Liquidación de existencias: sobre la imposibilidad de rebelarnos - Jorge de los Santos - E-Book

Liquidación de existencias: sobre la imposibilidad de rebelarnos E-Book

Jorge de los Santos

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Beschreibung

Cuando ya no hay forma de extinguir las llamas, ¿qué hacer cuando todo arde? «Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su labor quizá es más grande. Consiste en evitar que el mundo se deshaga». Es el 10 de diciembre de 1957 y Albert Camus lo enuncia en su discurso de aceptación del Premio Nobel. En las páginas de este libro Jorge de los Santos aborda otra constatación: las generaciones posteriores saben que no lograrán evitar que el mundo se deshaga, pero que su labor es aún si cabe más grande. Consiste en intentar lograr que el mundo se deshaga con dignidad. Intentando demostrar cómo hemos dejado ya de ser sujetos de la historia, que lo que pasa, pasa por nosotros, pero no bajo nuestro dominio, o que cualquier rebelión puede ser tomada por nosotros pero no se engendrará en nosotros, el autor plantea la imposibilidad que tenemos de generar una fuerza que altere un orden que se hace cada vez más fuerte. La conclusión es inquietante. Negado el futuro solo nos queda la ventura. No hay posibilidad alguna de rebelión, sólo la constatación de su imposibilidad. No hay ya dominio ni medios de reconstrucción. Una conclusión en ningún caso apática o derrotista que apele a la indiferencia o a la negación frente a lo ineludible, sino que anticipa la ingente tarea que se anunciaba al principio: «irse despidiendo», pero aun sabiendo que nuestro receptor es la nada, hacerlo con la dignidad del que debe entregar un legado al porvenir. Un libro, por su agudeza y contundencia, llamado a ser una demostración de lo que ya hemos perdido pero que hay que tratarlo como si aún lo sostuviéramos. Un libro demoledor que hace del arte de la demolición una exhibición de lo que los humanos fuimos capaces de construir.

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LIQUIDACIÓN DE EXISTENCIAS: SOBRE LA IMPOSIBILIDAD DE REBELARNOS

JORGE DE LOS SANTOS

CONEXIONES

Créditos

Colección ConeXiones

Título original:Liquidación de existencias: sobre la imposibilidad de rebelarnos

© Jorge de los Santos, 2022

© De esta edición: Pensódromo SL, 2022

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions.

Diseño de cubierta: Pensódromo

Imagen de portada:Del perder la cabeza a los afectos de la presión Escultura de Jorge de los Santos

Editor: Henry Odell

e–mail: [email protected]

ISBN print: 978-84-125932-3-5

ISBN ebook: 978-84-126731-3-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Índice

Intenciones a la manera de prefacio (cuando Doña Engracia me pregunta de qué va la cosa)PARTE UNA: INTRODUCCIÓN DEL EPÍLOGOLos primeros pasosQuince territorios para una crónica del animal que estorbaAmar a tiempoLa ayuda y su pervertirseLa soledadEl «animal de las mejillas rojas»La belleza instrumentalEl ruido de la felicidad al partirLa conflictividad del conflictoEl puritanismo sin ambigüedadesEl lenguaje y su problemático enigmaPrecarios precarizadosIdiota¿De qué se ríe?El inventor del ruidoLa abstracción de las cosasAcelerandoPARTE DOS: EPÍLOGO A MODO DE INTRODUCCIÓNUna introducción a la inercia: el Santo Dionisio y la caja de Marvin MinskyPrimera parte: de darse la inercia y de lo que pudiera componerlaSegunda parte: modo de tropezar con la inercia (dos hipótesis)Una introducción a la fenomenología de la agonía: Johnny, la distracción y el ApocalipsisUna introducción a la liquidación de existencias: la extraña locura de Miguel Páramo y el desconcierto de UlisesAcerca del autor

A aquellos, muertos y vivos, que se dejaron querer.

Después, a la perplejidad.

Intenciones a la manera de prefacio (cuando Doña Engracia me pregunta de qué va la cosa)

Rebelarse es la voluntad de alterar un orden inercial. Provocar un acontecimiento. Generar, a la manera que lo explicara Kant, una nueva dotación de sentido. Implica, por lo tanto, lo volitivo, la posibilidad y la necesidad de una voluntad capaz de generar la suficiente fuerza que altere o modifique la inercia. No hay rebelión sin voluntad de rebelión. Voluntad que se enraíza, primero, en la autonomía, lo susceptible de rebelarse no puede ser completamente dependiente de lo que pretende rebelarse; segundo en el proyecto, lo volitivo siempre implica proyecto en cuanto dinámica de actuación; y tercero, en el sentido, debe explicarse lo que pretende, las aspiraciones del proyecto. La inercia del sueño de esta mañana es enfrentada por la volitiva fuerza de querer levantarse. La ducha o el café como recursos de acción para alterar el sueño están guiados por esa voluntad de no seguir durmiendo. El sujeto está prendido por el sueño, pero no sometido por completo a él; tiene en su mano realizar el esfuerzo de despertar, tiene autonomía. El proyecto que fortalece la voluntad es escribir unas líneas, el sentido del proyecto es el intentar clarificar los propósitos de un texto. Se rebela contra la inercia del sueño que le impone el seguir durmiendo. El sujeto se ha levantado, quizá esta noche pueda pasarla en blanco si el proyecto y el sentido lo requieren, si su voluntad se mantiene firme. Contra lo que nunca podrá rebelarse es contra la inercia del tener que dormir. Por más que se esfuerce, por más que se duche o tome café. Un sujeto humano que consiguiera eso perdería, antes que el sueño, su condición de sujeto y de humano. Sería otra cosa. Sobre la necesidad de dormir no tiene autonomía, forma parte de su propiedad por más que cada mañana se rebele contra ella.

Basta con que esta mañana, al intentar vencer la inercia del sueño, no hayamos desayunado setas alucinógenas o nos hayamos leído de un tirón algún manual de autoayuda motivacional para saber algo. Para saberlo con completa seguridad. El mundo es ahora un lugar bárbaro, cruel, estúpido e insultantemente hortera. Y lo es, eso nos dicen sin cesar, por culpa nuestra. Por nuestra desidia, por nuestra pereza, por preferir la inercia del sueño. Exige una rebelión contra el orden de cosas que lo ha llevado hasta donde está. Se nos exige a diario. Nosotros somos lo celadores y los cuidadores de lo «universal», se nos viene diciendo de antaño, nosotros somos hasta capaces de generar una nueva era geológica a la que ponemos por nombre, en un alarde del venirnos arriba, del «Antropoceno». Esto presupone que lo que lleva el mundo donde está es algo que surge exclusivamente de nosotros, externo al propio operar del mundo, algo propio de nuestro ingenio tecnológico y bajo nuestro exclusivo dominio. No concebimos la posibilidad de que seamos un simple medio para transformarse o extinguirse de aquello de donde todo, también nosotros y con nosotros nuestra tecnología, emerge al ser. El nuestro es un mundo inmundo no porque esté más poblado de mala gente de lo que estuviera antes (que también) sino porque tiene infinitamente menos sentido del que tuviera nunca. Un hábitat tan sanguinario e incomprensible que hasta los que despotricamos de él no podemos dejar de ser sanguinarios e incomprensibles en nuestro despotricar. Los tres planos de la existencia: «natura», «mundo» y «sujeto humano», viven la extinción propia del «todo quemado». Del holocausto.

