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Stefan Zweig trabajó más de veinte años en Momentos estelares de la humanidad. El libro reúne catorce momentos históricos retratados por Zweig, fundamentales desde su punto de vista para el transcurso de la historia. El asesinato de Cicerón, la expedición fallida al Polo Sur del capitán Scott y la fiebre del oro de California en 1848 son solo algunos de estos relatos que ilustran la visión del mundo que tenía Zweig, que apela a los procedimientos narrativos de sus novelas para dar vida a narraciones que siempre oscilan entre lo ficcional y lo fáctico.
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Seitenzahl: 445
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Stefan Zweig(Vienna 1881 - Petrópolis 1942)
Stefan Zweig nació en Viena, Austria, el 28 de noviembre de 1881. Estudió en la Universidad de Viena, donde obtuvo un doctorado en filosofía e incursionó en estudios literarios.
Durante la Primera Guerra Mundial, en base a su patriotismo, sirvió al Ejército austrohúngaro con tareas administrativas, ya que no era apto para participar en combate. Escribió varios artículos apoyando el conflicto. Sin embargo, luego de esta experiencia y después de ser testigo de las implicancias de la guerra, cambió radicalmente su posición. En base a ello, escribió Jeremías, en la cual establecía sus firmes convicciones antibelicistas, por las que tuvo que exiliarse a Suiza.
El período de entreguerras fue el más productivo de su carrera: durante este tiempo escribió Una partida de ajedrez, Momentos estelares de la humanidad, La piedad peligrosa, entre otros. Desde 1933, con la llegada de Hitler al poder, sus obras fueron prohibidas.
En 1934 tuvo que exiliarse nuevamente —esta vez a Gran Bretaña—, debido a la ocupación nazi en Austria. En 1941 se instaló en Brasil con su esposa Lotte Altmann, donde el 22 de febrero de 1942 se suicidaron ambos en vista a la inmensa avanzada del nazismo. Antes de suicidarse escribió cartas a todos sus amigos y conocidos, pidiendo disculpas y explicando las causas de su muerte. En 1944 se conoció su autobiografía: El mundo de ayer. Ediciones Godot publicó Los ojos del hermano eterno, Una partida de ajedrez, Mendel el de los libros, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Carta de una desconocida (estos cinco, traducción de Nicole Narbebury) y El candelabro eterno (traducción de Maia Avruj).
Nota editorial
Prólogo
Cicerón
La conquista de Bizancio
Fuga hacia la inmortalidad
La resurrección de Georg Friedrich Händel
El genio de una noche
El minuto universal de Waterloo
La “Elegía de Marienbad”
El descubrimiento de El Dorado
Instante heroico
La primera palabra sobre el océano
La fuga hacia Diosa fines de octubre de 1910
La lucha por el Polo Sur
El tren sellado
Wilson fracasa
Portada
Tabla de contenidos
Página de copyright
Página de título
Nota editorial
Prólogo
Capítulo
Índice onomástico
Colofón
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Zweig, Stefan, Momentos estelares de la humanidad / Stefan Zweig. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2023. Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Maia Avruj.ISBN 978-987-8928-82-1
1. Literatura Austríaca. 2. Literatura Contemporánea. I. Avruj, Maia, trad. II. Título.
CDD 830.192
ISBN edición impresa: 978-987-8928-81-4
Título originalSternstunden der Menschheit (1927)
Traducción Maia AvrujCorrección Fabiana Blanco y Federico Juega SicardiDiseño de tapa y colección Francisco BoDiseño de interiores Víctor MalumiánIlustración de tapa y viñetas Juan Pablo Dellacha
© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, en noviembre de 2023
Stefan Zweig
TraducciónMaia Avruj
LOS CATORCE TEXTOS QUE componen este libro narran acontecimientos de la historia que, desde la mirada de Stefan Zweig, cambiaron la historia de la humanidad. No son análisis históricos, sino más bien narraciones en las que la ficción y los datos biográficos se entrelazan constantemente.
La primera edición es de 1927 y fue publicada en la serie Insel-Bücherei por la editorial Insel Verlag. Los textos incluidos fueron “El minuto universal de Waterloo”, “La elegía de Marienbad”; “El descubrimiento de El Dorado”, “Instante heroico” y “La lucha por el Polo Sur”.
En la segunda edición (póstuma), de 1943, la editorial Bermann-Fischer Verlag sumó siete textos: “Fuga hacia la inmortalidad”, “La conquista de Bizancio”, “La resurrección de Georg Friedrich Händel”, “El genio de una noche”, “La primera palabra sobre el océano”, “La fuga hacia Dios” y “El tren sellado”.
Los últimos dos textos en sumarse, también en forma póstuma, fueron “Cicerón. La cabeza en la tribuna” y “El fracaso de Wilson”, que agregó Fischer Taschenbuch Verlag en su edición de 1964. Para que la lectura sea más fluida, decidimos ordenarlos cronológicamente según el año en que sucede el acontecimiento histórico que narra Stefan Zweig.
NINGÚN ARTISTA ES ININTERRUMPIDAMENTE artista las veinticuatro horas completas de su día; todo lo esencial, todo lo duradero que logra siempre ocurre solo en los pocos y raros instantes de inspiración. Lo mismo le sucede a la historia, en la que admiramos a la más grande poeta y actriz de todos los tiempos, que de ninguna manera es creadora constante. También en este “misterioso taller de Dios”, como Goethe denomina con reverencia a la historia, sucede de forma ilimitada mucha cosa indiferente y banal. Asimismo, acá son muy pocos, como siempre en el arte y en la vida, los momentos sublimes e inolvidables. La mayoría de las veces se pone en la fila como cronista, solo con indiferencia y perseverancia, punto tras punto en esa enorme cadena que se extiende a través de los siglos, hecho tras hecho, porque toda tensión necesita tiempo de preparación, todo verdadero acontecimiento necesita tiempo de desarrollo. Siempre son necesarias millones de personas de un pueblo para que nazca un genio; siempre deben transcurrir millones de momentos mundanos superfluos antes de que surja un momento verdaderamente histórico, un momento estelar de la humanidad.
