Lecciones para seducir - Kelly Hunter - E-Book
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Lecciones para seducir E-Book

KELLY HUNTER

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Beschreibung

Un cursillo rápido de coqueteo… Poppy West, hacker y genio de las matemáticas, necesitaba esconderse. La isla desierta que eligió para ello le parecía perfecta... hasta que decubrió que su dueño era el hombre más sexy que había visto jamás... ¡Y no pudo evitar caer en sus redes! Sebastian Reyne nunca imaginó que acabaría enseñándole a Poppy los deliciosos misterios del arte del amor. Ella necesitaba a un hombre paciente y amable, no a un rebelde sin causa como él. Sin embargo, su inexperiencia y su ingenuidad despertaron al caballero que había en él. Hasta que Poppy empezó a ser su más destacada alumna...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Kelly Hunter. Todos los derechos reservados.

LECCIONES PARA SEDUCIR, N.º 1976 - abril 2013

Título original: Cracking the Dating Code

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3040-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Poppy era una chica tímida y un poco miedosa. Nunca había logrado tener el grado de seguridad y confianza que tenían su hermana y sus dos hermanos mayores. Eso no quería decir que fuera incapaz de desenvolverse sola. Lo que pasaba era que prefería leer un libro a hacer paracaidismo y ceder antes que meterse en una discusión acalorada. Eso no tenía nada de malo.

Incluso algunos lo llamarían cordura.

Por supuesto, también había gente que creía que era demasiado introvertida y que necesitaba trabajar menos, salir más y hacer amigos nuevos. Como si su pequeño círculo de amistades no fuera bastante para ella. Encima, los amigos no salían de debajo de las piedras...

Tomas era un buen amigo suyo, por ejemplo. Como ella, era matemático especializado en criptografía y su socio en el trabajo. Además, irradiaba seguridad suficiente para los dos y comprendía el lenguaje que mejor hablaba Poppy: el de la programación.

Hacía unos días, Tomas le había ofrecido quedarse en su isla privada para realizar desde allí uno de sus trabajos de hacker, sin hacerle preguntas.

Había sido muy generoso por su parte, pensó Poppy, mientras se subía al pesquero Marlin III, después de haberle pedido al capitán un chaleco salvavidas.

Allí estaba ella, de vuelta en su Australia natal. Y solo unas millas a través del Pacífico le separaban de su destino.

Poppy se colocó la chaqueta encima del chaleco salvavidas, bajo la mirada divertida del capitán. A ella le daba igual lo que pensara. El océano era peligroso y estaban a punto de cruzarlo. No tenía nada de malo que tomara algunas precauciones.

Era un día soleado y despejado. El mar estaba en calma. Y había elegido el pesquero mejor cuidado y el capitán más experimentado de todos los que había encontrado en el puerto. El barco estaba equipado con GPS y radar y el capitán llevaba una flamante hoja de ruta que había desplegado en su mesa, justo delante de los ojos de Poppy.

El viaje empezó bien, aunque pronto las nubes salpicaron el cielo y un molesto viento comenzó a soplar contra ellos, haciendo que el trayecto fuera más largo y más incómodo de lo que a ella le hubiera gustado.

Sin embargo, el capitán, Mal, no se inmutaba por el tiempo. En su opinión, era un día perfecto para navegar. Lo único que, al parecer, le preocupaba era su destino.

—¿Sabe Seb que vas a ir para allá? —preguntó Mal por undécima vez.

—Sí. Lo sabe.

—Es que no puedo contactar con él por radio.

—Lo sé —repuso ella, pues había visto cómo el capitán había estado tratando de contactar con Sebastian Reyne cada diez minutos durante la última hora. ¿A qué se debía tanta ansiedad?, se preguntó.

Antes de eso, Mal había intentado convencer a Poppy de que se sentara en la silla para pescar y se entretuviera lanzando una caña al agua.

—No, gracias —había rehusado ella con educación—. No soy fan de la pesca. He leído El viejo y el mar y sé cómo es.

Mal se había reído, pero no había insistido más. Una media hora más tarde, percibiendo el creciente nerviosismo de ella, el capitán volvió a hablar.

—¿Algún problema con Seb? —inquirió él, girándose para mirarla.

—Todavía, no —contestó ella—. A algunas personas les dan miedo las alturas, ¿verdad? Pues a mí me pasa lo mismo con el mar abierto. Cuando miro el mar y no veo el fondo, me angustio un poco —explicó—. Por eso, nunca viajo en barco. Pero era la única manera de llegar a la isla.