Vivimos, temerosamente fascinados y gozosamente culpables, la sintomatología terminal de una enfermedad degenerativa que ya nos anunciaron aquellos a los que nunca quisimos escuchar. Los que vieron venir la universalidad del «irse despidiendo». A Nietzsche se le suele atribuir el primer espanto del descubrimiento de la patología y de su aterradora, creciente e implacable magnitud. Al Hölderlin de Heidegger y a su implacable «los dioses han huido» la consecuencia mórbida de pretender poner en fuga lo indisponible por pretender disponer de todo. Y eso produce su opuesto; el incremento exponencial que hoy vivimos de lo indisponible, del caos, de lo no sujeto a control o voluntad. La extinción tuvo ya, mucho tiempo atrás, diagnóstico. A partir de ahí solo quedaba afrontarla; cambiar las cosas. Pero eso no sucedió. Casi a la vez que se detecta en los tiempos contemporáneos la enfermedad se detecta algo inquietante. Ricœur lo llamó «pensamiento de la sospecha». Se detectó (aunque los gurús del «si quieres puedes» no hayan todavía llegado a ese capítulo) que no por querer hacer o cambiar algo estamos en disposición de hacerlo. Un sustrato del ser no ordenado por un orden racional sino por una irracional composición fuera de nuestro alcance y medida (Nietzsche), un sustrato inconsciente del yo mismo atravesado de pulsiones, contradicciones y eróticas fugas sobre el que no tenemos más dominio que la vaga posibilidad de defendernos (Freud) o unas estructuras de poder, producción y demás que nos trascienden y nos determinan (Marx). Así las cosas, ya no es el sueño de esta mañana el que hay que vencer, ni siquiera el indisponible tener que dormir sino que habría que rebelarse contra la inercia de la propia muerte. La filosofía, en su actitud, no ha podido quitarse el agorero diagnóstico de la cabeza. Es algo asumido, algo desde lo que partir para cuestionar sin negarlo, algo que «tratar». La filosofía contemporánea pivota, en gran medida, desde la ontología hasta la filosofía política o la crítica cultural, sobre ese núcleo duro de la enfermedad que hizo de una devastadora inercia nuestro destino. Analiza el gran problema y busca remedio. Los análisis y las propuestas son ingentes. Hasta el propio Nietzsche en un breve momento de la temible euforia en la melancolía creyó haber encontrado el pharmakón que pusiera fin a lo inevitable. Lo llamó Übermensch y hasta le creó algún profeta que anunciara su buena nueva: Zaratustra. Un emergente sujeto sustentado donde no había sujeción ninguna.

Pero el acontecimiento no llega; llega Trump, vuelve Jack el Destripador, sobrevive Mickey Mouse y se anticipa HALF 9000, pero el «superhombre» no da señales de vida, no parece animarse. La «teoría crítica» insiste en no dejar de ver el gran asunto. Estructura y aísla una de las fuerzas de esa espantosa inercia de exterminio; la razón instrumental. La hermenéutica con Gadamer y Vattimo buscan hallarle remedio (también lo hacen sus opositores) y hasta los más novísimos planteamientos, desde el «realismo especulativo» de Meillassoux, al «nuevo realismo» de Ferraris o Markus Gabriel, pasando por conceptos como el de «resonancia» de Hartmut Rosa, pretenden afrontar lo irreparable. Todos presuponen algo, que en caso de no suponerlo anularía cualquier propósito; todavía podemos hacer algo. Todavía está en nuestra mano, todavía podemos cambiar, todavía podemos generar la fuerza que altere la inercia, todavía podemos rebelarnos. De múltiples formas encierran ese algo de las antiguas filosofía morales (esas que surgen cuando algo se acaba) que daban por asumido que era un asunto de actitud, de buena voluntad, de tirar de la manta y poner manos a la obra… de ese algo dependiente de nuestra capacidad volitiva. Solo dos nombres dispares de filósofos me vienen a vuela pluma que constatando, más allá incluso de Schopenhauer, lo que hay y lo que de irreparable tiene no intentan reparar nada; la brillante hasta la risotada lucidez de Cioran y el defensor de acabar de una puñetera vez (horca en mano o virginidad en genitales) con la comedia y el bálsamo, Philippe Mainländer. Ellos no esperaron ni el milagro. Ni la avenida del acontecimiento. No es lo común y se entiende; podemos hacer algo porque en caso contrario nada queda ya por decir.

Dos son las imposibilidades que nos permiten ya rebelarnos. La primera es extrínseca, trascendental y que por más que se encarne en nosotros excede nuestro dominio, inutiliza la capacidad volitiva sobre el asunto. Cuando uno está en su automóvil de nada sirve dar un volantazo si este está cayendo por un precipicio. Se trataría de la mencionada inercia que arrancó quizá hace 9000 años con un acontecimiento. A Luís Sáez hay que leerlo. Sabe, y eso lo hace especialmente extraño, encuadrar. Su obra, El ocaso de Occidente, aborda la enfermedad en su actual fase terminal, su siguiente trabajo, Tierra y destino teje una ontología de la inercia. En su análisis, la inercia es un conjunto de tres fuerzas ciegas (ciegas porque no nos obedecen) que serían la razón instrumental, el espíritu de cálculo y el capitalismo. Solo propondré un matiz, bueno, dos. El primero es que el capitalismo es simplemente una «solución», un «engendro», el único que se adapta bien al terreno yermo y vacío de la inercia. Es como un cardo. El capitalismo y sus mutaciones son el «universo del cardo»; ver cardo todo el día, cardo para comer, cardo para soñar. El segundo matiz viene reflejado con mayor amplitud en el último apartado (que debería haber sido el primero) de estas páginas; razón instrumental y espíritu de cálculo forman una misma cuerda muy cercana a aquello que Heidegger llamó «Ge-stell». La avaricia por controlar que no somos capaces de controlar, el ansia por hacer disponible todo lo indisponible. La otra cuerda, en mi opinión, que entreteje la inercia es el nihilismo que ya sobrecogiera a Nietzsche. Una forma particular de estupidez que impide tomar conciencia de que hay algo que se antepone, que trasciende, que es más importante que nuestros intereses o apetencias particulares. Un algo sustentador que necesitamos de fundamento para generar un proyecto y dotarle de sentido y que en cuanto tal permanece no disponible, no sujeto a nuestro capricho, antojo o utilidad. El nihilismo abrumadoramente reinante es el creer, por ejemplo, que se cree firmemente en que hay que salvar a las ballenas cuando en realidad las ballenas importan poco; lo único que pretendo es verme y mostrarme a mí como el que salva ballenas. Por eso hay algo de profundamente idiota, deidios, en el nihilismo. La segunda imposibilidad, derivada de la primera, es la pérdida de la propiedad de nosotros mismos. No somos ya sujetos dispuestos ni habilitados para nada más que no sea jugar a favor de inercia. Pasolini (también él volverá más adelante) hablaba de una «mutación antropológica» derivada de un sujeto dominado exclusivamente por la avidez de sus apetencias en un mercado infinito de consumo. En realidad no opera en nosotros una mutación antropológica sino más bien una «erradicación ontológica». Lo que nos sucede es la pérdida de la propiedad de nosotros mismos. Una nueva forma de darnos al ser (una «vaquerización» se empleará en algún momento) que no es la nuestra. No es que nos estemos «actualizando a los tiempos» como hacen las sucesivas generaciones desde que empezamos a plantar trigo, es que los tiempos ya no son para lo que somos.

