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Los miserables (título original en francés: Les misérables) es una novela del político, poeta y escritor francés Victor Hugo publicada en 1862, considerada como una de las obras más conocidas del siglo XIX. La novela, de estilo romántico, plantea a través de su argumento un razonamiento sobre el bien y el mal, sobre la ley, la política, la ética, la justicia y la religión.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Victor Hugo
LOS MISERABLES
PRIMERA PARTE FANTINA
LIBRO PRIMERO Un justo
LIBRO SEGUNDO La caída
LIBRO TERCERO El año 1817
LIBRO CUARTO Confiar es a veces abandonar
LIBRO QUINTO El descenso
LIBRO SEXTO Javert
LIBRO SEPTIMO El caso Champmathieu
LIBRO OCTAVO Contragolpe
SEGUNDA PARTE COSETTE
LIBRO PRIMERO Waterloo
LIBRO SEGUNDO El navío Orión
LIBRO TERCERO Cumplimiento de una promesa
LIBRO CUARTO Casa Gorbeau
LIBRO QUINTO A caza perdida, jauría muda
LIBRO SEXTO Los cementerios reciben todo lo que se les da
TERCERA PARTE Marius
LIBRO PRIMERO París en su átomo
LIBRO SEGUNDO El gran burgués
LIBRO TERCERO El abuelo y el nieto
LIBRO CUARTO Los amigos del ABC
LIBRO QUINTO Excelencia de la desgracia
LIBRO SEXTO La conjunción de dos estrellas
LIBRO SEPTIMO Patron Minette
LIBRO OCTAVO El mal pobre
CUARTA PARTE Idilio en calle Plumet y epopeya en calle Saint Denis
LIBRO PRIMERO Algunas páginas de historia
LIBRO SEGUNDO Eponina
LIBRO TERCERO Cuyo fin no se parece al principio
LIBRO CUARTO El encanto y la desolación
LIBRO QUINTO ¿Adónde van?
LIBRO SEXTO El 5 de junio de 1832
LIBRO SEPTIMO La grandeza de la desesperación
QUINTA PARTE Jean Valjean
LIBRO PRIMERO La guerra dentro de cuatro paredes
LIBRO SEGUNDO El intestino de Leviatán
LIBRO TERCERO Javert desorientado
LIBRO CUARTO El nieto y el abuelo
LIBRO QUINTO La noche en blanco
LIBRO SEXTO La última gota del cáliz
LIBRO SEPTIMO Decadencia crepuscular
LIBRO OCTAVO Suprema sombra, suprema aurora
I
En 1815, era obispo de D. el ilustrísimo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, un anciano de unos setenta y cinco años, que ocupaba esa sede desde 1806. Quizás no será inútil indicar aquí los rumores y las habladurías que habían circulado acerca de su persona cuando llegó por primera vez a su diócesis.
Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del Parlamento de Aix, nobleza de toga. Se decía que su padre, pensando que heredara su puesto, lo había casado muy joven. Se decía que Carlos Myriel, no obstante este matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia, aunque de estatura pequeña, elegante, inteligente; y se decía que toda la primera parte de su vida la habían ocupado el mundo y la galantería.
Sobrevino la Revolución; se precipitaron los sucesos; las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidas, acosadas, se dispersaron, y Carlos Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de tisis. No habían tenido hijos. ¿Qué pasó después en los destinos del señor Myriel?
El hundimiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos espectáculos del 93, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y de soledad? Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que a su vuelta de Italia era sacerdote.
En 1804 el señor Myriel se desempeñaba como cura de Brignolles. Era ya anciano y vivía en un profundo retiro.
Hacia la época de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia lo llevó a París; y entre otras personas poderosas cuyo amparo fue a solicitar en favor de sus feligreses, visitó al cardenal Fesch. Un día en que el Emperador fue también a visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesala se halló al paso de Su Majestad Imperial. Napoleón, notando la curiosidad con que aquel anciano lo miraba, se volvió, y dijo bruscamente:
¿Quién es ese buen hombre que me mira?
Majestad ‑dijo el señor Myriel‑, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira.
Esa misma noche el Emperador pidió al cardenal el nombre de aquel cura y algún tiempo después el señor Myriel quedó sorprendido al saber que había sido nombrado obispo de D.
Llegó a D. acompañado de su hermana, la señorita Baptistina, diez años menor que él. Por toda servidumbre tenían a la señora Maglóire, una criada de la misma edad de la hermana del obispo.
La señorita Baptistina era alta, pálida, delgada, de modales muy suaves. Nunca había sido bonita, pero al envejecer adquirió lo que se podría llamar la belleza de la bondad. Irradiaba una transparencia a través de la cual se veía, no a la mujer, sino al ángel.
La señora Magloire era una viejecilla blanca, gorda, siempre afanada y siempre sofocada, tanto a causa de su actividad como de su asma.
A su llegada instalaron al señor Myriel en su palacio episcopal, con todos los honores dispuestos por los decretos imperiales, que clasificaban al obispo inmediatamente después del mariscal de campo.
Terminada la instalación, la población aguardó a ver cómo se conducía su obispo.
en monseñor Bienvenido
El palacio episcopal de D. estaba contiguo al hospital, y era un vasto y hermoso edificio construido en piedra a principios del último siglo. Todo en él respiraba cierto aire de grandeza: las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones interiores, el patio de honor muy amplio con galerías de arcos según la antigua costumbre florentina, los jardines plantados de magníficos árboles.
El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín atrás.
Tres días después de su llegada, el obispo visitó el hospital. Terminada la visita, le pidió al director que tuviera a bien acompañarlo a su palacio.
‑Señor director ‑le dijo una vez llegados allí‑: ¿cuántos enfermos tenéis en este momento?
Veintiséis, monseñor.
‑Son los que había contado ‑dijo el obispo.
‑Las camas ‑replicó el director‑ están muy próximas las unas a las otras.
‑Lo había notado.
‑Las salas, más que salas, son celdas, y el aire en ellas se renueva difícilmente.
‑Me había parecido lo mismo.
‑Y luego, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, el jardín es muy pequeño para los convalecientes.
También me lo había figurado.
‑En tiempo de epidemia, este año hemos tenido el tifus, se juntan tantos enfermos; más de ciento, que no sabemos qué hacer.
‑Ya se me había ocurrido esa idea.
‑¡Qué queréis, monseñor! ‑dijo el director‑: es menester resignarse.
Esta conversación se mantenía en el comedor del piso bajo.
El obispo calló un momento; luego, volviéndose súbitamente hacia el director del hospital, preguntó:
¿Cuántas camas creéis que podrán caber en esta sala?
‑¿En el comedor de Su Ilustrísima?¾ exclamó el director estupefacto.
El obispo recorría la sala con la vista, y parecía que sus ojos tomaban medidas y hacían cálculos.
‑Bien veinte camas ‑dijo como hablando consigo mismo; después, alzando la voz, añadió: Mirad, señor director, aquí evidentemente hay un error. En el hospital sois veintiséis personas repartidas en cinco o seis pequeños cuartos. Nosotros somos aquí tres y tenemos sitio para sesenta. Hay un error, os digo; vos tenéis mi casa y yo la vuestra. Devolvedme la mía, pues aquí estoy en vuestra casa.
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