Los hermanos Corsos - Alejandro Dumas - E-Book

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Alejandro Dumas

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Beschreibung

Los hermanos corsos, 1844, ambientada en Córcega y Francia en el año 1841, y narrada en primera persona por el mismo Alejandro Dumas, cuenta sus experiencias en un viaje a esa isla, cuando, al alojarse en la casa de los de Franchi, conoció a la señora Savilia y a su hijo Lucien, joven alegre y extrovertido, inclinado a la vida de campo, quien le cuenta que tiene un hermano gemelo llamado Louis que vive en París y es, por el contrario, tranquilo y sosegado.
Al nacer, ambos estaban unidos por el costado y, aunque fueron separados, esa unión se mantuvo para siempre haciendo sentir a uno el dolor del otro y viceversa, sin importar la distancia que los separase… A través de la vida de esta familia corsa y de la mirada extranjera de un ilustre espectador, el lector se acercará a las costumbres de Córcega en el siglo XIX, especialmente a las relativas a las famosas vendettas, y a las del París de la época, con sus fiestas y sus retos a duelo.

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Alejandro Dumas

LOS HERMANOS CORSOS

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-966-6

Greenbooks editore

Edición digital

Noviembre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-966-6
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Indice

LOS HERMANOS CORSOS

LOS HERMANOS CORSOS

I

A comienzos de marzo del año 1841, viajé a Córcega.

Nada hay tan pintoresco ni tan cómodo como viajar a Córcega: se embarca uno en Toulon y en veinte horas se planta en Ajaccio, o, en veinticuatro, en Bastia.

Allí se puede uno comprar o alquilar un caballo. Si se alquila, cuesta cinco francos al día; si se compra, ciento cincuenta francos. Y que nadie se ría de lo módico del precio; ese caballo, ya sea alquilado o comprado, hace, como el famoso caballo del gascón que saltaba del Pont Neuf al Sena, cosas que no harían ni Prospero ni Nautilus, aquellos héroes de las carreras de Chantilly y del Champ de Mars.

Se pasa por caminos donde el propio Balmat hubiera utilizado crampones, y por puentes donde Auriol hubiera pedido un balancín.

Por su parte, el viajero no tiene más que cerrar los ojos y dejar que el caballo haga su trabajo: a este le trae sin cuidado el peligro.

Añadamos que con ese caballo que pasa por todas partes, se pueden recorrer quince leguas diarias sin que pida ni de beber ni de comer.

De cuando en cuando, mientras el viajero se detiene para visitar un viejo castillo construido por algún gran señor, héroe y jefe de una tradición feudal, o para dibujar una vieja torre levantada por los genoveses, el caballo pela una mata de hierba, monda un árbol o lame una roca cubierta de musgo, y ahí queda la cosa.

En cuanto al alojamiento de cada noche, todavía resulta más sencillo: el viajero llega a un pueblo, cruza la calle principal, elige la casa que le conviene y llama a la puerta. Transcurrido un instante, el señor, o la señora, de la casa aparece en el umbral, invita al viajero a apearse, le ofrece la mitad de su cena, su cama entera si tan solo dispone de una, y, al día siguiente, lo acompaña hasta la puerta y le da las gracias por haberle hecho el honor de elegirle.

Huelga decir que por nada del mundo se habla de retribución alguna: el amo de la casa consideraría un insulto que se hiciese la menor mención de ello. Si en la casa sirve una muchacha, se le puede regalar algún pañuelo, con el que se apañará un pintoresco tocado cuando vaya a la fiesta de Calvi o de Corte. Si el criado es varón, aceptará gustoso alguna navaja, con la que podrá matar a su enemigo, si se topa con él.

Conviene además averiguar si los criados de la casa —y eso sucede alguna vez— son parientes del amo, menos favorecidos por la fortuna, que se

encargan de tareas domésticas a cambio de las cuales consienten en aceptar manutención, alojamiento, y una o dos piastras al mes.

Y no crea el lector que los amos a quienes sirven sus sobrinos o sus primos, en decimoquinto o vigésimo grado, reciben peor servicio por ello. No, nada de eso. Córcega es un departamento francés; pero Córcega dista mucho de ser Francia.

De los ladrones no se oye hablar; de los bandidos en demasía, sí; pero no han de confundirse unos con otros.

Viajen sin temor a Ajaccio, o a Bastia, con una bolsa llena de oro colgada del arzón de su silla, y atravesarán toda la isla sin haber corrido el más mínimo peligro; pero no vayan de Ocana a Zevaco si tienen un enemigo que les haya declarado la vendetta, pues yo no respondería de ustedes durante ese trayecto de dos leguas.