¿Le entra sueño, Doña Engracia? ¿No? Pues sigo un momento. Este «dejar de ser» lo ha conseguido la inercia que nos hace, sin que podamos evitar que nos haga, primero a través de una resignificación de los conceptos que nos sustentan. La felicidad, el amor, el éxito, la ayuda, la belleza y otros más, ya no significan lo que significaban cuando todavía estábamos, pese al embate, relativamente estables, porque con su sentido nos podíamos todavía sujetar en pie y hasta planear y realizar rebeliones. Esta parte en la que se abordan lo que ahora entendemos, el sentido que otorgamos a estos conceptos de sustentación, conformará la primera parte de la obra. A partir de ese variar, para hacerlos favorables al movimiento inercial, el significado de significantes capitales se produce un segundo momento; la entronización en las posiciones de «poder» sociales, culturales, económicos o políticos de estructuras psíquicas especialmente hábiles para posibilitar que la inercia no solo no mute sino que además irradie y se potencie porque ellos juegan a favor de la inercia, forman parte ya de la inercia, son inercia pura. Me refiero a psicópatas, narcisistas, megalómanos, perversos, arribistas, embaucadores, victimistas, y en general a un amplísimo espectro de idiotas (la idiotez es una constante inercial) que antes pululaban, pero no alcanzaban con tanta facilidad un posición de relevancia y de influencia. De este apartado, aunque habrá un capítulo sobre el idiota, nos ocuparemos menos; hay estudios en esta misma editorial que aunque con otra finalidad profundizan con excelencia en estas estructuras psíquicas y hay autores, mi especial recomendación por un constantemente brillante José María Álvarez, que pueden clarificarlos con mucha más propiedad.

Si esto no fuera poco hay un elemento más que nos impide la rebelión. No entendemos ya la situación contra la que habría que rebelarse. No entendemos ya el mundo. Ni yo ni usted ni tan siquiera los que sacan insultantes beneficios de él. Ni el Papa de Roma ni aquel catedrático de Harvard ni Elon Musk tienen repajolera idea de lo que es el mundo, de qué proyecto tiene o si siquiera lo tiene (ya no digo de qué proyecto «tenemos» para él… lo del «futuro» es cosa del pasado) o de qué sentido podríamos darle a esa proyección. Pruebe a intentar relatar la ropa que tienen en la lavadora cuando esta centrifuga a 1200 revoluciones por minuto y verá que es imposible; solo apreciará una oscura mancha y además creerá que está parada o que gira al revés. Pruebe también a oír una sonata de Beethoven con un cazo sobre la cabeza cuando alguien lo golpea con una maza. Los canales receptivos se colapsan cuando la abstracción, el ruido y la aceleración generan lo indescifrable.

Así que ya ve, Doña Engracia, no solo no podemos rebelarnos sino que cada vez que lo intentamos lo único que conseguimos es reafirmar dolorosamente nuestra culpabilizada impotencia y potenciar el fatídico orden de cosas. Sí, tiene razón, estamos apañaos. Pero la constatación de esa imposibilidad no es un bajar las manos, un gesto apático o derrotista que siguiera bailándole el agua a la inercia. ¿Qué hacer? Supongo que lo mismo que uno hace aun sabiendo que no solo morirá sino que cada segundo que pasa está más muerto; hacerlo, lo del «muriéndose» y como decía Wilde, «por encima de nuestras posibilidades»…

«¿Cómo puede uno convertirse en vaca?» Emed reflexiona unos instantes.

Según atestigua Farhadi al que se le supone saber qué es un hombre, una vaca y lo que va de uno a otro.Ahora solo queda dar el primer paso.¡Qué extraños son siempre los primeros pasos!

PARTE UNA:INTRODUCCIÓN DEL EPÍLOGO

Los primeros pasos

Un día, el sábado 6 de junio de 1767, en París y a las tres de la tarde, Madame du Deffand le escribe una carta al cuarto conde de Oxford y le explica lo sucedido1. El cardenal de Polignac venía relatándole insistentemente, machaconamente, repetidamente maravillado, la indiscutible santidad de San Dionisio que tras sufrir martirio y ser decapitado, llevó él mismo, andando con paso firme, su cabeza bajo el brazo durante nada más y nada menos que dos leguas. «¡Dos leguas, Madame!», volvía una y otra vez a repetirle. Frente a este suceso, la marquesa no pudo más que responderle: «Ah, monseñor, en estas situaciones, lo que verdaderamente cuesta es el primer paso».

Los primero pasos siempre implican titubeo, caída, inclinación al gateo, desconcierto. Se quiere alcanzar con ellos algo no perfectamente definido (como la santidad) un destino confuso que suele ser el del propio andar o algo prosaicamente inconcreto (redactar unas líneas o alcanzar una idea). Los primeros pasos siempre manifiestan el horror, la fascinación y la dificultad de que algo empieza, de que algo todavía puede empezar. En ese punto donde todavía se puede hacer algo. Un día entre enero y mayo de 1910, Franz Kafka creía que lo que le sucedía a él, y a nadie más, era algo extraño: no conseguía encontrar el inicio. No podía dar el primer paso. En su diario2 dejó escrito:

De hecho, todas las cosas que se me ocurren, no se me ocurren desde su raíz, sino solo desde algún punto situado en su mitad.

Es imposible, desde ese punto de la mitad, dar con el origen, con la raíz, establecer el «érase una vez» que anticipará el «colorín colorado». Kafka, sin inicio, no consigue nada que secuencie, nada progresa porque no hay dominio sobre el origen ni visión del final, nada pasa, no hay nada para «de-partir», nada tiene forma, no hay hacia dónde ir. La narración se encasquilla, entra en el infierno de la mismidad, se aboca a «cosas» que pasan en el interior de ellas mismas, sin causalidades, sin exterioridad, sin subjetividad alguna… sin sentido. Todo está cogido desde algún punto situado en su mitad. Todo es ya el heideggeriano «siempre ya»; por más que comencemos algo, ese algo ha comenzado siempre ya3, se ha autonomizado, ha devenido una «fuerza impersonal»4 que retira cualquier voluntad y capacidad de un «yo», sobre la que ya nada podemos no solo oponerle sino tampoco intervenir, modificar o ni siquiera comprender. En la aceleración que hace que veamos siempre el punto situado en la mitad, el deseo siempre llega tarde, no nos defiende de la pulsión y lo volitivo no nos defiende de la inercia. No podemos en ese punto de su mitad descabezar la inercia ni podemos organizarnos como sujeto. En la estructura de ese punto de atropello situado en su mitad es siempre demasiado tarde.

