2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Dominique era todo lo que un hombre podía desear en una esposa: bella, inteligente y deseosa de tener hijos. El magnate Charles Brandon estaba completamente cautivado por ella... Pero entonces descubrió que quizá ella se hubiera casado con él sólo por su dinero. Lo mejor era divorciarse antes de que se quedara embarazada, pero Charles no estaba preparado para dejarla marchar, no hasta haber satisfecho la pasión que sentía por ella... y haber llevado a cabo su venganza.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 200
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Miranda Lee
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La venganza de un hombre rico, n.º 1484 - agosto 2018
Título original: A Rich Man’s Revenge
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-640-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
ES QUE tienes que jugar al póquer cada viernes por la noche, llueva o haga calor?
Charles miró en el espejo el reflejo de aquella mujer rubia y hermosa tumbada boca abajo sobre la cama, con su magnífica melena extendida sobre los hombros. Lo miró con expresión de súplica.
Charles dudó sólo por un momento antes de seguir abotonándose la camisa de seda gris. A pesar de que la idea de volver a la cama con ella era muy tentadora, su noche de póquer de los viernes no era negociable.
–Mis compañeros de juego y yo hicimos un pacto hace tiempo –explicó él–. Si estamos en Sidney un viernes por la noche tenemos que jugar. En realidad, simplemente con que estemos en Australia tenemos que jugar. Sólo podemos cancelarlo si estamos en el extranjero o en el hospital. Aunque cuando Rico estuvo en el hospital el pasado invierno tras un accidente de esquí, insistió en que fuéramos todos a jugar a su habitación.
Charles sonrió socarronamente para sí al recordar a su amigo y su increíble pasión por el juego.
–Sospecho que, en el caso improbable de que Rico se casara de nuevo, nos pediría que lo acompañáramos en la luna de miel para poder tener su partida semanal. Por el contrario yo me sentí más que feliz de dejar el póquer durante el mes que duró mi luna de miel –señaló él con suficiencia.
–Tu mujer se habría enfadado si no lo hubieras hecho.
–¿Ah, sí? –preguntó él con una sonrisa–. ¿Cuánto se habría enfadado?
–Mucho.
–¿Y estás enfadada esta noche, señora Brandon?
Ella se encogió de hombros, se dio la vuelta y se estiró con pereza sobre las sábanas. Charles hizo un esfuerzo por no mirar aquel cuerpo perfecto. Pero era difícil resistirse. Dominique representaba la fantasía de cualquier hombre hecha realidad. Y era toda suya.
Charles aún no podía creer que hubiera tenido la suerte de ganar la mano y el amor de tan maravillosa criatura.
Y Dominique lo amaba. Ya había conocido con anterioridad a suficientes cazadoras de fortunas como para reconocer el amor verdadero cuando lo veía.
–Supongo que podré estar sin ti durante unas horas. De todas formas voy a tener que acostumbrarme a estar sola porque vuelves a trabajar el lunes.
Charles gimió ante tal idea, lo cual era un principio. Durante los últimos veinte años había entregado su vida a la fábrica de cerveza familiar después de que hubiera estado al borde de la bancarrota por culpa de su padre. Y había disfrutado con cada dificultad, cada desafío y cada momento de frustración.
De los veinte a los cuarenta había vivido y respirado para Brandon Beer. El matrimonio y la familia habían ocupado un segundo puesto mientras él había ido convirtiéndose en uno de los hombres más ricos de Australia volviendo a colocar la empresa en el mapa y comprando media docena de hoteles en Sidney, que le reportaban una buena cantidad de dinero desde que había colocado máquinas de póquer.
Sin embargo, desde que había conocido a Dominique y se había casado con ella, los negocios habían pasado a segundo plano. Su mente había estado ocupada en otras cosas que no eran oportunidades de inversión, estudios de mercado ni programas de expansión. Incluso en ese instante, cuando la luna de miel había terminado, tenía que hacer esfuerzos para pensar en el trabajo.
