La última librería de Londres - Madeline Martin - E-Book

La última librería de Londres E-Book

Madeline Martin

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Beschreibung

Londres, 1939. Una ciudad devastada por la guerra se une a través de los libros. Inspirada en la verdadera historia de la Segunda Guerra Mundial de las pocas librerías que sobrevivieron al Blitz, una novela atemporal de pérdida, amor y el poder imperecedero de la literatura durante la guerra. Agosto de 1939: Londres se prepara para la guerra mientras las tropas de Hitler asolan Europa. Grace Bennett siempre ha soñado con trasladarse a la ciudad, pero los búnkeres y las cortinas corridas que se encuentra a su llegada no son lo que esperaba. Y, desde luego, jamás imaginó que acabaría trabajando en Primrose Hill, una librería poco convencional, antigua y polvorienta, ubicada en el corazón de Londres; después de todo, nunca ha sido una gran lectora. Entre apagones y bombardeos a medida que se intensifican los ataques aéreos, Grace descubre un nuevo consuelo en el poder que tiene la literatura para unir a su comunidad de un modo que jamás soñó; una fuerza que triunfa incluso en las noches más oscuras del Londres devastado por la guerra. «Un relato irresistible que nos habla del poder transformador de la literatura, recordándonos la esperanza y el refugio que proporcionan nuestras librerías locales en tiempos de guerra e incertidumbre». -Kim Michele Richardson, autora de The Book Woman of Troublesome Creek «Una preciosa historia de amor, amistad y supervivencia con el telón de fondo de Londres durante la Segunda Guerra Mundial». -Jillian Cantor, autora de In Another Time y Half Life «Una carta de amor al poder que tienen los libros para unirnos, para mantener el mundo en pie cuando este se cae a pedazos. Esta nueva interpretación sobre lo que tuvo que soportar Londres durante la Segunda Guerra Mundial debería catapultar a Madeline Martin a lo más alto de la ficción histórica». -Karen Robards, autora de The Black Swan of Paris

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La última librería de Londres

Título original: The Last Bookshop in London

© 2021 Madeline Martin

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

 

Traductor del inglés: Carlos Ramos

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Studio Jan de Boer

Imágenes de cubierta: © Arcangel Images

 

ISBN: 9788418976513

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Epílogo

Agradecimientos

Notas

 

 

 

 

 

 

A los autores de todos los libros que he leído.

Gracias por ofrecerme una forma de evasión, por todo lo que aprendí y por convertirme en la persona que soy.

Uno

 

 

AGOSTO DE 1939

 

LONDRES, INGLATERRA

 

 

 

 

Grace Bennett siempre había soñado con vivir algún día en Londres. Jamás imaginó que aquella se convertiría en su única opción, y menos aún en vísperas de una guerra.

El tren se detuvo al llegar a Farringdon Station, cuyo nombre figuraba con claridad en la pared, escrito dentro de una franja de color azul colocada en el interior de un círculo rojo. La gente se amontonaba en el andén, tan ansiosa por subir al tren como lo estaban los pasajeros por apearse. Vestían ropa de corte elegante muy acorde con el estilo chic de la vida en la ciudad. Algo mucho más sofisticado que en Drayton, Norfolk.

Grace sentía bullir en su interior los nervios y la emoción a partes iguales.

—Hemos llegado —dijo mirando a Viv, que iba sentada a su lado.

Su amiga cerró con un clic la tapa de su lápiz de labios y le dedicó una sonrisa bermellón recién pintada. Viv miró por la ventanilla y se fijó en la profusión de anuncios que decoraban la pared curvada de la estación.

—Tantos años deseando estar en Londres —comentó, y le estrechó la mano a Grace con un gesto rápido—, y aquí estamos por fin.

Cuando no eran más que unas crías, Viv había mencionado por primera vez la idea de abandonar el anodino pueblo de Drayton y cambiarlo por la emocionante vida de la ciudad. Por entonces la idea se les antojaba descabellada: dejar atrás su existencia tranquila y familiar del campo en favor de la vida frenética y ajetreada de Londres. Grace jamás se había planteado que algún día pudiera convertirse en una necesidad.

Sin embargo, en Drayton ya no le quedaba nada. O al menos nada que pudiese echar de menos.

Las damas se levantaron de sus mullidos asientos y cogieron su equipaje. Cada una de ellas llevaba una única maleta consigo. Eran objetos gastados, ajados, más por el tiempo que por el uso. Ambas maletas iban llenas casi hasta el punto de reventar y no solo eran de lo más pesado, sino que resultaban incómodas de manipular al tener que cargar además con las cajas de las máscaras antigás que llevaban colgando al hombro. Debían tener a mano esos trastos espantosos allá donde fueran, por decreto gubernamental, para asegurarse de estar protegidas en caso de ataque con gas.

Por suerte para ellas, Britton Street se hallaba a tan solo dos minutos andando, o eso había dicho la señora Weatherford.

La amiga de la infancia de su madre disponía de una habitación para alquilar, que ya le había ofrecido a Grace un año antes, cuando su madre falleció. Las condiciones que le planteó en aquel momento eran generosas: dos meses de renta gratis mientras Grace buscaba un empleo, e incluso a partir de entonces contaría con un alquiler reducido. Pese a que anhelaba ir a Londres, y a pesar de la insistencia entusiasta de Viv, Grace había permanecido en Drayton durante casi un año, en un intento por recomponer los pedazos de su existencia rota.

Eso fue antes de descubrir que la casa en la que había vivido desde que nació pertenecía en realidad a su tío. Antes de que este se trasladara a vivir allí con su controladora esposa y sus cinco hijos. Antes de que la vida que ella conocía quedase más destrozada aún.

Ya no había sitio para ella en su propio hogar, una cuestión que su tía se había encargado de recordarle con frecuencia. Lo que otrora fuera un lugar acogedor lleno de cariño se convirtió en un sitio donde Grace se sentía despreciada. Cuando su tía por fin tuvo la temeridad de decirle que se marchara, supo que no le quedaban más opciones.

Escribir la carta a la señora Weatherford el mes anterior para ver si la oportunidad que esta le había brindado seguía disponible fue una de las cosas más difíciles que había tenido que hacer jamás. Había sido una manera de rendirse a los desafíos que debía encarar, un fracaso terrible que le partió el alma. Una capitulación que supuso para ella el mayor fracaso de todos.

Nunca había poseído mucho valor. Incluso ahora se preguntaba si habría logrado llegar a Londres si Viv no hubiera insistido en que fueran juntas.

Notaba un nudo en el estómago provocado por el miedo mientras aguardaban a que las relucientes puertas metálicas del tren se abrieran y desplegaran ante ellas un nuevo mundo.

—Todo será maravilloso —le susurró Viv—. Las cosas irán mucho mejor, Grace. Te lo prometo.

Las puertas neumáticas del tren eléctrico se abrieron con un silbido y, al apearse en el andén, ambas se vieron envueltas en el trajín del ir y venir de la gente a su alrededor. Las puertas se cerraron entonces a sus espaldas y la ráfaga del tren al reemprender la marcha les levantó la falda y les revolvió la melena.

