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Inmerso en una crisis matrimonial, Jon Keller asiste a un congreso en un remoto y mastodóntico hotel de Suiza cuando llegan noticias de diversos ataques nucleares. La situación mundial parece apocalíptica, las noticias son confusas y las comunicaciones no tardan en interrumpirse. Ante la incertidumbre y el presunto caos que reinan en el exterior, veinte huéspedes optan por permanecer en el hotel, que arrastra su propia leyenda negra. Entre ellos empezarán a aflorar tensiones y comportamientos paranoicos. Para acabar de complicar las cosas, el descubrimiento del cadáver de una niña en un depósito de agua empujará a Jon a dar con el culpable en medio de un clima extremadamente enrarecido y peligroso.
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Título original: The Last
© Hanna Jameson, 2019.
© de la traducción: Pilar de la Peña Minguell, 2019.
© de esta edición digital: RBA Libros, S. A., 2019. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO543
ISBN: 9788491874577
Composición digital: Newcomlab, S. L. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
Anotaciones desde L’Hôtel Sixième, Suiza
Día 3
Día 6
Día 6 (2)
Día 8
Día 18
Día 20
Día 21
Día 22
Día 26
Día 27
Día 40
Día 48
Día 49
Crónica de los primeros meses
Día 50
Día 50 (2)
Día 50 (3)
Día 51
Día 52
Día 53
Día 54
Día 54 (2)
Día 55
Día 58
Día 58 (2)
Día 59
Día 60
Día 60 (2)
Día 60 (3)
Día 61
Nathan
Día 62
Día 62 (2)
Día 62 (3)
Día 63
Día 63 (2)
Día 63 (3)
Día 64
Día 64 (2)
Día 64 (3)
Días 64/65
Día 66
Día 66 (2)
Día 66 (3)
Día 66 (4)
Día 66 (5)
Día 67
Día 68
Día 68 (2)
Día 68 (3)
Día 68 (4)
Día 69
Día 70
Día 70 (2)
Día 70 (3)
Día 70 (4)
Día 70 (5)
Día 70 (6)
Día 70 (7)
Día 71
Día 71 (2)
Día 72
Día 73
Día 73 (2)
EN MEMORIA DE LEE
Siempre se renovarán los enemigos dispuestos a destrozar, poco a poco, nuestro hermoso mundo, como si se tratara de las ruinas de una civilización antigua por entre cuyos muros medio derruidos silban el viento y la lluvia. Cada día se desgajará un nuevo pedazo, hasta que solo un montón de piedras señale el lugar donde una vez, en tiempos mejores, estuvo. Mientras, nosotros participamos en ese juego cruel, pues creemos que podremos reconducirlo. Me entristece pensar en cuál será el final.
HANS KEILSON,
La muerte del adversario
Nadia me contó, en una ocasión, que pasaba las noches en vela pensando en que algún día llegaría a enterarse del fin del mundo por medio de una notificación en el móvil. Aunque no fue precisamente el célebre discurso de Kennedy sobre la espada de Damocles, recuerdo ese momento palabra por palabra.
A mí me pasó justo hace tres días, mientras disfrutaba de un desayuno de cortesía.
Estaba sentado junto a la ventana, contemplando el bosque invasor, así como el sendero despejado que bordeaba el edificio y conducía al aparcamiento de la parte trasera.
Había un murmullo de fondo, de varias parejas y de una o dos familias que se marchaban temprano del hotel, pero yo era el más madrugador de los asistentes al congreso. Aunque la noche anterior nos habíamos quedado bebiendo hasta tarde, había procurado no alterar mi rutina, por mucho que me fastidiara.
No estaba previsto que nos alojáramos en ese hotel: el congreso iba a celebrarse en un lugar situado un poco más cerca de Zúrich, más al norte, pero ocho meses antes se había producido un incendio en el establecimiento elegido. El traslado se organizó sin grandes complicaciones a L’Hôtel Sixième, del que habíamos comentado en broma que se hallaba en medio de la nada y que era un tostón llegar hasta allí.
Yo estaba leyendo el primer capítulo de En qué consiste el fotorreconocimiento: evolución jurídica y operativa del espionaje aéreo y tomando notas para una serie de ponencias que iba a impartir, con el móvil en silencio.
Junto a mí, un zumo de naranja a mi izquierda y un café solo. Había derramado un poco de café en el mantel tras bebérmelo deprisa para que me rellenaran la taza. Esperaba a que me trajeran unos huevos Benedict.
Lo que más me apena es lo trivial de la situación.
Nadia me había mandado su último mensaje de texto a las once y media de la noche. Decía: «Me parece que mis compañeros de profesión están haciendo más mal que bien. ¿Cómo puede seguir gustándole esto a alguien? Te echo muchísimo de menos: tú siempre sabes qué decirme cuando estoy así. Me siento mal por cómo lo dejamos. Te quiero».
No respondí a su crisis de fe porque pensé que mi tardanza no le extrañaría. Ella sabía que por la diferencia horaria probablemente ya estuviera durmiendo. Quería meditarlo y contestarle algo prudente y tranquilizador por la mañana: que aún era necesario un periodismo de excelencia, que todavía podía mejorar las cosas... Algo por el estilo. A lo mejor era preferible que le mandara un correo electrónico.
Todos pensábamos que teníamos tiempo. Ahora ya no podemos enviar correos electrónicos.
Un ruido extraño estalló en una de las mesas cercanas, un aspaviento agudo. Aquella mujer no dijo nada, solo gritó.
Levanté la mirada y la vi sentada con su pareja, supuse, observando el móvil.
Como todos los que estábamos en el comedor, pensé que se había emocionado con algún mensaje o alguna foto y retomé la lectura de mi libro. Pero, al cabo de pocos segundos, añadió:
—¡Han bombardeado Washington!
Yo ni siquiera había querido asistir al maldito congreso.
No recuerdo bien lo que sucedió en las horas siguientes, pero cuando empecé a indagar en el móvil, a mirar las notificaciones y consultar las redes sociales, vi que Nadia había acertado de pleno. Había ocurrido tal y como ella temía. De hecho, los titulares son casi lo único que recuerdo ahora mismo.
ÚLTIMA HORA: ATAQUE NUCLEAR EN CURSO SOBRE WASHINGTON. SEGUIREMOS INFORMANDO.
ÚLTIMA HORA: LOS EXPERTOS CALCULAN UNAS DOSCIENTAS MIL VÍCTIMAS.
ÚLTIMA HORA: CONFIRMADO, EL PRESIDENTE Y SU EQUIPO ENTRE LOS FALLECIDOS POR LA EXPLOSIÓN NUCLEAR. A LA ESPERA DE MÁS INFORMACIÓN.
Luego llegaron imágenes aéreas, de Londres, y todos vimos, en tiempo real, cómo los edificios se desvanecían bajo la clásica columna de nubes. Eran las únicas imágenes disponibles, así que las vimos una y otra vez. No parecían ni mucho menos tan reales como los titulares. Puede que un exceso de películas sobre el tema nos hubiera insensibilizado a todos. Costaba creer que una ciudad entera pudiera evaporarse así, tan rápido, tan silenciosamente.
Cayó un avión a las afueras de Berlín, y solo supimos que dicha ciudad había desaparecido porque una de las pasajeras subió a internet un vídeo del desplome. Entraría polvo en los motores. No recuerdo lo que decía porque lloraba y no hablaba inglés. Seguramente se estaba despidiendo.
ÚLTIMA HORA: ESTALLA UNA BOMBA NUCLEAR EN WASHINGTON; SE TEME QUE HAYA CIENTOS DE MILES DE MUERTOS.
ÚLTIMA HORA: EL PRIMER MINISTRO CANADIENSE PIDE CALMA ANTE EL ATAQUE NUCLEAR EN ESTADOS UNIDOS.
