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"Técnicamente, soy un asesino, pero me gusta pensar que es una de mis mejores cualidades." Con una colección de diecisiete corazones de príncipes en su haber, Lira es una sirena venerada en todos los confines del reino submarino. Pero un desliz provoca que su madre, la Reina del Mar, la transforme en lo que más aborrece: un ser humano. Privada de su canto, Lira dispondrá hasta el solsticio de invierno para entregar el corazón del príncipe Elian a la Reina del Mar o permanecer como humana para siempre.A pesar de ser el heredero del reino más poderoso de la Tierra, para el príncipe Elian el océano es su verdadero hogar; y dar caza a las sirenas, su misión en la vida. Cuando rescata a una mujer a punto de morir ahogada, sabe que es más de lo que aparenta, pero ella promete ayudarlo a encontrar la clave para exterminar a las sirenas para siempre. ¿Podrá Elian confiar en su palabra? ¿Y hasta dónde tendrá que ceder para erradicar al más temible enemigo del hombre? "La magnífica construcción del mundo y una acción trepidante mantendrán embelesados a los lectores en esta maquiavélica reinterpretación de La sirenita." Booklist "Los aficionados a la fantasía amarán esta historia de príncipes piratas y sirenas asesinas." School Library Journal
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Para aquéllos a quienes amo y no tuvieron oportunidad de ver que esto sucediera.
Por cada año de vida, un corazón.
Hay diecisiete escondidos en la arena de mi habitación. De cuando en cuando, araño la grava, sólo para comprobar que siguen allí. Enterrados en lo profundo, sangrientos. Cuento uno por uno, para estar segura de que ninguno haya sido robado en medio de la noche. No es un miedo tan extraño. Los corazones son poder, y si hay una cosa que mi especie anhela más que el océano, es el poder.
He escuchado cosas: historias de corazones perdidos y mujeres arponeadas, fijas para siempre al fondo del océano, como castigo por su traición. Abandonadas a su sufrimiento hasta que su sangre se convierte en sal y se disuelven en espuma marina. Éstas son las mujeres que toman el botín humano de los suyos. Las nereidas son más peces que humanos, y la parte superior de sus cuerpos coincide con las decadentes escamas de sus aletas.
A diferencia de las sirenas, las nereidas tienen vainas y ramas azules en lugar de cabello, con una mandíbula que les permite estirar la boca hasta alcanzar el tamaño de un bote pequeño y engullir tiburones completos. Su carne de color azul oscuro está salpicada de aletas que se extienden por sus brazos y espaldas. Tan peces como humanas, con la belleza de ninguno.
Tienen la capacidad de ser letales, como todos los monstruos, pero mientras las sirenas seducen y matan, las nereidas se mantienen fascinadas por los humanos. Roban baratijas y siguen las naves con la esperanza de que algún tesoro caiga de sus cubiertas. A veces, salvan las vidas de los marineros y no reciben nada sino fruslerías a cambio. Y cuando ellas roban los corazones que guardamos, no es por el poder. Es porque piensan que si comen los suficientes, podrían convertirse en humanas.
Odio a las nereidas.
Mi cabello cubre mi espalda, tan rojo como mi ojo izquierdo y sólo el izquierdo, por supuesto, porque el ojo derecho de cada sirena es del color del mar en el que nació. En mi caso, se trata del gran mar Diávolos, con aguas de manzana y zafiro. Una selección de ambos que no logra ser ninguno de los dos. En ese océano se encuentra el reino marino de Keto.
Es un hecho bien conocido que las sirenas son hermosas, pero el linaje de Keto es real y con eso viene su propia belleza. Una magnificencia forjada en el agua salada y la realeza. Tenemos pestañas nacidas de virutas de iceberg y labios pintados con sangre de marineros. Es sorprendente incluso que necesitemos nuestra canción para robar corazones.
—¿Cuál tomarás, prima? —pregunta Kahlia en psáriin.
Ella se sienta a mi lado en la roca y mira la nave en la distancia. Sus escamas son de un profundo castaño rojizo y su cabello rubio apenas llega a sus pechos, cubiertos por una trenza de algas anaranjadas.
—Eres ridícula —respondo—. Ya sabes cuál.
El barco navega ociosamente a lo largo de las tranquilas aguas de Adékaros, uno de los muchos reinos humanos que he prometido liberar de un príncipe. Es más pequeño que la mayoría y está hecho de la madera escarlata que representa los colores de su país.
Los seres humanos disfrutan alardear de sus tesoros por el mundo, pero eso sólo los convierte en el blanco perfecto para criaturas como Kahlia y yo, que podemos detectar fácilmente un barco real. Después de todo, es el único en la flota con la madera pintada y la bandera de tigre. El único buque en el que navega el príncipe de Adékaros.
Presa fácil para aquellas que buscan cazar.
El sol pesa sobre mi espalda. Su calor presiona mi cuello y hace que mi cabello se pegue a mi piel húmeda. Me duele el hielo del mar, tan fríamente afilado que se siente como gloriosos cuchillos en cada hendidura entre mis huesos.
—Es una pena —dice Kahlia—. Cuando lo estaba espiando, era como mirar a un ángel. Tiene un rostro hermoso.
—Su corazón será más hermoso.
La sonrisa de Kahlia es salvaje.
—Ha pasado una eternidad desde la última vez que mataste, Lira —se burla—. ¿Estás segura de que no estás fuera de práctica?
—Un año difícilmente es una eternidad.
—Depende de quién esté contando.
Suspiro.
—Entonces dime quién lo está haciendo para poder matarlo y terminar con esta conversación.
La sonrisa de Kahlia es impía ahora. Del tipo que reserva para los momentos en que soy la más atroz, porque se supone que ése es el rasgo que las sirenas más valoran. Nuestra atrocidad es respetada. La amistad y el parentesco, según nos enseñaron, son tan ajenos como la tierra firme. La lealtad se reserva sólo para la Reina del Mar.
—Parece que hoy no tienes corazón, ¿cierto?
—Nunca —digo—. Hay diecisiete debajo de mi lecho.
Kahlia sacude el agua de su cabello.
—Tantos como príncipes has saboreado.
Lo dice como si fuera algo de lo que debería sentirme orgullosa, pero eso se debe a que Kahlia es joven y sólo ha tomado dos corazones. Ninguno de la realeza. Ésa es mi especialidad, mi territorio. Parte del respeto de Kahlia se debe a eso. No sabe si los labios de un príncipe tienen el mismo sabor de los de cualquier otro ser humano. Yo tampoco podría decirlo, porque sólo he probado labios de príncipes.
Desde que nuestra diosa, Keto, fue asesinada por los humanos, se hizo costumbre robar un corazón cada año, en el mes de nuestro nacimiento. Es una celebración de la vida que Keto nos dio y un tributo de venganza por la vida que los humanos le quitaron. Cuando era demasiado joven para cazar, mi madre lo hacía por mí, como es tradición. Y ella siempre me dio príncipes. Algunos, tan jóvenes como yo. Otros, viejos y arrugados, o adolescentes que nunca tuvieron la oportunidad de gobernar. El rey de Armonía, por ejemplo, alguna vez tuvo seis hijos, y en mis primeros cumpleaños, mi madre me trajo uno cada año.
Cuando finalmente tuve la edad suficiente para aventurarme por mi cuenta, no se me ocurrió renunciar a la realeza y hacer de los marineros mi blanco, como hace el resto de mi especie, o incluso cazar a las princesas que algún día asumirían sus tronos. No soy sino una fiel seguidora de las tradiciones de mi madre.
—¿Trajiste tu caracola? —pregunto.