La idea de formar una familia en un futuro no muy lejano lo excitaba casi tanto como la mujer con la que planeaba tener esa familia. Dominique quería tener por lo menos dos niños y había decidido dejar de tomar la píldora el mes siguiente, lo cual entusiasmaba a Charles tanto como la decisión de ella de no volver a trabajar después de la luna de miel. Había renunciado a su trabajo en el departamento de Relaciones Públicas de Brandon Beer poco después de aceptar casarse con Charles, diciendo que ya no se sentía bien trabajando allí.
Pero Charles estaba seguro de que, con su personalidad y su belleza, Dominique podría encontrar otro trabajo en Sidney en un abrir y cerrar de ojos. Y se lo había dicho, pues no quería que pensara que él era uno de esos maridos machistas que no quieren que su mujer trabaje.
Aunque ella se había negado ante tal sugerencia diciendo que, durante los próximos años, su carrera consistiría en ser su mujer y la madre de sus hijos. Quizá cuando el último de sus futuros hijos comenzara el colegio consideraría la opción de volver al trabajo.
A pesar de que Charles no se consideraba chapado a la antigua, tenía que admitir que le gustaba la idea de que su mujer estuviera siempre ahí, al regresar de trabajar, para complacerlo en todo, algo que no parecía resultarle nada difícil.
–Te voy a echar mucho de menos –dijo quejumbrosa–. ¿Estás seguro de que tienes que volver el lunes? –preguntó mientras le dirigía una de sus mejores miradas.
Charles reaccionó ante ella. No le cabía ninguna duda de que pudiera sobrevivir sin verla durante unas horas aquella noche, pero la idea de no poder hacer el amor con ella cada vez que le apeteciese en el futuro no era muy de su agrado. Las lunas de miel eran muy corruptoras, al igual que las novias hermosas que nunca decían «no» a los deseos de sus maridos.
–Supongo que podré pedir otra semana libre –dijo él, pensando que la oficina podría aguantar otros cinco días sin que él hiciera acto de presencia. Podría mantenerse en contacto por teléfono o por e-mail–. Eso nos daría algo de tiempo para poder buscar juntos nuestra nueva casa.
Le había pedido a Dominique que buscara una casa de verdad para reemplazar aquel ático, algo con estilo en las zonas residenciales de este de la ciudad.
–¡Que idea tan maravillosa! –exclamó ella. ¿Pero de verdad puedes pedir otra semana? Ya conozco yo tu reputación de adicto al trabajo.
–Sabes que haría cualquier cosa que tú me pidieras.
Excepto pedirle que renunciara a una de sus partidas de póquer.
Tras abrocharse la camisa se dio la vuelta y se tumbó sobre ella.
–Aunque eso ya lo sabes –murmuró mientras la besaba–. Me has embrujado a conciencia.
–¿De verdad? –preguntó con esa voz suave que tanto lo excitaba. Charles gimió. Era increíble. Tenía casi cuarenta y un años, ya no era un joven con su primer amor. Su deseo por Dominique a veces rayaba en lo insaciable. Nunca había conocido una mujer igual. Ni un amor como el que sentía por ella. Era un amor absorbente, posesivo, incluso obsesivo.
Ella elevó las manos para tocarlo y arqueó las cejas.
–Charles, cariño, no veo cómo podrás concentrarte en las cartas en este estado. Seguro que a tus compañeros de juego no les importaría si llegases un poquito tarde.
Charles deseaba ceder ante ella. Pero temía que una vez hubiese empezado ya no querría parar. Si no aparecía en la partida aquella noche, Rico ocuparía su puesto.
No. Tendría que ser fuerte y no dejar que Dominique se saliese con la suya una vez más. Ya se había gastado una fortuna en ropa de diseño durante su quincena en París, y otro tanto en zapatos hechos a mano durante su parada en Roma.
