La princesa del jeque - Dani Collins - E-Book
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La princesa del jeque E-Book

Dani Collins

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Beschreibung

Karim haría cualquier cosa para proteger su reino… Incluso chantajear a la princesa Galila para que se casase con él. El jeque Karim era tan implacable como el desierto que lo había forjado. Tontear con la fascinante princesa Galila durante la boda de su hermano era un pasatiempo, hasta que ella le reveló el más oscuro secreto familiar, uno que amenazaba la seguridad de su reino. Para proteger a su país, Karim debía seducir a Galila y comprar así su silencio. Pero la cruda pasión de su primer encuentro lo dejó sorprendido y decidido a encontrar una solución permanente. Para evitar el escándalo, Karim convertiría a la impetuosa princesa en su esposa de conveniencia.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Books S.A.

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La princesa del jeque, n.º 2784 - junio 2020

Título original: Sheikh’s Princess of Convenience

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-065-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ESTOY guapa, mamá?».

Galila estuvo a punto de hacer esa pregunta, una que había aprendido a callar con los años, cuando se dio la vuelta y vio aquella aparición.

Se quedó inmóvil en la plataforma de baldosas que atravesaba la piscina, mirando el reflejo de la mujer que había aparecido en el ventanal. Se parecían tanto… Bajo las luces doradas del patio, era como si su madre estuviese observándola, vigilante y seria.

Como siempre.

Estaban celebrando la boda de su hermano Zufar, el nuevo rey de Khalia, y llevaba un precioso vestido de color mandarina con escote palabra de honor y una falda con varias capas de seda. Por encima, un tul transparente bordado con hilo de oro, como correspondía a un miembro de la familia real. Su pelo caía en cascada desde la tiara de diamantes que solo se usaba en ocasiones especiales y, hasta ese día, solo sobre la cabeza de su madre.

Los ojos que veía en el ventanal eran definitivamente los ojos de su madre, enfatizados escrupulosamente con eyeliner negro y dorado. Muchos años atrás, esos ojos la habían mirado con indulgencia, con afecto.

«Tan guapa, mi niña», le había dicho su madre con ternura mientras le acariciaba el pelo.

Galila miró su reflejo en el cristal buscando fallos, como hubiera hecho la reina Namani si siguiera viva.

«Tienes mal color, Galila».

Era efecto de la luz y de su imaginación, pero el reproche aún podía hacer que quisiera corregir ese defecto y recuperar un cariño maternal que había volado como la arena del desierto.

Más que su muerte, lamentaba haber perdido la oportunidad de recuperar ese cariño. O tal vez de entender por qué lo había perdido.

¿Qué había hecho salvo crecer y convertirse en una mujer tan bella como su madre? ¿Ese era su crimen?

Galila levantó la copa de coñac que tenía en la mano.

¿Podría por fin crecer libremente ahora que no le hacía sombra?

El coñac que había aprendido a beber en el internado calentó su garganta, prometiendo el efecto adormecedor que buscaba. En un mundo perfecto, bebería hasta caer inconsciente y posiblemente se ahogaría en la piscina para escapar del caos que la rodeaba.

«No te pongas en evidencia, Galila. Para eso ya tenemos a Malak».

–Te estás mojando el vestido.

La voz masculina, ronca y aterciopelada, hizo que girase la cabeza para escudriñar entre las sombras, esperando… bueno, no sabía qué esperar. Un hombre, sí, pero no tal hombre.

Él se apoyó en uno de los arcos, con el rostro enmarcado por el ghutra tradicional. Tenía un aspecto peligroso y atractivo al mismo tiempo. Peligrosamente atractivo con esos ojos oscuros y esa mandíbula firme bajo una barba bien recortada. De robarte el aliento, en realidad, con el bisht bordado en oro sobre los hombros y la túnica blanca que se pegaba a su ancho torso, y el cuello adornado con un zafiro del tamaño de su puño.

Galila se dijo a sí misma que se había tambaleado por culpa del alcohol, pero sospechaba que era el impacto de tan tremenda virilidad.

Él se apartó del arco para acercarse a la plataforma.

–Ven, antes de que arruines esa perfección.

Parecía un poco impaciente, pero el dolorido corazón de Galila se abrió como una flor por el cumplido. Usando la mano libre, levantó la falda del vestido y fue pisando con cuidado. Estaba un poco achispada y agradeció que él le quitase la copa de la mano y sujetase su antebrazo hasta que salió de la piscina.

El roce socavó su equilibrio tanto como el coñac. Más, tal vez. No era el coñac lo que hacía que se le encogiese el corazón o que sus ojos se empañasen.