Eso que le pasa a Kafka no solo le pasa a Kafka. Ese mal de nuestro tiempo se llama perder el hilo; no ser capaz de ver de dónde arranca y por dónde prosigue. Es una enfermedad de humanidad, relacionada con el sentido de la humanidad. El destino, el mundo, el sujeto y los sujetos afectivamente estructurados en una relación común, se nos han ido de las manos, que el santo anda solo, de que no podemos ni despojándole de la testa, oponer una fuerza suficiente que detenga su inercia de andar. Es la disrupción que organiza un mundo tecnológicamente hiperacelerado donde los deseos, las ambiciones, los sueños, las voluntades y todo lo que es condición de posibilidad de un advenir están imposibilitados de cuajar, de consolidarse. Husserl5 señala una secuencia temporal de la conciencia conformada por un momento de «impresión primordial», del dar sentido, subsecuente a la «retención»; lo que retenemos de lo precedente próximo, el inicio, los primeros pasos, y subsecuente también a la «protención»; lo que posibilita el advenir según nuestras formas de deseo y voluntad. Sin ese estar desde lo retenido para lo protenido no hay existencia. El sujeto está «pasmado». Toda voluntad, todo deseo, toda capacidad de pensar y consolidar conciencia llega siempre inútil y demasiado tarde en un mundo disruptivo (que pulveriza las estructuras sociales y las mismas formas de generar conciencia, sujeto y estructuras sociales), desbocado (pues es meramente inercial y autónomo a nuestras capacidades volitivas) y fuera de alcance (acelerado de tal forma que imposibilita «dar el testigo», adaptar la conciencia al cambio, hacer converger la tecnológica disrupción a las estructuras sociales). No podemos poner fin ni darle final a la aceleración; vamos cada vez más rápido hacia no sabemos dónde, hacia donde decida el hecho inercial de correr. El diálogo es de los hermanos Marx:

—Vamos, Ravelli, vayamos más deprisa.

—Pero ¿para qué jefe?, si no vamos a ninguna parte.

—¡Pues entonces corramos y acabemos de una vez con esto!

Esto es un «progreso» sin progreso, un avanzar sin finalidad, un deambular sin sentido, un desarrollo vacío. No conseguir dar colectivamente un fin es dar al fin el fin. Hacer del fin el propósito, lo exigible, el destino. Una época (una epojé) sin suspensión (sin epojé); sin posibilidad de suspender el juicio para abrir una nueva mirada porque nos atropella, porque convierte la suspensión en una suspensión indefinida que no permite pensar. Todo lo que podamos comprender de él, de ese mundo, es vacuo, inútil, imposible de darse porque siempre aparece en «algún punto situado en su mitad»; no tiene el arrastre de lo sucedido ni el lanzamiento de lo que debe suceder. Solo queda un loco, fracturado eróticamente como loco en su más nociva e inútil acepción, un colectivo que es solo una agregación de individuos desintegrados, y una monstruosidad bárbara, inhumana y además desbridada como hábitat. Solo queda nada con nada por delante ni por detrás, sin nada por hacer, una escatología negativa, un fin sin finalidad carente de redención y prodigio pues no tiene afirmación ninguna del advenir. Solo queda, en unas existencias liquidadas con la única conciencia de su liquidación, un único fundamento; el «no va más» que dio ya sus primeros, pero esta vez firmes, primeros pasos.

Cuentan6 que un día dos amigos se paseaban por la campiña danesa. Uno de ellos, el físico teórico Niels Bohr que fuera Premio Nobel de Física en 1922, era el anfitrión. Su amigo invitado era Werner Heisenberg, el teórico de la física cuántica que formulara el «principio de incertidumbre» y que obtuvo él también una década más tarde que Bohr el Premio Nobel de Física. El paseo resultaba gratificante y ambos charlaban animosamente sobre sus inquietudes compartidas cuando, súbitamente, Bohr detuvo el paso y obligó a Heisenberg a fijar su atención en una construcción imponente que aparecía frente a ellos. «¿Qué te parece este palacio?», pregunta Bohr. Heisenberg responde como lo hace un conocedor de las cosas, centrando su atención en el estilo renacentista del palacio, en cómo debía haber sido adaptado como fortaleza militar unos siglos antes o en las particularidades del material empleado para resistir el tiempo propio de Dinamarca. Frente a esa respuesta, Bohr le responde afirmativamente: en efecto ese palacio era eso. Pero prosiguió: «¿Pero y si te digo que ese era el palacio de Hamlet?» Inmediatamente un nuevo horizonte de comprensión se abría ante los ojos de Heisenberg. Efectivamente el palacio era eso que él le había descrito, pero ya no era solo eso. Allí Hamlet había visto y hablado con el espectro de su viejo padre muerto, Ofelia, loca, se había suicidado arrojándose al río, Hamlet había pronuncia aquello del «ser o no ser»… El mismo fenómeno, un castillo en Dinamarca, significa desde el momento que Bohr había pronunciado estas palabras, otra cosa; tenía otro sentido. El Palacio de Elsinor era, como todas las cosas del mundo, no solo lo que era sino también lo que significaba. Su sentido.

