECHOS RESERVADOS
Nº inscripción: 2021-A-684
Iván Ávila Pérez
 La persistencia de la memoria
Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor,bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obrapor cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático
Los contenidos de los textos editados por Aguja Literaria son de la exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el pensamiento de la Agencia
TAPAS
Diseño e Imagen de Portada: Rodrigo Sendón

AGRADECIMIENTOS

A Gabriela, mi madre, a Cindy y Martín, por acompañarme en este camino.
A Francisco Bravo por sus siempre atinadas correcciones y comentarios.
A Adriana Zuanic que hace muchos años, leyó y comentó los primeros bocetos de esta novela y porque de ella aprendí que la memoria, contra todo pronóstico, debe persistir.
No quiero contar mis secretosMientras la luna está aquí,No quiero cantar mis lamentos…ATACAMA. CRISÁLIDA

1

Había imaginado muchos escenarios en los que me encon-traría con Sara Valencia, pero jamás el que tenía ante mis ojos.

Era mediodía y el sol incineraba el desierto. Cruzan-do la carretera, estaba ella, convertida en una Thelma sin su Louise, disfrutando con insolencia aquel pedazo de realidad carente de sombras y ángulos, apoyada en el ta-pabarro trasero del Ford Mercury 48, con los brazos cru-zados despreocupadamente sobre el pecho. La capota es-taba abierta, el motor vomitando nubes de vapor, aseme-jando un artilugio diseñado para acentuar aún más la frialdad de sus ojos estrellados contra el calor lacerante que me había deshidratado, a tal punto, que no existía glaciar suficientemente vasto para satisfacer mi sed. Pero debía cumplir mi misión, aunque lo poco que me queda-ba de vida se me fuera atravesando aquellos escasos me-tros de asfalto al borde de la ebullición.

Busqué en sus ojos alguna señal que me indicara que intentaría huir, arrastrándose entre la arena y las piedras hirvientes, sabiendo que el momento de su muerte había llegado; un atisbo de plegaria lastimera que la colocara de rodillas sobre las piedrecillas de la berma, ofreciéndome los millones que le robó a Pablo Niculcar a cambio de su vida o, siquiera, un ademán de resistencia o negación ante la inevitabilidad de la muerte, pero permaneció estancada junto a aquel pedazo de metal arcaico que un tanque no podría mover, envuelta por las volutas efímeras, con el peto anaranjado muy ceñido al torso delgado, y los panta-loncillos concisamente aferrados a sus piernas turgentes, sin manifestar ningún interés por mi presencia ni por las suelas de mis zapatos derretidas por el pavimento, la po-lera que había sido blanca al comienzo del viaje o el pan-talón de mezclilla jaspeado por el polvo, emulando la piel de un leopardo pintada por manos infantiles. Sin duda, era el momento preciso para finalizar la misión, pero el tormento del calor era tan monstruoso que difícilmente hubiera podido acercarme a ella, empuñando la pistola, sin desmayarme.

Esperé que el camión pasara frente a mí, casi arran-cándome la nariz, para cruzar la pista en dirección a Sara que me miraba como si yo fuera un espejismo.

―Supongo que ya sabes por qué estoy aquí ―le dije. Ella apretó el nudo del pañuelo que le protegía la cabeza, dejando escapar algunos cabellos rojos como el mismo fuego azuzado por el sol en mi estómago. 

―Lo sé, pero creí que Pablo enviaría al Gitano o a Maripán. Pensé que valía mucho más para él.

Sentí mi orgullo de famélico ángel de la muerte humi-llado, pero opté por mantener la reciedumbre que trataba de dibujar en mis movimientos. Busqué la pistola en la mochila, pero el agotamiento me había vuelto lerdo, ven-ciendo mis ansias por apagar su existencia.

―¿Sabes? No había imaginado así mi final ―Hizo una pausa desconcertante en la que fijó sus ojos almen-drados en el horizonte―. ¿Sería demasiado pedir que buscáramos otro lugar, quizás un poco más impresionista, para terminar con todo esto?

Intenté mojar mis labios agrietados con lo poco de sa-liva que navegaba por mi boca, sin entender a qué se refe-ría, pero accedí. Al fin y al cabo, todos tenemos una ima-gen ideal del momento de nuestra muerte, aunque rara vez se concreta. Le echó una mirada al motor descom-puesto, como pidiéndome que lo reparara. Podía tratarse de un truco para escapar del destino escrito en las que-maduras de mi piel, pero su actitud soberbia y hasta in-sensible, alejó mis suspicacias. Dejé la mochila arrimada al parachoques, me saqué la camiseta para no continuar ensuciándola y coloqué mis básicos conocimientos de me-cánica en práctica. Sara se quedó apoyada en el tapabarro, inmóvil, observando el mismo espacio en donde yo había estado de pie con total desinterés.