Así pues, me hallaba en Córcega, como he dicho, a comienzos de marzo.

Estaba solo, pues Jadin se había quedado en Roma.

Venía de la isla de Elba; había desembarcado en Bastia, donde compré un caballo al precio ya mencionado.

Visité Corte y Ajaccio, y estaba recorriendo la provincia de Sartène. Aquel día, me dirigía de Sartène a Sollacaro.

La etapa era corta; una decena de leguas tal vez, debido a los rodeos, y a un contrafuerte de la cadena principal que forma la espina dorsal de la isla, y que era menester atravesar, por lo cual había tomado un guía, temiendo perderme en el monte.

A eso de las cinco, llegamos a la cima de una colina desde donde se domina tanto Olmito como Sollacaro.

Nos detuvimos allí un instante.

—¿Dónde desea alojarse su señoría? —preguntó el guía.

Me detuve a contemplar el pueblo, cuyas calles distinguía perfectamente, y que parecía casi desierto. Apenas se veían unas pocas mujeres, que además caminaban con premura y mirando en derredor.

Como, en virtud de las reglas de hospitalidad allí arraigadas que ya he mencionado, podía elegir entre las cien o ciento veinte casas que componen el pueblo, busqué con los ojos la vivienda que se me antojara más confortable, y me detuve en una casa cuadrada, construida a modo de fortaleza, con matacanes delante de las ventanas y encima de la puerta.

Era la primera vez que veía ese tipo de fortificaciones domésticas, si bien

cabe aclarar que la provincia de Sartène es la tierra clásica de la vendetta.

—¡Ah! —dijo el guía siguiendo con los ojos la indicación de mi mano—, esa es la casa de la señora Savilia de Franchi. Vaya, su señoría ha sabido elegir, se nota que no le falta experiencia.

No olvidemos señalar que, en ese octogésimo sexto departamento de Francia, se habla habitualmente el italiano.

Pero ¿no hay inconveniente —inquirí— en que solicite hospitalidad a una mujer? Porque, si no he entendido mal, esa casa pertenece a una mujer.

—En efecto —replicó sorprendido—; pero ¿qué inconveniente ve su señoría en ello?

—Si esa mujer es joven —repuse, movido por un sentimiento de decoro, o quizá, digámoslo claro, por pundonor parisino—, ¿no puede comprometerla el que yo pase una noche bajo su techo?

—¿Comprometerla? —repitió el guía, buscando a todas luces el sentido de esa palabra, que yo había italianizado, con el habitual desparpajo que nos caracteriza a los franceses, cuando nos aventuramos a hablar una lengua extranjera.

—Pues sí —repliqué comenzando a impacientarme—. Esa señora será viuda, ¿no?

—Sí, excelencia.

—¿Y recibirá en su casa a un joven?

En 1841, yo tenía treinta y seis años y medio, pero seguía proclamándome joven.

—¿Si recibirá a un joven? —repitió el guía—. ¿Pues qué puede importarle que sea usted joven o viejo?

Advertí que, de seguir ese camino, no sacaría nada en limpio.

—¿Y qué edad tiene la señora Savilia? —pregunté.

—Unos cuarenta años.

—¡Ah! —exclamé, sin dejar de contestar a mis propios pensamientos—.

Entonces, perfecto. Y sin duda tendrá hijos.

—Dos hijos, dos templados mozos.

—¿Los veré?

—Verá a uno, el que vive con ella.

—¿Y el otro?

—El otro vive en París.

—¿Y qué edad tienen?

—Veintiún años.

—¿Los dos?

—Sí, son gemelos.

—¿Y a qué piensan dedicarse?

—El que está en París será abogado.

—¿Y el otro?

—El otro será corso.

—Ah, vaya —exclamé, pensando que la respuesta era bastante característica, por más que fuera pronunciada con el tono más natural—. Pues sí, me inclino por la casa de la señora Savilia de Franchi.

Y reemprendimos la marcha.

Diez minutos después entramos en el pueblo.

Entonces advertí una cosa que no había podido ver desde lo alto de la montaña. Cada casa estaba fortificada como la de la señora Savilia; no con matacanes, pues la pobreza de sus propietarios no les permitía sin duda el lujo que ello representaba, sino pura y simplemente con maderos, con los que habían adornado las partes interiores de las ventanas, si bien practicando aberturas para introducir los fusiles. Otras ventanas estaban fortificadas con ladrillos rojos.

Pregunté a mi guía cómo llamaban a esas troneras; me contestó que eran archères, respuesta que me hizo comprender que las vendettas corsas eran anteriores a la invención de las armas de fuego.