ÚLTIMA HORA: ESTADOS UNIDOS SIN GOBIERNO MIENTRAS LA BOMBA NUCLEAR DEVASTA WASHINGTON.
A lo mejor debía considerarme afortunado de poder presenciar el fin del mundo por internet en lugar de tener que vivirlo, reaccionar a una explosión o a la sirena que la anunciara.
Nosotros aún no hemos desaparecido. Han pasado tres días e internet no funciona. Desde que me enteré de la noticia he estado encerrado en mi habitación, observando lo que alcanzo a ver del horizonte a través de mi ventana. Si pasa algo, haré lo que pueda por describirlo. Más allá del bosque diviso kilómetros y kilómetros, así que supongo que, cuando nos toque, recibiré algún aviso. Aunque tampoco tenga de quién despedirme aquí.
¿Cómo es posible que no respondiera al mensaje de Nadia? ¿Cómo pude pensar que aún tenía tiempo?
Supongo que debería seguir anotándolo todo. Las nubes tienen un color extraño, pero puede que las vea así por la conmoción. A lo mejor son normales.
También he empezado a señalar los días que llevamos sin sol y sin lluvia. Ya van cinco.
La probabilidad de que se nos eche encima el fin del mundo parece menor ahora, pero como internet no funciona, ni tampoco hay cobertura móvil, ignoramos lo que está ocurriendo en el resto del mundo. En cualquier caso, ya no me paso el día mirando por la ventana. Tengo que comer.
He hablado con unos conocidos en el comedor, donde algunos empleados siguen sirviendo comidas, y me han dicho que tienen pensado marcharse a pie. Yo voy a esperar a que vengan a buscarnos o a que se haga público algún protocolo oficial de evacuación. Sin internet ni televisión no hay forma de saber cuándo será eso. Pero alguien vendrá.
Lo que he escrito antes era mentira: sí quería venir al congreso. Me apetecía alejarme un poco de Nadia y de mis hijas. Sería absurdo mentir ahora, sabiendo que podría morir en cualquier momento.
Si alguna vez lees esto, Nadia: lo siento. Lo siento muchísimo.
No tengo claro que vayan a venir a buscarnos.
El tiempo sigue igual.
He ido a dar una vuelta por el hotel y me he encontrado con dos personas que se habían suicidado colgándose del hueco de la escalera. Dos hombres. No sé quiénes eran. Dylan, el jefe de seguridad del hotel, me ha ayudado a enterrarlos en el jardín. Otros huéspedes nos han acompañado con velas, a modo de funeral improvisado.
Cuando volvíamos del entierro le he preguntado a Dylan si vendría alguien a recogernos. Me ha dicho que no, que probablemente no, pero que no quería que cundiera el pánico. Mientras tanto, al menos mantenemos una especie de rutina. Bajamos a desayunar, a comer y luego nos encerramos en nuestras respectivas habitaciones.
Me pregunto si seguirá habiendo bombardeos, si alguno de ellos nos alcanzará. ¿No sería preferible? Es esa incertidumbre lo que llevo peor.
Hoy he caído en la cuenta de que puede que no vuelva a ver a Nadia, a Ruth, a Marion. Ni a mi padre y a su mujer, ni a mis alumnos, ni a mis amigos. Ni siquiera están ya mis compañeros de congreso. Se han ido.
Siento náuseas. No sé si por la radiactividad o por qué.
De momento, la radiactividad no ha matado a nadie.
No van a venir a buscarnos. Está clarísimo que no habrá evacuación.
Dylan y un par de hombres más han salido esta mañana armados con rifles de caza y han vuelto con un ciervo. Deduzco que pasaremos aquí un tiempo. He contado cuántos estábamos en el comedor a la hora del desayuno y somos veinticuatro. Hay, por lo menos, dos niños pequeños y una pareja de ancianos, uno de los cuales no oye nada.
¿Eso es todo? Me refiero para la humanidad. ¿Soy el único superviviente que toma notas sobre el fin del mundo? No estoy seguro de si preferiría haber muerto.
El tiempo no mejora.
Hay una médica en el hotel. Aún no sé cómo se llama.
Me he enterado de su existencia porque una mujer francesa se ha tirado por la escalera. Se ha atado los cordones de un zapato con los del otro y ha rodado escaleras abajo con su pequeña en brazos. Por desgracia, la doctora no ha podido salvar a la madre, pero la niña ha sobrevivido. Una pareja de japoneses ha estado cuidando de ella.
He mantenido otra conversación con Dylan. Está pensando en cortar la luz y el gas en los últimos pisos cuando termine esta semana. No sabe cuánto tardaremos en quedarnos sin suministro y prefiere reservar la electricidad para conservar la comida congelada en los próximos meses, y el gas para cocinar.
Hace un rato, mientras cenábamos, hemos votado la propuesta. Cuando Dylan ha expuesto el asunto de la comida, todos han secundado la decisión y se ha cortado la luz y el gas de todas nuestras habitaciones. Aun a principios de julio, lo primero que he notado ha sido el frío que hace ahora.
Han muerto dos más. La pareja de ancianos ha saltado por la ventana de la última planta. Dadas las circunstancias, no se lo censuro, salvo por la odisea que supuso para nosotros tener que limpiarlos y enterrarlos.
He observado que los huéspedes han empezado a charlar en las comidas. Hasta ahora nadie había hablado con nadie.
Creo que conozco a uno de ellos: una chica rubia. No tengo claro de qué, porque no estaba en el congreso. Que yo sepa, ella es el otro único estadounidense que queda, pero no hemos hablado. Parece que prefiere estar sola.
Hay un hombre, Patrick, que se aloja en mi planta. A veces corre por el pasillo y pasa por delante de mi puerta. Resulta algo desconcertante oírlo trotar en plena noche.
Hoy, el joven barman australiano me ha dicho: «No es así como imaginaba que sería morir en una guerra nuclear, pero me alegro de que haya barra libre».
Estoy seguro de que anoche oí a alguien tocar la guitarra. Fui a dar un paseo, aterrador aun a la luz de las velas, e intenté localizar la habitación de donde venía la música. No pude. De hecho, no encontré a nadie. Catorce plantas, casi mil habitaciones y no vi ni oí a una sola persona. Este sitio es mucho más grande de lo que pensaba. Me inquieta.
Querida Nadia:
Ya ha pasado un mes y supongo que jamás leerás esto. Ni siquiera sé si seguirás viva, pero, mientras haya una mínima esperanza de que leas estas notas, quiero que sepas que te merecías algo mucho mejor que yo. Puede que hasta tú lo hayas visto claro al final.
Siento no estar a tu lado ni siquiera cuando se acaba el mundo. Llego tarde, ¡para variar! Nunca se me ha dado bien estar donde debo estar en el momento oportuno. Lamento que hayas tenido que soportar todos mis defectos. Todo lo que admiro en nuestras hijas lo han heredado de ti.
Por favor, mantente a salvo como puedas, el tiempo que sea posible.
Siento haber dado por supuesto que hubiera tiempo.
Te quiero. No dejaré de hacerlo. Te prometo que, aunque no sea en esta vida, de algún modo te encontraré.
Tuyo,
JON
Llevo un tiempo sin salir de la habitación. Estaba demasiado deprimido para escribir ni ver a nadie. Hoy he salido después de una semana. He ido a dar un paseo por el jardín.
Le he preguntado por el cielo al barman, Nathan, y coincide conmigo en que las nubes tienen un color raro.
—Color de herrumbre —me ha dicho.
La médica, que ahora sé que se llama Tania, había salido a correr por los alrededores del bosque. Se ha detenido a nuestro lado y ha mirado al cielo también. Hace muchísimo frío. Ninguno de nosotros había traído suficiente ropa de abrigo para adaptarse al brusco final de este verano, y de la civilización.
