Lili - Gema María Verdú Lillo - E-Book

Beschreibung

En lo más profundo de la oscuridad de la noche, con el repiqueteo del viento sonando a través de la ventana, unos pequeños pasos rompen el silencio. La presencia no humana camina en la negrura, dejando escapar unos gruñidos y provocando el terror más absoluto.

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LILI

Gema María Verdú Lillo

Primera edición. Abril 2024

© Gema María Verdú Lillo

© Imagén cubierta Beatriz Pilar Verdú Lillo

© Editorial Esqueleto Negro

www.esqueletonegro.es

[email protected]

ISBN digital 978-84-128326-4-8

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

Cuando mire un cielo estrellado y me encuentre con la luna, allí estarás tú. Cuando la brisa mueva levemente las hojas de los árboles, estarás allí conmigo. Nunca podré olvidarte ni aunque borraran todos mis recuerdos… Ojalá te hubiera dado un último abrazo. Te querré siempre.

A la memoria de mi querido tío Joaquín Verdú.

Gracias por una infancia llena de diversión e ilusiones a tu lado Bea. Cuando te miro siento el orgullo de ser tu hermana. No dejes de crecer.

1

Las nubes cubren el cielo, solo iluminado por un tenue rubor de sol. Todo en su conjunto es un lienzo pintado con distintos tonos de color gris y difuminados anaranjados en la lejanía. Las gotas de lluvia caen punzantes como agujas, humedeciendo las calles adoquinadas. Aunque llueve a duras penas, Lidia abre su paraguas de color rojo. Está preparada para ir a conocer su nueva clase y emprende el camino a la universidad. El chispeo constante moja el paraguas y crea una sensación fría que llega hasta los huesos. Es lo que Lidia llamaría «un día triste…».

Desde que la joven decidió ir oficialmente a la universidad, se siente más independiente y responsable de su propia vida. Ansía tener la libertad que la convertirá en adulta y así poder volar libre como un pájaro y vivir sola en su propia vivienda. Un escalofrío interrumpe sus ensoñaciones y se detiene a mitad de trayecto para abrocharse la chaqueta azul impermeable, que le regaló su tía Ana. La chica gira la cabeza y mira un momento sobre su hombro, comprobando que todo está en orden. Lleva lo necesario cargado en la mochila que cuelga en la espalda. Todo va bien… Respira profundamente un par de veces y continúa su camino, aunque no menos nerviosa que desde que salió de casa de sus padres. Debe aprender a desenvolverse sola en un mundo de adultos. Ha dejado de ser una adolescente y se ha convertido en una mujer.

El timbre de su móvil vuelve a detener su avance. Rebusca en el bolsillo de la chaqueta y saca el aparato un poco anticuado, pero lo suficientemente nuevo para que sea funcional. Es un mensaje de su amiga Andrea, deseándole suerte con el examen de admisión.

«Gracias, haré lo que pueda», escribe Lidia en su teléfono.

«Ya me contarás», responde Andrea con una carita sonriente.

Lidia guarda el móvil y se para ante un gran edificio de piedra, la universidad.

—Ya estoy aquí… —suspira la joven con un nudo en la garganta

De repente comienza a llover más fuerte. De una carrera, Lidia llega hasta la puerta, donde le abre un chico del campus. Se saludan cordialmente y ella deja su paraguas en el recipiente al lado de la entrada.

—Gracias —dice Lidia tímida.

—No hay de qué… —contesta él, sonriendo.

Lidia corre hasta la clase, intentando no resbalarse con el suelo mojado del pasillo. Abre la puerta del aula precipitadamente y comprueba que todos los alumnos están sentados en sus mesas.

—Siéntense y saquen un papel en blanco y un bolígrafo… —dice el profesor desde su mesa de color caoba. El docente es un hombre mayor con unas gafas enormes y aspecto de simpático. Las arrugas de su rostro pueden contar la historia de su vida y el sonido de su voz hace eco en la amplia sala.

El chico, que estaba en la puerta, entra al aula detrás de ella y se sienta en uno de los pupitres que aún quedan libres.

—Comencemos el examen —anuncia el profesor y todos se concentran en la hoja de papel que ya está sobre el tablero. Lidia centra sus pensamientos en el examen que tiene ante ella, intentando que nada la distraiga. Está en juego su entrada a la universidad y ha estudiado mucho como para fallar ahora…

Tras dos horas se da por terminada la prueba y todos recogen sus cosas. El chico que estaba en la entrada se acerca a la mesa donde está sentada Lidia y ésta no puede evitar volver a ponerse nerviosa.

—¿Qué tal el examen? —pregunta el joven.

—Bien… —responde Lidia tímidamente—. Un poco difícil…

—¿Crees que aprobarás?

—Creo que sí… —Lidia juega con sus manos y susurra—. He estudiado mucho.

—Me llamo Roberto… pero me llaman Robert —se presenta el chico.

—Lidia… encantada —responde ella y se dan dos besos de cortesía.

—¿Eres de aquí? Yo soy de Barcelona —dice Robert admirando los grandes ojos castaños de Lidia.

—No, me mudé con mis padres, en realidad soy de Alicante —comenta Lidia sonriendo.

Robert es un chico bastante guapo, con una media melena rizada. Su cabello es rubio oscuro y sus ojos verdes embellecen más sus rasgos.

—Yo vivo alquilado en un piso de estudiantes con tres chavales… Esta ciudad tiene una historia bastante negra, pero hay una de las mejores universidades de letras —explica Robert.

—¿De qué tipo de historia hablas? —pregunta Lidia, sorprendida por el comentario.

—Del tipo de las que dan miedo… aquí murió mucha gente.

—Oh… algo escuché sobre un accidente, pero son cosas que pasan ¿no?… Cuestión de suerte —Lidia se retira su pelo castaño de la cara y lo pone tras su oreja.

—¿No has visto el programa que hicieron sobre lugares encantados?

—No —ella se encoge de hombros.

—Salió el colegio que está en ruinas y ese tanatorio que permanece cerrado —cuenta Robert con entusiasmo—. Por las noches se escuchan llantos, aunque el lugar esté vacío.

—Lo siento, no veo ese tipo de programas —indica Lidia cortante.

—¿No crees en fantasmas? —pregunta Robert—. ¿O en maldiciones?