Según avanzábamos por las calles el pueblo cobraba un carácter más pronunciado de soledad y de tristeza.

Varias casas habían sufrido sitios y estaban acribilladas de balazos.

De vez en cuando, veíamos brillar a través de las troneras unos ojos curiosos que nos miraban pasar; pero era imposible distinguir si esos ojos pertenecían a un hombre o a una mujer.

Llegamos a la casa que yo había señalado a mi guía, y que efectivamente era la más grande del pueblo.

Solo que me sorprendió una cosa, y era que, fortificada en apariencia con los matacanes que yo había observado, no lo estaba en realidad, es decir que

las ventanas no tenían ni maderos, ni ladrillos, ni archères, sino simples cristales, protegidos, por las noches, con postigos de madera.

Cierto que esos postigos conservaban señales que un ojo experimentado no podía sino identificar con balazos. Pero esos agujeros eran antiguos, y se remontaban visiblemente a unos diez años atrás.

No bien llamó mi guía a la puerta, esta se abrió. No tímidamente, vacilante o entornada, sino de par en par, y apareció un lacayo…

Cuando digo un lacayo, me equivoco, hubiera debido decir un hombre.

Lo que hace al lacayo es la librea, y el individuo que nos abrió vestía sencillamente una chaqueta de pana, un calzón de la misma tela y polainas de cuero. El calzón se ajustaba al talle con un cinturón de seda abigarrada, de donde asomaba el mango de un puñal de forma española.

—Amigo —le dije—, ¿sería indiscreto que un extranjero, que no conoce a nadie en Sollacaro, acuda a pedir hospitalidad a su señora?

—Desde luego que no, excelencia —contestó—; el extranjero honra a la casa ante la que se detiene. Maria —agregó volviéndose hacia una criada que asomaba tras él—, avise a la señora Savilia de que ha llegado un viajero francés que pide hospitalidad.

Al mismo tiempo, descendió por una escalera de ocho escalones, empinados como los peldaños de una escala, que conducía a la puerta de entrada, y tomó la brida de mi caballo.

Me apeé.

—Pierda cuidado su excelencia —dijo— que encontrará su equipaje en su habitación.

Aproveché esa gentil invitación a la pereza, una de las más gratas que puede brindarse a un viajero.

II

Subí ágilmente la mencionada escalera y di unos pasos por el interior.

A la vuelta del pasillo me encontré ante una mujer de alta estatura, vestida de negro.

Comprendí que esa mujer, de entre treinta y ocho y cuarenta años, todavía guapa, era la señora de la casa, y me detuve ante ella.

—Señora —le dije inclinándome—, le pareceré muy indiscreto; solo alegaré que me excusa la costumbre del país y me avala la autorización de su servidor.

—La madre le da la bienvenida —contestó la señora de Franchi—, y en breve se la dará el hijo. A partir de este momento, caballero, la casa le pertenece; por tanto, disponga de ella como si fuese la suya.

—Vengo a pedirle hospitalidad solo por una noche, señora. Me marcharé mañana al rayar el alba.

—Es usted libre de hacer lo que guste, caballero. Pero espero que cambie de opinión, y que tengamos el honor de disfrutar durante más tiempo de su presencia.

Me incliné de nuevo.

—Maria —ordenó la señora de Franchi—, acompañe al señor a la habitación de Louis. Encienda la chimenea ahora mismo y lleve agua caliente. Perdón —prosiguió volviéndose hacia mí, mientras la criada se disponía a seguir sus instrucciones—, sé que lo primero que necesita el viajero cansado es agua y fuego. Tenga la bondad de seguir a esta muchacha, y pídale cuanto necesite: cenaremos dentro de una hora, y mi hijo, que habrá regresado entretanto, tendrá el honor de mandar que le avisen cuando esté usted listo.

—¿Sabrá disculpar mi atuendo de viaje?

—No faltaba más —contestó la señora de Franchi sonriendo—, pero siempre que usted disculpe la rusticidad de la recepción.

La criada se internó en la escalera. Me incliné una vez más, y la seguí.

La habitación se hallaba situada en la primera planta y daba a la parte de atrás; las ventanas se abrían sobre un bonito jardín lleno de mirtos y de adelfas, atravesado en diagonal por un delicioso arroyo que desembocaba en el Taravo.

Al fondo obstruía la vista una suerte de seto de abetos tan apretados que parecían una pared. Como es frecuente en casi todas las habitaciones de las casas italianas, las paredes estaban encaladas y adornadas con frescos que representaban paisajes.

Comprendí de inmediato que me habían dado esa habitación, que era la del hijo ausente, porque era la más confortable de la casa.