Momentos estelares de la humanidad - Stefan Zweig - E-Book

Momentos estelares de la humanidad E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

Tras la Primera Guerra Mundial, Zweig se traslada a Salzburgo, mientras se forjaba la destrucción del sueño humanista en Europa. Allí escribe este libro, donde reúne catorce momentos vivos y ejemplares que marcaron la vida de la cultura y del ser humano. Como un cronista ejemplar y con el estilo clásico de la literatura de aventuras, Zweig parece asistir a los acontecimientos que narra, sufre con ellos y participa de sus éxtasis: la mirada de Lenin en el tren hacia San Petersburgo, el ansia de vivir de Händel cuando compone El Mesías, la contemplación de los dos océanos por Núñez de Balboa, la nostalgia tras la conquista de Bizancio por los turcos, y tantos otros momentos vividos por Cicerón, Goethe, Tolstoi, el capitán Scott o Dostoievski.

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© 2022 de la edición española traducida

por ANTONIORÍOS ROJAS

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

www.rialp.com

Preimpresión/eBook: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6303-6

ISBN (edición digital): 978-84-321-6304-3

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

Portada

Portada interior

Créditos

Presentación

Prólogo

Cicerón

La conquista de Bizancio

Huida hacia la inmortalidad

La resurrección de Händel

El genio de una noche

El minuto universal de Waterloo

La elegía de Marienbad

El descubrimiento de El Dorado

Instante heroico

La primera palabra que cruzó el océano

La huida hacia Dios

La lucha por el Polo Sur

El tren sellado

Wilson fracasa

Autor

Presentación

ANTONIO RÍOS ROJAS

NI PARÍS, NI NUEVA YORK, sino Viena era el centro del mundo en los dos primeros decenios del siglo XX. Fue en la ciudad del Danubio donde se fraguaron, más que en ningún otro lugar, muchos de los esplendores y los horrores que estaban aún por llegar y que, a la postre, acabarían rotulando nuestro mundo actual y nuestras propias vidas. En la Viena de aquellos años, el último de los imperios europeos ejecutaba disonante un canto de cisne, mientras el Parlamento era testigo de cómo treinta y tres partidos políticos gritaban sin orden y en quince lenguas distintas, las más dispares exigencias políticas. Allí, en aquellos años moría dulcemente el romanticismo con Gustav Mahler, mientras el mismo compositor, en una dulce muerte-resurrección espiritual, abría camino a Schönberg y acogía en sus brazos al dodecafonismo. En aquella Viena se producían cambios más radicales en el arte que en la misma París, y a la estación Norte de Praterstern acudían miles, decenas de miles, de judíos del este, muchos más de los que decidieron poner rumbo hacia Nueva York.

En el centro de aquel centro del mundo, en Schottenring, a unos diez minutos a pie de la consulta donde diez años más tarde ejercería Siegmund Freud, nació el 28 de noviembre de 1881 Stefan Zweig. De origen judío, la familia Zweig pertenecía a la burguesía rica, no religiosa de Viena. Sin embargo, Zweig nunca se sintió judío, su mirada hacia el mundo y el hombre no era excluyente, y anhelaba en sueños literarios y políticos una Europa unida sobre los cimientos culturales del humanismo y de la ilustración. El fracaso de este sueño humanista lo tenemos expresado en el relato aquí traído Wilson fracasa. Solo en sus años finales de vida se hizo consciente Zweig de su pertenencia a una rama de la humanidad, al pueblo judío perseguido y sufriente, pero su sueño de una Europa ilustrada, liberal y culta no cesó jamás. Su suicidio en Brasil en el año 1942 fue tan solo la dramática demostración de que su sueño seguía vivo, pues no se suicida quien no ve esperanza, sino quien la ve y no tiene ni el remedio ni la paciencia para esperar su venida. Por ello se despidió así de sus amigos: «Ojalá podáis ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí». La ingesta de aquel vaso de veneno por Stefan Zweig y su mujer Lotte podrá alguna vez ser narrada como un trágico momento estelar de la humanidad, tal como él hiciera con otros catorce momentos estelares del ser humano.

En Viena, en aquel centro del mundo que decidiría el devenir de Europa, contando con algo más de veinte años, Zweig dejó su casa paterna para vivir solo en un bello apartamento del distrito 4, en la Frankenbergstrasse, muy cerca de la ópera. Desde allí se dirigía a pie para asistir con amigos de su círculo literario y artístico a las representaciones de óperas de Mozart, de Verdi, pero sobre todo, de Richard Wagner. Zweig ocupaba asientos de palco o los primeros asientos de patio de butaca. Él no lo sabía, ni lo supo jamás, ni nosotros lo sabríamos sin las investigaciones de la historiadora Brigitte Hammann, pero en aquel teatro —entonces “Hofoper”, hoy “Staatoper”— coincidía a menudo Zweig con el hombre que marcaría para siempre su vida, el hombre que terminó ocasionando que, en aquella tarde de 1942, al otro lado del océano, nuestro escritor se decidiera a ingerir el fatídico frasco de veneno. Era aquel hombre ocho años más joven que Zweig, un adolescente en aquel primer decenio del siglo XX. Había llegado a Viena desde Linz para estudiar arte y convertirse en pintor y se había asentado en un sótano de la Stumpergasse, en el distrito 6, aunque después llegó a vivir incluso en asilos para indigentes. Él, desde el lado opuesto desde el que lo hiciera Zweig, tomaba también a pie el camino hacia la ópera. Su plaza no era en palco, sino en la zona de pie, detrás del patio de butacas. Y esperaba largas horas para conseguir una de aquellas entradas baratas que, sin embargo, constituían una ruina para su ínfima economía. Allí, ante aquel mismo techo, gozaron en muchas ocasiones el joven escritor y el adolescente con sueños de artista, de las óperas del por ambos admirado Richard Wagner, dirigidas sobre todo bajo la batuta del también por ambos admirado —sí, en aquel entonces por ambos— Gustav Mahler. Pero qué sueños tan distintos se despertaban en uno y en otro al escuchar aquella música. Si en aquellas tardes Zweig hubiera vuelto su cabeza y dirigido su mirada hacia la primera fila de la zona de pie detrás del patio de butacas —quizá lo hiciera alguna vez—, habría visto allí mismo a aquel adolescente que oía en estado de rapto las historias de Sigfrido, Lohengrinn o Parsifal, se habría topado con los ojos de aquel hombre que acabó envenenando su vida y la de Europa entera. De haber dirigido hacia allí su mirada, habría visto Stefan Zweig al joven Adolf Hitler, quien en Viena estaba forjando en aquellos años su más profundo antisemitismo y su sueño político bajo las lecturas de los más terribles antisemitas austriacos, Guido List, von Schönener o el mismo alcalde de Viena Karl Lüegner. Quién sabe si sus miradas no se encontraron alguna vez en aquellas representaciones.