—No… son solo cuentos de viejas.

—Disculpa, soy un poco supersticioso… —comenta Robert—. La verdad es que pensé que a la primera señal de fantasmas volvería rápidamente a casa. Aunque, aquí estoy…

Los dos ríen con el comentario y tranquilamente abandonan el aula juntos.

—¿Te llevo a tu casa? Estoy aparcado por aquí…

—No… ya no llueve y vivo bastante cerca.

—Está bien, ya nos veremos —dice Robert alejándose de ella.

—Adiós —se despide la chica, observando como el joven se aleja.

Lidia vuelve a su casa, con mariposas aún revoloteado en su estómago. Pensando en su nuevo amigo, va calle abajo y se dirige a un bloque de pisos. Después abre la pesada puerta de la portería y sube hasta la casa donde vive con sus padres. En el edificio no hay más vecinos instalados; pero aunque estén los tres solos en aquella escalera comunitaria, no se sienten del todo aislados.

La ciudad está más viva que nunca lo ha estado en los últimos años, después de las tragedias que azotaron el lugar y otras muchas historias de fantasmas que se cuentan de boca a boca. Pero son solo eso; cuentos para asustar a los niños y a los más supersticiosos. Los fantasmas no existen, de eso está segura.

—¡Hola! —saluda Lidia al entrar por la puerta de la vivienda.

—Hola Lidia, ¿qué tal el examen? —pregunta su madre, una mujer de mediana edad, morena con el pelo bastante corto y el flequillo teñido de rojo sangre.

—Bien… espero al menos sacar un aprobado…

—No seas modesta… —dice su madre—. Sé que siempre sacas sobresaliente o notable como poco.

—De acuerdo… —ríe Lidia—. Ha ido muy bien…

—¿Has hablado con Tere?

—No… —responde Lidia pensativa—. ¿Le pasa algo?

—Ya sabes cómo es tu hermana… siempre tiene malos presentimientos.

—Le diré que el examen ha ido bien, para que se quede tranquila… —dice la joven Lidia sacando su teléfono móvil.

«Hola Tere, soy Lidia». Escribe la muchacha.

«La prueba ha ido bien».

—Hija, que escueta eres… —suspira su madre.

—¿Estabas espiando lo que escribía? —la chica se enoja un poco con su progenitora.

—Sí, lo siento —ríe la mujer.

—Hace años que no hablamos —se queja Lidia—. ¿Qué quieres que le ponga?

—No sé… algo así como... —piensa la madre de la joven—. Tere te echo de menos.

—Mamá, no voy a escribir eso…

—¿Por qué no? —pregunta la mujer algo preocupada—. No quiero que os pase como a tu tía Ana y a mí. Sabes que estuvimos años sin hablarnos…

—Mamá, lo siento por ti pero no voy a escribir eso.

—¿Por qué?

—Porque no.

—Desde que tu hermana se ha hecho bruja tiene un presentimiento malo detrás de otro… —cuenta la madre de Lidia—. Nos llamó para decirnos que hoy iba a pasar algo malo relacionado contigo.

—Mamá… De cuatro presentimientos le fallan tres —ríe Lidia y su madre responde de la misma forma.

—Si nos oyera se enfadaría… —suspira la mujer, abrochándose la bata de estar por casa.

—No sé cómo siendo tan supersticiosa decidió comprarse una casa aquí —comenta Lidia—. Había un chico en mi clase que hablaba del accidente que hubo como si de un juego de demonios se tratara y de casas encantadas, fantasmas…

—Reconoce que el accidente fue un suceso algo peculiar —dice la madre de Lidia entrando en la cocina.

—¿Has escuchado algo sobre un colegio en ruinas o un tanatorio? —pregunta Lidia yendo tras ella.

Su madre niega con la cabeza.

—Estaba convencido de que lo que dicen en la tele es verdad. Que se escuchan llantos por la noche…

—Hay gente que cree en esas cosas…

—Pues son unos ignorantes.

—Oye —la riñe la mujer—. No digas eso... Tu tía Ana cree fervientemente en esas cosas.

Lidia no dice nada más y se marcha a su habitación. Deja la chaqueta y la mochila sobre su cama y mira a su alrededor. El cuarto no es muy grande, pero los huecos están bien aprovechados. Saca de la mochila el ordenador portátil y lo deja sobre una mesa de escritorio. En la pared, encima de un estante, hay una fotografía de ella con su amiga Andrea. La foto es de hace bastante tiempo, pero Lidia la guarda con cariño. Han pasado al menos dos años desde que no ve a Andrea en persona. Solo habla con ella por teléfono o a base de intercambio de mensajes, aunque tiene esperanzas de tener suficiente tiempo libre para volver a verla en persona algún día. Andrea significó mucho para ella y ha conseguido mantener esa amistad a lo largo de los años.

Una vez puesto todo en orden, la joven regresa a la cocina para ayudar a su madre con la cena.

—¿Y papá? —pregunta Lidia.

—Tenía que atender unos asuntos. Volverá para cenar —responde la madre de la joven—. ¿Has comido en algún sitio?

—No… —suspira Lidia—. Me he comprado un bocadillo en la cantina y he comido sentada en un banco.

—¿Tú sola?

—Sí.

—Procura hacer amistad con tus compañeros —habla la mujer—. No quiero que te veas sola porque no esté Andrea.

—Mamá… —suspira Lidia.

—No es bueno tener solo una amiga.

—Ya me las apañaré —dice Lidia molesta.

El padre de Lidia es un médico ya jubilado, pero que sigue atendiendo personalmente a gente a la que conoce. A veces hace visitas en sus casas, aunque los manda al hospital si ve que es algo serio o que él no está capacitado para atender. Lidia sabe que a su padre le convendría más descansar que hacer favores personales, ya que últimamente su salud se está resintiendo. Pero su afán por ayudar hace que no quiera abandonar ese mundo.

—Debería dejar de atender a gente —dice Lidia cogiendo un mantel a cuadros verdes y blancos—. De todas formas a veces su visita no sirve para nada.

—¿Tu padre? Son amigos y conocidos nuestros… solo son pequeños favores.

—Debería preocuparse más de su propia salud, antes que la de los demás…

Acto seguido se oye la puerta de la calle abrirse y una tos familiar. Lidia va a recibir a su padre con una sonrisa medio forzada.

