Los miserables - Victor Hugo - E-Book

Los miserables E-Book

Victor Hugo

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Beschreibung

Los miserables (título original en francés: Les misérables) es una novela del político, poeta y escritor francés Victor Hugo publicada en 1862, considerada como una de las obras más conocidas del siglo XIX. La novela, de estilo romántico, plantea a través de su argumento un razonamiento sobre el bien y el mal, sobre la ley, la política, la ética, la justicia y la religión.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Victor Hugo

Los miserables

Victor Hugo

LOS MISERABLES

editado por Carola Tognetti
Greenbooks editore
ISBN 978-88-3295-038-0
Edición Digital
Mayo 2017
ISBN: 978-88-3295-038-0
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Indice

LOS MISERABLES

PRIMERA PARTE FANTINA

LIBRO PRIMERO Un justo

LIBRO SEGUNDO La caída

LIBRO TERCERO El año 1817

LIBRO CUARTO Confiar es a veces abandonar

LIBRO QUINTO El descenso

LIBRO SEXTO Javert

LIBRO SEPTIMO El caso Champmathieu

LIBRO OCTAVO Contragolpe

SEGUNDA PARTE COSETTE

LIBRO PRIMERO Waterloo

LIBRO SEGUNDO El navío Orión

​LIBRO TERCERO Cumplimiento de una promesa

LIBRO CUARTO Casa Gorbeau

LIBRO QUINTO A caza perdida, jauría muda

LIBRO SEXTO Los cementerios reciben todo lo que se les da

TERCERA PARTE Marius

LIBRO PRIMERO París en su átomo

LIBRO SEGUNDO El gran burgués

LIBRO TERCERO El abuelo y el nieto

LIBRO CUARTO Los amigos del ABC

LIBRO QUINTO Excelencia de la desgracia

LIBRO SEXTO La conjunción de dos estrellas

LIBRO SEPTIMO Patron Minette

LIBRO OCTAVO El mal pobre

CUARTA PARTE Idilio en calle Plumet y epopeya en calle Saint Denis

LIBRO PRIMERO Algunas páginas de historia

LIBRO SEGUNDO Eponina

LIBRO TERCERO Cuyo fin no se parece al principio

LIBRO CUARTO El encanto y la desolación

LIBRO QUINTO ¿Adónde van?

LIBRO SEXTO El 5 de junio de 1832

LIBRO SEPTIMO La grandeza de la desesperación

QUINTA PARTE Jean Valjean

LIBRO PRIMERO La guerra dentro de cuatro paredes

LIBRO SEGUNDO El intestino de Leviatán

LIBRO TERCERO Javert desorientado

LIBRO CUARTO El nieto y el abuelo

LIBRO QUINTO La noche en blanco

LIBRO SEXTO La última gota del cáliz

LIBRO SEPTIMO Decadencia crepuscular

LIBRO OCTAVO Suprema sombra, suprema aurora

LOS MISERABLES

Victor Hugo

PRIMERA PARTE FANTINA

LIBRO PRIMERO Un justo

I

Monseñor Myriel

En 1815, era obispo de D. el ilustrísimo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, un anciano de unos setenta y cinco años, que ocupaba esa sede desde 1806. Quizás no será inútil indicar aquí los rumo­res y las habladurías que habían circulado acerca de su persona cuando llegó por primera vez a su diócesis.

Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del Parlamento de Aix, nobleza de toga. Se decía que su padre, pen­sando que heredara su puesto, lo había casado muy joven. Se decía que Carlos Myriel, no obstan­te este matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia, aunque de estatura pe­queña, elegante, inteligente; y se decía que toda la primera parte de su vida la habían ocupado el mundo y la galantería.

Sobrevino la Revolución; se precipitaron los sucesos; las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidas, acosadas, se dispersaron, y Carlos Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de tisis. No habían tenido hijos. ¿Qué pasó después en los destinos del señor Myriel?

El hundimiento de la antigua sociedad france­sa, la caída de su propia familia, los trágicos es­pectáculos del 93, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y de soledad? Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que a su vuelta de Italia era sacerdote.