—¿No podías haber quedado en tierra con Seb? —preguntó Mal y, al instante, notó que ella se ponía un poco más tensa.

—No voy a la isla para ver a Seb. Ni siquiera lo conozco.

Después de eso, Poppy se quedó callada. Mal le ordenó que se sentara a su lado y sirviera dos tazas de café de un termo. Luego, él le sirvió tres terrones de azúcar, sin preguntarle cómo lo prefería, y le dijo que bebiera.

El capitán intentó buscar algún tema sobre el que charlar, sin éxito.

Trató, también, de poner música, pero solo tenía temas de heavy metal y no le pareció lo más indicado.

—¿Y a qué te dedicas? —inquirió él, en un esfuerzo más de entablar conversación.

—Escribo códigos matemáticos —respondió Poppy—. Es útil para los intercambios de información en internet y ese tipo de cosas.

—Te refieres a la criptografía —apuntó él, sonriendo—. Lo mismo que hace Tom.

—Sí —asintió ella—. Tom y yo trabajamos juntos... compartimos la empresa. Por eso, me ha prestado su isla.

—¿Estás segura de que Seb sabe que vas a venir? —insistió Mal.

—Segura —afirmó ella. Sin embargo, la insistencia de Mal despertó su curiosidad por el misterioso hermano de Tomas—. ¿Hay algo que debería saber yo sobre Seb?

—No sé qué decirte —murmuró el capitán—. ¿Qué sabes de él?

—Sé que es rico. Sé que Tomas y él compraron la isla y que Sebastian diseñó y construyó su casa allí. ¿Pero qué es lo que hace?

—Hace todo lo que quiere —contestó Mal—. Es su regla.

—¿No puedes ser un poco más concreto?

—Seb es ingeniero marino. Dirige una compañía que se dedica al mantenimiento de plataformas de petróleo en altamar. También dirige programas de sellado y limpieza de fugas. Lo que nadie sabe es si lo dirige todo desde la isla —señaló Mal y fijó su inteligente mirada en ella—. ¿Te das cuenta de que allí no vive nadie más que Seb?

—Sí. Pero creo que, además de la casa principal, hay otra para invitados, así que para mí no es un problema. Tom ha hablado con Seb para que la tenga llena de provisiones.

—En ese caso, intenta tú comunicar con Seb.

A Poppy no le molestaba ocuparse de la radio del barco. La ayudaba a mantener la mente ocupada y no pensar en la enorme extensión de océano que los rodeaba. Pero, cuando llegaron a la isla y atracaron el Marlin III en un pintoresco muelle flotante, ella tenía ya los nervios de punta, pues seguía sin verse ni un alma por allí.

—Allí está el quad de Seb —señaló Mal, mientras bajaba al muelle la bolsa de viaje de Poppy.

Acto seguido, Mal se giró y le tendió la mano para ayudarla a bajar. Poppy estaba ocupada quitándose el chaleco salvavidas y poniéndose la chaqueta. Titubeó antes de tomar su mano extendida y él se dio cuenta. Como disculpa por su desconfianza, ella esbozó una débil sonrisa.

—Gracias —dijo Poppy, dejándose ayudar.

Al fin en tierra, pensó ella. Entonces, recordó lo que acababa de comentar el capitán.

—¿Has dicho que está aquí el quad de Seb?

—Allí, bajo el hangar —indicó Mal, haciendo un gesto hacia una construcción larga y estrecha que comenzaba en la playa y se adentraba unos cincuenta metros en el agua.

—¿Eso es un hangar? Parece un poco excesivo, ¿no?

—Sí, bueno. Si yo fuera tú, me guardaría mi opinión para mí —aconsejó el capitán—. Sirve como taller para arreglar las embarcaciones y, a veces, como refugio de emergencia. Tiene un espacio para dormir en la zona de buhardilla, arriba, y alberga también un yate de buen tamaño. Yo me he cobijado allí un par de veces cuando hacía mal tiempo.

Hablando del tiempo, parecía que la cosa se estaba poniendo fea, pensó Poppy, mirando con ansiedad al cielo.

—Te he pagado para que me recojas dentro de un par de semanas a partir de hoy, ¿verdad? O antes, si te llamo y podemos quedar. Te has comprometido a venir a buscarme. Te he pagado.

—Me he comprometido. Me has pagado. Y que te pueda recoger depende del tiempo. De todas maneras, el pronóstico no predice nada gordo.

