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Xenophon

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Beschreibung

Algunos días después de estos sucesos, Timócares llegó de Atenas con algunas naves e inmediatamente verificose un combate naval entre atenienses y lacedemonios, quedando vencedores estos últimos bajo la dirección de Agesándridas.
Poco después y a principios del invierno, Dorieo, hijo de Diágoras, partió de Rodas y llegó al Helesponto al clarear el día. El centinela de los atenienses que debía anunciarle señaló su presencia a los generales, los cuales se hacen a la vela contra él con veinte naves. Huye ante ellos Dorieo, y vara las naves en los alrededores de Reteo. Acércanse los atenienses, y combaten junto a las naves y en la costa, hasta que se juntan con el resto del ejército en Mádito, sin haber realizado cosa alguna de provecho.

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LAS HELÉNICAS

o

HISTORIA GRIEGA.

LAS HELÉNICAS

o

HISTORIA GRIEGA

DESDE EL AÑO 411 HASTA EL 362 ANTES DE JESUCRISTO

POR

JENOFONTE

POR

ENRIQUE SOMS Y CASTELÍN

1919

© 2023 Librorium Editions

ISBN : 9782385741501

A D. Laureano Arango y Portús.

Como pequeñísima prueba de amistad sincera, dedica este volumen de laBiblioteca clásica

El Traductor.

PRÓLOGO.

Jenofonte ha sido siempre conocido y admirado por tres de sus obras: la Anábasis, o expedición de Ciro, la Ciropedia y las Memorias socráticas; pero la gloria que estas obras han proporcionado a su autor, han perjudicado a sus restantes escritos, pues los han oscurecido. Y no es porque no les correspondan, así por el estilo, como por la propiedad del lenguaje, ya por la fluidez y galanura de la narración o por la elevación de sus ideas; antes al contrario, con justicia puede decirse de este autor lo que no puede afirmarse de casi ningún escritor, es a saber: que en cualquiera página que se abra la colección de sus obras, siempre y en todas partes merece el dictado de abeja ática, que ya le dieron sus contemporáneos por su fluidez y gracia en el decir.

Cierto que, así por la importancia del objeto como por el elevado fin que se proponen, son aquellas obras superiores a los pequeños tratados de Jenofonte, el Agesilao, la república ateniense y lacedemonia, la Apología, elEconómico, el Comandante de caballería, etc.; pero no puede decirse lo mismo respecto de sus Helénicas, es decir, la historia de Grecia y en especial de la guerra del Peloponeso durante los años 411 a 362, antes de Jesucristo, que escribió nuestro autor como continuación a la de Tucídides. Y, sin embargo, pocos son los que piensen en Jenofonte al mencionarse aquella celebérrima guerra en que, con ardor digno de mejor causa y con lances variadísimos y verdaderamente épicos, se desangraron y desunieron todos los estados, grandes y pequeños, de Grecia, preparando su decadencia y su sujeción al coloso macedonio.

Pero en España tiene este olvido mayores proporciones, pues no se ha publicado hasta hoy ninguna traducción de esta obra que hubiera dado a Jenofonte tantos lauros como cualquiera de las ya citadas y por todos tenidas como sus obras maestras. De ahí que con muy buen criterio el editor de esta Biblioteca clásica, le haya dado cabida en ella para que acompañe a las restantes obras de Jenofonte ya publicadas, la Anábasis y la Ciropedia, y para que pueda verse a nuestro autor bajo un prisma casi por todos aun ignorado.

La principal causa de este olvido estriba en la comparación que se establece por todo crítico entre los ocho libros de la historia de la guerra del Peloponeso por Tucídides, y los siete libros de las Helénicas que hoy publicamos. Pero esto es únicamente una preocupación que no tiene razón de ser, pues no solo difieren ambos autores en el estilo, sino también en su idiosincrasia especial, si se me permite la frase, por lo cual ningún resultado positivo puede dar su comparación.

Es verdad que cuantos busquen en Jenofonte aquella sobriedad en el estilo y aquella plenitud del período, así como aquel lujo de detalles que todos admiramos en Tucídides, tendrán que sufrir un desencanto y una decepción, pues no son las condiciones peculiares y características de nuestro autor; pero, en cambio, la magistral fluidez y la suavidad inimitable en el decir, y la galanura en las imágenes, y la elocuencia en los discursos, y la precisión en el lenguaje, y el orden y encadenamiento en los sucesos, estas condiciones, unidas a un sinnúmero de otras que podríamos citar, se hallan todas en las Helénicas de igual modo que se hallan en todas las obras de Jenofonte.

No carece tampoco de variedad en la narración y de imaginativa en los episodios; antes al contrario, estas cualidades son las que más avaloran esta obra, y para que no se diga que nos hemos contagiado del panegirismo del propio autor, de que habla uno de nuestros mejores humoristas, vamos a comprobarlo con un ligero y superficial análisis de las Helénicas, y con una breve enumeración de las más capitales bellezas que contiene.

Comienza la narración de Jenofonte en el año 411, antes de nuestra era y poco después del combate naval del cabo del Sepulcro del Perro, entre Míndaro y Trasíbulo, en que perdieron 21 naves los lacedemonios, acción con que termina Tucídides su historia. Ábrese el relato de la de su sucesor, con las brillantes proezas de Alcibíades en Abido y Cícico, con la muerte de Míndaro y derrota de Farnabazo, y la retirada de Agis, que abandona el cerco de Atenas ante la entereza de Trasilo, quien al año siguiente experimenta una derrota en Coreso, junto a Éfeso, cuyos efectos no son muy desastrosos, pues no impiden se apodere de cuatro naves siracusanas frente a Metimna, ventaja seguida de otras victorias que Alcibíades alcanza sobre Farnabazo y de la toma de algunas ciudades importantes, y en especial de Bizancio.

Todas estas proezas sirven de preparación al regreso de aquel general a Atenas, y a su nombramiento de generalísimo revocado algunos meses después por el pueblo al ser conocido el revés sufrido por la flota ateniense en Notio, eligiéndose entonces diez nuevos generales y retirándose aquel jefe a su castillo del Quersoneso, mientras se pone Conón al frente de la flota, que experimenta otro descalabro de consideración en el Helesponto.

No desmayan por eso los atenienses, pues al divulgarse nuevas tan aflictivas, decretan un socorro de 110 naves, que se equipan en treinta días y logran obtener una gloriosa victoria naval sobre Calicrátidas junto al cabo Maleo, con muerte del general lacedemonio y perdiendo unas 70 naves la flota espartana. Pero no habiendo cumplido Terámenes y Trasíbulo con el encargo que les hicieron los ocho generales en aquella acción presentes, de salir en auxilio de los náufragos por hallarse la mar muy gruesa, son juzgados todos ellos por el pueblo y condenados a muerte en medio de escenas tumultuarias que con gran sobriedad, pero con no menor exactitud, describe nuestro autor, poniendo en boca de Euriptólemo, hijo de Pisianacte, uno de los mejores discursos que nos presenta esta obra.

Así termina el primer libro, no sin que nos diga Jenofonte, a tenor de sus ideas filosófico-religiosas, la suerte final que obtuvieron los instigadores principales de aquel injusto y revolucionario desacierto, y el pronto arrepentimiento que sintió el pueblo ateniense por haber muerto a sus generales, cuando las derrotas sufridas hicieron que los echase de menos.