Tras la Primera Guerra Mundial, Stefan Zweig se trasladó a Salzburgo, a una lujosa mansión en la ladera del Kapuzinerberg, y, casualidades de la vida, justo en el lado opuesto de aquella misma montaña, ya en terreno alemán y bajo el pseudónimo de “Señor Wolf” se alojaba con mucha frecuencia aquel mismo joven con el que Zweig coincidía sin saberlo en la ópera de Viena. Allí, el escritor —este hecho sí llegó a saberlo después, dejando constancia de ello en El mundo de ayer— volvía a prolongarse detrás de él aquella sombra que amenazaba el fin del sueño humanista e ilustrado, aquella sombra que ya estuviera tras de él en la ópera de Viena.

Y allí, en Salzburgo, en aquellos años veinte, mientras detrás de aquella montaña se forjaba la destrucción del sueño humanista, nuestro escritor miraba a la historia con insólita observación, con inigualable pasión, y escribía Momentos estelares de la humanidad. Zweig fue toda su vida un apasionado coleccionista. Le gustaba poseer y contemplar primeras ediciones de obras de Goethe o Schiller, partituras escritas por Mozart o Beethoven. Las contemplaba sabiendo que ahí mismo, delante de él, en aquellos papeles, estaba el sufrimiento y el gozo, el tormento y el éxtasis del acto grande. Y así, como coleccionista admirado, se asomaba Zweig en su casa de la Kapuzinerberg a algunos destacados momentos de la historia del hombre, ofreciéndonos como nadie, como ningún cronista presente pudiera haberlo hecho, catorce momentos vivos y ejemplares que marcaron la vida de la cultura y del ser humano. Estos momentos vivos están narrados en un estilo clásico de la literatura de aventuras, pero con la atrayente tensión de su pluma que percibe el latido del corazón humano ante el peligro o el momento singular. Aunque contemporáneo de las vanguardias vienesas, la literatura de Zweig está liberada de las osadías en estilo y contenido de un Musil o de un Broch. Es su narrativa clásica, animada con latidos que recuerdan a Dostoievski y una meticulosidad psicológica que le aproxima a Schnitzler, lo que hace que la lectura de Zweig sea un acontecimiento inolvidable.

Zweig parece asistir en persona a los acontecimientos narrados, percibe con todos los sentidos, cada matiz de lo acontecido; no es un cronista neutro, él sufre con el héroe, él padece también el sufrimiento de sus personajes y participa de sus éxtasis: de la mirada de Lenin en el tren que le conducía a San Petersburgo, del ansia de vivir de Haendel quien, tras su enfermedad y su milagrosa curación, se entregara a Dios a través de la composición del Mesías. Zweig sube montañas con Vasco Núñez de Balboa, y nos hace subir esas mismas montañas a los lectores. Todos nos situamos allí, con Núñez de Balboa en aquel momento estelar en el que en los ojos de un hombre se reflejaron por primera vez los dos océanos: el Atlántico y el Pacífico. Zweig hace resucitar una vez más la figura trágica del capitán Scott, que nos mostró que en el hundimiento hay gloria y que puede otorgarse vida a otros mientras uno pierde la suya propia. Zweig asiste con nostalgia al fin de la civilización cristiana bizantina a manos de las tropas turcas. A través de la falta de coraje y decisión del general Grouchy en la batalla de Waterloo, nos advierte de que la historia la determinan hombres atrevidos. La nobleza de carácter de Cicerón, el sufrimiento y la visión mística de la muerte y la vida en aquel instante en el que Dostoievski, esperaba el disparo que acabaría con su vida y nos hubiera privado de sus más grandes obras, todo está contado desde “allí mismo”. Y él estuvo de alguna manera allí, pues estaba en todo acto y acontecimiento grande del ser humano. Él no cree como creyeron algunas teorías antes y después de él, que los acontecimientos históricos se acaban desenvolviendo por una fuerza dialéctica que está por encima del ser individual, él contempla la historia tal como otros liberales —Popper, Berlin— la contemplaron, en el acto grande, en el momento sublime, ya tuviera este la gloria del éxito o el estigma del fracaso. No era solo su genio como narrador lo que le permitía esta presencia “física”, sino su pasión por el valor más grande del ser humano, la libertad y el ansia de superarse a sí mismo. Este era el sueño de Zweig, el sueño que le hacía mirar a cada acto singular, a cada momento de la persona con una trascendencia desde la que comprendemos que no es necesario confesarse religioso para ver la sacralidad del ser humano y sus actos de grandeza, su afán por superarse. Y Zweig percibe así la historia porque así percibe la vida misma, percibiendo también así a sus personajes literarios, sufriendo y gozando como pocos autores con los hijos de su imaginación, como con aquella niña enamorada de Carta a una desconocida, como con aquel puro muchacho, estudiante de literatura, de Confusión de sentimientos, como con todos los personajes de sus biografías. Pues pocos comentaristas o intérpretes nos enseñan tanto de Nietzsche, de Dostoievski, de Hölderlin o de Balzac, como el ver sus éxtasis y sufrimientos vitales a través de los ojos de Stefan Zweig. La lectura de Momentos estelares de la humanidad es para el hombre de hoy un bálsamo y un impulso, que tienen como fin liberarnos de lo anodino, del conformismo de una civilización que ya solo es capaz de encontrar lo extraordinario en el deporte o en la virtualidad de “la red”. El hombre actual está preso en esa red desde la que cree navegar, pero la verdadera navegación necesita de días de calma en el mar, en los que nada pase, en los que se vida solo para esperar y contemplar, alimentando el anhelo de lo extraordinario con algo extraño ya hoy, la paciencia. Navegar trae también tempestades que amenazan con hundirnos, pero que no destensan la voluntad de seguir adelante. Y esto encontrará el lector en estos catorce relatos, ni más ni menos que el hombre liberado de la red, entregado a lo que aún era la “voluntad del individuo”. A través de estas catorce miniaturas el lector navegará de verdad, ofreciéndosele la cada vez más lejana impresión de que lo extraordinario existe en la vida y en la historia, más allá del deporte y de la red. Regalándonos la impagable impresión de que la realidad es más emocionante que la ficción misma, y ofreciéndonos el consuelo de que el modelo e impulso de la ficción es la vida misma.

A través de esta nueva traducción de Momentos estelares de la humanidad, se situará el lector de lengua española en una frontera que le invitará nada menos que a cambiar su vida a la luz de estas catorce miniaturas históricas, o por lo menos a aprender a reconocer a los grandes hombres, a las grandes creaciones y a las grandes acciones del ser humano, pues lamentablemente, como nos ha recordado Ortega en su España invertebrada, o en La rebelión de las masas, el mayor mal de nuestro país consiste en el recelo de la masa recela ante el hombre de grandes virtudes, ante el hombre de espíritu, acogiendo, sin embargo, en su seno solo a profetas mediocres, tanto de un lado como de otro. Comiencen pues para el lector estos catorce apasionantes Momentos estelares de la humanidad.

