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Arizona Adams necesitaba ayuda económica, y no un marido. Pero descubrió que Declan, el hombre que deseaba convertirse en su esposo, la había estado ayudando económicamente durante meses. No podía pagarle de ninguna manera, así que no tuvo más remedio que aceptar su proposición... aunque puso sus condiciones. Cuando llegaron las navidades, los sentimientos de Arizona hacia él habían cambiado y quiso modificar los términos del contrato matrimonial. Declan siempre había deseado a Arizona, pero ella se había casado con su mejor amigo. Por fin, tenía la oportunidad de hacerla suya... primero se casarían y después lograría su amor.
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Seitenzahl: 209
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1996 Lindsay Armstrong
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Matrimonio verdadero, n.º 1235 - febrero 2015
Título original: Married for Real
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5787-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Publicidad
Arizona Adams dejó caer el sombrero negro sobre la silla, cruzó la sala de estar y se detuvo frente al espejo situado sobre la chimenea para quitarse las horquillas. Su cabellera castaña cayó sobre sus hombros, como en una cascada. El cabello era espeso, abundante, ligeramente ondulado y lo suficientemente dócil como para peinarlo en muy distintas formas. Su difunto marido, que había fallecido hacía exactamente un año y cuyo funeral acababa de celebrar, comentaba con frecuencia que sus cabellos tenían vida propia.
Miró con detenimiento su imagen en el espejo. Llevaba un conjunto muy elegante. El vestido negro y estrecho le llegaba a los tobillos y estaba parcialmente cubierto por una larga chaqueta color crema. A su marido, sin duda, le habría gustado aquel atuendo. Solía decir que tenía un estilo diferente y que cualquier cosa que se pusiera, fuera lo que fuera, le sentaba bien. Era ella quien elegía su propio vestuario y, por alguna extraña razón, generalmente daba en el clavo. Como su madre decía, siempre hacía las cosas a su manera. Claro que resultaba irónico que fuera su madre la que dijera aquellas palabras, por lo general con tono de reproche, cuando, por poner un ejemplo, había elegido el nombre de su única hija porque se había encaprichado con una canción dedicada al estado de Arizona. La joven contempló su imagen reflejada en el espejo. Estaba tensa, insegura, triste; le inquietaba no saber si podría continuar su vida como hasta aquel momento.
Se apartó de la chimenea y consultó el reloj. Eran casi las seis de la tarde, por lo que aún le quedaban otras seis horas más, ¿iría?
Así fue. Apareció cinco minutos después.
Arizona oyó el timbre de la puerta justo después de quitarse la chaqueta y agarrar el sombrero. Se quedó inmóvil hasta que Cloris abrió la doble puerta corredera de la sala.
–Lo siento, Arizona, sé que no quieres que nadie te moleste, pero es el señor Holmes y no me atreví a decirle que estabas indispuesta –dijo la mujer, inquieta.
–Está bien, Cloris –respondió Arizona resignada, dejando caer suavemente la chaqueta y el sombrero con exagerado cuidado–, estoy segura que el señor Holmes es un hombre duro al que no se le puede negar nada.
Cloris sonrió. Esperaba de la vida algo más que ser ama de llaves, pero a pesar de ello, era una magnífica gobernanta.
–Estuvo en el funeral, aunque llegó al final. No creo que mucha gente se haya dado cuenta de su presencia. Yo sí, porque estaba sentada en las últimas filas y porque, bueno… así es el señor Holmes –dijo, gesticulando.
–Sí, así es el señor Holmes –repitió Arizona–. Dile que entré, por favor, Cloris.
–¿Quieres que traiga algo para beber y picar? –preguntó la mujer esbozando una leve sonrisa.
–No –contestó rápidamente y con determinación Arizona.
Cloris abrió la boca para decir algo, pero optó por callarse al observar un destello fulminante en los ojos grises de su patrona. Diez segundos después, entraba Declan Holmes por la puerta de la sala. Se trataba sin duda de un hombre muy atractivo. Era alto y fuerte, con pelo oscuro y ojos azules irlandeses. Tenía una mirada ligeramente melancólica, a veces algo cínica, que no impedía que muchas mujeres se sintieran atraídas por él. A decir verdad, el efecto era exactamente el contrario. Arizona había reflexionado en aquella paradoja. Como era normal en él, estaba perfectamente arreglado, con un traje gris que no ocultaba sus anchos hombros, ni sus delgadas caderas, más bien resaltaba la posición de riqueza y poder que ostentaba.