—¿Habláis de las nubes?
—Sí, son raras, ¿verdad? —ha dicho Nathan.
—Anaranjadas —ha respondido ella, tapándose los ojos como solía hacerse, aunque ahora no haya sol.
—Me alegra no ser el único que lo ve así —he dicho yo—. Creía que la conmoción me provocaba alucinaciones.
—¿Pensáis que es por... la radiactividad? —ha preguntado Nathan.
—No. Será por el polvo y los escombros de las explosiones. Pasaría lo mismo si un asteroide se estrellara contra la Tierra. —Hemos seguido mirando las nubes hasta que ella ha empezado a tener frío y a temblar—. Espeluznante —ha dicho, mientras se dirigía hacia el interior—. Pronto empezarán a morir los árboles.
El tiempo no mejora.
«¡No te derrumbes!».
Voy a seguir escribiendo. Tengo la sensación de que, si no lo hago, me sentaré a esperar la muerte.
Por el doctor Jon Keller
Hace tiempo que el agua sale algo turbia y sabe rara, así que Dylan, Nathan y yo hemos subido a la azotea a echar un vistazo a los depósitos.
Dylan es uno de los pocos empleados del hotel que no ha salido huyendo. Negro y alto, de cuarenta y muchos años, con una sonrisa contagiosa y el pelo rapado por los lados y por detrás, se ha convertido en nuestro líder por defecto después de la explosión. Conoce el hotel y los alrededores mejor que nadie porque lleva más de veinte años trabajando aquí. Cuando habla inglés, lo hace con una potente voz de barítono y casi sin acento. No sé de dónde es. Puede que suizo.
—Algún pájaro muerto —ha dicho mientras subíamos los quince tramos de escalera—. Andarán buscando agua también.
Ojalá hubiera sido solo un pájaro muerto.
He tenido que parar en el rellano de la décima planta y sentarme en mi caja de herramientas. Nathan ha hecho lo mismo.
A Dylan no le ha importado esperar a que recobráramos el aliento.
—¿Cómo te mantienes en forma? —le ha preguntado Nathan.
—Con mucho esfuerzo.
—Eso lo explica todo. ¿Y tú, Jon? —me ha preguntado a mí.
—Ah, yo mantengo esta impresionante ausencia de músculo sin esfuerzo alguno —he dicho, mirándome el cuerpo—. Mi trabajo era muy sedentario. Tenía que leer y pensar mucho.
—Ni me imaginaba lo mal que se nos iba a dar esto hasta que intenté encender un fuego sin la ayuda de un mechero —ha soltado Nathan—. No podía creer que nadie supiera hacerlo. A ver, sabía que yo no, pero pensaba que alguien podría.
—Yo siempre he odiado ir de acampada —ha dicho Dylan—. Para mí, unas vacaciones no lo son del todo si no puedes sentarte en albornoz y tomarte en paz un aguardiente.
—A mí tampoco me han gustado nunca las acampadas —he coincidido yo.
—Pues yo siempre he detestado el aguardiente —ha terciado Nathan.
He sonreído.
—Me parece que ir de acampada solo les encanta a los críos. Yo tengo dos niñas y me ha tocado ir más veces de lo que me hubiera gustado.
—¿Cuántas habrían sido? —me ha preguntado Dylan.
—Ninguna.
Nathan ha reído. Es un australiano delgaducho, mestizo, que antes llevaba el bar del hotel. Tiene unos párpados muy gruesos y una voz extrañamente monótona que, de buenas a primeras, lo hace parecer apático, aunque sea una de las personas más animadas y optimistas del grupo. Aún consigue hacernos reír, algo muy difícil ahora mismo.
—No sabía que tuvieras hijos —ha dicho Dylan, dejando por fin su caja de herramientas en el suelo—. Yo tengo una hija.
—¿De qué edad? —le he preguntado.
—De treinta.
—¿Dónde... eh, dónde está?
—Vivía en Múnich con su marido. —No ha hecho falta que nos explicara lo que eso significaba—. ¿Las tuyas?
—Están en San Francisco con su madre. Tienen seis y doce años.
—¿Y qué hacías tú aquí? ¿Habías venido al congreso?
—Sí.
—Pensaba que se habían ido todos.
—Sí, muchos de los que han intentado llegar al aeropuerto eran compañeros míos, conocidos de otras universidades.
—Pensé que la mayoría de ellos volvería —ha dicho Nathan, levantándose otra vez—. Cuando se dieran cuenta de que... Nunca he entendido por qué se fueron. Dijeron que no había vuelos, que las carreteras iban a ser una locura. Tendrían que haber vuelto más.
—No, yo creo que una vez que te vas, ya no vuelves —ha opinado Dylan, cogiendo su caja de herramientas.
—A mí me sorprendió que se fueran todos —ha dicho Nathan—. Tantos. ¿Adónde pensaban volar?
Me he levantado, he apoyado la caja de herramientas en la cadera y he seguido subiendo las escaleras.
—Muchas personas confunden movimiento con progreso —ha dicho Dylan—. A mí me pareció mala idea, pero ¿qué íbamos a hacer: retenerlos a la fuerza? No estaban preparados para enfrentarse a la verdad.
Mientras Dylan sacaba su juego de llaves, me he recostado en la pared. El aire allí arriba era demasiado denso, repleto de polvo y de últimos suspiros. Apestaba. Detestaba las escaleras, pero, claro, los ascensores hacía dos meses que habían dejado de funcionar, desde el primer día.
—Confundir movimiento con progreso. Ojalá unos cuantos hubieran pensado como tú mucho antes —he dicho—. Nos habríamos evitado todo esto.
—No andas desencaminado, Jon. ¿Dónde estabas tú cuando la gente necesitaba un candidato cuerdo al que votar?
No he sabido qué decir.
Nos hemos dispersado por la azotea y dirigido cada uno a un depósito. Había cuatro cilindros inmensos con escalerillas laterales. Me he metido una pala por el cinturón y he empezado a subir la mía.
He tenido que quitarme los guantes para poder agarrarme bien a los peldaños y hacía un frío horrible. Pensaba que ya sabía lo que significaba pasar frío, pero ninguno era comparable con este. Resultaba constante e invasivo. Te recomponía la estructura del cuerpo y de pronto te veías caminando con la cabeza gacha, los hombros encogidos, encorvado, todo el tiempo.
Al llegar arriba me he vuelto para contemplar el bosque, los jardines de abajo. Se respiraba un aire limpio, pero las nubes eran muy bajas y todo estaba a oscuras. Durante mi primera noche en el hotel, oía el zumbido de los insectos desde la tercera planta. Ahora los árboles estaban en silencio, secándose y marchitándose, a pesar de ser agosto. No había pájaros, la quietud era absoluta. Se tardaba más de una hora en llegar a la ciudad más próxima y después no había más que kilómetros y kilómetros de bosque.
No recordaba la última vez que había visto un sol en condiciones. A veces lo vislumbraba entre las nubes, como si se escondiera, danzarín, solo visible en forma de triste esfera bidimensional tras una veladura gris.
Me pregunté cuáles de mis compañeros habrían logrado llegar al aeropuerto y qué habrían encontrado allí. No todos habían cogido el coche enseguida. Los que se marcharon a pie más tarde, solos o en grupos de dos o tres, habían subestimado muchísimo la frondosidad del bosque y el frío que hacía. Yo había intentado detener a algunos, pero ya nadie atendía a razones.
Tampoco antes, la verdad. Por eso estábamos así.
Se me ha hecho un nudo en la garganta que me ha cortado la respiración.
He tragado saliva para deshacerlo.
—¿Vas bien por ahí? —me ha gritado Dylan.
He agarrado el asa de la tapa y me han dolido los dedos, pues se me estaban entumeciendo. No podía sentir ni los labios ni la nariz.