Comienza el libro segundo con la conjuración de los soldados de Eteónico, cortada en sus comienzos gracias a la energía y prudencia de este general, y el regreso de Lisandro a la flota. Las sabias medidas de este, y el dinero de los persas, le permiten reorganizarla y levantar el abatido espíritu de sus soldados, así como obtener ventajas de consideración por mar y tierra sobre los atenienses, tomándoles varias ciudades y derrotándoles cerca de Egospótamos, a pesar de los consejos de Alcibíades, que no quieren escuchar los generales de la flota ateniense, de la cual solo ocho naves dejan de caer en poder del enemigo.

Consecuencia de esta derrota y de las restantes ventajas obtenidas por los lacedemonios, es el abandono en que toda Grecia, a excepción de los samios, deja a Atenas, cuyo pueblo comprende ha sonado para él la hora de la expiación y del castigo.

Pausanias, al frente de un numeroso ejército de peloponesios, comienza el sitio de aquella población, mientras Lisandro, después de una brillante expedición, que mejor podría llamarse marcha triunfal, por entre las islas, fondea junto al Pireo, con ciento cincuenta naves, y cierra por mar el bloqueo de Atenas. Agotados todos los recursos, y después de unos meses de asedio, tienen que capitular los atenienses, aceptando las humillantes condiciones que les imponen los éforos, que a causa del hambre son recibidas con verdadero júbilo.

Síguese a esta rendición, el año llamado de la anarquía y la entronización de los Treinta tiranos, la descripción de cuyos actos, que ocupa el capítulo tercero de este libro, da ocasión a Jenofonte para escribir unas cuantas páginas que por sí solas bastarían para dar fama a cualquier escritor. En efecto, la enemistad de Critias y Terámenes, así como la acusación y condena del último, y su discurso de defensa, están escritos de mano maestra y evocan el recuerdo de hechos bastante análogos en la celebérrima revolución francesa y en los años del Terror, que en realidad ofrecen muchos puntos de contacto con aquella época de convulsión popular.

Tales atropellos e iniquidades apresuran la vuelta de los desterrados, aumentando el número de los descontentos y de los que desean un gobierno regular. Pónese Trasíbulo a su frente, y después de unas ligeras escaramuzas, en las que son favorecidos los desterrados, no solo por su valor y esfuerzo, sino también por el terreno y las variaciones atmosféricas, acorralan en Eleusis a los treinta tiranos, en favor de los cuales poco hacen los mismos lacedemonios, pues Pausanias, uno de sus jefes, favorece pasivamente la vuelta de los fugitivos, y procura se arreglen las cosas de manera que cese aquel estado de perturbación, para lo que, después de dar al olvido las antiguas disensiones, se restablece por completo la paz, constituyéndose el gobierno del mismo modo que estaba antes del sitio, y poniéndose Trasíbulo a su frente, con lo cual termina el libro segundo, acaso el más bello de la obra, ya que no sea también el más importante.

Cambia de lugar la escena al comenzarse el libro tercero, pasando a Asia Tibrón, y más tarde su sucesor Dercílidas, que tomó «nueve ciudades en ocho días», no realizándose hechos de gran importancia, gracias a la enemistad latente entre Tisafernes y Farnabazo, que saben avivar arteramente los jefes espartanos, quienes consiguen con astucia hacerles firmar una tregua que debía ser precursora de la paz.

Tienen lugar también en esta misma época varias expediciones de los espartanos contra los eleos, bajo el mando de Agis, quien muere poco después de su regreso a Esparta, sucediéndole su hermano Agesilao, a pesar de las pretensiones de Leotíquides, que decía ser hijo del difunto rey. Nárrase después la conjuración de Cinadón, descrita con vigoroso pincel, y que pinta con pocos, pero seguros rasgos, el carácter espartano y el de su constitución social y política.

Refiérense después las victorias de Agesilao en Asia, describiéndose su previsión, prudencia y energía, así como sus dotes de gran general en la guerra y de buen gobernante en la paz, terminando el libro tercero con la funesta expedición contra Tebas dirigida por los espartanos, que experimentan una seria derrota en Haliarto, donde perece Lisandro, uno de sus jefes.

Continúa el libro cuarto relatando las proezas de Agesilao en Asia y la tregua celebrada con Farnabazo, interrumpidas aquellas por el llamamiento que le hace su patria por necesitar de sus servicios. Recrudécese mientras tanto la lucha entre Tebas y Esparta, en la que, prescindiendo de otros secundarios combates, tiene lugar el desastre naval de Cnido, donde entre otras pérdidas experimentaron los espartanos la de su general Pisandro, y la batalla de Coronea, en que obtiene Agesilao una señalada victoria sobre los tebanos, atenienses y demás aliados.

Tiene después lugar la guerra junto a Corinto, consiguiendo los argivos y lacedemonios algunas ventajas, gracias principalmente a Praxitas y Agesilao, oscurecidas en parte por el desastre experimentado por la cohorte del Lequeo, que viene a acibarar las glorias del último, quien, para evitar la irrisión y las burlas de los mantineos al pasar en retirada por su territorio, tiene que entrar de noche en las poblaciones que atraviesa, y salir de ellas al clarear el día. Siguen después las expediciones contra los acarnanios y argivos, llevadas a cabo respectivamente por Agesilao y por Agesípolis, quien comienza a actuar de esforzado y pundonoroso capitán.

Después del combate naval de Cnido, dan la vuelta Farnabazo y Conón a las islas y ciudades marítimas, arrojando de ellas a los harmostas lacedemonios, y haciendo nulas las ventajas obtenidas últimamente por los jefes espartanos, si bien todos sus esfuerzos se estrellan en Sesto y Abido, gracias a la energía de su gobernador Dercílidas.

Conciertan después ambos jefes, el persa y el ateniense, lo que mayores daños pueda causar a los espartanos, y terminada su expedición por las islas, resuelven la reconstrucción de los muros de Atenas, que habían sido derribados cuando los espartanos tomaron la ciudad. Logra con esto Conón que los atenienses recuperen la fuerza moral que habían perdido con los desgraciados sucesos de los años anteriores, y temiendo los espartanos empeorar su situación, envían a Asia a Antálcidas con objeto de proponer al rey la paz, bajo condiciones las más ventajosas para él; pero no consiguen su objeto, pues los demás estados beligerantes no se adhieren a ellas.

Termina el cuarto libro con la narración de algunos otros hechos secundarios, acaecidos en Rodas, en el Helesponto o en Asia, y que, prósperos unas veces, y otras adversos, no hacen inclinar la victoria ni en favor de los atenienses ni en favor de los espartanos.

Ábrese el quinto libro con las alabanzas que tributa Jenofonte al general lacedemonio Teleutias, quien regresa a su patria, una vez terminado el plazo de su mando, en medio de las aclamaciones de sus subordinados y de los aplausos de los extraños. Relátanse algunos de los hechos realizados por Gorgopas y Cabrias en Egina, que no ofrecen grande importancia, volviendo Teleutias a ponerse al frente de la flota espartana, a gusto y satisfacción de todos. Bajo su mando tiene lugar la atrevida y arriesgada expedición al Ática y al mismo Pireo, mientras Antálcidas se apodera astutamente de las 8 naves de Trasíbulo de Colito, con lo cual dominan en la mar los espartanos, y todos tienen que aceptar las condiciones de la paz llamada vulgarmente de Antálcidas, que en nombre del rey propone Tiribazo a los griegos.

