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Las apariencias pueden engañar Brandon Dilson tenía que hacerse pasar casi por analfabeto para desenmascarar las actuaciones fraudulentas de la asociación benéfica de su enemigo. En realidad, era un ranchero multimillonario y fue toda una ironía que la asociación lo mandase a ver a una asesora de imagen, la guapa y encorsetada Paige Adams. Paige, una mujer hecha a sí misma, sabía que su aventura con Brandon era tan imprudente como inevitable. No solo había mezclado el placer con los negocios, sino que iba a descubrir que estaba enamorada de un impostor. Pero ella también tenía una sorpresa para Brandon, una sorpresa que podía cambiar la vida de ambos…
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Seitenzahl: 178
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
MILLONARIO ENCUBIERTO, N.º 77 - mayo 2012
Título original: Exposed: Her Undercover Millionaire
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0114-1
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Aquel hombre tenía los ojos más azules que Paige Adams había visto en toda su vida.
Por no hablar de sus fuertes bíceps, sus anchos hombros y ese aire de tipo duro que tenían los estadounidenses que hacía derretirse a cualquier mujer. Ella incluida. Y aunque normalmente no le gustasen los hombres sin afeitar, a aquel le quedaba muy bien la perilla. De hecho, había tenido la sensación de que la temperatura de su despacho había subido diez grados cuando su secretaria, Cheryl, lo había hecho entrar.
–Paige, este es Brandon Dilson –anunció Cheryl–. Viene de parte de Ana Rodríguez.
Paige cerró el ordenador portátil, se alisó la parte delantera de la chaqueta y echó un vistazo a su reflejo en el portalápices de cromo que tenía encima del escritorio para confirmar que no se le había deshecho el moño. Estaba orgullosa de su aspecto. Como asesora de imagen siempre tenía que estar perfecta.
Se levantó del sillón, esbozó una sonrisa profesional y cálida al mismo tiempo y alargó la mano.
–Encantada de conocerlo, señor Dilson.
Este le envolvió la mano con firmeza y cuando sus ojos azules se posaron en los de ella y sus sensuales labios le sonrieron, haciendo que le saliesen unos hoyuelos en las mejillas, Paige estuvo a punto de olvidarse de su propio nombre. ¿Cómo podían gustarle tanto los hoyuelos?
Dilson tenía además el pelo rubio y ondulado, un poco enmarañado y lo suficientemente largo como para llegarle al cuello de la camisa. Era el tipo de pelo en el que una mujer soñaba con enterrar los dedos. Vestía pantalones vaqueros desgastados, una camisa azul cobalto y botas de cowboy. Y era irresistible.
–El placer es mío, señora.
Cuando Ana, la directora de la fundación para la alfabetización La Esperanza de Hanna la había llamado para decirle que iba a mandarle a su mejor alumno para que lo asesorase, lo último que había esperado Paige era que le mandase a semejante hombre.
Detrás de él, Cheryl se mordió el labio y se abanicó discretamente el rostro, y Paige supo lo que estaba pensando: «¿Quién es este tipo y dónde puedo encontrar otro igual?».
–¿Quiere tomar algo, señor Dilson? –le preguntó la secretaria–. ¿Café, té, agua mineral?
Él se giró y le sonrió.
–No, gracias, señora.
También era educado. Qué bien.
Paige le hizo un gesto para que se sentase en el sillón que había delante de su escritorio.
–Por favor, siéntese.
Y él se sentó y cruzó las piernas. Parecía muy cómodo. Si le avergonzaba no tener estudios, no permitía que se le notase. Parecía muy seguro de sí mismo.
–Es el escritorio más ordenado que he visto en toda mi vida –comentó, apoyando los codos en los brazos del sillón y entrelazando los dedos.
–Me gusta que todo esté ordenado –le respondió ella.
Con ese tema rayaba en la obsesión. Y estaba casi segura de que, si algún día iba al psicólogo, este le diría que eso se debía a la caótica adolescencia que había tenido. Pero eso formaba parte del pasado.
–Ya lo veo –comentó él.
Tenía una manera de mirarla que hizo que Paige se encogiese en su sillón.
–Tengo entendido que va a recibir un premio en la gala que organiza la fundación este mismo mes. Enhorabuena.
–Teniendo en cuenta que los niños de primaria ya saben lo que he aprendido yo, no creo que me lo merezca, pero han insistido.