—¡Sí, sí! ¡Es que está muy dura! ¡No cede!
—¡Espera, que voy! Esta se abre bien —me ha dicho Dylan, y ha empezado a bajar por la escalerilla.
—¡No, creo que ya lo tengo!
He cogido la pala que llevaba a la espalda y la he clavado entre la tapa de la trampilla y el depósito. El ruido y el rechinar metálicos me han dado dentera. Luego, la tapa ha empezado a ceder y la he levantado cruzando la pala y haciendo palanca.
Oscuridad.
Tras reacomodarme en la escalerilla y procurar no pensar en la altura ni en el frío, he hundido la pala en el depósito con la mano derecha y he hurgado un poco. El agua estaba tan baja que apenas he rozado la superficie, pero no me ha parecido que hubiera animales muertos ni escombros dentro.
Pronto nos quedaríamos sin agua.
Esa discreta sensación de pánico que llevo instalada de forma permanente en el pecho desde hace dos meses ha aumentado de pronto, y me he mareado. Me pasa cada vez que me distraigo de lo que estuviera haciendo en ese momento. He tenido que atrincherarme en el presente y olvidarme del pasado y del futuro. Ha sido la única forma de mantenerme cuerdo.
—¡En este no hay nada! —he gritado, pero el viento se ha llevado mi voz.
He oído un «¡Joder!» aterrado y he mirado al otro lado de la azotea justo a tiempo para ver a Nathan resbalar y caer desde lo alto de la escalerilla.
De manera instintiva, he hecho ademán de socorrerlo y he pisado en falso. Al caer, he perdido de vista a Nathan, me he enganchado de un peldaño con el brazo derecho y, colgado del pliegue del codo, me he estampado ruidosamente contra el depósito.
Me ha recorrido el pecho y la clavícula un dolor tan agudo que he pensado que me habría dislocado el hombro. Pero no. Ha aguantado el tirón. Con los dedos ensangrentados, he recuperado el equilibrio y he visto que la pala había salido volando.
Nathan se estaba levantando del suelo. Se encontraba bien. Dylan se hallaba a su lado, tratando de recuperar el equilibrio también.
He bajado todo lo rápido que he podido y he cruzado corriendo la azotea.
—¿Qué ha pasado? ¿Estáis bien?
—Hay algo ahí dentro, en serio —ha dicho Nathan, remangándose las tres prendas para mirarse los brazos—. El depósito está casi vacío, pero hay algo dentro.
A Dylan parecía que le hubieran dado una paliza. Seguramente Nathan se le había caído encima.
—Creo que es un cadáver —ha dicho.
—¿Humano?
—Sí, eso me ha parecido... No sé, o de algún animal o algo así. Me he asomado para intentar sacarlo —ha dicho, luego se ha tapado la boca con la mano—. Era pequeño, pero no es un puto animal porque tenía pelo. Pelo de niña. Joder. ¿Cómo ha podido subir una niña ahí arriba?
—Una niña —ha repetido Dylan—. Por Dios.
He levantado la vista al depósito. Mide al menos seis metros. Puede que diez.
—¿Quién tiene las llaves de la azotea?
—Hay varias copias, pero solo las tienen los empleados —ha contestado Dylan, extrañado.
Nathan se ha sentado en el suelo, masajeándose los antebrazos y el tobillo derecho.
—Hay que cerrar el depósito, sacar esa cosa y limpiarlo porque..., mierda, estamos bebiendo de esa agua. Joder. ¡Joder! Voy a vomitar, no me puedo creer que hayamos estado bebiendo de ahí.
He tenido que apoyarme con una mano en el depósito para no desmayarme. Se me ha revuelto el estómago.
Incluso Dylan parecía alterado, pero se ha recompuesto antes que yo.
—Hay que abrir los otros depósitos —ha dicho—, abrirlos del todo, serrar la parte superior para que recojan el agua de la lluvia.
—Pero ¿aún llueve? —he preguntado.
Nos hemos mirado, pero ninguno parecía seguro. La verdad es que no podía recordar si había visto llover desde que empezó todo. Ese día hacía sol. Desde entonces, mi memoria no había registrado ningún cambio en el medio ambiente. Hemos estado viviendo bajo un manto permanente de nubes, unos días menos negruzcos que otros. Nada más.
—Bueno, hay que hacerlo igual. Si el tiempo no acompaña, tenemos un lago cerca, otros recursos. Pero antes que nada hay que sacar de ahí a esa cría. Nath, ve a por una lona o un plástico grande. Ve a buscar a Tania también. Jon, voy a necesitar la pala.
He ayudado a Nathan a incorporarse, se ha marchado de la azotea y al poco ha vuelto con una lona de plástico. Por el leve brillo de sus mejillas he sabido que había estado llorando.
Dylan ha cogido la pala y ha subido la escalerilla con la lona colgada del hombro. Menos mal que se ha ofrecido él y no lo hemos echado a suertes. Dudo que yo hubiera podido hacerlo.
Ya de regreso, mientras bajaba despacio, con el cuerpecillo envuelto en plástico debajo del brazo, me ha asaltado de nuevo la tristeza, y esta vez casi me tumba.
Nathan se ha apartado.
—¿Una cría? Por el tamaño, tendría siete u ocho años. No sé. —Dylan ha dejado el cadáver en el suelo—. ¿Dónde está Tania?
Cuando Nathan ha querido responder, no le salía la voz y ha tenido que carraspear.
—Está... Está atendiendo a alguien, pero me ha dicho que le bajemos el cadáver a su habitación.
—Una niña tan pequeña no ha podido subir ahí sola —he dicho sin poder apartar la vista de ella—. Alguien la ha metido.
—A lo mejor subió a buscar...
—No ha podido subir ahí sola —lo ha interrumpido Dylan—. A los tres nos ha costado levantar esas tapas, y somos hombres adultos.
—¿Cuánto tiempo crees que llevaba allí? —he preguntado.
—No sé. ¿Qué piensas tú?
—No sabría decirte.
El cuerpo se había deformado un poco, pero a mí la niña seguía pareciéndome humana. Casi viva, como preservada de algún modo. Tenía la piel con motitas grises y amarillas, algunos trozos verdes, pero no se había descompuesto mucho. Era lógico, teniendo en cuenta el notable descenso de las temperaturas. Lo único que se había podrido era su ropa.
—Entonces la han matado —he dicho al ver que nadie se atrevía a verbalizarlo—. La han asesinado.
Nathan ha empezado a temblar y me ha contagiado.
Me he envuelto el cuerpo con los brazos.
Dylan ha suspirado.
—Puede. Pero seamos realistas: no disponemos de medios para averiguar quién era. Sus padres debieron de marcharse hace tiempo. Por aquí nadie ha hablado de una niña desaparecida. Quienesquiera que fuesen, podrían haber dejado el hotel incluso antes de que empezara todo esto.
—¿Sin su hija? —Me he imaginado a mi hija Marion huyendo de la playa de Fort Funston y riendo—. No parece lógico.
Para quitarme esa imagen de la cabeza, me he acercado y he cogido a la niña en brazos, envolviéndola con el plástico duro como si durmiera. Ya la tenía en brazos cuando me he dado cuenta de que aún me sangraban las manos. Hacía un buen rato que no me las sentía.
—Ya la bajo yo —he dicho.
No pesaba casi nada.
Tania es el único médico del hotel y hemos tenido suerte de que se alojara aquí. Con el deterioro de nuestra alimentación y la demanda constante de medicamentos (como es lógico, casi todo el mundo ha pedido unos antidepresivos que no tenemos), está desbordada. Pero ¿quién iba a imaginarlo? Ella se muestra siempre muy digna. Tiene la piel morena y ahora lleva el pelo afro teñido de color púrpura, aunque he visto cambiar su estilo semana a semana.