—Hola papá, ¿qué tal todo?

El padre de Lidia es un hombre alto, que usa gafas cuando tiene que leer o fijarse en algo. Conserva su pelo castaño y le han salido arrugas de expresión por el paso de los años.

—Hola Lidia… —El hombre empieza a toser de nuevo—. Muy bien ¿y tú?

—Deberías cuidarte más… ¿y esa tos? —pregunta Lidia preocupada.

—Oh… solo estoy un poco resfriado —dice el hombre aclarándose la voz.

Lidia coge la chaqueta de su padre y lo invita a pasar.

—No deberías salir hasta tan tarde —lo riñe su hija.

—¿Cómo te ha ido el examen? —pregunta el hombre intentando cambiar de tema.

—Oh… Muy bien.

—Eso es bueno. —El padre de Lidia sonríe—. ¿Había mucha gente?

—Sí… —suspira la chica—. Espero llegar a la nota media.

—Seguro que sí.

—Lidia, enciende el televisor —pide su madre, asomándose desde la cocina.

La chica activa el aparato y busca un canal donde haya un programa de entretenimiento. Poco después, se sientan los tres a la mesa a degustar una deliciosa cena. Alicia, la madre de la chica, se desenvuelve muy bien en la cocina.

—Está muy bueno… —comenta Víctor, el padre de Lidia.

—Mamá… ¿Qué haríamos sin ti? —dice Lidia a modo de alago.

—Gracias, me alegra que os guste… —responde Alicia algo ruborizada.

Cuando terminan de comer, Lidia regresa a su habitación a estudiar y hacer trabajos. Sus padres se acuestan a dormir, pero la chica es muy responsable con sus estudios y permanece en vela. Constantemente le ha gustado aprenderse las lecciones antes de que las expliquen en el aula. Andrea siempre la ha llamado «empollona» por la facilidad que tiene de aprender las cosas. «Es posible que Andrea tenga razón…» piensa Lidia, sin darle la mayor importancia.

La casa está muy tranquila y una fría oscuridad parece consumirlo todo sin piedad. El silencio abruma los sentidos y Lidia tiene un estremecimiento. La joven se levanta, coge una manta que hay encima de la cama y se la pone por encima de los hombros. Una vez entra en calor, se mantiene distraída leyendo las hojas de papel, aunque sus pensamientos vuelan descontroladamente de aquí para allá. A su mente viene la imagen de Robert.

«Salió el colegio que está en ruinas y ese tanatorio que permanece cerrado. Por las noches se escuchan llantos, aunque el lugar esté vacío».

Lidia ríe en voz baja. ¿Desde cuándo le ha preocupado lo que hablen en programas de ocultismo? ¿O tal vez es otra cosa? Esos ojos verdes… Ha quedado fascinada por ellos y aunque él le hable de temas que no le interesan, se ha sentido realmente cómoda con la charla.

Lidia cierra su libro de forma brusca y recoge los papeles que hay esparcidos por todas partes. Se prepara la cama y se acuesta, aunque duda un instante antes de apagar la luz.

Al día siguiente, Lidia acude a la universidad a conocer el resultado del examen. El cielo sigue nublado, pero por suerte para la joven no parece que vaya a seguir lloviendo. Es un día como los demás, aunque hay algo distinto. Ese chico, Robert, vuelve a saludarla y a entablar conversación con ella.

—¡Hola! ¿Qué tal? —saluda él acercándose con entusiasmo.

—Hola… bien, gracias —responde Lidia un poco ruborizada.

—¿Qué tal la prueba? ¿Te han admitido?

—Aún no lo he visto… —murmura nerviosa.

—Que nervios joder… —se queja Robert—. Como no me admitan mi padre me tira de casa.

—¿En serio? —pregunta Lidia juguetona.

Los dos se acercan a las listas tan temidas y comienzan a buscar sus nombres. La gente se agolpa para leer el listado de notas y tienen que colarse entre los huecos para poder ver algo.

—¡Toma! ¡Aprobado! —grita Robert entusiasmado. Lidia sigue buscando, más frenética que antes, y siente como le tiembla el pulso al subrayar con el dedo.

Lidia Fernández Ochoa………………………. 9,5

—Estoy aquí… —la joven Lidia se quita un gran peso de encima con el sobresaliente de su examen de acceso.

—¡¿Un nueve y medio?! —Chilla Robert impresionado—. ¡Yo tengo solo un seis y medio!

Lidia vuelve a ponerse roja, cuando todos los alumnos se giran a mirarla con recelo.

—Que potra… —comenta uno de los chicos con cara de derrotado.

—Vámonos… —susurra Lidia avanzando por el pasillo y escurriéndose entre los curiosos.

—¡Ey! —la llama Robert—. ¡Espera!

Una vez se alejan de la multitud, continúan hablando tranquilamente.

—Mis padres se han empeñado en que me saque la carrera de letras —cuenta Robert—. Es cosa de mi padre, es escritor.

—¿Si? —pregunta Lidia—. ¿Y que escribe?

—Ensayos y libros aburridos —bromea el chico.

—¿A ti no te gustan las letras?

—Al menos lo voy a intentar… —murmura el joven—. ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?

—Desde que era una cría… —responde Lidia, admirando la capacidad de Robert para cambiar de tema tan rápidamente—. Mi padre encontró trabajo aquí y ya nos hemos quedado después de tantos años…

—¿Tienes hermanos?

—Una hermana. Se compró un piso en el centro. ¿Y tú? ¿Llevas mucho tiempo aquí?

—Unos tres años ya… Terminé el bachiller y ahora estoy en la uni —sonríe Robert—. La universidad de esta ciudad tiene muy buena fama y merece la pena, ¿no crees?

—Sí… lo sé… —responde Lidia—. Aunque haya salido de una historia de fantasmas —ríe ella de forma burlona.

—¿Te lo tomas a broma? —pregunta Robert ofuscado.

—Sí, lo siento —suspira Lidia.

—¿De verdad no crees en los fantasmas?

—No.

—Pues a mí de pequeño me aterrorizaban con lo del Conde Arnau.

—¿El Conde qué?