Todo sonreía a los lacedemonios; las ventajas obtenidas en la guerra se habían aumentado con las alcanzadas por la paz; los tebanos la aceptan con solo saber se dirige Agesilao contra ellos, y los argivos se retiran de Corinto, dejándola completamente autónoma, al solo anuncio de que Esparta les declarará la guerra; pero el orgullo ciega a los espartanos y presta manifiesta ocasión a nuestro autor para que vea el dedo de la Providencia en los hechos que posteriormente tienen lugar entre Tebas y Esparta.

En efecto, vencida Mantinea, que tiene que sujetarse a la voluntad de Agesípolis, su vencedor, y reclamado por los de Acanto y Apolonia el auxilio de Esparta contra las exigencias de Olinto, decrétase una expedición contra esta ciudad bajo las órdenes de Eudámidas. Salen con este las tropas disponibles, pero queda encargado su hermano Fébidas de recoger las fuerzas restantes y conducirlas a su destino. Este último, a su paso por Tebas, arrastrado por su ambición y por su carácter aventurero, escucha las proposiciones de Leontíades, que, movido de su enemistad contra Ismenias y su partido, le entrega la acrópolis y hace prender a su rival. Sancionan con su aprobación los éforos esta injusta acción, que se convierte en causa de infinitas contrariedades para Esparta, pues todas las guerras relatadas en los siguientes libros hasta terminar la obra, no son más que consecuencias de aquel hecho.

Pónese Teleutias, hermano de Agesilao, al frente de las tropas enviadas contra Olinto, y consigue algunas ventajas, hasta que en cierta ocasión, cegado por la cólera producida por la derrota de uno de sus lugartenientes, se arroja inconsideradamente contra los olintios, pereciendo bajo los golpes de estos, que derrotan por completo a su ejército. Sucédele en el mando Agesípolis, quien muere al poco tiempo a consecuencia de una ardiente fiebre que le origina el inconstante clima de aquella región. Polibíades, que le sucede en el mando, obliga a los olintios a ajustar la paz y a jurar la alianza con los lacedemonios, mientras Agesilao, después de un año y ocho meses de asedio, logra rendir el valor de los fliasios y hacer que se entregue Fliunte, que no había querido acceder a las proposiciones que sobre la admisión de los desterrados le había hecho Esparta.

Siete conjurados bastan para rescatar a la acrópolis de Tebas, arrojar de ella a los lacedemonios, y una vez reconstituido el gobierno, oponerse e inutilizar por completo la expedición que contra ellos dirige Cleómbroto, hermano y sucesor de Agesípolis. Consiguen también, a fuerza de dinero, que Esfodrias, gobernador espartano en Tespias, simule un ataque al Pireo, a pesar de hallarse Atenas en paz con Esparta, y no habiendo sido castigado este jefe por el senado, los atenienses entran en campaña contra su antigua rival. Dirige después Agesilao dos expediciones contra Tebas, consiguiendo algunas ventajas, contrarrestadas en la primera por la derrota y muerte de Fébidas, su lugarteniente, y en la segunda por lo avanzado de la estación y la desunión de los habitantes de Tespias y de las demás ciudades en que se apoyaban. No consiguen tampoco ninguna ventaja los lacedemonios con la nueva expedición decretada contra Tebas y que dirige Cleómbroto, después de lo cual, cansados los aliados, piden se active la guerra o se haga la paz, por lo cual renuévanse las expediciones marítimas, en las que sufren algunos descalabros los espartanos en los combates que sostienen con Cabrias y Timoteo, jefes de las flotas atenienses.

Así termina el quinto libro. Favorecidos los tebanos por la suerte y por su valor, salen de la oscuridad en que hasta entonces habían estado sumidos, y se prevé comienza para ellos el brillante, aunque breve resplandor que sabrán dar a su ciudad dos de sus más notables y eminentes hijos: Pelópidas y Epaminondas.

Ábrese el libro sexto de las Helénicas con la embajada del tesalio Polidamante, que viene a implorar el auxilio de los lacedemonios contra el creciente poder de Jasón de Feras, descrito con mucha precisión y gran colorido en el discurso de aquel ante el senado. Este tiene la franqueza de confesar al enviado tesalio la imposibilidad en que se encuentra de auxiliarle, y le aconseja procure sacar todo el partido que pueda en su alianza con aquel tirano.

Cansados los atenienses de la guerra, y siendo los tebanos los únicos que obtendrán por ella alguna ventaja positiva, ajustan la paz con Esparta, paz que dura muy poco, convirtiendo los lacedemonios en teatro de la guerra a la isla de Corcira, primera causa ocasional de la larga lucha entre las dos repúblicas rivales. Sufre Esparta un verdadero descalabro con la muerte de su general Mnásipo, y reembarcados los soldados expedicionarios, dominan los atenienses en la mar, y su general Ifícrates, con su prudencia y esfuerzo, somete las ciudades de Cefalenia, y se apodera de diez naves siracusanas que enviaba Dionisio a los lacedemonios.

Los excesos que cometen los tebanos con los aliados cuando les sonríe la fortuna, ocasionan el aislamiento en que les dejan los atenienses y demás pueblos griegos, que ajustan la paz con Lacedemonia, comprometiéndose a declarar la guerra a todo el que no se someta a las condiciones del tratado. Quedan con esto los tebanos solos enfrente de toda Grecia; pero sin desanimarse, y sabiendo sacar partido de todo, aun de los mismos rumores que hacen propalar para animar a sus soldados, consiguen en Leuctra una de las más famosas victorias que se registran en los griegos anales, que sume en estupor a Grecia toda, pero que no es obstáculo para que se conserve Atenas fiel a su nueva alianza con Esparta.

La intervención de Jasón de Feras, que se apresura a socorrer a los tebanos, hace que se suspendan las hostilidades y se negocie una tregua que todos acogen con júbilo, pudiendo volverse aquel tirano a sus dominios, donde a poco es asesinado, como lo son algo más tarde sus sucesores Polidoro y Polifrón, y su sobrino Alejandro de Feras.

Los disturbios de los tegeatas y la muerte de Próxeno por los partidarios de Estásipo, así como el auxilio prestado por los mantineos a los enemigos del último, dan ocasión a una nueva ruptura de las hostilidades entre Esparta y Mantinea y a una expedición de Agesilao a Arcadia, que no produce a la primera república ningún resultado positivo y que fue seguida de la primera invasión de Laconia por los tebanos y arcadios coaligados. Llega el ejército invasor hasta la misma Esparta, abatiendo con ello el orgullo lacedemonio y despojando a los espartanos de la aureola de invictos e inexpugnables con que hasta entonces se habían envanecido. Al saberse en Atenas estos sucesos, vacila el pueblo entre su deber de aliado de Esparta y el recuerdo de sus antiguos odios; pero hácense oír las voces de sus oradores, y decrétase ir en masa a socorrer a su antigua rival, poniéndose al frente de la expedición al general Ifícrates, que perdiendo el tiempo en los preparativos y en la marcha, llega a Laconia cuando ya se habían retirado los enemigos.

Comienza el séptimo y último libro de las Helénicas con la alianza celebrada entre Atenas y Esparta para oponerse a los tebanos, alrededor de los cuales se había agrupado considerable número de estados griegos, siempre dispuestos a aliarse con el atleta naciente que comienza a derrocar a los viejos colosos, si bien las ventajas de los tebanos se amenguan ante la naciente rivalidad de los arcadios, que les impide sacar toda la utilidad que podían esperar de la influencia y consideración que alcanza Pelópidas con el rey de Persia en la embajada que para conseguir la paz mandan a este los principales estados griegos.