Era guapo, educado y humilde. Tres cualidades estupendas. No había nada que Paige detestase más que un hombre arrogante. Y había conocido a muchos.
–¿Le ha explicado Ana qué hago yo para la fundación?
–No exactamente.
–Me encargo de la organización de eventos y soy asesora de imagen.
Él arqueó una ceja.
–¿Asesora de imagen?
–Ayudo a que las personas se sientan bien con su imagen.
–Bueno, pues no se ofenda, pero yo estoy muy contento como estoy.
Y tenía motivos, pero Paige sabía por experiencia que todo se podía mejorar.
–¿Ha sido alguna vez el centro de la atención pública, señor Dilson? ¿Ha dado algún discurso en un escenario?
–No, señora –respondió él, sacudiendo la cabeza.
–Entonces, mi trabajo será darle una idea de lo que ocurrirá cuando vayan a darle el premio y prepararlo para el ambiente formal de la gala, que, además, estoy organizando yo misma.
–En otras palabras, que va a ocuparse de que no haga el ridículo en la gala ni ponga en ridículo a la fundación.
Paige no pensaba que aquello fuese a ser un problema. Teniendo en cuenta lo guapo que era, tendría muy buena presencia sobre el escenario.
Ya entendía por qué Ana lo había elegido como alumno modelo.
–Voy a ocuparme de que se sienta cómodo.
–La verdad es que no se me dan bien las multitudes, prefiero el cara a cara. No sé si sabe lo que quiero decir –comentó él, guiñándole un ojo.
Si estaba intentando ponerla nerviosa, lo estaba consiguiendo.
Tomó un cuaderno y un bolígrafo del primer cajón del escritorio y le pidió:
–¿Por qué no me habla un poco de usted?
Él se encogió de hombros.
–No hay mucho que contar. Nací en California y crecí por todo el país. Llevo catorce años trabajando en un rancho.
Paige tuvo la sensación de que tenía mucho más que contar. Como, por ejemplo, cómo había conseguido llegar adonde estaba sin saber leer. Aunque no sabía cómo hacerle la pregunta. La fundación era uno de sus mejores clientes y no quería ofender a su mejor alumno.
Así que escogió sus siguientes palabras con cautela.
–¿Cómo llegó a la fundación, señor Dilson?
–Llámeme Brandon –le dijo él, sonriéndole de oreja a oreja–. Y creo que lo que quiere saber en realidad es cómo es posible que un hombre llegue a la treintena sin saber leer.
Evidentemente, le faltarían estudios, pero no inteligencia.
Paige tuvo que asentir.
–¿Cómo es posible?
–Mi madre murió cuando yo era pequeño y mi padre trabajaba en rodeos, así que viajábamos mucho cuando yo era niño. Cuando conseguía apuntarme a un colegio, no nos quedábamos en la ciudad el tiempo suficiente para que me diese tiempo a aprender nada. Así que supongo que podría decirse que me fui quedando al margen del sistema.
A Paige le dio pena pensar en lo lejos que podría haber llegado si hubiese recibido la educación adecuada.
–¿Y qué te motivó a pedir ayuda?
–Mi jefe me dijo que me haría capataz del rancho si aprendía a leer, así que aquí estoy.
–¿Estás casado?
–No.
–¿Tienes hijos?
–No que yo sepa.
Paige lo miró y él volvió a sonreír. Ella se preguntó si sería consciente de lo guapo que era.
–Era una broma –le dijo él.
–Entonces, ¿es un no?
–No tengo hijos.
–¿Y pareja?
Brandon arqueó una ceja.
–¿Por qué me lo pregunta? ¿Le interesa el puesto?
Paige quería tener pareja, pero hacía mucho tiempo, cuando gracias al último novio vago que había tenido su madre habían perdido la caravana en la que vivían y habían tenido que irse a una casa de acogida, que se había prometido a sí misma que solo saldría con hombres educados y económicamente bien situados, que no le robasen el dinero del alquiler para ir a gastárselo en drogas o whisky barato, o en el juego.
Aunque no tenía ningún motivo para pensar que Brandon se pareciese en nada a los novios de su madre. De hecho, estaba segura de que era un buen hombre. Y muy guapo. Pero no era el tipo de hombre con el que saldría. Independientemente de su situación económica, era demasiado… algo. Demasiado sexy y encantador. Y ella no quería que la sedujesen. Solo quería encontrar a un hombre responsable, en quien pudiese confiar. Un hombre centrado en su carrera como ella en la suya. Alguien a su altura. Que pudiese cuidarla si fuese necesario. Aunque, hasta entonces, no le hubiese hecho falta. Siempre se había cuidado sola, pero siempre estaba bien tener un plan alternativo.