Momentos estelares de la humanidad vio la luz por vez primera en el año 1927, incluyendo solo cinco de las historias: 1.º El minuto universal de Waterloo. 2.º La elegía de Marienbad. El irrealizado amor de Goethe a Ulrike von Levetzow. 3.º El descubrimiento de El Dorado. 4.º Momento histórico. La concesión de la gracia a Dostoievski. 5.ºLa lucha contra el Polo Sur. En 1943, una vez fallecido el autor, se incluyeron con carácter póstumo los restantes relatos, y ya en ediciones más modernas se incluyeron los “momentos” dedicados a Cicerón y a Wilson, que desde 1940 aparecían en la edición inglesa de la obra.

Prólogo

NINGÚN ARTISTA ESininterrumpidamente artista durante las veinticuatro horas que componen sus días. Todo lo importante, todo lo perenne que logra llevar a cabo, acontece siempre en los pocos y extraordinarios momentos de la inspiración. Así es también la historia, en la que reconocemos y admiramos a la más grande poetisa y actriz de todos los tiempos, sin que le sea necesario, en modo alguno, una incesante actividad creadora. También en ese “misterioso taller de Dios”, como reverentemente llamara Goethe a la historia, gran parte de lo que acontece es indiferente y trivial. También aquí, como por lo general en todos los ámbitos del arte y de la vida, los momentos sublimes e inolvidables son raros. La mayoría de su vida, la historia sirve con tenaz abulia como mera cronista, hilvanando punto por punto un hecho tras otro en la infinita cadena que se extiende a lo largo de miles de años. Y es que para que haya tensión en la historia se necesitan años de preparación, y cada acontecimiento singular precisa de una evolución a la que someterse. Para que nazca un solo genio se necesitan millones de hombres que no lo sean. Y así mismo han de transcurrir millones de horas inútiles antes de que un momento estelar de la humanidad haga su aparición.

Pero cuando irrumpe un genio en el arte, perdura a lo largo de los tiempos, y de igual modo, cuando uno de esos momentos estelares ve la luz, decenios y siglos quedan determinados a través de él. Así como en el extremo de un pararrayos se concentra la electricidad de toda la atmósfera, también en la más estrecha franja de tiempo puede acumularse un caudal infinito de acontecimientos. Lo que suele transcurrir en apacible sucesión simultánea, se comprime ahora en un único instante que lo determina y lo dictamina todo. Un único “sí”, un único “no”, un “demasiado pronto” o un “demasiado tarde”, hace que ese instante sea irrevocable para centenares de generaciones, determinando la vida de un solo individuo, de un pueblo o incluso el destino de toda la humanidad.

Tales momentos dramáticamente concentrados y cargados de fatalidad, en los que una decisión se hará perdurable por los tiempos, y que se concentran en una única fecha, en una única hora, e incluso en un único minuto, son raros en el curso de la historia. Algunos de esos momentos estelares, de épocas y regiones distintas, son los que he tratado de evocar aquí. Los he denominado así, Momentos estelares, porque como estrellas brillan resplandecientes e inalterables sobre la noche de lo efímero. He procurado no desteñir ni realzar con mi propia invención la verdad de los acontecimientos, ya sean internos o externos, pues en esos instantes sublimes, modelados de forma perfecta, la historia no ha menester jamás de una mano ajena que la socorra. Donde ella gobierna, ningún creador puede superarla como poeta y dramaturga.

Cicerón

LO MÁS SABIO QUE PUEDE HACERun hombre sensato y no demasiado valiente cuando se encuentra con otro hombre más fuerte que él, es apartarse y esperar sin avergonzarse a que el sendero le quede libre nuevamente. Marco Tulio Cicerón, el primer humanista del imperio romano, el maestro de la oratoria, el defensor de la justicia, se afanó durante tres décadas por la conservación de la República y por servir a la ley que le fue dada en herencia. Sus discursos han quedado cincelados en los anales de la historia, y sus obras literarias en los sillares de la lengua latina. Contra Catilina combatió la anarquía, contra Verres la corrupción, y en los victoriosos generales advirtió del peligro de la dictadura. Su obra De re publica se consideró en su época como el código ético de la forma de Estado ideal. Pero he aquí que aquel hombre más fuerte le salió al encuentro a Cicerón. Julio César, a quien en un principio promovió con confianza por ser el de más edad y el más notable de entre muchos, se ha convertido de la noche a la mañana en señor de toda Italia gracias a sus legiones galas. Ahora, como jefe ilimitado del poder militar, necesita tan solo extender la mano para alcanzar un trono que Marco Antonio le ha ofrecido delante del pueblo romano al que ha convocado. Inútil ha resultado el combate de Cicerón contra el señorío en solitario de César, en tanto que este, al traspasar el rubicón traspasó a la vez la ley. En vano ha intentado el último defensor de la libertad alertar contra aquel hombre. Una vez más, los ejércitos se muestran más fuertes que las palabras. César, hombre de espíritu a la vez que hombre de acción, se ha alzado con un triunfo incuestionable, y de haber sido vengativo como otros dictadores, habría podido eliminar tras su demoledora victoria al obstinado defensor de la ley, o al menos condenarlo al exilio. Sin embargo, más que todos sus triunfos militares, honra a César su magnanimidad tras la victoria. Sin intento alguno de humillarlo, perdona la vida de su acabado opositor, insinuándole únicamente que se retire de la escena política, que ahora le pertenece por entero a él y en la que ningún otro desempeñará otro papel que el de un mudo y obediente estadista.