Dedica Jenofonte el cap. II de este libro a narrar las proezas de la ciudad de Fliunte, cuyo relato y los encomios que tributa a dicha ciudad son más bien un canto épico en prosa dirigido a ensalzar el valor y la fidelidad, entusiasmado ante la heroicidad de un puñado de hombres libres que todo lo sacrifican en aras de su libertad y de su fidelidad a los amigos que se hallan en la desgracia.

Ocúpase luego en describir los disturbios que ocurren en Sición, motivados por la ambición de Eufrón, quien sufre el merecido castigo de sus injusticias al ser asesinado públicamente ante el senado de Tebas, donde había ido a sobornar a los magistrados para tiranizar a sus conciudadanos, hecho al que siguen poco después las diferencias que se agitan entre los arcadios y los eleos, a quienes con varia fortuna auxilian los lacedemonios, diferencias que terminan con la celebración de la paz entre ambos estados, si bien la injusticia del gobernador tebano de Tegea hace que se rompan nuevamente las hostilidades y da lugar a la célebre expedición de Epaminondas al Peloponeso y hasta el mismo corazón de Esparta, y después de una derrota de la caballería tebana por la ateniense, a la célebre batalla de Mantinea, una de las más importantes que tuvieron lugar en Grecia, en la cual tomaron parte cerca de 60.000 hombres, y que a no ser por la muerte del general tebano, hubiera acaso influido de un modo decisivo en la suerte de todos los estados griegos.

Con esta batalla termina Jenofonte su historia, cuyo breve resumen basta para que se comprenda la importancia capital de los sucesos narrados por nuestro autor y la variedad de asuntos de que se ocupa. Muchas páginas debiéramos escribir si quisiéramos consignar todos los pasajes que se destacan en las Helénicas, pero no podemos dejar de consignar, aunque muy a la ligera, pues va haciéndose este prólogo excesivamente largo, algunos de los más capitalísimos y que dan preclaro timbre de gloria a su autor.

La descripción de la opinión en Atenas a la vuelta de Alcibíades, el juicio de los generales atenienses por no haber recogido los náufragos en el combate naval del cabo Maleo y el justo e intencionado discurso de Euriptólemo, hijo de Pisianacte, así como el rasgo de haber sido Sócrates el único ciudadano ateniense que sin dejarse llevar por la corriente revolucionaria se opuso a cuanto pudiera ser ilegal en aquel juicio, es de lo más importante y bello del libro primero.

En el segundo destácase en primera línea la lucha entre Critias y Terámenes, dos de los Treinta, y el discurso del último que no puede impedir su muerte, pero que llena de infamia a su rival. El sitio de Atenas y la desesperada situación de sus habitantes, así como la relación de las negociaciones para la paz, son también de gran importancia estética, de igual manera que el pintoresco relato de la conjuración de los soldados de Eteónico en Quíos, el regreso de Trasíbulo a Atenas y las arengas que dirige a sus soldados para animarles y a los ciudadanos todos para que reine entre ellos la concordia.

Las bellezas más capitales del tercer libro son, entre otras, el episodio de Manía la gobernadora de la satrapía de Eólida, los discursos de los diputados tebanos en Atenas, la humorística disputa entre Agesilao y Leotíquides acerca de sus derechos al trono de Esparta, y sobre todo, la gráfica y bella descripción de la abortada conjura de Cinadón y la rivalidad noble y digna entre Agesilao y Lisandro.

El episodio de Otis y Espitrídates, así como la entrevista entre Farnabazo y Agesilao y la hospitalidad que contrae este con su hijo, el certamen guerrero que abre en Asia el general lacedemonio, las operaciones de guerra que tienen lugar junto a Corinto y la conducta hábil y valiente de Dercílidas en Abido, es de lo mejor que nos ofrece el cuarto libro de la historia de Jenofonte.

Lo propio sucede respecto al quinto con los discursos de Teleutias a sus soldados, y de Clígenes, enviado de Acanto y Apolonia ante el senado espartano, con la astuta traición de Leontíades en Tebas, con la pintorescamente descrita revolución de esta ciudad que dirigen Fílidas y Melón, y con el relato de los esfuerzos de Cleónimo, junto a Arquidamo, para salvar a su padre Esfodrias, que ha incurrido en la justa indignación de los éforos.

El discurso vivo y descriptivo del farsalio Polidamante, la táctica prudente y previsora de Ifícrates en su expedición a Corcira, los discursos de los atenienses enviados a Lacedemonia para ajustar la alianza entre las dos repúblicas, así como el pánico de los espartanos al ver en su territorio a los tebanos, su heroica resistencia ante el peligro de la patria y los discursos pronunciados en la asamblea ateniense al discutirse si se auxiliará a su rival, avaloran en gran manera el libro sexto.

Finalmente, en el séptimo los discursos de los enviados a Atenas para celebrar la alianza entre varios estados griegos, la conducta esforzada de Arquidamo, la narración de las proezas de Fliunte, la muerte de Eufrón y la defensa de su matador, así como el elogio de la última campaña de Epaminondas, es todo ello digno remate de la obra de Jenofonte, y aquilata la verdad de nuestro aserto al afirmar que no desmerece de las tres obras maestras del mismo autor.

Al terminar estas líneas, réstanos únicamente manifestar que hemos seguido los textos más modernos y apreciados (principalmente el de Reiske), de los que podemos decir no hemos discrepado más que en alguno de los lugares más controvertidos y oscuros, cuando a nuestro entender no ofrecían un sentido claro y terminante, en cuyo caso, hemos seguido otra variante, aunque expresándolo casi siempre en nota.

Permítasenos también consignar, como declaración última para terminar este prólogo, que aunque hubiéramos deseado verter al castellano, no solo las ideas de Jenofonte, sino también su galanura en el decir, nos daremos por muy satisfechos si el público nos reconoce, además del buen deseo que nos ha animado en nuestro trabajo, el constante empeño que hemos puesto para darle una traducción lo más ajustada posible al original griego, con objeto de que, ya que no reúna otro mérito literario, le permita hacerse cargo de los sucesos de la guerra del Peloponeso, narrados por Jenofonte.

 

HELÉNICAS O HISTORIA GRIEGA.

LIBRO PRIMERO.

CAPÍTULO PRIMERO.

Algunos días después de estos sucesos[1], Timócares llegó de Atenas con algunas naves e inmediatamente verificose un combate naval entre atenienses y lacedemonios, quedando vencedores estos últimos bajo la dirección de Agesándridas[2].

Poco después y a principios del invierno, Dorieo[3], hijo de Diágoras, partió de Rodas y llegó al Helesponto al clarear el día. El centinela de los atenienses que debía anunciarle señaló su presencia a los generales, los cuales se hacen a la vela contra él con veinte naves. Huye ante ellos Dorieo, y vara las naves en los alrededores de Reteo[4]. Acércanse los atenienses, y combaten junto a las naves y en la costa, hasta que se juntan con el resto del ejército en Mádito[5], sin haber realizado cosa alguna de provecho.