Pero un genio nace en el arte y así perdura en el tiempo; sucede un determinado momento universal y así logra un desenlace por décadas y siglos. Como la electricidad de toda la atmósfera en la punta de un pararrayos, una abundancia inconmensurable de acontecimientos se amontona en el más angosto período de tiempo. Lo que, por el contrario, transcurre de forma paulatina y paralela se comprime en un único instante que todo lo determina y todo lo decide; un único “sí”, un único “no”, un “demasiado temprano” o un “demasiado tarde” vuelve este momento irrevocable para cientos de generaciones y determina la vida de un individuo, de un pueblo, e incluso el curso del destino de toda la humanidad. Estos momentos dramáticamente amontonados, cargados de destino, en los que una decisión que perdurará en el tiempo termina siendo comprimida en un único día, una única hora y, a menudo, en un solo minuto, son poco frecuentes en la vida de un individuo y en el transcurso de la historia.
Intento recordar algunos de estos momentos estelares —así los llamé porque brillan radiantes e inmutables como estrellas en la noche de lo efímero—, provenientes de las épocas y las regiones más diversas. En ningún lugar se intenta teñir o endurecer la realidad moral de los acontecimientos externos o internos a través de la invención propia. Porque, en esos instantes sublimes donde se muestra acabada, la historia no necesita una mano que le dé un empujón. Ahí donde ella verdaderamente obra como poeta, como dramaturga, ningún poeta puede hacer el intento de superarla.
15 de marzo de 44 a. C.
LO MÁS SABIO QUE puede hacer un hombre inteligente y no muy audaz al encontrarse con alguien más fuerte es esquivarlo y, sin vergüenza alguna, aprovechar el giro hasta que el camino lo vuelva a hacer libre. Marco Tulio Cicerón, el primer humanista del Imperio romano, el maestro de la palabra, el defensor del derecho, trabajó durante tres décadas al servicio de la ley heredada y para preservar la República. Sus discursos quedaron grabados en los anales de la historia; sus obras literarias, en las piedras labradas del latín. De Catilina criticó la anarquía; de Verres, la corrupción; de los generales victoriosos, la dictadura amenazante, y su libro De re publica fue considerado en su época el código ético de la forma ideal de gobierno. Pero ahora llegó alguien más fuerte. Julio César, a quien al principio promocionó sin ninguna desconfianza como el más grande y famoso, con sus legiones galas de la noche a la mañana se proclamó amo y señor de Italia; como soberano absoluto del poder militar, solo necesitó estirar la mano para agarrar la corona del rey que Antonio le ofreció delante de todo el pueblo. En vano luchó Cicerón contra la autocracia del César después de que traspasara al mismo tiempo el Rubicón y la ley. En vano intentó convocar a los últimos defensores de la libertad contra el que abusaba de la violencia. Pero las cohortes se mostraron, como siempre, más fuertes que la palabra. Julio César, hombre del pensar y del hacer, había triunfado íntegramente, y si hubiese sido adicto a la venganza, como el resto de los dictadores, después de su estruendosa victoria podría haber liquidado sin dificultad alguna a este defensor intransigente de la ley, o al menos desterrarlo. Pero lo que más honra a Julio César no son sus triunfos militares, sino su magnanimidad después de la victoria. A Cicerón, el enemigo liquidado, sin ninguna intención de humillarlo, le regala la vida y de forma excepcional le sugiere retirarse de la escena política, que solo le pertenece a él y donde a cualquier otro simplemente le sería asignado el rol de estatista mudo y sumiso.