Hasta sus oídos llegaba la música del salón de baile, pero todos sus sentidos estaban concentrados en él. Algo la empujaba hacia aquel hombre, no sabía qué.

Era alto e irradiaba magnetismo, como un campo de fuerza que lo hacía parecer intocable. Tal vez el coñac le estaba provocando esa reacción.

Él olió la copa, haciendo un gesto de desdén.

–¿No apruebas el alcohol? –preguntó Galila.

–No apruebo a la gente que se emborracha.

Debería haberle molestado que fuese tan arrogante, pero su censura le dolió. ¿Por qué? Aquel desconocido no era nadie para ella.

Pero era diferente. No se parecía a los hombres de Khalia y tampoco a los aristócratas y artistas que había conocido en Europa. Era demasiado hosco y arrogante, y ella había decidido mucho tiempo atrás que, si se casaba algún día, sería con un hombre progresista, un extranjero, no con uno de aquellos bárbaros que pensaban como cinco siglos atrás.

Sin embargo, estaba fascinada y sentía el absurdo deseo de impresionarlo. Por alguna razón, quería ganarse su respeto.

«Deja de ser tan ingenua», le pareció oír la voz de su hermano Malak. Él había aprendido a vivir sin amor y sin que le importase la opinión de los demás. ¿Por qué para ella era tan necesario?

No lo era, se dijo a sí misma, intentando recuperar la copa.

–Es la boda de mi hermano y estoy celebrándolo.

 

 

–La gente hace muchas tonterías cuando se emborracha.

El jeque Karim de Zyria no levantó la voz. Ni siquiera le ordenó que no bebiese, pero su tono imperioso, inculcado desde la infancia, pareció afectarla porque ella lo miró en silencio, tal vez comprendiendo que no sería sensato desobedecer la orden.

Había observado a la familia real de Khalia durante todo el día, pero la princesa Galila, tan parecida a su difunta madre, era quien más lo fascinaba. Era como un pajarillo yendo de grupo en grupo, flirteando y bromeando con su hermano, el novio y recién coronado rey.

¿Su madre habría tenido la misma energía? ¿Era así como había cautivado a su padre? Había visto fotografías, pero en persona la princesa Galila no era meramente bella, sino fascinante, y lo atraía de un modo irresistible.

Aunque no iba a encandilarse con ella, por supuesto. Le parecía superficial, vanidosa. Su sonrisa y sus gestos dejaban claro que conocía el poder de su belleza, que usaba sin el menor reparo para eclipsar a las demás mujeres.

Por eso le sorprendió ver que se alejaba por el jardín, dejando atrás a los invitados. La había seguido porque quería entender cómo la madre de aquella mujer había destruido la vida de su familia, no porque estuviese interesado en ella.

¿Su madre, la reina Namani, habría sido igualmente superficial? Había visto a Galila mirarse en el cristal de las ventanas, tan enamorada de sí misma que no había notado su presencia.

Pero él no era un acosador escondido entre las sombras, espiando a doncellas, sino un rey atormentado por preguntas para las que nunca había podido encontrar respuesta. Además, quería verla de cerca y descubrir el secreto de su atractivo.

Al verla en la piscina, se dio cuenta de que estaba borracha.

Una pena. Él se abstenía del alcohol porque no quería estar tan borracho como para pensar que saltar desde un balcón pudiese resolver sus problemas.

Le había parecido ver un brillo de desesperación en sus ojos cuando le recordó que beber no era sensato, pero enseguida había usado su belleza para distraerlo e hipnotizarlo.

–¿Qué hay de malo en pasarlo bien? –lo retó ella entonces, sacudiendo su larga melena.

Había un hombre tras la regia compostura y Karim sintió el mismo deseo que hubiera sentido cualquier otro, pero mantuvo la mirada clavada en la suya.

–El alcohol es destructivo.

Ella pareció desconcertada o molesta por la respuesta porque frunció el ceño, pero enseguida levantó la barbilla en un gesto orgulloso.

–Tal vez tenga mis razones –replicó.

–Seguro que tu vida es muy dura –se burló él.

–Perdí a mi madre hace tres meses –dijo Galila–. Tengo derecho a estar de luto.

–Sí, es cierto –admitió Karim, inclinando levemente la cabeza. Él no había podido compadecerse de sí mismo tras la muerte de su padre. Las circunstancias habían sido mucho más trágicas y entonces era un niño de seis años–. Pero beber hasta perder el conocimiento solo empeora la situación.

