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Selestra lleva dieciséis años atrapada en su torre de la Montaña Flotante, preparándose para ocupar el lugar de su madre, Theola Somniatis, como Bruja del Rey. Cada temporada, durante el Festival de los Presagios, se otorga un nuevo destino a las almas temerarias que estén dispuestas a arriesgarlo todo. La muerte los perseguirá durante todo el mes. Si sobreviven, les aguardará una gran fortuna y la oportunidad de vivir para siempre. Pero nadie logra sobrevivir. Jamás. Nox, un soldado del ejército del Rey, se presenta como candidato con la oculta intención de robar la inmortalidad del Rey y matar a toda su corte, comenzando con Selestra. Sin embargo, cuando Selestra toca a Nox en su primer presagio, sus destinos se entrelazan y sólo uniendo sus esfuerzos podrán sobrevivir el tiempo suficiente para escapar del destino oscuro y del Rey inmortal que los persigue. «Imagina la historia de Rapunzel situada en un fastuoso mundo de magia oscura». Chloe Gong, autora de Placeres violentos «La princesa de las almas me atrapó desde la primera frase Tricia Levenseller, autora de Una corona de sombras «Una historia decadentemente oscura de brujas, destino y desafío a la muerte». Ciannon Smart, autora de Witches Stepped in Gold
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Seitenzahl: 484
Para mamá y papá, que siemprehan traído magia a mi vida
1
SELESTRA
Puedo decirle a cualquiera cuándo va a morir. Sólo necesito un mechón de su cabello.
Y su alma, por si acaso.
Ésa es la función de una bruja Somniatis, vinculada al rey con magia envuelta en muerte. Para eso me criaron: para servir al reino y heredar el poder de mi familia.
Una bruja atada a las Seis Islas.
Por eso, nunca he visto el mundo más allá de la Montaña Flotante en la que se alza este castillo.
Pero no soy prisionera.
Soy la protegida del rey Seryth, y algún día seré su consejera más cercana; la mano derecha de la realeza, libre de ir adonde quiera y hacer lo que me plazca.
En cuanto mi madre muera.
Me paseo por los salones de piedra, con los guantes de marfil que me llegan a los hombros, donde empieza el brillo de mi vestido. Se supone que son para contener mis visiones, pero a veces parecen más unas riendas para someterme.
Para tener a raya mis poderes hasta que sea el momento.
Pero no soy prisionera, me digo a mí misma.
Sólo no debo tocar a nadie.
Afuera del gran salón, hay una multitud reunida en una fila de futuros cadáveres. Casi todos andrajosos y cubiertos de tierra como si fuera su segunda piel, pero algunos vienen cargados de joyas. Una mezcla de pobres, ricos y aquellos que están en el medio.
Todos, desesperados por evitar su muerte.
El Festival de los Presagios se celebra cada año, durante el mes de la Luna Roja, y mientras dura cualquier habitante de las Seis Islas puede solicitar un presagio a la bruja del rey.
La fila da la vuelta a la esquina, así que no alcanzo a ver hasta dónde llega, pero sé cuánta gente hay. La misma de cada año: doscientas almas listas para negociarse.
Paso entre ellos tan rápido como puedo, como una sombra por el rabillo de sus ojos. Pero siempre alcanzan a verme, y en cuanto lo hacen desvían la mirada.
No toleran el verde de mis cabellos ni mis ojos de serpiente; nada de lo que me hace distinta de ellos. Fijan la vista al piso, como si de pronto no quisieran perderse el patrón de mosaicos.
Como si yo no fuera más que una bruja temible.
No entiendo por qué, ni siquiera tengo tanta magia todavía. A mis dieciséis, apenas se me ha prometido la herencia de mi verdadero poder, sigo a la espera del día en que reciba la magia de mi estirpe.
—¿Podrías esperarme un segundo? —dice Irenya, la aprendiz de costurera y mi única amiga en este castillo. Viene resoplando y corriendo para alcanzarme, hasta que me detengo afuera del Gran Salón. Me alisa el vestido, asegurándose de que no se vea ni un pliegue. Irenya es muy perfeccionista con sus vestidos—. Deja de retorcerte, Selestra.
—No me estoy retorciendo —le digo—. Estoy respirando.
—Entonces deja de respirar también.
Le muestro la lengua mientras jugueteo con mis guantes, jalando los dedos y ajustándolos de vuelta para que la tela me acaricie la piel.
Una manía cuya repetición me relaja.
Me impide sobrepensar en lo que está por ocurrir.
Ya debería estar acostumbrada. Agradecida de que se me haya permitido estar junto al rey Seryth por dos años, recolectando cabello y viendo a la gente llegar de todas las islas para sellar sus destinos.
Debería emocionarme el Festival y todas las almas que ahí se cosechan. Observar a mamá hablar de los secretos de la muerte, como si fuera una vieja amiga.
No debería pensar en todas las personas que van a morir.
—No queremos que se vayan a desatar en la primera predicción —dice Irenya, quien mientras aprieta los listones de mi vestido, estoy segura, sonríe—. Imagínate que te agachas a recoger un rizo y te traiciona el escote.
—Créeme —respondo sin aliento—. Ni siquiera me puedo agachar con esto encima.
—Ay, cállate. Te ves como una princesa.
Eso casi me hace reír. Cuando era pequeña, antes de que mamá se convirtiera en una desconocida, me leía cuentos de princesas. Cuentos de hadas de doncellas recatadas, indefensas, encerradas en torres a la espera de que un apuesto príncipe las llevara hacia el amor y la aventura.
—No soy una princesa, Irenya.
Soy algo mucho más terrible. Y a mí nadie va a rescatarme de mi torre.
Empujo el portón de hierro del Gran Salón. Ya lo vaciaron.
No están las mesas de madera que se amontonaban al centro, llenas de vino y risas crueles. La banda se ha retirado, y el recinto ya es sólo un lugar hueco.
Para un recién llegado sería imposible darse cuenta de que apenas hace unas horas los más ricos del reino celebraban la inauguración del Festival. Hasta mi torre llegaba la música, por las grietas de mi ventana se colaba el aroma de los pastelillos de brandy y miel.
Todavía huele. Pastelillos y fuego de velas, mechas carbonizadas y dulce aire ahumado.
Al otro extremo del salón alcanzo a ver al rey, sentado en su trono negro hecho de huesos; un amoroso regalo de mi tatarabuela.
Su mirada se cruza con la mía al instante, como si hubiera sentido mi presencia, y me llama con el movimiento de un solo dedo.
Tomo aire y camino hacia él.
La capa de mi vestido se agita detrás de mí.
Es un adefesio rutilante que destella a la luz de las velas como un río de estrellas arrancadas. Es negriazul, oscuro y profundo como el Mar Infinito, y se enreda en torno a mi cuello, derramándose como agua sobre mi pálida piel. La espalda, atada por complicados listones, está cubierta por una larga capa que fluye hasta el suelo.
Será la creación de Irenya, pero lleva los colores del rey.
Cuando los visto, le pertenezco.
—Su majestad —saludo al llegar ante él.
—Selestra —me ronronea—. Qué bueno que al fin llegas.
Se recarga en su trono.
El rey Seryth es tan guerrero como gobernante, con largo cabello negro y aretes de colmillo de víbora. Las serpientes tatuadas de su heráldica sisean por su rostro, y se cubre de pieles que se abren para mostrar los ejercitados músculos de su pecho.
Es así para que luzca amenazante, pero yo siempre he pensado que su rostro juvenil es mucho más hermoso que temible.