Aquello era suficiente. Una vez que la luna de miel estaba técnicamente acabada, tenía que comenzar la rutina del día a día de su matrimonio. Y, desde luego, tenía intención de seguir jugando su partida de póquer cada viernes por la noche.
–Al contrario, cariño –dijo Charles con una sonrisa mientras se separaba de ella–. Concentrar las energías sexuales en otra cosa puede ser muy efectivo. Las frustraciones colocan al hombre en posición de alerta. Por eso los boxeadores se abstienen la noche antes del combate. Te garantizo que esta noche arrasaré en la mesa de juego. Ahora para de intentar seducirme y tápate con algo hasta que me haya ido. Ese cuerpo que tienes debería ser catalogado como arma mortal.
Ella se rió y se dio la vuelta de nuevo sobre la cama.
–¿Así está bien?
–Mejor, creo –dijo él, aunque su parte de atrás era casi tan tentadora como la de delante. Al igual que el resto de su anatomía, su trasero era perfecto y exuberante. Una tentación demoníaca.
Charles sabía que él no era el tipo de hombre al que las mujeres mirasen con lujuria. Nunca lo había sido. De adolescente las chicas no se fijaban mucho en él. Y no le había ido mucho mejor cuando fue adulto. Claro que una vez se fue haciendo rico era increíble la cantidad de chicas atractivas que lo habían encontrado irresistible. Pero, a pesar de que con la edad había mejorado mucho, no podría decirse que fuese guapo. No del modo en que su padre lo había sido. O como Rico. Ambos eran idóneos para convertirse en estrellas de cine. Así que siempre había sospechado que sus parejas habían tenido un ojo puesto en su dinero.
En efecto, el espejo le revelaba a Charles toda la verdad cuando se afeitaba cada mañana. En ese instante era un hombre aceptablemente atractivo, cuyas ventajas eran su altura, su forma física y ese gen heredado que le haría mantener siempre su pelo castaño oscuro.
La calvicie no se llevaba en la familia Brandon.
Por supuesto Charles tenía que admitir que los éxitos en su vida habían influido en la manera en que se comportaba actualmente. Algunas periodistas financieras lo describían como «impresionante» e «imponente». Otras se inclinaban hacía la arrogancia y la crueldad.
En realidad no le importaba lo que escribiesen y dijesen de él. Ni siquiera lo que le dijese el espejo. Lo único que importaba era lo que Dominique veía cuando lo miraba.
Era evidente que lo encontraba lo suficientemente atractivo. Muy atractivo, en realidad. Le había confesado en su noche de bodas que la primera emoción que había tenido al conocerlo había sido de preocupación por el hecho de encontrarlo tan increíblemente sexy.
Charles aún recordaba la intensa sensación que había sentido al encontrarse por primera vez cara a cara con su futura mujer. Rico había insistido en que no era más que lujuria, pero él conocía la diferencia. Sabía que aquello era amor a primera vista.
La ocasión había sido la fiesta de Navidad del año anterior de la compañía, escasos cinco meses atrás. Dominique acababa de empezar a trabajar en Brandon Beer esa misma semana, tras mudarse a Sidney desde Melbourne. No se habían visto antes de la fiesta, aunque él estaba al corriente de su llegada al departamento de Relaciones Públicas, pues él mismo había aprobado su currículum.
Sabía que tenía veintiocho años, que había nacido en Tasmania y que no tenía una educación cara ni un título, pero una larga lista de diplomas mostraban esa clase de trabajo duro y dedicación que tanto admiraba. Su anterior trabajo en Melbourne había sido como secretaria personal del jefe de una compañía de gestión de deportes y entretenimiento. Había trabajado allí dos años y las referencias eran inmejorables. Anteriormente había trabajado en la recepción de algunos hoteles importantes en Melbourne, un gran paso desde su primer trabajo, como asistenta.
El hombre que la había contratado le había advertido a Charles que era una rubia despampanante, pero al ver a la señorita Dominique Cooper en persona se había quedado sin aliento.