Nada más favorable le puede suceder a un hombre del intelecto en un momento así que desconectarse de la vida pública, de la vida política; esta vida arrastra a los tirones al pensador y al artista desde su esfera indigna, que solo puede dominar con brutalidad o hipocresía, hasta llevarlo de vuelta a su esfera íntima, intocable e indestructible. Para un hombre del intelecto, toda forma de exilio se convierte en un estímulo para la compilación interna, y Cicerón se enfrenta a esta dichosa adversidad en el instante perfecto y más afortunado. Paso a paso, el gran dialéctico se va acercando a la vejez, que entre tempestades y tensiones permanentes le dejaba poco tiempo para una síntesis creadora. ¡Cuánta contradicción tuvo que atravesar el hombre de 60 años en el apretado espacio de su vida! Con tenacidad, agilidad y superioridad intelectual, abriéndose camino e imponiéndose, el homo novus, el advenedizo, fue alcanzando, uno tras otro, todos los cargos y honores que por lo general le estarían prohibidos a un hombre mediocre de las provincias y que solo quedaban celosamente reservados para el clan hereditario de la nobleza. Experimentó la elevación más alta y la bajeza más profunda de la gracia pública; después de la caída de Catilina, subió triunfante los escalones del cabildo, coronado por el pueblo, honrado por el Senado con el glorioso título de un pater patriae. Y, por otro lado, de la noche a la mañana tuvo que huir al destierro, juzgado por el mismo Senado y abandonado por el mismo pueblo. No hubo cargo en el que no haya actuado con eficacia, ningún rango que no haya alcanzado gracias a su laboriosidad. Lideró procesos en el Foro; como soldado, comandó legiones en el campo de batalla; como cónsul, administró la República; como procónsul, las provincias; por sus manos pasaron millones de sestercios y en sus manos esos mismos se terminaron fundiendo en deudas. Poseyó la casa más hermosa del monte Palatino y la vio hecha escombros, prendida fuego y devastada por sus enemigos. Escribió tratados memorables y pronunció discursos épicos. Procreó hijos y los perdió, fue valiente y débil, voluntarioso y después nuevamente esclavo de los elogios, muy admirado y muy odiado, un carácter caprichoso lleno de fragilidad y esplendor; en resumen, la figura más cautivante y a la vez más provocadora de su tiempo, porque se involucró de forma inexorable en todos los sucesos de aquellos cuarenta repletos años, desde Mario hasta Julio César. La historia del tiempo, la historia del mundo, Cicerón la vivió y transitó como ningún otro; solo para una cosa —la más importante— no le quedó tiempo: para contemplar su propia vida. En su delirio de ambición, el incansable nunca encontró un momento para reflexionar en paz y poner en limpio la suma de su saber, de su pensamiento. Ahora, por fin, a partir del golpe de Estado del César, que lo excluye de la res publica, le surgió la oportunidad de dedicarse de forma fructífera a aquella res privata, la más importante del mundo; con resignación abandona el Foro, el Senado y el Imperio del dictador Julio César. Una aversión por todo lo público empieza a avasallar al que fue rechazado. Se resigna: si otros quieren defender los derechos del pueblo, si para ellos los combates de gladiadores y los juegos son más importantes que la libertad, para él ahora ya lo único que importa es buscar, encontrar y dar forma a su libertad interior. Así, por primera vez en sesenta años, Marco Tulio Cicerón mira tranquilo y pensativo dentro de él para demostrarle al mundo para qué actuó y para qué vivió.
Como el artista nato que desde el mundo de los libros terminó cayendo por mero descuido en el quebradizo mundo de la política, Marco Tulio Cicerón busca delinear su vida de forma lúcida conforme a su edad y sus inclinaciones más profundas. Se va de Roma, la ruidosa metrópolis, de vuelta a Tusculum, la actual Frascati, y sitúa alrededor de su casa uno de los paisajes más bellos de Italia. En suaves olas, oscuramente arboladas, las colinas manan bajando hasta la campagna, las fuentes hacen música con un tono plateado en el remoto silencio. Después de tantos años en la plaza, en el Foro, en la carpa de guerra y en las carretas, el alma por fin se abrió por completo ante el ahora creadoramente meditativo. La ciudad, seductora y abrumadora, está a lo lejos como un mero humo en el horizonte y, sin embargo, se encuentra lo suficientemente cerca como para que, de vez en cuando, algún amigo venga para conversar sobre temas excitantes a nivel intelectual: el cercano Ático, o el joven Bruto, el joven Casio, y una vez incluso —¡qué invitado peligroso!— el mismísimo gran dictador, Julio César. Pero, si los invitados romanos no aparecen, hay otros que siempre están presentes al alcance de la mano, magníficos compañeros que nunca decepcionan, dispuestos de igual manera a callar o conversar: los libros. Una biblioteca maravillosa, un panal verdaderamente inagotable de sabiduría monta Marco Tulio Cicerón en su casa en el campo, las obras de los sabios griegos en fila junto a las crónicas romanas y los compendios de leyes; con amigos como estos, de todos los tiempos y de todas las lenguas, ya no es posible pasar una noche en soledad. El esclavo instruido siempre espera obediente el dictado; para las comidas, la hija Tulia, a la que ama profundamente, le limita las horas; la crianza del hijo trae todos los días un nuevo estímulo o un nuevo cambio. Y, entonces, última erudición: el de 60 años comete la tontería más dulce de su edad, toma a una joven mujer, más joven que su hija, para, como artista de la vida, disfrutar de la belleza no solo en mármol o en versos, sino también en su forma más sensorial y cautivadora.
Así, con sus 60 años, Marco Tulio Cicerón parece haber vuelto definitivamente a sí mismo, ahora solo filósofo y ya no más demagogo, escritor y ya no más retórico, señor de su musa y ya no más servidor del aplauso del pueblo. En lugar de perorar en la plaza frente a jueces sobornables, prefiere dejar asentada la esencia del arte de la oración en su De oratore, a modo de ejemplo para todos sus imitadores, y al mismo tiempo, en su tratado De senectute, busca aleccionarse que un verdadero sabio tiene que aprender a resignarse, como verdadero mérito de la edad y de sus años. Sus cartas más lindas, las más armónicas, son de su colección privada de aquella época, e incluso cuando cae sobre él la desgracia desoladora, la muerte de su amada hija Tulia, el arte lo ayuda en pos del mérito filosófico: escribe aquellas Consolationes que incluso hoy, a través de los siglos, siguen consolando a miles con su mismo destino. La posteridad solo tiene que agradecerle al exilio semejante gran escritor como diligente orador de la Antigüedad. En estos tres años de tranquilidad, logra más por su obra y su gloria póstuma que durante los treinta años que desperdició sacrificándose por la res publica.
Ya su vida parece ser ahora la de un filósofo. Apenas presta atención a las cartas y noticias diarias que llegan desde Roma, ahora más ciudadano de aquella república eterna del intelecto que de la romana, castrada por la dictadura del César. El maestro del derecho terrenal por fin aprendió el amargo secreto del que, al final, todos aquellos que obran en la arena pública tienen que saber: a la larga, nunca se puede defender la libertad de las masas, sino siempre únicamente la propia, la interior.