En el fundamento de la desarticulación está la caída del sentido. La caída que anticipa la nuestra propia. En el tropiezo que produce la caída se encuentra un desbarajuste: confundir la utilidad con el sentido. La primera condición del «servir», del devenir útil, es tener un amo. Un patrón que requiera funciones determinadas para fines específicos otorgándole al elemento así la condición de útil, de servil. De servus (esclavo) o de habilitado para cumplir las funciones de él: servire. Una llave inglesa es útil justo en la medida en la que su propietario requiere emplearla para un propósito, el de, por ejemplo, apretar una tuerca; si no hay tuerca (finalidad), empleo (apretar) y sujeto propietario (el dueño del útil), la llave inglesa deviene un simple objeto de metal sin utilidad alguna. El «¿para qué sirve?» (que conlleva inevitablemente, aunque lo olvidemos, un «¿a quién sirve?») es la pregunta eje de nuestro tiempo. El parámetro de validación de todo elemento. Hoy lo que no es un «sirve para» es elemento de sospecha, de recelo, de suspicacia en el rendimiento. La utilidad es siempre una cuestión de cierre, no permite la aperturidad ni la proyección; el «sirve para esto» es siempre categórico. El «esto» concluye cualquier caracterización ontológica del útil. Los humanos necesitamos útiles en la misma medida que requerimos que estos se engloben en un horizonte de sentido. Necesitamos saber qué hora es, pero de nada nos sirve cuando nos preguntamos qué es aquello que nos encauza a la muerte, el tiempo, que nos respondan que las tres y cuarto. Un reloj es un útil, un humano es el que debe saber darle sentido al reloj. Acumular relojes no nos ayuda a darle sentido al tiempo, no nos rellena el vacío de sentido. Un humano entendido en una mera condición de útil es una instrumentalización que se melancoliza en la penuria y en el horror de su euforia hueca o que hace del cinismo su ansiolítico, su ceguera. Los humanos entendemos de causas eficientes (por ejemplo, un smartphone), pero necesitamos de causas finales (por ejemplo, la comunicación con otros humanos), de nada vale una causa eficiente si no tiene una causa final, un propósito, un sentido. De nada vale adquirir el último dispositivo de comunicación si no sabemos qué comunicar, con quién hacerlo y el propósito de hacerlo, de nada vale un útil de comunicación cuando perdemos el sentido de correlacionarnos con los demás. Cuando nosotros mismos devenimos una simple causa eficiente para el amo que nos dota de utilidad disolvemos la problemática del sentido, devenimos un proceso sin sujeto, perdemos el progreso, somos existencias reemplazables. Devenimos el esclavo, el «instrumento animado»7. Cuando la utilidad deviene el patrón de validación de la existencia humana cometemos una de las mayores torpezas: trocar el sentido por la utilidad. En un territorio de búsqueda incansable de utilidad de rendimiento inmediato, constatable, monetarizable, si el sentido se establece con relación a la utilidad como unidad de media, el sentido pierde la partida. La producción de utilidad está triturando la producción de sentido; la utilidad está sirviendo, está siendo fundamentalmente útil, para esto, para desplazar hasta la incapacidad nuestra posibilidad y nuestra necesidad de dar sentido. La historia la solía narrar Kapuscinski según se la había transmitido un superviviente del gulag. En los campos de trabajo forzados de Siberia no existían ni rejas ni alambradas. La infinita extensión desértica y helada que los rodeaba era la garantía infalible del encierro. Los allí condenados se distribuían en su mayoría entre disidentes ideológicos y presos comunes. Un día se planteó una fuga. Un grupo de condenados por delitos de sangre la organizó y para ello quisieron contar con un grupo de intelectuales de los que apreciaron su capacidad de análisis (su habilidad para dar sentido a la fuga). La pregunta que estos formularon fue evidente: ¿cómo vamos a obtener víveres en esos miles de kilómetros de área inerte que debemos atravesar? La solución que les propusieron resultó convincente: tenemos suministros regulares distribuidos de trecho en trecho. Cuando los reos partieron, la fatiga, la enfermedad y la debilidad empezaron a hacerse evidentes especialmente entre el grupo de intelectuales. Tras una semana de marcha uno de ellos, desfalleciendo, preguntó: «¿dónde están los suministros que habíais previsto?», a lo que un condenado por crímenes de sangre le contestó: «los suministros sois vosotros». El sentido que pudiera aportar aquellos hombres era la utilidad de estos.

Un caluroso día de julio de 1518 Frau Troffea regresa después de hacer las compras a su casa de Estrasburgo. Súbitamente y sin motivo alguno aparente comienza a bailar. Tres días después, sin tener conciencia de lo que hacía y sin que nadie ni nada haya podido detener su frenética danza fallece de agotamiento. Pero eso que le pasa a la señora Troffea no solo le pasa a ella. Cuatro días después son ya treinta los involuntarios danzantes en la ciudad de Estrasburgo y a mediados de agosto son más de quinientos que van pereciendo agotados, deshidratados, sin que sus corazones y sus pulmones resistan el esfuerzo. Bailan, pero no tienen conciencia de que lo hacen, se mueven, pero no existen. Desde el siglo VIII hasta el XVII y centrado siempre en Centroeuropa, los casos de «coreomanía» se vienen sucediendo sin que nadie hasta hoy haya podido explicar las causas; ni una intoxicación por el hongo cornezuelo asociado a los cereales, ni mistéricos cultos a San Vito o a San Juan Bautista, ni efectos secundarios asociados a enfermedades como el tifus o crisis de carácter epiléptico. Nada explica la inercial y frenética movilidad para nada. Un día de 1881 Jean-Albert Dadas sale de su casa de Burdeos y comienza a andar hacia el este. Cinco años después llama, exhausto y aturdido, a las puertas de un hospital del mismo Burdeos. Había pasado por Praga, Berlín, Viena, Moscú y Constantinopla antes de regresar. Se había embarcado, se había alistado y después desertado en el ejército, un perro le había mordido, había sido encarcelado y trabajó en diversos oficios para ir subsistiendo, pero de todo ello Dadas no recuerda nada, no tiene conciencia de todo ello salvo bajo hipnosis. Él solo era consciente de que un día salió de su casa y se puso a andar. Durante cinco años Dadas hizo cosas pero no existió. Eso que le sucedió a Dadas no solo le sucedió a él. A finales del siglo XIX y principios del XX, durante un periodo muy concreto de unos quince años, Europa se llenó de personas, normalmente varones, que deambulaban sin saber hacia dónde iban, cuál era el propósito que los había llevado hasta allí o donde estaban. Sabine Moreau8 sale de casa. Es el 11 de enero de 2013. Debe recoger a un amigo en la estación del norte de Bruselas. Apenas un trayecto de media hora desde su domicilio. Se sube al coche, programa el destino en el sistema predictivo de navegación por GPS del vehículo, arranca y pone la primera. Dos días después da señales de vida a 1450 kilómetros de su domicilio, cerca de Zagreb. Durante el periplo se había encontrado con señales de tráfico que no lograba entender, había pernoctado en su vehículo, no conseguía comprender las reclamaciones de otro conductor que le hablaba en un idioma extranjero tras tener un ligero percance de tráfico. Ella había seguido fielmente, dócilmente, las indicaciones del navegador. Cuando la policía le pregunta por lo sucedido ella responde simplemente: «Estaba distraída». Durante dos días Sabine Moreau hizo cosas y realizó funciones en ese punto situado en su mitad: cambiaba de marcha, repostaba, se mantenía en un carril, pero durante esos dos días dejó de existir. Pero eso que le pasa a Mme. Moreau no solo le pasa a ella.