En una de nuestras primeras conversaciones me dijo que se había criado en varias casas de acogida en Inglaterra y luego en Suiza, pero que también tenía familia en Nigeria y en Jamaica.
Me contó que su novio se había marchado el primer día, arriesgándose a huir por carretera, en contra de lo que aconsejaban los servicios de alerta, además de llevarse el coche consigo. Ella decidió no acompañarlo y se atiene a las consecuencias con un silencio regio. Desde entonces, no ha vuelto a hablar de él. Por eso no recuerdo su nombre.
Ha examinado el cadáver en una habitación que ha convertido en un quirófano improvisado y ha confirmado que, en efecto, era una niña de nueve años pero menuda y que llevaba muerta unos dos meses.
Me he sentado en una silla junto a la cama —la camilla de exploración improvisada por Tania— y me he envuelto una de las manos doloridas con la otra.
Dylan y Nathan han ido en busca de herramientas más pesadas con las que recortar la parte superior de los depósitos. Sería una obra colosal capaz de llevarles varios días, quizás incluso una semana. A mí me ilusionaba. Menos tiempo para pensar.
—¿Cómo murió? —he preguntado.
—No puedo saberlo. Tendría que hacerle una autopsia y nunca he hecho una, solo he visto hacerla. En realidad, nunca ha sido mi cometido.
Salvo que se emocione, cosa infrecuente, habla bajito, con voz suave. Para parecer más profesional, a lo mejor.
—No aprecio ninguna marca.
—Podría ser engañoso. El agua produce alteraciones curiosas en la carne, y aquí y aquí se ve cómo la piel se le ha empezado a abrir y a levantar. Pero estoy de acuerdo: no se aprecian marcas que pudieran sugerir un golpe en la cabeza o una estrangulación. Tampoco parece que sufriera ninguna agresión sexual, aunque eso es más difícil de saber.
—¿Hay alguna forma de comprobarlo? ¿Ahora?
Me ha mirado a los ojos.
—Sí.
He inspirado hondo.
—Entonces, murió más o menos hace alrededor de...
—Un par de meses, seguro, probablemente justo antes de que ocurriera todo, o poco después. Los cuerpos se descomponen más despacio en el agua, mucho más cuando hace frío, pero no hay forma de determinar el momento exacto de la muerte. Estoy convencida de que no ha sido recientemente. Me gustaría ver si hay agua en los pulmones.
—¿No sería eso lo normal?
Ha negado con la cabeza y ha seguido hablando sin mirarme.
—No, salvo que entrara en el depósito cuando aún respiraba.
Tania ha inspeccionado el material que tenía alineado en el tocador: una selección de todo el instrumental de primeros auxilios del hotel, más algunos cubiertos especiales. He visto un cuchillo de pescado y me he preguntado si lo habría usado ya.
Ha suspirado y se ha frotado la cara.
—Ojalá tuviera algunas de mis cosas. Me facilitaría mucho el trabajo.
—Haz una lista; podríamos buscarlas la semana que viene.
Dylan había organizado otra expedición para buscar comida, una en condiciones, a la ciudad, en vez de una cacería por el bosque. Según sus cálculos, en los próximos tres meses empezarían a escasear los víveres. También necesitábamos medicinas, más incluso que la comida. La farmacia más próxima estaba bastante lejos, cruzando el bosque, en un hipermercado, y no podíamos garantizar que no la hubieran saqueado ya.
Dylan dirigiría la expedición, y Tania se había ofrecido voluntaria, pero la habían rechazado por ser demasiado valiosa. Sí iba, en cambio, Patrick Bernardeaux, un francés musculoso y práctico que antes era dentista y que ahora pasaba buena parte de su tiempo corriendo. Adam, un joven inglés muy serio y que parecía fuerte, se había ofrecido también, al igual que Rob, otro joven inglés menos serio. También Tomi, la otra única estadounidense, estudiante de historia y urbanismo.
—Tenéis que centraros en conseguir las medicinas de todo el mundo.
—Si necesitas bisturís y...
—¿Y...? —me ha dicho con una sonrisa burlona.
—Esas cosas que usáis los médicos —he contestado, sonriente, luego me he acordado de que estábamos en presencia de una niña muerta y me he contenido—. En serio, haz una lista y echaré un vistazo. De todas formas, no es que yo sea el imprescindible del equipo. Soy mejor con mis ojos que...
—Sí, está claro que no vas a ser el músculo del grupo —me ha dicho, mirándome de arriba abajo—. Ibas en bici al trabajo tres o cuatro veces por semana, nadabas un poco quizá, pero, por lo demás, te pasabas la vida con un libro delante, ¿no?
—¿Cómo lo has sabido?
—Por cómo te sientas y caminas. Un ochenta por ciento de los pacientes que venían a mi consulta padecían dolores crónicos de espalda y de cuello por mala postura. Tú podrías haber sido uno. Aun así, a tu columna no le vendría mal un cambio de estilo de vida. ¿Qué te pasa en las manos? —me ha dicho, apartando la mirada del tocador y señalándome.
—Nada. He tenido que quitarme los guantes para poder subir la escalerilla, y no soy un buen alpinista.
Ha tapado a la niña con la lona de plástico, despacio, como una madre, y se ha acercado una silla.
—Déjame ver.
—Es poca cosa.
—Ya no podemos quitarle importancia a nada. No contamos con antibióticos suficientes para arriesgarnos a que se infecte. —Me ha cogido las manos, las ha vuelto por ambos lados, me ha examinado los nudillos despellejados y las palmas en carne viva, las uñas mordidas—. Vas a tener que limpiártelas muy bien. A saber qué bacterias habrá alrededor de esos depósitos. No es de extrañar que tengamos a gente enfermando.
He hecho una mueca.
Ella ha entrado en el baño de la habitación y ha titubeado.
—No estamos usando ahora el agua de ese depósito, ¿verdad?
—No, Dylan ha ido a cortarla.
—Bien. Ven aquí. Tengo que limpiarte con alcohol; te va a doler —ha dicho, encogiéndose de hombros, y con la cadera apoyada en el lavabo, lo ha llenado con un poco de agua y jabón.
El agua estaba helada. Cuesta expresar con palabras lo mucho que puede llegar a pesarte el hecho de que todo esté siempre tan frío. Desde hace dos meses no conozco otra cosa que el frío. Me he lavado las manos a conciencia y he vuelto a sentarme al lado de la niña muerta. Tania me ha cogido la mano derecha y ha empapado en alcohol una torunda de algodón.
—Entonces, ¿estabas aquí por el congreso? —me ha preguntado, iniciando una ensayada conversación intrascendente para distraerme—. ¿A qué te dedicabas?
—Era historiador. Daba clase en Stanford.
—¿Y de dónde es tu acento?
—Del sur. He vivido mucho tiempo en San Francisco, por eso es menos fuerte.
—¿A qué se dedicaba tu mujer? —me ha preguntado al verme la alianza.
—Es... Nadia era periodista. Era complicado, sobre todo con las niñas. Pero teníamos que trabajar los dos porque los alquileres eran carísimos. —De pronto he sonreído—. Se me hace raro hablar de cosas como el alquiler.
Ella se ha reído.
—Creo que una de cada dos conversaciones de las que antes solía tener era sobre precios de alquiler.
—O sobre las elecciones.
—Manifestaciones. Yo he ido a muchas.
—Sí, yo también, al final. —He sentido un calambre en la mano, una quemazón muy fuerte, y he estado a punto de retirarla—. No bromeabas cuando has dicho que me iba a doler. ¡Madre mía!