Kahlia aparta su cabello para mostrarme la caracola anaranjada que está amarrada a su cuello. Una similar, con sólo algunas sombras más sangrientas, se balancea alrededor de mi propia garganta. No parece gran cosa, pero para nosotras es la forma más fácil de comunicarnos. Si las sostenemos sobre nuestras orejas, podemos escuchar el sonido del océano y la canción de Keto, el palacio submarino al que llamamos hogar. Para Kahlia, puede funcionar como un mapa del mar Diávolos si nos separamos. Estamos muy lejos de nuestro reino, y nos llevó alrededor de una semana nadar hasta aquí. Como Kahlia tiene catorce años, tiende a quedarse cerca del palacio, pero fui yo quien decidió que eso debía cambiar y, como la princesa que soy, mis caprichos son tan buenos como la ley.
—No nos separaremos —dice Kahlia.
Normalmente, no me importaría si alguna de mis primas se quedara varada en un océano extraño. En conjunto, son un grupo tedioso y predecible, con poca ambición o imaginación. Desde que mi tía murió, se han convertido en meras lacayas adoradoras de mi madre. Eso es ridículo, porque la Reina del Mar no está allí para ser adorada. Está para ser temida.
—Recuerda elegir sólo a uno —le digo—. No pierdas tu enfoque.
Kahlia asiente.
—¿A cuál? —pregunta ella—. ¿O me cantarán cuando esté allí?
—Seremos las únicas que cantaremos —digo—. Eso encantará a todos, pero si te concentras en uno, se enamorarán de ti tan resueltamente que incluso mientras se estén ahogando, gritarán sólo tu belleza.
—Por lo general, el encantamiento se rompe cuando comienzan a morir —dice Kahlia.
—Porque te enfocas en todos, y en el fondo saben que ninguno es el deseo de tu corazón. El truco es desearlos tanto como te desean.
—Pero son repugnantes —dice Kahlia, aunque parece que lo hace más porque quiere convencerme que porque en verdad lo crea así—. ¿Cómo se puede esperar que los deseemos?
—Porque no estás tratando con marineros ahora. Estás tratando con la realeza, y con la realeza viene el poder. El poder siempre es deseable.
—¿La realeza? —Kahlia se queda boquiabierta—. Pensé…
Se queda en silencio. Lo que ella pensó era que los príncipes eran míos y yo no los compartía. Eso no es falso, pero donde hay príncipes, hay reyes y reinas, y nunca he tenido mucho uso para ninguno de ésos. Los gobernantes son fácilmente depuestos. Son los príncipes quienes tienen el encanto. En su juventud. En la lealtad de su gente. En la promesa del líder en el que algún día podrían convertirse. Son la próxima generación de gobernantes, y al matarlos, mato el futuro. Justo como mi madre me enseñó.
Tomo la mano de Kahlia.
—Puedes tener a la reina. No tengo interés en el pasado.
Los ojos de Kahlia se encienden. El derecho contiene el mismo zafiro del mar Diávolos que conozco bien, pero el izquierdo, de un amarillo cremoso que apenas se destaca del blanco, brilla con un extraño regocijo. Si roba un corazón real para su decimoquinto cumpleaños, seguro ganará su clemencia de la furia perpetua de mi madre.
—Y tú tomarás al príncipe —dice Kahlia—. El que tiene la cara bonita.
—Su rostro no hace diferencia —dejo caer su mano—. Es su corazón lo que busco.
—Tantos corazones —su voz es angelical—. Pronto te quedarás sin espacio para enterrarlos a todos.
Relamo mis labios.
—Tal vez —digo—. Pero una princesa debe tener a su príncipe.
Siento la aspereza del barco bajo las espinas de mis dedos. La madera está astillada; la pintura, agrietada y descarapelada sobre el cuerpo de la nave. Corta el agua de manera demasiado irregular. Como un cuchillo sin filo que presiona y rasga hasta que consigue rebanarla. Hay algo podrido en algunos lugares y el hedor hace que mi nariz se arrugue.
Es el barco de un príncipe pobre.
No todos en la realeza son iguales. Algunos van adornados con ropas finas, joyas insoportablemente pesadas, tan grandes que se ahogan dos veces más rápido. Pero otros van escasamente vestidos, con sólo uno o dos anillos y coronas de bronce pintadas de oro. No es que me importe. Al final, un príncipe es un príncipe.
Kahlia se mantiene a mi lado, y nadamos con la nave mientras rompe el mar. Mantiene una velocidad constante y podemos seguir su paso con facilidad. Ésta es la espera agonizante, mientras los humanos se convierten en presas. Pasa un tiempo antes de que el príncipe por fin suba a la cubierta y eche un vistazo al océano. Él no puede vernos. Estamos demasiado cerca y nadamos demasiado rápido. A través de la estela del barco, Kahlia me mira y sus ojos son una pregunta. Con una sonrisa tan útil como cualquier asentimiento, respondo la mirada de mi prima.
Emergemos de la espuma y separamos nuestros labios.
Cantamos en perfecta armonía en el idioma de Midas, la lengua humana más común y la que cada sirena conoce bien. No es que las palabras importen. La música es lo que los seduce. Nuestras voces hacen eco en el cielo y regresan a través del viento. Cantamos como si fuéramos un coro entero, y mientras la inquietante melodía rebota y sube, se arremolina en los corazones de la tripulación hasta que por fin el barco poco a poco se detiene.
—¿Lo oyes, madre? —pregunta el príncipe. Su voz es alta y llena de ensueños.
La reina se encuentra junto a él en la cubierta.
—No creo que…
Su voz vacila cuando la melodía la acaricia hasta someterla. Es una orden, y cada ser humano se ha detenido, con sus cuerpos congelados, mientras sus ojos buscan los mares. Me concentro en el príncipe y canto más suavemente. En unos instantes, sus ojos se posan en los míos.
—Dioses —dice—, eres tú.
Sonríe y de su ojo izquierdo resbala una sola lágrima.
Dejo de cantar y mi voz se convierte en un suave zumbido.
—Mi amor —dice el príncipe—, por fin te he encontrado.
Se agarra a los flechaste y mira mucho más allá del borde, su pecho plano contra la madera, una mano extendiéndose para tocarme. Está vestido con una camisa beige, los lazos sueltos en el pecho, las mangas rotas y ligeramente mordidas por las polillas. Su corona es una delgada hoja de oro que parece que podría romperse si se mueve demasiado rápido. Luce desolado y pobre.
Y ahí está su rostro.
Suave y redondo, con la piel como madera barnizada y los ojos de un tono penetrante más oscuro. Su cabello se balancea y se enrolla fuertemente sobre su cabeza, un hermoso lío de bucles y espirales. Kahlia tenía razón: es angelical. Magnífico, incluso. Su corazón será un buen trofeo.
—Eres tan hermosa —dice la reina, mirando a Kahlia con reverencia—. No estoy segura de cómo alguna vez consideré a otra.
La sonrisa de Kahlia es primordial cuando se acerca a la reina y le hace señas para que se dirija al océano.
Me vuelvo hacia el príncipe, quien extiende frenéticamente su mano hacia mí.
—Mi amor —suplica—, ven a bordo.
Niego con la cabeza y continúo tarareando. El viento gime con la canción de cuna de mi voz.
—¡Entonces yo iré a ti! —grita, como si alguna vez hubiera sido una elección.
Con una alegre sonrisa, se arroja al océano, y tras el chapoteo de su cuerpo se escucha un segundo: la reina, lo sé, arrojándose a la misericordia de mi prima. El sonido de sus caídas despierta algo en la tripulación, y en un instante ya están gritando.