Durante este tiempo, Míndaro[6], que ofrecía en Ilión un sacrificio a Minerva Atenea, viendo el combate, se dirige a socorrerlos; se hace a la vela con sus trirremes, y alcanza el puerto donde estaban las naves de Dorieo. Hácenle frente los atenienses, y junto a la costa de Abido libran un combate naval que dura hasta la noche. Mientras se dudaba de quién quedaba vencedor o vencido, llega Alcibíades[7] con veintidós naves, e iníciase la retirada de los peloponesios hacia Abido. Sobreviene después en su auxilio Farnabazo[8], y metiendo el caballo en el agua hasta donde le es posible, incita peleando a que hagan lo mismo los infantes y los caballos que le acompañan; reúnen los peloponesios sus naves, y alineados en orden de batalla combaten junto a la costa. Los atenienses vuélvense hacia Sesto, llevando consigo treinta naves enemigas que encontraron vacías después de haber recuperado cuantas habían antes perdido. Desde aquella población, dejando en ella cuarenta naves, se hacen a la vela en distintas direcciones, con objeto de recoger dinero, y Trasilo, uno de los generales, se dirige a Atenas para anunciar esta fausta nueva y para pedir hombres y naves. Después de todo esto, llega Tisafernes al Helesponto; dirígese a él Alcibíades con una sola trirreme, con objeto de ofrecerle los dones de hospitalidad y los presentes de amistad; pero hácele prender aquel y encerrarle en Sardes, diciendo que el rey[9] le ha dado orden de hacer la guerra a los atenienses. Treinta días después, Alcibíades, habiendo podido procurarse caballos, huye de noche con Mantíteo[10], otro prisionero en Caria, y se dirigen durante la noche a Clazómenas.

Los atenienses que estaban en Sesto, al saber que Míndaro va a hacerse a la vela contra ellos con sesenta naves, huyen durante la noche a Cardia[11], donde llega también Alcibíades desde Clazómenas con cinco trirremes y un buque costero; pero informado de que las naves peloponesias desde Abido se han dirigido a Cícico, llega a Sesto por tierra, y manda a sus navíos se le reúnan en dicho punto dando un rodeo. Después que estos llegaron, y cuando estaban a punto de levar anclas para marchar al combate, sobreviene Terámenes con veinte naves, viniendo de Macedonia, así como Trasíbulo con otras veinte de Tasos, habiendo recogido ambos algún dinero. Ordénales en seguida Alcibíades que amainen velas, y todos juntos navegan hacia Pario. Reunidos allí ochenta y seis buques, se hacen a la vela al día siguiente y al otro llegan a Proconeso a la hora del almuerzo, donde tienen conocimiento de que Míndaro y Farnabazo, con las tropas de infantería, están en Cícico, por lo cual permanecen a la expectativa todo el día en aquel sitio. Al siguiente, convoca Alcibíades una asamblea, en la cual manifiesta la necesidad en que se hallan de combatir por tierra y bajo los muros. «En efecto —dice—, no tenemos dinero, y los enemigos recíbenlo todo en abundancia de parte del rey.»

La noche anterior, al anclar, había reunido alrededor de la suya a todas las naves, aun las más pequeñas, a fin de que nadie pudiese participar al enemigo el número de buques con que contaba, e hizo pregonar pena capital para todo el que fuera sorprendido dirigiéndose a la opuesta costa. Disuelta la asamblea, se prepara para el combate y se dirige sobre Cícico, mientras llovía fuertemente; al llegar junto a dicha población, y gracias a una momentánea claridad y a los rayos del sol, ve las naves de Míndaro, en número de sesenta, maniobrando fuera del puerto, de manera que puede cortarles la retirada. Al ver los peloponesios las naves de Atenas en número mayor que antes y junto al puerto, huyen en dirección a la costa, y haciéndolas varar, hacen frente al enemigo, que se dirige hacia ellos; Alcibíades hace dar un rodeo a sus veinte naves, y desembarca en la playa, como lo hace también al verlo Míndaro, quien recibe la muerte combatiendo, y los suyos se declaran en fuga. Los atenienses conducen todas las naves a Proconeso, a excepción de las de los siracusanos, pues ellos mismos les pegaron fuego.

Al día siguiente hácense a la mar los atenienses en dirección a Cícico, cuyos habitantes, abandonados por los peloponesios y por Tisafernes, le reciben en sus muros; quédase allí Alcibíades durante veinte días, recibe grandes cantidades de los de Cícico, y sin hacerles ningún daño se retira a Proconeso. De allí navega hacia Perinto y Selimbria. Los perintios reciben al ejército dentro de sus muros, y los selimbrios no les abren las puertas, pero les dan dinero. Inmediatamente dirígense a Crisópolis, en Calcedonia, población que fortifican, y donde establecen un contador para exigir el diezmo de las naves que salgan del Ponto Euxino, y dejan en ella una guarnición de treinta naves y dos generales, Terámenes y Éumaco, encargados de vigilar la plaza y las naves que pasen delante de ella, así como de hacer todo el daño posible a los enemigos. Los otros generales parten para el Helesponto. Cae en manos de los atenienses una carta de Hipócrates, el segundo de Míndaro, que remiten a Atenas, y que contenía estas palabras:

«Terminaron nuestras victorias; Míndaro ha perecido; están hambrientos los soldados: no sabemos qué hacer.»[12]

Farnabazo exhorta al ejército peloponesio y a sus aliados a no apesadumbrarse a causa de algunos leños, pues hay madera en abundancia en los dominios del rey, y todo va bien cuando se conserva la vida; regala a los soldados un traje y el sueldo de dos meses, y después de armar a los marineros, establece guarniciones en el litoral. Convoca luego a los generales de las ciudades y a los comandantes de las naves, les ordena construyan en Antandro tantas trirremes como cada uno haya perdido, y entregándoles el dinero necesario, les dice pueden construirlos con las maderas de los bosques del Ida. Mientras se construyen los buques, los siracusanos, unidos a los habitantes de Antandro, terminan las murallas, y son las tropas más disciplinadas de la guarnición, por lo cual se les concede en dicha ciudad el título de bienhechores y el derecho de ciudadanía. Habiéndolo dispuesto todo de esta manera, Farnabazo se dirige en seguida en socorro de Calcedonia.

Hacia este tiempo se anuncia a los generales siracusanos, que han sido desterrados por el pueblo. Reúnen, pues, a sus soldados, y por medio de Hermócrates deploran las desgracias de ser todos víctimas de un destierro injusto e ilegal; excitan a los soldados a que sean siempre tan valientes como hasta entonces, y a que se muestren siempre celosos en el cumplimiento de sus deberes, y luego los mandan elijan jefes hasta la llegada de los que deben sustituirles. Los soldados gritan con entusiasmo que deben conservar el mando: tal es el deseo unánime de los comandantes de las naves, de los marinos[13] y de los pilotos. Objétanles los generales que es preciso no insubordinarse contra su patria, y que si tienen algo que reprocharles pueden hacer uso de la palabra.

—«Acordaos —añaden— de todas las victorias navales que habéis alcanzado, de todas las naves que habéis tomado con vuestras solas fuerzas, de todas las ocasiones en que, reunidos a otras tropas, os habéis mostrado bajo nuestras órdenes invencibles y tenaces en vuestro puesto, gracias a vuestro valor y a nuestras excitaciones, así en la tierra como en el mar.»