–Solo quería saber si ibas a necesitar otra invitación para la gala –le dijo.
–No señora, no me hace falta.
Respondió él, sin contestarle a la pregunta de si tenía pareja. Aunque tal vez fuese mejor para Paige no saberlo.
–Imagino que no tendrá esmoquin –le dijo.
Brandon se echó a reír.
–No, señora.
Paige estaba empezando a cansarse de que la llamase señora. Dejó el bolígrafo.
–Puedes llamarme Paige.
–De acuerdo… Paige.
Algo en su manera de decir su nombre hizo que se sonrojase. De hecho, se había puesto a sudar. Tal vez se hubiese estropeado el termostato del despacho.
O su termostato interior.
Contuvo las ganas de abanicarse el rostro.
–Dado que falta menos de un mes para la gala, lo primero será alquilar un esmoquin.
–Con el debido respeto, no creo que eso entre en mi presupuesto.
–Seguro que la fundación puede cubrir ese gasto.
Él frunció el ceño.
–No necesito limosnas.
–La fundación es una organización benéfica que se dedica a ayudar a la gente.
–Pues a mí no me parece ético que una fundación para la alfabetización se gaste el dinero el alquilar esmóquines.
Paige nunca lo había visto así, pero imaginaba que no habría ningún problema.
–Hablaré con Ana al respecto. Seguro que lo solucionamos.
Él pareció aceptar la respuesta y, aunque su comportamiento fuese un poco… extraño, Paige se imaginó que se debía seguramente a su orgullo masculino.
Esperaba que aceptase la ayuda de la fundación, ya que sería una pena no verlo vestido de esmoquin. Debía de estar impresionante.
Aunque seguro que como mejor estaba era sin ropa.
Se imaginó las cosas que podría hacer con ese cuerpo…
–De acuerdo, hagámoslo.
¿Hagámoslo? Paige se quedó sin respiración. ¿No habría pensado en voz alta? No, no era posible.
–¿Pe-perdón?
–Que podemos ir a alquilar ese esmoquin.
–Ah, sí. Por supuesto.
–¿A qué pensaba que me refería?
Ella se negó a responder a aquello.
–A nada. Es solo… que no hay que hacerlo ahora mismo.
Brandon se inclinó hacia delante en el sillón.
–No hay nada como el presente, ¿no?
–Bueno, no, pero…
Con el ceño fruncido, Paige abrió el ordenador para ver si tenía algo más apuntado en la agenda.
–Tengo que comprobar mi agenda. Esta tarde tengo que hacer unas llamadas.
Él frunció el ceño.
–A ver si lo adivino, es de las que planea hasta el último momento de su jornada laboral.
Lo dijo como si fuese una rara. Dado que él llevaba una vida tan espontánea y… desinhibida, no podía entender las presiones del sector empresarial. Normalmente, Paige habría necesitado un par de días de antelación para una actividad así, pero podía cambiar un par de cosas y quedarse a trabajar una hora más esa tarde.
De todos modos, no la esperaba nadie en casa, ni siquiera una mascota. Era alérgica a los gatos y, teniendo en cuenta lo mucho que trabajaba, un perro era una responsabilidad para la que no tenía tiempo.
–Supongo que podría hacerte un hueco –le dijo–, pero antes tengo que hablar un momento con Cheryl.
–¿Espero fuera?
–De acuerdo. Será solo un momento.
Se levantaron los dos al mismo tiempo.
A pesar de llevar puestos sus Manolos, él seguía siendo mucho más alto.
Normalmente no le intimidaban los hombres altos, no le intimidaba nadie, pero había algo en aquel hombre que la ponía nerviosa.
Se preguntó si sería capaz de agarrarla al pasar por su lado y darle un apasionado beso.
«Ojalá».
Tener a un hombre tan sexy cerca le hacía acordarse de todo el tiempo que llevaba sola. Había trabajado tanto últimamente que no había tenido tiempo para salir con nadie.
Por no hablar del sexo.
Ya no se acordaba ni de cuándo había sido la última vez.