—Arnau… Fue condenado a cabalgar eternamente a lomos de un caballo negro al que le salen llamas por los ojos y la boca —cuenta el chico gesticulando y en un tono lúgubre—. Aparte de llevar con él perros diabólicos.

—Bonita historia… —ríe Lidia.

—No te rías… tengo malos recuerdos de cuando mi abuelo me hablaba de él —se queja Robert—. Aparte de tener mi particular fobia a nuestro sótano… —Lidia sigue riendo y al final él la acompaña.

—¿Vuestro sótano? —pregunta interesada.

—Era un sótano grande y oscuro —rememora Robert—. Incluso diría que escuché voces en él…

—¿Voces? —se carcajea Lidia.

—No te rías de mí —dice el chico poniendo morritos—. ¿Tú no tenías miedo a nada o qué?

—Yo tenía miedo del armario empotrado de mis padres —comenta ella—. Creía que algo saldría de allí… como fantasmas.

—Entonces antes no eras una no creyente —ríe Robert.

—Era pequeña…

—Pues yo tengo experiencias de fantasmas… —empieza a decir el joven, pero un grupo de chicos lo interrumpe.

—¿Estáis admitidos? —pregunta un chico moreno con pinta de extranjero y con la mochila sobre el hombro.

—Sí, los dos —dice Robert.

—Un placer, soy Efraín… —se presenta el joven.

—Yo soy Robert y ella Lidia —Robert le estrecha la mano a Efraín.

—Encantada —la chica da dos besos al joven que acaban de conocer.

—Ya nos veremos por clase —se despide Efraín siguiendo su camino.

Los dos chicos salen del edificio y retoman el tema paranormal.

—Pues como te decía, yo tengo experiencias… —dice Robert.

—¿Qué experiencias? —pregunta Lidia indagadora.

—Una vez hice la ouija con unos amigos… y créeme, pasamos miedo.

—¿Miedo de qué? —bromea Lidia—. ¿Se os movió el vasito?

—No te burles… —protesta Robert—. Estuve toda la noche sin dormir.

—Yo no creo en esas cosas… —dice ella—. Mi hermana se ha hecho bruja y sí cree en todo eso… os llevaríais bien.

—¿¿En serio?? —exclama Robert—. Me encantaría conocerla.

—Si quieres te paso a hablar con ella y a que te eche las cartas —se mofa la chica.

—Realmente no crees en esas cosas… —murmura Robert en tono serio.

—Si quieres, muéstrame como juegas a la ouija… conviérteme en una creyente.

—No… te vas a reír de mí…

—Hablo en serio… —añade Lidia—. Quedamos un día con mi hermana y me lo mostráis.

—Vale, vale… Tengo tu palabra —dice Robert levantando una mano.

Los jardines adornan la universidad, con unas rosas rojas y su embriagador perfume. A lo largo de un camino hecho con baldosas, hay varios maceteros con lirios y otras flores que Lidia desconoce.

—Parece que ya no va a llover —observa Robert mirando al cielo.

Lidia mira hacia arriba y comprueba que está más despejado de nubes.

—Eso parece… —suspira la chica.

—¿Quieres que vayamos a comer juntos?

—Oh… vale —dice Lidia, poniéndose nerviosa por momentos.

—Estupendo… vayamos a un sitio que conozco donde te hartas de comer —comenta Robert.

—A saber dónde me llevas… —ríe Lidia.

Los dos jóvenes cruzan un par de calles y entran en un restaurante de comida rápida. El lugar está decorado con pinturas de carteles de cine y tiene una iluminación anaranjada, con paredes de ese color. Para la satisfacción de Lidia, Robert tenía razón… la comida es deliciosa y bastante barata. El restaurante no es muy grande, pero aun así está lleno de jóvenes parloteando y comiendo.

—¿Por qué no vamos esta tarde a ver a tu hermana? —pregunta el chico, comiendo de su plato combinado—. Tenemos la tarde libre, ¿no?

—Apenas te conozco… y hace años que no la veo. —Lidia da un trago a su refresco y se pone el pelo tras la oreja.

—Bueno, tienes razón… queda muy precipitado… —reflexiona Robert—. Quizás otro día.

—Haré lo que pueda… aunque no menciones que nos acabamos de conocer.

—¿En serio? ¿Tantas ganas tienes de ser una creyente? —bromea el chico.

—Sí… —Lidia se pone seria—. Desde que mi novio murió…siempre he querido saber si existe el más allá…

—Vaya… —Robert deja los cubiertos sobre la mesa—. Lo siento… Yo… —apesadumbrado intenta buscar las palabras adecuadas, pero detiene su charla cuando Lidia comienza a reír.

—Era una broma —se carcajea ella.

—Eres mala… —ríe Robert avergonzado—. Me lo he creído y me he sentido súper mal.

—¡Lo siento! —sigue riendo Lidia—. Si hubieras visto la cara que has puesto…

—De acuerdo —concluye Robert—. Esto ya es un reto, te convertiré en una creyente y ya no reirás tanto…

—Vale… —Lidia sigue comiendo despreocupada—. Me estaba preguntando… ¿Vas a hacer una carrera de letras solo por querer contentar a tu padre?

—No es solo eso —Robert reflexiona un momento—. Si conocieras a mi padre lo entenderías.

Lidia juguetea con la servilleta de papel.

—¿Por qué dices eso?

—Yo… —suspira Robert, serio—. Prefiero cambiar de tema si no te importa.

—Lo siento… —la joven considera que se ha metido en una riña familiar y prefiere abandonar el tema—. Realmente… esto está muy bueno.

—¿Qué dices? —ríe Robert—. Si ni siquiera has probado las salchichas.

—Es que tanta carne no me va mucho… —confiesa la joven.

—¿Cómo puedes aguantar solo comiendo verdura?

—Yo podría comentarte lo mismo, pero con la carne —sonríe Lidia y Robert la acompaña.

—Vegetariana y escéptica, ¿eh?

—No soy del todo vegetariana.

—Si no has probado el colesterol del malo no has vivido —bromea Robert.