Así pasa el ciudadano del mundo, humanista, filósofo Marco Tulio Cicerón un verano feliz, un otoño creador, un invierno italiano, alejado —y, como él dice, alejado para siempre— de la agitación temporal, de la agitación política. Apenas presta atención a las cartas y noticias diarias que llegan desde Roma, para un juego que definitivamente no lo necesita más como compañero. Ya parece haberse curado por completo del vanidoso capricho del literato por lo público, ciudadano ya únicamente de la república invisible y no más de aquella corrompida y violada que se dejó subyugar sin resistencia alguna ante el terror. Entonces, un mediodía de marzo un mensajero lo sorprende en su casa, cubierto de polvo; le palpitan los pulmones. A duras penas puede todavía dar el mensaje: Julio César, el dictador, fue asesinado en el Foro de Roma; después, se desploma en el piso.
Cicerón está pálido. Hacía algunas semanas había estado sentado en la misma mesa con el magnánimo triunfador, y con mucha hostilidad se enfrentó en enemistad a este peligroso calculador, con mucha desconfianza observó sus triunfos militares, pero siempre se vio obligado a honrar en secreto el intelecto soberano, el genio de la organización y la humanidad de este enemigo extraordinariamente respetable. Pero, a pesar de todo el aborrecimiento que le generaba el cínico argumento del pueblo asesino, ¿acaso este hombre, Julio César, con toda su supremacía y sus logros, no había él mismo perpetrado la forma más abominable de asesinato, parricidium patriae, el asesinato del hijo de la patria? ¿No había sido justamente su genio el peligro más peligroso para la libertad de Roma? Si es posible lamentarse de forma humana por la muerte de este hombre, el crimen alienta, sin embargo, la victoria de la causa más sagrada; porque, ahora que César está muerto, la República puede resurgir: gracias a esta muerte, triunfa la idea más sublime, la idea de la libertad.
Así superó Cicerón su primer susto. No deseó semejante hecho de maldad, tal vez ni siquiera en sus sueños más profundos se atrevió a desearlo. Si bien, al sacar la daga ensangrentada del pecho de César, Bruto pronuncia su nombre, el nombre de Cicerón, y con eso convoca al maestro de las ideas como testigo de su acción, Bruto y Casio no le habían avisado de la conspiración. Pero, ahora que la acción ya es irrevocable, al menos debe ser aprovechada en beneficio de la República. Cicerón se da cuenta: el camino hacia la antigua libertad romana es pasar por encima de este cadáver de la realeza, y es un deber mostrárselo a los demás. Un instante único como este no puede ser desaprovechado. Ese mismo día, Marco Tulio Cicerón abandona sus libros, sus escritos y el otium sagrado del artista. Con el corazón palpitándole por la urgencia, se apura hasta Roma para salvar la República como verdadera herencia del César, tanto de sus asesinos como de sus vengadores.
En Roma, Cicerón se encuentra con una ciudad desconcertada, pasmada y desorientada. Ya en el momento del hecho, el asesinato de Julio César se evidenció como más importante que los propios asesinos. La facción de conspiradores que se formó desprolijamente solo supo asesinar, solo supo liquidar al hombre que los había superado. Pero, ahora que es válido sacar provecho del crimen, están desamparados y no saben por dónde empezar. Los senadores vacilan entre avalar el asesinato o condenarlo; el pueblo, hace rato ya acostumbrado a ser dirigido por una mano despiadada, no se anima a dar una opinión. Antonio y los otros amigos del César les temen a los conspiradores y tiemblan por sus vidas. Los conspiradores, por su parte, les temen a los amigos del César y a su venganza.
En esta perturbación generalizada, Cicerón se manifiesta como el único con determinación. Habitualmente vacilante y miedoso, como todos los hombres de continencia y del intelecto, sin dudarlo apoya el crimen en el que él mismo no participó de forma alguna. Pisa erguido los azulejos todavía húmedos por la sangre del asesinado y, frente a todo el Senado, celebra como una victoria de la idea republicana que el dictador haya sido aniquilado. “¡Oh, mi pueblo, otra vez volviste a la libertad!”, exclama. “Ustedes, Bruto y Casio, ejecutaron la mayor hazaña no solo para Roma, sino también para el mundo entero”. Pero, al mismo tiempo, exige que a este asesinato ahora le sea dada la mayor de sus magnanimidades. Demanda que los conspiradores tomen de forma enérgica el poder que después de la muerte del César yace inutilizado, y que rápidamente lo empleen para salvar la República, para reelaborar la vieja constitución romana. Que Antonio se haga cargo del Consulado, que Bruto y Casio sean transferidos al Ejecutivo. Por primera vez, el hombre de la justicia tiene que romper la rígida ley durante un breve momento universal, con el fin de forzar la dictadura de la libertad para toda la eternidad.
Pero ahora se muestran las debilidades de los conspiradores. Solo pudieron tramar una conspiración, solo pudieron concretar un asesinato. Solo tuvieron la fuerza para hundir la daga cinco pulgadas en el cuerpo de un indefenso; con eso se les agotó la determinación. En lugar de hacerse del poder y utilizarlo para reconstruir la República, se empeñan en conseguir una amnistía barata y negocian con Antonio; le dejan tiempo a la gente del César para reunirse y, de esta manera, desaprovechan las horas más valiosas. Perspicaz, Cicerón reconoce el peligro. Se da cuenta de que Antonio está preparando un contragolpe que debería acabar no solo con los conspiradores, sino también con el pensamiento republicano. Advierte y habla y clama y lo grita a los cuatro vientos para forzar a los conspiradores y al pueblo a que actúen con firmeza. Pero —¡qué error de la historia universal!— él mismo no hace nada. En este momento, tiene todas las posibilidades en la palma de la mano. El Senado está listo para darle el voto a su favor; el pueblo básicamente espera a que ese único decidido y audaz agarre las riendas que las fuertes manos del César habían soltado al caer. Nadie opondría resistencia, todos respirarían aliviados si él ahora asumiera la responsabilidad de gobernar y lograra orden en el caos.
