Leyendas - Gustavo Adolfo Bécquer - E-Book

Leyendas E-Book

Gustavo Adolfo Bécquer

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Beschreibung

Un valiente militar que se enamora de una estatua; una guerra de templarios zombis que se lleva por delante la ilusión del enamorado; un organista que sigue tocando después de muerto; un diabólico conde, cruel y despiadado, que se burla de la existencia de Dios, o un mago que construye en una noche un castillo que servirá de morada a las brujas son algunos de los temas de las Leyendas recogidas en este volumen. Extraordinarias e inquietantes, las Leyendas de Bécquerestán llenas de belleza, magia y misterio y con ellas, como con el resto de su producción, el autor se manifiesta como un artista completo e intemporal, prosista y poeta a la vez. "Que lo creas o no, me importa bien poco. Mi abuelo se lo narró a mi padre, mi padre me lo ha referido a mí, y yo lo cuento ahora, siquiera no sea más que por pasar el rato..."

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En nuestra página web: www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: RQ

Primera edición impresa: julio de 2010

Primera edición en e-book: noviembre de 2023

© de la adaptación: Juan Cosa Molina, 2010

© de las ilustraciones: Juan Bauty, 2010

© de la presente edición: Edhasa, 2023

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-9740-929-2

LEYENDAS

RELATOS DE MAGIA,

DE MISTERIO Y DE AMOR

EL MONTE DE LAS ÁNIMAS

I

–Atad los perros, tocad las trompas1 para que se reúnan los cazadores, y volvamos a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

–¡Tan pronto!

–Si fuera otro día, no se escaparía ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios2, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

–¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

–No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

–Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, y también el convento de allí, en la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, y con ello hicieron un notable agravio a sus nobles de Castilla, ya que habrían sabido defenderla solos como solos la habían conquistado.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el A coto, a pesar de las severas prohibiciones de los «clérigos con espuelas», como llamaban a sus enemigos.

Se propagó la voz del reto, y nada fue capaz de detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbar. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; pero sí la recordaron tantas madres que arrastraron luto por sus hijos.

Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres; los lobos a quienes se quería exterminar tuvieron un sangriento festín.

Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y donde habían sido enterrados juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las almas de los muertos, envueltas en jirones de sudarios, corren como en una cacería fantástica por las breñas y los zarzales.

La narración de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que conversaban familiarmente alrededor de la lumbre. El viento azotaba las vidrieras del salón.

Solo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas3 referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el papel principal; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

–Hermosa prima –exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban–; pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia. Todo su carácter se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

Se apresuró a añadir el joven:

–De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte...

Al separarnos, quisiera que te llevases un recuerdo mío... ¿Te acuerdas de cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? La joya que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermosa estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera!... Mi padre se la regaló a la que me dio el ser, y ella la llevó al altar... ¿La quieres?

–No sé en el tuyo –contestó la hermosa–, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un pariente...

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

–Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y se volvió a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos4, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las altas ventanas y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:

–Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que se celebran mi santo y el tuyo, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? –dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

–¿Por qué no? –exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro...

Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

–¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué significado de su color me dijiste que era una señal de tu alma?

–Sí.

–Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

–¡Se ha perdido!, ¿y dónde? –preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

–No sé.... en el monte acaso.

–¡En el Monte de las Ánimas! –murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial–. ¡En el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

–Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces: en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. Y, sin embargo, esta noche... esta noche, ¿por qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, al verlas se puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera, como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando concluyó, con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña arrojando chispas de mil colores, exclamó:

–¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte a por semejante menudencia! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial que Alonso no pudo menos que comprender toda su amarga ironía.

Movido como por un resorte, se puso de pie y se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón.

Con voz firme, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego, exclamó:

–Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.

–¡Alonso! ¡Alonso! –dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso, o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora podía haberlo hecho.

–¡Habrá tenido miedo! –exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su cama.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Sonaron las doce en el reloj del Postigo.

Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas; y entreabrió los ojos. Creía haber oído con ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

–Será el viento –dijo–.

Y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse.

Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de cedro del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

–¡Bah! –exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho–. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una patraña de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano hacía un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta se habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra. El rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las almas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella le pareció eterna a Beatriz.

Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz.

Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día!

Beatriz separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados cuando, de repente, un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdió en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a comunicarle la muerte de su primo, el primogénito de Alcudiel, que había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta. ¡Muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que había visto, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

LOS OJOS VERDES

I

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el ladrar de la jauría desencadenada y las voces de los pajes resonaron con nueva furia. El confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señaló como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las encinas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

–¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! –gritó Íñígo entonces–. Estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

–¿Qué haces? –exclamó dirigiéndose a su montero, mientras se pintaba el asombro en sus facciones y ardía la cólera en sus ojos–. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a UE matar ciervos para festines de lobos?

–Señor –murmuró Íñigo entre dientes–, es imposible pasar de este punto.

–¡Imposible! ¿Y por qué?

–Porque esa trocha –prosiguió el montero–, conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible?

Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

–¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el alma en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí... las patas le fallan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llega, al diablo ella, su limpidez y sus habitantes. ¡Sus!, ¡ Relámpago!, ¡sus, caballo mío!

Caballo y jinete partieron como un huracán.

Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos alrededor; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al final:

–Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías.

II

–Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos detrás de la res herida, se diría que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

Ya no vais a los montes con la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Solo, con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para ir a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

–Íñigo, tú que eres viejo,vtú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

–¡Una mujer! –exclamó el montero con asombro y mirán— dolo fijamente.