En un anuncio de Chesterfield situado en la pared se veía a un guapo socorrista fumando un cigarrillo, mientras que un cartel pegado junto a este hacía un llamamiento a los hombres de Londres para que se alistaran en el Ejército.

Aquello servía para recordarles no solo la guerra a la que su país podría enfrentarse en cuestión de poco tiempo, sino también el hecho de que vivir en la ciudad representaba un elemento de peligro mucho mayor. Si Hitler se proponía ocupar Gran Bretaña, lo más probable sería que pusiera el ojo en Londres.

—¡Ay, Grace, mira! —exclamó Viv.

Grace desvió la atención del cartel y se fijó en las escaleras metálicas, que ascendían sobre una cinta invisible y desaparecían en algún lugar por encima del techo abovedado. Para emerger a la ciudad de sus sueños.

Enseguida se olvidó del anuncio cuando Viv y ella corrieron hacia la escalera mecánica y trataron de contener su entusiasmo al sentir cómo las elevaba sin ningún esfuerzo.

Viv elevaba los hombros sin apenas poder disimular su alegría.

—Ya te dije que sería asombroso.

Grace fue consciente entonces de la enormidad de todo aquello. Después de pasar años soñándolo y planificándolo, por fin estaban en Londres.

Lejos del abusón de su tío, sin estar bajo la estricta supervisión de los padres de Viv.

Pese a todos sus problemas, Viv y ella salieron de la estación como aves cantoras enjauladas dispuestas a desplegar al fin las alas.

A su alrededor se alzaban hacia el cielo enormes edificios, y Grace tuvo que protegerse los ojos del sol con la palma de la mano para alcanzar a ver las azoteas. Se fijaron en varias tiendas cercanas, que las atraían con coloridos letreros que anunciaban bocadillos, peluquerías y una farmacia. En las calles se sucedían los camiones, y un autobús de dos plantas pasó por delante en la otra dirección, con los laterales tan rojos y brillantes como las uñas de Viv.

Grace tuvo que hacer un gran esfuerzo para no agarrar del brazo a su amiga y gritarle para que mirase. Viv también se había fijado y lo contemplaba con los ojos muy abiertos y brillantes. Tenía la misma pinta de chica de pueblo asombrada que la propia Grace, aunque con un vestido a la moda y la melena caoba perfectamente peinada.

Grace no era tan elegante. Si bien se había enfundado su mejor vestido para la ocasión, el dobladillo le llegaba justo por debajo de las rodillas y llevaba la cintura ceñida gracias a un fino cinturón negro a juego con sus zapatos de tacón bajo. Pese a no ser tan estiloso como el vestido blanco y negro de lunares que lucía Viv, la tela azul claro de algodón realzaba los ojos grises de Grace y servía de complemento a su melena rubia.

Se lo había confeccionado Viv, por supuesto. Por supuesto, Viv siempre había tenido en mente grandes aspiraciones para ambas. Desde que se hicieron amigas, se habían pasado horas confeccionando vestidos y rizándose el cabello, años leyendo revistas como Woman y Woman's Life para aprender sobre moda y protocolo, para después aplicar las correcciones necesarias con el fin de que no se les «notase el acento de Drayton» en la manera de hablar.

Ahora, con sus pómulos marcados y sus ojos marrones de largas pestañas, Viv parecía digna de ocupar las portadas de esas revistas.

Se sumaron al ir y venir de la gente, alternando el peso de sus maletas entre una mano y otra, mientras Grace las guiaba hacia Britton Street. Por suerte, las indicaciones que la señora Weatherford le había enviado en su última misiva eran prolijas y fáciles de seguir.

Lo que faltaba en la descripción, sin embargo, eran todas las señales de guerra.

Más anuncios, en algunos de los cuales se hacía un llamamiento para que los hombres cumplieran con su deber, mientras que otros instaban a la gente a ignorar a Hitler y sus amenazas y, pese a todo, reservar sus vacaciones estivales. Justo al otro lado de la calle, un muro de sacos de arena enmarcaba el umbral de una puerta con un letrero en blanco y negro que decía ser un refugio antiaéreo público.

 

 

Siguiendo las indicaciones de la señora Weatherford, llegaron a Britton Street en dos minutos escasos y se hallaron frente a una casa adosada de ladrillo. Tenía una puerta verde con un llamador de latón y un macetero lleno de petunias blancas y moradas en la ventana. Según lo que había escrito la señora Weatherford, aquella sin duda tenía que ser su casa.

Y el nuevo hogar de ambas.

Viv subió corriendo las escaleras, con sus rizos agitándose con cada peldaño, y llamó a la puerta. Detrás de ella llegó Grace, impulsada por la emoción que recorría su cuerpo. Al fin y al cabo, aquella era la mejor amiga de su madre, la que fue a visitarlas a Drayton en varias ocasiones durante su infancia.

La amistad entre la señora Weatherford y la madre de Grace había comenzado cuando la primera vivía en Drayton. Incluso después de mudarse, la relación había continuado durante la Gran Guerra, que les arrebató a sus maridos, y durante la enfermedad que finalmente se cobró la vida de la madre de Grace.

Se abrió la puerta y en el umbral apareció la señora Weatherford, que aparentaba más años de los que Grace recordaba. Siempre había sido una mujer rolliza, con las mejillas sonrosadas como manzanas y unos ojos azules chispeantes. Solo que ahora llevaba unas gafas redondas, y su melena oscura estaba salpicada por mechones canosos. Posó primero la mirada en Grace.

Emitió un leve grito ahogado y se llevó los dedos a la boca.

—Grace, eres la viva imagen de tu madre. Beatrice siempre fue guapísima, con esos ojos grises que tenía. —La mujer abrió más la puerta y dejó ver su vestido blanco de algodón con ramilletes de flores azules y botones a juego. A su espalda, el recibidor era pequeño, mas parecía ordenado, ocupado casi por completo por un tramo de escaleras que conducían a la planta superior—. Pero, por favor, pasad.

Grace murmuró su agradecimiento por el cumplido y minimizó el dolor que le produjo el halago al hacerle recordar a su madre.

Cruzó el umbral cargada con su maleta y entró en la casa, cuya atmósfera acogedora transportaba el sabroso aroma de la carne y las verduras. Se le hizo la boca agua.

No había tomado una comida casera en condiciones desde que murió su madre. Al menos no una que estuviera rica. Su tía no era una gran cocinera, y ella se pasaba demasiadas horas regentando la tienda de su tío como para preparar algo decente.

La alfombra bajo sus pies, de un color crema con flores de color pastel, amortiguó sus pasos. Aunque limpia, parecía algo desgastada en algunas partes.

—Vivienne —dijo la señora Weatherford cuando Viv alcanzó a Grace en el recibidor.

—Todos mis amigos me llaman Viv —respondió con una sonrisa y su característico encanto.

—Os habéis convertido en auténticas bellezas. Seguro que hacéis que mi chico se sonroje. —La señora Weatherford les hizo un gesto para que dejaran sus bártulos en el suelo—. ¡Colin! —gritó en dirección al piso superior al que conducían las escaleras de madera—, encárgate de las pertenencias de las muchachas mientras yo pongo agua a hervir.

—¿Cómo está Colin? —preguntó Grace con educación.