Seguro que el señor Dilson podía solucionarle ese problema, pero no parecía ser de los que tenían relaciones largas y a ella no le gustaban las aventuras de una noche. Además, nunca mezclaba los negocios con el placer.
Así que lo mejor que podía hacer era hacer su trabajo y mantenerse lo más alejada posible de Brandon Dilson.
Quien dijese que hacerse pasar por un analfabeto para diezmar la reputación de su rival no tenía ventajas no había conocido a Paige Adams.
Brandon Worth, o Brandon Dilson, como lo conocían en la Fundación para la Alfabetización La Esperanza de Hanna, se apoyó en la puerta del pasajero de su camioneta y pensó en aquella nueva posibilidad. Cuando había tomado la decisión de infiltrarse en la fundación y demostrar que era un fraude, no había contemplado la posibilidad de seducir a uno de sus asesores, pero si tenía que hacerlo, lo haría.
Tal vez acercándose a la señorita Adams podría destapar las nefastas prácticas que sospechaba que se ocultaban detrás del éxito de la fundación. Y, en el proceso, enterrar a su fundador, Rafe Cameron.
Si Brandon no hubiese decidido quedarse en el rancho familiar a pesar de la mala salud de su padre, tal vez Rafe no hubiese llevado a cabo la adquisición hostil de Industrias Worth, la empresa que había pertenecido a su familia durante generaciones. Se rumoreaba que Rafe tenía previsto cerrar la fábrica y venderla por partes, lo que dejaría a más de la mitad de la ciudad de Vista del Mar sin trabajo. Él no podía evitar sentirse en parte responsable, así que tenía que olvidarse del rencor que sentía por su padre y centrarse en su obligación con su ciudad natal, con su legado. Estaba decidido a redimirse.
A través de la fundación, pretendía demostrar que Rafe era un estafador. Por desgracia, el trabajador de la organización con el que había estado trabajando durante los últimos meses no sabía nada acerca del funcionamiento interno de la misma. Y él mismo se había cuidado bien de no acercarse por la sede central por miedo a encontrarse allí con su hermana, Emma, que formaba parte de la junta. Hacía quince años que no se veían, pero no había cambiado tanto como para que su propia hermana no lo reconociera.
Paige Adams sería su as en la manga.
La vio salir del edificio y ponerse unas gafas de sol de marca.
A Brandon no solían gustarle las mujeres de negocios, pero aquella no podía ser peor que la sanguijuela de su exprometida. Además, al darle la mano había notado que saltaban chispas entre ambos.
Tenía la sospecha de que debajo de aquel traje de diseño y aquel aire refinado había una mujer salvaje deseando liberarse. Y él estaría encantado de echarle una mano, de pasarle los dedos por su pelo rubio y despeinárselo un poco, de borrarle a besos el impecable pintalabios.
Era evidente que la ponía nerviosa, hecho del que iba a aprovecharse.
Paige lo vio apoyado en la camioneta y se acercó. Parecía saber muy bien lo que quería y cómo conseguirlo.
Brandon sonrió. Eso ya lo verían.
Le abrió la puerta del pasajero y le hizo un gesto para que entrase.
–Adelante.
Ella se detuvo de repente.
–Esto, yo… Creo que será mejor que nos encontremos allí.
–No merece la pena malgastar gasolina si vamos los dos al mismo sitio. Además, es muy difícil aparcar a estas horas.
Ella dudó. Tal vez pensase que, dado que no sabía leer bien, tampoco sabía conducir.
O tal vez quisiese mantener el control de la situación.
Él le dedicó su sonrisa más encantadora.
Preguntó:
–¿No confías en mí?
Paige se puso pensativa, era evidente que no quería ofender ni contrariar al mejor alumno de la fundación.
Luego miró dentro de la camioneta. Tal vez le preocupase mancharse la ropa. El traje debía de haberle costado al menos el sueldo de una semana. O quizás fuese una niña de papá, que le compraba todos los caprichos. Brandon había conocido a muchas en la universidad.
–Llegarás sana y salva –le dijo–. Te lo prometo.
Ella asintió por fin y se dispuso a subir. Brandon la agarró del codo para ayudarla y clavó la vista en sus muslos.
¿Llevaba liguero? Al parecer, la señorita Adams era una chica chapada a la antigua.
–Abróchate el cinturón –le dijo antes de cerrar la puerta para ir a sentarse detrás del volante.
Entró y tomó sus gafas de sol. Aunque no solía fijarse en las marcas, no iba a ninguna parte sin sus Ray-Ban–. ¿Adónde vamos?