–Hola, Declan, veo que te has decidido a venir –dijo Arizona con frialdad, tratando de llevar las riendas de la situación.
Declan enarcó una ceja antes de responder mirándola a los ojos.
–Suelo cumplir con mi palabra. ¿Cómo te encuentras? Espero que me hagas el honor de tomar algo conmigo.
Ella se limitó a asentir con la cabeza.
–Te hará bien beber algo. Ha sido un día duro –continuó él.
–Y supongo que aún va a serlo más –respondió Arizona.
–Ya veremos. ¿De verdad creías que no vendría? Pensaba que me conocías un poco mejor –dijo Declan tranquilamente.
–Me extraña que digas eso cuando apenas nos conocemos.
–Eso, querida, no es del todo cierto. Sería más justo decir que nos hemos estado observando en la distancia desde que nos conocimos, hace ya unos años. O dicho en otros términos, Arizona, yo te he estado observando y estoy completamente seguro de que te has dado cuenta de ello.
Arizona se puso tensa. Deseaba desmentir sus palabras, pero desgraciadamente, a pesar de que él nunca había dado un paso en falso, por alguna razón se había percatado del interés que mostraba por ella. Había habido ocasiones, desde el mismo día en que se conocieron, en que sus miradas se habían encontrado y ella había sentido que algo por dentro respondía a su interés, pero siempre había tratado de ignorar aquellos sentimientos. En otras ocasiones, ella había logrado esquivar sus miradas, pero era consciente de que aquel hombre sabía, de una u otra forma, la respuesta que en su cuerpo provocaba su mera presencia… A pesar de ello, no pensaba admitirlo de ninguna de las maneras.
–Muchos hombres me observan –se limitó a responder ella.
–Es el inconveniente de ser tan guapa.
–Me da igual que me tomes por vanidosa –dijo Arizona, encogiéndose de hombros.
–En realidad no creo que lo seas. Pero estoy hablando absolutamente en serio. Y todos esos hombres, ¿te suelen pedir la mano con frecuencia? –preguntó Declan con malicia.
Arizona sintió un gran alivio al oír que alguien llamaba a la puerta. Era Cloris, acalorada y decidida, una situación muy poco frecuente, aunque cuando se producía le daba aspecto de pequeño bulldog con rizos rubios. Empujaba un carrito de ruedas lleno de bebidas y aperitivos y se quedó en la puerta sin quitar la vista a su patrona, que suspiró visiblemente aliviada.
–Pasa, Cloris –dijo en un tono suave.
Cloris tardó unos minutos en servir todo lo que había en el carrito y se marchó no antes de escuchar unas cálidas palabras de agradecimiento de Declan Holmes que la hicieron enrojecer aún más.
En cuanto se cerró la puerta, el hombre se dirigió de nuevo a Arizona.
–¿Puedo servirte algo de beber y sentarnos a discutir las cosas de una manera más cómoda?
En realidad, su mirada seguía siendo un tanto burlona.
Arizona respiró profundamente, frunció el ceño y se sentó.
–Gracias, un brandy seco –dijo con determinación.
Declan sirvió dos, uno se lo pasó a Arizona y después se sentó justo enfrente de ella.
–¡Salud! Bueno, he venido con el propósito de pedir tu mano tal y como te prometí hace un año –dijo suavemente, y dio un trago a su bebida antes de dejar el vaso sobre la mesa.
–Veo que no has sido capaz en estos doce meses de reflexionar lo grosero que estuviste cuando el año pasado, en el entierro de mi marido, me hiciste tal propuesta –replicó ella.
–Todo lo contrario. Creo que he sido de lo más cortés al avisarte de mis intenciones con un año de antelación, máxime teniendo en cuenta que tu anterior matrimonio fue de conveniencia, Arizona.
–¿Cómo te atreves a decir eso? –dijo enfadada y mirándolo fijamente a los ojos.
–Examinemos las circunstancias, querida. No olvides que conocía perfectamente a Pete. Llegaste a Scawfell sin un penique, para trabajar como gobernanta para cuidar a cuatro niños huérfanos de madre y antes de un año te casaste con su padre, que, por cierto, te doblaba la edad. Todo esto pasó a ser tuyo –dijo duramente el hombre señalando con un gesto lo que los rodeaba.
–No es como dices: todo es de los niños como bien sabes o deberías saber, ya que eres el albacea –respondió enojada Arizona.