No levantándose nadie para hacerles cargos, continúan en sus funciones hasta la llegada de los generales que deben sustituirles, Demarco, hijo de Epícides; Miscón, hijo de Menécrates, y Pótamis, hijo de Gnosias. La mayor parte de los comandantes de las naves juran les harán levantar el destierro así que lleguen a Siracusa; cólmanles de elogios y les dejan marchar a donde quieran. Principalmente los que habían frecuentado la amistad de Hermócrates, le echaban de menos por su actividad, su celo y su amabilidad: en efecto, cada día, mañana y tarde, reunía en su tienda a los comandantes más distinguidos de las naves, así como a los mejores pilotos y marinos; comunicábales lo que tenía intención de decir y hacer, y les enseñaba a hablar, obligándoles unas veces a expresarse sin preparación alguna, y otras después de haber meditado unos momentos. De este modo había adquirido Hermócrates gran consideración en el consejo, y se le tenía por el que mejor hablaba y que daba mejores consejos. Habiendo acusado en otro tiempo a Tisafernes en Esparta[14], y habiendo parecido fundada su acusación, sostenida por el testimonio de Astíoco, Hermócrates se dirige a Farnabazo, quien le ofrece dinero sin aguardar a que lo pida, y reuniendo tropas mercenarias y trirremes, se prepara para regresar a Siracusa. Mientras tanto llegan a Mileto los generales nuevamente nombrados por los siracusanos, y allí toman posesión del mando de las naves y del ejército.

Declárase hacia el mismo tiempo una sedición en Tasos, siendo vencidos los partidarios de Lacedemonia y Eteónico, el harmosta[15] espartano. Pasípidas, oriundo de Esparta, acusado de haber preparado con Tisafernes aquella sedición, es desterrado de su población natal, y como había reunido la escuadra de los aliados, envían a Cratesípidas para que tome el mando, quien la encuentra en Quíos.

En esta misma época, mientras que Trasilo está en Atenas, Agis hace una salida de Decelia[16] y llega, devastando la campiña, hasta los mismos muros de Atenas; Trasilo, al frente de los atenienses y de cuantos allí se encuentran, sale de la ciudad y coloca sus tropas a lo largo del gimnasio del Liceo, en disposición de combatir si los enemigos avanzan, al ver lo cual Agis emprende prontamente la retirada, no sin que sean muertos por las tropas ligeras algunos de sus rezagados. Con este motivo hállanse los atenienses más dispuestos a conceder a Trasilo el auxilio que había venido a impetrar, y decretan que puede reclutar mil hoplitas, cien caballos y cincuenta trirremes.

Al ver Agis desde Decelia que entran en el Pireo con las velas desplegadas gran cantidad de naves cargadas de trigo, declara que ninguna utilidad pueden prestar sus tropas bloqueando por tierra a Atenas, si no se les impide el aprovisionamiento por mar, y que el mejor partido sería mandar a Calcedonia y a Bizancio al hijo de Aristómenes y a Clearco, hijo de Ranfias, huésped público[17] de los bizantinos. Habiéndose adoptado este parecer en Lacedemonia, se hace a la vela aquel con quince naves, equipadas por los megarenses y demás aliados, si bien eran más propias para el transporte de soldados que para navegar con velocidad; por lo cual tres de ellas son echadas a pique en el Helesponto por las nueve naves atenienses que vigilan continuamente los buques enemigos, y las restantes huyen a Sesto, y de allí se refugian en Bizancio.

Así terminó este año, durante el cual invaden Sicilia los cartagineses, bajo el mando de Aníbal[18], con un ejército de cien mil hombres; y en el espacio de tres meses se apoderan de dos ciudades griegas, Selinunte e Hímera.

CAPÍTULO II.

Al año siguiente, el de la nonagesimatercia olimpiada[19], en la cual Evágoras de Elea alcanzó el premio en la carrera del carro tirado por dos caballos, y Eubotas, el cireneo, el del estadio, siendo éforo en Esparta Evárquipo, y arconte en Atenas Euctemon, los atenienses fortifican Tórico, y Trasilo, tomando los buques que le han sido decretados, arma como peltastas[20] cinco mil marineros para que puedan hacer igualmente los dos servicios, y se hace a la vela en dirección a Samos, al comenzar el verano. Permanece allí tres días, partiendo después para Pígela[21], cuyo territorio devasta, y comienza el sitio. Habiendo acudido en auxilio de los sitiados algunos habitantes de Mileto, persiguen a las tropas ligeras atenienses que se hallaban en desorden; pero los peltastas y dos cohortes de hoplitas[22], acudiendo a socorrer a las tropas ligeras, dan muerte a casi todos los milesios, toman unos doscientos escudos y levantan un trofeo. Al día siguiente se hacen a la vela en dirección a Notio[23], y después de hacer sus preparativos, se dirigen a Colofón, cuyos habitantes les reciben amistosamente. Invaden durante la noche inmediata las comarcas de Lidia, en que el trigo está ya en sazón, incendian varias poblaciones y se apoderan del dinero, de los esclavos y de un rico botín. El persa Estages, que se hallaba en dicha comarca, aprovechándose de un momento en que los atenienses se hallaban dispersos fuera del campamento para saquear por su cuenta, se arroja sobre ellos con su caballería, les mata siete hombres y les hace un prisionero. Trasilo, después de esta proeza, recoge a su ejército junto al mar para dirigirse a Éfeso; pero adivinando Tisafernes sus designios, reúne numeroso ejército y envía gente de a caballo para exhortar a todos a que vayan a socorrer a Ártemis Diana en Éfeso.

Diez y siete días después de la invasión se hace a la mar Trasilo en dirección a Éfeso, y desembarcando a sus hoplitas junto al Coreso[24], ordena a su caballería, a los peltastas, a los marinos y al resto de sus tropas se queden junto a los pantanos, a la otra parte de la ciudad, y así que apunta el día hace avanzar a sus dos cuerpos de ejército. Las tropas de la plaza, con el refuerzo de los aliados mandados por Tisafernes y el de los siracusanos (así los de las veinte naves primeras como los de otras cinco que habían llegado recientemente con los generales Eucles, hijo de Hipón, y Heraclides, hijo de Aristógenes) y además con dos naves de Selinunte[25], se dirigen a su encuentro. Reunidas todas esas tropas, derrotan primeramente a los hoplitas acampados junto al Coreso, y después de ponerles en fuga, de causarles unas cien bajas y de haber perseguido hasta el mar a los fugitivos, se dirigen contra las tropas de los pantanos; son asimismo derrotados los atenienses, que perecen en número de unos trescientos. Los efesios levantan allí un trofeo y otro junto al Coreso; dan premios por su valentía a los siracusanos y a los selinusios, así en general como a algunos de ellos en particular, y conceden inmunidad completa de impuestos al que quiera domiciliarse en la ciudad. Conceden asimismo el derecho de ciudad a los selinusios cuya patria había sido recientemente destruida[26].

