Las aventuras de Arthur Gordon Pym - Edgar Allan Poe - E-Book

Las aventuras de Arthur Gordon Pym E-Book

Edgar Allan Poe

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Beschreibung

Es esta la única novela de Edgar Allan Poe, inspirada en la época de los grandes exploradores y aventureros. Arthur Gordon Pym de Nantucket narra un motín y las atrocidades vividas a bordo del bergantín Grampus, en su viaje a los Mares del Sur, con la reconquista del buque por los supervivientes, un naufragio y los terribles sufrimientos pasados por el hambre; el rescate por la goleta británica Jane Guy; el breve viaje por el océano Antártico, su captura y la matanza de la tripulación en un archipiélago del paralelo 84 de latitud sur... En esta obra trepidante, Poe, a bordo del Grampus, lleva a quienes lo leen a regiones mentales y literarias que nunca antes había sido exploradas: de ahí el absorbente interés que han mostrado por la pieza desde los escritores surrealistas hasta los psicoanalistas literarios de toda condición. La fantástica peripecia se desborda en manos del autor, tanto que apenas da respiro al lector entre secuencia y secuencia.

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Las aventuras de Arthur Gordon Pym
Edgar Allan Poe
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Introducción: Alvaro Cunqueiro.Traducción: Santiago Carroggio.
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción al autor y su obra
Las aventuras de Arthur Gordon Pym
Prefacio
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Nota
Introducción al autor y su obra
por
ÁLVARO CUNQUEIRO
Real Academia Gallega
No se puede leer a Edgar Allan Poe como a otro escritor cualquiera. Ni siquiera como se lee a Hoffnmann, a Kafka, a Villiers de l'Isle-Adam, El autor de El gato negro no es tanto un narrador de sucesos terroríficos, sino un autor que está en el terror. Lo que sucede en sus historias es algo que el autor mismo necesita vivir, y sucede en el único mundo real posible que él ha decidido aceptar, y que puede analizar con una lógica fría, de una excepcional lucidez; un mundo aterrador y misterioso, un reino frecuentado por la muerte, En primer lugar por la muerte de las mujeres que ama, y que se sobreviven unas en otras, en una suite inacabable: su madre Elizabeth, la dulce Helen de la adolescencia, Frances, su madre adoptiva; Virginia, su prima, con la que contrae matrimonio, y Mrs. Frances Osgood... Todas mueren jóvenes, las más devoradas por la tisis: a los veinticuatro años, a los diecisiete, a los veinte, a los treinta y ocho... Poe puede creer que él es el asesino, porque en Poe no existe la muerte natural, o en todo caso actuará una muerte natural disfrazada, y además urgida por su propio apetito de escenarios mortuorios, escenarios que recuerdan, más de lo que puede parecer a simple vista, a los de las tragedias shakesperianas que representaba su madre. Escenarios que dependían tanto de la imaginación, que no parecen poder subsistir sin la actriz, que ha debido estar ligada a ellos por un extraño destino, un destino a lo Poe: la madre muere un 10 de diciembre, y dos semanas después el teatro de Richmond, donde ella ha representado Julieta, lady Macbeth, Ofelia, Desdémona, arde. Dos cestos de mimbre con los vestidos de Elizabeth Allan, más harapos que otra cosa, estaban allí, en un pasillo, y arden también, Es la primera muerte, y es el primer incendio, de Edgar Allan Poe. Las mujeres que mueren se llamarán más tarde Berenice, Morella, Eleonora, Ligeia, y a Poe le parecerá la más natural cosa el asegurar que «la muerte de una mujer hermosa es, indiscutiblemente, el más poético tema del mundos, Pero ha de añadir que nadie puede desarrollar este tema mejor que él: igualmente está fuera de duda que la boca mejor elegida para tratar un tema así es la del amante privado de su tesoros. Pero, en Poe -y este ha tenido que saberlo alguna vez-, el tesoro está hecho de carne moribunda; esta es la carne que lo tienta, y aspira a poseer a la mujer en la misma hora de la muerte, Marie Bonaparte ha afirmado que Poe era un necrófilo en potencia, Además ha dicho, en su magnífico estudio psicoanalítico de Poe, que el escritor estaba enteramente fijado en el amor de su madre muerta, cuya imagen, y aquel sudor frío con el que salía del escenario después de morir como Ofelia, como Julieta, como Desdémona, y que Poe encontraba en sus mejillas y en su frente al besarla, quería después hallarlo en toda mujer, y lo encuentra en la lenta destrucción y agonía de su esposa Virginia.