–Me da lo mismo. Tú tienes el uso y disfrute al menos hasta que te vuelvas a casar, Arizona, lo que significa que puedes seguir utilizando esta propiedad de la manera que te de la gana, tal y como estás acostumbrada –dijo Declan, observando sus desnudos brazos. Después, bajo la mirada poco a poco por el exquisito y elegante vestido negro que llevaba puesto.
–No tenía ni idea de ello, no sabía que así lo había dispuesto en su testamento. Por otro lado, no creo que desde la muerte de Pete me haya acostumbrado a nada más que hacerme cargo de sus hijos y…
–¿Cómo se encuentran? –interrumpió él.
–Bien. ¿Por qué no les preguntas a ellos qué tal les cría su madrastra? –dijo Arizona fríamente.
–Jamás te he acusado de ser una mala madrastra –respondió él tratando de apaciguar los ánimos.
–Solo de ser una cazafortunas –dijo la mujer, cada vez más enojada.
–Bueno, entonces ¿por qué lo hiciste?
–¿El qué? ¿Casarme con Pete? Eso no te incumbe, Declan, y siento decirte que tendrás que acostumbrarte a vivir con esa duda.
–¿Incluso cuando estés casada conmigo?
Arizona parpadeó varias veces antes de responder.
–Considerando lo buen amigo que eras de Pete, ¿no crees que ha sido de muy mal gusto el haber estado observándome desde la distancia, tal y como antes has dicho, si es que no has ido aún más lejos?
–Desgraciadamente no podemos controlar las reacciones instintivas. Y por supuesto que nunca fui más lejos.
–¿Qué habría ocurrido si Pete no hubiera fallecido? –preguntó Arizona.
Él frunció el ceño.
–¿Quién sabe? Quizás me hubiera hartado de observarte, aunque no estoy seguro de ello. O quizás tú te hubieras cansado de Pete.
Arizona hizo como si no hubiera escuchado aquello.
–Y te quieres casar conmigo a pesar de que crees que me casé con Pete para aprovecharme de su fortuna. Nada de esto tiene sentido.
–Creo que está todo perfectamente claro. Soy mucho más rico de lo que Pete jamás fue, lo que me convierte en el candidato perfecto para pedir tu mano, a cambio, claro, de que me reserves ese maravilloso y sexy cuerpo para mi uso exclusivo –dijo observándola de arriba abajo con una mirada insolente.
–¡Esto es increíble! Es más, ¡es diabólico!. ¡Estas hablando de un negocio, de nada más…! –gritó Arizona, a pesar de su firme propósito de mantenerse calmada.
–Creí que entendías perfectamente este tipo de negocios, Arizona.
–A pesar de lo que puedas pensar, Declan, sentía una extrema admiración por Pete –dijo mientras se ponía en pie tratando de controlar sus nervios.
–Pero no estabas enamorada de él –replicó su interlocutor, reclinándose sobre el asiento mientras la observaba tranquilamente.
–Yo… –Arizona se detuvo unos instantes antes de continuar y lo miró directamente a sus ojos azules–. No fue un amor apasionado, si es que la pasión existe. Pero sí, lo quería a mi manera, de una forma y con un compromiso que no puedo imaginar contigo –los ojos grises de Arizona centellearon retadores.
–Quizás a mí me llegues a querer de otra manera.
–De qué hablas, ¿de amor o lujuria? –preguntó ella con insolencia.
–A veces, ambos términos son difíciles de separar, Arizona –respondió él.
–Como en este caso, supongo.
Una ligera sonrisa se dibujó en los labios de Declan, a la vez que se incorporaba en su asiento. Agarró su bebida y dio un sorbo. Guardó unos segundos de silencio antes de responder.
–Bueno, querida, creo que ha llegado el momento de que hablemos con claridad. La complicada situación en la que se halla la herencia de Pete ha sido finalmente aclarada, pero mucho me temo que el resultado no es bueno en absoluto.
Arizona frunció el ceño.
–¿A qué te refieres?
–Seguramente, tú no te hayas dado cuenta de nada, pero Scawfell está seriamente hipotecada. A pesar de que tu marido fuera uno de los más famosos y relevantes arquitectos del país, no contrató ningún seguro, y, claro, ha ocurrido lo irremediable…
Arizona no daba crédito a lo que estaba oyendo.
–¿Qué estás diciendo? –preguntó sorprendida.
–Trato de explicarte que, a pesar de que se tratara de un arquitecto fantástico, era terrible como hombre de negocios. Además, en cuestión de finanzas era muy discreto y ni tan siquiera yo sabía la situación complicada que atravesaba o lo imprudente de sus inversiones. En resumidas cuentas, la única manera de que sus hijos puedan conservar algo de su patrimonio es vender la finca, y aun así, no está muy claro si quedará algo después de pagar las deudas.