Se inclinan sobre la orilla del barco, cincuenta de ellos se aferran a cuerdas y maderas, mirando con horror el espectáculo debajo de ellos. Pero ninguno se atreve a arrojarse por la borda para salvar a sus soberanos. Puedo oler su miedo, mezclado con la confusión que proviene de la repentina ausencia de nuestra canción.
Me encuentro con los ojos de mi príncipe y acaricio su piel suave y angelical. Suavemente, con una mano en su mejilla y otra apoyada en los delgados huesos de su hombro, lo beso. Y cuando mis labios prueban los suyos, lo jalo hacia abajo.
El beso se rompe una vez que estamos lo suficientemente profundo. Mi canción ha terminado hace mucho, pero el príncipe permanece enamorado. Incluso cuando el agua llena sus pulmones y su boca se abre en un grito ahogado, él mantiene sus ojos en mí con una mirada gloriosa de enamoramiento.
Mientras se ahoga, lleva los dedos a sus labios.
A mi lado, la reina de Kahlia se revuelve. Pone una mano sobre su garganta y golpea a mi prima para alejarla. Enojada, Kahlia se agarra a su tobillo y la mantiene bajo la superficie; el rostro de la reina hace una mueca de desdén mientras intenta escapar. Es en vano. El agarre de una sirena es un grillete.
Acaricio a mi príncipe moribundo. Mi cumpleaños no es sino hasta dentro de dos semanas. Este viaje fue un regalo para Kahlia: tener el corazón de la realeza en sus manos y nombrarlo en su decimoquinto cumpleaños. Se supone que no debo robar un corazón quince días antes, rompiendo nuestra regla más sagrada. Sin embargo, un príncipe muere lentamente frente a mí. Con su piel marrón y sus labios azules llenos de océano. Su cabello fluye detrás de él como algas negras. Algo sobre su pureza me recuerda mi primer asesinato. El joven que ayudó a mi madre a convertirme en la bestia que ahora soy.
Qué hermoso rostro, pienso.
Paso el pulgar por el labio del pobre príncipe, saboreando su expresión pacífica. Y luego dejo escapar un grito como ningún otro. El tipo de ruido que destruye huesos y se abre paso a través de la piel. Un ruido para enorgullecer a mi madre.
En un movimiento, hundo mi puño en el pecho del príncipe y saco su corazón.
Técnicamente, soy un asesino, pero me gusta pensar que ésa es una de mis mejores cualidades.
Sostengo mi cuchillo bajo la luz de la luna y admiro el fulgor de la sangre antes de que se filtre en el acero y desaparezca. Fue hecho para mí cuando cumplí diecisiete años y la constancia de que matar había dejado de ser un pasatiempo. Era indecoroso, dijo el rey, que el príncipe de Midas llevara consigo hojas oxidadas. Y por eso ahora porto una hoja mágica que bebe la sangre del ser muerto tan rápido que apenas tengo tiempo para admirarla. Lo cual es más apropiado, al parecer. Si no es que un poco teatral.
Observo el cadáver que yace sobre mi cubierta.
El Saad es un poderoso navío que alcanza el tamaño de dos barcos completos, con una tripulación que podría haber superado a los cuatrocientos miembros, pero es exactamente de la mitad porque valoro la lealtad por encima de todo. Viejas linternas negras adornan la popa, y el bauprés se extiende hacia delante en forma de una daga penetrante. El Saad es mucho más que un barco: es un arma. Pintado en la marina a la medianoche, sus velas son del mismo tono crema de la piel de la reina y su cubierta es tan brillante como la piel del rey.
Una cubierta que en este momento alberga el cadáver sangriento de una sirena.
—¿No se supone que debe desvanecerse ahora?
Habla Kolton Torik, mi primer oficial. Tiene cuarenta y pocos años, un bigote blanco puro y unos buenos diez centímetros de altura más que yo. Cada brazo suyo es del tamaño de una de mis piernas, y es verdaderamente corpulento. En los meses de verano como éstos, lleva pantalones cortos y deshilachados por encima de sus rodillas, y una camisa blanca con un chaleco negro atado con una cinta roja. Esto me indica que de entre todas las cosas que él se toma en serio, que en realidad son la mayoría, su identidad como pirata podría no ser una de ellas. Es una contradicción para los tripulantes como Kye, que no se toma absolutamente nada en serio y, aun así, se viste como si fuera un miembro honorario de los infames ladrones Xaprár.
—Me resulta extraño mirarla —dice Torik—, tan humana en la parte superior.
—Disfrutas ver esa parte, ¿cierto?
Torik se ruboriza un poco y desvía su mirada de los senos expuestos de la sirena.
Por supuesto que entiendo lo que quería decir, pero en algún lugar, a lo largo de los mares, olvidé cómo estar horrorizado. No hay que mirar más allá de las aletas y los labios rojos, o los ojos que brillan con dos colores diferentes. Hombres como Torik, buenos hombres, ven lo que estas criaturas podrían ser: mujeres y niñas, madres e hijas. Pero yo sólo puedo mirarlas tal como son: monstruos y bestias, criaturas y demonios.
No soy un buen hombre. Desde hace mucho tiempo dejé de serlo.
Delante de nosotros, la piel de la sirena comienza a disolverse. Su cabello se derrite en el verde mar y sus escamas se vuelven espuma. Incluso su sangre, que justo un momento antes amenazaba con manchar la cubierta del Saad, se transforma en pequeñas burbujas hasta quedar sólo espuma marina. Y un minuto más tarde, también eso se desvanece.
Estoy agradecido por esa mutación. Cuando una sirena muere, regresa al océano, lo que significa que no hay una indecorosa quema de cuerpos. No es necesario arrojar sus cadáveres putrefactos al mar. Es posible que no sea un buen hombre, pero soy lo suficientemente bueno para saber que esto es preferible.
—¿Qué sigue, capi?
Kye desliza su espada de regreso a su sitio y se posiciona junto a Madrid, mi segunda oficial. Como de costumbre, Kye está completamente vestido de negro, con retazos de cuero y guantes que cubren sus manos hasta la punta de los dedos. Su cabello castaño claro está afeitado en ambos lados, como la mayoría de los hombres de Omorfiá, donde la estética se valora por encima de todo lo demás. Lo cual, en el caso de Kye, también incluye la moral. Por fortuna para él, y tal vez para todos nosotros, Madrid es una experta en obligar que seamos decentes. Para una asesina entrenada, es extrañamente ética, y su relación ha logrado evitar que Kye resbale incluso en las pendientes más pronunciadas.
Lanzo a Kye una sonrisa. Me gusta que me llamen capi. Capitán. Cualquier cosa que no sea Majestad, Mi Príncipe, Su Alteza Real Sir Elian Midas. Lo que sea que a los devotos les encanta proferir en medio de constantes reverencias. Capi se acopla conmigo de una manera que mi título jamás lo hará. Soy mucho más pirata que príncipe.
Comencé cuando tenía quince años, y durante los últimos cuatro no he conocido nada como conozco el océano. Cuando estoy en Midas, me duele el cuerpo por el sueño. Hay una fatiga constante que acompaña los actos de un príncipe, donde incluso las conversaciones con la gente de la corte, que supone que soy uno de ellos, se vuelven demasiado tediosas como para permanecer despierto. Cuando estoy a bordo del Saad, apenas duermo. Nunca estoy cansado. Hay un constante zumbido vibrante. Descargas como rayos que atraviesan mis venas. Estoy alerta, siempre, y tan lleno de ansiosa excitación que, mientras el resto de mi tripulación duerme, me recuesto en la cubierta y cuento las estrellas.
Creo formas con ellas, y me relato historias. De todos los lugares en los que he estado y en donde estaré. De los mares y océanos que aún debo visitar, y los hombres que debo reclutar y los demonios que debo aniquilar. La emoción nunca se detiene, ni siquiera cuando los mares se vuelven letales. Ni siquiera cuando escucho la familiar canción que sacude mi alma y me hace creer en el primer amor. El peligro sólo me hace más ávido.