El momento de Marco Tulio Cicerón en la historia universal, el que anhelaba tan fervientemente desde sus discursos catilinistas, por fin llegó con estos idus de marzo; si hubiese sabido aprovecharlo, la historia que todos aprendimos en la escuela sería distinta; en los anales de Livio y Plutarco, el nombre Cicerón no figuraría meramente como el de un notable escritor, sino como el del salvador de la República, el verdadero genio de la libertad romana. La suya sería la gloria eterna: haber poseído el poder de un dictador y habérselo devuelto voluntariamente al pueblo.
Pero en la historia siempre se repite la tragedia de que, en el momento crucial, justamente el hombre de más intelecto, porque por dentro le pesa la responsabilidad, rara vez se vuelve un hombre de la acción. Una y otra vez se regenera esta disonancia en el hombre intelectual, en el hombre creador: como ve con mayor claridad las insensateces del tiempo, esto lo insta a intervenir, y por un momento de entusiasmo se lanza apasionadamente al combate político. Pero, al mismo tiempo, también duda si debe responder a la violencia con más violencia. Su responsabilidad interior tiene miedo de ejercer terror y derramar sangre, y este dudar y ser considerado, ni más ni menos que en este instante que no solo permite la desconsideración sino que además la exige, le paraliza la fuerza. Después del primer impulso de entusiasmo, Cicerón evalúa la situación con una perspicacia peligrosa. Mira a los conspiradores, a los que hasta ayer aún enaltecía como héroes, y ve que son solo unos pusilánimes, huyendo de las sombras de su propio accionar. Mira al pueblo y ve que ya hace tiempo dejó de ser el antiguo populus romanus, aquel heroico pueblo con el que había soñado, para ser ahora una plebe corrompida, con deseos solo de ventaja y de placer, de comida y juego, panem et circenses; un día, los asesinos Bruto y Casio festejando; al día siguiente, Antonio, que llama a la venganza contra ellos; y el tercero, otra vez Dolabela, que permite derribar los retratos del César. Nadie en esta degenerada ciudad, reconoce Cicerón, continúa sirviendo de forma honrada a la causa de la libertad. Todos la quieren para su poder o satisfacción: en vano fue liquidado el César, porque todos ellos solo aspiran, pactan y pelean por su herencia, su dinero, sus legiones, su poder; buscan su ventaja y su ganancia solo para sí mismos, y no para la única causa sagrada, la causa romana.
Cada vez más cansado, Cicerón se vuelve más escéptico en estas dos semanas después del entusiasmo precipitado. Ninguna otra persona se preocupa por reinstituir la República; en este lugar, se extinguió por completo el sentimiento nacional, el sentido de la libertad. Finalmente, lo invade el asco ante este turbio tumulto. Ya no puede dedicar más la vida a seguir decepcionándose por la impotencia de su palabra; ante este fracaso, debe admitirse a sí mismo que su rol conciliatorio llegó a su fin, que fue muy débil o desanimado como para salvar a su patria de la guerra civil que golpea la puerta; de esta forma, la abandona a su propio destino. A principios de abril, se va de Roma y vuelve —otra vez decepcionado, otra vez vencido— a sus libros en su solitaria villa en Puteoli, en el golfo de Nápoles.
Por segunda vez, Marco Tulio Cicerón huye del mundo hacia su soledad. Ahora se dio cuenta definitivamente de que, como erudito, como humanista, como verdadero hombre del derecho, desde el principio estuvo en el lugar equivocado, en una esfera donde el poder rige como derecho y la inescrupulosidad mueve más que la sabiduría y el espíritu conciliador. Perturbado, tuvo que reconocer que aquella república ideal con la que había soñado para su patria y el resurgimiento de la antigua moral romana ya no se pueden concretar en estos tiempos endebles. Pero, como él mismo no pudo consumar el acto salvador en la rebelde materia de la realidad, al menos quiere salvar su sueño para una posteridad más sabia; el esfuerzo y los conocimientos de sesenta años de vida no deben perderse del todo y sin dejar ningún tipo de repercusión. Así, el abatido se acuerda de su verdadera fuerza y, como legado para otras generaciones, escribe en estos días solitarios su última y, a la vez, su obra más importante: De officiis, la lección sobre las obligaciones que el hombre independiente y moral debe cumplir para consigo mismo y para con el Estado. Es su testamento político, su testamento moral, que Marco Tulio Cicerón deja por escrito en el otoño del año 44 a. C., que es el otoño de su vida en Puteoli.