Sabine Moreau, Jean-Albert Dadas, la señora Troffea y hasta el mismísimo San Dioniso compartieron algo: el «advenir» no dependía de sus condiciones volitivas, de sus deseos o aspiraciones. Son «útiles» (realizan utilidades), pero carecen de «sentido» (no saben el por qué las hacen). Lo suyo era un «juego puro»9, no un «juego reglado» que al contener ciertas reglas permite una opción volitiva, una elección, que lo hace divertido. Su juego no tenía nada de divertido. El «juego puro» es el sinsentido en el que todos habían perdido el «sentido» de las acciones que realizaban. No tenían fin ni un por qué. Habían perdido el sentido aunque mantuvieran la utilidad del desplazamiento. Sus actos se habían autonomizado, eran meramente inerciales; su «futuro» no lo construían ellos. Estaban «distraídos». Dominados por un tiempo no medible en la linealidad cronológica que no era tampoco el tiempo inmedible de la «duración»10 de la experiencia, pues no tenía experiencia sobre lo que acontecía. Cuando el mundo deviene inmundo, cuando ya no se le puede dar sentido, cuando se escapa de las manos porque no nos cabe en ellas, cuando la precariedad nos imposibilita de organizar nuestro propio porvenir o la aceleración social (esa que hace que lo que ahora mismo conocemos deje de ser operativo en diez minutos) y la aceleración del ritmo de vida (la cantidad de cosas que debemos afrontar en apenas un «ahora») se manifiestan desmedidas, adviene la angustia de ser manejados por fuerzas ciegas fuera de nuestro alcance que nos desorganizan el propósito e inhabilitan nuestra propia existencia. La sensación de que hay que «hacer cosas», pero de que esas cosas empiezan a no tener sentido se asemeja a ese ponernos a bailar sin saber quién ni para qué controla nuestros hilos, a andar sin saber quién realmente anda, a coger el coche, el avión, el cohete intergaláctico sin saber realmente qué sistema de navegación orienta el viaje. «Dromomanía», «automatismo ambulatorio», «coreomanía» son nombres de una resultante: hacer de lo desecho lo desechable, hacer de un dominio abstracto, abstraído del sujeto, el hacer distraído que convierte la distracción en un destino. La desarticulación del sujeto que desliga los sujetos, el hecho del deshacerse sin que lo individual o lo colectivo tenga posibilidad alguna de tejerse, de servir de red en la que protegerse de la caída o de maroma en la que sujetarse para no partir a la deriva.

Afectos por la inercia, «conformados» con y en ella, nuestras subjetividades se desindividuan; pierden su proceso de individuación personal y colectiva, enloquecen por darse a evolucionar de una manera exclusivamente exógena no dependiente de nuestros criterio, ideales o comprensiones. Nuestro estar en la inercia (o frente a ella) conforma una subjetividad enferma, «desnaturalizada» de su propósito, abstracta a ella misma; nos «vaqueriza». Exige de nosotros la conversión paulatina a un rumiante que pasta a discreción y en la inmediatez sin preguntarse si quiera porqué están esos pastos ahí, de quién son o porqué disponemos de ellos. Nos distrae de nosotros mismos de manera patológica, deviene nuestra personalidad la resistencia y el malestar a ser arrastrados a esa forma rumiante de «bienestar». Una inercia es hoy, más que la propia madre, la fuente pedagógica que dirige nuestra forma desenraizada de darnos a ser, la que nos encamina a la alienación de unos pasos que aun dándolos nosotros no son ya nuestros.

Se cuenta que al crepúsculo los pastores lo denominan «lubricán» porque con esa luz no se distingue el perro del lobo. Hoy, la luz es fascinantemente crepuscular. Una luz que por ser crepuscular lo convierte todo en «dudoso». El mundo de las tinieblas es el de la incertidumbre, el del limes, el del intersticio, el que viene definido por lo borroso. En el crepúsculo no se percibe de dónde se viene ni a dónde uno se dirige, como en ese sorprendente «algún punto situado en su mitad»; se va a tientas, se conoce solo que se desconoce, es el dominio de la ambigüedad, no hay dónde apoyar el pie. ¿Qué hacer con esa luz que apenas ilumina lo que se desvanece y no alumbra lo que emerge? Las «soluciones», para los que creen que todavía es solucionable desde la voluntad, son tan evidentes, tan inasumibles y tan indiscutibles que entrar en ellas es entrar en el discurso paternalista que toma por idiota al que lo escucha. Presuponen que todavía existe futuro («lo que ha de ser») en lugar de asumir que solo existe porvenir («lo que ha de venir»). Resistir es dejar un testimonio de dignidad, eso es algo que nos enseñaron los que tantas veces nos precedieron antes de perecer. Declaración de los afectos, dispositivos, conductas, epistemes, defensas, resignificaciones y territorios bajo el dominio de la lucha, testimonio de una cierta fenomenología del sujeto que agoniza en la inercia cuando la hipótesis de lo humano ya no hace falta. Cuando lo humano suelta finalmente la cabeza y da su último paso, consciente de su decapitación, y sobre el que quizá se erija una catedral o sobre el que, sin apenas ruido, no quede nada que erigir. Testimonio de dignidad, de la potencia humana que resiste en un ahora en lo fatídicamente irresistible. Cuando nada hay que hacer está todo por hacer. Cuando no hay nada que hacer no hay nada que dejar por hacer. Cuando ya solo sabemos hacer artilugios hay que volver a aprender a hacer una sociedad. Albert Camus está alcanzando el final del ensayo. El capítulo que redacta y que dará cierre se titula: «Más allá del nihilismo». Establece la relación ética entre el presente y el porvenir. Escribe: «La verdadera generosidad con el porvenir consiste en dar todo al presente»11. Por más que el presente sea demasiado tarde, esté «despresente», sea «impresentable». Robert Oppenheimer, es sabido, gustaba de traducir del sánscrito12. Un poema de Bhartrihari13 traducido por él sostiene algo radical: haz el bien ahora porque cuando no tengas más remedio que hacer el mal, cuando todo sea mal, ese bien que hiciste te dignificará.

En la batalla, en el bosque, en el abismo de las montañas / En el vasto y oscuro océano, entre las jabalinas y las flechas / En el sueño, en la confusión, en la profundidad de la culpa / Los buenos actos que un hombre realizó lo defienden.

Apuntes de los sujetos en su agonía. Crónicas del animal que estorba.

 