—¿No crees que esas nubes tienen muy mal aspecto?

—No. No son nada importante —negó Mal y se sacó el móvil del bolsillo. Lo encendió y le mostró a Poppy la imagen de su salvapantallas—. Esta nube sí que tenía mal aspecto.

Aquello parecía, más bien, un ciclón.

—Me alegro de que te guardaras tu foto durante el viaje. ¿Estabas en el barco cuando la tomaste?

—Sí.

Poppy se estremeció.

—No quiero ni imaginármelo.

—No te gusta nada el mar, ¿verdad?

—No. Ni siquiera me gustan los ríos ni los lagos de interior. Pero me encantan los baños.

—¿Quieres decir un metro y pico de agua caliente con burbujas?

—Eso no es un baño —replicó ella y se sacó el móvil del bolsillo. Buscó entre sus fotos y le mostró la imagen de una casa de baños que había visitado en Turquía el año anterior, diseñada en mármol blanco y con pétalos de rosa flotando en el agua—. Esto es un baño.

Mal dio un respingo burlón y ella sonrió. Le caía bien el capitán. Al menos, la había llevado allí de una pieza.

Llegaron a la puerta del hangar, donde estaba el taller. Era grande, de metal, con un gran picaporte. Mal llamó con el puño.

Al no recibir respuesta, abrió. No estaba cerrado con llave.

—Parece que Seb es muy confiado —observó Poppy.

—Nada de eso —repuso Mal y lo llamó—. ¡Hola! ¿Seb?

No hubo respuesta.

Echaron un vistazo por la zona del taller y donde había un reluciente yate colocado fuera del agua, sobre unos rieles. Tampoco había nadie en un pequeño y desordenado despacho.

Lo encontraron en la buhardilla.

Estaba despatarrado, tumbado boca abajo en una de las literas, como si estuviera muerto.

Mal suspiró.

Poppy se quedó mirando con los ojos muy abiertos.

Y no fue solo porque el hombre en cuestión no llevara la camiseta puesta.

Sebastian Reyne no era un hombre pequeño.

Los pies le colgaban por un extremo de la cama y sus hombros también parecían demasiado grandes para el colchón individual. Llevaba unos vaqueros ajustados que resaltaban unos muslos musculosos y un trasero prieto y redondeado. Y esa espalda...

Bronceada por el sol y en perfecta proporción con el resto del cuerpo, su espalda parecía un estudio anatómico sobre musculatura. Escultores y pintores matarían por tenerlo como modelo y se volverían locos por intentar capturar cada matiz de su fuerza y su belleza.

Poppy trató de hacer lo mismo, grabándose en la memoria aquella imagen de perfección masculina. Por si algún día decidía dedicarse a la pintura y la escultura, nada más.

El durmiente se movió un poco y, por lo poco que Poppy pudo verle el rostro, parecía tener buen color.

Una botella casi vacía de whisky escocés estaba tirada a su lado, en el suelo.

No debía de estar muerto.

Solo borracho de muerte.

—Señorita West, le presento a su anfitrión —dijo Mal con tono burlón y se acercó para menear al gigante dormido—. Seb.

Seb rugió. Murmuró algo lleno de palabras soeces, enviando a Mal al diablo.

—¡Ay, Seb! —insistió Mal y lo meneó por los hombros—. Te he traído un paquete.

—Déjalo en el suelo —murmuró Seb.

Su voz era profunda y deliciosa, tintada por el sueño, observó ella.

—Sí, ya lo he hecho —contestó Mal y se giró hacia Poppy—. Tardará unos minutos en entrar en razón. Quizá es mejor que esperes en el despacho.

—No pasa nada —repuso ella con suavidad—. Tengo hermanos.

—¿Hermanos que se emborrachan?

—Hermanos que hacen lo que quieren —aseguró ella en voz baja. Se agachó un poco, apoyando las manos en las rodillas, para ver la cara de Sebastian Reyne. Tenía el rostro de un ángel caído, de chico malo.

Tampoco le haría ningún daño guardarse sus rasgos faciales en la memoria, pensó Poppy.

—¿Señor Reyne? Soy Ophelia West. Hemos hablado por teléfono. Soy la socia de Tomas. He venido a trabajar.

Seb abrió los párpados un instante, con unas pestañas largas y oscuras. Ella pudo entrever el profundo verde de sus ojos.

—¿Estoy muerto?

—No.

—¿Segura?