—Bueno, habéis sido vosotros los que lo habéis jodido todo —me ha dicho sin inmutarse, como si aquello fuera mi castigo—. Aquí, en Europa, estábamos bien, rezando para que no hicierais ninguna estupidez. Lo cierto es que el mundo entero ha sido bastante estúpido. Solo esperábamos que esa estupidez no fuera de la clase que podía acabar con el mundo.
He puesto cara de dolor y he retirado la mano. Nos hemos quedado sentados los dos un momento mientras el alcohol penetraba en mis nudillos. El mundo del que estábamos hablando parecía, con perdón por el tópico, un sueño. El presente era, en cambio, mucho más real que cualquier cosa que hubiera ocurrido antes. Me sentía muy despierto, dolorosamente despierto en comparación con el modo en que había vivido tan solo dos meses atrás.
—Dame la otra mano —me ha dicho, indicándola con un gesto.
—Necesito un segundo.
—¿Quieres escuchar un poco de música?
Al oír la palabra, he aspirado una porción grande de aire, porque mi portátil lleva semanas muerto y no he podido convencer a nadie para que me dejara cargarlo abajo.
—¿Tienes música?
—Sí, me he estado racionando la batería. Solo escucho una canción cuando siento... Para serte franca, solo escucho algo cuando siento que podría volverme loca si no lo hago.
—¡Sí! Me encantaría, si estás segura de que quieres malgastar la batería conmigo.
—No es malgastarla.
La última vez que oí música fue hace una semana, cuando sorprendí a Nathan escondido detrás de la barra escuchando algo, sentado en el suelo, donde nadie lo veía. Paró en cuanto me vio, avergonzado de estar gastando la batería del móvil en algo tan frívolo. Me dejó escuchar una canción. No recuerdo cuál, pero era country. Antes odiaba la música country, pero ahora me vale cualquier cosa. Ya no soy tan exigente.
No debería haberse sentido culpable cuando lo sorprendí: los que aún tienen móviles operativos saben, aunque se nieguen a reconocerlo, que no van a localizar a nadie con ellos. Yo ya no tengo el mío, pero porque soy imbécil.
Tania ha vuelto con un reproductor de MP3, uno de esos antiguos, pesados y rectangulares, y me ha pasado uno de los auriculares de botón. Me he inclinado hacia delante, con la cabeza a menos de treinta centímetros de la suya, mientras ella me cogía la otra mano en el regazo y me limpiaba con las torundas de algodón.
Hacía semanas que no me sentía tan a gusto. Para bochorno mío, me han dado ganas de llorar y me he puesto tenso.
—Lo sé —me ha dicho ella—. Se te mete muy adentro. Si quieres desahogarte, prometo no contárselo a nadie.
—¿Aún se aplica la confidencialidad entre médico y paciente?
—Claro, ¿por qué no?
—Es bonita, como un... —De nuevo ese dolor, agudo, aunque esa vez me lo esperaba—. Una especie de vals. ¿Es antigua?
—Tú sí eres antiguo. Es Rihanna.
—¿Esto es de Rihanna?
—Sí.
—No sabía que Rihanna sonara así.
—¿La has escuchado alguna vez?
—¿Es posible dar una respuesta que sea menos que nunca? —He conseguido no retirar la mano y Tania ha empezado a envolvérmela en un vendaje mínimo—. Cumplo treinta y ocho dentro de poco. Es posible que ya los tenga.
—A mí me rondan los cuarenta. Eso no es excusa.
Ha terminado de vendarme las manos y hemos esperado a que acabara la canción. Un escalofrío me ha recorrido los hombros, pero no tenía nada que ver con el frío. Ha sido agradable. La canción ha terminado y ella ha recuperado el auricular.
—Avísame si necesitas ayuda con la autopsia —le he ofrecido.
—¿En serio?
—Sí.
—Gracias, igual te tomo la palabra. Voy a procurar hacerla hoy. Una vez que está fuera del agua, ya no es muy higiénica; habría que enterrarla cuanto antes. —Se ha puesto en pie y ha levantado el plástico por el borde para echar otro vistazo—. De hecho, ¿me ayudas a trasladarla a otra habitación para que pueda recibir a mis pacientes por la mañana? Esto los va a desmoralizar.
—Claro.
Me ha mirado a los ojos, algo raro en ella.
—Eres una de las personas más serviciales de por aquí, ¿lo sabías? Te ofreces voluntario para todo. Ojalá los demás fueran así.
Me he encogido de hombros.
—¿Qué otra cosa se puede hacer?
—No padeces nada más, ¿verdad? ¿Algún otro síntoma?
—No.
Me ha mirado de arriba abajo, pero no ha insistido.
Me ha estado doliendo un poco una muela desde hace un día o dos, una del fondo, en el lado derecho de la boca, pero no lo he mencionado. No quería causarle más molestias. Además, me ha dado miedo que me propusiera sacármela, porque ya había tenido dolor para rato.
He preferido echarme una siesta. Indagaré más sobre la niña en otro momento.
La historia es solo la suma de su gente y, que yo sepa, podríamos ser los últimos.
Debería hablar un poco del hotel. L’Hôtel Sixième tiene trece plantas. Las dos o tres últimas están cerradas por obras, unas obras que ya nunca se terminarán. Hubo un tiempo en que la fachada era dorada, como también lo era el espléndido rótulo que hay sobre la entrada. En los ochenta y los noventa, atrajo a muchos huéspedes ricos, que utilizaban sus salas de conferencias. Pero había dejado atrás sus tiempos dorados y el número de huéspedes disminuyó muchísimo en los últimos diez años. Hay una escalera de incendios que se añadió durante un intento de remodelación hace unos pocos años. Por esa época se modernizó la mitad de las habitaciones, que ahora se abren con tarjeta; el resto, con llaves de las de antes.
Cuando cortamos la luz de las últimas plantas, los que seguíamos en el hotel (casi treinta al principio y unos veinte ahora) nos mudamos de las habitaciones remodeladas a las antiguas, con llave y cerrojo, por cuestión de seguridad. Las puertas que funcionaban con tarjeta llevaban unos imanes que las mantenían cerradas, de modo que nadie ha sido capaz de lograr que funcionen otra vez.
He observado que Dylan dispone de un registro de los que permanecemos en el hotel y que lo repasa todas las mañanas para hacer un seguimiento. Lo incluyo aquí como referencia propia, junto con las nacionalidades y ocupaciones que conozco. El único nombre que no figuraba era el suyo, claro. Lo he añadido al final.
Nathan Chapman-Adler, australiano, barman (empleado)
Tania Ikande, anglosuiza, médico
Lauren Bret, francesa, ocupación desconocida
Alexa Travers, francesa, ocupación desconocida
Peter Frehner, francés, ocupación desconocida
Nicholas van Schaik, holandés, ocupación desconocida
Yuka Yobari, japonesa, ocupación desconocida
Haru Yobari, japonés, ocupación desconocida
Ryoko Yobari, japonesa, menor
Akio Yobari, japonés, menor
Chloë Lavelle, francesa, menor
Patrick Bernardeaux, francés, dentista
Coralie Bernardeaux, francesa, dentista
Jon Keller, estadounidense, historiador
Tomisen Harkaway, estadounidense, estudiante universitaria
Adam Warren, inglés, ocupación desconocida
Rob Carmier, inglés, estudiante
Mia Markin, rusosuiza, recepcionista (empleada)
Sasha Markin, rusosuizo, camarero (empleado)
Sophia Abelli, suiza, chef (empleada)
Dylan Wycke, suizo, jefe de seguridad (empleado)
Tomi, la estudiante estadounidense, que residía en Leiden, Países Bajos, me dijo que estaba escribiendo una tesis sobre el hotel. Antes del fin del mundo llevaba un mes viviendo ahí, entrevistando a los empleados, sacando fotografías. Está bronceada, es alta, atlética, guapa, pero de una forma agresiva y brusca que me incomoda. Creo que le gusta incomodar a la gente para tenerlo todo bajo control.