–No lo entiendo. Nunca me mencionó ni una sola palabra al respecto…, tampoco yo pregunté. Pero nunca lo vi angustiado ni preocupado por sus finanzas –susurró la mujer; a su pesar, las palabras le salían a trompicones.
–En realidad, nada de esto hubiera ocurrido si no hubiera fallecido tan inesperadamente.
–Pero…, ¡es terrible! Fue horrible que los niños perdieran a su padre de esa manera, en un accidente de coche, después de perder a su madre poco antes por culpa de aquella larga enfermedad. No tienen, ni siquiera, un pariente vivo… –dijo levantándose sin percatarse de que él la vigilaba estrechamente, sin quitarle el ojo de encima.
–Por eso, como albacea, accedí a que se quedaran contigo, Arizona. No tienen a nadie más, ningún abuelo vivo, y al ser sus padres hijos únicos carecen de tíos o tías.
–Ya lo sé. Y perder también Scawfell…, ¿estás seguro? –preguntó Arizona horrorizada.
–Siento estar tan seguro de ello.
–Entonces…¿qué haremos? Ben está dando mucha lata en estos momentos… –la joven se detuvo bruscamente, mordiéndose el labio inferior.
–¿Cómo se encuentran los demás? –preguntó Declan.
Arizona cerró los ojos fuertemente antes de responder.
–Estoy convencida de que ningún niño de quince años puede comportarse de otra manera cuando ha pasado por el trauma de Ben…
–Oh, por supuesto –respondió Declan Holmes convencido–. ¿Y qué me dices de los mellizos y de Daisy?
–¿Cómo los encontraste tú el mes pasado, en tu última visita? –preguntó inquieta Arizona.
–¿Te refieres a mis visitas mensuales en las que tú siempre te las arreglas para no estar presente y así evitarme? Encontré a Daisy… como siempre, y a los mellizos contentos con las maquetas que les traje. Ben no estaba en casa.
–Sarah y Richard parece que lo han superado bastante bien, al fin y al cabo se tienen el uno al otro –dijo Arizona refiriéndose a los hijos mellizos de Pete de diez años de edad– . A Daisy le costó muchos meses aceptar que su padre ya no volvería a casa, entonces se pasó unos días sin parar de llorar pero creo que ya lo está superando, aferrándose a mí, pero yo estoy a su disposición a todas horas. El problema es Ben.
–¿Por qué?
–Está siempre de mal humor y no le interesa lo más mínimo el colegio. Parece como si odiara el mundo entero, excepto su caballo, y solo a veces.
–Ya veo.
–Es una respuesta de gran ayuda –dijo Arizona después de una pausa.
–Creí que no necesitabas mi ayuda.
–Y no la necesito, pero tú insististe en preguntar por ellos. Mira, esto no nos conduce a ninguna parte. ¿Cómo demonios nadie ha sido capaz de informarme sobre la situación en la que estábamos? –dijo impaciente.
–La situación real no la supe hasta después de un tiempo. Hubo inversiones que tardaron cierto tiempo en hundirse.
–Pero hay algo que no entiendo, ¿de qué hemos vivido hasta ahora? –preguntó perpleja.
Declan Holmes tomó aire antes de responder.
–Espero que no me odies demasiado, Arizona, pero fue gracias a mi ayuda.
–¿Quieres decir que has estado manteniéndonos?
–Exactamente.
–¿Pero por qué no me dijiste nada?
–Por varios motivos, Arizona. No quise poner a los chicos en una situación más penosa de la que ya tenían, y pensé que para ti sería difícil continuar tu vida con normalidad si sabías lo que realmente estaba ocurriendo.
–¿Qué más razones tuviste para ocultármelo?
–Supongo que quise comprobar por mí mismo cómo te las arreglabas en estos doce meses.
–¿Y quién te asegura que no he tenido una legión de amantes durante este tiempo?
–¿Ha sido así?
Arizona resopló de pura desesperación.
–Espera, será mejor que no me respondas a eso. Sé que no ha sido así –dijo con una sonrisa burlona.
Arizona abrió la boca bruscamente aunque trató de mantener la calma antes de continuar.
–¿Me has estado siguiendo o algo parecido?
–Ni remotamente, pero tengo mis propias fuentes. En realidad, sé que lo que has hecho durante este tiempo es esperarme, querida.