Que este tratado sobre la relación del individuo con el Estado es un testamento, la palabra definitiva de un hombre que renunció y se despojó de todas sus pasiones públicas, ya lo demuestra la alocución del escrito. De officiis está dedicado a su hijo; Cicerón le confiesa con total sinceridad que no se retiró de la vida pública por indiferencia, sino porque, como mente libre, como republicano romano, considera indigno y ultrajante servir a una dictadura. “Mientras el Senado estuvo administrado por hombres que fueron elegidos por la misma institución, le dediqué mi fuerza y mi pensar a la res publica. Pero desde que todo cayó bajo la dominatio unius, ya no hubo más espacio para la administración pública o la autoridad”. Desde que el Senado fue abolido y los tribunales fueron cerrados, ¿qué hace él, que tiene un poco de respeto propio, en el Senado o en el Foro? Hasta ahora, la actividad pública, la actividad política le venía robando su propio tiempo. “Scribendi otium non erat”, pero nunca pudo derribar del todo su concepción del mundo. Ahora que fue forzado a la inacción, dice que al menos quiere aprovecharla, partiendo de las maravillosas palabras de Escipión sobre sí mismo, “nunca estuvo más activo que cuando no tuvo nada para hacer, y nunca menos solitario que cuando estuvo consigo mismo”.
Estas reflexiones sobre la relación del individuo con el Estado, que ahora Marco Tulio Cicerón desarrolla para su hijo, en múltiples aspectos, no son nuevas ni originales. Asocian lo adquirido por la lectura con lo que le fue transmitido: un dialéctico tampoco se convierte de repente a los 60 años en poeta ni un compilador, en un creador nato. Pero esta vez las opiniones de Cicerón ganan un nuevo pathos gracias al resonante tono de angustia y rabia. En medio de una sangrienta guerra civil y en un tiempo en el que las hordas de pretorianos y los delincuentes de los partidos se pelean por el poder, un intelecto realmente humano sueña una vez más —como siempre hicieron los individuos en tiempos semejantes— el eterno sueño de satisfacción universal a través de la comprensión y la transigencia moral. La justicia y la ley, ellas solas, deben ser los férreos pilares fundamentales del Estado. Los que obran con rectitud interna, no los demagogos, deben conservar la violencia y, con ella, el derecho dentro del Estado. Nadie, sostiene, puede intentar grabarle al pueblo su voluntad personal y, así, su capricho, y es un deber desobedecer “hoc omne genus pestiferum acque impium” a cada uno de estos ambiciosos que le arrebatan el gobierno al pueblo. Irritado, en su carácter de individuo indomablemente independiente, rechaza toda comunidad con un dictador y todo servicio bajo su mando. “Nulla est enim societas nobis cum tyrannis et potius suma distractio est”.
El despotismo viola todo derecho existente, argumenta. La verdadera armonía solo puede surgir en una comunidad si, en lugar de intentar sacar provecho personal desde su cargo político, el individuo relega sus intereses privados en pos de los de la comunidad. Solo cuando no se despilfarre la riqueza en lujo y derroche, sino que se administre y transforme en cultura intelectual y artística; cuando la aristocracia renuncie a su soberbia y la plebe, en lugar de dejarse sobornar por demagogos y venderle el Estado a un partido, demande sus derechos naturales; solo entonces la comunidad podrá curarse. Elogiando el centro como todo humanista, Cicerón exige el equilibrio de los opuestos. Roma no necesita ningún Sila ni ningún César y, por otro lado, tampoco ningún Graco; las dictaduras son peligrosas, y las revoluciones también.
Mucho de lo que dice Cicerón ya se podía encontrar previamente en el sueño de Estado de Platón y se podrá volver a leer en Jean-Jacques Rousseau y todos los utopistas idealistas. Pero lo que destaca de forma tan admirable a este testamento por sobre su tiempo es aquel sentimiento nuevo que por primera vez es puesto en palabras en este lugar, medio siglo antes del cristianismo: el sentimiento de humanidad. En una época de la crueldad más brutal, donde incluso un César permite que les corten las manos a dos mil prisioneros al conquistar una ciudad en la que torturas y combates de gladiadores, crucifixiones y matanzas son moneda corriente y nadie lo cuestiona, Cicerón es el primero y único en levantar la voz de protesta contra todo abuso de violencia. Condena la guerra como método de las beluarum, las bestias, condena el militarismo y el imperialismo de su propio pueblo, la explotación de las provincias, y exige que los países del Imperio romano solo sean anexados mediante la cultura y la moral, nunca mediante la espada. Denuncia el saqueo de ciudades y reclama clemencia —un pedido absurdo en la Roma de esos tiempos— incluso para con los más desamparados entre los desamparados por la ley, para con los esclavos (adversus infimus justitia ese servandum). Con ojos proféticos, ve la ruina de Roma como consecuencia demasiado rápida de la victoria y de una victoria insalubre, porque es el triunfo de meras conquistas militares. Desde que, con Sila, la nación empezó la guerra con el único fin de ganar un botín, se perdió la justicia en el propio imperio. Y, cada vez que un pueblo le saca por la fuerza la libertad a otro pueblo, él mismo termina perdiendo como venganza encubierta la maravillosa fuerza de la soledad.
Mientras las legiones marchan bajo el mando de jefes ambiciosos hacia Partia y Persia, hacia Germania y Bretaña, hacia España y Macedonia, para servir a la manía pasajera de un imperio, una voz solitaria protesta contra este peligroso triunfo: porque él ya vio cómo de la sangrienta siembra de las guerras de conquista crece la cosecha aún más sangrienta de las guerras civiles, y este abogado de la humanidad sin poder alguno le jura solemnemente a su hijo adiumenta hominum, honrar la cooperación entre los hombres como el ideal más alto y más importante. El que durante demasiado tiempo fue retórico ahora es, por fin, abogado y político; el que por dinero y fama defendió toda causa, fuese buena o mala, con la misma bravura; el mismo que pasó por todos los cargos; el que aspiró a la riqueza, al honor público y al aplauso del pueblo llegó, en el otoño de su vida, a esta conclusión con total claridad. Poco antes de su final, Marco Tulio Cicerón, hasta entonces simple humanista, se convierte en el primer abogado de la humanidad.