Y en cierto modo, nada más afortunado puede acontecerle a un hombre de espíritu que la separación de la vida pública y de la vida política. La exclusión incita al pensador y al artista, transportándolo desde una esfera indigna, que solo se domina con brutalidad y con hipocresía, hasta un imperturbable e indestructible mundo interior. Toda forma de exilio y de exclusión se convierte para un hombre de espíritu en un regalo por el que le es posible recolectar los mejores frutos, y Cicerón encuentra este bendito revés en el mejor y más propicio de todos los momentos de su vida. Una vida a la que han sucedido continuas tormentas y tensiones, y que apenas le han dejado tiempo para desarrollar una creadora mirada retrospectiva. Ahora que se acerca al final de su vida, es el momento idóneo para ello. ¡Qué cantidad de experiencias ha vivido —y tan opuestas—, en la estrecha franja de tiempo de sus sesenta años! Como homo novus o advenedizo logró paso a paso, con tenacidad, versatilidad y superioridad intelectual, abrirse camino con honor a través de todos los cargos públicos, reservados celosamente tan solo a hombres de sangre noble y a los que un insignificante hombre de provincias difícilmente podía acceder. Ha experimentado cómo la vida pública le puede elevar a lo más alto o hundirle en lo más hondo. Triunfante ascendió los escalones del Capitolio tras la derrota de Catilina, siendo coronado por el pueblo y honrado por el senado, que le otorgó el glorioso título de pater patriae. Y de la noche a la mañana hubo de ponerse camino del exilio, juzgado por el mismo senado y abandonado por el mismo pueblo. No hubo cargo público en el que no participara, ni rango que no alcanzara gracias a su incansable constancia. Actuó como juez en el foro, como militar comandó legiones en el campo de batalla. Fue cónsul, teniendo a su cargo el gobierno de la República y como procónsul gobernó algunas provincias. Millones de sestercios han pasado por sus manos, las mismas por las que se convirtieron luego en incalculables deudas. Suya era la casa más bella del Palatino, que hubo de ver convertida en escombros, incendiada y devastada por sus enemigos. Escribió tratados memorables y pronunció discursos que se han convertido en clásicos. Ha engendrado hijos y ha visto morir a algunos de ellos. Ha sido valiente y también débil, tenaz y servil, admirado y odiado. Su carácter fue inconstante, lleno de fragilidad y esplendor. En resumen, fue la más atrayente y provocadora personalidad de su tiempo, pues estuvo ligado indisolublemente a todos los acontecimientos que rebosaron los cuarenta años de la historia de Roma comprendida entre Mario y César. Cicerón ha experimentado y sufrido como ningún otro hombre los acontecimientos históricos de su época, que eran la historia misma del mundo. Solo para una cosa —para la más importante— no le ha quedado tiempo: para mirar a su propia vida. El hombre incansable, envuelto en el aura de la ambición, no pudo encontrar jamás el tiempo necesario para contemplar con sosiego en su interior y meditar acerca de todo el cúmulo de su saber y de su pensamiento.

Ahora, cuando César le aparta de la res publica, puede hallar Cicerón la oportunidad para ocuparse del cultivo de lo más importante, la res privata. Resignado ha abandonado Cicerón el Forum, el Senado y el Imperio a la dictadura de Julio César, y desde entonces un repudio hacia todo lo público comienza a apoderarse de quien ha sido desplazado por la dictadura. Se resigna diciéndose a sí mismo: que sean otros los que defiendan el derecho de un pueblo para quien la lucha de gladiadores y el juego son más importantes que la libertad. Para él ha llegado el tiempo de atender solo a su propia e interna libertad, de buscarla, encontrarla y formarla. Y así, por primera vez en sesenta años, Marco Tulio Cicerón dirige la mirada serenamente hacia sí mismo, para mostrar al mundo en qué ha puesto su esfuerzo y para qué ha vivido.

Como el artista innato, que solo por imprudencia abandona el cobijo de los libros para precipitarse en el intrincado universo de la política, Marco Tulio Cicerón se dispone por fin a mirar con claridad su vida y configurarla conforme a su edad e inclinaciones interiores. Se retira de Roma, la ruidosa metrópolis, para refugiarse en Tusculum, la Frascati de hoy, dejando así que uno de los paisajes más bellos de Italia envuelva su casa. Las colinas son mecidas por suavísimas olas y parecen deslizarse con la sombra de los bosques para inundar toda la campiña, en cuya quietud suena el argénteo canto de los arroyos. Tras tantos discursos en las plazas públicas, y tantos años pasados entre el foro, las tiendas de los campos de batalla y las carretas de viaje, por fin ahora ha encontrado su alma un lugar donde abrirse por completo a sí misma. La ciudad, seductora y agotadora, queda lejos, como un simple humo en el horizonte, pero lo suficientemente cerca como para recibir de vez en cuando a los amigos y poder mantener conversaciones que estimulen el espíritu. Entre ellos, Ático, a quien confía su interior, o los jóvenes Bruto y Casio, e incluso una vez —peligroso invitado— el mismo gran dictador, Julio César. Pero cuando faltan los amigos de Roma, siempre quedan otros, los más nobles, compañeros que jamás defraudan, dispuestos por igual al silencio o a la conversación, los libros. En su casa de campo, Marco Tulio Cicerón logra hacerse con una maravillosa biblioteca, una fuente de sabiduría verdaderamente inagotable. Allí se reúnen las obras de los sabios griegos, junto a las crónicas romanas y los compendios de leyes. Con tales amigos, de todos los tiempos y de tan diversas lenguas, no puede haber ya una tarde solitaria. La mañana está dedicada por entero al trabajo, y un esclavo instruido aguarda siempre obediente al dictado. Su adorada hija Tulia ameniza las horas de sus comidas. La educación de su hijo le reporta cada día sorprendentes alternancias, y con ellas nuevos estímulos. Y entonces se decide a un último acto sabio. Con sesenta años comete la más dulce de las locuras de la edad, tomando por esposa a una joven mujer, más joven aún que su propia hija, para de este modo, como artista de la vida, poder acceder a la belleza no solo en el mármol o en los versos, sino también gozar de ella en su forma más sensible y encantadora.

A sus sesenta años, Marco Tulio Cicerón parece por fin haber retornado a su propia casa, a sí mismo, para ser solo filósofo y nunca más demagogo, escritor y nunca más maestro de retórica, dueño de su ociosidad y nunca más un siervo interesado en el aplauso del pueblo. En lugar de perorar en las plazas públicas ante jueces sobornables, prefiere dejar constancia del arte del bien hablar en su De Oratore, convirtiéndose esta obra en modelo para todos sus imitadores. Al mismo tiempo, a través de su tratado De Senectute —“Catón el Viejo, o sobre la vejez”— busca enseñarse a sí mismo que la verdadera dignidad de la vejez y de los años han de conducir a un verda­dero sabio al aprendizaje de la resignación. Sus más bellas y armoniosas cartas proceden de aquel tiempo de recogimiento interior. E incluso cuando le sobrecoge la más demoledora de las desgracias, la muerte de su amada hija Tulia, su arte de escritor viene en su ayuda para alcanzar la dignidad filosófica escribiendo aquellas Consolationes, que a lo largo de los siglos han consolado y siguen hoy consolando a hombres alcanzados por un similar destino. La posteridad debe a este retiro el que quien otrora fuera el gran orador público, se convierta ahora en el gran escritor. En aquellos tres tranquilos años logra, para el conjunto de su obra y para el reconocimiento de la posteridad, mucho más que en los treinta años anteriores, que desperdició entregándolos a la res publica, a los asuntos de Estado.

Su vida parece haberse convertido en la de un filósofo. Apenas presta interés a las noticias y las cartas que cada día llegan de Roma, y se siente más un ciudadano de aquella eterna república del espíritu que de la romana, castrada por la dictadura de César. El maestro del derecho terrenal ha aprendido por fin el amargo secreto que tendría que experimentar todo aquel que dedica su esfuerzo a la vida pública: que, a la larga, jamás merece la pena defender la libertad de las masas, sino tan solo la propia, la libertad interior.