Quince territorios para una crónicadel animal que estorba

Amar a tiempo

Un «te amo» es un acto fundacional. Hace de una casualidad un destino. Con él se anuncia la posibilidad de asistir a la emergencia de un nuevo mundo, de un acontecimiento, de una dotación de sentido que articule una nueva proyección fundamentada en la diferencia. Establece un territorio sobre el que edificar de manera determinada un vínculo. No es un «acceso» es un «establecimiento». Un «te amo» es un topónimo; lo que funda, inaugura y a lo que da nombre es a un lugar, a un territorio por venir, a un nuevo «mundo», un nuevo conjunto de relaciones significantes. Tiene una voluntad territorial; sobre un «te amo», justo sobre ese predicado que es un topónimo se construye una interrelación llamada, aunque no necesariamente destinada, a sostenerse. Funda un codevenir, un cotransitar, un coelegir con vocación de permanencia. En tiempos como los nuestros del abolir, de adanismo en los que nada se sujeta sino que se suelta lastre, en los que el fondo, el sustento o la raíz son entendidos como un ancla y no como un fundamento, «emprender» es una exigencia, pero «fundar» es un anacronismo. El «te amo» se aligera, su erotismo deviene la metonimia del erotismo, su vocación no es vínculo sino el contacto. Su cultura, la cultura que exige saber lo que se dice al decir «te amo», deviene una instrucción, un activador, un gestor y no una gesta. La cultura del «te amo» sabe de la falacia del «encuentra el amor», porque el amor nunca se encuentra sino que se construye; es un devenir de determinada manera, un «sucediendo» probado, del mismo modo que uno puede encontrar una piedra, pero esta no hace, por el hecho de estar ahí, por el hecho de tropezarse con ella, una catedral. La cultura del «te amo» es la que posibilita su lógica; la resistencia. «resistir» no significa permanecer, sino tener vocación de permanencia: ser incapaz de contar los días, proyectar el «duro deseo de durar»14. Desaparecida esa vocación el «te amo» es hueco, insignificante, carece de sentido, no funda nada. Su permanencia es aquella que hoy tiene los días contados. Una estructura creada para perecer, con vocación de efímera es una falla, un guiso, un consumible. Un «te amo» no proyectado en su sostenimiento, sin ambiciones de duración, no mantiene la posición, no conoce las leyes arquitectónicas, carece del conocimiento afectivo, desconoce el material con el que trabaja, no tiene cultura. Un «te amo» es siempre una declaración ética; ansiar amar es ante todo ansiar una manera peculiar de tratar con la alteridad de manera que su apelación sea atendida. Es en ese peculiar trato con lo otro, con su indescifrable lenguaje, donde reside el fundamento del «te amo», sin ese actuar que conforma al «te amo» no se prueba la veracidad de ese «te amo», no existe. Un «probar» que el otro existe, desde su insalvable diferencia (la única que posibilita el «te amo») para el que pronuncia un «te amo». Jean Cocteau15 deja escrito algo que le gustaba repetir al poeta Pierre Reverdy: «Il n’y a pas d’amour, il n’y a que des preuves d’amour» 16. El amor es tan solo el conjunto de pruebas de amor que hacemos. La ética del amor es un hacer ética amando. Lo demás son solo proposiciones que se desmienten, se «mojigatan» y se desarticulan en cuanto el «haciendo amor» desaparece. Sin las pruebas el «te amo» se desfonda, pierde pie, no tiene dónde existir porque solo existe en ellas. Un «te amo» funda la posibilidad como un arjé, como un principio principiante que regula, que origina, pero no abandona porque da ley, lo amado, que resiste en su lógica vinculativa (un flaquear de la resistencia es simplemente la manifestación de que el vínculo ya no se sostiene) y que se articula, no puede ser de otra forma, en cuanto ética que se teje amando. Un «te amo» es la siembra que posibilita el devenir de un paisaje en cuanto proyecto, una relación de correspondencias a la que los amantes son capaces de afiliarse como manera de comprenderlo en una relectura sostenida de la permanencia. Abre la genésica «posibilidad», que de no darse no anula el «te amo», de ser amado.

Un «te amo» no entiende de reemplazo, es una declaración que otorga la condición de insustituible. Inaugura, para el que funda, la heideggeriana «propiedad» del otro que es sustraído del «das Man», de lo uno impersonal que entrega lo indiferenciado, de lo que no recibe un «te amo». «Nadie es insustituible»… hasta que recibe un «te amo». Es a ti a quien «te amo» y por esa misma manifestación declarativa devienes irremplazable, no tienes sustituto ni equivalencia ni precio. Vivimos la culminación del reemplazo. Cuando todo lo humano es «reificado», reducido a «cosa», y esto concebido como mercancía17, como «útil» puesto a la disposición del amo que le entrega a la «cosa» su funcionalidad, todo nos es ofertado para nuestra plena disposición, satisfacción y capricho y todo puede ser reemplazado por un equivalente. Hoy el «todo» es llevado a la condición de ser fácilmente reemplazable, sustituible, igualable. Lo «único» desaparece. La existencia bajo la concepción de plena disponibilidad pasa a ser una mera «existencia», un «objeto» disponible, calculable, almacenable, sometido a cálculo de beneficio. Un objeto con determinados atributos, que por ser «características» caducan. Un «te amo» no atiende a la obsolescencia de lo sustituible porque no ama algo de alguna cosa; ama la totalidad del otro en su devenir, hasta lo detestable. El «te amo» no es ciego, tiene un ojo barroco. Cuando lo insustituible desaparece el «te amo» es un simple «lo quiero» sin sujeto, se vacía, se cortocircuita en su propósito, pierde el sentido. El «te amo» no admira lo parcial, no es fetichista, ama el todo, el entero de «te». No atiende a «propiedades» ni a características ni a especificaciones, desprecia las «actualizaciones» tanto como contempla fascinado las evoluciones propias del existir. «Tinder» y otras «aplicaciones» de contactos «aplican» esa ideología del permanente reemplazo, de la condición imperativa de reemplazar y sustituir el «objeto» erótico que es comprendido como lo que siempre es mejorable. Su «catálogo» de «productos» es inagotable, con lo que evita la «fijación» exclusiva en un «artículo», en una «existencia» que por ser consumible nunca se engrandece en su codevenir sino que se «consuma». En el infinito inventario de ingentes reemplazos que posibilitan una «mejorabilidad» no de lo que se tiene sino de lo que se puede obtener, siempre puede darse la actualidad, el desarraigo en la inmediatez, de una «novedad» que asegura una primicia de dominio con relación a las «propiedades» de lo posiblemente adquirible; nuevas atribuciones del consumible (como una talla más de busto), versiones más reciente (como una edad menor), una innovación estético/tecnológica (como un look más «chic»)… una novedad tras otra que sepulta la inmediatamente precedente. La novedad desarraigada que posibilita el perpetuo reemplazo de la aplicación desactiva un «te amo», porque este no se fundamenta en lo mejorado que se oferta sino en lo mejorable de lo que funda. Los partidarios de la aplicación elogian el hecho de su funcionalidad consistente en hacer «útil» y «efectiva» la lógica del reemplazo; acorta el tiempo de «adquisición», posibilita la «devolución» y evita lo farragoso y esforzado de «elegir» (de ser «elegante»). La elogiable sencillez de establecer «contacto» con el otro es equiparable a la sencillez de compra online de unos calzoncillos; es el éxito y el éxtasis del «usar y tirar», de lo desechable, de lo que inunda de basura el mundo. La manera en la que nos hacemos con las «cosas» determina nuestra concepción de la «cosa». La teleología de estas «utilidades» no es que te fijes en nadie más que en ellas mismas, su catálogo solo encierra un histérico reclamo a que las atiendas a ellas, no al producto catalogado. No proporcionan más compromiso que por el que proporciona la imposible posibilidad de afecto: la aplicación. Si te quedas fijado, comprometido, dispuesto a decir un «te amo» dejas de fijarte en Tinder. Un «te amo» es la ruina de esas aplicaciones hechas para decir «te amo». La «facilidad» de uso (de la «aplicación») deviene la imposibilidad de trato (del otro humano). La «aplicación» se funde con aquello sobre lo que se aplica, el uso se confunde con la relación, ya no sabemos que se tira, si el envoltorio o la «cosa» misma. Algo adquirido para ser tirado cumple su destino y propósito cuando empieza a generar dificultades, en cuanto empieza a ratear. Entonces, se desprecia, se sustituye, se reemplaza. Estamos perversamente «deseando» que inicie su envejecimiento para obtener el gozo de reemplazarlo por una novedad. No vemos ni anhelamos la «cosa», vemos y anhelamos la sustitución de la «cosa». Sustituir es una obligación, un requerimiento comercial que debemos cumplir. En el propósito de sustituir todo, lo «todo» es irrecuperable, irreparable. Un «te amo» inaugura el propósito de permanente reparación: es una lógica incompatible con la del reemplazo. Nada se embebe porque todo se bebe, nada se cose porque nada tiene costura, nada se remienda porque nada tiene remiendo. El otro en cuanto «cosa» sustituible es una planicie sin fondo: no tiene trama ni urdimbre, no está tejido, no tiene texto. Nada tiene en él que ser releído. Eso facilita el plus de satisfacción, descoordina la ética y anestesia el padecer. Un «te amo» es el propósito de ver continuamente en lo envejecido, en lo mismo, lo perpetuamente nuevo; desprecia el desprecio por lo que se avejenta, por lo que se aja, por lo que nos exige más atención. Lo novedoso que sostiene es siempre un remanente de saber, de incomprensión, de misterio ocultado pese al sostenimiento. Es la manifestación de que siempre le queda algo por descubrir por más que sea lo mismo lo que aparentemente se repite, que no le da la vuelta porque el otro no es esférico y liso, siempre hay un pliegue por alisar, una veladura por desvelar, una cicatriz por encontrar. En lo nuevo por virginal, por inmaculado, por planchado, por no haber sido usado, la única novedad es la adquisición que se rige por el imperativo de estrenar, que reniega de todas las lecturas que exige lo no «estrenable». Nada hay de «novedoso» en lo nuevo cuando no tenemos tiempo, no tendremos tiempo, de decirle un «te amo».