O, a lo mejor, yo pretenda justificar mi incomodidad insinuando que es algo general. No me hagáis mucho caso.
Antes de enterrar a la niña fui a hacerle unas preguntas sobre el hotel. Ella conoce mejor que yo la historia de este lugar y quiero darle a esta crónica cierta solidez. Que si alguien lo lee, sepa que hemos estado aquí.
Hablamos un rato en el bar. Observé que aún tenía los dientes perfectos.
—He visto que tú también escribes —me dijo, sosteniendo su propia carpeta de apuntes—. Te hace sentir más normal, ¿verdad?
—Podría ser importante.
—No lo va a leer nadie —me replicó.
—Eso no lo sabemos.
—Claro que sí. —Cruzó las piernas—. ¿De dónde es tu acento?, ¿de Misisipi?
—Me crie en Misisipi, pero vivía en San Francisco.
—Eso lo explica todo. Yo soy de Ohio. Creo que he oído hablar de ti. ¿Diste una ponencia en la estatal de California?
Cierto: la había dado.
—Trabajaba en Stanford, podría ser.
—¡Lo sabía! Yo me gradué en Berkeley.
—Puede que diera una charla sobre...
—El vuelo fallido del U-2.
No sé por qué, me irritó que me recordara.
—Sí, me parece que sí.
Se rio de mí.
—Oye, que se habló mucho de lo mono que eras, pero, por lo que recuerdo, también dijiste cosas muy interesantes. —No contesté. Rio—. Venga, relájate. Va, ¿qué querías preguntarme? No te quedes ahí exhibiendo tu desaprobación académica.
—¿Qué te llamó la atención de la historia del hotel?
—Bueno, ya sabes que este establecimiento es conocido por sus suicidios y sus muertes inexplicables. Incluso por un par de asesinatos que hubo en los ochenta y los noventa. Los últimos dueños son bastante sospechosos, difíciles de localizar. Este sitio se ha vendido y revendido mucho a consecuencia de su mala prensa. También porque una vez se alojó aquí un asesino en serie. Mi trabajo... Bueno, lo que pretendía hacer durante mi estancia era, más que nada, escribir biografías de personas que hubieran muerto aquí.
—¿Se alojó aquí un asesino en serie?
—No mató a nadie en el hotel. Aquí fue donde lo atraparon.
Hablaba con soltura y mirándote a los ojos más de lo natural. Habría sido una gran presentadora de telediarios y probablemente habría terminado convirtiéndose en una famosa historiadora televisiva.
Por inercia, fui a coger una bebida que no tenía y enseguida aparté la mano vendada.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó.
—He estado echándole una mano a Dylan con una cosa.
—¿Con qué? ¿El Club de la Lucha?
—¿Quién es el actual propietario del hotel?
Puso un poco los ojos en blanco.
—Eran dos: Baloche Braun y Erik Grosjean. Braun le compró a Grosjean su parte, y llevaba un tiempo intentando venderlo, pero nadie se lo había querido comprar. No pude averiguar mucho de Grosjean; de ninguno de los dos, en realidad, pero Braun procedía de una antigua familia de petroleros, hijo de ricachones. Casi todos sus negocios fracasaron discretamente hasta que compró este sitio.
—Las muertes inexplicables y los asesinatos... —dije—. ¿Qué pasó? Quiero decir, ¿cómo murieron esas personas?
—Hubo muchos ahogamientos, personas que morían en la bañera, que se metían en un lago y no se las volvía a ver jamás. Una cantidad sorprendente de sobredosis, un montón, y algunos accidentes de caza. Muchos maridos y novios a los que un día se les cruzaba un cable y mataban a sus mujeres y novias, aunque por aquella época apenas se le diera difusión.
Fui a coger otra vez la bebida y me encontré de nuevo con el hueco vacío. Éramos las dos únicas personas que había en el bar, sentados en cómodos sillones verdes, rodeados de caoba y oro, de galas raídas por los bordes. Casi todos se quedaban en su habitación durante el día para estar más calentitos. Solo a aquellos a los que aún nos preocupaba la organización, el edificio y la compañía se nos veía deambulando por el hotel o reunidos en el bar y el comedor. Me apetecía muchísimo una copa, pero Nathan guardaba el alcohol como oro en paño.
—Creo que tengo lo que buscas —me dijo Tomi, y sacó una petaca y la puso en la mesa entre los dos.
—¿Qué es?
—¿Te importa?
Desenrosqué el tapón y me lo puse debajo de la nariz. Whisky.
—¿Lo has robado?
—Cuando todo se fue a la mierda, tuve claro que yo me quedaría aquí hasta el final. No soy imbécil, aunque lo parezca —dijo, señalándose el pelo rubio y la cara—. Así que, mientras todo el mundo iba corriendo de un lado a otro, intentando ponerse en contacto con sus seres queridos y coger aviones que no iban a despegar, yo fui recolectando cosas que sabía que necesitaría.
Caí en la cuenta de que a lo mejor tenía más antibióticos.
—Una reacción extremadamente serena ante el fin del mundo.
—Es la conmoción lo que atonta a la gente. Además, no creo que esto sea el fin del mundo. Estamos siendo bastante civilizados, ¿no te parece?
—¿No has intentado ponerte en contacto con nadie?
Enarcó las cejas.
—Como he dicho, no soy imbécil. Puede que necesite la batería del móvil para sobrevivir en algún momento. Tenía claro que todos los que se encontraban en grandes ciudades o cerca de ellas seguramente habrían muerto.
Me dejó sin respiración y di un sorbo para no tener que contestar. Ni siquiera saboreé el primer trago.
Estaba casi convencido de que ella había votado a ese tío.
—Lo siento, sé que algunos aún no lo habéis digerido —dijo, cruzando de nuevo las piernas. Yo dejé la petaca en la mesa, consciente de que no lo sentía en absoluto—. ¿Tu mujer y tú tenéis hijos? —me preguntó, mirándome de pronto la alianza y de nuevo a la cara.
—Sí —contesté.
—Lo siento.
Estuve a punto de volcar la maldita mesa para estrangularla. Hacía meses que no tenía un arrebato así y odié la parte animal de mi ser de la que procedía. Ella también lo notó. Me lo vio en la cara y me miró con altivez. En lugar de sucumbir a la ira, agarré de nuevo la petaca y bebí un buen trago de whisky.
El líquido que me bajó ardiendo por la garganta hasta el estómago vacío me relajó. Cerré los ojos un segundo y esperé a que el alcohol neutralizara la rabia.
Me dieron ganas de preguntarle si le gustaba provocar a la gente o si la razón por la que no había llamado a nadie era que no quería a nadie, pero no quise dejarle claro que me desconcertaba.
—El que muera el último de los dos debería incorporar a su proyecto el trabajo del otro —dijo.
—¿Y por qué iba a hacer yo algo así?
—¡Vaya, tienes claro que voy a morir primero! —No me lo había planteado. Lo había dicho sin pensar—. Entre dos narradores de poco fiar, podríamos conseguir un relato medio preciso —dijo.
—Yo no soy de poco fiar. Es mi deber ser todo lo objetivo posible.
—Los hombres siempre os creéis objetivos y pensáis que los demás albergamos algún interés especial. Me encantaría leer tu trabajo para ver lo mucho que te estás esforzando por convencer a tus futuros lectores de que eres un tío cojonudo. Bueno, da igual, era solo una idea —dijo con indiferencia.
Piqué el anzuelo.
—¿No haces tú lo mismo?
—¿El qué?
—Intentar convencer a tus futuros lectores de que eres buena persona.