Mientras Cicerón, aislado fuera del juego, tranquilo y estoico, reflexiona minuciosamente el sentido y la forma de una constitución moral, en el Imperio romano crece el desasosiego. El Senado y el pueblo siguen sin decidir si deben glorificar a los asesinos del César o desterrarlos. Antonio se prepara para la guerra contra Bruto y Casio, e impensadamente se presenta un nuevo pretendiente, Octavio, a quien el César había nombrado su sucesor y que ahora pretende asumir este cargo. Apenas llega a Italia, le escribe a Cicerón para ganarse su apoyo, pero al mismo tiempo Antonio le pide que vaya a Roma, y simultáneamente Bruto y Casio lo llaman desde sus puestos de batalla. Todos aspiran a que el gran defensor defienda su causa, todos cortejan al famoso maestro del derecho para que, eso pretenden, convierta su injusticia en justicia; por verdadero instinto buscan, como todos los políticos mientras aspiran llegar al poder y siguen sin alcanzarlo, tener como sostén al hombre del intelecto (a quien después descartarán despectivamente). Y si Cicerón aún fuese el político orgulloso y ambicioso de antes se dejaría llevar por la tentación.
Pero Cicerón ganó en parte cansancio y en parte prudencia, dos sentimientos que peligrosamente suelen parecerse. Sabe que ahora solo le hace falta una cosa: concluir su obra, lograr orden en su vida, orden en sus pensamientos. Como Odiseo ante el canto de las sirenas, se tapa los oídos ante los seductores llamados de los que tienen el poder; no sigue el llamado de Antonio, ni el de Octavio, ni el de Bruto y Casio, ni incluso el del Senado y sus amigos, sino que, sintiéndose cada vez más fuerte en la palabra que en la acción y más inteligente estando solo que en medio de una facción, sigue escribiendo y escribiendo en su libro, presintiendo que serán sus palabras de despedida de este mundo.
Recién una vez terminado su testamento, levanta la mirada. No es un buen despertar. La guerra civil golpea las puertas del país, de su patria. Antonio, que saqueó las cajas del César y del templo, logró reunir mercenarios con el dinero robado. Pero a él se enfrentan tres ejércitos, y todos en armas: el de Octavio, el de Lépido y el de Bruto y Casio. Ya es muy tarde para la reconciliación y la mediación: ahora es momento de decidir si un nuevo cesarismo debe gobernar sobre Roma debajo de Antonio o si debe subsistir la República. En un momento como este, todos tienen que posicionarse. Y también el más cauto y prudente de todos, el que, siempre buscando el equilibrio, había sido superior a los partidos o había coqueteado indeciso con todos: Marco Tulio Cicerón también tiene que posicionarse de forma definitiva.
Y entonces sucede lo extraordinario. Desde que Cicerón le entregó a su hijo De officiis, su testamento, lo invadió en cierto modo —a partir de un desprecio por la vida— un nuevo coraje. Sabe que su carrera política y su carrera literaria están acabadas. Lo que tenía para decir ya lo dijo, lo que le queda por vivir ya no es mucho. Está viejo, concluyó su obra, ¿qué más da defender este resto lamentable? Como un animal cazado por cansancio cuando sabe que los perros aullando están pisándole los talones, de repente se da vuelta y, para acelerar el final, corre hacia los sabuesos; de la misma forma, Cicerón, sin miedo alguno a morir, en medio de la batalla, gira y va en dirección a su posición más peligrosa. El que durante meses y años solo manejó la silenciosa pluma vuelve a recurrir a la fulgurita del discurso y la tira contra los enemigos de la República.
Emocionante escena: en diciembre, el hombre canoso vuelve a estar parado en el Foro de Roma para otra vez movilizar al pueblo romano a mostrarse digno, ille mos virtusque maiorum, del honor de sus antepasados. Catorce Filípicas hace tronar contra el usurpador Antonio, que negó su obediencia al Senado y al pueblo, siendo Cicerón completamente consciente del peligro que significa oponerse sin armas a un dictador que ya tenía a sus legiones reunidas, listas para marchar y matar. Pero quien desea movilizar a otros a que se atrevan solo posee fuerza convincente si él mismo, ejemplarmente, demuestra que se atreve; Cicerón sabe que en este mismo Foro no puede, como supo hacer antes, luchar con la palabra de forma superflua; esta vez debe arriesgar su vida en pos de su convicción. Decidido, reconoce ante la rostra: “De joven ya defendí la República. No los voy a abandonar ahora que estoy viejo. Estoy dispuesto a entregar mi vida si la libertad de esta ciudad puede ser reestablecida gracias a mi muerte. Mi único deseo es que, al morir, esté abandonando a un pueblo romano libre. No hay ninguna otra gracia que los dioses inmortales me pudiesen conceder”. Ahora ya no queda tiempo, insiste, para negociar con Antonio. Hay que apoyar a Octavio, el que, si bien es pariente de sangre y sucesor del César, defiende la causa de la República. Ya no se trata más de individuos, se trata de una causa, de la más sagrada de todas —res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur—; esta causa afecta a la última y más extraordinaria determinación: se trata de la libertad. Pero como el patrimonio más sagrado de todos está siendo amenazado, sostiene, toda duda tiene una gran cuota de decadencia. De esta manera, el pacifista Cicerón exige ejércitos de la República contra los ejércitos de la dictadura, y él, que nada aborrece más —al igual que su posterior alumno Erasmo— que el tumultus, la guerra civil, pide declarar el estado de emergencia en todo el imperio y el destierro del usurpador.