Después de cerrar el capó, me coloqué la camiseta, sin preocuparme por las manchas groseras de sudor que no tardaron en bosquejar archipiélagos en la tela, y empuñé la Glock escondida en la mochila. Apuntándole, ingresa-mos a la cabina. Ella encendió el motor. Luego de un par de intentos fallidos, los pistones comenzaron a bombear bencina con cierta dificultad, pero pronto dejaron de resis-tirse. Sara desplazaba la tierra, el aire, el calor reptante y las palabras a su alrededor, con la coraza de terca indife-rencia con que observaba hacia el norte, como si el univer-so hubiera desaparecido consumido por bolas de fuego.

―Y ¿dónde vamos a acabar con todo esto? ―pregunté.

―Sé dónde voy, pero todavía no sé cómo encontrar ese lugar.

―¿Me estás hueveando?

Ella, por fin, manifestó algo de humanidad con una sonrisa tibia que le hizo hoyuelos entre las pecas de sus mejillas.

―Si no me dices pronto dónde quieres morir, yo to-maré esa decisión, ¿está claro?

―Más que preocuparte por el lugar, ¿siquiera sabes por qué tienes que matarme?

―Sé muy bien por qué tengo que hacerlo.

―Es que, si llegaste hasta acá sin cuestionar las órde-nes de Pablo, no tienes la más remota idea de por qué tie-nes que asesinarme.

Yo tenía mis propias razones para terminar con la vi-da de Sara Valencia y deseé decírselo para destruir el blindaje gélido con que desplazaba la atmósfera, pero su emplazamiento replegó mis palabras. En mis años como sicario, jamás me había planteado aquella disyuntiva. Busqué en mis recuerdos alguna situación similar, una herida sin cerrar, algún capítulo abierto que me diera una cornisa de donde asirme para responder a aquel enigma, pero no había siquiera un rezongo que me permitiera sol-tar el aire tibio contenido en mis pulmones.

―Vamos a pasear ―Sara volvió a sonreír y pisó el acelerador, apropiándose con confianza de la carretera derretida en un delgado hilo de sangre negra que ascen-día por la piel macilenta de un coloso dormido.

 2.

Bebió de la botella plástica con delicadeza y luego se la extendió a Juan Pérez. Él, para no ser mal educado, inten-tó tomar agua con la misma parsimonia, pero los deseos por satisfacer la sed y el cansancio, que podía adivinar hasta en sus cejas apelmazadas, pudieron más. Sara dejó dibujado en el aire espeso un gesto burlesco; él se sonro-jó.

Apenas lo vio al otro lado de la carretera, lo recono-ció. Era uno de los tantos matones que conformaban la brutal comparsa de Pablo, pero el nombre real que de se-guro se ocultaba tras esa chapa y la historia quizás mise-rable de aquel sujeto, no le habían interesado hasta ese momento, en que la forzada compañía la incitaba a inda-gar más allá de los rasgos que le recordaban a Niculcar. Las manos gruesas, capaces de abarcar todo su cuerpo con un simple movimiento; la nariz ancha, masculina, aguile-ña aunque no prominente y en especial, los ojos brillantes e inquietos que observaban todo con curiosidad, como si quisiera memorizar hasta el más intrascendente detalle del horizonte voluble al que nunca llegaba, pero que mi-raba como si todavía quedase algún futuro entre las fanta-sías circenses que se acumulaban a lo largo de la ruta y que a ella, no le interesaban, desapareciendo rápidamen-te, devoradas por la cola de su cometa en fuga.

Sara avanzaba sin fijarse en la velocidad que conmo-vía la carrocería del vehículo, obsesionada con descubrir si tras la siguiente curva, apenas dibujada al borde de los límites movedizos que él miraba, aparecía algún árbol o, por lo menos, un perro desnutrido que rompiera aquella naturaleza muerta, tan inútil de comparar con los óleos surrealistas que pintaba en sus noches de alcohol y dro-gas, encerrada en el departamento que compartía con al-gunos compañeros de carrera, mientras de día hacía lo posible por cumplir todos los desafíos que la llevarían a convertirse en profesora, una rutina que asumió desde la partida de su madre quizás como una evasión concreta que sepultara el pasado y que solo fue rota cuando cono-ció a Pablo, el animal de escaso tacto y toscas reacciones que se convirtió en su dealer preferido y que, poco a poco, con gestos de brusco e infantil romanticismo, fue ganando su aprecio, confianza, respeto y más tarde, su amor… La voz profunda y decidida de Niculcar validando una idíli-ca vida paralela más allá de los muros del apartamento y de la universidad, alejándola de los remanentes del dolor seco con que había llegado del norte, todavía le daba vueltas en la cabeza como un eco monástico viajando a través del purgatorio hasta sus oídos, abriéndose paso entre los rugidos del motor.

Colocó el casete y el Réquiem comenzó su lenta arre-metida.

―Eso es… ¿Berlioz? ―atisbó Juan.