Al igual que ella, era hijo único y se había quedado huérfano de padre tras la Gran Guerra, como le sucediera a ella. Aunque era dos años más joven que Grace, de niños jugaban juntos. Recordaba aquellos momentos con gran cariño. Colin siempre se había mostrado atento, exhibiendo una amabilidad sincera visible más allá de la inteligencia de su mirada.

La señora Weatherford alzó las manos en un gesto exasperado.

—Intenta salvar los animales del mundo uno a uno, y me los trae todos a casa. —La carcajada benévola con la que remató su afirmación indicaba que no le molestaba tanto como pretendía hacer ver.

Grace se tomó unos instantes para admirar el recibidor mientras aguardaban a Colin. Había una mesa junto a las escaleras sobre la que descansaba un brillante teléfono de color negro. El papel pintado de la pared tenía estampado un alegre brocado azul y blanco, algo gastado, y hacía juego con la pintura blanca de las puertas y de sus marcos. Aunque simple en su diseño, todo parecía inmaculado. De hecho, Grace estaba convencida de que las pasaría canutas para encontrar una sola mota de polvo en alguna de las pertenencias de la amiga de su madre.

Se oyó un crujido seguido de pasos que bajaban por las escaleras y entonces apareció un hombre alto y delgado. Llevaba el pelo oscuro bien peinado y vestía una camisa y unos pantalones marrones.

Les dedicó una sonrisa tímida que suavizó sus rasgos y ello le hizo aparentar menos de veintiún años, los que en realidad tenía.

—Hola, Grace.

—¿Colin? —preguntó ella, incrédula.

Le sacaba casi una cabeza, la misma altura que ella le había sacado a él en otra época.

El joven se sonrojó.

Su reacción resultó encantadora y a Grace le alegró comprobar que no había perdido su dulzura en los años transcurridos.

—Desde luego, has crecido desde la última vez que te vi —le dijo.

Él se encogió de hombros, unos hombros huesudos, y pareció avergonzado antes de saludar con un leve gesto de cabeza a Viv, con quien también había jugado de pequeño, dado que ambas siempre habían sido inseparables.

—Viv —dijo—. Bienvenidas a Londres. Mi madre y yo estábamos deseando que llegarais. —Le lanzó una sonrisa a Grace y después se agachó para agarrar las dos maletas que habían dejado en el suelo. Vaciló un segundo—. ¿Os importa que me las lleve?

—Por favor —repuso Viv—. Gracias, Colin.

Él asintió, asió una maleta con cada mano y las subió sin esfuerzo por las escaleras.

—¿Os acordáis de cuando jugabais con Colin? —preguntó la señora Weatherford.

—Desde luego —respondió Grace—. Sigue tan amable como siempre.

—Y mucho más alto —agregó Viv.

La señora Weatherford miró hacia las escaleras con adoración, como si aún pudiera verlo.

—Es un buen chico. Venga, vamos a tomar el té y os enseñaré la casa.

Les hizo un gesto para que la siguieran y abrió la puerta que daba a la cocina. La luz entraba por una ventana situada sobre el fregadero y por otra en la puerta trasera, y se filtraba a través de las cortinas blancas entreabiertas. En su cocina todo estaba tan prístino como en el recibidor. El sol se reflejaba en las impolutas encimeras blancas, y unos pocos platos dispuestos ordenadamente se secaban en un escurridor. Había trapos de color amarillo limón doblados con esmero sobre una repisa, y el aroma de lo que fuera que estuviera cocinando resultaba aún más seductor.

Les señaló a Grace y a Viv la pequeña mesa con cuatro sillas blancas alrededor mientras levantaba el hervidor del fogón.

—Buen momento ha ido a escoger tu tío para reclamarte la casa, ahora que estamos a las puertas de una guerra. —Llevó el hervidor al fregadero y abrió el grifo—. Muy propio de Horace —añadió con evidente desprecio, elevando la voz por encima del ruido del agua—. A Beatrice le preocupaba que pudiera hacer algo así, pero su enfermedad fue tan rápida…

Desvió un instante la atención del hervidor mientras se llenaba de agua y le lanzó una rápida mirada a Grace.

—No debería decir estas cosas —se excusó—, ahora que acabas de llegar de viaje. Me alegra mucho tenerte aquí. Aunque me gustaría que fuera en mejores circunstancias.

Grace se mordió el labio inferior sin saber qué decir.

—Tiene una casa preciosa, señora Weatherford —intervino Viv con rapidez.

Grace le lanzó una mirada de agradecimiento, a la que su amiga respondió con un guiño de camaradería.

—Gracias —dijo la mujer mientras cerraba el grifo y contemplaba su soleada cocina con una sonrisa—. Fue propiedad de la familia de mi Thomas durante varias generaciones. No está tan adecentada como antes, pero una se apaña con lo que tiene.

Grace y Viv ocuparon una silla cada una. El cojín con estampado de limones estaba tan gastado que se notaba el duro asiento de madera.

—Agradecemos que nos permita quedarnos con usted. Es muy generoso por su parte.

—No tiene importancia —repuso la señora Weatherford dejando el hervidor sobre el fogón antes de encender el fuego—. Haría cualquier cosa por la hija de mi queridísima amiga.

—¿Cree que nos resultará difícil encontrar empleo? —preguntó Viv. Aunque habló con un tono despreocupado, Grace sabía lo mucho que su amiga deseaba ser dependienta de una tienda.

A decir verdad, a ella también le atraía la idea. Le parecía glamuroso trabajar en unos grandes almacenes, algo elegante y sofisticado como Woolworths, con plantas llenas de artículos que ocupaban el largo de una manzana entera.

—Resulta que tengo buena relación con algunos propietarios de comercios de Londres —respondió la señora Weatherford con una sonrisa reservada—. Seguro que puedo ayudaros. Y Colin trabaja en Harrods. Puede recomendaros.

A Viv se le iluminaron los ojos y le susurró a Grace el nombre de los mencionados grandes almacenes sin poder apenas contener la emoción.

La señora Weatherford agarró uno de los trapos amarillos, retiró un plato del escurridor y secó las pocas gotas que quedaban.

—Debo decir que no se os nota en el habla que sois de Drayton.

—Gracias —repuso Viv alzando ligeramente la barbilla—. Nos hemos esforzado mucho. Confiamos en que eso nos ayude con el empleo.

—Estupendo. —La mujer abrió un armario y guardó el plato dentro—. Imagino que ya tendréis cartas de recomendación.

Viv se había pasado el día previo a su viaje a Londres con una máquina de escribir prestada, redactando con esmero una carta de recomendación para sí misma. Se había ofrecido a escribirle una a Grace, pero ella se había negado.

La señora Weatherford se volvió de nuevo hacia los platos del escurridor. Viv miró a Grace arqueando las cejas para indicarle que debería haber accedido.

—Sí que tenemos cartas de recomendación —respondió su amiga con decisión en nombre de las dos, planeando ya sin duda cómo podría hacerse con una segunda carta para ella.

—Es Viv la que tiene una —aclaró Grace—. Por desgracia no es mi caso. Mi tío se negó a escribirme una carta de recomendación por el tiempo que pasé en su tienda.

Aquella había sido la ofensa definitiva, un castigo por «abandonar la tienda» en la que había trabajado casi toda su vida. No pareció importarle que su esposa hubiera insistido en que Grace se buscase otro lugar para vivir, sino solo el hecho de que su sobrina ya no estaría a su entera disposición.

El hervidor emitió un silbido estridente y dejó escapar una nube de vapor por la boquilla. La señora Weatherford lo retiró del fuego, lo que puso fin de inmediato a aquel chillido, y lo dejó en un salvamanteles.

Resopló con desaprobación mientras añadía una cucharada de hojas de té al infusor y después vertía el agua hirviendo en la tetera.

—Es una lástima, una auténtica lástima. —Murmuró entre dientes algo sobre Horace y depositó la tetera en una bandeja de plata con tres tazas, un azucarero y una jarrita para la leche. Miró entonces a Grace con el ceño fruncido en gesto de resignación—. Sin una carta de recomendación, no te van a admitir en unos grandes almacenes.

A Grace se le cayó el alma a los pies. Tal vez debería haberle permitido a Viv falsificarle la carta después de todo.

—No obstante —añadió lentamente la señora Weatherford mientras acercaba la bandeja a la mesa y le servía una taza humeante a cada una—, estoy pensando en un sitio donde podrías trabajar durante seis meses para obtener una carta de recomendación como es debido.

—Grace sería perfecta para lo que sea que tenga en mente —se apresuró a decir Viv mientras sacaba un azucarillo del cuenco y lo hundía en su taza de té—. En el colegio siempre sacaba las mejores notas. Sobre todo, en matemáticas. Prácticamente dirigía ella sola la tienda de su tío y la mejoró de forma considerable.

—Entonces, creo que podría ser una idea fantástica —convino la señora Weatherford antes de dar un sorbo a su té.

Grace notó un roce contra su espinilla. Miró hacia abajo y vio un gatito atigrado mirándola con sus grandes ojos lastimeros de color ámbar.

Le acarició la zona de detrás de las orejas y oyó el ronroneo del animal.

—Veo que tiene un gato.

—Solo durante unos pocos días más; espero que no te importe. —La señora Weatherford agitó la mano para espantar al gato, pero este se obstinó en quedarse junto a Grace—. El muy granuja no se aparta de mi cocina en cuanto huele a comida. —Lanzó una mirada de fastidio al pequeño animal, que la miraba sin culpa ni vergüenza—. Colin es maravilloso con los animales. Si le permitiera quedarse con todas las criaturas lastimadas que me trae a casa, viviríamos en un zoológico. —Su risotada interrumpió el vapor que ascendía desde su taza de té.

El gato se tumbó panza arriba y dejó ver una pequeña estrella blanca en el pecho. Grace le rascó esa parte y notó el ronroneo rítmico bajo las yemas de los dedos.

—¿Cómo se llama?

—Tigre —respondió la señora Weatherford y puso los ojos en blanco—. A mi hijo se le da mucho mejor rescatar animales que ponerles nombre.

Como si lo hubieran convocado, Colin entró en la habitación en ese preciso instante. Tigre se puso en pie y corrió hacia su rescatador. Colin lo cogió con sus enormes manos y lo levantó, mostrando una ternura delicada con aquella pequeña criatura, que se restregaba con cariño contra él.

Esta vez fue a Colin a quien espantó la señora Weatherford.

—Fuera de la cocina con él.

—Lo siento, mamá. —Colin les dedicó una sonrisa rápida a Grace y a Viv a modo de disculpa; después salió de la cocina con el gato acurrucado contra su pecho.

La señora Weatherford negó con la cabeza con un gesto de cariño mientras lo veía salir.

—Iré a ver al señor Evans para ver si puede ofrecerte ese puesto en su tienda. —Volvió a acomodarse en la silla, miró al jardín y suspiró.

Grace miró por la ventana y vio un agujero en la tierra con un triste montón de flores arrancadas y una pila de lo que parecían planchas de aluminio. Probablemente fuese un proyecto de refugio antiaéreo Anderson.

No había visto ninguno en Drayton, donde las probabilidades de un ataque aéreo eran escasas, pero había oído hablar de varias ciudades donde habían distribuido los Andys. Se habían diseñado aquellos pequeños refugios para enterrarse en el jardín a modo de protección en caso de que Hitler atacase Gran Bretaña.

Notó un escalofrío de inquietud que le subía por la espalda. Después de tanto tiempo queriendo visitar Londres, al final acababan yendo al comienzo de una guerra. Ahora se hallaban en el principal objetivo de los bombardeos.

Aunque regresar a Drayton tampoco era posible. Prefería enfrentarse al peligro en un lugar donde era bien recibida que lidiar con la hostilidad de su tío.

Viv miró por la ventana con curiosidad y enseguida apartó la mirada. Tras pasar una vida entera en la granja, estaba, en sus propias palabras, «hasta las narices de tierra».

La señora Weatherford suspiró de nuevo y dio un sorbo al té.

—Antes era un jardín precioso.

—Volverá a serlo —le aseguró Grace con más seguridad de la que en realidad sentía. Pues, si se producían bombardeos, ¿acaso algún jardín volvería a ser el mismo? ¿Volverían a ser las mismas ellas también?

Aquellos pensamientos se le enredaron en la cabeza y le hicieron anticipar un futuro sombrío.

—Señora Weatherford —dijo de pronto, con la esperanza de dejar de pensar en guerras y en bombas—, ¿puedo preguntar qué clase de tienda regenta el señor Evans?

—Por supuesto, querida. —La señora Weatherford dejó su taza de té en el platito con un leve tintineo y se le iluminaron los ojos con entusiasmo—. Es una librería.

Grace hubo de disimular una cierta decepción. Al fin y al cabo, sabía muy poco de libros. Sus intentos por leer se habían visto frustrados siempre por numerosas interrupciones. En la tienda de su tío no había parado de trabajar, ya que trataba de ganar el dinero suficiente para su supervivencia y la de su madre, y no tenía tiempo de ponerse a leer. Y entonces su madre cayó enferma…

La tienda de su tío Horace había resultado fácil de gestionar, sobre todo porque los artículos para el hogar eran objetos que ella misma utilizaba. Le parecía algo natural vender hervidores, toallas, jarrones o cualquier otro objeto con el que estuviera familiarizada. Pero de literatura no sabía nada.

Bueno, eso no era del todo cierto.

Aún recordaba el ejemplar de los Cuentos de los hermanos Grimm que tenía su madre, con una elegante princesa pintada en la cubierta. Le encantaba deslizar la mirada por las coloridas ilustraciones mientras la voz de su madre daba vida a aquellas fantásticas historias. Sin embargo, al margen de los Cuentos de los hermanos Grimm, nunca había tenido tiempo para leer.

—Magnífico —repuso alegremente para ocultar su temor.

Acabaría por apañarse. Cualquier cosa sería mejor que trabajar en la tienda de su tío.

Pero ¿cómo iba a poder vender algo sobre lo que apenas tenía conocimiento?

Dos

 

 

 

 

 

La primera experiencia de Grace en Primrose Hill Books no fue como había planeado.

Tampoco es que hubiese albergado grandes expectativas de éxito, pero sí había dado por hecho que el dueño, por lo menos, estaría preparado para su llegada.

Encontró el establecimiento sin problemas, de nuevo gracias a la excelente capacidad de la señora Weatherford con las indicaciones. El estrecho escaparate de la tienda no estaba ubicado en Primrose Hill, como sugería el nombre, sino que era uno de tantos otros que se extendían a lo largo de Hosier Lane, todos ellos con enormes ventanales que reflejaban la opacidad del sol en aquella tarde nublada. Las dos primeras plantas de la librería estaban pintadas de negro y, justo encima, se alzaba una fachada de estuco de color amarillo, resquebrajada y desgatada por el paso del tiempo. Un letrero blanco anunciaba PRIMROSE HILL BOOKS con una elaborada caligrafía negra y brillante. Sin duda era un efecto que pretendía resultar elegante, aunque a Grace le pareció más bien soso y deprimente.

Aquel sentimiento se reflejaba en los mugrientos escaparates de la tienda, que mostraban diferentes capas torcidas de cinta adhesiva blanca en vez de una cinta bien colocada. La cinta era algo habitual: muchos la habían adherido al cristal de los escaparates de sus tiendas para evitar que se hicieran añicos en caso de bombardeo. Por lo general, no obstante, era algo que se hacía con delicadeza y esmero.

Grace se sintió una vez más invadida por el miedo. ¿Y si el señor Evans le preguntaba por el último libro que había leído? Tomó aliento para recuperar fuerzas y empujó la puerta del establecimiento. Sobre su cabeza sonó una campanita al abrir, un sonido demasiado alegre para un lugar tan sombrío.

En el aire se percibía el olor a cerrado, mezclado con un aroma que recordaba a la lana mojada. La capa de polvo que cubría las estanterías era señal de que la mayoría del inventario no se había tocado desde hacía algún tiempo, y las pilas de libros que salpicaban el suelo de madera arañado conferían al lugar un aspecto desordenado. Este efecto quedaba resaltado por un mostrador situado a la derecha, abarrotado con lo que parecían ser libros de cuentas amontonados de cualquier modo en mitad de un caótico mar de puntas de lapiceros y otros trozos de desperdicios.

No era de extrañar que el señor Evans necesitase ayuda.

—Avíseme si necesita algo. —Aquella voz invisible parecía tan seca y tan poco utilizada como los libros.

—¿Señor Evans? —preguntó Grace adentrándose más aún en el pequeño establecimiento.

Las hileras de estanterías sin clasificar se elevaban hasta muy por encima de su cabeza, tan juntas que se preguntó cómo podría alguien deslizarse entre ellas para examinar su contenido. Una galería situada en la segunda planta rodeaba el perímetro de la librería, visible por encima de las estanterías de abajo e igual de abarrotada y desordenada. Pese al tamaño exterior, el interior de la tienda se había quedado demasiado pequeño y claustrofóbico.

Oyó unos pasos que se arrastraban hacia ella y vio a un hombre corpulento de pelo blanco y cejas pobladas salir por un estrecho pasillo con un libro abierto entre las manos. Levantó la cabeza de las páginas y la contempló durante largo rato sin decir palabra.

—¿Señor Evans? —repitió Grace y bordeó con cuidado una pila de libros que le llegaba hasta la rodilla.

El hombre enarcó las cejas por detrás de sus gafas.

—¿Quién es usted? —preguntó.

Lo único que Grace deseaba era retroceder por entre aquel laberinto de estanterías y salir de la tienda. Pero había ido allí con un objetivo y con la determinación de acero que su madre siempre había alimentado en ella.

—Buenas tardes, señor Evans. Soy Grace Bennett. La señora Weatherford me envía aquí para hablar con usted acerca de un puesto como vendedora.

—Ya le dije a esa entrometida que no necesitaba ayuda —respondió el hombre entornando los ojos azules tras los cristales de sus gafas.

—Perdón, ¿cómo dice? —preguntó Grace, desconcertada.

El hombre volvió a bajar la mirada hacia su libro y se dio la vuelta.

—Aquí no hay nada para usted, señorita Bennett.

—En-entiendo —tartamudeó ella, y dio un paso instintivo hacia la puerta—. Gracias por su tiempo.

El señor Evans ni siquiera la miró mientras volvía a escabullirse entre las estanterías de libros en una señal evidente de desprecio.

Grace se quedó mirándolo sorprendida. Si no la contrataba, ¿tendría alguna opción más sin disponer de una carta de recomendación? No conocía a nadie más aparte de la señora Weatherford, Colin y Viv. Estaba en una ciudad desconocida, lejos de un hogar en el que ya no se sentía bien recibida. ¿Qué más podría hacer?

Un sentimiento de pánico le recorrió las venas y le provocó un cosquilleo en las palmas de las manos, producto del acaloramiento. Debería quedarse y luchar por el trabajo. A fin de cuentas, lo necesitaba.

¿Y si no podía permitirse costear el alquiler reducido de la habitación transcurridos dos meses? Desde luego no tendría el descaro de pedirle más ayuda a la señora Weatherford después de todo lo que había hecho ya por ella. Tampoco podía contar con la ayuda de Viv.

De pronto el aire estancado de la tienda le pareció asfixiante, las altas estanterías le provocaban claustrofobia. Debería quedarse y pelear, pero sus sentimientos eran demasiado tumultuosos. Dios, cómo echaba de menos la fortaleza de su madre, sus consejos y su cariño.

Sin mediar palabra, llegó hasta la puerta principal entre estanterías abarrotadas y pilas de libros y salió de la tienda.

Regresó a Britton Street con paso rápido, pues lo único que deseaba era estar a solas. Sin embargo, comprobó enseguida que no dispondría de esa soledad. Viv estaba en la sala con la señora Weatherford, embobada con Tigre. Colin, que se había pasado la noche trabajando en el Reino de Mascotas[1] de Harrods con una nueva cría de elefante, estaba agachado junto al gatito con un trozo de carne en el extremo de una cuchara. Lo que supuso que todas las miradas se volvieran hacia Grace en cuanto cerró la puerta de la entrada.

Aunque sabía que sus amigos tenían buena intención, deseaba esquivar sus miradas en vez de tener que confesarles que había salido corriendo ante el primer contratiempo.

—¿Qué tal te ha ido con el señor Evans? —preguntó la señora Weatherford inclinándose hacia delante sobre el sillón color bermellón.

A Grace se le encendieron las mejillas, pero logró sonreír y actuar con despreocupación.

—Creo que no está buscando contratar a nadie.

—¿Qué te hace suponer tal cosa? —inquirió la señora Weatherford.

Grace cambió el peso de un pie al otro. La caja de la máscara antigás, colgada de un fino cordel, le rebotó contra la cadera.

—Me lo ha dicho él mismo.

La señora Weatherford se levantó de golpe con un «ejem».

—Colin, pon agua a hervir.

El muchacho miró a su madre desde el suelo, donde estaba sentado junto a Tigre con la cuchara sujeta entre sus grandes dedos.

—¿Tomarás el té aquí en la sala? —le preguntó.

—No es para mí —repuso ella mientras corría hacia las escaleras—. Es para Grace, que sin duda necesita una taza de té mientras yo voy a tener unas palabras con el señor Evans.

—Espera —dijo Viv, y le puso una mano a Colin en el hombro antes de que pudiera marcharse.

Rascó a Tigre en la cabeza y se levantó del suelo, donde había estado sentada junto a ellos.

—Mejor que tomar un té, vamos a explorar Londres. —Señaló a Grace con ambas manos—. Tú ya vas bien vestida y yo no tengo mi entrevista hasta mañana por la tarde. Vamos a dar una vuelta por la ciudad.

La entrevista a la que se refería Viv era en Harrods, gracias, en parte, a la influencia de Colin por llevar varios años trabajando allí y también a su carta de recomendación. Si bien su puesto resultaba envidiable, Grace jamás guardaría rencor a su amiga por ser feliz.

Y, aunque no le apetecía abandonar la calma de la vivienda, Viv la miraba con una sonrisa tan emocionada que Grace supo que no podría negarse.

Viv se preparó a tal velocidad que bajó las escaleras al mismo tiempo que la señora Weatherford, ambas con sus respectivos sombreros en la cabeza y haciendo sonar sus elegantes zapatos de tacón sobre la madera pulida de los peldaños.

—Acuérdate de lo que te digo —dijo la señora Weatherford mientras se miraba en un pequeño espejo que colgaba junto a la puerta de la entrada y se ajustaba el ala del sombrero negro y anguloso—. El señor Evans te contratará si sabe lo que le conviene.

A Grace le gustaría haber podido protestar, negar con vehemencia que necesitara un trabajo o la amable ayuda que le prestaba la señora Weatherford. Pero, por desgracia, no podía rechazar su caridad. El tío Horace se había asegurado de eso al negarse a escribirle una carta de recomendación. Después de tantos años atendiendo su negocio, le parecía tremendamente injusto. Injusto a la par que cruel.

Antes de que pudiera siquiera tratar de detenerla, la señora Weatherford salió por la puerta con un resoplido de determinación.

—Vamos a descubrir esta joya de ciudad que es Londres, cielo —le dijo Viv con su mejor acento de la «alta sociedad», y le estrechó la mano.

Grace no pudo evitar sonreír y permitió que su amiga la arrastrara a la calle para explorar, y dejaron a Colin con Tigre.

Enseguida se vieron envueltas por el ajetreo de la ciudad, entre altos edificios empapelados con anuncios de vistosos colores y el rumor y los cláxones del tráfico. Deambularon por las calles, tratando de seguir el ritmo acelerado de la ciudad con cada paso que daban.

Sin embargo, Londres no era la joya que habían imaginado. Su chispa había quedado sofocada por los efectos de una guerra inminente, forrada de cinta adhesiva e impregnada de miedo. Había perdido el brillo tras los muros de sacos de arena, y el alma de la ciudad fue desenterrada para dejar sitio a los refugios y trincheras.

Tales advertencias eran imposibles de ignorar.

En Drayton, donde la posibilidad de un ataque era menor, habían hecho algunos preparativos. Pero allí la cinta adhesiva que bordeaba las ventanas era más bien un mero entretenimiento, y el mayor miedo no eran los bombardeos, sino el racionamiento. En Londres, por el contrario, tales acciones se llevaban a cabo por una cuestión de necesidad, lo que helaba la sangre.

Por supuesto, lograron dejar a un lado aquellas señales temporalmente. Como cuando entraron en Harrods por primera vez y se encontraron con las elaboradas volutas que decoraban los techos, las columnas pintadas con motivos egipcios y las elegantes luces ambientales. La tienda se extendía tanto como los campos de Drayton, y cada nueva sección era más bonita y elaborada que la anterior. Tenían pañuelos de seda tan delicados que a Grace le pareció como si acariciase el aire, y perfumes expuestos en vitrinas de cristal que impregnaban el aire con un carísimo aroma almizcleño.

La sección más fascinante era, de lejos, el Reino de Mascotas, donde trabajaba Colin. La cría de elefante a la que se había pasado la noche calmando jugueteaba ahora en un montón de heno limpio mientras un cachorro de leopardo se acicalaba el pelaje con su sonrosada lengua y las observaba con unos ojos verdes y curiosos.

—Imagínatelo —dijo Grace con ojos soñadores cuando dejaron atrás a los animales y fueron a ver el resto de las secciones—. Dentro de poco trabajarás aquí como vendedora.

—Y tú estarás conmigo —susurró Viv—. Si me permites escribirte una carta de recomendación también.

Su entusiasmo se vio algo desinflado al recordar dónde acabaría si el señor Evans capitulaba ante la señora Weatherford. Se le antojaba un hombre brusco en un establecimiento lleno de mercancías de las que ella apenas sabía nada.

Y, pese a todo, no se atrevía a presentar una carta de recomendación falsa. Nunca se le había dado bien mentir, se ponía colorada y las palabras se le atropellaban. Sin duda, se mostraría igual de torpe si tuviera que divulgar información falsificada. Aun así, sabía que Viv no lo dejaría correr a no ser que le ofreciera algún tipo de concesión.

—Quizá, si no me surge ninguna otra oportunidad, podría reconsiderarlo —admitió lentamente.

—Considéralo hecho —repuso Viv con el rostro iluminado.

—Pero solo si no me surge ninguna otra oportunidad —repitió Grace, que de pronto deseó que la señora Weatherford lograra convencer al señor Evans.

Sin embargo, Viv se había girado para examinar un par de medias y se limitó a responder a su comentario de advertencia con un leve murmullo. Apartó el artículo y extendió la mano sobre el paquete rosa y crujiente.

—¿Sabes lo que no hemos hecho todavía? —Se dio la vuelta hacia Grace con tanto entusiasmo que el vuelo de su falda verde describió un círculo alrededor de sus rodillas—. No hemos ido a Hyde Park.

Grace sonrió. Cuántos días de verano se habían pasado tendidas en la hierba bajo el sol, respirando su dulce aroma y fingiendo que estaban en Hyde Park.

—Está al final de la calle —dijo arqueando las cejas.

—Si logramos encontrar la salida —respondió Viv, y miró las interminables hileras de vitrinas y expositores iluminados que había a su alrededor.

Grace giró el cuello, buscando sin éxito. Tardaron más de lo que habrían querido admitir y se perdieron entre la sección de ropa de cama y la de los braseros, pero al fin consiguieron localizar la salida y subieron por la calle hasta Hyde Park.

Lo que se esperaban encontrar eran grupitos de tumbonas llenas de personas vestidas de modo extravagante, la luz del sol reflejada en la superficie del estanque Serpentine como si fueran diamantes, y unas praderas interminables con una hierba verde tan suave que les darían ganas de descalzarse. No se imaginaban que se encontrarían trincheras excavadas en la tierra como heridas abiertas, o —peor aún— las enormes ametralladoras.

Aquellos imponentes cuerpos metálicos medían más que un hombre y estaban sostenidos por ruedas tan grandes que a Grace le llegaban por la cintura. De cada una de las bestias sobresalía un largo cañón que apuntaba hacia el cielo, preparado para derribar cualquier amenaza.

Grace levantó la mirada hacia los nubarrones grises, medio esperando ver una flota de aviones entre sus turbias profundidades.

—No se molesten en preocuparse por Alemania, señoritas —les dijo un hombre mayor al detenerse ante ellas—. Esas ametralladoras antiaéreas los derribarán antes de que puedan hacernos nada. —Asintió con un gesto de satisfacción—. Estarán ustedes a salvo.

Grace sintió un nudo en el estómago que le impidió pronunciar palabra alguna. Viv pareció sufrir el mismo efecto y se limitó a ofrecer una sonrisa tenue. El hombre se tocó el ala del sombrero y reanudó su camino por el parque con un periódico bajo el brazo.

—La guerra es una amenaza real, ¿verdad? —comentó Viv con suavidad.

Lo era. Todos lo sabían, aunque no quisieran admitirlo.

Las vacaciones ya se habían visto reducidas cuando a los profesores les pidieron que regresaran antes de tiempo para comenzar los preparativos ante la posibilidad de tener que evacuar a miles de niños de Londres. Si estaban planeando trasladar a los niños al campo, sin duda la guerra llegaría pronto.

Aun así, la afirmación resignada de Viv le provocó a Grace una punzada de culpabilidad en el pecho.

—Tú no tienes por qué estar aquí, Viv. No es seguro. Solo has venido para ayudarme. Porque a mí me daba demasiado miedo venir sola. Podrías…

—¿Volver a Drayton? —Viv le dedicó una sonrisa irónica—. Preferiría morir antes que regresar y verme de nuevo con la tierra hasta la cintura.

«Aquí podríamos acabar igual de todos modos». Grace no dio voz a aquel pensamiento macabro, pero sí que echó una última ojeada a la ametralladora antiaérea, con su presencia oscura y tétrica recortada sobre el cielo vespertino.

—Ni siquiera se ha declarado la guerra aún. —Viv se recolocó sobre el hombro la tira del bolso y el cordel de la máscara antigás—. Venga, volvamos a casa de la señora Weatherford y veamos si ha logrado hacer entrar en razón al señor Evans.

Grace miró a su amiga con gesto de amargura.

—Tiene tan pocas ganas de contratarme como yo de trabajar allí. La tienda es antigua, y está llena de polvo y de libros de cuyos títulos no había oído hablar jamás.

—Por eso es el lugar perfecto para ti, Patito —le dijo Viv con un destello en la mirada.

Grace no pudo evitar sonreír al oír aquel apodo cariñoso. Su madre había empezado a llamárselo cuando era poco más que un bebé y sus rizos rubios le sobresalían por la base del cuello. Como la cola de un patito, decía su madre. El apodo cuajó. Ahora que su madre había muerto, Viv era la única que aún recordaba el mote y lo empleaba.

—La tienda de tu tío no era nada antes de que llegaras tú —le recordó Viv con las manos en las caderas—. Y algo me dice que la señora Weatherford intimidará al señor Evans para que te redacte una carta de recomendación dentro de seis meses si se atreve a decir que no.

A Grace casi le hizo gracia imaginarse cómo la señora Weatherford sometería al señor Evans con sus sermones.

—Esa sí que sería una buena lucha de poder.

—Yo tengo claro por quién apostaría —comentó Viv, y le guiñó un ojo—. Vamos a ver lo que ha conseguido.

Para cuando regresaron a Britton Street, la señora Weatherford ya estaba en la sala con una taza de té mientras el aroma de la carne al horno inundaba la estancia. Otra deliciosa comida, sin duda. La señora Weatherford tenía talento para la cocina, igual que la madre de Grace.

La mujer levantó la mirada de su taza de té y apartó con la mano el vapor que le empañaba las gafas.

—Oh, ya estáis aquí. El señor Evans te pagará un salario digno y querría que empezaras mañana por la mañana, a las ocho en punto.

Grace se quitó los zapatos y, sin molestarse en ponerse las zapatillas, caminó descalza por la gruesa alfombra de la sala.

—¿Quiere decir que…?

—Sí, querida —repuso la señora Weatherford con una mueca victoriosa—. Eres la nueva empleada de Primrose Hill Books.

El alivio y el miedo comenzaron a librar una batalla en su interior. Tenía un trabajo, lo que le permitiría tener un sustento en Londres. Gracias a eso, tal vez lograra por fin dejar atrás de una vez por todas Drayton y a su tío.

—Gracias por hablar con él, señora Weatherford —le dijo, agradecida—. Ha sido muy considerado por su parte.

—Ha sido un placer, querida. —El pecho henchido de la mujer indicaba que, en efecto, había sido para ella un verdadero placer hacerlo.

—¿Puedo preguntar por qué se llama Primrose Hill Books si la librería no está en Primrose Hill? —quiso saber Grace.

La señora Weatherford le dedicó una sonrisa soñadora que le hizo suponer que el motivo era bueno.

—El señor Evans y su esposa, que Dios la tenga en su gloria, se conocieron en Primrose Hill. Apoyaron la espalda contra el mismo árbol y descubrieron que los dos estaban leyendo el mismo libro. ¿Te imaginas? —Cogió un pastelillo de la bandeja y lo sostuvo entre los dedos—. Cuando abrieron la tienda, dijeron que era el nombre perfecto para una librería propiedad de ambos. Muy romántico, ¿verdad?

Resultaba casi imposible imaginarse al huraño propietario de la librería como un joven enamorado, pero el nombre de la tienda sí que era encantador. Igual que la historia. Quizá trabajar allí no fuese tan terrible, al fin y al cabo.

En todo caso, solo serían seis meses.

Tres

 

 

 

 

 

El día siguiente Grace llegó a Primrose Hill Books a las ocho menos diez de la mañana, con los rizos peinados a la perfección y los nervios de punta. Viv la había ayudado a rizarse el pelo la noche anterior y se había levantado temprano para desearle buena suerte pese a que su entrevista en Harrods no era hasta esa tarde.

Grace iba a necesitar toda la suerte del mundo.

El señor Evans se encontraba tras el abarrotado mostrador cuando llegó. Vestía una chaqueta de tweed sobre una camisa abotonada y no se molestó en levantar la mirada al oír la campana de la puerta.

—Buenos días, señorita Bennett —dijo arrastrando las palabras con hastío.

Grace le dedicó una sonrisa, decidida a empezar de nuevo con buen pie. O a poner la otra mejilla, dependiendo de cómo se mirase.

—Buenos días, señor Evans. Le agradezco enormemente que me haya concedido la oportunidad de trabajar en su tienda.

El hombre levantó la cabeza y la miró a través del grueso cristal de sus gafas. Su pelo ralo de color blanco y sus cejas superpobladas parecían todo lo domesticados que pudieran llegar a estarlo.

—No necesito ayuda, pero esa mujer no quiso dejarme en paz hasta que por fin accedí. —La señaló con un dedo rechoncho—. Y no se encariñe con este trabajo, señorita Bennett. Serán solo seis meses.

El alivió que sintió Grace hizo que se le relajaran un poco los hombros. Al menos el hombre no esperaba que se pasase el resto de su vida en la tienda.

—No me encariñaré —respondió ella con sinceridad.

¿Cómo iba a encariñarse con un lugar tan polvoriento e inhóspito?

Echó un vistazo al establecimiento y volvió a sorprenderle lo abarrotado que parecía todo. Las estanterías estaban pegadas las unas contra las otras como dientes enormes en una boca pequeña, entre pilas sueltas de libros desperdigados. Todo ello sin sentido o lógica algunos.

Cuando había empezado a trabajar en la tienda de su tío, al menos se había encontrado con cierto atisbo de orden. ¿Qué iba a hacer en cambio con aquel caos?

Notó que la invadía la desesperanza. Al fin y al cabo, ¿por dónde podría empezar? ¿Acaso el señor Evans tendría ya alguna expectativa que deseara que cumpliera?

Se quedó plantada con aire de incertidumbre, sin saber qué hacer, con el bolso y la máscara antigás colgados del hombro, aún con el sombrero puesto. El señor Evans no pareció darse cuenta mientras garabateaba una serie de números en un libro de cuentas. Agarraba la punta del lapicero cuidadosamente entre las yemas de los dedos. Si volvía a sacarle punta una vez más, el objeto se volatilizaría.

—¿Dónde puedo dejar mis pertenencias? —preguntó Grace tras aclararse la garganta.

—En la trastienda —murmuró él sin dejar de mover la mano sobre el papel.

Grace miró hacia la parte posterior de la tienda y vio una puerta, que supuso que sería el lugar al que se refería.

—¿Y después qué quiere que haga?

La punta del lápiz se partió y el señor Evans dejó escapar un resoplido de fastidio. Entonces la miró.

—Ya le he dicho que no necesito ayuda —dijo—. Puede sentarse en la trastienda a coser, o plantarse en un rincón a leer un libro o a limarse las uñas. Me da igual.

Grace asintió y se introdujo por el desordenado pasillo de estanterías en dirección a la puerta que le había indicado. Colgado sobre ella había un letrero de latón con las palabras PRIMROSE HILL BOOKS grabadas en lo alto y, en la parte inferior, una frase escrita en letras pequeñas: DONDE LOS LECTORES ENCUENTRAN EL AMOR. Con un poco de suerte, aquello sería un presagio de que sus seis meses allí quizá no fueran tan malos.

Se trataba de una estancia estrecha con la escasa iluminación que proyectaba una bombilla desnuda colgada del techo. Contaba con una mesa endeble y una silla. Había cajas pegadas a las paredes, a veces dos o tres colocadas una detrás de otra, lo que reducía más aún el espacio, de modo que uno apenas podía moverse. Era mucho menos acogedor que la tienda en sí, cosa que Grace no habría creído posible. Localizó varios ganchos en la pared donde colgó sus efectos personales y regresó a la zona principal del comercio.

Nunca le había gustado la costura —esa era la especialidad de Viv— y tampoco sabría por dónde empezar a la hora de escoger un libro para leer, por no hablar de colocarlos en las estanterías. Al mirarse las uñas, no obstante, lamentó haberse olvidado la lima en casa.

No le quedaba otro remedio que buscar algo que hacer. Las gruesas capas de polvo que recubrían las estanterías pedían a gritos un trapo. Si bien limpiar el polvo no figuraba en la lista de tareas que le había recomendado el señor Evans, la tienda necesitaba una buena limpieza.

Tres horas más tarde, medio ahogada por las motas de polvo que saturaban el aire, se arrepintió de su decisión. La camisola blanca con ramilletes de flores rosas estampados que llevaba puesta, una de sus favoritas, estaba cubierta de mugre, y el señor Evans la miraba con rabia cada vez que tosía. Cosa que sucedía bastante a menudo.

A lo largo de ese tiempo, entraron y salieron varios clientes. Grace había tratado de acercarse a ellos mientras trabajaba, cuidándose mucho de no levantar nubes de polvo a su alrededor, pero lo suficientemente cerca para atenderlos en caso de que necesitaran ayuda.

Aunque tampoco sabría lo que hacer si le preguntaran algo. Por suerte nadie lo hizo, al menos no hasta cinco minutos después de que el señor Evans saliera a una cafetería cercana a merendar.

Una mujer mayor vestida con una bata de cuadros se aproximó, con la mirada fija en ella.

—Disculpe, ¿tienen The Black Spectacles?

Grace sonrió amablemente, al tratarse de una pregunta que al menos podía responder.

—Aquí no vendemos gafas, lo siento mucho.

La mujer parpadeó atónita y se quedó mirándola con sus grandes ojos azules.

—Es una novela. De John Dickson Carr. Anoche terminé de leer The Crooked Hinge y quería hacerme con la siguiente publicación de la serie de Gideon Fell.

Si en aquel momento se hubiera abierto la tierra y se hubiera tragado a Grace, esta no habría puesto ninguna objeción.

Tenía dos títulos de libros y el nombre de una serie y no sabía por dónde empezar a buscar. Mientras limpiaba, había tratado de hallar algún tipo de orden en la disposición de los libros, aunque en vano.

—Ah, claro. —Le hizo un gesto a la mujer para que la siguiera, con la esperanza de toparse con el libro en cuestión por pura chiripa. O de que la alcanzase un rayo por el camino. Llegado ese punto, aceptaría cualquiera de los dos desenlaces.

—¿The Crooked Hinge le ha resultado emocionante? —preguntó con cautela, en un intento por deducir qué clase de libro andaba buscando.

—Ay, qué gran libro de misterio —respondió la mujer al tiempo que se llevaba la mano al pecho—. Me encerré en el dormitorio para poder leer el último capítulo sin que me interrumpieran los niños.

Ah, claro, una novela de misterio. Quizá hubiera algunas ubicadas en la parte de atrás, hacia donde dirigía a la clienta.

—Creo que tiene que estar en esta pared —comentó mientras echaba un vistazo a los lomos de los múltiples libros, ninguno de los cuales estaba ordenado en modo alguno, ni por título, ni por autor, ni siquiera por el color de la sobrecubierta.

—Si me permite… —dijo una voz masculina a su espalda.

Dio un respingo, sorprendida, al ver a un hombre alto que vestía una elegante chaqueta gris hecha a medida y llevaba el pelo peinado con la raya a un lado. Ya se había fijado antes en él. ¿Qué mujer no lo haría, siendo tan guapo como era? Pero eso había sido hacía un rato y Grace había dado por hecho que ya se habría marchado.

—… Creo que está en la estantería de la pared del fondo —le indicó el hombre mientras miraba hacia el otro lado de la tienda.

—Sí, gracias —respondió ella con las mejillas encendidas. En realidad, tenía encendido el cuerpo entero, sentía un ardor provocado por la vergüenza e intensificado por la mirada fija del desconocido. Le indicó a la mujer que la siguiera una vez más—: Por aquí, si es tan amable.

—Si no le importa, señorita —dijo la mujer, sonrojada, mirando con descaro al hombre—, prefiero que me lo enseñe él.

Él enarcó las cejas con sorpresa y soltó una sonora carcajada.

—Faltaría más —respondió, y le ofreció el codo a la mujer, que se colgó de él con una sonrisa pletórica.

Grace observó a ambos con asombro mientras el caballero sacaba de la estantería un libro negro con letras rojas estampadas en la cubierta. La mujer le dio las gracias y se reunió con Grace en la caja registradora situada sobre el abarrotado mostrador.

—Menudo caballero. —Se dio una palmadita en las mejillas arreboladas antes de extraer el dinero del bolso—. Si fuera tan joven y guapa como usted, creo que no le dejaría marchar sin averiguar antes su nombre.