—Segura —afirmó Poppy, se enderezó y se volvió hacia Mal—. Apuesto a que está a punto de darme la bienvenida a la isla.

Pero Seb no hizo más que maldecir de nuevo.

—Déjame cinco minutos con él —pidió Mal.

Entonces, el capitán de barco meneó a Seb por los hombros y, a pesar de sus protestas, lo obligó a levantarse. Lo acompañó hacia la puerta y hasta el mar.

Poppy se quedó en el muelle, contemplando cómo la pareja se metía en el agua hasta la cintura. En ese momento, el capitán Mal soltó a Seb.

Sin duda, esa misma habría sido la solución que habría puesto en práctica su hermano mayor, pensó ella.

Apoyada en la barandilla del muelle, Poppy observó cómo Mal sumergía a Seb de nuevo. Poco después, el capitán volvió a la orilla y el otro hombre se adentró en aguas más profundas, frotándose la cabeza hasta que se zambulló con la elegancia de un delfín.

Estaba claro que él no le tenía miedo al océano.

—No tardará mucho —informó Mal cuando llegó junto a Poppy—. Seb lo ha pasado un poco mal durante los últimos dos meses. Perdió a uno de sus socios en una explosión en una plataforma de petróleo. Otro miembro de su equipo se quedó sordo en el mismo accidente. Seb se siente responsable. ¿Acaso Tom no te ha contado nada de esto?

—Ni una palabra —repuso ella. Y pensaba echárselo en cara en cuanto hablara con él.

—¿No prefieres volver conmigo? —ofreció Mal—. Podías encontrar una casita bonita en el continente donde refugiarte para trabajar.

—Créeme, lo haría si pudiera —replicó ella con la mirada puesta en su anfitrión, que estaba saliendo del agua con el torso desnudo. Sintió el influjo de su sensualidad y una poderosa atracción que la fascinó y asustó a partes iguales—. ¿Corro algún peligro aquí con él?

—Nunca te lastimaría físicamente, si es a eso a lo que te refieres. Aunque tampoco creo que vaya a ser demasiado cortés...

—¿Y qué me dices de la bebida?

—Parece peor de lo que es en realidad. No está borracho, solo cansado.

—¿De qué?

¿De ver pasar a los peces?

Poppy estaba acostumbrada a ser indecisa. No solía saber cómo responder en muchas situaciones. Tampoco estaba segura de qué instinto debía seguir: el que le decía que regresara al continente con Mal o el que le aseguraba que estaría a salvo en la isla, si se quedaba.

Seb era hermano de Tomas y Tomas era su amigo. Si su socio le había ofrecido ayuda, sería porque confiaba en Seb. No la habría mandado allí si hubiera creído que corría algún peligro, caviló. Y su hermano no podía ser tan distinto del bueno de Tomas...

Seb caminó hacia ellos con aire de autoridad, como si fuera el dueño de todo aquello, como era en realidad. Su expresión furiosa hubiera asustado a cualquier niño.

Pero no asustó a Poppy. Lo que sí le dio un poco de miedo fue la respuesta de su propio cuerpo a la cercanía de él. A pesar de que le latía el corazón a toda velocidad y tenía la respiración acelerada, su primer impulso no era salir huyendo, sino caminar hacia él, incluso, más allá del espacio personal que siempre necesitaba para sentirse cómoda. Por lo general, necesitaba que hubiera un brazo de distancia, como mínimo, que la separara de los demás. Hasta con Tomas, con quien llevaba trabajando más de dos años, mantenía las distancias.

Sebastian Reyne dio un paso hacia ella. En circunstancias normales, Poppy hubiera dado un paso atrás.

Pero no lo hizo.

Ella tomó aliento y se forzó a enfocar la mirada del cuello para arriba de su anfitrión. Le tendió la mano.

—Señor Reyne, ¿lo intentamos de nuevo? —dijo ella, intentando mostrarse todo lo calmada que pudo—. Soy Poppy West. Creo que me estaba esperando.

Junto a ella, Mal soltó un gruñido burlón.

Seb Reyne bajó la vista a su mano extendida y, luego, la miró a los ojos.

—Estoy mojado —dijo él con gesto de incredulidad.

Poppy se había dado cuenta. Y había acertado respecto al color de los ojos de él. Eran verdes como un bosque, con tonos grises.

—Sí, lo estás.

Ella intentó que su tono de voz no mostrara ni un atisbo de reproche. Era importante que Seb le diera la mano. Tal vez, el gesto serviría para confirmar su palabra, pues había sido él quien había aceptado acogerla en la isla.