Como Elian Midas, príncipe heredero del trono de Midas, soy un aburrido. Mis conversaciones versan sobre el Estado y la riqueza, a qué banquete debo asistir y qué dama tiene el vestido más fino y si hay alguna que yo considere interesante. Cada vez que desembarco en Midas y me veo obligado a representar mi parte, siento que pierdo el tiempo. Un mes, una semana, un día que no puedo recuperar. Una oportunidad perdida, o una vida no salvada. Alguien más de la realeza que podría haber alimentado a la Perdición de los Príncipes.
Pero cuando soy tan sólo Elian, capitán del Saad, me transformo. En el momento en que el barco atraca en una isla que yo haya elegido para pasar el día, mientras tenga mi tripulación, soy yo mismo. Beber hasta marearme y bromear con mujeres cuya piel sea cálida y llena de hazañas. Mujeres que huelen a rosas y cebada y que, cuando escuchan que soy un príncipe, ríen y me dicen que eso no me ganará una bebida gratis.
—¿Capi? —pregunta Kye—. Indica la jugada.
Subo los escalones de la cubierta del castillo de proa, saco el catalejo dorado de la presilla de mi cinturón y lo presiono contra mis ojos bordeados de kohl. En el borde del bauprés, veo el océano. Kilómetros y kilómetros. Eones, incluso. Sólo agua clara. Relamo mis labios, hambriento de emoción.
Hay realeza en mí, pero con más fuerza que eso, hay aventuras. Indecoroso, había dicho mi padre, que el heredero de Midas tuviera un cuchillo oxidado, o que zarpara a aguas abiertas y desapareciera durante meses, o que tuviera diecinueve años y aún no tenga una esposa adecuada, o que llevara sombreros en forma de triángulo y trapos con hilos sueltos en lugar de hilo de oro.
Indecoroso ser un pirata y un cazador de sirenas en lugar de un príncipe.
Suspiro y me giro para enfrentar el arco. Demasiado mar pero, a la distancia, aún lejos para distinguirla, hay tierra. Es la isla de Midas. Mi hogar.
Miro a mi tripulación. Doscientos marineros y guerreros que entienden que mi búsqueda es honorable y valiente. No piensan en mí como aquellos de la corte, que escuchan mi nombre e imaginan a un joven príncipe que necesita explorar más allá de su entorno. Estos hombres y mujeres escucharon mi nombre y prometieron su eterna lealtad.
—De acuerdo, ustedes, mollejas de sirena —les llamo—, giren la dama a la izquierda.
Mi equipo ruge en señal de aprobación. En Midas, me aseguro de que los mimen con tanta bebida y comida como deseen. Estómagos satisfechos y camas con sábanas de seda. Mucho más lujosas que aquéllas en donde están acostumbrados a dormir en el Saad, o las camas de posadas rellenas de heno que encontramos en las tierras por donde pasamos.
—Mi familia querrá ver cómo nos ha ido —digo—. Iremos a casa.
Se escucha el estruendo de pies golpeando. Aplauden triunfantes ante el anuncio. Sonrío y decido mantener la alegría en mi rostro. No vacilaré. Es una parte clave de mi personalidad: nunca molesto, enojado o abatido. Siempre a cargo de mi propia vida y destino.
La nave gira a estribor, oscilando en un amplio círculo mientras mi tripulación corretea por la cubierta, ansiosa por regresar a Midas. No todos son nativos; algunos vienen de reinos vecinos como Armonía o Adékaros. Países de los que se aburrieron, o aquellos que fueron arrojados al caos después de la muerte de sus príncipes. Pertenecen a todos los lugares y sus hogares están en ningún lugar, pero hacen de Midas su morada porque es la mía. Incluso si es una mentira. Mi tripulación es mi familia y aunque nunca podría decirlo, quizá ni siquiera sea necesario decirlo, el Saad es mi verdadero hogar.
A donde nos dirigimos ahora es tan sólo otra parada más.
En Midas, el mar resplandece dorado. Por lo menos, ésa es la ilusión. En realidad, es tan azul como cualquier otro, pero la luz crea ilusiones. Ilusiones inexplicables. La luz puede mentir.
Las torres del castillo se levantan sobre la tierra, construidas en la más alta pirámide, hecha de oro puro, y cada piedra y ladrillo es una brillante extensión de la luz del sol. Las estatuas se dispersan en el horizonte y, en las ciudades cercanas a la ladera, las casas están pintadas del mismo tono. Las calles y los adoquines brillan de amarillo, de modo que cuando el sol golpea el mar, éste centellea en un reflejo inconfundible. Es sólo durante los momentos más oscuros de la noche que se puede ver el verdadero azul del mar de Midas.
Como príncipe de Midas, se supone que mi sangre está compuesta del mismo oro. Cada tierra de los cien reinos tiene sus propios mitos y fábulas para su realeza: los dioses tallaron a la familia Págos de la nieve y el hielo. Cada generación está dotada de cabello como leche y labios tan azules como los cielos. Los miembros de la realeza de Eidýllio son los descendientes del Dios del Amor, por lo que cualquiera que sea tocado por ellos encontrará a su alma gemela. Y los monarcas de Midas fueron creados de oro.
La leyenda dice que toda mi familia sólo sangra tesoros. Por supuesto, he sangrado mucho a lo largo de mi vida: las sirenas pierden la calma cuando cambian el papel de cazador a presa, y sus uñas se han incrustado en mis brazos. Mi sangre ha sido derramada con más frecuencia que la de cualquier príncipe, y puedo dar fe del hecho de que nunca ha sido de oro.
Mi tripulación lo sabe. Han sido ellos quienes han limpiado mis heridas y cosido mi piel. Sin embargo, prolongan la leyenda y ríen y asienten de manera sospechosa cada que la gente habla de mi sangre dorada. Nunca traicionarían el secreto de mi ordinariez.
—Por supuesto —Madrid dirá a cualquiera que pregunte—. El capi está hecho de las partes más puras del sol. Verlo sangrar es como mirar los ojos de los dioses.
Kye siempre se inclinará y bajará la voz de la manera en que sólo alguien que conoce todos mis secretos podría hacerlo.
—Las mujeres, después de haber estado con él, lloran lágrimas de metal líquido durante una semana. La mitad por extrañar terriblemente sus caricias, y la otra para recuperar su orgullo.
—Sí —agrega Torik siempre—. Y también defeca arcoíris.
Me detengo en el castillo de proa del Saad, anclado en los muelles de Midas. Me inquieta la idea de poner mis pies en tierra firme después de tantas semanas. Siempre es así. Más extraña todavía es la idea de que tendré que dejar las partes más auténticas de mí en el Saad antes de dirigirme a la pirámide y a mi familia. Ha pasado casi un año desde que partí, y aunque los he echado de menos, parece no haber sido suficiente tiempo.
Kye permanece a mi lado. El resto de la tripulación ha empezado a caminar, como un ejército en marcha hacia el palacio, pero él rara vez se aparta de mi lado a menos que se lo pida. Mi contramaestre, mi mejor amigo, mi guardaespaldas. Él nunca admitiría esto último, aunque mi padre le ofreció dinero suficiente para el cargo. Por supuesto, para ese momento Kye ya había sido parte de mi equipo el tiempo suficiente para saber que era inútil intentar salvarme, y mi amigo lo suficiente para estar dispuesto a intentarlo.