–¿Cómo va a empeorarla? Mi padre está tan dolorido que se ha encerrado en sí mismo. No puedo ni hablar con él. Nadie puede hacerlo. Echa mucho de menos a mi madre.

Karim también entendía esa aflicción. Tampoco él había sido capaz de mitigar el dolor de su madre tras la muerte del rey Jamil. Lo único que había podido hacer era protegerla de la triste verdad, que su padre se había quitado la vida.

–Tuvo una aventura –dijo Galila entonces, como hablando consigo misma–. Mi padre sigue queriéndola, pero ahora todos lo sabemos y eso ha triplicado su angustia.

El corazón de Karim se detuvo durante una décima de segundo.

–¿Tu padre lo sabía?

Por pesada que fuese la carga de la verdad, él nunca había hablado con nadie de ese asunto y tras la muerte de la reina Namani había pensado que el secreto de la aventura de sus padres moriría con él.

–¡Lo sabía desde siempre! –respondió ella, airada–. Incluso la ayudó a ocultar su aventura cuando se quedó embarazada. Enviaron a mi hermanastro al desierto el día que nació.

Karim tuvo que clavar los pies en el suelo para no tambalearse.

–Explícame cómo puedo soportar una bomba así salvo emborrachándome –siguió Galila, dejando escapar una risa amarga.

–¿Tienes otro hermano? ¿Un hermanastro?

–¡Sí!

Si ella tenía un hermanastro, él también tenía un hermanastro. Karim sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

–Adir apareció en el funeral y nos contó que nuestra madre había estado escribiéndole durante años, diciéndole cuánto lamentaba haberse separado de él porque lo quería más que a ninguno… –dijo ella, con los ojos brillantes de lágrimas–. Porque él era el único lazo con el hombre al que amaba de verdad –Galila se llevó una mano al corazón–. Nuestro padre sufrió una crisis nerviosa. ¿Y cómo no? Todos nos quedamos atónitos. Zufar tuvo que hacerse cargo del trono… y ahora su prometida se ha escapado con él. Zufar no debería haberse casado con Niesha. Llevaba años comprometido con Amira, pero Adir volvió esta mañana y se la llevó del palacio. Yo misma vi cómo se la llevaba. Dijo que era su venganza por haberle negado sus derechos de nacimiento.

–Adir –repitió Karim.

¿Ese era el nombre de su hermanastro?

–Zufar se ha casado con una doncella para no tener que admitir que su prometida lo había dejado plantado. Malak se ha ido del palacio… estará en algún casino o en algún harem. ¿Y qué puedo hacer yo? No tengo a nadie, así que perdóname si busco consuelo en una copa de coñac.

Karim le quitó la copa y derramó el alcohol sobre las baldosas del suelo. Tenía que hacerlo. Aquella noticia era explosiva.

–¿Quién más lo sabe? –le preguntó.

–Nadie –respondió ella, haciendo un gesto de fastidio–. Ahora tendré que servirme otra copa.

–¿Quién es el padre de Adir? –inquirió Karim, apretando la copa con tal fuerza que casi temía romperla.

–Nadie lo sabe. Al parecer, mi madre se llevó el secreto a la tumba. Aunque podría preguntar por ahí –Galila señaló la terraza del salón de baile–. Seguro que está entre los invitados.

Los gobernantes de los reinos vecinos eran un caleidoscopio de túnicas y vestidos de colores. Las voces competían con la música en un estruendo que, de repente, le parecía insoportable.

–¿Por qué piensas eso? –le preguntó Karim, intentando disimular su inquietud.

–Mi madre no habría tenido una aventura con un criado. Tenía que ser alguien de su talla, seguramente alguno de esos jeques que están felicitando a mi hermano por su matrimonio.

Tenía razón, por supuesto. Su padre era el rey de Zyria, de modo que tenía «talla» suficiente para mantener una aventura con la reina de Khalia. Tal vez todo empezó en un evento como aquel. Su padre y la madre de Galila debían de ser de su edad cuando se conocieron. Tal vez se habían escondido entre las sombras para dar rienda suelta a su pasión, como estaban haciendo otros amantes en ese momento.

Él era demasiado práctico, pero sentía el extraño anhelo de que Galila y él fueran una de esas parejas. Si pudiese disfrutar de una simple aventura en lugar de estar maquinando cómo evitar que otros conocieran aquel escándalo.

Galila era tan bella como lo había sido su madre. Casi entendía la desolación de su padre al ser rechazado por una mujer así. Por supuesto, su padre estaba casado y no debería haber mantenido una aventura, pero él no tenía tales impedimentos.