–Supongo que no entra dentro de tus cálculos el que haya vivido doce meses sumida en la tristeza, sin el menor interés por comenzar ninguna otra relación –dijo la mujer, articulando cada palabra con dificultad.
–Espero que algún día pueda llegar a conocerte mejor, pero mientras tanto, Arizona, ¿deseas convertirte en mi esposa?
–No, por supuesto que no. Sería lo último que haría en esta vida. ¿Está claro? –dijo la joven con el mayor énfasis que pudo.
La mirada azulada de Declan no se alteró lo más mínimo.
–¿Ni siquiera si fuera la única forma de salvar Scawfell para los hijos de Pete?
Arizona sintió que su corazón latía fuertemente, que sus labios se secaban y que su respiración se hacía irregular. Tardó más de un minuto antes de responder con una voz que ni siquiera ella pudo reconocer.
–¿A qué te refieres?
–Te estoy diciendo que, si te casas conmigo, pagaré la hipoteca que hay sobre la finca para que así los niños tengan algo que heredar, además de conservar un entorno familiar donde puedan criarse. Yo me haré cargo de ellos como si fueran mis propios hijos, nuestros hijos.
–¿Estás hablando de criarlos como si fueran tuyos?
–Sí, como si fueran nuestros.
Arizona lo miró fijamente al tiempo que se humedecía los labios.
–¿Qué otra alternativa les queda? –preguntó decididamente.
–Bueno, está claro que nunca dejaría que los hijos de Pete murieran de hambre, pero tienes que tener en cuenta que un hombre soltero no puede hacerse cargo de ellos. Probablemente, tendríamos que trasladarnos a otro lugar y apenas tendría tiempo que dedicarles. Supongo que no me quedaría más remedio que contratar a una persona que se hiciera cargo de ellos y….
–Es el chantaje más vil que jamás he oído. ¿Por qué lo haces? –preguntó Arizona nerviosa.
–¿Cómo que por qué? Creí que lo había dejado suficientemente claro, querida, quiero que seas mía.
–¿Estás seguro de estar dentro de tus cabales? Puedo llegar a odiarte.
–Bueno, me arriesgaré.
–Todo esto es una locura. En esta situación, siempre tendré yo las de perder…
–No creo que el hecho de convertirte en mi esposa sea lo peor que pueda ocurrirte. Sin lugar a dudas, estás exagerando, Arizona. Míralo de esta forma: podrás conservar Scawfell y seguir cuidando a los niños a los que tanto quieres y que sin duda te necesitan. En eso es en lo que debes pensar, en eso y en nada más.
Arizona cerró los ojos unos instantes y pensó en lo que se convertiría su vida. Pensó en Daisy, que se había quedado huérfana de madre a los dos años de edad y que ni siquiera se acordaba ya de ella, porque ahora su madre era ella. También estaban Sarah y Richard, los alegres mellizos dependientes uno del otro. Y Ben, el pobre infeliz Ben, que todavía no había superado la muerte de su padre y contemplaba el mundo con cinismo y desencanto y cuyo comportamiento había empeorado últimamente… Abrió los ojos y miro fijamente a Declan Holmes.
–Por supuesto, serás dueña de tu vida sexual y tendrás a tu disposición todo el dinero que quieras, Arizona –dijo el hombre casi en un susurro.
–Estoy empezando a odiarte –respondió ella en el mismo tono.
Él esbozó una ligera sonrisa.
–Lo harás, ¿verdad?
–No tengo otra alternativa.
–No del todo. En cualquier caso, ¿cuándo?
–Creo que te dejaré escoger la fecha del enlace a ti mismo.
–¿Estás tirando la toalla, Arizona? –murmuró.
–No, se trata simplemente de demostrar el escaso interés que tengo en este negocio.
Declan frunció ligeramente el ceño.
–¿Qué te parece si celebramos el enlace dentro de un mes? Así daremos a los niños un tiempo para ir asimilándolo.
–Si eso es lo que quieres, acepto, supongo –respondió Arizona despectivamente.
–Eso te otorga el tiempo suficiente para huir del país o cometer cualquier otra tontería si tan repugnante te parece la idea.
–Declan, sabías desde el principio que podías retenerme aquí como si fuera tu rehén, ¿verdad?
–¿Qué quieres decir con eso exactamente? El tiempo pondrá las cosas en su sitio. ¿Por qué no me invitas, para empezar, a pasar el fin de semana en la hacienda con vosotros? Así tendremos oportunidad de demostrar al mundo nuestras intenciones.