En 1804 el señor Myriel se desempeñaba como cura de Brignolles. Era ya anciano y vivía en un profundo retiro.

Hacia la época de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia lo llevó a París; y entre otras personas poderosas cuyo amparo fue a soli­citar en favor de sus feligreses, visitó al cardenal Fesch. Un día en que el Emperador fue también a visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesa­la se halló al paso de Su Majestad Imperial. Napo­león, notando la curiosidad con que aquel ancia­no lo miraba, se volvió, y dijo bruscamente:

¿Quién es ese buen hombre que me mira?

Majestad ‑dijo el señor Myriel‑, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira.

Esa misma noche el Emperador pidió al carde­nal el nombre de aquel cura y algún tiempo des­pués el señor Myriel quedó sorprendido al saber que había sido nombrado obispo de D.

Llegó a D. acompañado de su hermana, la se­ñorita Baptistina, diez años menor que él. Por toda servidumbre tenían a la señora Maglóire, una cria­da de la misma edad de la hermana del obispo.

La señorita Baptistina era alta, pálida, delgada, de modales muy suaves. Nunca había sido bonita, pero al envejecer adquirió lo que se podría llamar la belleza de la bondad. Irradiaba una transparencia a través de la cual se veía, no a la mujer, sino al ángel.

La señora Magloire era una viejecilla blanca, gorda, siempre afanada y siempre sofocada, tanto a causa de su actividad como de su asma.

A su llegada instalaron al señor Myriel en su palacio episcopal, con todos los honores dispues­tos por los decretos imperiales, que clasificaban al obispo inmediatamente después del mariscal de campo.

Terminada la instalación, la población aguardó a ver cómo se conducía su obispo.

II

El señorMyriel se convierte

en monseñor Bienvenido

El palacio episcopal de D. estaba contiguo al hos­pital, y era un vasto y hermoso edificio construido en piedra a principios del último siglo. Todo en él respiraba cierto aire de grandeza: las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones interiores, el patio de honor muy amplio con galerías de arcos según la antigua costumbre florentina, los jardines plantados de magníficos árboles.

El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín atrás.

Tres días después de su llegada, el obispo visi­tó el hospital. Terminada la visita, le pidió al direc­tor que tuviera a bien acompañarlo a su palacio.

‑Señor director ‑le dijo una vez llegados allí‑: ¿cuántos enfermos tenéis en este momento?

Veintiséis, monseñor.

‑Son los que había contado ‑dijo el obispo.

‑Las camas ‑replicó el director‑ están muy próximas las unas a las otras.

‑Lo había notado.

‑Las salas, más que salas, son celdas, y el aire en ellas se renueva difícilmente.

‑Me había parecido lo mismo.

‑Y luego, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, el jardín es muy pequeño para los conva­lecientes.

También me lo había figurado.

‑En tiempo de epidemia, este año hemos teni­do el tifus, se juntan tantos enfermos; más de ciento, que no sabemos qué hacer.

‑Ya se me había ocurrido esa idea.

‑¡Qué queréis, monseñor! ‑dijo el director‑: es menester resignarse.

Esta conversación se mantenía en el comedor del piso bajo.

El obispo calló un momento; luego, volvién­dose súbitamente hacia el director del hospital, preguntó:

¿Cuántas camas creéis que podrán caber en esta sala?

‑¿En el comedor de Su Ilustrísima?¾ exclamó el director estupefacto.

El obispo recorría la sala con la vista, y pare­cía que sus ojos tomaban medidas y hacían cálcu­los.

‑Bien veinte camas ‑dijo como hablando con­sigo mismo; después, alzando la voz, añadió: Mirad, señor director, aquí evidentemente hay un error. En el hospital sois veintiséis personas repar­tidas en cinco o seis pequeños cuartos. Nosotros somos aquí tres y tenemos sitio para sesenta. Hay un error, os digo; vos tenéis mi casa y yo la vuestra. Devolvedme la mía, pues aquí estoy en vuestra casa.

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