Durante toda su vida había intentado evitar que su madre descubriese la verdad sobre la muerte de su padre y no estaba dispuesto a dejar que todo se desmoronase por culpa de una mujer ebria. De hecho, tenía que asegurarse su silencio como fuera.

 

 

Galila sabía que no debería contarle secretos familiares a aquel hombre, pero había despertado su interés y no quería perderlo. Durante años, ella había sido secundaria. Mujer y, por lo tanto, menos que sus hermanos varones en aquella zona atrasada del mundo. Princesa, pero no reina.

–Deberíamos volver a la fiesta –dijo entonces el misterioso desconocido.

–Sí, me gustaría tomar una copa de coñac –murmuró ella, pestañeando coquetamente.

Él le devolvió una mirada circunspecta que le encogió el corazón. Tenía la absurda sensación de haberlo decepcionado.

–No necesito tu permiso –le dijo, enfadada.

–Ya veremos –replicó él, tomándola del brazo con gesto desaprobador.

El cálido roce de su mano hizo que trastabillase y estuvo a punto de torcerse un tobillo.

«No estoy tan borracha», le habría gustado decir, pero no parecía capaz de pensar con claridad.

¿Qué le pasaba?

La proximidad de aquel hombre le provocaba escalofríos y calentaba su sangre al mismo tiempo. La dejaba sin aliento, incapaz de reaccionar de forma normal.

Galila dejó que la llevase por el jardín, de vuelta al banquete.

–¿Tú no bebes nunca? –le preguntó, intentando desesperadamente recuperar la compostura.

–Nunca.

–Es una pena –dijo Galila, apoyándose en su brazo–. ¿Por qué no dejas que te inicie en el alcohol?

El instinto de supervivencia le advertía que provocarlo no era buena idea. No era un hombre débil en ningún sentido, ni inocente. Era un hombre de mundo, cínico y seguro de sí mismo.

Cuando llegaron a la zona iluminada del jardín y pudo verlo mejor, pensó que su boca era una obra de arte. Sus labios eran generosos y sensuales. ¿Cómo sería sentirlos sobre los suyos?

Un rubor de pura lujuria cubrió su cuerpo, haciendo que volviese a tropezar.

–¿Tengo que llevarte en brazos?

Galila se rio. Era lo bastante sofisticada como para tontear con los hombres, pero sabía quién era. Había mantenido su reputación intacta, igual que su virginidad, por su familia. Tal vez también para evitar las críticas de su madre. Pero la verdad era que nunca se había sentido tan abrumada de deseo como para entregarse a un hombre y el impulso de echarse en los brazos de aquel era tan intenso, tan inesperado, que la inquietaba. ¡Pero era absurdo, ni siquiera sabía su nombre!

–¿Qué estabas haciendo en la piscina?

–Lo mismo que tú, meditando –respondió él.

–¿Sobre qué?

–Sobre mis responsabilidades.

–Uf, qué aburrido. Me sorprende no haberte encontrado borracho y boca abajo en la piscina.

Él le apretó el brazo, provocándole un escalofrío que la recorrió entera.

Debería apartarse, pensó. ¿Qué pensaría la gente si los vieran volver juntos por el jardín? Nada bueno, eso seguro.

Pero era un hombre tan especial que no quería compartirlo con las demás invitadas. Lo quería para ella sola, quería que la mirase con adoración y con deseo.

Su expresión a la luz de la luna era fría y decidida. Implacable. Pero había un ansia escondida bajo esa máscara de control, un ávido deseo masculino. Galila lo había visto suficientes veces como para reconocerlo. También él estaba especulando, también él sentía algo.

–¿No te gustaría soltarte el pelo a veces? A mí sí –le dijo, sacudiendo la melena. «Mírame, deséame»–. Malak hace lo que quiere todo el tiempo y yo estoy cansada de ser una buena chica.

–¿Ah, sí?

Algo en su sedoso tono, en cómo deslizó la mirada por su cuerpo, la hizo sentirse excitada y perversa. La dejaba sin aliento, pero también la liberaba, le daba alas.

–Llevo demasiado tiempo siendo una buena chica.

Galila pensó en su trabajo con asociaciones benéficas, en su cultivada imagen de amabilidad y pureza, en los años intentando conseguir la aprobación de su madre.

Siempre había intentado ser como su madre. Todos habían pensado que la reina Namani era perfecta, pero no era cierto. ¿Por qué se empeñaba en ser una ilusión?

–¿No me digas? –se burló él.

–Estoy decidida a hacer lo que quiera –Galila dio un paso adelante y levantó la cara, como esperando un beso.

–Yo no me aprovecho de mujeres borrachas.

El desconocido miraba hacia la terraza del salón de baile, pero apretaba su brazo como si estuviese luchando consigo mismo.

–No estoy tan borracha.

Había perdido las inhibiciones, desde luego, pero estaba más emocionada que borracha.

Escondidos en un rincón del jardín, lejos de los invitados, el aroma a rosas y azahar parecía envolverlos como un cálido manto.

–Bésame –le pidió, al ver que vacilaba.

Él giró la cabeza para mirarla a los ojos. Se quedaron así, en silencio, durante unos segundos que sacudieron su mundo, hasta que, por fin, murmurando una imprecación, el fascinante desconocido hundió los dedos en su pelo y empujó su cabeza hacia atrás para buscar su boca.

Eso fue todo. Dos bocas unidas mientras el universo parecía abrirse, dejándola totalmente vulnerable, pero transfigurada por la belleza del momento.

Él deslizó sus firmes labios sobre los suyos, como intentando controlarse, pero, de pronto, el beso se convirtió en algo que no había experimentado nunca. Íntimo y apasionado, ardiente, húmedo y exigente. Brutalmente posesivo, pero tan cálido que Galila se entregó de buen grado.

La textura de su lengua era tan erótica que reaccionó gimiendo y apretándose contra él. Se apretaba con fuerza, aplastando sus pechos contra el torso masculino. Necesitaba el duro contacto para mitigar la quemazón de sus pezones.

Cuando iba a apartarse, ella levantó una mano para ponerla sobre el turbante que cubría su cabeza, urgiéndolo a seguir besándola con enloquecida pasión. Quería tocar su pelo, saborear su piel, desnudarse y sentir el peso de su cuerpo.

Quería saber cómo sería esa dura carne dentro de ella.

Con un gemido entrecortado, como si estuviera conteniendo el aire, él se apartó.

–No, aquí no.

¿Había leído sus pensamientos? ¿Su cuerpo?

–Mi habitación –susurró Galila.

–La mía –dijo él.

Galila no sabía si se trataba de una simple preferencia o si estaba intentando tomar el mando. En cualquier caso, dejó que la llevase hacia la escalera de la terraza.

–No, espera, el carmín de labios –le dijo, deteniéndose–. La gente se dará cuenta.

–¿No habías decidido tomar el control de tu vida? –replicó él.

Galila estaba más que dispuesta a entregarse a aquel desconocido, pero ella era la princesa de Khalia y aquel día se celebraba la boda de su hermano, el rey. Estaba lo bastante sobria como para saber que debía ser discreta si quería tener una aventura, no desfilar en medio del salón de baile con un desconocido.

Pero, cuando él la llevó entre las sombras y la empujó contra las piedras de la pared, olvidó sus reservas. Como por voluntad propia, sus manos encontraron el calor de su cuello y abrió los labios, gimiendo cuando volvió a besarla.

Él la transportaba a un sitio mágico donde nada más importaba.

Mientras ella se perdía en el beso, él acariciaba sus muslos por encima del vestido, urgiéndola a hacerle un hueco entre las piernas. Galila sintió una oleada de aire fresco cuando él le levantó la falda, y el roce de los ansiosos dedos masculinos en sus muslos desnudos le provocó un torrente de deseo tan intenso que sus ojos se empañaron. Rendida, echó la cabeza hacia atrás mientras la besaba en el cuello.

Era tan excitante…

Él estaba duro, excitado, pero le pareció notar algo raro.

Galila tocó su cara, urgiéndolo a levantar la cabeza. Había un brillo de ardor en sus ojos, pero escondido tras una emoción más fría. Algo deliberado. Su piel ardía de deseo, pero su expresión era desapasionada.

No estaba tan perdido en el momento como ella, pero antes de que pudiese reaccionar oyó una risita sobre sus cabezas.

–¡Es la princesa! –dijo una mujer.

–¿Con quién? –preguntó una voz masculina.

Galila levantó la cabeza y vio varias caras sobre la balaustrada de la terraza, una de ellas la de su hermano Zufar.

Y no parecía contento en absoluto.

El desconocido la soltó y dio un paso atrás. El amante apasionado había vuelto a ser el hombre distante e impasible. Incluso parecía satisfecho por su pública humillación y eso la enfureció.

–Tenías razón –dijo él entonces–. Deberíamos haber buscado un sitio más discreto.

Galila no tuvo más remedio que buscar refugio en su habitación.

Y lo antes posible.