El verdadero peligro son sus ojos, más oscuros que la noche, que no revelan sino muerte.
—Te ves gloriosa —me dice.
—Gracias.
Empujo un rizo verde detrás de mis orejas. Nunca me han permitido cortarlo, así que llega más allá de mi cintura, al igual que el de mi madre. Pero al contrario del suyo, el mío se riza en las puntas, mientras el de ella es liso como el borde de un acantilado.
Todo en ella es filo y punta, labrado para lastimar.
—Buenas noches, madre —saludo con una reverencia.
Theola Somniatis, hermosa como siempre, se sienta junto al rey en un trono que brilla con monedas de chrim pintadas. Un vestido largo de hilo negro cubre su cuerpo en una mezcla de orlas y piel.
Se ve afilada y fatídica, un cuchillo al alcance del rey.
Y al contrario de mí, no necesita guantes que la constriñan.
Aprieta los labios.
—Casi llegas tarde.
—No puedo caminar más rápido con estos zapatos —me excuso, y con un gesto levanto el vestido para mostrar los peligrosos tacones que hay debajo.
Esto provoca una sonrisa al rey.
—Ahora que estás aquí, podemos empezar —sentencia su majestad, quien levanta una mano para indicar a los guardias que abran la puerta—. Dejen entrar al primero.
Tomo aire, temblando.
Y entonces, comienza.
Me pregunto qué maldiciones nos mostrará la muerte aquel día.
2
SELESTRA
Los guardias abren los portones del Gran Salón y veo entrar a la primera mujer.
Se acerca al trono, vacilante, con dos guardias flanqueándola de cerca al arrastrar sus pasos hacia nosotros. Lleva un vestido rojo oscuro, enlodado cerca de los tobillos.
La piel de mi nuca cosquillea mientras la mujer se acerca.
La muerte está en el aire, casi puedo saborearla, olerla en sus huesos.
Al seguir avanzando, con su falda del color de la sangre seca y las rosas muertas, adivino que no vivirá ni una semana.
Puedo sentirlo.
Y mi madre va a arrebatarle el alma, y el rey Seryth va a devorarla, como ha hecho por más de un siglo. Alimentando su inmortalidad.
—Su majestad, sus altezas —dice la mujer al alcanzar los peldaños de los tronos.
Hace una reverencia, tan baja que sus rodillas tocan el suelo y sus tobillos tiemblan por el peso.
Echa un vistazo a mi madre y noto el destello de pánico en sus ojos antes de que incline la cabeza.
Nos temen. Nos odian.
Y con razón.
Levanto la barbilla, recordándome que esto debería regodearme.
Es el único momento del año en el que me rodea la magia. Siento su vibración cubriendo el castillo, mientras el poder de mis antepasadas flota en el aire como el aroma del vino dulce.
Cuando no debo estar encerrada en mi torre.
Tomo las tijeras de la mesa y bajo la escalera.
—Con estas tijeras —digo a la mujer— tomo un mechón de tu cabello y sello tu lugar en el Festival de los Presagios. La muerte te buscará en esta Luna Roja. Vendrá por ti una vez esta semana, luego dos veces la segunda semana, y el presagio que hoy recibas será tu única oportunidad de eludirla.
Recito las líneas con soltura, como he hecho desde que tenía catorce años.
—Si mueres, tu alma le pertenecerá al rey. Pero si llegas viva a la mitad del mes, se te concederá un deseo y tu deuda estará saldada.
La mujer asiente, ansiosa.
La promesa de un deseo hace que el Festival se celebre en todo el reino. He oído que los plebeyos hasta organizan juegos, apostando chrim a quién va a sobrevivir, festejando y bebiendo hasta el amanecer.
La gente sólo acepta el trato por la promesa de elevar un deseo.
Para los pobres y desesperados es una oportunidad de pedir chrim de oro o elíxires curativos. Para los ricos y arrogantes, un momento para maldecir a sus adversarios y aumentar la propia fortuna.
Y todos piensan que vale la pena pagar con sus almas.
Sólo hay que vencer a la muerte tres veces, se dicen. Puedo sobrevivir. Y algunos lo logran. Cada año, unos cuantos regresan a sus vidas con un deseo concedido, lo que inspira a las masas a intentarlo el año siguiente.
Pero cada año, al menos cien personas fracasan.
Es curioso que nadie las recuerde.
—Si eliges continuar después de la segunda semana, te advierto —le digo con voz funesta—, en representación de la muerte, el rey tendrá el derecho de cazarte hasta fin de mes. Porque si sobrevives a la Luna Roja, su inmortalidad será tuya.
Siento la sonrisa de Seryth detrás de mí.
No tiene miedo.
No le preocupa perder su trono ante ninguna de estas personas.
—Este pacto podrá matarte o traerte gloria sin igual —le digo.
Será lo primero, siempre lo es.
La muerte tiene el curioso hábito de siempre prevalecer, igual que el rey. Lo he visto de primera mano.
Además, nadie que sobreviva trata de pasar de la segunda semana. Que la muerte te persiga es una cosa, pero ¿el rey? Aun antes de reunir el ejército más letal que haya existido, su majestad ya era el guerrero más temible de las Seis Islas. Ha sobrevivido por siglos, bendecido por magia oscura.
Sería una locura siquiera intentar retarlo.
Mejor pide tu deseo y vuelve a casa a salvo.
—¿Aceptas este pacto? —pregunto.
La mujer traga saliva.
—Sí. Por favor, sólo tómelo.
Con las manos temblando tanto como su voz, señala su cabello.
Extiendo las tijeras y tomo un mechón. La mujer suspira, su mirada se agudiza.
Me pregunto si siente algo. Un poco de ella será guardado, para que su alma quede atada a este mundo al morir.
Lista para que mi madre la use en su ritual.
Lista para atarse al rey.
—Hecho está —digo, dándole la espalda y colocando el mechón en uno de los doscientos frascos de cristal que rodean la escalera hacia los tronos.
—Adelante —dice Theola—. Y extiende tu brazo.
Oigo a la mujer resollar mientras sube los dos primeros peldaños. Se arrodilla.
Theola extiende su mano y acaricia la palma de la mujer con delicadeza.
Cierra los ojos, con una lenta sonrisa de condena.
Las brujas Somniatis somos como sifones. Absorbemos energía y dejamos que pase a través de nosotras; energía como la de la muerte, que dejamos entrar a nuestras venas y humedecernos los labios. Así es como tenemos nuestras visiones, y podemos tomar las almas de los condenados para servirlas al rey.
Es magia maldita, pero es la única magia que queda en las Seis Islas.
Mi familia se encargó de eso.
Theola se muerde los labios mientras lee el futuro de la mujer. Parte de mí ansía ver lo que ella ve, sentir el poder que te da conocer el futuro, contar los secretos del destino y liberar mi magia de sus cadenas.
Tocar a alguien por primera vez en tantos años.
Pero recuerdo a Asden, mi viejo maestro. Recuerdo lo que pasó la última vez que toqué a alguien.
Aún escucho sus gritos.
Sólo pensar en ello me flagela. Me enderezo al instante, tragándome el recuerdo antes de que el rey note que casi la sonrisa ha abandonado mi rostro.
Mi madre retira su mano y mira a la mujer arrodillada, cuya palma ha quedado impresa con la marca del rey Seryth: una serpiente negra que devora su propia cola.
Aparece en todos los buscadores de la muerte, marcando el pacto que han hecho.
—En una semana, tu hija más pequeña sucumbirá a la enfermedad —dice Theola. Su voz es fría y lisa como el hielo, como si hablara del clima y no de la muerte. No siempre fue así. Alguna vez fue cálida—. Morirá y, días después, cuando vayas a buscar sus flores favoritas, te atacará un animal del bosque que dejará tu cuerpo tendido entre los árboles.
La mujer jadea e incluso sus manos dejan de temblar; el terror la ha paralizado.
—No, que no muera mi pequeña —dice, negando con la cabeza, sin pensar en su vida ni en la muerte que mi madre vaticinó para ella—. Debe haber otro modo. Si sobrevivo hasta la segunda semana, puedo desear un elíxir y…
—No va a durar hasta entonces.
Apretando la mandíbula, mi madre cierra el puño, y cuando lo abre hay un chrim de oro que no estaba ahí hace un momento.
Lo deja caer en la mano de la mujer que ha roto en llanto.
—Por la molestia —dice—. Pasa tiempo con tu hija mientras puedas. Si sobrevives, puedes venir por otro deseo. Si mueres, recuerda la deuda que nos has prometido.
La mujer parpadea y abre la boca, para gritar o llorar o resistirse a su destino. Pero sólo sale un sollozo, antes de que su mirada recaiga en mí.
Puedo ver la denuncia en sus ojos mientras los guardias la levantan y sacan a rastras del salón. La idea de que debería avergonzarme de mi monstruosa familia y el mal que dejamos se filtra en el mundo.
Pero ella no sabe, no entiende lo que significa ser una bruja Somniatis, atada al rey por un antiguo juramento de sangre. Si le dieran a escoger entre ser reina de la magia y prisionera, dudo que esta mujer eligiera algo distinto de mí. No entiende lo que pasaría si lo intento.
Aun así, cuando se pierde de vista, miro a mi madre.
—¿Crees que evite el bosque para no llevarle flores a su hija? —pregunto.
Es una pregunta estúpida, y en el mismo instante ya estoy arrepentida de haberla pronunciado.
—¿Qué importa? —me reprende Theola—. Mientras tengamos las almas que necesitamos, da igual a quienes pertenezcan.
Sé que tiene razón.
Lo importante es que obtengamos al menos cien almas para fin de mes, así el rey podrá mantener su inmortalidad, y seguirá gobernando por siempre.
—¿No crees, Selestra? —pregunta mi madre cuando me quedo callada.
Su mirada es una advertencia de que asienta rápido.
—Claro —respondo.
Una mentira practicada.
—A mis brujas no les preocupan esas cuestiones —advierte el rey, mirándome impasible. Sus ojos son negros, muy negros, tan ausentes de luz como el fondo de un pozo—. Recuerda eso, Selestra. Si es que algún día logras convertirte en una, en vez de permanecer como simple heredera.
Inclino la cabeza, pero aprieto los dientes.
Usa aquella palabra, “heredera”, como insulto, porque no soy nada más que eso, ni para él ni para nadie, hasta que me vuelva una bruja Somniatis.
Las herederas no cuentan hasta que cumplen dieciocho y se unen al rey por el juramento de sangre, lo cual les permite aprender la verdadera esencia de la magia para ocupar el lugar de la bruja mayor cuando ésta muera. Hasta entonces seré igual a nada.
A veces, me siento como hierba mala, saliendo de las raíces de un jardín extraño, incapaz de ser parte de él.
El resto de la noche es más de lo mismo.
Los guardias traen a la gente y se la llevan; se arrodillan mientras Theola les comunica sus destinos con un poco más que aburrimiento. Traicionados por sus amigos más confiables, ahogados en el río, apuñalados en la taberna que visitan todas las noches.
Todos tienen la misma mirada de horror una vez que se revela su muerte. Como si les hubieran lanzado una maldición, y no fuera algo que ellos mismos se buscaron.
Yo permanezco callada, salvo para recitar las reglas del Festival. Recolecto los mechones docenas de veces, bajando los peldaños y mirando el hambre del rey cada vez que una persona acepta el pacto.
Cada alma que habrá de devorar gracias a la magia de mi familia.
Muy pocos sobrevivirán unas semanas para recibir su deseo.
Y ninguno sobrevivirá más allá, aun si osaran intentarlo.
3
NOX
Soy bueno para muchas cosas, pero sobre todo para sobrevivir.
Tengo un don y es casi demasiado fácil; apenas tengo cicatrices después de años de vivir al límite. Y sí, sé pelear, pero no es por eso.
La mayor habilidad que me enseñó mi padre fue a manejar a las personas. Meterme a la cabeza de alguien y convencerlo de que le convengo vivo.
De que hay en mí algo especial.
Todo tiene límites, pero los efectos del encanto se cuentan aparte. Y ahora echaré mano de él más que nunca.
—En tu lista de ideas estúpidas, ésta tiene el primer lugar —dice Micah.
Le sonrío a mi mejor amigo y compañero de la Última Guardia. Él se ajusta el arma a la espalda y le echa una ojeada a la multitud detrás de nosotros.
Micah siempre sospecha de cualquiera que no sea yo.
—¿Estás haciendo una lista de todas mis malas ideas? —pregunto.
Subimos a la plataforma encantada, una delgada plancha de oro exquisitamente tallado que llega a un árbol tan alto como para alcanzar las estrellas.
Es el camino más rápido a la montaña, donde está el castillo del rey.
Micah asiente.
—Es una lista endemoniadamente larga.
Me encojo de hombros. No le falta razón.
—Pero ¿cómo va a ser la peor? ¿Qué tal esa vez en la iniciación, cuando nos escabullimos a la tienda del sargento y le robamos los…?
—Bueno, bueno —interrumpe Micah, que no quiere que se lo recuerde en voz alta—. Ésta es la segunda peor idea que has tenido.
Lo comprendo, pero no porque algo sea peligroso debe descartarse. A veces los mayores riesgos cosechan las mejores recompensas.
—¿Sabes? No es muy tarde para que te arrepientas —dice Micah.
La plataforma encantada empieza a ascender; el cielo pasa junto a nosotros mientras gana impulso. Miro el mundo debajo, la gente que se ve tan pequeña, como si no estuviera ahí en realidad.
La isla de Vasiliádes, en torno a la que el rey levantó su imperio.
Desde aquí se ve pacífica, casi comparable a la belleza de Polemistés, la isla al sur.
Pero es un engaño.
Sigo escuchando el Mar Infinito estrellándose contra los barcos y retazos de tierra, como un invasor que intenta entrar a la fuerza. Las aguas negras se arremolinan negándose a congelarse incluso en medio del invierno, cuando la nieve cubre las ciudades. Se beben el hielo y lo vuelven líquido. Y en días de verano como hoy, cuando golpea el sol, las aguas siguen agitándose, hinchadas por la magia oscura con la que las embrujó el rey.
—Si te da miedo, no vengas —le digo a Micah.
La plataforma se detiene y desciendo velozmente, pasando entre los guardias de la entrada.
El exterior del castillo es primoroso, rodeado de un sinfín de matorrales y arbustos llenos de la fruta más dulce. Hasta las piedras son de un plata tan brillante que se dice las tallaron de estrellas fugaces.
Semejante belleza para hospedar semejantes monstruos.
Micah me alcanza corriendo.
—No me da miedo, y no voy a dejarte solo entre lobos.
Pongo los ojos en blanco.
—Seryth no es un lobo. No es más que un hombre.
—¿Y las brujas? —repone Micah en un susurro—. Ni son hombres ni se les puede matar tan fácil como a ti y a mí. Su magia las protege incluso de la muerte. Son tan eternas como el rey mismo…
—Bruja —corrijo en voz baja, mientras nos adentramos en el camino flanqueado de guardias. Todo este sitio es una fortaleza. Para ser inmortal, al rey le preocupan bastante sus mortales enemigos—. Sólo hay una bruja, en realidad. A la hija de Theola le faltan años para despertar su verdadero poder. No nos dará problemas.
Los ojos de Micah se dirigen rápidamente a los guardias del castillo, para asegurarse de que no me han escuchado.
—¿Qué te parece si bajas el tono cuando hables de traición? ¡Sigilo, Nox, sigilo!
Niego con la cabeza y me detengo.
—Mejor quédate aquí.
Micah es un estorbo cuando está preocupado, y eso es lo último que requiero ahora.
Se endereza y lleva una mano al mango de su espada.
—Dije que no te dejaría meterte ahí solo —asegura con obstinación.
Es muy amable de su parte, la verdad, pero no hace falta.
Empujo su mano hacia abajo.
—Relájese, soldado —le digo en un tono suficientemente ligero para que vea que no estoy preocupado—. Toma el sol, seduce a un apuesto guardia. Espérame aquí.
Micah entrecierra los ojos mientras considera si me hará caso o no.
—Si no has regresado en diez minutos, entraré a buscarte.
Le sonrío.
—Si no he regresado en diez minutos es que ya no hay nada que buscar.
Meterse al castillo del rey es como entrar a una prisión.
Los muros negros son, como la mirada de su monarca, y altos como las nubes, con elaborados patrones de oro que los recorren como soplos de viento.
Los suelos de mármol se parecen tanto al Mar Infinito que casi siento hundir los pies en el agua.
En cambio, cuando camino sobre ellos, mis pasos resuenan como un reloj. Como las manecillas del reloj de bolsillo de mi padre.
Tic tac.
¡Vamos, Nox! ¡Un poco más rápido!
Tic tac.
¡Eso es! ¡Serás el mejor del grupo antes de la iniciación, hijo!
Hace años que no miro ese reloj. Se quedó en un cajón de las barracas, acumulando polvo bajo unos papeles viejos y mi cuchillo favorito.
Ahora que mis pasos hacen eco a su mecanismo, ya no escucho la voz de mi padre felicitándome, sólo la del rey.
Tic tac, tic tac.
¿Así que estás listo para morir, Nox?
Me acerco a un grupo de guardias a las afueras del Gran Salón, que se preparan para dejar entrar al último buscador.
Sólo dejan entrar a doscientos cada año, para que hagan el pacto y apuesten sus almas. No sé por qué. Quizá Seryth y su bruja se aburren si llega demasiada gente.
—Debo hablar con el rey —digo al guardia más cercano a la puerta, que lleva un uniforme del mismo azul tormenta que el mío. Le queda suelto, lo que lo hace parecer joven, como si le faltara crecer para llenarlo.
—¿Nombre? —pregunta.
—Oficial Nox Laederic, del regimiento Thánatos.
En cuanto asimila mis palabras, se queda boquiabierto.
Supongo que tenemos cierta fama. Pero no toda es culpa mía.
—Usted es… es…
—Más apuesto en persona, lo sé. ¿Puedo pasar?
—¿Lo espera el rey? —su voz sube un tono al preguntar.
—Claro, programé nuestra cita en su diario con un pequeño dibujo de corazón a un lado —respondo con impaciencia.
El guardia no me sonríe, sino que comienza a juguetear con el cuello de su uniforme.
—En realidad, no debo… —su voz se apaga—. Estamos esperando al último buscador de presagios. ¿Puede regresar más tarde?
No puedo sino reír.
Años de preparación, todo el día convenciéndome de que es ahora o nunca, para que en la puerta me digan que regrese más tarde.
Si Micah estuviera aquí, se estaría riendo. O lo tomaría como señal de que debo dar marcha atrás y olvidar el asunto.
Pero esa opción no existe.
—Entonces, supongo que soy ese último —digo, pasando de largo para empujar la puerta.
Nadie intentaría detener a uno de la Última Guardia, mucho menos armado.
—Deséame suerte —le digo al guardia, que sólo acierta a parpadear boquiabierto mientras entro al Gran Salón.
No me molesto en contar a los guardias. Estoy entrenado para saber, para estar preparado; pero esta noche, sólo puedo concentrarme en una cosa.
En tres cosas, de hecho.
Seryth, rey de las Seis Islas, a quien mi padre sirvió por tantos años. A quien toda mi familia ha servido por generaciones. Sus labios se tuercen en una sonrisa cuando me ve llegar desde su trono usurpado.
Su bruja, con sus ojos de serpiente y sus uñas tan largas como para sacar sangre.
Y la heredera de la bruja.
Selestra Somniatis.
Definitivamente, no puedo evitar mirarla.
Su piel es tan pálida que casi brilla, con el cabello color trébol que resbala por su espalda hasta su cintura, reflejando la luz de las ventanas como un río.
Se ve casi tan largo como para escalar torres sirviéndose de él.
Sus grandes ojos amarillos me observan con curiosidad, y una media sonrisa se inmiscuye en sus labios color sangre.
Es en verdad hermosa.
Lástima que deba morir.
4
SELESTRA
Cuando entra el último buscador al Gran Salón, lo primero que noto es que no lo escoltan los guardias.
Al contrario de los demás, se acerca a nosotros por su propio pie. No mira al suelo ni juguetea nervioso con las manos mientras se dispone a apostar su alma por magia o gloria.
El corazón golpetea en mi pecho cuando aquel hombre se acerca, casi sin parpadear.
No es uno de los desesperados o los temerarios, me queda claro.
Es un soldado. Un guerrero en el ejército del rey Seryth.
Y no sólo camina: se pavonea.
El muchacho es una brizna de apostura, con piel morena clara, cabello de medianoche que se le riza en torno a las orejas, y ojos del color de las hojas de los árboles en invierno. Se cruzan con los míos por un instante y luego siguen de largo.
Theola y el rey sonríen cuando él se acerca, sus posturas expectantes y curiosas.
Viste el uniforme de la Última Guardia, cubierto en una larga capa negra con hilo azul. Su espada, envainada junto a la capucha, destella a la luz de la luna.
Su forma de moverse, tan grácil y presta, sin parpadear cuando me mira: me recuerda a alguien.
A la última persona que toqué. A Asden y sus tristes, tristes ojos.
Rezo porque el destino de este muchacho sea menos trágico.
—Mi rey —dice el joven al llegar a los peldaños. Se inclina en reverencia hacia Theola—. Mi señora. Un placer, como siempre.
Su sonrisa casi parece sincera mientras asciende para tomar su mano y besarla bajo el anillo.
Casi.
Tengo práctica en sonrisas fingidas, y las puedo reconocer a un kilómetro de distancia. Pero ni Theola ni el rey lo notan, o no les importa. Ambos parecen encantados con el joven guerrero, y lo miran como si fuera especial.
Hace mucho que mi madre no me mira así. Toda la magia del mundo lista para ser heredada en mi sangre, y el placer de su sonrisa es para un soldado de la Última Guardia.
—Nox —la voz de Theola surge envuelta en seda al saludarlo—. ¿Que, en nombre de las almas, estás haciendo aquí?
—¿Hay alguna noticia de la Isla del Sur? —pregunta el rey, enderezándose en su trono—. ¿Hay señales de que los rebeldes piensen rendirse?
Nox, el muchacho, niega con la cabeza.
—Polemistés no ha caído, mi señor —responde—. La determinación del pueblo crece, tan constante como su número.
—Son tan tontos —dice el rey en voz baja, pero su voz resuena por el salón vacío—. ¿No entienden que deben aceptarme como su señor? Las Seis Islas son mías.
Sus palabras llevan veneno.
Se aferra de uno de los cráneos fijos al trono negro, que se desmorona en su mano.
El rey Seryth lleva tratando de conquistar la Isla del Sur desde que nací, e incluso antes. Desde la Guerra Verdadera, cuando derrocó a la reina bruja de Thavma. Polemistés es la única de las seis islas que aún no se inclina ante él, aun después de haber perdido a su rey.
Y sé que la desea más que a las otras.
Polemistés es la tierra donde él nació, y haber pospuesto su conquista, lo suficiente para que creciera una rebelión, es su mayor indignación. Su deseo de derrotarlos sólo se ha vuelto más fuerte y violento con el paso de los años.
—Entonces, ¿qué noticias trae mi pequeño legado?
El rey mira a Nox expectante.
—Sin novedades —responde Nox encogiéndose de hombros—. Vine por mi presagio.
Me quedo boquiabierta.
No puedo evitarlo.
El Festival es para civiles. Para los desesperados o los aburridos, pero nunca para miembros de la Última Guardia, tan ocupados como se encuentran jugando a los soldados.
Pero el rey no parece molestarse.
Tiene a sus favoritos, y puedo ver que Nox está en primer lugar. Ahora que lo pienso, su nombre me suena un poco. Un fragmento de conversación que escuché en la corte hace meses: Un legado. Su padre sirvió antes que él. Toda su familia. Uno de los mejores, lo juro. El soldado más joven en recibir su propio regimiento.
Resisto el deseo de entornar los ojos. Apuesto a que Nox tiene más nombramientos cosidos en su uniforme que los de soldados con el doble de su edad.
Qué esforzado sujeto.
—¿Estás seguro, Nox? —pregunta el rey. Su voz corta el aire mientras se inclina hacia delante con curiosidad—. No es posible arrepentirse de este pacto. Deberías recordar quién eres, y lo valioso que eres para mí.
Nox sonríe, de una manera que me inquieta de pronto.
—Sé quién soy —dice arrodillándose—. Y estoy listo.
—Muy bien —se relame el rey—. Entonces, debemos proceder.
Mi rey me señala con un ademán, indicando que tome un mechón del cabello de Nox para sellar su destino.
Aferro mis tijeras.
Hace mucho que no estoy cerca de un chico de mi edad, o alguien de mi edad, salvo Irenya.
En el castillo se prohibieron los niños mientras yo crecía, porque no se puede confiar en nadie y el rey temía que se aprovecharan de mí. Lo mejor era que me quedara junto a él y mi madre. Lo mejor era que me quedara en mi torre, donde estaba a salvo.
La heredera de la magia Somniatis debe estar a salvo, decía él siempre. A cualquier costo.
Ni siquiera hoy se me permite hablar con la gente de la corte. Las raras veces que se me permite asistir a una celebración, me mantienen a distancia. Obligada a quedarme cerca de los tronos, rodeada de guardias. Intocable como un trofeo en exhibición.
Y cuando acaba, me mandan a mi celda otra vez.
Puedo mirar y escuchar sus historias, pero nunca ser parte.
Camino hacia Nox.
—Tienes suerte —dice cuando me acerco—. Muchas chicas amarían tener mis rizos en una cajita cerca de su corazón.
Alzo las cejas.
—Qué desafortunadas, haber perdido tan jóvenes la razón.
Los labios de Nox se curvan hacia arriba.
—He enloquecido a más de una.
Entorno los ojos. Sólo un caballero de la Última Guardia osaría fanfarronear mientras vende su alma.
Venir a tu presagio es divertido cuando se le ocurre a un plebeyo en la taberna a la luz de las antorchas, pero suelen cambiar de actitud en cuanto entran al salón y entregan su mechón, un pedazo de su alma.
Suelen perder la arrogancia y ahogar el aire con su miedo.
Este soldado no. Nox no luce asustado en absoluto.
Allá él.
—Con estas tijeras tomo un mechón de tu cabello y sello tu lugar en el Festival de los Presagios —recito como siempre. Ya digo las palabras tan naturalmente que ni siquiera tengo que pensarlas. Las conozco tan bien como mi nombre—. ¿Aceptas este pacto? —le pregunto al terminar.
—Acepto —responde Nox.
Engreído, pienso.
Está tan cerca que no necesito dar un paso para cortarle el mechón. Simplemente me inclino, con mi vestido fluyendo como agua por los peldaños, y paso su cabello por mis dedos.
Al cortarlo, me recorre un escalofrío.
Me hace tropezar, casi caer.
Al principio es leve, como agujas recorriendo mis brazos y mi nuca, antes de irrumpir con violencia en mi corazón.
Aferro el mechón cortado, y me quedo quieta.
Nunca he sentido algo así al cortarle el cabello a nadie, pero es como si el fragmento de alma que corté hubiera pasado a través de mí primero.
¿Lo sintió él también?
—Supongo que en verdad puedo hacerlas desfallecer —aventura Nox.
Lo miro fijamente, pero si experimentó la misma conmoción, su cara no lo muestra.
Ignoro la extrañeza que me atraviesa el pecho y guardo el mechón en el último frasco vacío a mis pies.
—Continúa ahora —dice el rey cuando cierro el frasco.
—Ya corté el mechón —respondo, confundida.
El rey suelta una carcajada, y aunque es un sonido hermoso, sé que presagia alguna cosa terrible.
—No, Selestra —dice con suavidad—. Dale al soldado su presagio.
Me recorre el pánico.
—¿Quiere que lo haga yo? —pregunto—. ¿Por qué?
—Considéralo como un regalo de mi parte.
Pero me consta que el rey nunca ofrece regalos que no estén envenenados.
—Es sólo un pequeño presagio —promete—. Tu magia ya debe ser suficiente para manejarlo, y te servirá como práctica.
Trato de sacarme los guantes con torpeza.
La idea de quitármelos en presencia de alguien después de tantos años hace que me pique la piel. Me recuerda los gritos de Asden.
Miro a mi madre.
—Adelante —me alienta—. Haz lo que tu rey desea, Selestra.
Mi corazón da un vuelco.
Me relamo.
He temido este momento tanto como lo he anhelado.
Es la oportunidad de liberar la magia que nunca se me ha permitido explorar. De tocar a alguien, piel a piel, por primera vez en más de dos años.
De mostrar a mi madre que soy digna del poder de nuestros ancestros.
Me saco un guante y lo dejo caer a mis pies.
Me pongo en cuclillas y mi vestido se arremolina en el mármol mientras extiendo mi mano hacia la mejilla de Nox.
Respinga cuando lo toco; seguramente estoy fría. Cada centímetro de mí lo está.
La magia es fuego, y nunca he dejado arder la mía.
Mi corazón retumba con furia, como bestia enjaulada, cuando hacemos contacto. Tantos años sin tocar a nadie.
Es como aplacar un hambre que no sabía que me aquejaba.
Me marea la sensación de otra persona, verdadera, a mi alcance, que puede sentirme como la siento yo.
Nox es cálido, su piel más suave de lo que parecía. Tiene una cicatriz rosa que baja de su ceja a la barbilla, y cuando mi mano la roza, sus ojos se cruzan con los míos.