Aun así, tomó el oro. Tomaba la mayoría de las cosas sólo porque podía hacerlo. Era parte del trabajo de ser hijo de un diplomático. Si Kye iba a decepcionar a su padre uniéndose a mí en una cacería de sirenas en lugar de pasar una vida en la política y las negociaciones entre los reinos, entonces no lo haría a medias. Tiraría lo que tenía dentro. Después de todo, la amenaza de ser desheredado ya se había cumplido.
Alrededor de mí, todo resplandece. Los edificios, los pavimentos y hasta los muelles. En lo alto, cientos de pequeñas linternas de oro flotan camino a los cielos, celebrando mi regreso a casa. El consejero de mi padre proviene de la tierra de los adivinos y los profetas, así que siempre sabe cuándo estoy a punto de regresar. Cada vez, los cielos danzan con linternas encendidas, enjoyadas, al lado de las estrellas.
Percibo el familiar aroma de mi tierra natal. Midas siempre parece oler a fruta. Tantos tipos diferentes y todos a la vez. La pulpa molida de las peras mantequilla y los melocotones mezclada con el dulce brandy de los albaricoques. Y debajo, el ligero olor de regaliz, que viene del Saad y, muy probablemente, de mí.
—Elian —Kye pasa un brazo por encima de mi hombro—, deberíamos irnos si queremos comer algo esta noche. Sabes que ese montón no nos dejará ningún alimento si les damos la oportunidad.
Río, pero suena más como un suspiro.
Me quito el sombrero. Ya cambié mi atuendo marino por el único traje respetable que tengo a bordo de mi barco. Una camisa color crema, con botones en lugar de lazos, y pantalones azul medianoche sostenidos por un cinturón dorado. No del todo idóneo para un príncipe, pero tampoco para un pirata. Incluso quité el escudo de mi familia de la delgada cadena que rodea mi cuello y lo coloqué en mi pulgar.
—De acuerdo —engancho mi sombrero sobre el timón de la nave—, será mejor que terminemos con esto.
—No será tan malo —Kye anuda el cuello de su camisa—. Quizá te encuentres disfrutando las reverencias. Podrías incluso abandonar el barco y dejarnos a todos varados en la tierra dorada —se acerca y despeina mi cabello—. No sería tan malo —añade—. Me gusta bastante el oro.
—Un verdadero pirata —lo empujo sin entusiasmo—, pero puedes sacarte esa idea de la cabeza. Iremos al palacio, asistiremos al baile que, sin duda, se realizará en mi honor, y habremos partido antes de que termine la semana.
—¿Un baile? —las cejas de Kye se levantan—. Qué honor, Majestad —se inclina en una reverencia, con una mano en su estómago.
Lo empujo de nuevo. Más fuerte.
—Dioses —me estremezco—. Por favor, no.
Nuevamente se inclina, aunque esta vez apenas puede evitar reírse.
—Como lo desee, Su Alteza.
Mi familia se encuentra en el salón del trono. La cámara está decorada con bolas flotantes de oro, banderas impresas con el escudo de Midas y una gran mesa repleta de joyas y regalos. Obsequios de la gente para celebrar el regreso de su príncipe.
Después de haber dejado a Kye en el comedor, observo a mi familia desde la puerta, no del todo listo para anunciar mi presencia.
—No es que no crea que se lo merece —dice mi hermana.
Amara tiene dieciséis años, sus ojos son como molokhia y su cabello tan negro como el mío, casi siempre salpicado de oro y piedras preciosas.
—Es sólo que no creo que él lo quiera —Amara sostiene un brazalete de oro en forma de hoja y se lo presenta al rey y a la reina—. En serio —argumenta—, ¿pueden ver a Elian usándolo? Le estoy haciendo un favor.
—¿Robar es un favor ahora? —pregunta la reina. Las trenzas a cada lado de su flequillo se balancean mientras se gira hacia su esposo—. ¿La enviaremos a Kléftes para que viva con el resto de los ladrones?
—No soñaría con eso —dice el rey—. Envía a mi pequeño demonio allí y lo verán como un acto de guerra cuando ella robe el anillo con el escudo.
—Tonterías —finalmente entro a la habitación—, ella sería lo suficientemente inteligente para ir por la corona primero.
—¡Elian!
Amara corre hacia mí y arroja sus brazos alrededor de mi cuello. Devuelvo el abrazo y la levanto del piso, tan emocionado como ella de verla.
—¡Estás en casa! —dice, una vez que la coloco de nuevo en el suelo.
La miro con fingido pesar.
—Tengo aquí cinco minutos y ya estás planeando robarme.
Amara me da un golpe en el estómago.
—Sólo un poco.
Mi padre se levanta de su trono y sus dientes brillan contra su piel oscura.
—Hijo mío.
Me envuelve en un abrazo y me da una palmada en cada hombro. Mi madre desciende los escalones para unirse a nosotros. Ella es muy pequeña, apenas alcanza el hombro de mi padre, y sus rasgos son delicados y elegantes. Lleva el cabello a la altura de su barbilla, y sus ojos son verdes y felinos, cubiertos por mechones negros que acarician sus sienes.
El rey es su opuesto en todos los sentidos. Grande y musculoso, con una barba de candado adornada con cuentas. Sus ojos son de un marrón a tono con su piel, y su mandíbula es aguda y cuadrada. Con el Midas hierático decorando su rostro, se ve exactamente igual que el guerrero.
Mi madre sonríe.
—Estábamos empezando a preocuparnos de que nos hubieras olvidado.
—Sólo por un breve instante —beso su mejilla—. Los recordé tan pronto como atracamos. Vi la pirámide y pensé: Oh, mi familia vive allí. Recuerdo sus rostros. Espero que hayan comprado un brazalete para celebrar mi regreso —le lanzo una sonrisa a Amara y ella me golpea de nuevo.
—¿Has comido? —pregunta mi madre—. Hay todo un festín en el salón de banquetes. Creo que tus amigos están allí ahora.
Mi padre gruñe.
—Sin duda, devorando todo salvo nuestros utensilios.
—Si querías que se comieran los cubiertos, los hubieras hecho tallar de queso.
—En serio, Elian —mi madre golpea mi hombro y luego levanta su mano para apartar el cabello de mi frente—. Te ves tan cansado —dice.
Tomo su mano y la beso.
—Estoy bien. Eso es exactamente lo que dormir en un barco le hace a un hombre.
En realidad, no creo que me viera cansado hasta el momento en que me alejé del Saad en dirección al cemento pintado de oro de Midas. Un solo paso y perdí toda mi energía.
—Deberías intentar dormir en tu propia cama por más de unos pocos días al año —dice mi padre.
—Radamés —mi madre lo reprende—, no empieces.
—¡Tan sólo estoy hablando con el chico! No hay nada allá fuera salvo el océano.
—Y sirenas —le recuerdo.
—¡Ja! —su risa es un bramido—. Y tu trabajo es buscarlas, ¿cierto? Si no tienes cuidado, nos dejarás como Adékaros.
Arrugo la frente.
—¿Qué significa eso?
—Significa que tu hermana tendría que ocupar el trono.
—No tendremos que preocuparnos, entonces —lanzo mi brazo alrededor de Amara—. Definitivamente sería una mejor reina que yo.
Amara sofoca una risa.
—Tiene dieciséis años —mi padre me reprende—. A una niña se le debe permitir vivir su vida sin preocuparse por un reino entero.
—Oh —cruzo mis brazos—, a ella se le debe permitir, pero a mí no.
—Eres el mayor.
—¿En serio? —finjo que reflexiono al respecto—. Pero tengo un brillo tan juvenil.
Mi padre abre la boca para responder, pero mi madre coloca suavemente una mano sobre su hombro.
—Radamés —dice ella—, creo que es mejor que Elian duerma un poco. El baile de mañana hará que sea un día largo, y en verdad se ve cansado.