Los dos jóvenes terminan de comer entre risas, pasando una velada agradable y familiar. El día llega a su fin antes de lo esperado. Ambos deben separarse momentáneamente y Lidia regresa a su casa canturreando. Algo está sucediendo con ese chico… algo que Lidia se niega a admitir…

2

El día amanece lluvioso y todas las personas que van por la calle llevan paraguas o corren hasta encontrar un lugar donde refugiarse. Lidia se dirige hacia el campus, a su primer día de clase y no consigue estar concentrada en lo que considera importante. Robert no sale de su cabeza y se siente avergonzada, ya que nunca le había sucedido nada como eso. «No puede ser que me guste… apenas lo conozco…» piensa ella. Después de todo, nunca le ha gustado ningún chico y cuando era pequeña se juró que nunca le pasaría. Cuando se da cuenta, se ha descubierto de su paraguas y siente el agua caer por encima suya. Rápidamente se refugia de nuevo y se pone la capucha de su chaqueta azul impermeable.

—Maldita sea… —refunfuña mientras camina bajo la lluvia y frustrada piensa en la tarde anterior. Cuando marcó el teléfono de Teresa, sin saber muy bien por qué lo estaba haciendo, y pidió hora con ella para que le echara las cartas. «Maldita sea… No tengo nada de ganas de ir a casa de mi hermana».

En un abrir y cerrar de ojos, llega al edificio del campus y allí aparece Robert, apoyado en la pared, aguardándola en la puerta.

—Ey, buenos días —saluda él con una sonrisa.

—¿Me estabas esperando? —pregunta Lidia aturdida.

—¿Qué tal? ¿Alguna experiencia fantasmal? —ríe el joven.

—No, ni pizca…— responde Lidia plegando el paraguas.

—Vaya… —se lamenta Robert abriendo la puerta—. ¿Entramos?

—Claro… —Lidia traga saliva.

—Te noto nerviosa —comenta Robert, mientras se dirigen al aula.

—Para nada.

—Ya… —se carcajea éste.

En seguida entra el profesor en la sala y los alumnos deben sentarse en sus mesas.

—Veo que muchos habéis conseguido entrar en esta carrera… Os felicito —dice el mismo hombre que les hizo el examen de acceso—. Pero ya os advierto que no es fácil… soy Adolfo, vuestro profesor de lengua clásica —explica mientras escribe en la pizarra.

Todos atienden al programa de clase que expone el hombre. No parece muy difícil para Lidia, pero muchos otros resoplan apurados. En las siguientes horas, escuchan al resto de profesores hacer sus distintas presentaciones y explicar el programa de estudios. Cuando las clases terminan, Robert se dirige hacia la mesa de Lidia y se apoya en ésta.

—¿Animada?

—Mucho… —sonríe Lidia.

—Pues a mí me ha dado un bajón… —ríe el chico.

—A mí me parece fácil.

—Eres una empollona, ¿no?

—Mis padres te dirían que sí —responde Lidia—. Por cierto, he pedido hora para ver a mi hermana esta tarde.

—¿Has pedido hora? ¿Qué es un médico? —bromea el chico.

—Esta tarde me vais a hacer vuestra demostración de que los fantasmas existen.

—Por eso estás nerviosa, ¿no?

—Ni hablar —protesta Lidia—. No te hagas ilusiones.

—¿A qué hora? —pregunta Robert distraído.

—A las seis en la puerta del campus. Yo te acompañaré hasta su casa y ya invocáis a la lluvia o lo que queráis —se mofa Lidia.

—No te burles de nosotros, verás cómo cambias de opinión… —comenta Robert—. ¿Te vas a comer a tu casa?

—Sí —dice Lidia abrochándose la chaqueta.

—Vale… —suspira el joven—. Nos vemos esta tarde, ¿eh? No te eches atrás —acusa Robert.

—No te eches tú —sonríe ella picarona.

Robert se marcha y Lidia emprende el camino hacia su casa, preguntándose cómo se ha dejado convencer para hacer algo así. No tiene nada de ganas de experimentar con los fantasmas o lo que sean, pero ya se ha comprometido. No puede echarse atrás o Robert pensará que tiene miedo…

Por la tarde, llega el momento en que tienen que ir a casa de la hermana de Lidia. Robert está nervioso y Lidia, en parte, también, pero porque hace mucho tiempo que no ve a Teresa y le parece que se precipita a un abismo del que nunca podrá volver a salir. Su hermana es unos años más mayor que ella y por lo que sabe, se ha convertido en una mujer excéntrica. Aunque desconoce si en mayor medida de lo que recuerda de cuando era niña. Por aquel entonces caminaba a menudo descalza calle abajo e incluso a veces llevaba ropa hecha girones.

A Lidia le asaltan recuerdos de cuando Teresa le contaba historias de terror y pasaba las noches en vela. El pavor no la dejaba dormir y al día siguiente no rendía bien en clase. Aunque en el fondo agradece que su hermana la haya endurecido esos años de su vida y ahora ya no sienta miedo. No quiere ser la típica colegiala tonta, asustada por un fantasma patético que ni siquiera existe.

La calle donde vive Teresa es ancha y hay un edificio alto de ladrillos, con muchos balcones y ventanas. Lidia hace memoria del piso donde vive su hermana y llama al timbre. Un pequeño crujido indica que han descolgado el telefonillo.

—Soy yo… —suspira Lidia.

—Vale… —susurra una voz inquietante desde el altavoz.

La puerta se abre y ambos entran en la portería. Es una estancia completamente normal, lo cual sorprende a Robert, que esperaba algo más tétrico. Las escaleras de caracol parecen interminables. Por suerte para ellos, en su día, los vecinos hicieron una derrama para instalar un ascensor. Los dos suben al elevador y Robert se mueve de aquí para allá preso de sus propios nervios.

—¿Ahora eres tú el que está nervioso? —pregunta Lidia.

—No… —musita Robert—. Bueno un poco…

Cuando llegan al piso, les recibe en el rellano una mujer con un vestido en tonos grises y negros y con la cara cubierta por un velo oscuro de encaje. Robert la mira de arriba abajo y se amilana cuando ésta le devuelve la mirada. Unos ojos que parecen escarbar en lo profundo de su alma lo miran fijamente y hacen que el chico se sienta aún más alterado.

—Bienvenidos —dice Teresa, agitando su faldón a modo de recibimiento.

—Hola Tere —saluda Lidia un poco avergonzada del aspecto de su hermana—. Cuanto tiempo…

—Bastante —responde Teresa con voz algo siniestra—. ¿Quién es este?