–La tienda de alquiler no está lejos de aquí, en Vista Way –le contestó ella, nerviosa–. ¿Sabes dónde es?
–Por supuesto.
Aunque no había vivido en Vista del Mar desde los quince años, edad a la que su padre lo había mandado a un internado, todavía se acordaba de las calles de la ciudad, que no había cambiado mucho.
Salió del aparcamiento y se incorporó al intenso tráfico de la tarde.
Paige parecía incómoda a su lado, con la espalda muy recta y las uñas clavadas con fuerza en el asiento.
Él giró la cabeza hacia la ventanilla para que no lo viese sonreír.
Era evidente que se trataba de una mujer ordenada y disciplinada. Que se controlaba.
Y tal vez él fuese un depravado, pero la necesitaba para conseguir información, así que quizás se divirtiese un poco poniendo su mundo patas arriba.
Para ser un hombre que se pasaba el día aislado del mundo, con los caballos, Brandon tenía buena mano con la gente.
La tienda a la que había llamado Paige llevaba poco tiempo abierta y por eso quería probarla, pero doce minutos después de entrar en ella supo que no volvería. La vendedora, una señora mayor de aire severo que siempre tenía el ceño fruncido, estaba hablando por teléfono cuando ellos llegaron y ni siquiera los saludó. Cinco minutos después, cuando por fin colgó, fue directa a la trastienda, todavía sin saludarlos, y tardó en salir otros siete minutos.
Cuando por fin se acercó lo hizo con actitud altanera, mirando a Brandon por encima del hombro. Y puso los ojos en blanco cuando Paige le anunció que tenían poco presupuesto y que querían ver qué tenían de saldo.
Fue tan grosera que Paige estuvo a punto de marcharse e ir a otra parte, pero Brandon empezó a bromear y a flirtear y, solo unos minutos después, la mujer estaba riendo y sonrojándose como una colegiala. Y, todavía más sorprendente, cuando Brandon comentó que el esmoquin era para un acto benéfico, la mujer le ofreció un modelo más caro por el mismo precio. Entonces Brandon le contó que Paige organizaba eventos y la mujer debió de darse cuenta de que era una clienta en potencia, y fue todo amabilidad con ellos. Aunque Paige seguía dudando que volviese a aquella tienda otra vez.
–Qué experiencia tan interesante –comentó Brandon cuando ya estaban de nuevo en la camioneta, conduciendo de vuelta al despacho de Paige.
–Tengo que disculparme. Era la primera vez que iba a esa tienda y no volveré a hacerlo.
–¿Por qué?
–¿Después de cómo nos ha tratado? Ha sido muy poco profesional. No entiendo cómo has podido ser tan agradable con ella.
Brandon se encogió de hombros.
–Me gusta darle a la gente el beneficio de la duda. Tal vez estuviese muy ocupada. O quizás tuviese un mal día y necesitaba que alguien se lo alegrase.
–Eso no es un motivo para ser grosero con nadie.
Brandon la miró.
–No me digas que nunca has tenido un mal día, que no has hablado mal a alguien que en realidad no se lo merecía.
–No a un cliente.
–Entonces es que eres mejor persona que la mayoría.
O que había aprendido a separar las emociones del trabajo.
Le pareció una pena que alguien con las habilidades sociales de Brandon estuviese de peón en un rancho. Podría llegar mucho más lejos en la vida con la motivación adecuada. Tal vez pudiese incluso ir a la universidad.
Paige se recordó que lo que hiciese con su vida no era asunto suyo. Como asesora de imagen formaba parte de su trabajo ayudar a la gente a cambiar su vida, y le encantaba lo que hacía, pero Brandon ya le había dicho que le gustaba ser como era. Y, en realidad, ni siquiera era su cliente. Solo tenía que aconsejarle cómo comportarse durante la gala. Aparte de eso, no tenía ningún derecho a inmiscuirse en su vida. Aunque fuese una pena ver cómo se perdía semejante potencial.
Se dio cuenta de que Brandon no giraba donde debía para volver a su despacho.
–Tenías que haber girado ahí –le dijo.
–Sé adónde voy –respondió él.
–A mi despacho se va por ahí. Por este camino nos alejamos.
E iban hacia la peor zona de la ciudad.
Además, tenía que hacer un par de llamadas esa tarde.
Brandon habló: