La única esperanza - Barbara Hannay - E-Book
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La única esperanza E-Book

Barbara Hannay

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Beschreibung

Freya y Gus habían pasado un verano maravilloso hasta que Gus se fue en busca de un futuro que no incluía a Freya. Doce años después, Freya tenía que revelarle a Gus dos cosas trascendentales: la primera, que había sido madre de un hijo suyo, Nick; y la segunda… que Nick necesitaba un trasplante de riñón que sólo su padre podía donar. Gus, desconcertado, prometió ayudar a Nick, al tiempo que se daba cuenta de que el vínculo entre Freya y Gus seguía siendo muy fuerte.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Barbara Hannay. Todos los derechos reservados. LA ÚNICA ESPERANZA, N.º 2390 - abril 2011 Título original: A Miracle for His Secret Son Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-280-3 Editor responsable: Luis Pugni

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La única esperanza

BARBARA HANNAY

PRÓLOGO

FREYA sabía que contarle a Gus lo del bebé no iba a ser fácil.

Gus era ambicioso y siempre que habían hablado del futuro le había dicho que no quería niños por lo menos hasta que cumpliera los treinta. De todos modos, ella trató de tranquilizarse, mientras viajaba en tren de Sugar Bay a Brisbane, diciéndose que cuando Gus lo supiera cambiaría de opinión. ¿Cómo no iba a querer a su hijo?

Sentada en el tren, se imaginó el aspecto de Gus. Estaría perdiendo el bronceado del verano, lo cual era de esperar ya que, en aquellos momentos, vivía en la ciudad y acudía a la universidad. Parecía que tenía que estudiar tanto que ni siquiera los fines de semana podía ir a verla a la costa. Al menos su pelo oscuro y suave sería el de siempre. Y sobre todo, sus ojos castaños se iluminarían de forma especial al verla.

Probablemente la llamaría Floss, el apodo que le había puesto a los pocos días de llegar a Sugar Bay. Le dedicaría una de sus maravillosas sonrisas y la abrazaría con tanta fuerza que ella sentiría los latidos de su corazón.

Cuando Gus se hiciera a la idea, pensarían en algo y el futuro de ella dejaría de ser un agujero negro. Tendría a Gus y a su hijo. Todo saldría bien.

CAPÍTULO 1

UN VIERNES por la tarde, Gus Wilder descolgó el teléfono sin prestarle mucha atención.

–Es una conferencia, jefe –le dijo Charlie, desde el despacho frente al suyo–. Una tal Freya Jones, de Sugar Bay, en Queensland.

De repente, Gus se trasladó mentalmente desde su oficina desmontable, en un lugar perdido del norte a un pueblo de la costa de Queensland. Volvía a tener dieciocho años y miraba los ojos verdes de una chica preciosa que se reía. Hacía doce años que se había marchado de Sugar Bay y llevaba el mismo tiempo sin ver a Freya, pero claro que la recordaba. Perfectamente.

¿No recordaba todo hombre la dulce y frágil magia del primer amor? Había pasado mucho tiempo. Había terminado sus estudios y trabajado en el extranjero y había tenido amores alegres y difíciles. Freya también habría cambiado mucho. Estaría casada con algún tipo afortunado.

No se imaginaba qué querría Freya después de tanto tiempo.

–Jefe, ¿va a responder?

–Sí, claro –Gus tragó saliva para aliviar la inesperada sequedad que sentía en la garganta. Oyó la voz de ella.

–¿Gus?

–Hola, Freya.

–Supongo que te sorprenderá que te llame.

Parecía nerviosa, totalmente diferente de la chica risueña y segura de sí misma que recordaba.

–¿Qué querías, Freya?

–Me temo que es difícil de explicar por teléfono, pero es importante, Gus. ¿Podríamos vernos?

Gus se quedó atónito y tardó demasiado en responder.

–Desde luego, pero tengo mucho trabajo. ¿Cuándo quieres que nos veamos?

–Lo antes posible.

Gus miró por la ventana de su oficina provisional al paisaje salvaje que se extendía durante kilómetros hasta los acantilados rojos del horizonte.

–Sabes que estoy en Arnhem Land, ¿verdad?

–Sí, me han dicho que diriges un proyecto de viviendas para una comunidad de aborígenes.

–Así es. Me resulta casi imposible marcharme de aquí en estos momentos. ¿De qué se trata?

–Podría ir a verte.

Gus se quedó petrificado. ¿Por qué quería Freya ir a verlo hasta allí después de tanto tiempo?

Se la imaginó como la recordaba, con el pelo largo y cuerpo bronceado, generalmente en bikini y con un sarong atado a la cintura. Iba a causar conmoción si llegaba a una obra donde sólo había hombres.

–Sería difícil que vinieras. Esto está en medio de la nada.

–¿No llegan aviones hasta allí?

–No hay vuelos comerciales regulares –Gus se rascó la mandíbula–. Me has dicho que es muy importante lo que tienes que decirme.

–Sí –respondió ella y añadió con una vocecita asustada–: Es cuestión de vida o muerte.

Acordaron verse en Darwin, la capital de la zona, que, en muchos sentidos, era un lugar idílico para reunirse, sobre todo al atardecer de un sábado, al final de un suave invierno.

Freya había llegado demasiado pronto y vio que Gus no estaba en la terraza del hotel, por lo que se sentó a una mesa y se puso a retorcer ansiosamente la correa del bolso. Ese nerviosismo no era propio de ella y lo detestaba. Se vanagloriaba de ser una persona tranquila que hacía yoga y meditación.

Pero su serenidad había desaparecido justo cuando más la necesitaba: el día en que el médico le comunicó el diagnóstico. Desde entonces se había apoderado de ella un miedo horrible y luchaba por no desmoronarse.

Cerró los ojos y se imaginó a su hijo en casa, con Poppy, su madre. Si Nick no había sacado a Erizo, su perro, a pasear, estaría tumbado en la alfombra del salón jugando. Poppy estaría haciendo la cena.

Echaba de menos a su hijo. Era la primera vez que se separaban y tenía ganas de llorar.

«Puedes hacerlo y tienes que hacerlo. Por Nick», se dijo. Haría cualquier cosa por él, incluso decirle a Gus Wilder la verdad después de tanto tiempo.

Localizarlo había sido fácil. Lo peor estaba por llegar. De pronto vio a un hombre que entraba en la terraza. Era Gus. Alto, bronceado, tal vez algo más delgado de lo que recordaba, pero guapo y atlético. El tiempo lo había tratado muy bien.

Mientras avanzaba hacia ella sorteando las mesas, le vinieron a la memoria escenas del pasado: el primer día que Gus llegó a Sugar Bay, con dieciséis años, a estudiar; los dos bailando; los paseos agarrados de la mano a la luz de la luna; su primer beso…

De pronto, Gus se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla.

–Qué alegría verte, Freya.

–Lo mismo digo –de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas. Parpadeó con fuerza. No era momento para la nostalgia. Tenía que estar tranquila y centrada–. Gracias por venir.

–¿Cómo estás? –le preguntó mientras se sentaba y le sonreía con cautela–. Tienes un aspecto estupendo.

–Estoy bien, gracias –respondió ella, complacida por el cumplido–. ¿Y tú? ¿Y tu trabajo?

–Muy bien. Supongo que sigues viviendo en Sugar Bay.

–Sí –Frida se humedeció los labios y se preparó para decir lo que debía.

–¿Cómo estás tu madre? –preguntó él.

–Estupendamente, gracias. Sigue viviendo en la misma casa frente a la playa. Sigue tan hippy como siempre.

Él la miró de arriba abajo y ella, a pesar de los nervios que tenía agarrados al estómago, también se permitió hacerlo. Sintió un dolor en el pecho. Había echado mucho de menos a Gus. Llevaba doce años sin verlo. Sabía que había trabajado en África, pero quería saber mucho más.

–Sé que tienes que decirme algo muy importante –afirmó él– pero ¿quieres tomar algo antes? –sin esperar a que respondiera, alzó la mano para llamar al camarero.

Después de pedir las bebidas, se produjo un silencio incómodo y Freya supo que era ella la que debía romperlo. Si no iba al grano rápidamente, le resultaría terriblemente difícil hacerlo.

–Te estoy muy agradecida por haber venido, Gus.

–Dijiste que era cuestión de vida o muerte, pero espero que estuvieras exagerando.

–Por desgracia, no.

–¿Qué pasa, Freya? –preguntó él al tiempo que la tomaba de la mano.

La agarró con tanta suavidad y parecía tan preocupado que Freya cerró los ojos. No había sido capaz de abordar aquel asunto doce años antes y, en aquel momento, le iba a resultar mucho más complicado.

–Antes de que te lo cuente, tengo que preguntarte si estás casado.

Justo en ese momento, el peor de los posibles, volvió el camarero con las bebidas. Ella fue a agarrar el bolso, pero Gus se lo impidió.

–Invito yo.

–Pero te lo debo después de haberte hecho venir hasta aquí.

Sin embargo, él ya le estaba dando el dinero al camarero y Freya no se sentía con fuerzas para discutir.

–Perdona la curiosidad, pero ¿qué tiene que ver que esté casado o no con tu problema? –preguntó él.

Ella se sonrojó.

–Podría… complicarlo todo. Si estuvieras casado, puede que tu esposa no quisiera que me ayudaras.

Freya pensó que lo estaba haciendo muy mal y que Gus parecía perplejo, como cabía esperar. Deseó que hubiera una forma de poder transmitirle la información sin enredarse en explicaciones ni tener que buscar las palabras adecuadas.

Gus lanzó una rápida mirada a la mano izquierda de ella.

–¿Y tú? ¿Estás casada?

–Sigo soltera.

–Me sorprende. Pensé que ya te habrían cazado.

«No les di la oportunidad», pensó ella.

–Me casé hace tres años –afirmó él.

A pesar de que Freya se había armado de valor y había decidido que no le importaría, el caso era que le importaba, y mucho. Gus tendría que hablar del problema con su esposa y no estaba segura de que fuera a ser comprensiva.

Gus tragó saliva.

–Mi esposa murió.

–¡Oh! –susurró Freya. La invadió una mezcla de emociones: compasión, tristeza y envidia de la mujer que se había ganado su corazón–. Lo siento mucho, Gus. ¿Llevabais mucho tiempo casados?

–Algo más de un año. Nos conocimos trabajando en África. Monique era francesa. Era médico y trabajaba para Médicos sin Fronteras.

«Una mujer inteligente, aventurera y valiente», pensó Freya. La mujer perfecta para Gus.

Se sintió avergonzada al sentir compasión por su desgracia y alivio porque un posible obstáculo hubiera desaparecido.

–Dime de qué se trata todo esto –dijo él con gravedad–. ¿Cuál es el problema?

–En realidad, es mi hijo el que tiene problemas.

–¿Tu hijo?

De pronto, Freya experimentó toda la tensión y la preocupación de las semanas anteriores. Comenzaron a temblarle los labios, pero no podía venirse abajo.

–¿Eres madre soltera?

Ella asintió, sin poder hablar.

–Como tu madre.

Ella volvió a asentir, agradecida de que su tono no fuera condenatorio. Pero Gus no era un esnob como su padre y nunca había despreciado a los hippys de Sugar Bay. Pero era verdad, ella había seguido los pasos de su madre. De hecho, Poppy la había animado a ser madre soltera.

«Criaremos a tu hijo juntas, cariño. Mira cómo te crié yo. Todo saldrá bien. Tú y yo nos parecemos. Estamos destinadas a ser independientes. No necesitas a un hombre».

–¿Sigues en contacto con el padre de tu hijo?

Era demasiado. A Freya se le llenaron los ojos de lágrimas. Había esperado mucho tiempo para decírselo y, para él, iba a suponer un duro golpe. Y no quería hacerle daño, pero no tenía más remedio.

Temiendo ponerse a llorar en público y poner a Gus en una situación embarazosa, le dijo:

–¿Te importaría que fuéramos a otro sitio para hablar? ¿Damos un paseo?

–Desde luego.

Bajaron al paseo que bordeaba el puerto. Freya se protegió de la brisa marina abrazándose mientras Gus caminaba a su lado con las manos en los bolsillos.

–¿Estás bien, Freya?

–Más o menos –inspiró profundamente sabiendo que no podía posponer la revelación ni un minuto más–. Me has preguntado si seguía en contacto con el padre de mi hijo. No lo he hecho.

Lo miró de reojo y vio el momento exacto en que él se dio cuenta de lo que le quería decir.

Él se paró y la miró. Estaba muy pálido.

–¿Cuántos años tiene el niño?

–Casi once y medio.

–No puede ser –dijo Gus mientras negaba con la cabeza. La fulminó con la mirada. Su expresión de incredulidad rechazaba de entrada lo que ella le iba a decir.

CAPÍTULO 2

GUS trató de respirar, de pensar, de entender… Pero en su fuero interno sabía la verdad que Freya aún no le había revelado.

Tenía un hijo, un niño de once años.

–Gus, lo siento mucho –Freya se plantó frente a él con los ojos llenos de lágrimas.

Él revivió el pasado, el último verano mágico que había pasado en Sugar Bay, tres meses idílicos entre el final de la escuela secundaria y el comienzo de la universidad, en los que Freya y él habían sido inseparables.

Habían pasado doce años y, en cierto modo, le parecía toda una vida. En aquel momento, le pareció una vida en el exilio.

–Dilo, Freya, suéltalo de una vez. Ese niño es mi hijo, ¿verdad?

–Sí –le respondió mirándolo a los ojos–. Eres el padre de Nick, de Nicholas Angus.

Gus sintió un terrible dolor en la garganta seguido de un torrente de emociones: marginación y soledad, frustración e ira. Dio la espalda a Freya tratando de recobrar la compostura. La brisa del mar le golpeó en la cara y él la aspiró con todas sus fuerzas.

Trató de imaginarse a su hijo, a un niño al que no había visto. Carne de su carne y sangre de su sangre. Pero no tenía ni idea de cómo sería.

Sus pensamientos carecían de orden y concierto. Tenía un hijo. Todos los niños necesitaban un padre. ¿Con qué derecho le había ocultado Freya la verdad? Y el niño, ¿sabía algo de él?

Era poco probable.

Se dio la vuelta para enfrentarse a Freya.

–¿Por qué demonios no me lo dijiste? ¿Lo mantuviste en secreto porque no sabías quién era el padre? ¿Es una especie de tradición familiar retorcida?

–Claro que no.

–¿Entonces? ¿Por qué no me dijiste que tenía un hijo?

–Creí… –Freya alzó los brazos y los dejó caer con un gemido de frustración–. Lo intenté, Gus. Traté de decírtelo.

–¿Cuándo? –grito él sin intentar ocultar que no la creía.

–El día que fui a verte a la universidad.

Gus abrió la boca al recordar aquel día y sintió en el estómago una sensación sospechosamente parecida al sentimiento de culpa.

Con los años había borrado de su memoria la repentina aparición de Freya en el campus, pero era innegable que siempre había experimentado una sensación desagradable sobre la última vez que se habían visto.

Vio que Freya cruzaba el césped y se dirigía a las rocas que bordeaban la orilla de la playa. Cuando Gus la alcanzó, había sacado un pañuelo y se sonaba la nariz.

–Tenemos que hablar de esto –afirmó él. –Desde luego. Para eso he venido –dijo ella con resignación.

Buscaron una roca para sentarse mirando al mar, como en los viejos tiempos.

Freya lanzó un lento suspiro.

A pesar de su ira y frustración, Gus pensó en lo encantadora que estaba sentada en la roca frente al mar.

–¿Recuerdas el día que fui a verte a la universidad? –preguntó ella mirándolo con sus ojos de color aguamarina.

–Claro que sí.

–De verdad que pensaba decirte que estaba embarazada.

–Pero no me dijiste ni una palabra. ¿Por qué?

–Ahora, después de tanto tiempo, me resulta difícil de explicar –contestó ella apartando la mirada–. Era muy joven e inmadura.

El viento le alborotó el pelo y ella agarró un mechón para ponérselo detrás de la oreja. Consternado, Gus se dio cuenta de que estaba observando la delicada forma de su oreja y el agujerito en medio del lóbulo.

–El viaje desde Brisbane –prosiguió ella– fue difícil para mí. Tuve que recorrer una larga distancia en tren y levantarme a las cuatro de la mañana. Y tenía náuseas. Cuando llegué a Brisbane, tuve que tomar un autobús hasta la universidad. Llegué, y la universidad era tan… –agitó las manos mientras buscaba la palabra.

–¿Intimidante?

–Sí. Tan enorme y de aspecto tan serio e importante, con tantos edificios, columnas y patios...

Gus asintió. Le resultó increíblemente fácil imaginarse cómo se habría sentido una chica de un pueblecito de la costa, pero él también era joven por aquel entonces y probablemente poco sensible.

–Te dije que iba a ir –continuó Freya –y pensé que te saltarías una clase para verme. Pero tuve que esperarte horas y, cuando saliste del aula, estabas rodeado de chicas adorables. Fui una ingenua, supongo, pero me quedé helada al ver lo mucho que habías cambiado en tan poco tiempo, ya que sólo hacía seis semanas que no nos veíamos.

–No podía haber cambiado tanto.

–Créeme, Gus, eras totalmente distinto. No dejabas de hablar de la facultad, de los profesores y de tus planes profesionales. Después de seis semanas en la universidad, ibas a salvar el Tercer Mundo tú solito. Y las chicas eran unas esnobs, con vaqueros de diseño, toneladas de joyas y perfectamente peinadas y maquilladas. Me despreciaron desde el primer momento.

–Seguro que no fue así.

–Me dejaron muy claro que no tenía derecho a estar allí persiguiéndote.

Gus recordó su aspecto aquel día, vestida como una hippy de los setenta. A él le había parecido bien, pues era Freya. Pero se dio cuenta de cómo se habría sentido frente a aquellas chicas de ciudad.

¿Por qué no había sido más perceptivo entonces? ¿Por qué no había protegido a su amiga? No lo entendía.

Sin embargo, a pesar de su falta de sensibilidad, ella debiera haberle dicho que estaba embarazada.

–¿Cómo te quedaste embarazada? Tomamos precauciones.

–Si lo recuerdas, no eras precisamente un experto en cómo usar un preservativo.

Gus, con la cara ardiéndole, miró los últimos rayos del sol en el horizonte.

–Si me lo hubieras dicho, si me hubieras dado una oportunidad, habría aceptado mi responsabilidad.

–Supongo que sí. Pero me habías dicho que no querías hijos en una larga temporada.

–Eso no significaba… –Gus hizo una mueca y negó con la cabeza.

–No quería que me consideraras responsabilidad tuya, sino ser mucho más para ti. Pero, al verte ese día, perdí la seguridad en mí misma. Sabía el coste que te supondría ser padre. Tenías sueños que un bebé hubiera destruido.

–Habría hallado el modo de hacerlos realidad.

–Sé sincero. Eras la joya de la corona de tus padres, que no te habrían perdonado que dejaras los estudios. ¿Y cómo te habrías sentido si hubieras tenido que hacerlo para ganar un sueldo y mantener a una familia?

–No lo sé, no tuve la oportunidad de averiguarlo.

Se produjo un largo silencio hasta que Freya volvió a hablar.

–De acuerdo, creo que ha quedado claro que tomé una decisión equivocada –bajó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas–. Lo siento, pero a veces los errores se cometen con la mejor de las intenciones.

Gus suspiró y se preguntó hasta qué punto sus autoritarios padres habían influido en la decisión de Freya. Lo irónico del asunto era que cuando acabó de estudiar no eligió el puesto de alto ejecutivo que su padre tenía pensado para él. Se rebeló silenciosamente y se fue a África, lleno de ideales, a trabajar como voluntario.

Durante los nueve años siguientes se dedicó a ayudar a desconocidos que realmente lo necesitaban. Pero durante todo ese tiempo había habido un hijo suyo que lo necesitaba en Australia.

Lo peor de todo era que Freya hubiera tratado de decírselo. Había acudido a él, pero en lugar de salvarla, le había fallado por completo.

Aquel día, resistiéndose a la tentación de meter a escondidas a Freya en su habitación para darse un revolcón entre las sábanas, la había llevado a cenar a un restaurante de lujo. Pero durante la cena, ella había estado tensa mientras él no dejaba de hablar de la vida universitaria.

Recordó con pesar que se sintió aliviado cuando la llevó al tren de vuelta a Sugar Bay. Sólo descubrió que estaba llorando cuando siguió al tren andando por el andén hasta que se perdió de vista. Entonces se dio cuenta de que la había decepcionado.

La pregunta del millón era si habría introducido a Freya en su vida de haber sabido que esperaba un hijo y si lo habría hecho de buena gana o con resentimiento.

Desde luego que la quería. El verano con ella era su recuerdo más dulce. Pero en aquel primer trimestre en la universidad lo que le había encantado era la idea de que ella lo esperara en Sugar Bay no que se entrometiera en su atareada vida.

–Dejaste de contestar mis cartas –dijo él.

–Decidimos que era mejor empezar de cero.

–¿Decidimos? ¿Quiénes? Supongo que Poppy y tú.

–Fue un gran apoyo para mí.

A Gus no le cupo duda alguna. Poppy tenía que haberse encontrado en su elemento. No era capaz de estar mucho tiempo con el mismo hombre, pero se habría aferrado a su hija y a su futuro nieto. La habría inducido a acabar con él y a criar sola a su hijo.

Al final, su relación con Freya se había ido apagando. Ella no respondía a sus llamadas y él, absorto en su nuevo mundo, la había dejado ir. Ella, su madre y él habían tomado decisiones distintas doce años antes y estaban pagando el precio.

Mejor dicho, Nick, el niño, lo estaba pagando.

Gus miró al cielo que se oscurecía y vio que ya brillaba la primera estrella. De pronto pensó que seguía sin saber por qué Freya lo había llamado con tanta urgencia. ¿No le había dicho que su hijo tenía un problema?

¿Que era cuestión de vida o muerte?

–Hay algo más, ¿verdad? –le preguntó reprimiendo un gemido de miedo–. Aún no me has dicho por qué necesitas que te ayude. ¿Qué pasa?

Freya comenzó a sollozar y se tapó la cara con las manos.

Gus sintió miedo. Durante unos segundos pensó en huir, en negarse a escuchar lo que tenía que decirle. La tensión le resultaba insoportable.

–¿Está… está el niño enfermo?