Recordaba que llevaba puesto un vestido blanco que le llegaba hasta la pantorrilla y con un escote que resaltaba su espectacular figura. También llevaba el pelo recogido y los labios brillantes y rosas. De las orejas le colgaban unos pendientes de perlas. Al acercarse, a Charles se le había llenado la nariz con su perfume, una esencia exótica y provocativa que ahora sabía que se llamaba Casablanca.
Le había pedido una cita a Dominique a los pocos minutos de haber sido presentados. Por aquel entonces Charles estaba acostumbrado a salirse con las suya con respecto a las mujeres, de modo que se había sorprendido al escuchar su negativa, más aún cuando ella había admitido que no salía con nadie en aquel momento. Ella le había dicho firme pero educadamente que jamás saldría con ninguno de sus jefes, por muy atractivo que lo encontrara.
–Así que sí que piensas que soy atractivo –había respondido él, halagado y al tiempo frustrado.
Ella le había dirigido una extraña mirada nerviosa antes de girar sobre sus tacones y volver a la fiesta.
Fascinado e intrigado, la persiguió como un perrito durante todas las vacaciones de Navidad, llamándola a casa cada noche y enviando flores a su piso cada día hasta que ella finalmente accedió a cenar con él. Aun así Dominique insistió en que se encontraran en el restaurante en vez de que pasara a recogerla. Tampoco quería que la acompañara a casa después de la cena, lo que lo intrigó más aún. Obviamente tenía miedo de estar a solas con él. ¿Por qué?
No lo descubrió hasta el postre, cuando ella le explicó que había sido una tonta al tener una cita con su anterior jefe, y más tonta aún al convertirse en su amante secreta. Aquel hombre le había prometido el mundo pero, al final, la había plantado y se había casado con una chica de la alta sociedad con los contactos adecuados. Por eso se había trasladado a Sidney, para olvidar los malos recuerdos, decidiendo en ese momento no volver a salir con ningún jefe. No se podía confiar en esos hombres. Se aprovechaban de chicas como ella porque eran guapas y fácilmente impresionables. Pero no las amaban ni se casaban con ellas. Sólo se acostaban con ellas y les arruinaban la vida.
Charles se propuso demostrar que estaba equivocada, pero fue muy difícil de convencer. Ella aceptó posteriores invitaciones a cenar y le demostró, en muchos aspectos, que se sentía atraída por él, pero seguía rechazando cualquier acercamiento. Charles se enamoró más, si cabe, y prometió demostrarle que sus sentimientos hacia ella iban más allá.
Aún recordaba la expresión en su cara cuando le dijo durante una cena a principios de marzo que la amaba más de lo que podían expresar las palabras. Pero cuando le pidió que se casara con él, mostrándole el anillo de diamantes más bonito y más caro que había sido capaz de comprar, la sorpresa de Dominique se convirtió en repugnancia.
–No lo dices de verdad –contestó ella–. Lo dices sólo para llevarme a la cama. Crees que puedes comprar mi amor, pero has malgastado tu dinero comprando ese pedrusco porque la verdad es que ya me he enamorado de ti. Pensaba acostarme contigo esta noche de todos modos.
Él no fue capaz de ocultar su placer ni su deseo ante tal anuncio.
–Pon esa horrible cosa en mi dedo si te hace sentir mejor –dijo irritada–. Luego llévame donde quiera que tengas en mente llevarme. Pero tú y yo sabemos que no te casarás conmigo. Cuando hayas conseguido lo que quieres me plantarás al igual que mi anterior jefe.
–Te equivocas –insistió él apasionadamente mientras le deslizaba el diamante en el dedo.
Y le demostró que estaba equivocada casándose con ella un mes después sin haberle puesto más que un dedo encima. El beso que le dio tras la pequeña y sobria ceremonia fue su primer beso en condiciones. Fue muy duro mantener el control durante tanto tiempo, pero lo consiguió concentrándose en la recompensa.