Y en este estado, Marco Tulio Cicerón, ciudadano del mundo, humanista y filósofo, pasa un primer verano gozoso, un otoño creador y un suave invierno italiano, apartado —y cómo él cree, apartado para siempre— de todo afán temporal y político. A las noticias, a las cartas llegadas desde Roma, apenas les presta atención, indiferente ya a ese juego que ha prescindido de él. Parece haber abandonado ya por completo los vanidosos placeres de la política por los literarios, para ser ya solo ciudadano de aquella república invisible y no de la transgresora y corrupta, que se somete sin resistencia ante el terror. Pero he aquí que en un mediodía del mes de marzo irrumpe en su casa un mensajero, cubierto de polvo y sin aliento en los pulmones, para anunciarle jadeante la noticia de que el dictador, Julio César, ha sido asesinado en el forum romano. Tras ello, exhausto, el mensajero cae al suelo.

Cicerón palidece. Hace solo unas semanas que ha comido en la misma mesa con el todopoderoso vencedor. Y aun cuando él mismo mostró su más hostil oposición contra este peligroso hombre ávido de poder, y aun cuando contempló desconfiado todos sus triunfos militares, se vio siempre en la necesidad de honrar para sus adentros al majestuoso espíritu, al genio organizador y militar, así como a la humanidad de este enemigo único y respetable. Pero, con todo lo aborrecible que resultan a sus ojos los argumentos de la venganza del pueblo, ¿no ha cometido este hombre, Julio César, pese a todos sus rasgos excelsos y todos sus méritos, el más condenable de todos los asesinatos, el parricidium patriae, el asesinato de la patria a manos de su propio hijo? ¿No constituía precisamente su genio el más grande de los peligros para la libertad de Roma? Aunque quepa lamentarse por la muerte del hombre, sin embargo, la más sagrada de las causas exigía este acto deplorable, pues ahora que César ha muerto puede la república resucitar de nuevo. Merced a esa muerte puede triunfar la más sublime de todas las ideas, la idea de la libertad.

De esta forma se sobrepone Cicerón a su inicial sobresalto. Él no ha querido este acto alevoso, quizás ni siquiera se haya atrevido a desearlo en sus más íntimos sueños. Bruto y Casio no le incluyeron en la conspiración, pese a que Bruto, mientras arrancaba con su daga la vida del pecho de César, pronunció el nombre de Cicerón, convocando de esta forma al maestro del pensamiento republicano como testigo imaginario de su acto. Ahora que el crimen ha sido cometido debe valorarse el mismo en beneficio de la república, y Cicerón reconoce que la senda hacia la antigua libertad romana pasa por este cadáver. Ahora es su deber enseñar a los otros esa senda. Un instante tan singular como aquel no ha de desperdiciarse. Y aquel mismo día abandona Marco Tulio Cicerón sus libros, sus escritos y la contemplación, el ocio sagrado del artista. Con el corazón sobreexcitado y casi sin aliento, corre a toda prisa hacia Roma para salvar a la república, tanto de los asesinos de César como de quienes querrán vengarle.

En Roma, encuentra Cicerón una ciudad confundida, consternada y perpleja. Ya en el mismo instante de producirse, el acto del asesinato de César se mostró infinitamente más grande de lo que lo eran los propios autores. La camarilla de los conjurados solo resultó estar preparada para asesinar, para eliminar al hombre que era superior a ellos en todo. Pero ahora, cuando se trata de sacar provecho del acto cometido, permanecen desorientados, y ninguno de ellos sabe por dónde empezar. Los senadores se debaten entre si deben aprobar o condenar el asesinato, y el pueblo, acostumbrado desde hace tiempo a ser guiado por manos sin escrúpulos, no se atreve a opinar. Antonio y los demás amigos de César recelan de los conjurados y temen por sus vidas. Del mismo modo que los mismos conjurados temen una venganza de los amigos de César.

En esta confusión general, Cicerón es el único que da muestras de una firme determinación. El hombre de espíritu, casi siempre timorato y vacilante, se expone esta vez sin dudarlo para defender un acto en el que él mismo no ha tomado parte. Erguido, se sitúa sobre las mismas baldosas en las que fue asesinado César, aún humedecidas por su sangre, y ante el senado ensalza la eliminación del dictador como una victoria para la república. «Oh, pueblo mío, una vez más retornas a la libertad», exclama. «Vosotros, Bruto y Casio, vosotros habéis llevado a cabo la más grande de las hazañas, no solo de Roma, sino de la historia del mundo». Pero al mismo tiempo, exige Cicerón que a ese acto, en sí un acto criminal, le sea dado el más alto sentido, y exhorta enérgicamente a los conjurados a tomar el poder que ha quedado vacío tras la muerte de César. Y han de hacerlo con prontitud si quieren salvar la república y restablecer la antigua constitución romana. Antonio habrá de hacerse cargo del consulado. A Bruto y Casio les competerá el poder ejecutivo. Por un breve instante en la historia universal, Marco Tulio Cicerón, el hombre fiel a la ley, se ve obligado a infringirla por vez primera, a fin de imponer para siempre la dictadura de la libertad.

Y es ahora cuando se manifiesta la debilidad de los conjurados. De urdir una conjura, de llevar a cabo un asesinato, solo de ello fueron capaces. Solo tuvieron fuerza para hundir sus puñales a cinco pulgadas de profundidad en el cuerpo de un hombre indefenso. Con ello se agotó su determinación. En lugar de tomar el poder y restituir así la república, gastan sus fuerzas en negociar una cobarde amnistía con Antonio, y entre tanto conceden un tiempo vital para que los amigos de César tramen sus propios planes. Cicerón ve claramente el peligro y siente que Antonio preparará un golpe que no solo liquidará a los conjurados, sino a la misma idea republicana. Con todo el celo del que es capaz no cesa Cicerón de alertar, de instigar, de pronunciar discursos, a fin de obligar a los conjurados y al pueblo mismo a actuar con decisión. Pero, —¡histórico error!— él mismo no es capaz de actuar. Todas las posibilidades quedan ahora abiertas a sus manos. El senado está dispuesto a apoyarle, y el pueblo solo espera a que alguien con valor se haga con las riendas que cayeron de las fuertes manos de César. Nadie se opondría y todos respirarían aliviados si fuera él quien se hiciera con el gobierno y pusiera orden en el caos.

El momento histórico que Marco Tulio Cicerón ansiara tan fervientemente desde sus primeros discursos contra Catilina ha llegado finalmente con los idus de marzo. De haber sabido aprovecharlo, todos nosotros habríamos aprendido otra historia en las escuelas y hoy veríamos en Cicerón no solo como al gran escritor, sino al salvador de la república. Como verdadero genio de la libertad romana se habría transmitido su nombre en los anales de Tito Livio y de Plutarco. Suya hubiera sido la gloria inmortal, la de ocupar el lugar de un dictador para entregárselo al pueblo.

Pero sin descanso se repite en la historia la misma tragedia. El verdadero hombre de espíritu, precisamente porque en su fuero interno anhela liberarse de toda responsabilidad, se convierte muy raras veces en hombre de acción. Una y otra vez se renueva la misma herida en el hombre de espíritu, en el hombre creador. Dado que nadie mejor que él es capaz de ver la insensatez de su época, en algún momento de entusiasmo se deja llevar por un apasionado deseo de arrojarse al combate político, pero al mismo tiempo, siempre duda de si la violencia ha de ser combatida con violencia. Su conciencia le hace retroceder ante la idea de ejercer el terror y de derramar sangre. Y son esas dudas y ponderaciones, justo en el instante en el que la decisión y la falta de consideración no solo se autorizan, sino que se exigen, lo que acaba paralizando sus fuerzas. Tras el primer impulso producido por el entusiasmo, Cicerón mira con peligrosa clarividencia a la situación. Mira a los conjurados, a los que ayer alabó como héroes, y ve en ellos a hombres carentes de valor, que huyen de la sombra de su propio crimen. Mira al pueblo y reconoce que hace tiempo ha dejado de ser el viejo populus romanus, aquel pueblo heroico de sus sueños, y se ha convertido en una plebe degenerada que solo piensa en la diversión y en el beneficio propio, en panem et circenses —en pan y circo—, un pueblo que mostró su júbilo ante el crimen de Bruto y Casio, para al día siguiente mostrar el mismo júbilo ante la venganza que contra ellos reclamó Antonio, y que, aún al tercer día, mostró su entusiasmo ante Donabella, cuando este mandó destruir todas las imágenes de César. Cicerón reconoce con tristeza que nadie en esa degenerada ciudad sirve ya con sinceridad a la idea de libertad.

Todos ansían o el poder o el placer. El asesinato de César ha resultado en vano, pues solo es por su herencia, por sus bienes, por sus legiones y por su poder por lo que se afanan, pactan y luchan. Buscan ventajas y ganancias, solo para sí mismos, olvidando la cuestión más sagrada de todas, Roma.

Tras el prematuro entusiasmo, Cicerón se vuelve cada vez más desilusionado y escéptico en las dos semanas siguientes. Nadie excepto él mismo se preocupa por restablecer la república. El sentimiento nacional se ha extinguido y el empeño por la libertad está completamente aniquilado. Finalmente le envuelve una profunda repugnancia hacia todo aquel turbio asunto. No puede seguir entregándose al engaño, y ha de admitir que sus palabras resultan estériles. A la vista de su fracaso, debe reconocer que su papel conciliador ha terminado, y que es, o demasiado débil o cobarde para salvar a su patria de la amenaza de la guerra civil. De modo que la abandona a su destino. A principios de abril, defraudado una vez más, vencido nuevamente, regresa Cicerón a sus libros, en la solitaria villa de Pozzuoli, en el golfo de Nápoles.

Por segunda vez, Marco Tulio Cicerón huye del mundo para refugiarse en la soledad. Ahora se da cuenta definitivamente de que él, hombre instruido, humanista y defensor de la justicia, ha estado demasiado tiempo en el lugar más alejado de su esfera, en el lugar donde la justicia es igual al poder y donde la falta de escrúpulos ejerce una atracción mayor que la sabiduría o la concordia. Estremecido, ha tenido que reconocer que el ideal republicano soñado para su patria, que el restablecimiento de la antigua justicia romana, ya no tienen cabida en esta época lasciva y pusilánime. Pero, dado que él mismo no ha podido consumar la salvación de su patria en la recalcitrante materia de la realidad, se empeña en salvar su sueño, legándolo a una posteridad más sabia. Los esfuerzos y conocimientos de sesenta años de vida no deben perderse para quedar sin efecto alguno. Con humildad sopesa cuáles son sus verdaderas fuerzas, y en aquellos días de soledad escribe, como legado para futuras generaciones, la última y más grande de sus obras De officiis, la enseñanza de las obligaciones que el hombre independiente y moral ha de cumplir para sí mismo y para el Estado. Es su testamento político y moral lo que Marco Tulio Cicerón, en el otoño del año 44 a. C., y en el otoño de su propia vida, escribe en su retiro de Pozzuoli.

Ese tratado sobre la relación del individuo con respecto al Estado es su testamento, la última voluntad de un hombre retirado y liberado de todas las pasiones públicas, lo demuestra ya su alocución inicial. De officiis está dirigido a su hijo, a quien Cicerón confiesa abiertamente que no ha sido la indiferencia lo que le ha llevado a retirarse de la vida pública, sino el hecho de que él, como espíritu libre, como republicano romano, tiene por indigno y deshonroso servir a una dictadura. «Mientras el Estado fue dirigido por los hombres que él mismo había elegido, entregué mi fuerza y mis pensamientos a la res publica. Pero desde que todo pasó a ser dominatio unio, dominio de uno solo, ya no hubo lugar ni para el servicio público ni para que otros ejercieran la autoridad». Desde que el senado fue abolido y los tribunales eliminados, él, que aún se respeta a sí mismo, ¿qué tiene que buscar en el senado o en el forum? Hasta ahora, el servicio público y la actividad política le han robado demasiado de su propio tiempo. Scribendi otium non erat, al que escribe no le es permitida la ociosidad. Y él nunca ha podido plasmar de forma definitiva su visión del mundo y de la vida. Ahora, forzado a la inactividad pública, desea aprovecharla, en el sentido de las grandiosas palabras de Escipión, quien dijo de sí mismo que jamás estuvo más activo como cuando nada tenía que hacer, y jamás se sintió menos solo que cuando estaba consigo mismo.

Esos pensamientos sobre la relación del individuo con el Estado que Marco Tulio Cicerón dirige a su hijo no son nuevos ni originales, sino que son el fruto de combinar lo leído con lo comúnmente aceptado. Los sesenta años de vida no han convertido de pronto al dialéctico en un poeta, ni al compilador en un creador original. Pero los pensamientos de Cicerón adquieren esta vez una nueva emoción merced al tono de tristeza y amargura que los recorre. En medio de una sangrienta guerra civil y de un tiempo en el que las hordas pretorianas y los políticos convertidos en bandidos se despedazan por el poder, el verdadero espíritu humano —como siempre en tales tiempos de barbarie— sigue empeñado en soñar con la paz del mundo que se adquiere a través del conocimiento ético y la concordia. Justicia y ley, ellos habrán de ser los pilares del Estado. Los Hombres de honrados corazones y no los demagogos son quienes han de ejercer el poder y con ello mantener la justicia dentro del Estado. Nadie tiene derecho a tratar de imponer al pueblo su propia voluntad, y con ella su propio capricho. Es deber de todo individuo el negarse a obedecer a aquellos ambiciosos que le arrebatan al pueblo su propia iniciativa, hoc omne gunus pestiferum acque impium. Vehemente, como hombre de inquebrantable independencia, reniega de todo trato con un dictador y de todo servicio bajo su mando. Nulla est enim societas nobis cum tyrannis et potius summa distratio est.