Sara trató de contener la sorpresa ante el tino musical de Pérez, manteniendo la vista fija en el parabrisas. El In-troitus se apoderó de la atmósfera caldeada, ahogando las onomatopeyas mecánicas y el rasgueo del viento entrando por las ventanillas. No le hubiera molestado que Juan terminara con su vida en aquel instante; hacía años había decidido que esas eran las voces y las armonías que que-ría escuchar cuando rompiera el lazo que unía espíritu y carne, desde aquella tarde en que su padre compartió con ella un vinilo que recién había adquirido en una feria de Iquique: un álbum de 1969 que en sus surcos había plas-mado cada perfecto detalle de la versión del Réquiem in-terpretada por la Sinfónica de Londres, dirigida por la impecable batuta de Sir Colin Davis. Fue una jornada cómplice y ceremoniosa, casi ocultista, como tantas otras en las que disfrutaban de las emociones que les legaban películas, libros y discos. Pero nunca podría encontrar el momento ni el lugar ideal que había imaginado antes de comenzar la fuga inútil, destinada a terminar en callejones sin salida, aunque se encontrara en medio del paisaje más vasto del mundo. Por eso, asumió con resignación la amenaza de Juan que se había vuelto intermitente; el ca-ñón oscuro que apuntaba hacia ella se movía indeciso, dirigido por los vaivenes del sopor que luchaba por ven-cer al cipayo.

En un universo paralelo, Sara se proyectaba a miles de kilómetros del sufrimiento que le provocó Pablo y de las pesadillas escritas en el pasado vívido, a punto de en-trar a un quirófano para cambiar las facciones de su rostro, ya con una nueva identidad en el bolsillo. Pero había ele-gido quedarse en el desierto, dando vueltas en círculos como un jote seducido por las corrientes espirales del viento, confortablemente sedada por su propia negligen-cia, asumiendo que no importaba a dónde tratara de huir, el Gitano, Juan Pérez o cualquier otro de los asesinos a sueldo de Pablo, de una u otra forma, llegarían hasta ella para cobrar venganza por la traición que él mismo había forzado, aunque la gran pregunta que debía hacerse en ese momento era por qué el hombre sentado a su lado, había cedido tan rápida y servilmente a sus palabras.

No se atrevió a hablar hasta detenerse en la boca de uno de los tantos caminos abiertos en el desierto a expen-sas de la columna vertebral oscura por la que avanzaban en una cadencia sin destino; heridas malamente cicatriza-das de una guerra ganada por las dunas. 

El ramal estaba apenas signado por dos montículos de piedras desglosados por el tiempo. Echó mano al ma-pa que tenía en la cajuela, extendiéndolo sobre el volante, buscando en sus trazos, algún indicio que encajara con los difusos recuerdos fotográficos que tenía del paisaje que había visto a retazos hacía veinte años, cuando entre los vaivenes del camión militar y la capucha que le envolvía la cabeza, logró vislumbrar pedazos de desierto y señales carreteras, acurrucada sobre el pecho de su madre, en-vuelta en lágrimas, rechazo y una pena que hasta ese momento no lograba abarcar, menos traducir en palabras. 

El arma de Juan la observaba fijamente, perturbándo-la.

―¿Todavía crees que quiero huir? ―espetó Sara, vehemente.

―Traicionaste a Niculcar. No me culpes si no confío en ti.

―Sé que debo morir, Juan, y también sé que debe ser de esta forma. Lo asumí desde que dejé a Pablo. Es un camino que no puedo desandar y que tiene un único final que tú y yo conocemos, así que mejor guarda esa actitud de secuestrador barato para una persona que te la crea ―sentenció ella, acuciándolo con la mirada a desistir de amenazarla.

Pérez observó el entorno abrumador, buscando una excusa que le permitiera mantener su insignificante venta-ja, pero no la encontró. Guardó la pistola en su espalda, bajo el cinturón.

Ella volvió a ojear las líneas y puntos que apenas eran capaces de describir el paisaje. Aun sin conocer el término del viaje, analizó las opciones que tenía y optó por echar a andar el motor de nuevo, ascendiendo hacia la cordillera desdibujada por una naciente tormenta de polvo en don-de esperaba encontrar una señal milagrosa que la sacara de aquel laberinto; las huellas del pasado que quiso bo-rrar, pero que, en ese momento, se le hacían necesarias para darle un sentido, aunque fuera absurdo, a sus últi-mos días de vida. 

3.

Cuando Sara salió de la carretera y decidió escalar la que-brada aplastada por la endeble alternativa de camino que se nos presentó, me limité a mirar el parabrisas para ver si algún bicharraco chocaba con el vidrio como en otras par-tes del mundo, pero no pasó nada. También pensé en las razones que terminaron por dejarme botado en medio del desierto, rogando por una lluvia milagrosa, para abatir el calor que me desconcertaba.

Nunca me permití ser un hombre religioso. Aunque aprendí a leer y a escribir gracias a la Biblia que utilizaban los celadores del orfanato donde me críe, como libro de enseñanza, ley, sentencia y condena, jamás seguí las sen-das bienaventuradas del Señor. Fui de los que optó por recorrer los caminos tenebrosos que se anunciaban como infernales en las voces de los guardias militarizados que prometieron protegernos, mas, vulneraban hasta lo más íntimo de nuestros seres, frenéticos de poder e impuni-dad. De ahí, que no debían sorprenderme los baches que Sara atropellaba sin piedad y menos, haber decidido con-vertirme temporalmente en su copiloto en vez de su ver-dugo.