Presiono mis labios en una sonrisa tensa y hago una reverencia.
—Por supuesto —digo, y me disculpo.
Mi padre nunca ha entendido la importancia de mi labor, pero cada vez que regreso a casa, me arrullo con la idea de que quizá, sólo por una vez, él será capaz de poner su amor por mí por encima del que siente por su reino. Pero teme por mi seguridad porque eso afectaría la corona. Él ya ha pasado demasiados años preparando a la gente a fin de que me acepte como su futuro soberano para cambiar las cosas ahora.
—¡Elian! —me llama Amara.
La ignoro y continúo caminando con largos y rápidos pasos, sintiendo cómo la ira burbujea en mi piel, sabiendo que la única manera de enorgullecer a mi padre es renunciar a lo que soy.
—Elian —dice, con más firmeza—. Correr no es propio de una princesa. Y si lo es, haré un decreto entonces para que no lo sea, si alguna vez soy reina.
A regañadientes, me detengo y la miro. Ella suspira aliviada y se apoya contra la pared tallada con glifos. Se ha quitado los zapatos, y sin ellos es incluso más baja de lo que recuerdo. Sonrío, y cuando ella se da cuenta, frunce el ceño y golpea mi brazo. Me estremezco y estiro mi mano hacia la suya.
—Lo fastidias —dice, tomándome del brazo.
—Él me fastidia primero.
—Serás un buen diplomático con todos estos argumentos que tienes para debatir.
Sacudo la cabeza.
—No, si tú ocupas el trono.
—Al menos así me quedaría con el brazalete —me empuja con el codo—. ¿Cómo estuvo tu viaje? ¿Cuántas sirenas mataste como el gran pirata que eres?
Dice esto con una sonrisa de satisfacción, sabiendo muy bien que nunca le contaré sobre mi estancia en el Saad. Comparto muchas cosas con mi hermana, pero nunca cómo se siente ser un asesino. Me gusta la idea de que Amara me vea como un héroe, y los asesinos son villanos muy a menudo.
—Apenas alguna —digo—. Estaba tan lleno de ron que apenas pensé en eso.
—Eres bastante mentiroso —dice—. Y por bastante, quiero decir bastante malo.
Nos detenemos fuera de su habitación.
—Y tú eres bastante curiosa —digo—. Eso es nuevo.
Amara ignora esto.
—¿Vas al salón de banquetes para encontrarte con tus amigos? —pregunta.
Niego con la cabeza. Los guardias se asegurarán de que mi tripulación encuentre buenas camas para pasar la noche, y estoy demasiado cansado para cubrirme con otra ronda de sonrisas.
—Me voy a la cama —digo—. Como la reina ordenó.
Amara asiente, se pone de puntillas y besa mi mejilla.
—Te veré mañana —dice—. Y puedo preguntarle a Kye sobre tus hazañas. No creo que un diplomático le mienta a una princesa —con una sonrisa juguetona, se dirige a su habitación y cierra la puerta detrás de ella.
Me detengo por un momento.
No me gusta mucho la idea de que mi hermana intercambie historias con mi tripulación, pero al menos puedo confiar en que Kye cuente sus historias con menos muerte y sangre. Él es imaginativo, pero no estúpido. Sabe que no me comporto como un príncipe debería, al igual que él no se comporta como debería hacerlo un hijo de diplomático. Es mi mayor secreto. La gente me conoce como el cazador de sirenas, y aquéllos en la corte pronuncian esas palabras con diversión y cariño: Oh, príncipe Elian, intentando salvarnos a todos. Si entendieran lo que se necesita, los horribles y repugnantes gritos de las sirenas. Si vieran los cadáveres de las mujeres en mi cubierta antes de que se disuelvan en espuma de mar, entonces mi gente no me miraría con tanto cariño. Ya no sería un príncipe para ellos, y por mucho que lo desee, sé que no debe ser así.
El palacio de Keto se encuentra en el centro del mar Diávolos y siempre ha sido el hogar de la realeza. Aunque los humanos tienen reyes y reinas en cada grieta de la tierra, el océano posee una sola gobernante. Una reina. Ésta es mi madre, y un día lo seré yo.
Un día cercano. No es que mi madre sea demasiado vieja para gobernar. Aunque las sirenas vivamos cien años, después de algunas décadas dejamos de envejecer, y pronto las hijas lucen como sus madres y las madres como hermanas, y se hace difícil saber qué edad tiene alguien en realidad. Ésta es otra razón por la que contamos con la tradición de los corazones: la edad de una sirena nunca está determinada por su rostro, sino por la cantidad de vidas que ha robado.
Ésta es la primera vez que rompo esa tradición y mi madre está furiosa. Mirándome por encima del hombro, la Reina del Mar es tan tiránica. Para un extraño, podría parecer incluso infinita, como si su reinado nunca pudiera llegar a su fin. No parece que perderá su trono en unos cuantos años.
Como es costumbre, la Reina del Mar deja su corona una vez que reune sesenta corazones. Sé el número exacto que mi madre ha escondido en la bóveda bajo los jardines del palacio. Antes, los anunciaba cada año, orgullosa de su creciente colección. Pero dejó de proclamarlos cuando alcanzó los cincuenta. Dejó de contar o, por lo menos, de decirle a la gente que lo hacía. Pero yo nunca me detuve. Cada año contaba los corazones de mi madre con la misma rigurosidad con la que sumaba los míos. Así puedo saber que sólo le quedan tres años antes de que la corona sea mía.
—¿Cuántos son ahora, Lira? —pregunta la Reina del Mar, cerniéndose sobre mí.
De mala gana, inclino la cabeza. Kahlia se detiene a mis espaldas, y aunque no puedo verla, sé que está atenta.
—Dieciocho —respondo.
—Dieciocho —reflexiona la Reina del Mar—. Qué gracioso que tengas dieciocho corazones, cuando tu cumpleaños no es sino hasta dentro de dos semanas.
—Lo sé, pero…
—Déjame decirte lo que yo sé —la reina se sienta en su trono de esqueleto—. Se suponía que debías llevar a tu prima para que obtuviera su decimoquinto corazón, y de alguna manera eso resultó ser demasiado difícil.
—No especialmente —digo—, sí la llevé.
—Y también tomaste algo para ti.
Sus tentáculos se extienden alrededor de mi cintura y me jalan hacia ella. En un instante, siento el crujido de mis costillas.
Cada reina comienza como sirena, y cuando la corona pasa a ella, su magia le roba las aletas y deja en su lugar poderosos tentáculos que mantienen la fuerza de los ejércitos. Se vuelve más calamar que pez, y con esa transformación viene la magia, inflexible y grandiosa. Suficiente para dar forma a los mares a su capricho. La Reina del Mar y la Bruja del Mar, ambas.
Nunca conocí a mi madre como sirena, pero no puedo imaginar que alguna vez se haya visto normal. Ella luce símbolos ancestrales y runas tatuadas en rojo sobre su estómago, que se extienden hasta sus pómulos gloriosamente tallados. Sus tentáculos son negros y escarlata y se difuminan como sangre derramada en tinta, y sus ojos hace mucho tiempo se convirtieron en rubíes. Incluso su corona es un magnífico tocado que termina en pico en los cuernos sobre su cabeza y fluye como extremidades por su espalda.
—No voy a cazar en mi cumpleaños para compensarlo —concedo sin aliento.
—Oh, pero sí lo harás —la reina acaricia su tridente negro. Un solo rubí, como sus ojos, brilla en medio de la lanza—. Porque hoy nunca sucedió. Porque nunca me desobedecerías ni menoscabarías mi autoridad de ninguna manera. ¿Lo harías, Lira?