El gobierno ejercido con la fuerza viola todo derecho —argumenta—. En una comunidad solo puede surgir verdadera armonía si el individuo, en lugar de buscar su propia ventaja desde su puesto público, coloca sus intereses particulares por detrás del bien común. La vida en comunidad solo logrará ser una vida saludable si las riquezas no se desparraman en el lujo y en el desenfreno, sino si son administradas con miras a la elevación espiritual y a favor de una cultura artística, si la aristocracia abandona su soberbia, y la plebe, en lugar de dejarse embaucar por demagogos y de vender el Estado a un solo partido, exige sus derechos naturales. Defensor del término medio, como todo humanista, Cicerón aboga por el equilibrio entre los contrarios. Roma no necesita ni a un Sila ni a un César, pero por otro lado tampoco necesita de ningún Graco. La dictadura es un peligro tan grande como lo es la revolución.

Gran parte de las afirmaciones de Cicerón, se encuentran desde hace mucho tiempo expuestas en el ámbito de la política platónica, y podrán leerse de nuevo en Jean-Jacques Rousseau y en los idealistas utópicos. Pero lo más admirable de este testamento suyo, lo que lo eleva por encima de su tiempo, es aquel nuevo sentimiento de humanidad. En una época de crueldad y brutalidad, en la que el mismo César, cuando conquista una ciudad, ordena cortar las manos de dos mil prisioneros. En una época en la que el martirio, las luchas de gladiadores, las crucifixiones y las torturas son hechos cotidianos que no sorprenden a nadie, Marco Tulio Cicerón es el primero y el único que alza la voz en protesta contra todo abuso de poder. Condena la guerra como método de los beluarum, de las bestias, condena el militarismo y el imperialismo de su propio pueblo, el saqueo de las provincias, y exhorta a que solo con la fuerza de la cultura y de las buenas costumbres se incorporen nuevas regiones al imperio romano. Nunca con la espada. Con celo apasionado rechaza el saqueo de ciudades y pueblos y exige —absurda reclamación en la Roma de entonces— un trato benévolo hacia aquellos que están más desamparados ante la ley, los esclavos, adversus ínfimos iustitiam ese servandam. Con mirada profética prevé que la voraz ansia de conquistas y la vida moralmente insana serán las causas del hundimiento de una Roma que solo parece marcarse el objetivo de la conquista militar del mundo entero. Desde que Sila llevara a cabo guerras con el único fin del expolio y del saqueo, la justicia comenzó a desaparecer en Roma. Y siempre que un pueblo arrebata a otros pueblos su libertad por medio de la violencia, el pueblo saqueador pierde, por misteriosa venganza del destino, la maravillosa fuerza de su singularidad.

Mientras las legiones, conducidas por líderes ambiciosos, marchan hacia Partia y Persia, hacia Germania y Britania, hacia Hispania y Macedonia para servir a la locura transitoria de un imperio, una voz solitaria se eleva en protesta contra el peligro de estos triunfos sin fin, pues él mismo ha sido testigo, de la simiente sanguinaria de la guerra de conquista, de cómo se cosecha una guerra aún más sanguinaria, la guerra civil. Y este representante de la humanidad, pese a estar despojado de todo poder real, exhorta con firmes palabras a su hijo a que honre y venere la adiumenta hominum, el entendimiento entre los hombres, como el más alto e importante de todos los ideales. Al fin, aquel que durante tanto tiempo fuera el maestro indiscutible del arte de la retórica, el abogado y el político que por dinero y por gloria defendiera tanto los buenos como los malos asuntos con la misma bravura, aquel que cercara cada puesto que prometía riquezas, reconocimiento público y aplauso del pueblo, este mismo hombre es quien en el otoño de su vida llega a esta certeza indubitable. Poco antes de su final, Marco Tulio Cicerón, hasta ahora solo un humanista, se convierte en el primer abogado de la humanidad.

Mientras en su retiro, sereno y sosegado, Cicerón idea el contenido y la forma de esta especie de constitución moral, en el imperio romano crece la intranquilidad. Ni el senado ni el pueblo han decidido aún si ensalzar o castigar a los asesinos de César. Antonio se prepara para la guerra contra Bruto y Casio cuando, inesperadamente hay ya un nuevo pretendiente a ocupar el lugar de César. Octavio, a quien César nombró su heredero, y quien ahora desea con todas sus fuerzas hacer uso de esa herencia. Nada más llegar a Italia, escribe Octavio a Cicerón, a fin de ganar su apoyo, pero al mismo tiempo es Antonio quien también dirige una misiva a Cicerón en la que le pide que venga a Roma a defender su causa. Y, por si fuera poco, Bruto y Casio también buscan su favor desde sus puestos de guerra.

Todos se afanan para que el gran orador defienda sus causas. Todos solicitan al famoso maestro del derecho para que transforme en justas sus injusticias. Propio de los políticos que ansían el poder, pero aún no lo poseen del todo, es buscar con infalible instinto al hombre de espíritu como un pilar fundamental, para desplazarlo con desprecio al poco tiempo de agarrar el poder. Y de haber sido Cicerón el vanidoso y ambicioso político de antaño, a buen seguro se habría dejado embaucar.

Pero Cicerón se siente, por una parte, cansado, y por otra, es consciente que ha entrado en un estado próximo a la sabiduría. Dos sentimientos que muy a menudo se parecen peligrosamente. Él sabe que ahora solo una cosa le resulta necesaria, y es acabar su obra, poniendo así orden en su vida, y en sus pensamientos. Como Ulises ante el canto de las sirenas, tapa sus oídos al atrayente reclamo de los poderosos. No escucha la llamada de Antonio, ni la de Octavio, ni la de Bruto y Casio, ni siquiera la del senado mismo ni tampoco la de sus amigos, sino que permanece escribiendo, con la impresión de ser más fuerte con la palabra que con la acción, y más sensato en soledad que en medio de aquel tumulto. Más y más escribe Cicerón en su libro, presintiendo que aquel contendrá las palabras de su adiós a este mundo.

Y solo cuando ha concluido ese testamento, puede elevar la mirada. Es un amargo despertar, pues su patria está al borde de la guerra civil. Antonio, que ha saqueado las arcas de César y del templo, ha conseguido con el dinero robado formar un ejército de mercenarios. Pero contra él se enfrentan tres ejércitos, cada cual más poderoso, el de Octavio, el de Lépido y el de Bruto y Casio. Es demasiado tarde para una reconciliación, ni siquiera para una mediación. Ahora tendrá que decidirse si la república sobrevivirá o un nuevo cesarismo bajo el poder de Antonio gobernará Roma. En aquellos momentos, todos deben tomar decisiones vitales. También Marco Tulio Cicerón, el hombre más prudente y precavido, el que buscando siempre el equilibrio permaneció por encima de los partidos u osciló vacilante entre unos y otros, también él ha de tomar una decisión final.