La gente suele asustarse cuando ve mis ojos, los ojos de serpiente que todas las mujeres Somniatis tenemos.
Nox no parpadea siquiera.
Tampoco yo.
No quiero parpadear ni hacer nada que no sea sentir este momento.
Sé que no tendré otra oportunidad en mucho tiempo, quizás en años, y quiero disfrutarla ahora que puedo. Pero el tiempo escasea.
La muerte es rápida.
Mi respiración se detiene en mi pecho, presionándome como si me sofocara. Mi cabeza se inclina hacia atrás y descubro que mi magia no está lista.
Es como ser golpeada en la cabeza una y otra vez, sin respiro.
Trato de soltar, de separarme de Nox, pero mis huesos se quedan rígidos, con mi mano pegada a su mejilla mientras las visiones me invaden.
Destellos de pisos de color rojo oscuro, muros a medio pintar.
No tiene sentido, y siento que mi cabeza se agrieta con cada nueva visión.
Una multitud rodea a Nox a la luz de la luna. A su alrededor destellan linternas como orbes, más y más brillantes hasta que el mundo está en llamas.
El fuego se extiende por los suelos y crepita por las paredes, convirtiendo todo en humo.
Puedo oler el sudor y la sal en el aire denso. Veo el agujero en el techo cuando se derrumba.
Nox se desangra en el suelo, rodeado de llamas.
El viento aúlla en un llanto funerario, y una imagen se graba en mi mente tan dolorosamente que me hace gritar. Una manija en el suelo, rodeada de botellas rotas.
—Por aquí —susurra una voz.
Una mano busca el cuerpo ensangrentado de Nox y se me corta el aliento cuando distingo el brazalete en su muñeca.
Una joya pequeña y dorada, con una gema al centro como un ojo vigilante.
Conozco ese brazalete, porque lo he usado toda mi vida.
Me atraganto y siento el fuego en mi piel, ardiendo en mis brazos, quemándome las puntas del cabello. Me incinera desde el brazalete hasta los huesos.
Me desprendo de Nox con todas mis fuerzas, sacándome de la visión y de vuelta al presente.
Sucede de forma tan abrupta que pierdo el equilibrio y caigo al suelo, derribando una hilera de frascos que se estrellan peldaños abajo, esparciendo vidrio y cabello por el suelo.
—¿Qué fue eso? —pregunta Theola, con sus ojos amarillos muy abiertos—. ¿Qué pasó?
No es posible.
Tiemblo y aferro mis muñecas al recordar la flama recorriendo mi piel, quemando, incinerando.
No es posible.
—Selestra —la voz de mi madre sube de tono.
El rey alza la mano para acallarla, y todo el salón queda en silencio. Hasta los guardias contienen el aliento en su obediencia.
Poco a poco, el rey desciende los peldaños hacia mí.
En su rostro aparece un gesto de esos que han destruido mundos.
—Habla —ordena.
Me vuelvo hacia Nox, y el castaño de sus ojos me atraviesa.
La marca de la serpiente está en su palma, y cuando bajo la mirada, veo que está en la mía también.
Me apresuro a cerrar el puño y recuperar mi guante antes de que alguien más se dé cuenta.
—¿Y bien? —pregunta Nox, su mandíbula tiembla, a la espera de que diga cuál fue mi visión.
Trago saliva. Desvío la mirada.
No puedo decirle. No podré decirlo nunca.
Porque no sólo vi la muerte de este soldado, sino la mía.
5
NOX
La bruja está asustada. No es una buena señal.
—No me digas —me dirijo a ella—. Voy a morir.
Aún encogida en el suelo, Selestra no ríe.
Sacude la cabeza, sus delicados rasgos cubiertos de incredulidad. Como si nunca hubiera hecho un presagio.
Ojalá que mi futuro no sea tan horrible como el gesto en su rostro.
Casi podría jurar que quiere gritar, o llorar. Pero no puede ser, porque es una bruja Somniatis y ellas nacen sin corazón.
Están vacías, sólo hueso y carne.
—¿Que no deberías decirme mi futuro ahora? —pregunto—. Digo, aposté el alma, lo menos que me corresponde es un presagio.
—Yo… yo no… —la voz de Selestra se apaga, con sus ojos fijos en mi mano.
Miro la marca de Seryth en mi palma, que me marca como buscador de presagios. Como alguien que ahora le pertenece.
Cierro el puño tan fuerte que me crujen los huesos.
—Dile —el rey se cierne sobre Selestra, que sigue en el suelo, tratando de recuperar el aliento—. No me hagas quedar mal, Selestra —advierte.
Su voz es tan fría que la hace temblar. Selestra levanta la mirada hacia el rey, y sus ojos se encuentran. Aprieta los labios, y por un momento parece que va a llorar.
En cambio, se quita la incertidumbre del rostro.
Los temblores y tartamudeos desaparecen, y eleva la barbilla tanto que casi puedo ver cómo se traga lo que estaba sintiendo hace un segundo.
Se levanta, débil, pero determinada.
—La muerte te buscará en tres días —me dice. Su voz se quiebra—. Es una especie de trifulca. Había una multitud furiosa y se desató un incendio. No reconocí el edificio, pero tenía pisos rojos. Quizás un dormitorio de las barracas de la Última Guardia.
Me quedo esperando, y levanto una ceja cuando no dice más.
—¿Eso es todo? ¿Una especie de trifulca?
Tan simple, tan fácil.
Así que no es ni de lejos la historia completa.
Selestra aprieta la mandíbula mientras considera la respuesta con cuidado, como un soldado evaluando una estrategia.
—Eso es todo —confirma.
—¿Por qué no lo dijiste desde el principio?
—Tardé un poco en ordenar mis ideas —dice a la defensiva—. No estoy acostumbrada a hacer presagios.
No es mala mentirosa, eso lo admito. Casi me convence cuando endulza la voz y se palpa ese cabello que es como un bosque.
La viva imagen de la inocencia y la confusión.
Pero no ha practicado el arte del engaño tanto como yo.
Entre otras cosas, estar en la Última Guardia requiere identificar a un mentiroso y descifrar lo que te cuentan los prisioneros. De eso depende salvar el pellejo.
Selestra Somniatis no es tan lista como cree.
Pero llamar mentirosa a la heredera Somniatis es traición, y ni siquiera yo podría hacerlo sin castigo.
—Estás llenando de sangre el piso, Selestra.
Theola se levanta poco a poco de su trono.
Selestra se mira el codo, abierto por su caída, como si no se hubiera dado cuenta de su herida hasta ahora.
Yo tampoco la había visto. Ahora que veo su sangre, mezclada con los rizos de los frascos que rompió, me tiembla la mano. Apenas me sobrepongo al impulso ridículo de atender su herida.
Lo ignoro.
Selestra no es una muchachita indefensa que necesite ser rescatada.
Es una bruja.
Le muestro la espalda y me ajusto el arma.
La espada de mi padre.
—¿Por qué no la dejamos sangrar? —murmura el rey—. Una visión tan torpe debería tener consecuencias.
Theola tiene la mirada fija en el brazo herido de su hija.
—Sí —dice con sencillez—, pero no hay por qué manchar el piso. Yo me encargo.
Cierra los ojos e inhala con parsimonia. Siento cómo cambia el aire, cómo sube el frío por mis huesos cuando su magia se desliza por los escalones y recorre los mosaicos.
Y la herida de Selestra desaparece, la mancha en su codo completamente limpia. Los frascos siguen regados por el suelo, pero la heredera ya no gotea sangre sobre ellos.
Las brujas Somniatis son serpientes que mudan de piel y se reconstruyen.
—¿Así que sólo es una riña de soldados? —el rey Seryth parece meditar en el asunto mientras vuelve a su trono—. Eso no te dará problemas, Nox —su sonrisa es lenta y deliberada—. Eres el hijo de tu padre, a fin de cuentas. Un verdadero legado en mi legión.
Me mira con atención. Quiere que reaccione a sus palabras.
Quiere herirme con la mención de mi padre. Ponerme a prueba, como ha hecho tantas veces a través de los años.
El rey Seryth siempre quiere algo de mí, y siempre es algo que no pienso darle.
Respondo en tono ligero.
—No se preocupe. Haré honor a mi padre.
Seryth inclina la cabeza.
—Sin duda.
—Gracias por el presagio —digo yo—. ¿Puedo pedir mi moneda?
Theola cierra la mano, y cuando la abre hay un chrim de oro en su palma. Brilla por un momento, hasta que lo mete con cuidado en la pechera de mi uniforme.
Palmea el bolsillo, justo sobre mi corazón.
—Hasta la próxima, Nox Laederic.
Me inclino en una rápida reverencia en lugar de atravesar al rey con mi espada. Es más educado, y el golpe sería inútil contra un inmortal, de cualquier forma.
Me doy media vuelta para abandonar el salón, pero mi mirada se cruza con la de Selestra.
Es breve y fugaz, un momento robado, en el que sus ojos se clavan en los míos y algo que no entiendo se desborda en ellos.
Lo ignoro.
No necesito entender a esta bruja. Lo único que necesito es sobrevivir este mes y lo que sea que me arroje la muerte hasta que consiga lo que quiero.
Tomar la inmortalidad del rey y poner a su familia de rodillas.
Cuando ese momento llegue, los mataré.
Empezando por la heredera.
6
SELESTRA
Esa noche, sólo sueño con Nox Laederic.
Lo veo morir mil veces, las llamas rodeando su piel como un enjambre, mi mano buscándolo y encontrando sólo ceniza y oscuridad.
No puedo dormir sin verlo, así que apenas consigo descansar.
Ese muchacho va a hacer que me maten.
Lo sé como sé que el cielo es azul y el mar es negro, y el pacto es definitivo. Una vez que el cabello se intercambia, nuestra magia queda marcada y es cuestión de tiempo para que llegue la muerte.
Ésas son las reglas del hechizo de mi tatarabuela.
Para cuando amanece, llevo horas despierta, porque la idea de volver a soñar es demasiado horrible para intentarlo.
Empapo el pincel en el agua y miro mi mano, como si la marca del rey en mi piel tuviera una respuesta escondida.
No la tiene.
Trazo una línea negra, furiosa, en el lienzo.
Pintar suele sanar mi mente. Sin mis guantes, me siento ligera, y a veces puedo pasar horas pintando —nuevos mundos, nuevas caras—, y olvidar que debo ponerme los guantes de nuevo.
Esta vez, no ayuda.
Maldito soldado, que se vaya mucho al Río de la Memoria y de regreso.
—Está… bonito —dice Irenya, mirando mi pintura con un gesto que implica lo contrario.
Meto la mano en el bolsillo enseguida, para que no descubra la marca.
—¿Qué es? —pregunta.
Me encojo de hombros.
He estado tratando de reproducir la estancia de mi visión, de deducir dónde se supone que falleceré dentro de dos días, pero todo sigue siendo confuso.
Ya tengo el suelo rojo y los muros blancos a medio pintar, pero el resto es una bruma, así que lo cubrí en una capa de brasas anaranjadas que se esparcen desde el hueco en el techo, como una lluvia de estrellas, y forman un lago de fuego en el piso.
Y mi brazalete derritiéndose en una mesa al centro.
—¿Qué significa el rayón negro a la mitad? —pregunta Irenya.
—Terapia —respondo, y lo cruzo con otro dejando una gran X.
—Deberíamos quemarla —dice Irenya—, antes de que alguien la vea.
Me quedo mirando el brazalete derretido, recordando la sensación de las flamas devorándome la piel.
—Adelante —coincido, señalando la chimenea.
Siempre quemamos mis pinturas, porque si el rey las viera me prohibiría los pinceles.
A los once años pinté a una niña atrapada en su torre, con el cabello tan largo que se salía por la ventana, mirando un campo de flores que nunca podría recoger.
Su cabello no era verde y sus ojos no eran horrendos, pero su sonrisa contenía todos mis deseos. Mis ideas de recorrer el mundo, cuando no entendía nada.
Mi madre vio la pintura justo cuando hice el trazo final, y la puso a contraluz, suspirando mientras el sol entraba por la ventana e iluminaba las flores intactas.
Cuando la dejó de nuevo en el caballete, le brillaban los ojos. Otra vez se veía como mi madre. Como la mujer que me hacía trenzas mientras entonaba canciones de cuna, la que me contaba cuentos de la antigua diosa.
Por un instante robado, no me sentí la heredera de nuestro juramento de sangre con el rey. Y cuando Theola me tocó la mejilla, no estaba fría; era la caricia de una madre, algo que no había sentido en años.
—Ay, Selestra —dijo.
Y entonces entró el rey, Theola apartó su mano de mi cara, me dijo que debía practicar más, y echó el lienzo al fuego antes de que el rey lo viera.
Desde ese día, sólo debo pintar para el rey, pero pintar puras nubes con diamantes es una tortura, así que Irenya lo hace en mi lugar.
Ella traza lo que al rey complace, y yo pinto lo que me viene en gana. Cuando terminamos, le entregamos la pintura de Irenya al rey como si la hubiera hecho yo.
Luego quemamos mi pintura hasta convertirla en cenizas.
Me gusta que sea así.
Descargo mis frustraciones en el lienzo, las veo vivas y a color, y luego las veo arder hasta desaparecer.
Quiero que ésta arda más que cualquiera de las otras.
—¿Lista? —pregunta Irenya.
—Quémala.
La arroja a la chimenea y las llamas rugen en respuesta.
Las veo crecer y brillar hasta que los restos de mi pintura se tornan ceniza. El fuego al fuego; el presagio de mi muerte, muerto ante mis ojos.
Me tranquiliza un poco el corazón. No mucho, pero algo.
El rey dice que cuando una persona muere fuera del pacto, su alma viaja al Río de la Memoria, donde flota en un sueño eterno.
La gente se vuelve una evocación, un recuerdo de lo que fue. Por eso, para ellos vender el alma en el Festival no es algo malo; al fin, cuando uno muere se entrega al sueño eterno.
Pero yo nunca lo he creído.
Todavía recuerdo lo que contaba mi madre de la diosa de la que desciende nuestra familia. Asclepina, a quien las primeras serpientes dieron el poder de la muerte y la inmortalidad, para que pudiera ver por los ojos de la parca y curar a su pueblo.
De niña, mi madre me contaba sus historias cuando no estaba el rey. Me contaba cómo Asclepina podía llevarnos al verdadero más allá, donde viviríamos junto a ella por toda la eternidad. Cómo, antes de ser exterminadas, cada una de las viejas familias de brujas tenía una diosa que le concedería una promesa similar.
Hace años que mi madre no habla de ello, pero nunca lo he olvidado. Las historias giran dentro de mí.