–Por supuesto –respondió Arizona con una falsa cordialidad cuando en realidad quería decir: «haz lo que te plazca».
Aquella noche Arizona decidió escribir una carta.
Querida madre: Supongo que todavía te puedo llamar así y no Hermana Margaret Mary. La noticia es que me vuelvo a casar. Sé que te opusiste, desde el retiro del convento, a mi primer matrimonio, pero desde un punto de vista puramente material, este es incluso mejor. Seguro que habrás oído hablar alguna vez de Declan Holmes, ¿quién no? Sí, es el mismo que heredó de su padre un imperio de medios de comunicación a la edad de veintiséis y ahora, que tiene treinta y tres, se puede decir sin exagerar que se ha convertido en un magnate de la telecomunicación. En fin, Declan era amigo de Pete y es el albacea de sus hijos, y parece buena idea que siendo yo su madrastra lleguemos a dicho acuerdo. Por otro lado, la diferencia de edad entre ambos ya no es tan grande. Apenas son diez años y es un hombre encantador. No estoy enamorada de él ni creo que él lo esté de mí. ¿Qué más puedo decirte? El enlace se celebrará dentro de exactamente un mes….
Arizona levantó la cabeza y perdió la mirada en el infinito. ¿Cómo podría explicar a su madre que se sentía terriblemente confusa, desesperada y asustada? En realidad, deseaba abandonarlo todo y escapar fuera del país, pero claro, ¿qué ocurriría con los niños?
Cerró los ojos y con impaciencia arrancó la hoja que había utilizado de la libreta de cartas y la tiró a la papelera.
Segundos después, se agachó y la rompió en mil pedazos. Para empezar no era la manera de escribir a su madre. Tenía que acabar de una vez aquel enfrentamiento que existía entre ellas. Al fin y al cabo, era su madre y, por una vez en la vida, estaba haciendo algo bien, convertirse en una excelente monja.
A la mañana siguiente, mientras se vestía, observó sus profundas ojeras. Se puso vaqueros y un jersey azul, se peinó con una coleta y comenzó la ronda para ir despertando poco a poco a los niños. Cuando todos estuvieron vestidos, se sentaron en torno a la mesa de la cocina y Arizona trató de comportarse con toda normalidad mientras Cloris les servía el desayuno.
–Vamos a ver, Sarah y Richard tenéis teatro esta tarde después del colegio. Daisy, podrás ir a jugar con Chloe al acabar tus clases e iré a recogerte a las cinco. Tú, Ben…
–Sé perfectamente lo que debo de hacer, Arizona, gracias, no me trates como si fuera un niño –la interrumpió.
–¡Está bien! –dijo Arizona tratando de sonreír al tiempo que se levantaba para echar una mano a Cloris con la comida que tenían que llevar a la escuela–. Por cierto, Declan pasará el fin de semana con nosotros.
–¡Bien! –exclamaron los mellizos y Daisy.
–¿Para qué viene si ya estuvo aquí ayer? –pregunto despectivamente Ben.
–Creí que Declan te caía bien –dijo Arizona con asombro.
–No me cae mal del todo, pero, ¿para qué viene?
–Eso es lo de menos, Ben. El caso es que es encantador y debemos recibirlo como se merece –se adelantó a contestar Daisy.
–¡Por Dios! ¿No puedes hacer que se calle esa listilla? Solo tiene seis años… –gruñó Ben.
–Ben…
–No deberías hablar de esa manera, ni mencionar el nombre de Dios en vano, ¿a qué no, Arizona? –insistió de nuevo la niña.
–Tómate el desayuno, Daisy –respondió la mujer suavemente.
–Pero tengo razón, ¿verdad?
–Sí, la tienes –respondió Arizona con la paciencia propia de una mujer que trata de sacar adelante cuatro niños.
Ben se levantó violentamente de su silla y desapareció de la cocina dejando el desayuno a medias.
Cloris murmuró algo sobre la educación de los niños, Daisy protestó de que su hermano hubiera dejado parte del desayuno, los mellizos se miraron y comenzaron con sus risitas mientras que Arizona levantaba la vista al infinito.
–¿Crees que Ben está muy enfadado conmigo? –preguntó Daisy a su madrastra de camino al colegio.
–No, no te preocupes, pero sería buena idea que trataras de no dar lecciones a Ben, está pasando una mala racha.
–¿Qué es eso de dar lecciones, Arizona?
–Bueno, trata de no decirle lo que debe o no debe de hacer a todas horas…