Y ahora sucede lo extraordinario. Desde que Cicerón concluyera De officiis, su testamento, legándolo a su hijo, una nueva fuerza y un nuevo valor renacen en él a partir de las cenizas de su desprecio a la vida. Él sabe que su carrera política y literaria ha concluido. Lo que tenía que decir, lo ha dicho, y no es mucho lo que le queda de vida. Es viejo, ha concluido su obra, ¿para qué seguir defendiendo las miserables migajas de la vida? Al igual que la presa, agotada en la persecución, y sabiendo que los aullidos de los perros están cada vez más cerca, se vuelve de pronto y arremete contra los perros rabiosos para precipitar así su propio final, de este mismo modo se lanza Cicerón, con verdadero valor ante la muerte, una vez más, al lugar más peligroso de la batalla. Quien durante meses y años solo tomara entre sus manos la silenciosa pluma, retoma ahora el rayo poderoso del discurso y lo arroja atronador contra los enemigos de la república.

Conmovedor espectáculo. En diciembre, el hombre de cabellos grises se presenta de nuevo en el foro de Roma, para exhortar una vez más al pueblo romano a que sean dignos de la honrosa memoria de sus antepasados, ille mos virtusque maiorum. Catorce Filípicas hace tronar contra el usurpador, Antonio, que ha negado la debida obediencia al senado y al pueblo, y Cicerón es plenamente consciente del peligro que comporta arremeter desarmado contra un dictador que ha convocado a sus legiones y las ha dispuesto ya para matar. Pero quien exhorta a otros a ser valerosos, debe él mismo mostrarse como modelo de valor. Cicerón sabe que esta vez no se presenta en el foro para esgrimir simples palabras, sino que ahora ha puesto en juego su propia vida en defensa sus convicciones. Desde la rastra, la tribuna de los oradores, confiesa con firmeza: «Ya desde mi juventud defendí a la república y no la abandonaré ahora que soy viejo. Estoy dispuesto a entregar mi vida, si con mi muerte puede reinar de nuevo la libertad en esta ciudad. Mi único deseo es poder entregar al pueblo de Roma su libertad con mi muerte. Ningún favor más grande que ese podrían dispensarme los dioses inmortales». Ya no hay tiempo —reclama enfático— para pacto alguno con Antonio. Habrá de apoyar a Octavio, quien, pese a ser pariente sanguíneo de César y su heredero, no vacila en defender a la república. No se trata ya de hombres, sino de una causa, la más sagrada res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur. Por esa causa habrá que tomar la última y más extrema decisión, pues la causa sagrada es la libertad. Donde esta propiedad divina se encuentra amenazada, el dudar resulta funesto. De modo que el pacifista Cicerón reclama que los ejércitos republicanos se enfrenten a los ejércitos de la dictadura. Él, quien al igual que su futuro discípulo Erasmo, odia el tumultus, la guerra civil, por encima de todas las cosas, solicita ahora que se proclame el estado de excepción en el país y el destierro para el usurpador.

En esos catorce discursos encontramos las más grandiosas y ardientes palabras pronunciadas por quien ha dejado de ser el abogado de dudosos procesos y se ha entregado a la defensa de la causa más sublime. «Ya quieran otros pueblos vivir en la esclavitud», apela a sus conciudadanos, «nosotros, romanos, no queremos. Y si no podemos conquistar la libertad, entonces muramos por defenderla». Si el Estado ha llegado realmente a la última de sus humillaciones, a un pueblo que domina el mundo entero —nos principes orbis terrarum gentiumque ómnium— le corresponde entonces actuar, como lo harían los gladiadores, esclavos en la arena. Mejor morir combatiendo al enemigo que dejarse sacrificar como animales. Ut cum dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus. Mejor morir con honor que servir con ignominia.

Lleno de asombro, el senado escucha atentamente esas catorce Filípicas, con asombro las escucha igualmente el pueblo reunido. Algunos presienten que quizás tales palabras puedan ser pronunciadas en el mercado por última vez durante siglos. Allí, muy pronto, habrán ellos de postrarse sumisos ante las marmóreas estatuas de los emperadores. En el imperio de los césares, solo a aduladores y fanfarrones les estarán permitidos alevosos cuchicheos en lugar del libre discurso de antes. Un escalofrío sobrecoge a los oyentes, en parte por miedo, en parte por admiración hacia ese anciano, quien solo, con el coraje de un desesperado, de un hombre estremecido en su interior por el desasosiego, defiende la independencia del hombre de espíritu y la justicia de la república. Vacilantes, le muestran su apoyo. Pero el fuego de las palabras ya no es capaz de inflamar la infecta estirpe del orgullo romano. Y mientras ese solitario idealista predica en el mercado el valor del autosacrificio, a sus espaldas, los hombres sin escrúpulos que detentan el poder de las legiones han cerrado ya el pacto más ominoso de la historia de Roma.

El mismo Octavio, a quien Cicerón ha alabado como defensor de la república, el mismo Lépido, para quien reclamó una estatua por sus méritos para con Roma, ya que ambos se sacrificaron para aniquilar al usurpador, prefieren ahora llevar a cabo un negocio privado. Dado que ninguno de los tres cabecillas, ni Octavio, ni Antonio, ni Lépido, es lo suficientemente fuerte para apoderarse en solitario del imperio, y como si de un botín de guerra se tratara, los tres mortales enemigos convienen en que es mejor repartirse la herencia de César privadamente entre ellos. En lugar del gran César, de la noche a la mañana, se encuentra Roma con tres pequeños césares.

Es aquel un momento decisivo para la historia, cuando los tres generales, en lugar de obedecer al senado y respetar las leyes del pueblo de Roma, se unen para formar el triunvirato y repartirse como un botín un inmenso imperio que abarca tres continentes. En una pequeña isla cercana a Bolonia, donde confluyen las aguas del río Reno y del Lavino, se instala una tienda donde habrán de reunirse los tres bandidos. Es evidente que ninguno de estos tres grandes héroes de guerra confía en el otro. Están alertas al cinismo del contrario, pues han sido demasiadas las ocasiones en las que se han ofendido unos a otros en sus proclamas, acusándose mutuamente de farsantes, canallas, usurpadores, enemigos de Roma, saqueadores y ladrones. Pero para los hambrientos de poder, solo el poder mismo es lo importante, y no las convicciones. Solo el botín, no el honor. Con toda la precaución posible, los tres socios llegan uno tras otro al lugar convenido. Solo tras haberse cerciorado de que ninguno de los futuros tiranos lleva un arma consigo para asesinar a sus nuevos aliados, comienzan a sonreírse amistosamente y entran juntos en la tienda, donde acordarán y erigirán el triunvirato.