—Un amigo —señala Lidia—. Se llama Robert.

—Un placer —dice la hermana de Lidia, apartándose el velo de la cara y dejando ver su rostro completamente maquillado, con sombra de ojos muy negra y labios marrones—. Pasad…

Lo que afuera tenía un aspecto luminoso y completamente corriente, dentro del piso cambia enteramente a una oscuridad escalofriante. Los dos entran en el inquietante lugar, sin poder evitar sentirse intimidados por una sensación opresora. Robert mira al suelo y observa como Teresa camina descalza a pesar del frío. El lugar está lleno de cosas a las que el joven no encuentra explicación y que recordará siempre que cierre los ojos a partir de ahora.

Una muñeca medio calva y ajada, clavada en la pared con agujas de tejer atravesándola, es el adorno principal de la habitación. Los jóvenes al entrar se fijan en la inquietante muñeca y la miran sin perderla de vista, como si en cualquier momento pudiera comenzar a moverse y retorcerse en los metales que la mantienen sujeta. Parece que su pelo haya sido arrancado de forma deliberada y pueden distinguirse en la cabeza los pequeños agujeros donde iba insertado. La piel de plástico está manchada y oscurecida por pequeñas abrasiones y roces. Lidia tiene un nudo en la garganta y necesita tragar saliva para mirar a su alrededor. Hay muchas estanterías con alambres y metales sobresaliendo. Encima de éstas se encuentran otros estantes con viejos libros y más cosas misteriosas. Robert distingue entre ellas unos botes transparentes, con algo que parece orgánico flotando en líquido verde. Entre demás objetos, divisa cráneos y ojos, piedras, cuchillos, cajas de madera... Las paredes son de un tono morado oscuro y los muebles negros como la noche. Una mesa redonda se encuentra en medio de la sala, con unas sillas alrededor, invitándolos a sentarse. Los dos jóvenes miran a su alrededor boquiabiertos.

—Bueno… —murmura Teresa—. ¿En qué os puedo ayudar?

—¿Le tienes manía a los muñecos? —bromea Robert, intentando quitar hierro al asunto, pero la insólita mujer no responde.

—Ehm… queremos… —comienza a decir Lidia nerviosa.

—Que nos eches las cartas —indica Robert con rapidez y Teresa los mira desconfiada.

—Eso… —confirma la joven Lidia.

—Tú nunca te has creído una palabra —comenta Teresa de forma despectiva.

—Bueno… siempre hay una primera vez, ¿no? —dice Lidia, intentando destensar el ambiente.

—Sentaos —indica Teresa señalando las sillas vacías.

Los chicos se sientan alrededor de la mesa redonda, donde en el medio hay una cajita de madera con símbolos tallados. Teresa la abre y saca una baraja de naipes misteriosos. Ésta se quita el velo de la cabeza y descubre su pelo teñido de blanco con mechones rojos.

—¿Qué queréis saber? —pregunta con rigidez en la voz.

—Pues… en general… no sé… —dice Lidia intentando improvisar.

Teresa baraja las cartas con habilidad y empieza a ponerlas una a una sobre la mesa. En primer lugar aparece la carta de «El loco» invertida, que refleja la inseguridad y la indecisión. En segundo lugar; cartas de copas y espadas, acompañadas del arcano «Los amantes». Teresa se detiene un momento y mira a los dos jóvenes sin decir nada. En tercer lugar «El carro» boca abajo, que muestra imposibilidad para vencer tus miedos.

—¿Qué sale? —pregunta Lidia al observar el rostro impasible de su hermana.

Ésta no responde nada y saca de la baraja la siguiente carta, «La muerte» invertida.

—Veo indecisión… —musita Teresa—. Una lucha contra algo que es inevitable.

La mujer recoge las cartas y vuelve a barajarlas, haciendo una segunda tirada. En primer lugar se muestra el arcano de «La rueda de la fortuna» invertida, indica eventos inesperados. Después «La torre», cambios inesperados.

—Algo va a cambiar en tu vida… —dice Teresa—. Me lo indican una y otra vez ¿Qué queréis saber exactamente? —comenta al darse cuenta de que su hermana ya no le presta atención.

—¿Puedes adivinar algo extraordinario? —pregunta Lidia—. Como… ¿El día de mi muerte?

—¿Qué dices? —exclama Robert apurado.

Teresa lanza una mirada demoledora a su hermana Lidia y después tira la siguiente carta, «La muerte» al derecho y otras dos del palo de espadas.

—No… —Teresa para su atención en la carta de «La muerte». No suele presagiar nada malo por ella misma, pero con el conjunto de cartas de la tirada siente un profundo escalofrío.

—Vale… hemos venido por otro motivo… queríamos hacer la ouija —dice Lidia ante un desconfiado Robert.

—¿La ouija? —pregunta Teresa mirándolos sorprendida—. Al hacerse la ouija se abren puertas que no deberían abrirse. ¿Estáis seguros de eso?

—No estamos seguros del todo —confiesa Robert apurado.

Teresa lo mira confundida, con ese maquillaje que acentúa su cara.

—No digas eso, ahora que ya me habías convencido —murmura Lidia—. Queremos saber si existe la otra vida.

—¿En serio no tienes miedo? —pregunta Robert frenético.

—No… ¿Y tú?

—¿Qué tipo de puertas se abren? —cuestiona Robert prudente.

—El más allá y otras dimensiones de tiempo y del espacio —explica Teresa—. Puede que conteste alguien que no esperáis o que algo mire dentro de vosotros. Una advertencia; cuando uno de ellos te ve, lo hacen todos.

—Vale tu ganas… dejémoslo aquí… —Robert se levanta de la silla rápidamente—. ¿Vale?

—¿Dejémoslo aquí? Eres un cobarde —se queja Lidia, sorprendida de ver la reacción del chico.

Teresa los mira confundida, mientras recoge la baraja de cartas.

—Vale, vale… hagámoslo… —sugiere Robert, sentándose de nuevo e intentando disimular su miedo.

—No sabía que eras un miedica —comenta Lidia inquisidora.

—¡No! —exclama Robert—. Es que yo… —el joven intenta buscar una buena excusa.