Si el rey devora mi alma, no sólo moriré, sino que nunca conoceré a la diosa ni a las brujas de mi linaje.
Estaré condenada.
—Ven —dice Irenya, con un gesto malicioso recorriendo sus mejillas redondas—. Si lo que quieres es terapia, sé adónde debemos ir.
Por unos segundos, no puedo respirar.
Caigo al piso con un gruñido mientras el aire se escapa de mis pulmones, siento que me estoy asfixiando.
Suspiro mirando la huella del pie de Irenya en el centro de mi túnica blanca.
Sacudo la mancha con el guante y me obligo a levantarme.
—Estás distraída —dice Irenya frunciendo el ceño—. Nunca había logrado derribarte.
Tiene razón, en dos años nunca me había vencido.
Me entrenaron bien.
—Tal vez por eso permití que sucediera —me burlo—. Me siento mal de lastimarte tan seguido.
Irenya se retira el cabello rubio de los ojos, para que vea cómo los pone en blanco.
—Si no quieres, no entrenamos. Podemos volver a pintar o tomar alguna clase de cocina.
—No —le digo enseguida.
Irenya resopla.
—No deberías ser tan despectiva. Pegar a la gente en la cara es divertido, pero preparar buenas tartas es mejor.
Levanto la ceja.
—Nunca me has enseñado a hacer tarta.
—Y tú nunca me has enseñado a dar esas maromas que hacía Asden.
Me erizo cuando escucho el nombre de mi viejo maestro.
Asden era soldado de la Última Guardia, y entrenador de los guardias de palacio. También era el único, aparte de Irenya, que no me trataba como bruja ni como prisionera, a pesar del hecho de que nunca me dirigió la palabra.
A excepción de Irenya y algunas personas de la corte, nadie tiene el privilegio de interactuar con la heredera. Y tampoco deben tocarme, pero Asden escogía qué reglas romper y cuáles no.
Rompió las reglas cuando me sorprendió paseando en los jardines a los once años, con las manos llenas de chocolate robado de la cocina, y decidió no decirle al rey y continuar patrullando con una sonrisa.
Rompió las reglas una vez más la noche siguiente, cuando lo esperé ahí mismo y le pregunté qué tan bueno era peleando, y si podía entrenarme.
Y por tres años, Asden me entrenó justo frente a las narices del rey, dejando que me escapara de la torre para encontrarme con él.
Y nunca me dijo una palabra.
Cuando le daba una orden, Asden asentía. Cuando me portaba insolente, me hacía tropezar de una patada y levantaba las cejas, como si yo hubiera debido verlo venir.
Pero no habló ni una vez.
Probé toda clase de provocaciones e insultos para hacerlo enfurecer, pero mi insaciable ingenio era inútil. Asden era un viejo testarudo.
Una vez, Irenya ofreció llevarle tres rebanadas de pastel de ron si decía hola en vez de saludarme con la mano. El gesto que hizo en respuesta fue mucho menos amable que un saludo.
De todos modos, no hacían falta palabras, porque Asden me enseñó lo más importante: a ser fuerte y a sobrevivir.
Hasta que el rey lo mató.
Irenya debe haber notado cómo me tensé, porque abrió mucho los ojos.
—Ay, Selestra, perdón, yo…
—Está bien —dije, encogiéndome de hombros—. Estoy bien.
Es la mayor mentira que haya dicho en mi vida.
Aprieto los puños enguantados y ajusto mi postura, lista para desahogar toda mi frustración y mi rabia entrenando.
Voy completamente cubierta, con los guantes metidos bajo la manga y mi túnica hasta el borde de la barbilla. No hay un centímetro de piel a la vista salvo mi cara. Me hace sudar, pero no tengo opción.
No puedo arriesgarme a tocar a Irenya; lo último que necesito es otra visión.
Ella también está cubierta con guantes para que pueda golpearme sin preocupaciones.
Es tan considerada.
—Sigamos, estoy lista —le digo.
Irenya señala las espadas al pie de la cámara, donde una pared entera brilla con metal de todos los tamaños y formas: espadas, crucetas, estoques, todo marcado con la heráldica del rey Seryth.
La misma marca oculta bajo mis guantes por culpa de Nox Laederic.
—¿Probamos con la esgrima? —pregunta.
Niego con la cabeza.
—Debo practicar cómo defenderme si me encuentro desarmada.
O si estoy atrapada con Nox Laederic en un edificio en llamas, pienso.
Suspiro mientras dejo que Nox y nuestra condena inminente entren de nuevo a mis pensamientos. Se suponía que este entrenamiento sería una distracción.
Para alguien que trabaja con la muerte y las almas, nunca había tenido que preocuparme por la mía. En todas las historias de mis antepasadas, todos los cuentos de magia y sangre, ni una vez había pasado que una bruja saliera marcada por el pacto.
Somos distintas a los demás. Mi familia inventó el hechizo, ¿por qué yo me convertí en una víctima?
Nox Laederic me maldijo.
Aprieto los puños.
Cuando me miró a los ojos sin parpadear, su cicatriz presionada contra mis dedos, me sacó de balance. Estaba tan necesitada de magia y de contacto que no pensé con claridad.
Me dejé distraer y eso hizo que algo saliera mal con el hechizo, y me arrastró consigo.
No volveré a cometer ese error.
Él no volverá a tomarme por sorpresa.
Irenya cierra los puños y me indica que haga lo mismo.
Estoy más que dispuesta a complacerla. Caminamos en círculo, rodeándonos, retándonos mutuamente a dar el siguiente golpe, como si fuera un juego.
Irenya tenía razón: esto es mucho mejor terapia que pintar.
Ella ataca primero, pero la esquivo de un giro y le lanzo un veloz golpe en el vientre. Irenya suelta un gemido y sonrío, pensando que Asden estaría complacido por mi juego de piernas.
Por un momento, me dejo llevar por la arrogancia, y entonces Irenya lanza el codo al aire, justo como le enseñé, y no alcanzo a quitarme.
Tropiezo hacia atrás a causa del dolor.
Siento como si mi ojo fuera a salirse de su sitio.
Me esfuerzo en ignorarlo mientras ella lanza una patada hacia mi tronco. La veo venir y tomo su tobillo, tras lo cual empujo con fuerza.
Irenya gira en el aire como un cuchillo y da un par de vueltas antes de azotar en el piso. Me mira parpadeando.
—Si digo auch, ¿podemos regresar a pintar? —dice con ironía.
Resoplo y le tiendo una mano, pero ella me barre de una patada y me estrello en el suelo junto a mi única amiga.
—Maldición —grito, y dejo caer mi espalda, cediendo a mis resuellos.
—Te dije —dice, jadeando—. Estás distraída.
Le picaría las costillas pero no tengo fuerzas para moverme.
El frío del suelo en la espalda es un alivio.
—¿Estás bien del ojo?
Trato de tocarlo, y en cuanto mis dedos rozan la piel, el dolor me lacera el rostro.
—Eres la peor —le digo con un gesto—. Va a tardar más de una hora en sanar.
—¿Ups? —se disculpa, encogiendo los hombros.
Por suerte, los moretones y cortadas sanan con facilidad. Un poco de magia por aquí, absorber otro poco de poder por acá, y se desvanecen en recuerdos. Ya casi no necesito concentrarme, y sólo requiero dormir bien para recuperar la energía después de la práctica.
Los huesos cuestan más trabajo.
Lo descubrí por las malas, cuando salí de mi primer entrenamiento con Asden con un dedo roto que se demoró toda una semana en reparar.