Además, sentía la necesitar de experimentar su contacto.

La piel de Seb estaba mojada. Su mano era grande y cálida, con algunos callos. Cuando la soltó, un extraño calor quedó alojado en el brazo de Poppy y en todo su cuerpo.

—¿Cuánto tiempo durará esto?

—No lo sé —admitió ella—. Puede que un par de días o un par de semanas. Si es más, me volveré loca.

—Pues ya somos dos —señaló Seb y posó los ojos en Mal—. ¿Tú no te quedas?

—No puedo. Tengo un viaje reservado para mañana.

—Cancélalo.

—No puedo. La señorita es toda tuya, compañero.

—Yo no lo diría con esas palabras —indicó ella con suavidad—. Sin embargo, soy consciente de que mi estancia aquí puede molestarte y de que, quizá, Tomas no tuvo en cuenta ciertos... detalles cuando me ofreció su hospitalidad y la tuya. ¿Es un problema para ti que me quede? Pensé que no lo sería, pero si me he equivocado... —dijo y se encogió de hombros, tratando de mantener la calma—. Bueno, es tu isla. Puedo regresar con Mal.

Sebastian Reyne se pasó la mano por el pelo y fijó la vista en el mar, como si estuviera buscando un salvavidas. Poppy esperó su respuesta, haciendo todo lo posible porque la ansiedad no la devorara.

Mal lo observó con gesto severo. Ella intentó no mirarlo, lo que no era fácil, teniendo en cuenta que era un hombre grande y con mucho carisma.

—No causaré problemas —afirmó ella cuando el silencio estaba a punto de destrozarle los nervios—. Solo tengo que trabajar. Apenas me verás. Lo prometo.

—Si Tom ha dicho que te puedes quedar, te puedes quedar —sentenció Seb al fin—. ¿Solo tienes ese equipaje? —preguntó, señalando con la cabeza hacia su bolsa de viaje.

—Sí.

—¿Sabes conducir un quad?

—Una vez conduje un triciclo de playa.

—¿Y sabes llevar un barco?

—No, la verdad. Si flota, seguro que lo odio.

—¿Sabes nadar?

—Solo a braza —confesó ella y miró hacia el horizonte—. Pero no durante mucho tiempo.

—Le gusta bañarse —comentó Mal.

Poppy sonrió. Seb miró primero a Mal y, luego, a ella... como si ella hubiera seducido a Mal para que se bañaran juntos en un jacuzzi.

Por un instante, Poppy disfrutó de que alguien la creyera capaz de tal cosa y no quiso de ninguna manera desengañarlo. Nunca antes nadie la había visto como una mujer fatal.

—Necesito comer —dijo Seb.

—Yo me voy ya —indicó Mal—. ¿Quieres que te traiga algo cuando venga a recogerla?

Cuando Seb acompañó a Mal hasta su barco, Poppy se quedó donde estaba. Le pareció correcto dejarlos un poco a solas... era obvio que eran amigos.

Además, un poco de distancia la ayudaría a sacudirse la abrumadora sensación que la invadía después de haber conocido a su nuevo anfitrión. Su cuerpo todavía sentía un extraño cosquilleo y un calor persistente, provocados por aquel apretón de manos.

El hombre mojado caminó hacia ella, con los vaqueros pegados a aquellos musculosos muslos.

Antes, no se había fijado en el bulto que tenía en la entrepierna. Era lógico, pues había estado tumbado boca abajo... Pero, al fijarse en ese momento, tragó saliva y apartó la vista.

Lo más seguro sería no grabárselo en la memoria, se dijo. Los atributos de los demás hombres le parecerían muy poca cosa si los comparaba con eso.

El barco de Mal arrancó y dio marcha atrás, alejándose del puerto. Poppy lo despidió con la mano, tratando de permanecer tranquila mientras el otro hombre se acercaba.

—¿Cómo quieres que lo hagamos? —preguntó él, malhumorado—. Tú dirás.

—Bueno... —balbuceó ella, consciente de que era probable que Seb tuviera una resaca importante y poca paciencia—. Puedes dejarme donde están los ordenadores y te estaría siempre agradecida si me ofrecieras una taza de café bien fuerte. Luego, me gustaría quedarme sola para hacer el trabajo que he venido a hacer. ¿Te parece bien?

—Sí —contestó él, lanzándole una mirada indescifrable—. Suena bien.