Un «te amo» es la intención en vocativo de no perder lo invocado sin perderse uno mismo. No es ya que no se quiera tirar, es que no se puede caer. La pérdida del otro que oyó un «te amo» induce al duelo, al intento desesperado de recomponer un sentido, a rehacer desde la más devastadora destrucción un paisaje en el que ya siempre faltará algo. Es el mundo el que se hunde, el que desaparece, el que pierde la memoria de nosotros. La pérdida es un desmembramiento del «tener que ver», del proceso cognitivo que se asume al decir «te amo», en el que el propio sujeto se descompone, pierde, con la pérdida, la propia mirada, la propia capacidad de comprensión y de crear mundo. Descubre, aterrado, que el sentido del mundo no está nunca en el «uno» sino en lo que fundó el «te amo». Emanuel Swedenborg, el científico y místico sueco del XVII, describía el infierno de una manera particular18. Al morir uno quedaba en un pasmo, en una especie de limbo en el que no era todavía consciente de que la muerte le había sobrevenido. Poco a poco, comenzaban a enfrentarse a situaciones extrañas; lo que antes le resultaba familiar, las «cosas» que antes conformaban su mundo, empezaban a perder sentido para él, se le distanciaban, se le hacían extrañas porque se «abstraían» (se arrastraban fuera de su realidad), se «desvinculaban» hasta desaparecer. En ocasiones simplemente se iban extraviando paulatinamente, en otras, cuando el infierno acechaba, devenían otra cosa, algo incomprensible, algo siniestro. Más o menos así definía Schopenhauer la locura: como la memoria perdida de las cosas. Como la imposibilidad de establecer el afecto y el sentido sobre las cosas que le posibilitan al sujeto la comprensión y el sentido de la realidad. Cuando uno pierde la guía de sentido que le produjo un «te amo», pierde el afecto que generó sobre el mundo. Su «mundo», se diluye, deviene incomprensible y con la disolución del mundo y su incomprensión es el mismo sujeto el diluido, el incomprensible para él mismo. El hundimiento, el desfondarse, el «desencontrarse» en la más absoluta soledad; nada ni nadie responde. Ese es el único tipo de «narcicismo» que ya Freud detectó cuando aborda la diferencia entre duelo y melancolía, pero que siempre depende, el narcisismo, de que un «te amo» haya establecido un correspondiente «te amo» de un otro. La desaparición del otro es la manifestación agónica, tras la fundación, del paroxismo de la interdependencia que nos otorga la genésica capacidad de crear, habitar y conformar mundo. Un «te amo» no es nunca un «puedo hacer con» sino que es un «puedo ser con». La estructura significativa que nos dona la alteridad del otro que recibió el «te amo» también carece de reemplazo, pero sin ella somos nosotros mismos los que nos tiramos al vertedero. El horror a ese comprometerse, el horror actual a cualquier comprometerse, no nos evita la necesidad de compromiso, solo lo patologiza, solo nos enferma, es un «desadaptarse» a nosotros mismos, un perder la «propiedad» de lo que nos es propio. Un «te amo» no es sin embargo, al contrario de lo que sugiriera Platón, un acto para «completar» lo que un yo encuentra en carestía sino un acto de «descompletamiento»; no rellena, no añade, no acumula sino que es un acto de vaciado, de apertura, de esclarecimiento. De engrandecimiento, de exaltación del «hueco ontológico». Una generación de diferencia perforada por el vaciado desde la diferencia que ha sabido taladrarse. No es un mere (una «parte») que se desgaja de una identidad arcana y perdida sino que es en la propia imposibilidad ontológica de identidad (de lo igual a sí mismo) que pretende entrar en relación con otra diferencia para establecer una nueva diferencia a partir de un «te amo». No tiene cálculo, ni valoración, ni racionalidad instrumental alguna; el «te amo» está atravesado no por la propia detección de la falta sino por la inclinación a generar una nueva falta19, no cierra el círculo sino que lo abre, lo suyo es la creación, siempre sostenida, de existencia, de una nueva posición que posibilite el continuo engendrar, la lectura infinita del otro en la relectura abierta de lo que está sucediendo a partir de sostener un «te amo» sobre un lugar irremplazable. Un «te amo» no es un reclamo, es un grito a un nuevo darse a existir, a un renacimiento que solo puede darse, como el nacimiento, con la coparticipación del otro, una existencia nueva emergente en la mutua «alteración», en la acción y efecto del «alter», del otro. En el «ámate a ti mismo» no hay «te amo» hay solo y solamente «ti mismo»; un ti mismo que solo puede darse a sí mismo cuando al «alternar» se «altera». «Soy tú cuando soy yo», escribe Celan20 porque «Je est autre»21. Sin el tú yo nunca soy yo, pero contigo, al decirte «te amo», no quiero ser un yo completo, quiero ser la resultante, el yo que emerge, de haberte nombrado «te amo». Porque se ha podido producir un vacío sin carencia. El «hueco ontológico» no es una carestía es una chimenea. No es algo que taponar, es el espacio que permite el movimiento, el «posicionarme hacia afuera», el existir. Hoy impera la lógica de la insatisfacción histérica por lo que no se tiene, por lo que falta, por lo que carecemos. Esa es la lógica del márquetin, aquella discursividad que siempre te dice de lo que adoleces (modelo de smartphone