Los atenienses, después de recoger sus muertos por una tregua, regresan a Notio; les dan allí sepultura, y se hacen a la vela en dirección a Lesbos y al Helesponto. Mientras están anclados delante de Metimna, ciudad de Lesbos, distinguen a veinticinco naves siracusanas que volvían de Éfeso, y arrojándose a ellas, se apoderan de cuatro con todo su equipaje, y persiguen hasta Éfeso a las restantes. Trasilo envía a Atenas los prisioneros, y suelta únicamente al ateniense Alcibíades, primo y compañero de destierro del otro Alcibíades. Con el resto del ejército se hace a la vela para Sesto, y de allí pasa a Lámpsaco. Llega, sin embargo, el invierno, durante el cual los cautivos siracusanos, que habían sido encerrados en las canteras del Pireo, perforando la roca se evaden de noche y huyen unos a Decelia y otros a Mégara. Quiere Alcibíades formar en Lámpsaco un solo cuerpo de ejército con todas sus tropas; pero sus soldados veteranos, que nunca habían sido vencidos, no quieren reunirse con los de Trasilo, que acaban de sufrir una derrota. Pasan todos el invierno en Lámpsaco fortificando dicha plaza, y verifican una expedición contra Abido, en la cual, acudiendo en socorro de esta Farnabazo con numerosa caballería, es derrotado y tiene que declararse en fuga. Alcibíades le persigue con sus caballos y ciento veinte hoplitas mandados por Menandro, hasta que la oscuridad les impide seguir en su persecución. Después de este combate, mézclanse los soldados y fraternizan los suyos con los de Trasilo. Realízanse en el mismo invierno algunas excursiones en el continente, en las cuales son devastados los territorios del rey. Durante este tiempo los lacedemonios, gracias a un tratado, dejan retirarse libremente a los hilotas sublevados, que habían huido a Corifasio[27] desde Malea. También en dicha época los aqueos hacen traición a los colonos de Heraclea de Traquinia[28], en un combate general contra los eteos, sus enemigos; de manera que perecieron unos setecientos de ellos, con Labotas, harmosta lacedemonio.

Así terminó este año, en el que los medos sublevados contra Darío, rey de los persas, volvieron a acatar su autoridad.

CAPÍTULO III.

Al año siguiente el templo de Minerva Atenea, en Focea, es reducido a cenizas por un rayo. Al terminar el invierno, siendo éforo Pantacles y arconte Antígenes, conmemorando el buen tiempo, se hacen a la vela los atenienses hacia Proconeso con todo el ejército, en el año XXII.º de la guerra[29], y de allí van a anclar ante Bizancio y Calcedonia, acampando alrededor de esta ciudad. Informados los calcedonios del ataque que iban a sufrir por parte de los atenienses, habían entregado todas sus riquezas a sus vecinos los tracios de Bitinia[30]; Alcibíades, tomando consigo la caballería y algunos hoplitas, hace costear las naves y se dirige a los bitinios, pidiéndoles las riquezas de los calcedonios, diciéndoles les hará la guerra si no se las entregan. Así lo hacen, y, de vuelta ya a su campo con el botín y la garantía de un tratado, ataca Alcibíades por ambos mares a Calcedonia con todo el ejército, y cierra con un muro de madera, lo mejor que puede, el río que les divide. Hipócrates, el gobernador lacedemonio, hace salir de la ciudad a la guarnición para librar combate; despliéganse frente a frente los atenienses en orden de batalla, y Farnabazo acude desde la otra parte de aquel muro en socorro de los sitiados, con su ejército y con una caballería numerosa. Combaten durante algún tiempo Hipócrates y Trasilo, cada uno con sus hoplitas, hasta que llega Alcibíades con algunos de estos y con su caballería. Queda muerto en el campo Hipócrates, y huyen sus soldados a la ciudad. Mientras tanto, Farnabazo, que no había podido reunirse a Hipócrates a causa del poco espacio que se había dejado entre el río y las trincheras, tiene que retirarse al Heracleo[31], que está junto a Calcedonia, en cuyo lugar tenía su campamento. Alcibíades marcha después hacia el Helesponto y el Quersoneso, con objeto de recoger dinero, y los restantes generales[32] convienen entonces con Farnabazo, relativamente a Calcedonia, en estas condiciones: Que entregará veinte talentos a los atenienses y presentará al rey los diputados de Atenas. Afirman con juramento esta convención, obligándose a pagar los calcedonios el acostumbrado tributo a los atenienses, y a entregarles las cantidades atrasadas, a condición de que los atenienses no emprendan hostilidad alguna contra Calcedonia hasta que regresen los enviados al rey. Alcibíades no estuvo presente al celebrarse este tratado, puesto que estaba frente a Selimbria; pero una vez tomada esta ciudad, vuelve a Bizancio con gran multitud de quersonesios, soldados tracios y más de trescientos caballos. Espérale en Calcedonia Farnabazo, considerando necesario hacerle prestar juramento a lo tratado; pero Alcibíades, al llegar de Bizancio, declara que no jurará si no renueva también Farnabazo el juramento en su presencia; por lo cual él jura la convención en Crisópolis, delante de Mitrobates y Arnapes, enviados de Farnabazo, mientras este presta el juramento público ante Euriptólemo, enviado de Alcibíades, después de lo cual se dan mutuamente algunos dones privados. Hecho esto, parte Farnabazo de dicha población, y ordena a los diputados que deben dirigirse al rey se le unan en Cícico. Estos diputados eran Doroteo, Filocides, Teógenes, Euriptólemo y Mantíteo por parte de los atenienses, y Cleóstrato y Pirróloco por parte de los argivos; iban también con ellos algunos enviados por los lacedemonios, Pasípidas y otros, habiéndoseles juntado asimismo Hermócrates, expatriado siracusano, y su hermano Próxeno, a todos los cuales conducía Farnabazo.

Los atenienses, sin embargo, sitian Bizancio, después de rodear a la ciudad con una trinchera y de inquietarla con proyectiles, y avanzan hasta el muro. Encontrábase en dicha población el harmosta lacedemonio Clearco, y con él algunos periecos[33] y un pequeño número de neodamodes[34], así como algunos megarenses mandados por Helixo de Mégara y algunos beocios que obedecían a Cerátadas. Viendo los atenienses que nada pueden conseguir por la fuerza, persuaden a algunos bizantinos para que les entreguen la plaza. No creyendo Clearco el gobernador que hubiese en ella nadie capaz para hacerlo, organizándolo todo lo mejor que puede, y encargando de la defensa de la ciudad a Cerátadas y a Helixo, se dirige hacia Farnabazo, en el opuesto continente, a fin de obtener de él el estipendio para sus soldados y reunir las naves que Pasípidas había dejado en observación, así en el Helesponto como en Antandro, y las que Agesándridas, segundo jefe de Míndaro, tenía en Tracia: deseaba asimismo hacer construir otras, y con todas estas fuerzas reunidas, acosar a los atenienses y hacerles levantar el sitio de Bizancio. Luego de haber partido Clearco, pónense a la obra los que querían entregar la ciudad, Cidón, Aristón, Anaxícrates, Licurgo y Anaxilao, quien fue más tarde acusado en Lacedemonia como culpable de traición, siendo absuelto por alegar había salvado la ciudad al entregarla, pues veía morir de hambre a las mujeres y a los niños, y además por ser bizantino y no lacedemonio. Como Clearco hacía entregar a los soldados todo el trigo que había en la ciudad, decía Anaxilao que había introducido al enemigo, sin que le moviese para ello el deseo de obtener dinero, ni el odio hacia los lacedemonios.

Así que todo estuvo arreglado para realizar su designio, abren una noche la puerta llamada de Tracia, e introducen a Alcibíades y a su ejército. Helixo y Cerátadas, que nada sabían de la conjuración, se dirigen con todas sus tropas armadas a la plaza pública; pero viendo a los enemigos dueños de todo, y conociendo nada podían hacer, se entregan y son enviados a Atenas, donde Cerátadas, al desembarcar en el Pireo, huye por entre la multitud y llega salvo a Decelia.