Capítulo 2

Seb no había esperado encontrarse a una mujer así. Tomas le había dicho que era una mosquita muerta con un coeficiente de inteligencia demasiado alto. Pero a él no le parecía que Ophelia West fuera una mosquita muerta.

Daba la impresión de ser callada, sí. Y adaptable. Parecía tolerante con los deslices de los demás. Tenía unos ojos azules enormes y serenos, una piel cremosa y cabello moreno con mechones dorados por el sol. Su cuerpo era esbelto y elegante.

En cuanto a sus labios... había sido lo primero que había visto cuando había abierto los ojos. Y, entonces, había sabido al instante dónde le gustaría sentirlos.

Diablos, debería haber reaccionado entonces y haberla mandado de vuelta con Mal.

Lo malo había sido que ella lo había tratado como a un hombre de palabra. Sin saber cómo, ella se había quedado, Mal se había ido y todo el mundo parecía contar con él para que se portara como un caballero de honor.

Maldición.

Lo cierto era que esa mujer le hacía desear ser un hombre mejor.

Seb se dirigió a su despacho, se puso las gafas de sol y suspiró de gusto cuando la luz dejó de hacerle tanto daño a los ojos. Miró hacia Poppy West de nuevo, aliviado al comprobar que se mezclaba con el entorno mejor de lo que él había esperado.

Quizá, solo habían sido imaginaciones suyas, pero le había parecido que ella había abierto mucho los ojos y había entreabierto los labios cuando le había dado la mano.

Debía comer cuanto antes, se dijo a sí mismo. Necesitaba un buen plato de beicon y café. Cafeína y grasas. Comería y dejaría a Poppy en el despacho de Tomas. Si la recién llegada se parecía en algo a su hermano, no saldría de allí en cuatro días.

Sonaba bien.

Seb tomó la bolsa de viaje del suelo y se encaminó hacia el quad. Se montó y lo puso en marcha. El ruido del motor resonó con el martilleo de su cabeza.

Necesitaba comer mucha grasa y beber mucho café.

—¿Vienes?

Sin decir palabra, ella se deslizó en el asiento detrás de él, colocando el bolso entre los dos como una barrera. No lo agarró de la cintura, ni soltó ninguna risita coqueta. Se comportó como una colega de su hermano que había ido allí a trabajar. Nada más.

Tardaron quince minutos en llegar a la casa.

Durante el trayecto, atravesaron un camino de tierra que subía por una colina y cruzaba una meseta, desde donde podían contemplarse el cielo azul y el océano inmenso. El viento les daba en la cara y les removía el pelo. Un mechón color caramelo de Poppy se pegó en la mejilla de él y, después, le acarició el cuello como la soga de un ahorcado.

Seb apretó los dientes, maldijo por tener los pantalones mojados y aceleró para llegar cuanto antes.

La parte más difícil del camino transcurría por una subida rocosa, desde donde ya se veía la casa. Ophelia se agarró a sus hombros cuando las ruedas traseras del quad derraparon.

Seb sintió un escalofrío de deseo. Llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer, pensó. Demasiado tiempo solo en esa isla, soñando con tener compañía.

—Lo siento —murmuró ella y apartó las manos en cuanto él recuperó el control del vehículo.

—Déjalas, no me molestan —gruñó él—. El camino es más abrupto a partir de aquí.

Poppy colocó las manos en la cintura del pantalón de él, quizá, pensando que estaría más segura que tocándole la piel desnuda.

Pero se equivocaba.

Seb lo interpretó como una señal de que pronto le quitaría los pantalones.

Quince minutos después, estaban en la casa, protegidos del viento. Ophelia West miraba a su alrededor con curiosidad, sin decir una palabra.

Ella no dio muestras de querer hacerse amiga suya, ni se esforzó por iniciar ninguna conversación.

Eso debió haber tranquilizado a Seb. Pero no fue así.

Lo único que Poppy West consiguió con su silencio fue hacerle desear saber qué pensaba ella de la isla y de la casa. La construcción, horadada en una pared de piedra, era de hormigón, cristal y metal. Había vistas del océano desde todas las habitaciones. Él mismo la había diseñado. Y se había ocupado de construirla casi por completo. Estaba orgulloso de su belleza y del reto que había supuesto diseñarla.

Sin embargo, pensara lo que pensara, Poppy no parecía dispuesta a decirlo.

—¿Puedo ir al baño? —preguntó ella.

Después de indicarle dónde estaba, Seb se fue a la cocina.