—Esperadme aquí —Teresa se levanta y coge un tablero de madera del fondo de la estancia. Lo coloca en la mesa y se ve claramente que se trata de un tablero de ouija.

—¿Con quién hablamos? ¿Con Elvis o algo de eso? —se mofa Lidia.

—No deberías tomártelo a risa… —balbucea Robert.

—Poned los dedos sobre el puntero —sugiere Teresa, colocando sus manos en éste.

Los dos jóvenes hacen lo mismo y permanecen en silencio. La tensión se siente en el ambiente cuando los tres esperan una respuesta inminente.

—¿Hay alguien ahí? Alguien que quiera hablar con nosotros… —susurra Teresa.

No sucede nada en absoluto.

—Vaya timo —ríe Lidia.

—Es la primera vez que me pasa… —se excusa Teresa.

—Ah… claro —se burla Lidia—. Muchas gracias por tus servicios.

—Bueno si no sale, no sale —comenta Robert.

—Ya, ya… gracias Tere por esta velada tan encantadora —dice Lidia levantándose.

—¿Ahora sales huyendo? —pregunta Robert desconcertado.

—Ya nos vemos hermanita —Lidia abre la puerta y solo le falta salir corriendo, dejando a Teresa a mitad de contestar.

—Se respira amor fraternal —comenta Robert yendo tras ella.

—Ya hemos hecho lo que tú querías, ¿no? No has conseguido demostrarme nada —dice Lidia fulminante.

—No hemos estado ni diez minutos… —se queja Robert—. No ha dado tiempo a nada…

Lidia intenta alejarse de él, pero Robert la sigue de cerca.

—¿Piensas seguirme? —pregunta Lidia molesta.

—¿Por qué has huido?

—No he huido —Lidia se detiene de golpe.

—Pues te ha faltado salir corriendo.

—¿No has tenido bastante? —pregunta la joven enfadada.

—Pero, ¿qué te pasa? —dice Robert aturdido.

—No me pasa nada…

—Tú tienes miedo —le recrimina el joven.

—No tengo miedo.

—Entonces, ¿por qué sales huyendo?

Lidia se queda mirando al vacío por un momento, sin encontrar una respuesta.

—No lo sé… ¿contento? —responde la chica a punto de llorar.

—Ey tranquila. No quería causarte problemas.

—Estoy bien… Supongo que no tengo buenos recuerdos con estas cosas…

—¿A qué te refieres? —pregunta Robert acercándose a ella.

—Está bien… me da miedo ¿vale? —confiesa Lidia ante un satisfecho, pero preocupado Robert—. Pero no de la manera que tú crees, no creo una palabra…

—¿Y qué es lo que te da miedo exactamente? —pregunta Robert extrañado.

—Mi hermana… —responde Lidia seria—. No sé de lo que puede ser capaz…

—¿Qué quieres decir?

—Da igual… no lo entenderías… —concluye la joven—. Ya nos vemos mañana…

Lidia se despide sin dar más explicaciones y corre en dirección a su casa, incluso más incrédula que antes. Robert se queda mirando a la joven alejarse como alma que lleva el diablo. El chico camina y busca donde ha dejado aparcado su coche. Se siente decepcionado con la experiencia. No. Decepcionado no es la palabra exacta… Reconoce que se ha asustado y que tal vez haya sido mejor para todos que nada haya respondido a la pregunta de Teresa.

Lidia se apresura y entra en su casa. Saluda a sus padres y va rápidamente a su habitación a ponerse ropa cómoda. Cuando termina vuelve al salón a cenar junto a sus progenitores.

—He ido a ver a Teresa —comenta sentándose a la mesa.

—¿Si? ¿Cómo está? —pregunta Víctor.

—Igual de loca que siempre —contesta Lidia cortante.

—No digas eso de tu hermana —comenta su madre, sentándose también—. Es un poco rara pero no está loca.

—Lo siento… no quería decir eso… —se disculpa Lidia, temiendo que su madre se haya molestado.

—¿Habéis hablado? ¿Qué es de su vida? —pregunta Víctor.

—No, he estado muy poco —dice Lidia—. No hemos hablado mucho, he ido a que me echara las cartas.

Sus padres la miran sorprendidos.

—¿Tú? —dice su madre.

—Ha sido una forma de volver a verla… —explica Lidia apurada.

—¿Y qué tal te ha salido la tirada de cartas? —cuestiona Víctor.

—Todo muy bien, gracias —responde la chica.

Los tres continúan cenando mientras miran la televisión, sin tener mucha conversación. Cuando terminan, Lidia va de nuevo a su habitación. Enciende su ordenador portátil y navega un poco por internet. La chica escribe la palabra «espíritu» y salen varias páginas webs y fotografías. Casi en su totalidad, aparecen dibujos de palomas blancas o seres de luz.

«Qué tontería…» piensa Lidia apagando el aparato. La joven se tumba en su cama y se tapa con sus sábanas estampadas. Ha sido un largo día, que contra antes termine mejor…

Era un día normal para Lidia. Acababa de llegar del colegio y nada más entrar en casa divisó a su hermana mayor, asomada desde la puerta de la habitación que ambas compartían. Lidia era ya una adolescente, pero nunca tenía en la cabeza las mismas ideas que las demás jóvenes de su edad. Las otras chicas pensaban en moda, en chicos… Ella solo podía pensar en lo que su hermana le mostró aquel día y le causaba pesadillas desde entonces.

Teresa la saludó con la mano y le hizo un gesto para que se acercara. Lidia se aproximó obediente hasta donde se encontraba su hermana mayor.

—Hola Lidia, he cogido las tenacillas del pelo —dijo Teresa con una voz aviesamente dulce.

—Ah, bueno… —respondió Lidia, sin comprender a que venía eso.

—Entra en la habitación un momento y te las doy.

Su hermana pequeña fue con ella y penetró en el cuarto. Conociendo a Teresa, Lidia no creía que se tratara solo de las tenacillas del pelo. Nerviosa porque desconocía las verdaderas intenciones de su hermana, se acercó titubeando.

—¿Qué pasa? —preguntó Lidia.

—Mira lo que me he comprado… —la joven sacó una tabla de ouija de debajo de su cama—. ¿Quieres jugar conmigo?

Lidia experimentó un golpe nervioso en la boca del estómago y miró con horror como Teresa ponía la tabla en el suelo.