CAPÍTULO IV.

Farnabazo y los enviados conocen los sucesos de Bizancio en Gordio[35], ciudad de Frigia, donde pasan el invierno; al comenzar la primavera[36] se dirigen hacia el rey, encontrando en su marcha la embajada lacedemonia, compuesta de Beocio y de otros mensajeros, los cuales les participan que los espartanos han alcanzado del rey cuanto pedían. Encuentran asimismo a Ciro, que había recibido el mando de todas las provincias marítimas, y que debía auxiliar a los lacedemonios, quien les enseña una carta con el sello real dirigida a todos los habitantes del Asia inferior, y en la que se decía: «Envío a Ciro como cárano[37] de los pueblos que se reúnen en el Castolo»[38]. Cárano quiere decir Señor. Los diputados atenienses, al conocer estas órdenes, y después de haber visto a Ciro, desean aún más vivamente dirigirse hacia el rey, y si no, regresar a su patria; pero Ciro ordena a Farnabazo que le entregue los diputados, o que les impida a lo menos volver a su patria, no queriendo que los atenienses conociesen cuanto había sucedido. Farnabazo los retuvo todo el tiempo necesario, diciendo unas veces iba a llevarles ante el rey, y otras que les enviaría a Atenas, a fin de que nada pudiesen reprocharle; pero al cabo de tres años suplica a Ciro les deje en libertad, representándole había jurado volver a conducirles hasta el mar, si no les llevaba ante el rey; por lo cual son enviados a Ariobarzanes[39] con la orden de conducirles a la costa, y este les lleva a Cíos en Misia, de donde, por mar, se reúnen a su ejército.

Queriendo Alcibíades volver con sus tropas a Atenas, se hace a la vela directamente hacia Samos, de donde, tomando veinte naves, entra en el golfo Cerámico de Caria y regresa de nuevo a aquella ciudad después de haber exigido veinte talentos a estas comarcas. Trasíbulo, con treinta buques, se dirige a Tracia, donde somete las plazas que habían sido tomadas por los lacedemonios, y entre otras Tasos, que había sido devastada por la guerra, las sublevaciones y el hambre. Trasilo llega a Atenas con el resto del ejército, y antes de su llegada habían elegido los atenienses tres generales: Alcibíades, desterrado; Trasíbulo, ausente, y Conón, que se hallaba en la ciudad.

Alcibíades, con sus veinte trirremes y el dinero recogido, parte de Samos, dirigiéndose a Paros, de donde marcha directamente a Gitio[40] para vigilar las treinta trirremes que sabía preparaban allí los lacedemonios, y para cerciorarse del modo que sería recibido a su vuelta a Atenas. Después que conoció le era favorable la población, que se le ha elegido general, y que especialmente sus amigos le incitan a que regrese, entra en el Pireo el día en que la ciudad celebraba las Plinterias[41], en las cuales se cubre con un velo la estatua de Minerva Atenea, cosa que consideraron algunos como infausta para él y para la ciudad, puesto que en aquel día ningún ateniense se atrevía a emprender cosa alguna seria. Al desembarcar en el Pireo, la muchedumbre de este y de la ciudad se aglomera alrededor de las naves para admirar y ver a aquel Alcibíades que aseguran muchos es el mejor de todos los ciudadanos, y el único, dicen, que ha mostrado la injusticia de su destierro. Él es la víctima de muchos que le son inferiores y a quienes aplastaba con su elocuencia, porque su política no tenía otro objeto que el interés personal, mientras que él, por el contrario, tendió siempre a aumentar el bien común con el simultáneo empleo de sus propios recursos y de los de la ciudad; cuando ha querido ser juzgado sin dilación alguna de la acusación contra él dirigida como profanador de los misterios, sus enemigos han conseguido se desechase una súplica que tan justa parecía, y durante su ausencia le han hecho desterrar de su patria; entonces, esclavo de la necesidad, se ha visto obligado a servir a sus enemigos más crueles, expuesto cada día a perder su vida, y viendo a sus más íntimos amigos, a sus parientes, a sus conciudadanos y a la ciudad entera cometer grandes faltas, sin poder serles de ninguna utilidad a causa de su destierro; no deben temerse las revoluciones ni las sublevaciones de hombres como él, añaden, puesto que la popularidad le coloca encima de todos los de su edad y le iguala a los que son más ancianos, mientras sus enemigos continúan a estar dispuestos, como antes, a hacer perecer a los mejores ciudadanos, así que puedan verificarlo impunemente, por lo cual quedarán solos en su patria, ya que, apartados los ciudadanos que valen más que ellos, deberá el pueblo necesariamente contentarse con los que queden.[42]

El partido opuesto a Alcibíades aseguraba era este la única causa de todas las calamidades públicas que se habían experimentado, y que había el peligro de que este general atrajese a la ciudad por sí solo, todos los funestos resultados que eran de temer.

Alcibíades, después de haber entrado en el puerto, no desembarca en seguida por temor a sus enemigos, pero quedándose sobre el puente, procura distinguir a sus amigos, viendo a su primo Euriptólemo, hijo de Pisianacte y a sus restantes parientes y amigos, desembarca y se dirige a la ciudad con esta escolta, preparada a rechazar cualquier ataque que contra él se intente. En el senado y en la asamblea se defiende de la profanación, diciendo ha sido víctima de una injusticia, y después de haber presentado varias razones del mismo género, sin que nadie le replique, pues no lo hubiera tolerado la asamblea, por unanimidad es proclamado generalísimo, con amplias facultades, como el único capaz de recuperar para la república su antiguo poderío; hace salir inmediatamente todas las tropas a fin de que la procesión de los Misterios pueda celebrarse por su trayecto acostumbrado por tierra[43], ya que a causa de la guerra había tenido que hacerse por mar, y después levanta un ejército de mil quinientos hoplitas, ciento cincuenta caballos y cien naves.

Tres meses después de su regreso, se embarca en dirección a Andros, que se había separado de la alianza ateniense, designándosele como generales adjuntos de las tropas de tierra, a Aristócrates y Adimanto, hijo de Leucolófides. Desembarca Alcibíades su ejército en Gaurio, que está en la isla de Andros; pone en fuga a los andrios, que se habían dirigido a su encuentro, y después de haberles causado muchas bajas, los encierra en los muros con los lacedemonios que estaban con ellos. Levanta después un trofeo, y pasados algunos días, se dirige hacia Samos donde principia las hostilidades.

 

CAPÍTULO V.

Algún tiempo antes de estos sucesos[44], habían enviado los lacedemonios a Lisandro para tomar el mando de la flota en sustitución de Cratesípidas, pues había terminado ya el tiempo de su mando. Al llegar aquel a Rodas[45], toma posesión de las naves y se dirige a Cos y a Mileto, de donde se hace a la vela para Éfeso, y allí permanece con setenta naves hasta que Ciro llegue de Sardes, y así que este llega va a su encuentro Lisandro con los enviados espartanos y quejándose de Tisafernes[46] y relatándole todo lo que ha hecho, suplican a Ciro excite la guerra cuanto pueda; contesta este que tal es precisamente el encargo que ha recibido de su padre, que estas son sus intenciones y que hará cuanto de él dependa para realizarlas; añade que trae quinientos talentos con este objeto; que si no bastan, hará uso de los fondos privados que le ha entregado su padre, y que si todo esto no es aún suficiente, hará fundir el trono sobre que está sentado, que es de oro y plata.