Aprieta mis costillas con más fuerza.
—Por supuesto que no, madre.
—¿Y tú? —la reina dirige su atención hacia Kahlia, y yo intento ocultar cualquier señal de zozobra. Si mi madre viera preocupación en mis ojos, sería otra debilidad más que ella podría explotar.
Kahlia nada hacia adelante. Su cabello está recogido detrás de su rostro por un lazo de algas marinas, y sus uñas todavía están cubiertas con pedazos de la reina de Adékaros. Inclina la cabeza en lo que algunos podrían interpretar como una muestra de respeto. Pero yo sé que no lo es. Kahlia nunca mira a la Reina del Mar a los ojos, porque si lo hiciera, entonces mi madre sabría exactamente lo que mi prima piensa de ella.
—Pensé que ella sólo lo mataría —dice Kahlia—. Nunca pensé que tomaría su corazón también.
Es una mentira y me alegro.
—Bueno, cuán perfectamente estúpido es que no conozcas a tu prima —mi madre la mira con avidez—. No estoy segura de pensar en un castigo lo suficientemente desagradable para una idiotez tan absoluta.
Aprieto una mano contra el tentáculo que sujeta mi cintura.
—Cualquiera que sea el castigo —digo—, yo lo tomaré.
La sonrisa de mi madre se crispa, y sé que está pensando en todas las formas en que esto me hace indigna de ser su hija. Aun así, no puedo evitarlo. En un océano de sirenas que sólo cuidan de sí mismas, proteger a Kahlia se ha convertido en un acto reflejo desde el día en que ambas fuimos forzadas a ver morir a su madre. Y he continuado a lo largo de los años, mientras la Reina del Mar ha intentado moldear a Kahlia y a mí y las perfectas descendientes de Keto, tallando nuestros filos de la manera correcta para que ella pudiera admirarlos. Es un espejo de una infancia que preferiría olvidar.
Kahlia es como yo. Demasiado como yo, tal vez. Y aunque es lo que hace que la Reina del Mar la odie, también es la razón por la que yo elijo cuidarla. Me he quedado a su lado, resguardándola de las partes más crueles de mi madre. Proteger ahora a mi prima ya no es una decisión, es instinto.
—Qué amable de tu parte —dice la Reina del Mar con una sonrisa desdeñosa—. ¿Es por todos esos corazones que has robado? ¿Tomaste algo de su humanidad, también?
—Madre…
—Tal lealtad a una criatura que no es tu reina —suspira—. Me pregunto si ésta es la forma en que te comportas con los humanos también. Dime, Lira, ¿lloras por sus corazones rotos?
Ella me suelta, asqueada. Odio en lo que me convierto ante su presencia: trivial e indigna de la corona que voy a heredar. En sus ojos, veo mi fracaso. No importa cuántos príncipes cace, nunca seré el tipo de asesina que ella es.
Todavía no soy lo suficientemente fría para el océano que me dio a luz.
—Dámelo para que podamos seguir adelante —dice la Reina del Mar con impaciencia.
Arrugo la frente.
—Dártelo —repito.
La reina extiende su mano.
—No tengo todo el día.
Me toma un momento darme cuenta de que se refiere al corazón del príncipe que maté.
—Pero… —sacudo la cabeza— es mío.
¡Qué increíblemente infantil me he vuelto!
Los labios de la Reina del Mar se curvan.
—Me lo vas a dar —dice—. Ahora mismo.
Al ver la expresión de su rostro, me giro y nado hacia mi habitación sin decir una palabra más. Allí, el corazón del príncipe yace enterrado junto a otros diecisiete. Con cuidado, excavo a través de la teja recién colocada y saco el corazón. Está encostrado en arena y sangre y todavía se siente cálido entre mis manos. No me detengo a pensar en el dolor que me dará esta pérdida antes de volver a nadar y presentárselo a ella.
La Reina del Mar lanza un tentáculo y arrebata el corazón de mi palma abierta. Por un momento, me mira a los ojos, evaluando cada una de mis reacciones. Saboreando el momento. Y luego aprieta.
El corazón explota en una espantosa masa de sangre y carne. Las partículas diminutas flotan como pelusa del océano. Algunas se disuelven. Otras caen al fondo como plumas. Disparos se agolpan en mi pecho, me sacuden como remolinos mientras me arrebatan la magia del corazón. Las sacudidas son tan fuertes que mis aletas se rasgan con el caparazón de un caracol cercano. Mi sangre brota junto con la del príncipe.
La sangre de una sirena no se parece en nada a la humana. En primer lugar, porque es fría. En segundo, porque se quema. La sangre humana fluye y gotea y forma charcos, pero la de las sirenas crea ampollas, burbujea y se derrite a través de la piel.
Caigo al suelo y araño la arena tan profundamente que mi dedo apuñala una roca y ésta rompe mi uña de tajo. Estoy sin aliento, jadeando en grandes bocanadas de agua y luego asfixiándome, un instante después. Creo que me estoy ahogando, y casi me río al pensarlo.
Una vez que una sirena roba un corazón humano, se une a él. Es un tipo de magia ancestral que no puede romperse fácilmente. Al tomar el corazón, absorbemos su poder, robando lo que haya sido la juventud y la vida que el humano haya dejado atrás y vinculándolo a nosotras. El corazón del príncipe de Adékaros está siendo arrancado de mí, y cualquier poder que tenga se filtra al océano ante mis ojos. En la nada.
Me levanto temblando. Mis miembros se sienten tan pesados como el hierro y mis aletas palpitan. Las gloriosas algas rojas que cubren mis pechos todavía están enroscadas a mi alrededor, pero algunas hebras se han aflojado y cuelgan lánguidas sobre mi vientre. Kahlia se da vuelta para evitar que mi madre vea la angustia en su rostro.
—Maravilloso —dice la reina—. Tiempo para el castigo.
Ahora sí río. Mi garganta se siente áspera, e incluso el sonido de mi voz, tan forjado con magia, me quita energía. Me siento más débil que nunca.
—¿Eso no fue un castigo? —escupo—. ¿Extraer así el poder de mí?
—Fue el castigo perfecto —dice la Reina del Mar—. No creo que pudiera haber pensado en una mejor lección para ti.
—Entonces, ¿qué más sigue?
Ella sonríe y muestra sus colmillos de marfil.
—El castigo de Kahlia —dice—. A petición tuya.
Siento la pesadez en mi pecho otra vez. Reconozco el terrible brillo en los ojos de mi madre, dado que es una mirada que heredé. Una que odio ver en alguien más, porque sé exactamente lo que significa.
—Estoy segura de que puedo pensar en algo apropiado —la reina se pasa la lengua por los colmillos—. Algo para enseñarte una valiosa lección sobre el poder de la paciencia.
Lucho contra el impulso de burlarme, a sabiendas de que no saldrá nada bueno de eso.
—No me mantengas en suspenso.
La Reina del Mar se dirige hacia mí.
—Siempre disfrutaste el dolor —dice.
Es el mayor cumplido que puede darme, así que sonrío de una manera repugnantemente agradable y respondo:
—El dolor no siempre duele.
La Reina del Mar me lanza una mirada despectiva.
—¿En verdad? —sus cejas se tensan y mi arrogancia vacila un poco—. Si así es como te sientes, entonces no tengo más remedio que decretar que, para tu cumpleaños, tendrás la oportunidad de infligir todo el dolor que quieras cuando robes tu próximo corazón.
La miro con cautela.
—No entiendo.
—Sólo —continúa la reina— que en lugar de los príncipes a los que eres tan adepta a atrapar, agregarás un nuevo tipo de trofeo a tu colección —su voz es tan malvada como jamás ha sido la mía—. Tu corazón de dieciocho años pertenecerá a un marinero. Y en la ceremonia de tu cumpleaños, con todo nuestro reino presente, lo exhibirás, como lo has hecho con tus trofeos.
Miro a mi madre, mientras muerdo mi lengua con tanta fuerza que mis dientes casi se unen.
Ella no quiere castigarme, quiere humillarme. Mostrarle a un reino cuyo miedo y lealtad me he ganado que no soy diferente a ellos. Que no sobresalgo. Que no soy digna de tomar su corona.
He pasado mi vida intentando ser justo lo que mi madre deseaba, la peor de todas nosotras, en un esfuerzo por demostrar que soy digna del tridente. Me convertí en la Perdición de los Príncipes, un título que me define en todo el mundo. Para el reino, para mi madre, soy despiadada. Y esa falta de compasión hace que todas y cada una de las criaturas del mar estén seguras de que puedo reinar. Ahora mi madre quiere arrebatarme eso. No sólo mi nombre, sino la fe del océano. Si no soy la Perdición de los Príncipes, entonces no soy nada. Sólo una princesa que hereda una corona en lugar de ganarla.
—No recuerdo la última vez que lo vi así.
—¿Que me viste cómo?
—Arreglado.
—Arreglado —repito mientras ajusto el cuello de mi camisa.
—Guapo —dice Madrid.
Arqueo una ceja.
—¿No soy guapo siempre?
—No está limpio siempre —dice ella—. Y su cabello no siempre está tan…
—¿Arreglado?
Madrid enrolla las mangas de su camisa.
—Principesco.
Sonrío y me miro en el espejo. Mi cabello está pulcramente peinado hacia atrás y cada mota de polvo fue eliminada para que no quedara ni un gramo de océano sobre mí. Llevo una camisa de vestir blanca con cuello alto y una chaqueta dorada oscura que se siente como seda contra mi piel. Probablemente porque es seda. El escudo de mi familia se posa incómodamente en mi pulgar y en cada pieza de oro que porto, que parecen resplandecer con más brillo.
—Tú te ves igual que siempre —le digo a Madrid—. Sólo sin las manchas de barro.
Me da un puñetazo en el hombro y ata su cabello de medianoche con un pañuelo, revelando el tatuaje de Kléftes en su mejilla. Es la marca para los niños secuestrados por los barcos de esclavos y obligados a ser asesinos a sueldo. Cuando la encontré, Madrid acababa de comprar su libertad a punta de pistola.
Al llegar a la puerta, Kye y Torik aguardan. Al igual que Madrid, no lucen diferentes. Torik lleva sus pantalones cortos deshilachados sobre las rodillas, y Kye sus mejillas afiladas y una sonrisa hecha para el engaño. Sus rostros están más limpios, pero nada más ha cambiado. Son incapaces de pretender ser alguien más. Envidio eso.
—Ven con nosotros —dice Kye, mientras entrelaza sus dedos con los de Madrid. Ella mira fijamente la inusual muestra de afecto y se separa para alisar su cabello. Ambos son mucho mejores luchadores que amantes.
—Le gusta la taberna mucho más que este lugar —dice Madrid.
Es verdad. Una horda de mi tripulación ya se dirigió al Ganso Dorado, con suficiente oro para beber hasta que salga el sol. Todo lo que queda son mis tres más fieles.
—Es un baile organizado en mi honor —les digo—. No sería muy honorable de mi parte no aparecer.
—Tal vez ni siquiera se den cuenta —el cabello de Madrid se mueve salvajemente a sus espaldas mientras habla.
—Eso no es reconfortante.
Kye la empuja y ella lo lanza hacia atrás con el doble de fuerza.
—Basta —dice ella.
—Deja de ponerlo nervioso, entonces —responde él—. Dejemos que el príncipe ejerza como tal por una vez. Además, necesito un trago, y siento que estoy arruinando esta cristalina habitación tan sólo por estar parado aquí.
Asiento.
—Me siento peor sólo con mirarte.
Kye se acerca al sofá cercano y me arroja uno de los cojines bordado con hilos de oro con tan mala puntería que aterriza a mis pies. Lo pateo y trato de parecer castigador.
—Espero que arrojes tu cuchillo mejor que esto.
—Ninguna sirena se ha quejado todavía —dice—. ¿Estás seguro de que está bien que nos vayamos?
Miro en el espejo al príncipe que tengo delante. Inmaculado y frío, con apenas un destello en mis ojos. Como si fuera intocable y lo supiera. Madrid tenía razón: me veo principesco. Lo que quiere decir que me veo como un completo bastardo.
Me ajusto el cuello de nuevo.
—Seguro.
El salón de baile reluce como su propio sol. En todas partes brilla y centellea, tanto que si me concentro en algo específico, mi cabeza comienza a latir con fuerza.
—¿Cuánto tiempo planea tener sus pies en tierra?
Nadir Pasha, uno de nuestros más altos dignatarios, hace girar un vaso dorado de brandy. A diferencia de los otros Pashas con los que pasé la tarde en una conversación ociosa, fuera sobre rangos políticos o militares, él no es tan banal. Por eso, lo reservo siempre para el final cuando consulto con la corte. Las cuestiones de Estado son la cosa más alejada de su mente, sobre todo en esas ocasiones en que las copas de brandy son tan grandes.
—Sólo unos días más —digo.
—¡Qué aventurero! —Nadir da un sorbo a su bebida—. Qué alegría ser joven, ¿no?
Su esposa, Halina, alisa la parte delantera de su vestido esmeralda.
—Absolutamente.
—No es que tú o yo recordemos —remarca el Pasha.
—No es que te des cuenta —llevo la mano de Halina hasta mis labios—. Resplandeces con más brillo que cualquier tapiz que tengamos.
La intención de mi cumplido es fácil de reconocer, pero Halina hace una reverencia de cualquier forma.
—Gracias, Su Señoría.
—Es completamente asombroso lo lejos que llega para cumplir sus deberes —dice Nadir—. Incluso he escuchado rumores de todos los idiomas que se dice que habla. Sin duda, eso será de ayuda en las futuras negociaciones entre los reinos vecinos. ¿Cuántos son ahora?
—Quince —respondo—. Cuando era más joven, pensaba que podría aprender cada idioma de los cien reinos. Creo que he fallado de forma espléndida.
—¿De qué sirve eso, de cualquier forma? —pregunta Halina—. Apenas hay una persona viva que no hable midasán. Estamos en el centro del mundo, Su Alteza. No vale la pena conocer a nadie que no se moleste en aprender el idioma.
—Tienes razón —Nadir asiente con rudeza—. Pero a lo que me refería en realidad, Su Alteza, era al lenguaje de ellas. El lenguaje prohibido —baja la voz un poco y se inclina, de modo que su bigote me hace cosquillas en la oreja—. Psáriin.
El lenguaje del mar.
—¡Nadir! —Halina golpea el hombro de su esposo, horrorizada—. ¡No deberías hablar de esas cosas! —se vuelve hacia mí—: Nos disculpamos por ofenderlo, Majestad —dice—. Mi marido no quiso insinuar que mancillaría su boca con semejante lenguaje. Ha bebido demasiado brandy. Las copas son más profundas de lo que parecen.
Asiento, no me siento ofendido. Es sólo un lenguaje después de todo, y aunque ningún humano puede hablarlo, tampoco ha dedicado su vida a cazar sirenas. No es descabellado imaginar que hubiera decidido agregar el dialecto de mi presa a mi colección. Incluso si está prohibido en Midas. Pero para hacerlo necesitaría mantener viva una sirena el tiempo suficiente para que me enseñara, y no está entre mis planes. Por supuesto, he recogido algunas palabras aquí y allá. Arith