—No… —dijo Lidia con los nervios a flor de piel.

—¿Por qué no? Es divertido —comentó Teresa.

—No quiero hablar con Manuel… —dijo Lidia, esperando que aquello tuviera truco.

—Con Manuel no, pero, ¿y con cualquier otro?

—Con nadie… —contestó Lidia casi llorando.

—Eres una cobardica —comentó Teresa, guardando la tabla de nuevo—. Bueno, voy a vestirme y me largo.

—¿A dónde vas? —peguntó Lidia curiosa.

—A cualquier sitio, ¿me ayudas a elegir la ropa? —dijo Teresa hurgando en el armario—. Necesito una camiseta que vaya a juego con mi forma de respirar.

Lidia la miró confusa, «¿Algo a juego con su forma de respirar? ¿Qué quiere decir eso?».

—¿Qué tal esta? —Teresa coge una camiseta negra en la que pone GAME OVER.

—No lo sé —susurró Lidia miedosa.

—Quizás debería ponerme una minifalda y llenarme las piernas de cortes —Teresa cogió unas tijeras y las acercó a sus piernas desnudas.

—¡Tere! —exclamó Lidia aterrorizada.

—No seas tan tonta —dijo Teresa sin parar de reír—. Te lo crees todo.

Lidia respiraba entrecortadamente. Nunca sabía cuándo su hermana hablaba en serio y cuando no…

Lidia interrumpe su recuerdo e intenta conciliar el sueño. Deja la mente en blanco y respira hondo, poniendo a un lado los pensamientos turbadores. Aunque no consigue quitarse de la cabeza esa sala morada y el profundo miedo que le produjo. A la chica se le van cerrando los ojos del cansancio y poco a poco su mente va a otro lugar…

De repente, Lidia se encuentra en un cuarto que le causa una horrorosa inquietud. Hay una muñeca medio calva clavada en la pared y objetos metálicos que sobresalen de las estanterías. En ese momento cae en la cuenta, ese lugar no es desconocido… Lo ha visto antes. Es el salón de Teresa, pero sin embargo tiene algo distinto. Los ojos que hay en la estantería parece que han cobrado vida propia y se giran mirando a su alrededor. Los cráneos que adornan la sala se ven más terroríficos que antes, abriendo y cerrando sus bocas huesudas… Los objetos parecen querer saltar de los estantes y lo que hay dentro de los botes pretende salir de su confinamiento.

Se escucha un murmullo en el ambiente y un sonido atronador hace que la joven se sienta espantada. La muñeca de la pared parece moverse e intentar desclavarse de las agujas de tejer. Pero cuando la mira bien permanece quieta, como si nada sucediese. La joven se frota los ojos y camina por la sala, echando un vistazo a su alrededor. Hay una mesa redonda en medio del cuarto y sobre ella un tablero de ouija. Lidia se acerca a tocarlo, inducida por un deseo inconsciente, y nada más pone sus dedos en el puntero, la muñeca gira la cabeza al instante. El juguete, inanimado hasta ahora, no para de mirarla. Un escalofrío recorre el cuerpo de la chica al ver al ser de plástico con la mirada fija en ella. Sin embargo, Lidia desafiante, coge el puntero de madera y al hacerlo todas las luces se apagan de golpe.

No puede ver nada, está perdida en un espacio negro, profundo como la garganta de un lobo. Solo escucha de pronto que algo cae al suelo. Algo que no genera un gran estropicio. La joven respira entrecortadamente y percibe como eso camina con pequeños pasos, aproximándose a ella.

«¡No puede ser cierto! ¡Estoy soñando! ¡No puede ser cierto!».

Lidia está más ansiosa a medida que el pequeño ser se acerca.

«¡Lidia despierta!».

Un pequeño paso tras otro. Ya casi lo tiene junto a la altura de sus piernas…

«¡No!».

De repente, un ruido fuerte la sobresalta y la hace volver al mundo real. Está a salvo en su cama y lo que está sonando es el despertador. Nunca había tenido una pesadilla así y su corazón aún late rápido…

«¡Qué tontería!» piensa Lidia, intentando todavía serenarse. Todo le indica imaginar que su hermana ha sido la causante de su pesadilla.

«No sé cómo lo ha hecho, pero está intentando asustarme».

La chica se levanta de la cama y va al cuarto de baño a lavarse la cara y mirarse en el espejo. De repente, una sensación de miedo la invade cuando le parece ver que algo se mueve detrás de ella. Lidia se gira rápido y comprueba que no hay absolutamente nada en la oscuridad, pero el susto que tiene en el cuerpo ya no consigue apaciguarse. Respirando rápidamente y con los latidos de su corazón disparados, vuelve a su cuarto a vestirse para ir a clase. Enciende todas las luces que se encuentra por el camino, para asegurarse de que está sola.

«Tonta… pareces una niña pequeña actuando así… No existen los monstruos, ni los fantasmas, ni el hombre del saco, ni las muñecas que caminan solas…».

El día aún está oscuro y sus padres todavía duermen. Lidia sale de casa en mitad de un paisaje nocturno. Solo andan por la calle las pocas personas que entran temprano a trabajar o estudiantes como ella. Siente un poco de frío y se abrocha la chaqueta antes de continuar el camino. Parece que ya está a salvo, no hay nada que la persiga ni que la amenace. Cuando llega a su destino, en medio de la oscuridad puede ver a alguien conocido que la espera delante del campus, es Robert. Lidia se alegra realmente de volver a verlo.

—Hola Pequeña… —saluda amigable el chico.

—Te ruego que no me llames así —dice Lidia cortante.

—Vaya humor esta mañana.

—Lo siento… —se disculpa la joven—. He tenido una pesadilla y aún estoy alterada.

—¿Una pesadilla? —pregunta Robert—. ¿Acaso ya te has convertido en una creyente?

—No… —dice Lidia molesta—. No tiene nada que ver con eso.

Robert ríe al observar cómo Lidia intenta convencerlo de que no está asustada y que todo va bien.

—Pues a mí lo único que me acojona es el profesor de lengua clásica si llegamos tarde. —anuncia el chico.

Lidia se sobresalta y se mira el reloj de pulsera.

—Mierda… Vamos, que no llegamos…