Una constante vecindad de la muerte es una necesidad en el terror de Poe, lo que le permite estar en el terror, no bien toma la pluma. Ya tiene este componente anticipado, y sabe que la muerte aparece, ante todo, como una despaciosa destrucción, no exenta de belleza. Cuando cae la tarde de un pesado y sombrío día otoñal, Poe llega, a caballo, delante de la casa de los Usher; solo puede ver la vieja mansión como algo que está al final de su resistencia al tiempo y a la obra de consumición de la casa por los Usher que la han habitado, y por los dos últimos, lady Madeline muere despacio, como siempre en Poe-, y Roderick Usher. Los dos últimos Usher han creado la grieta de la fachada de la casa, la grieta que la partirá en dos. Es desde el alma, los terrores, los sueños, la enfermedad misma, y el crimen, desde donde ambos actúan. Poe podía esperar a que la casa de los Usher, enferma también y lacerada, se deshiciese, pustulizase, desgarrase como el retrato de Dorian Grey. Pero, esa no era su manera. La manera de Poe era un componente misterioso, accidental y súbito, que entraba en la tragedia como un invisible deus ex machina y lo precipitaba todo en las tinieblas, «las tinieblas, madres predilectas del olvido», pero también de las terribles apariciones: lady Madeline enterrada viva, antes de su hora pues, provoca la muerte de la casa, antes de su hora también. La casa que se entierra con los dos últimos Usher: es decir, que se sumerge en el profundo y cenagoso estanque, «que se cierra torvamente y silenciosamente a mis pies sobre los fragmentos de la casa de los Usher». Para un gallego como el que estas líneas escribe, el derrumbamiento de la casa de los Usher tiene un vivo parentesco con aquellas ciudades de la mitología popular de Galicia, que a causa de un gran pecado, un parricidio alguna vez, un incesto otras, son cubiertas por una laguna, desde cuyo fondo llegan al visitante vespertino dolorosos lamentos, y a veces el sonido de campanas funerales.
Poe, que está en el terror, conoce técnicas muy precisas para hacernos sentir miedo ante la situación que nos describe. Miedo que comienza al principio de cada historia por la evocación de un escenario singular. El escenario es insólito, sombrío, sorprendente. La isla Sullivan, en El escarabajo de oro, es una «de las más singulares». Un castillo va a recordar los de las novelas de Mrs. Radcliffe: «enormes edificios llenos de lobreguez». Poe es consciente del origen literario de su castillo de El retrato oval, uno de los castillos que «durante mucho tiempo han alzado su frente ceñuda en los Apeninos, no menos en la realidad que en las novelas de Mrs. Radcliffe». El palacio Metzengerstein, que arde como el teatro de Richmond en Virginia, tragándose al joven caballero, jinete en un caballo loco que salta el foso y brinca por las escaleras, perdiéndose entre las llamas enormes, que crepitan bajo las manos de un viento súbito y sin duda de naturaleza no meteorológica. Un viento que se puede incluir entre los personajes de la tragedia. Un viento que ya ha saludado la frente de las cinco arrugas de Edipo y la barba enmarañada del rey Lear. En los escenarios poeianos hay hedores que avanzan en la noche, pisos que crujen, puertas que se lamentan al ser abiertas, escaleras a punto de derrumbarse, y el agua no es nunca fresca y clara, agua de fuente o de regato alegre de montaña; las aguas de Poe están en los estanques, quietas, muertas, pútridas, grises. Edgar Poe quiere también que el lector tenga conciencia plena de que ha pasado miedo. Tras un suceso horrible en el que se van mezclando en el más violento torbellino todas las pasiones humanas y las fuerzas desatadas de la naturaleza, súbitamente comparece la calma, una tranquilidad que forma parte del desenlace –me atrevería a decir, usando una terminología aristotélica-, de la purificación. En Metzengerstein, «la furia de la tempestad se apaciguó inmediatamente, y le sucedió una tétrica y profunda calma. Una blanca llama envolvía aún el edificio como un sudario. Todo lo artificioso que quieran, todo lo monótono -un gran escritor es siempre espléndidamente monótono, Poe como narrador es de una eficacia total, y es de suponer que el propio Poe sabía que no era ingenioso, pero que era un verdadero imaginativo que no dejaba nunca de ser analítico. (Léase el comienzo de Los asesinatos de la calle Morgue.)
Por otra parte, Poe va a insistir en que nos demos cuenta de que estamos leyendo un tale of terror usando incansablemente las palabras horrible, hediondo, pavoroso, terror, tétrico, torvo, etc. Teme que se le escape el lector, lo que por múltiples razones de seducción no es posible. Podremos huir de los fantasmas pútridos, monstruosos muertos resucitados para un ballet mortal, de Lovecraft, pero en Poe, horas después del final de la tragedia, aún nuestra mente y nuestro corazón, por decirlo así, respirarán difícilmente.
Aceptado que Poe sea un gran creador de entornos, como hemos dicho, de escenarios para sus asuntos, apenas los describe. Recuerden su llegada a la casa de los Usher: «Yo contemplaba la escena que tenía delante -la casa las líneas del paisaje de aquella heredad, las frías paredes-, las ventanas vacías que parecían ojos, unos juncos lozanos, y unos pocos, blanquecinos troncos de árboles, carcomidos»... E inmediatamente pasa a la depresión que le produce la contemplación de la casa, tan intensa que solo puede compararla «al desvarío que sigue a la embriaguez del opio». Pero nunca sabremos cómo era el verdadero rostro de la casa de los Usher, y solamente un observador minucioso «hubiera podido descubrir una grieta apenas perceptible que, extendiéndose desde el techo de la fachada del edificio, bajaba por la pared zigzagueando hasta que se perdía dentro de las tétricas aguas del estanque». La sombriedad de la casa Usher, «la sensación de insufrible tristeza», el «misterio insoluble» de la angustia y de las imaginaciones sombrías que la casa le producía al visitante, eran hijas del ánimo de este, las que llevaba el visitante consigo, y aún parece como una autodefensa contra su incorporación al trágico secreto que la casa debe encerrar. Sin embargo, aquí y en otros escenarios misteriosos, Poe entra. Si me lo permiten, diré se fuga hacia allí. Poe ha estado fugándose siempre, e impidiéndose a sí mismo un lugar estable en la sociedad. Son esos que él mismo llama «accesos de vagabundaje», y a los que, por propia confesión, dice que no quiere ni puede escapar. Sabe que se destruye bebiendo y escapando -morirá ebrio, y en una fuga, que él sabe que es la última y la más inexplicable-, pero insiste, porque no puede resistir al deseo de verse descomponer, de ver alojarse en él la putrefacción. Alguien ha comentado que «la lucidez en Poe es siempre impotente. Observa cómo se descompone con una curiosidad apática. Ejerciendo contra sí mismo, y sabiéndolo, no puede nada». Es su descomposición, su destrucción, la que le lleva a contarnos otras descomposiciones y destrucciones, de paisajes o de héroes.
Pero, hay otra lucidez en Poe, una lucidez que podemos llamar retórica. Cuando en 1845 publica su poema El cuervo los lectores se asombran. Todo el mundo quiere conocer al poeta, y las gentes más diversas le escriben o se dirigen a los directores de los periódicos para asegurar que han escuchado hablar a cuervos en las circunstancias más extrañas, que les han seguido, que han penetrado en sus casas. Es la llamada «locura del cuervos. Cuatro cuervos, llamando desde distintos lugares a una encajera de Williamsburg, la desorientan en el bosque, la atraen hacia un pantano, la «empujan» hacia él. Se salva del acoso de los cuervos, pero enloquece, cree estar habitada por cuervos que se asoman a su boca, como el cuco en el reloj, para decir con su voz grave ¡nunca más! Alguien ha sospechado que Poe ha vivido esta experiencia del cuervo llegando a medianoche. Y yo soy de los que lo creen así. Es más que un sueño, uno de esos sueños «que los demás no han osado tener ni revelar, es una experiencia próxima a las experiencias místicas, en las que funciona, como en los milagros, el argumento que los teólogos llaman «de necesidad». Esta experiencia le era necesaria a Poe, que aspiraba a un espectador ajeno y a la vez íntimo de su situación mental y espiritual. Con su ¡nunca más! el cuervo le cierra todas las salidas -quizás incluida la salida habitual, la fuga Un poema genial, sin duda, El cuervo, pero como todo lo que Poe hace un poco cargado de retórica, y aún de palabrería. «Ganaría siendo más corto y desnudo», dirá Eliot. Pero no bien el poema es conocido, alabado, reproducido y recitado, Poe siente la necesidad de destruirlo y publicando Génesis de un poema, se empeña en demostrar que su poema no es hijo de la excelsa inspiración, sino de una elaboración consciente y sistemática, de la hábil capacidad del constructor de efectos: «Para mí la primera de todas las consideraciones es cómo producir un efecto», dice Poe; y añade: «Habiendo elegido producir un efecto, en primer lugar original y en segundo lugar atrayente, busco si es mejor destacarlo por los incidentes o por el tono, o por incidentes vulgares y un tono particular, o por incidentes singulares y un tono ordinario, o por una igual singularidad de tono y de incidentes, y después busco alrededor de mí, o en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos y de tonos que pueden ser más propios para crear el efecto en cuestión, «El poema -ha escrito Jacques Cabau- no está construido sobre un tema; es el tema el que resulta del poema... El poema no reconstituye un hecho anecdótico, pero constituye un hecho literario.» ¿Podríamos hablar, entonces, de la literatura como salvación? Porque no hay duda ninguna de que Poe, Edgar Allan Poe, con su carga de alcoholismo hereditario y quizás sífilis, perdiendo cada pocos años una madre, viviendo en la miseria y el hambre, y aun en periodos temporales de locura, vagabundo borracho y muchas veces aterrorizado por lo invisible y las misteriosas relaciones que descubre entre las almas y las cosas, necesita ser salvado, protegido, como lo que es, como lo que no ha dejado nunca de ser: como un niño. A veces niño prodigio, a veces petulante e incluso príncipe exiliado con un castillo hereditario en la lejana Irlanda, de donde había llegado a América su abuelo, el general Poe.
Pocas veces se ha tocado el tema de la ascendencia irlandesa de Poe, y estimo que merecía ser tratado con cierta profundidad. Poe cuenta, en ocasiones, así en el Manuscrito hallado en una botella o en El retrato oval, como si utilizase la manera de narrar más típica de la tradición oral gaélica, que por otra parte no conocía, y no ha podido oír a su padre ninguna historia «irlandesas, que a su vez este hubiera escuchado de labios del suyo, o de su abuelo. En el Manuscrito, el propio navío, con tan extraña y fantasmal tripulación, semeja a una de aquellas islas que lo fueron de la eterna juventud y que, perdida su virtud, se disponen a desaparecer bajo las aguas en medio de violenta tempestad. Y en El retrato oval aparece el pintor que no se da cuenta de que está retratando a una hermosa mujer, su esposa, que ha muerto posando, y aún busca dar en el rostro una pincelada en la boca y un toque en los ojos, logrados los cuales, grita: Esto es realmente la vida misma volviéndose para contemplar a la mujer, que está muerta. Que puede llevar muerta quizás más de cien años, como aquellas amadas lejanas que los cantores amaban en la verde Erin por lo que habían oído decir de ellas, y no cesaban de acumularles belleza en sus versos, hasta lograr el retrato perfecto, que enamoraría de la gentil doncella a todos los que lo escucharan cantar. Salían los enamorados presurosos en su busca, pero ya ni en las colinas más occidentales, las que el sol enrojece al morir, quedaba memoria de su torre, ni aun de su tumba. Y que hay parentesco entre el humor de Poe y el de Sterne, es indudable. Sterne sabía que lo esencial era lograr que el alma del lector estuviese a merced del escritor, durante el tiempo que durase la lectura. Y Poe parece añadir a la reflexión de Sterne que «el autor, si alcanza esto, está en condiciones de realizar la plenitud de su intención, cualquiera que sea. Si traducimos todo esto al papel del canto en la tradición gaélica, veremos que la aspiración es la misma: el bardo quiere tener sujeto, sometido, a quien lo escucha, fuera de tiempo y de lugar, absorto en la peripecia y en el reconocimiento que le son cantados. Se trata de un juego a veces trágico, y en cierto modo ligado con la interpretación de sueños, en el sentido aquel de los intérpretes de Jerusalén, para quienes «todos los sueños se cumplen en la dirección misma en que son interpretados». Los sueños de Poe se cumplen siempre en la dirección en que Poe los interpreta, y no importa que se cumplan siempre en la misma dirección. La culpa no es de Poe, naturalmente.
Quizás el lector de hoy, que yo soy, lea a Poe con demasiadas anteojeras. Por ejemplo, con las que nos han puesto los franceses, Baudelaire, Mallarmé, Paul Valéry. Baudelaire que lo ha dado a conocer en Francia, y Mallarmé y Valéry que lo han admirado. Mallarmé ha traducido El Cuervo en una versión que hoy muchos no aceptamos, y Génesis de un poema era para él y para Valery una especie de arte poética. El propio Baudelaire cree que con la Génesis de un poema, Poe pretende simplemente que se le crea menos inspirado de lo que es. La importancia de Baudelaire en el conocimiento de la obra de Poe en Europa, es inmensa. Se ha dicho que Baudelaire le había fabricado a Poe en Francia «una gloria exagerada», y ha sido a través de los simbolistas franceses que ingleses y americanos han descubierto a Poe. La «voluntad retórica» le permite a Paul Valéry el admirar a Poe en tan sumo grado -Cabau dice que Valery encuentra en Poe su propia lucidez, su fascinación por los mecanismos rigurosos, casi matemáticos de la fabricación estética-, con «su estilo y su lengua, tan artificiales, tan puerilmente rebuscados, serán siempre un obstáculo el lector anglosajón». Baudelaire nos ha dado una imagen patética de Poe que no se correspondía con la realidad. Poe era, además, un visionario, porque sus héroes lo eran, y los excepcionalmente inteligentes héroes de Poe hacen parecer a su creador el hombre de mayor inteligencia que haya habido nunca. Pero sus héroes y él, cada vez que buscan en su interior, cada vez que quieren saber quiénes son y se plantean el ser o no ser, entonces se equivocan, y de análisis en análisis, de deducción en deducción, se destruyen. Poe y sus héroes, encuentran en su interior la neurosis, o el miedo de ella, que es lo mismo. Es cierto, como ha dicho Jacques Cabau, que no hay potencias ocultas en Poe. «Quizás,-añade- no hay ni siquiera Dios.
Es más que seguro que así sea. El hombre en Poe se ve obligado a pensar, a buscar en si las rendijas por las cuales verse por dentro hasta dar con la ruedecita fatal, la que mueve esa parte no vista de la estructura poderosa e inexorable del alma. Entonces hay que seguir día a día, hora a hora, los raros y constantes movimientos, siempre los mismos en cada uno, y que hay que analizar minuto tras minuto, no perderles nunca la cara, contar sus dientes, esperar sus aceleraciones o sus pausas, y de pronto salta imprevisiblemente el resorte y se detiene, porque el escrutador de su propia alma ha llegado a ver la escena final de la tragedia. Lógicamente, todos los héroes de Poe saben, por anticipado, lo que se juegan.
Otras anteojeras más recientes son el gran ensayo de Marie Bonaparte. Ya no podemos aceptar como casta la obra de Poe, porque la princesa Bonaparte ha desentrañado toda la simbólica sexual de ella. Por la muerte las mujeres de Poe llegan al amor. Hablamos antes de carne moribunda, la apetecida por Poe, pero podíamos hablar también de carne putrefacta. La necrofilia de Poe es evidente, y también que todas sus heroínas son a imagen de su madre. Poe ha buscado a su madre por medio de todas las mujeres que ha amado -que seguramente no ha amado en la medida en que lo ha dicho-. A veces, parece ser el propio Poe quien desee que mueran todas las mujeres que ama, como ha muerto su madre. Es a su madre y no a Jane Stanard, a su madre cadáver y no al cadáver de Jane Stanard, a ese cuerpo podrido con el que no deja de soñar, para quien pide que los gusanos se deslicen dulcemente a su alrededor. Gusanos blancos, gusanos verdes, gusanos silenciosos que se transforman en la forma más pura de la ternura. Duerme en el regazo de todas las mujeres como en el de su madre, como duerme una aldea tranquila al pie de una montaña». Se ha hecho notar que la madre de Edgar Allan Poe recobra siempre a su hijo, porque las heroínas que le da en matrimonio no son más que reflejos de ella, y así la madre lo mantiene sujeto a la pasión incestuosa. También nos dice Marie Bonaparte algo del sadismo en Poe, y hay quien asegura que su obsesión sádica nace de su impotencia…Pero uno quisiera leer a Edgar Allan Poe sin estas anteojeras, ni otras, como cuando adolescente se encerró por vez primera en su habitación con las Narraciones extraordinarias y La narración de Arthur Gordon Pym, o leyó El cuervo.
Verdaderamente Poe era un alimento nuevo para el alma, que descubría entonces misteriosos paisajes nunca sospechados. Se hacía un viaje, y se llegaba a las mansiones donde el terror reinaba, y era uno mismo quien viajaba para encontrarse con Roderick Usher, o se embarcaba en la ballenera Grampus, como Arthur Gordon Pym de Nantucket. Para el joven lector había una realidad poeiana. Acaso nunca pensó Poe que los lectores adolescentes que abrían por primera vez sus libros lo creyeran al pie de la letra. Es decir, creyeran que había en el mundo, situados en puntos perfectamente localizables, tal cantidad de misterio, encerrando tal cantidad de posibilidades de tragedia. Era todo verdad, por el tono de suficiencia con que estaba dicho, por la insistencia en el análisis, y naturalmente porque se era llevado por la habilidad narrativa de Poe a participar en el terror. En muchos jóvenes lectores que más tarde, en la madura edad, han llegado a ser escritores de imaginación, el recuerdo del misterio poeiano permanece, y los misterios que estos escritores narran tienen siempre la atmósfera que Poe estableció para la existencia del misterio. Los maestros del psicoanálisis pueden interpretar ahora como quieran los «misterios» de Poe, pero su permanencia en la memoria de los lectores es prueba de que en Poe existe una búsqueda que se corresponde con la más natural versión del misterio que admite el humano, y de la expectativa del terror. Como consecuencia de la aplicación a la vida y a la obra de Edgar Allan Poe del método psicoanalítico, rige ahora una disminución de la calidad literaria del escritor Edgar Allan Poe. Se le discute, y aun se intenta eliminarlo de la historia de la literatura. Huxley ya había hablado «del constante mal gusto de Poe. Se ha dicho de sus poemas que están ahí, congelados, y que no ganan al ser retenidos en la memoria, releídos, murmurados, y que en ningún caso el lector puede participar en esa poesía, que parece mecánica, con todos sus versos de efecto. Pero quien haya leído una vez El cuervo en una anochecida en la que el viento vendaval dirigía el ronco coro del bosque, sabe que pueden surgir voces así, como la admonitoria del cuervo, que dicen los destinos, los triunfos y las derrotas. Aunque el cuervo de Poe resulte quizás demasiado en literatura. Poe hay que leerlo cuando aún no está usado por los años y la experiencia, porque Poe tiene que sorprender a su lector. Todo el sabor de la lectura de Édgar Allan Poe consiste en que nos sorprenda, en que de la mano de él vayamos al descubrimiento de los misterios. Independientemente del saber de su vida, de esa compleja y extraña biografía.
Edgar Allan Poe nació en Boston el 19 de enero de 1809, a las dos de la madrugada. Debía, pues, situarse entre la gente de Capricornio. Pero ha sido publicado su horóscopo, y de él se deduce que pertenece a la familia del Escorpión. Claro que hay muchos Escorpión y entre ellos creadores, autores eróticos como Henry Miller, o dramaturgos y artistas marcados por lo negro, lo extraño, lo misterioso, lo macabro, las visiones fantasmales, como Brueghel,Paganini, Dostoievski, Villiers de l'Isle-Adam, Barbey d'Aurevilly. En cierto modo, Escorpión es el signo de los creadores. Poe mantiene lazos familiares excepcionalmente estrechos con algunos, como Barbey y Villiers, sus primos carnales en las estrellas, y como el médico Bichat, descubridor de las membranas sinoviales, autor de un Tratado de la Vida y de la Muerte, en el que relata sus propias experiencias sobre la estrangulación, la sofocación, la sumersión, y en el invierno del Año II de la Revolución francesa, se dedica a hacer ensayos sobre los guillotinados, cuyos cuerpos y cabezas tiene a su disposición a los treinta minutos de ser ejecutados; en el Hotel-Dieu hace seiscientas autopsias en aquel solo invierno, para desvelar los fenómenos de la muerte, reconocer las lesiones de los tejidos, ensayar de situar las propiedades vitales...Camus y Fiodor Dostoievski son también de ese signo. Dostoievski -ha dicho Pierre Pascal- ha llegado a saber «que el hombre es otra cosa que un ser racional, y que disimula en él subterráneos sin fondo». Poe también. Poe ha leído a Smollet y a Defoe, pero a él lo han leído muchos otros, como Verne, el Conrad de La línea de sombra, Stevenson, Masefield, Conan Doyle... Pero ninguno de ellos personaje tan patético y desamparado como Poe, y ninguno que haya gastado la vida en tantos inútiles, sombríos, y si quiere, incomprensibles sueños. Porque la verdad es que todavía existe un misterio Poe.
Quizás, pese a Marie Bonaparte y otros, este misterio exista siempre.
Las aventuras de Arthur Gordon Pym
Prefacio
Al regresar a los Estados Unidos hace unos pocos meses, tras una extraordinaria serie de aventuras en los Mares del Sur y en otras partes, aventuras que se relatan en las páginas siguientes, la casualidad me llevó a trabar conocimiento con varios caballeros de Richmond, Virginia, quienes estaban profundamente interesados en conocer cuanto se relacionaba con las regiones que yo había visitado y quienes me instaron insistentemente a dar a conocer mi relato al público. Tenía yo, sin embargo, varias razones para declinar tal petición, algunas de las cuales eran de índole puramente privada y no concernían a nadie sino a mí; otras no lo eran tanto. Una de las consideraciones que me desanimaban era que, no habiendo llevado diario durante gran parte del tiempo que estuve ausente, temía no poder escribir de memoria un relato lo bastante minucioso y coherente para tener apariencia de la verosimilitud que realmente posee, omitiendo solo la natural e inevitable exageración en que todos incurrimos cuando detallamos sucesos que han ejercido gran influencia en excitarnos la imaginación. Otra razón se basaba en que los incidentes que había de narrar eran de naturaleza tan positivamente portentosa que, inadmisibles como por fuerza debían ser (excepto por el testimonio de una sola persona, y esta un mestizo de indio), únicamente podía esperar crédito a mis palabras de mi familia y de aquellos amigos míos que, por conocerme a fondo, tenían razones para no dudar de mi sinceridad. Con lo cual lo más probable era que la generalidad del público considerase mi publicación solo una fantasía tan descarada como ingeniosa. Una de las principales causas que me impedían dar satisfacción a las sugerencias de mis mentores era la desconfianza que tenía en mis propias dotes de escritor.
Entre los caballeros de Virginia que manifestaron el mayor interés por mi relato, muy particularmente en todo cuanto se refiere al Océano Antártico, figuraba el señor Poe, desde hace poco tiempo redactor del Southern Literary Messenger, revista mensual que dirige el señor Thomas W. White, en la ciudad de Richmond. El señor Poe, entre otros, me aconsejó con no poco empeño que preparase en seguida una relación completa de todo lo que había visto y vivido y la confiase a la sagacidad y sentido común del público, pues argüía con sobrada razón que por mal —desde el punto de vista literario— que estuviese escrito mi libro, su misma imperfección, si es que la había, contribuiría como ninguna otra cosa a comunicarle el sabor de la verosimilitud.
No obstante sus razonamientos, no me resolví a hacer lo que sugería. Luego propuso (viendo que no daba mi brazo a torcer) que le dejase redactar a su manera una narración de la primera parte de mis aventuras, basada en los hechos que yo le facilitase, para publicarla en el Southern Messenger «envuelta en el ropaje de la ficción». No viendo ningún inconveniente accedí, aunque puse por única condición que se omitiese mi verdadero nombre. En consecuencia, en el Messenger de enero y febrero (1837) aparecieron dos capítulos de la pretendida novela y, a fin de que fuese considerada como tal, el nombre del señor Poe figuró junto a los artículos en el índice de la revista.
La manera con que fue acogida esta artimaña me ha inducido finalmente a compilar de forma general y publicar las aventuras en cuestión. Pues advertí que, a pesar del aire de fábula con que tan ingeniosamente se había arropado la parte de mi relato aparecida en el Messenger (sin alterar ni tergiversar un solo hecho), el público seguía sin querer aceptarlo como cosa de fantasía. Y como fueran varias las cartas que, dirigidas al señor P., expresaban claramente el convencimiento de lo contrario, inferí que los hechos de mi narración eran de tal naturaleza que llevaban en sí testimonio suficiente de su propia autenticidad y que, en consecuencia, poco tenía que temer en lo tocante a la incredulidad del público.
Dicho esto, se verá en seguida cuánto de lo que sigue está escrito por mí mismo, como también se advertirá la ausencia de hechos deformados en las primeras páginas, escritas por el señor Poe. Incluso será innecesario señalar a aquellos lectores que no han leído el Messenger dónde termina su parte y dónde comienza la mía; la diferencia en cuanto a estilo salta a la vista.
A. G. Pym
Nueva York, julio de 1838.
Capítulo I
Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre era un respetable comerciante de bastimentos navales de Nantucket, donde nací. Mi abuelo materno, un procurador con buena clientela y suerte para todo, había especulado con acciones del Nuevo Banco de Edgarton, como entonces se le llamaba, hasta lograr reunir por este y otros medios un respetable capital. Sentía más predilección por mí, creo, que por cualquier otra persona de este mundo, así que a su muerte esperaba yo heredar la mayoría de sus bienes. A los seis años me envió al colegio del anciano señor Ricketts, un caballero que poseía un solo brazo y excéntricos modales, muy conocido de casi todos los que hayan visitado New Bedford. Permanecí en su colegio hasta la edad de dieciséis años, en que pasé a la academia que tenía en la colina el señor E. Ronald. Allí trabé íntima amistad con el hijo de un capitán de la marina mercante, el señor Barnard, quien navegaba generalmente por cuenta de la casa Lloyd y Vredenburgh: el señor Barnard es también muy conocido en New Bedford y tiene numerosas relaciones, según me consta, en Edgarton. Su hijo, Augustus, casi dos años mayor que yo, había acompañado a su padre en una expedición ballenera a bordo del John Donaldson y siempre me hablaba de sus aventuras en aguas del Pacífico Sur. Con frecuencia acostumbraba yo a acompañarlo a su casa y a permanecer en ella todo el día y, a veces, toda la noche. Ocupábamos la misma cama y era cosa segura que me mantendría en vela hasta casi el amanecer contándome historias de los naturales de la isla de Tinian y de otros lugares que había visitado en sus viajes. Finalmente acabé por interesarme en lo que decía y de modo paulatino sentí el deseo irreprimible de salir a la mar. Poseía yo una embarcación de vela llamada Ariel, que valdría unos setenta y cinco dólares. Tenía media cubierta o tumbadillo y estaba aparejada a modo de balandro. He olvidado su tonelaje, pero alojaría a diez personas sin mucho agobio. En esta embarcación solíamos realizar algunas de las más extravagantes locuras del mundo y cuando pienso en ellas no puedo menos de maravillarme de que aún siga vivo.
Voy a contar una de estas aventuras por vía de introducción a un relato más largo e importante. Cierta noche se celebró una fiesta en casa del señor Barnard y hacia el final tanto Augustus como yo nos encontrábamos un poco embriagados. Como solía en tales casos, preferí ocupar una parte de su lecho, que emprender el camino de mi propia casa. El se durmió, según pensé (pues era cerca de la una cuando acabó la fiesta), sin mencionar para nada su tópico favorito. Habría transcurrido media hora desde el momento en que nos acostamos y ya estaba yo a punto de quedarme dormido también cuando Augustus se incorporó de pronto y, profiriendo una horrible imprecación, juró que no se dormiría ni por todos los Arthur Pym de la cristiandad cuando soplaba una brisa tan espléndida del Sudoeste. En mi vida me sentí tan pasmado, no sabiendo qué se proponía y creyendo que el vino y el licor le habían trastornado el seso. Pero él siguió hablando muy fríamente y dijo que, aun cuando sabía que le creía embriagado, jamás en su vida había estado más sobrio. Únicamente estaba harto, añadió, de permanecer en la cama como un tonto en una noche tan hermosa, por lo que se hallaba resuelto a levantarse, vestirse y salir con el bote a hacer alguna diablura. Apenas sabría explicar el demonio que se apoderó de mí; pero, no bien pronunció aquellas palabras, sentí un estremecimiento de excitación y gozo, y consideré su loca idea como una de las cosas más deliciosas y naturales del mundo. Soplaba casi ventarrón y hacía mucho frío, pues estábamos a finales de octubre. Salté de la cama, no obstante, en una especie de éxtasis y le dije que me creía tan valiente como él, tan harto de permanecer en la cama como un tonto y tan dispuesto a cualquier diversión o diablura como cualquier Augustus Barnard de Nantucket.
Poco tiempo perdimos en ponernos la ropa y bajar hasta el bote. Se encontraba este en el viejo y destartalado embarcadero que hay junto a los almacenes de madera de Pankey y Compañía, y parecía dar bandazos contra los gruesos troncos. Augustus se metió en él y lo fue achicando, pues estaba hasta casi la mitad de agua. Hecho esto, izamos el foque y la vela mayor, cogimos viento y nos adentramos intrépidamente en la mar.
El viento, como dije antes, soplaba con fuerza del Sudoeste. La noche era muy clara y fría. Augustus empuñaba el timón y yo iba junto al palo, en la cubierta del tumbadillo. Avanzábamos a gran velocidad sin que ninguno de los dos hubiésemos pronunciado una palabra desde que salimos del embarcadero. Al cabo pregunté a mi compañero qué rumbo pensaba seguir y cuándo juzgaba conveniente que emprendiésemos la vuelta. Silbó durante unos minutos y luego dijo con aspereza: «Yo salgo a alta mar; tú puedes irte a casa si lo deseas.» Al volver la vista hacia él comprobé de inmediato que, a despecho de su pretendida displicencia, se hallaba muy agitado. Podía verle claramente a la luz de la luna, el rostro más pálido que el mármol y la mano temblorosa en forma que apenas podía sujetar la caña del timón. Advertí que algo iba mal y empecé a inquietarme. Como en aquel entonces entendía yo muy poco del gobierno de un bote, me veía supeditado por completo a la pericia náutica de mi amigo. Además, habiendo aumentado de pronto la fuerza del viento, nos íbamos alejando velozmente de tierra por sotavento. Sentía yo aún vergüenza de revelar la menor turbación y durante casi media hora me mantuve en un silencio obstinado. Pero, no pudiendo resistir más, expuse a Augustus la conveniencia de regresar. Al igual que antes, transcurrió casi un minuto sin que diese una respuesta o tomase nota de la sugerencia. «Después», dijo al fin; «sobra tiempo. Después regresaremos». Esperaba yo una contestación parecida, pero había algo en el tono con que pronunció estas palabras que me llenó de una indescriptible sensación de terror. Volví a mirar con detenimiento a mi compañero. Sus labios estaban completamente lívidos y sus rodillas entrechocaban con tanta violencia que apenas podían sostenerlo. «¡Por Dios, Augustus!», chillé, ya francamente asustado: «¿Qué te duele? ¿Qué te pasa? ¿Qué vas a hacer?» « ¿Qué me pasa…?», balbuceó con profundo y manifiesto asombro soltando al mismo tiempo la caña y cayendo hacia adelante, sobre el fondo del bote. «¿Qué me pasa…? Pues nada…, volvemos a casa… ¿No… ¿No…no…no lo ves?» Con la rapidez del relámpago comprendí toda la verdad. Me abalancé hacia él y lo incorporé. Se hallaba borracho, terriblemente borracho, y ya no podía tenerse en pie, hablar, ni ver. Sus ojos estaban vidriosos y cuando, en el colmo de la desesperación, le solté, fue a parar rodando como un tronco al agua del pantoque, de la cual acababa de levantarlo. Era obvio que durante la velada había bebido mucho más de lo que yo sospechaba y que su proceder en la cama había sido consecuencia de un estado muy avanzado de embriaguez, un estado que, como la locura, permite a la víctima imitar la conducta externa de quien se halla en plena posesión de sus sentidos. La frialdad del aire nocturno, sin embargo, había ejercido su acostumbrado efecto —la energía mental comenzaba a replegarse bajo su influencia— y la confusa idea que sin duda tenía de su peligrosa situación había coadyuvado a acelerar la catástrofe. En aquel momento estaba completamente insensible y no existía la menor probabilidad de que en muchas horas dejara de estarlo.