—Una vez muerta, me preocupará aún menos que ahora lo que la gente piense de mí. Déjame adivinarlo: cuando escribas sobre esta conversación me pintarás como una chica rubia, de ojos azules y sexi, porque los escritores tenéis que hacer eso por ley. Después admitirás que, a pesar de todo, te desagrado y que eso me resta atractivo a tus ojos y, por último, procurarás diluir esa reacción universalizándola o justificando tu sesgo. Crees que eso te convertirá en un tío liberal y digno de confianza, pero no hará más que poner de manifiesto que te avergüenzas demasiado de tu legado. Llevas escrito «Este es mi momento» en la cara.
Con aquel comentario consiguió arrancarme una sonrisa, lo reconozco.
—¿Y cómo me has descrito tú a mí? —pregunté.
Echó un vistazo a sus apuntes.
—«Lleva un palo metido por el culo. Una especie de Harrison Ford jovencito pero en plan empollón. Me da que no echó ni un polvo en el instituto por rarito, por su educación religiosa y/o porque seguramente estaba gordo». Luego lo redactaré. Dime, ¿he dado en el clavo?
—Ni te has acercado —mentí.
Me excusé porque quería ayudar a Tania con la autopsia. Cuando me volví a mirar a Tomi, la vi sentada en el sillón, con las piernas cruzadas, garabateando algo. Entonces caí en la cuenta de que, en algún momento, nos quedaríamos sin bolígrafos y de que, posiblemente, ella ya lo hubiera pensado: seguro que tenía un montón escondidos.
Vomité cuando no llevábamos siquiera ni un minuto y medio de autopsia y tuve que marcharme. Quedé fatal. Oí a Tania reírse mientras estaba inclinado sobre su lavabo, sujetándome con brazos temblorosos.
En mi defensa diré que no encuentro palabras para describir el olor que despidió el cadáver cuando Tania abrió a la niña con una sierra, del pecho al ombligo, y retiró las dos grandes solapas de carne. Jamás había visto un cuerpo humano tan descompuesto.
Cogí una silla y me senté a la puerta de la habitación, inspirando hondo repetidas veces. Dylan y Nathan esperaban abajo para ayudarnos a enterrarla cuando hubiéramos terminado.
Al cabo de una hora o así, apareció Tania, acalorada, con los guantes manchados de porquería y de sangre ennegrecida. Ese día la notaba cansada.
—Vale, esta no es mi especialidad —dijo, frotándose la frente con el dorso de la mano—. No tengo claro lo que la mató, pero, por el estado de sus pulmones, concretamente por la ausencia de agua en ellos, parece improbable que se ahogara. No puedo hacer un análisis de tóxicos, pero es posible que estuviera drogada. Puede que sufriera un infarto inducido químicamente o algo por el estilo. No veo traumatismos reseñables en la cabeza ni en la garganta. Mi única certeza es que no pudo subir a la azotea y meterse en el depósito ella sola. Solo tengo conjeturas. Lo siento.
—No lo sientas. Con eso sabemos que probablemente estuviera muerta cuando entró en el depósito.
Sonrió y se quitó los guantes.
—No vas a averiguar quién lo hizo. Sabes que hace tiempo que se fueron.
—Puede que sí y puede que no. —Me levanté—. ¿Nos la podemos llevar?
—Sí, ya la he cosido.
—Gracias por tu ayuda. No tenías por qué hacerlo. Bastante tienes con atender a los vivos.
—Es mi trabajo. No pretendo heroicidades, créeme.
Se quitó el poncho que llevaba, lo examinó y se dispuso a meterlo en una bolsa de basura.
Miré más allá, a través de la puerta, al cadáver que estaba en la mesa e intenté recordar un pasaje de las Escrituras o cualquier texto religioso para darle sentido a aquellas manitas sin vida que me daban ganas de estrechar porque no soportaba pensar en el miedo que debía de haber pasado la pobre. En cambio, me vino a la cabeza una frase de Graham Greene: «A fin de cuentas, ¿por qué habríamos de esperar que Dios castigue a los inocentes prolongándoles la vida?».
Tania volvió a la puerta y me miró preocupada.
—¿Te encuentras bien? Te están rechinando los dientes. No te duele nada, ¿verdad?
—No, estoy bien —mentí, mientras me llevaba la mano a la mandíbula para masajearme la zona de la muela que me dolía—. Es el estrés.
Supe entonces que tendría que preguntarle a Tomi dónde escondía su alijo de pasta de dientes. A mí me quedaba poquísima y ya solo la usaba en días alternos. Me fastidiaba porque, para eso, tendría que volver a hablar con ella, y yo ya la había tachado de mercenaria despiadada. Además, había dado en el blanco con respecto a su evaluación biográfica, y eso también me reventaba.
Bajamos a la niña y la enterramos en el jardín, junto con los demás. Cada tumba está marcada con una pequeña cruz de madera. Un par de palitos sujetos con un trocito de cuerda, nada espectacular, y el nombre escrito con rotulador indeleble. Las flores que las adornan son de pega, de nuestras habitaciones. Van envueltas en lazos blancos con la siguiente frase: «Disfrute de su estancia en nuestro hotel».
He convencido a Dylan para que me deje las llaves de los despachos de recepción a fin de que pueda empezar mi investigación. Esta mañana ha ido a asegurarse de que el depósito donde encontramos a la niña seguía cerrado, lo que resulta un alivio: ya no estamos bebiendo de esa agua.
Me he encerrado en el despacho y he sacado todas las carpetas y los libros de registro que he encontrado, los he apilado en un escritorio y me he sentado. Estaba todo en silencio. El ambiente me resultaba familiar.
Primero he buscado el listado de reservas de un par de semanas antes de que terminara todo, justo la semana anterior a que los asistentes a nuestro congreso empezaran a registrarse en el hotel. Nosotros habíamos contado con un montón de reservas que tuvieron lugar a principios del verano, no en temporada alta. He marcado todas las reservas que hubo con niños, he descartado las que incluían una cuna supletoria y he terminado con una breve lista de seis familias.
Luego ha venido la parte difícil. He vuelto a subir a la azotea, pero esta vez me he llevado a Nathan conmigo, junto con una cuerda, una muda de ropa y una linterna.
—¿Qué crees que vas a encontrar? —me ha preguntado mientras ascendíamos por la escalerilla de nuevo.
—Puede que nada. Solo quiero ver si hay alguna evidencia que pasáramos por alto la primera vez.
—De modo que te ocupas de la investigación... Me gusta.
—¿No crees que deberíamos averiguar quién era la niña? Fue asesinada. La persona que lo hizo podría seguir entre nosotros.
—¡Venga ya!
He mirado por encima del hombro y he detectado su escepticismo.
—¿Por qué no?
—Casi todos se largaron enseguida. Si hubieras asesinado a alguien, ¿te habrías quedado con un grupo pequeño arriesgándote a que te descubrieran?
He abierto la puerta de la azotea, que estaba cerrada con llave. Por suerte, hoy hacía más calor. Y no soplaba el viento. No he tenido que fruncir el ceño ni poner cara de frío.
—Piénsalo bien: ¿por qué no ibas a quedarte? —le he dicho mientras me ayudaba a atarme la cuerda a la cintura—. Es el fin del mundo. Dudo mucho que la policía vuelva a venir por aquí. El asesino ni siquiera debió de pensar que alguien fuera a encontrar el cadáver. Se cree a salvo. ¿Eso no te... inquieta un poco?
Ha puesto una cara rara.
—¿No? ¿Eso es malo?
—¿Y entonces? ¿El bien y el mal ya no existen?
—No, es solo que, a menos que a alguien le diera por empezar a asesinar a gente ahora, a mí no me va a quitar el sueño.
—Alguien ha sido asesinado.
—Vale, de acuerdo, he subido contigo, ¿no? —me ha dicho como rindiéndose—. Venga, terminemos con esto cuanto antes. Tengo un poco de maría que te vendrá bien.