Rico le había dicho que estaba loco por casarse con una mujer con la que no había tenido contacto íntimo antes. Era un comentario extraño viniendo de un hombre con herencia italiana. Se suponía que ellos se casaban con novias vírgenes. No es que Dominique fuera virgen. Nunca había fingido serlo.
Pero hubo algo de virginal en ella cuando, en la noche de bodas, se acercó a él temblando con su camisón de satén blanco. Evidentemente estaba nerviosa y asustada de haber podido cometer el error de su vida casándose con un hombre con el que no se había acostado antes. Por lo que ella sabía, podía haber sido el peor amante del mundo.
Pero la noche de bodas fue mágica para los dos. Cuando él observó la felicidad de su recién estrenada esposa, su propio placer y su satisfacción fueron infinitos.
–No sabía lo que era el verdadero amor hasta este momento –había dicho Dominique mientras yacía acurrucada junto a él poco antes de amanecer–. Te quiero mucho, Charles. Me moriría si algún día dejaras de amarme.
«Imposible», había pensado Charles en aquel momento. Y aún lo pensaba. Incluso estaba más enamorado de ella que nunca. Era él el que moriría si algún día ella dejara de amarlo.
–He de irme –dijo él con ternura y algo de culpa por tener que dejarla sola–. Intentaré no quedarme hasta muy tarde, pero…
–Sí, lo sé –dijo ella con un suspiro–. Lo comprendo. Rico intentará mantenerte allí hasta altas horas.
Dominique apretó los dientes ante la idea de que el padrino de Charles hiciera eso. Y no tenía nada que ver con que Rico fuera un adicto al póquer.
El escepticismo de Enrico Mandretti sobre el amor que ella sentía por Charles había sido evidente desde la primera vez que se vieron. Era evidente que la consideraba una cazafortunas. No hacía falta que dijese sus pensamientos en alto. Estaban ahí, en sus ojos oscuros y cínicos.
El problema era que tenía razón y, a la vez, estaba equivocado.
Ella amaba a Charles. Lo amaba más de lo que jamás se hubiera sentido capaz de amar a un hombre. Pero, antes de conocerlo, había sido justo lo que Rico creía que era. Una buscadora de oro. Una chica guapa que usaba su cuerpo para conseguir su objetivo en la vida: adquirir un marido rico para no tener que sufrir lo que había sufrido su madre.
Dominique estaba segura de que las mujeres de los ricos no pasaban por lo que había pasado su madre. A ellas las protegían de tales infamias. Al menos podían morir con dignidad.
Después de la larga y dolorosa muerte de su madre, Dominique había prometido que se casaría por dinero, aunque fuese lo último que hiciese. Sin embargo, llegar a ser la esposa de un hombre rico no resultó ser tarea fácil, ni siquiera para una chica con su aspecto. Los hombres ricos se casaban con mujeres que se movían en sus propios círculos sociales. O con chicas que trabajaban con ellos; criaturas sofisticadas y educadas con títulos universitarios.
Por desgracia, la educación de Dominique durante su adolescencia había brillado por su ausencia. Fue interrumpida constantemente y finalmente abandonada, pues tuvo que cuidar de su madre hasta que ésta murió. Para cuando cumplió los dieciocho, Dominique ya sabía que le llevaría años desarrollar las habilidades que la pondrían en contacto con hombres ricos.
Pero tenía su juventud y su tenacidad a su favor, de modo que, al final, había conseguido su propósito un par de años antes. Había estado en el lugar adecuado y había trabajado junto al tipo adecuado de jefe. Soltero, guapo y rico.
Desafortunadamente su objetivo había sido más despiadado que ella misma. Sus planes en la vida no incluían ser enganchado por alguna chica de los bosques de Tasmania, sin importar lo mucho que ella se hubiese esforzado por educarse, ni cuanto se sintiera atraído por ella.
Acostarse con ella estaba bien. Tumbarse a su lado era aceptable. Casarse con ella… ni en un millón de años.
Después de que su misión de convertirse en la señora de Jonathon Hall hubiese fracasado, una Dominique un tanto amargada había recibido una más que generosa indemnización por despido y, junto con las excelentes recomendaciones de Jonathon, se había marchado en busca del pez más gordo de Sidney. Una vez allí, se había propuesto llegar a ser la mujer de Charles Brandon con sangre fría. Con más sangre fría que nunca.
Pero no había nada de sangre fría en los sentimientos que había despertado en ella en su primer encuentro. Ya había visto fotos de él y lo encontraba bastante atractivo; ella sabía que no podría casarse con nadie a quien encontrase físicamente repulsivo, y cuando lo vio en persona lo encontró tan sexy que se quedó desconcertada.
Aquellos gélidos ojos grises habían desencadenado una parte de ella que se había esforzado por mantener al margen de su vida. Dominique nunca antes se había enamorado. Ni siquiera había sentido lujuria. Había sentido distintos grados de atracción hacia miembros del sexo opuesto durante años. Incluso se había acostado con algunos. Se había sentido sumamente atraída por Jonathon. El sexo con él había sido muy placentero, pero nunca se había dejado llevar por eso, ni lo había necesitado. Todas sus respuestas con Jonathon habían sido totalmente falsas.
Pero cuando Charles la había mirado de aquella manera tan poco sutil aquel día, ella había observado su cuerpo alto y lo había deseado sin control.
«Pánico» era la palabra que mejor describía aquel deseo extraño. No cabía duda de que había descuidado su objetivo y había abandonado su plan de seducir a Charles Brandon. Quería casarse con un millonario, no enamorarse de uno. El amor convertía a las mujeres en débiles, tontas y vulnerables. El amor traía la desgracia, no la felicidad.
Pero Charles no se detendría allí. Y ahí estaba ella, siendo su esposa; su amada y adorada esposa.
Dominique supo entonces lo que quiso decir su madre cuando ella le había preguntado una vez por qué se había casado con un hombre como su odioso padre.
–Porque lo amaba hasta la muerte –había dicho su madre.
Habían sido palabras de una considerable ironía.
Mientras Dominique veía cómo su marido se ponía la chaqueta intentó no preocuparse por amarlo hasta tal punto. Suponía que con Charles podía permitirse ser un poco débil, tonta y vulnerable. Porque él también la amaba. Y no se parecía en nada a Jonathon.
Ella pensaba que había sido muy perverso fijarse en Charles por aquella razón. Porque no era tan guapo ni tan joven como Jonathon. Ella había supuesto que aquello haría que Charles estuviese más susceptible a la seducción. Había supuesto que eso le daría más poder sobre él.
Pero había ocurrido justo lo contrario. Era él el que había ejercido todo su poder sobre ella, coaccionándola para que saliese con él a pesar de su miedo a enamorarse.
Aunque era feliz. Era muy feliz. No había nada que temer. Charles era un magnífico marido y amante. Y sería un padre maravilloso.
Ésa era otra cosa que sorprendía constantemente a Dominique. Su deseo por tener hijos. Nunca antes se había considerado una persona maternal. Nunca había querido ser la mujercita en casa. Pero ahora no podía esperar a tener un bebé con Charles. Más de uno. De pronto su idea de «utopía» consistía en ser su mujercita en casa rodeada de gritos de niños.
Claro que su casa no sería en absoluto como la de su madre. No un cuchitril, sino una mansión. Su marido era un hombre con dinero que podría procurar abundancia a su vida y a la de sus hijos, no un fracaso de hombre que no podría cuidar ni de sí mismo.
–Me voy –dijo Charles mientras tomaba su móvil y las llaves del coche de la mesilla–. Si me necesitas ya sabes mi número. Pórtate bien –dijo con una sonrisa.
Dominique sintió en su corazón una premonición horrorosa al verlo caminar por la habitación.
–¡Charles! –gritó. Él se dio la vuelta y frunció el ceño.
–¿Qué pasa?
–Nada. Te… te quiero.