Apenas cabe concebir el alcance de mi terror. Los vapores del vino habían terminado por disiparse, dejándome doblemente medroso e irresoluto. Sabía que era incapaz de gobernar la embarcación y que el fiero ventarrón y la fuerte corriente del reflujo nos estaban precipitando al desastre. Evidentemente, detrás de nosotros se estaba incubando una tempestad, no teníamos brújula ni provisiones y era claro que, de seguir manteniendo el mismo rumbo, perderíamos de vista la costa antes del amanecer. Estos pensamientos, junto con un tropel de otros igualmente pavorosos, pasaron por mi mente con rapidez fulminante y por espacio de unos segundos me dejaron paralizado e incapaz de reaccionar. El bote cortaba el agua a velocidad terrible, con todo el viento de popa, sin un rizo en el foque o en la vela mayor y la proa sumergida por completo en la espuma. Era de maravillarse una y mil veces que no hiciese capilla, pues Augustus había soltado la caña del timón, como ya dije antes, y yo me encontraba demasiado agitado para pensar en empuñarla. Por suerte el bote aguantaba firme, así que fui recobrando poco a poco cierta presencia de ánimo. El viento seguía soplando con furia y cada vez que salíamos de una zambullida las olas se desplomaban sobre la bovedilla y nos inundaban de agua. Además yo estaba tan entumecido que apenas si experimentaba alguna sensación. Al fin, espoleado por la desesperación, me precipité a la vela mayor y la largué entera. Como era de esperar, la lona voló por encima de la proa y, empapándose de agua, arrastró consigo el palo por la borda. Este último accidente me salvó del desastre inminente. Teniendo solo el foque, navegué con el viento de popa, embarcando por la bovedilla de vez en cuando grandes olas, pero libre del terror de una muerte inmediata. Tomé el timón y respiré aliviado al ver que todavía nos quedaba una oportunidad de escapar. Augustus seguía inconsciente en el fondo del bote; y, como existía el peligro de que se ahogase en cualquier momento (el agua cubría ya casi un pie donde él permanecía tendido), lo incorporé un tanto y lo dejé sentado con una cuerda que pasé por su cintura y até a un cáncamo de la cubierta del tumbadillo. Arregladas las cosas como mejor pude en medio de mi temblor y agitación, me encomendé a Dios y me dispuse a sobrellevar lo que viniese con la mayor entereza posible.
Apenas había adoptado tal decisión cuando, de pronto, resonó un chillido o alarido que, cual procedente de las gargantas de un millar de demonios, pareció llenar el aire todo alrededor y por encima del bote. Nunca mientras viva olvidaré el angustioso terror que experimenté en aquel momento. Se me erizaron los cabellos, sentí helárseme la sangre en las venas, el corazón dejó de latirme y sin alzar los ojos siquiera para conocer el motivo de mi terror me desplomé de bruces y sin sentido sobre el cuerpo de mi caído compañero.
Al volver en mí me encontré en la cámara de un gran ballenero (el Penguin)que se dirigía a Nantucket. Sobre mí estaban inclinadas varias personas y Augustus, más pálido que la muerte, se hallaba ocupado en friccionarme las manos. Al ver que abría los ojos, rompió en tales exclamaciones de gratitud y alegría que arrancaron alternativamente la risa y el llanto a los rudos personajes allí presentes. Pronto quedó explicado el misterio de que aún siguiésemos con vida. Habíamos sido embestidos por el ballenero, que navegaba de bolina voltejeando hacia Nantucket con todo el trapo que podía aventurar y, en consecuencia, aproximándose casi en ángulo recto con nuestro propio rumbo. A proa varios marineros estaban a la mira, pero no vieron nuestro bote hasta que fue imposible impedir el choque; sus gritos de aviso eran lo que tanto me había aterrorizado. El enorme navío, según me contaron, pasó inmediatamente sobre nosotros con la misma facilidad con que nuestra pequeña embarcación lo hubiese hecho por encima de una pluma y sin encontrar el menor impedimento perceptible a su avance. Ni un grito partió de la cubierta del bote; pudo oírse, eso sí, un ligero rechinar mezclado con el bramido del viento y del agua cuando la frágil barquichuela rozó un momento la quilla de su destructor. Pero ahí quedó todo. Creyendo que nuestro bote (que, como se recordará, iba desarbolado) sería algún viejo casco dejado a la deriva por inservible, el capitán (capitán E. T. V. Block, de New London) ordenó continuar el curso sin molestarse más por el incidente. Afortunadamente, dos de los vigías juraban haber visto alguien al timón y manifestaron la posibilidad de salvarlo todavía. Siguió una discusión. Block se enojó y terminó por decir que «no era asunto suyo estar continuamente buscando cascarones de nuez, que el barco no