Ahora que ya no es más abogado de procesos cuestionables, sino defensor de una causa magna, en estos catorce discursos Cicerón encuentra palabras realmente sublimes y fervorosas. “Que ningún otro pueblo viva en esclavitud”, implora a sus conciudadanos. “Nosotros, los romanos, no lo deseamos. Si no podemos conquistar la libertad, que nos concedan la muerte”. Si el Estado realmente llegó a su última degradación, entonces al pueblo que domine el mundo entero le conviene —nos principes orbium terrarum gentius que omnium— actuar como lo harían los mismos gladiadores esclavizados en la arena: preferible morir mirando al enemigo a los ojos que ser asesinados. “Ut cum dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus”, mejor morir honrados que servir avergonzados.
Asombrado, el Senado y el pueblo reunido escuchan estas Filípicas con atención. Algunos tal vez presienten que será la última vez en siglos en que semejantes palabras podrán ser pronunciadas en la plaza. Pronto, ahí solo tendrán que inclinarse servilmente ante las estatuas de mármol de los emperadores, solo a aduladores y soplones les estará permitido cuchichear con reticencia en lugar de los discursos libres de antes, durante el imperio de los Césares. Un escalofrío invade a los oyentes: en parte por el miedo y en parte por la admiración que les genera este viejo que, solitario, con la valentía de quien está dispuesto a todo, de alguien que por dentro está desesperado, defiende la independencia del hombre intelectual y el derecho de la República. Lo aplauden inseguros. Pero, a la vez, la brasa de la palabra ya no puede encender el tronco podrido del orgullo romano. Y mientras en la plaza este solitario idealista prediga el sacrificio, a sus espaldas los inescrupulosos soberanos de las legiones cierran el pacto más vergonzoso en la historia de Roma.
El mismo Octavio, a quien Cicerón enalteció como defensor de la república, el mismo Lépido, para quien solicitó una estatua por sus méritos en beneficio del pueblo romano, ya que ambos se habían ido de la ciudad para aniquilar al usurpador de Antonio, prefieren hacer un negocio privado entre ellos. Como ninguno de los tres jefes de las hordas, ni Octavio ni Antonio ni Lépido, son lo suficientemente fuertes como para adueñarse por su cuenta del Imperio romano como botín personal, los tres enemigos mortales llegan al acuerdo de que es preferible dividirse la herencia del César; en lugar del gran César, de la noche a la mañana Roma tiene tres Césares pequeños.
Es un momento histórico a nivel mundial, ya que en lugar de obedecer al Senado y respetar las leyes del pueblo romano, los tres generales se ponen de acuerdo para crear su triunvirato y repartirse, como si se tratase de un botín de guerra barato, un enorme imperio que abarca tres continentes. En una pequeña isla cerca de Boloña, donde confluyen el Reno y el Lavino, se monta una carpa en la que deben encontrarse los tres delincuentes. Obviamente, ninguno de los grandes héroes de guerra confía en el otro. Demasiadas veces en sus proclamas se llamaron mentirosos, canallas, usurpadores, enemigos del Estado, ladrones y rateros, como para no conocer con exactitud el cinismo del otro. Pero a los hambrientos de poder solo les importa su poder y no sus convicciones, solo el botín y no el honor. Con todas las directivas de precaución tomadas, los tres socios se van acercando al lugar acordado; recién una vez que los futuros amos del mundo lograron convencerse unos a otros de que ninguno de ellos portaría armas para asesinar a sus aliados demasiado recientes, se sonríen amistosamente y entran juntos a la carpa en la que deben definir y fundar el futuro triunvirato.
Tres días permanecen Antonio, Octavio y Lépido sin testigos dentro de esa carpa. Tres cosas tienen que hacer. Sobre el primer punto —cómo dividir el mundo—, llegan a un rápido acuerdo. Octavio se quedará con África y Numidia; Antonio, con la Galia, y Lépido, con España. La segunda cuestión también les preocupa bastante poco: cómo juntar el dinero que desde hace meses deben a sus legiones y a los sinvergüenzas del partido. Este problema se resuelve fácilmente siguiendo un sistema que desde entonces será copiado muchas veces. Hay que robar el patrimonio de los hombres más ricos del país y, para que no hagan mucho barullo, al mismo tiempo eliminarlos. Los tres hombres apoyan cómodamente sobre la mesa una lista con los nombres de los dos mil individuos más ricos de Italia, entre ellos cien senadores. Cada uno va nombrando a los que conoce y también a sus enemigos personales y opositores. Con un par de trazos a las apuradas, el nuevo triunvirato ya resolvió por completo, después de la cuestión territorial, también la económica.
Ahora toca discutir el tercer punto. Quien quiere establecer una dictadura debe, para mantener a salvo su poder, ante todo silenciar a los eternos opositores de cada tiranía, los hombres independientes, los defensores de aquella utopía imposible de erradicar: la libertad intelectual. Como primer nombre de esta última lista, Antonio pide el de Marco Tulio Cicerón. Este hombre lo reconoció por su verdadera esencia y lo nombró por su verdadero nombre. Es el más peligroso de todos, porque tiene la fuerza del intelecto y la voluntad de independencia. Hay que borrarlo del mapa.
Octavio se horroriza y se niega. Como joven aún no endurecido ni contaminado del todo por la perfidia de la política, teme empezar su gobierno eliminando al escritor más famoso de Italia. Cicerón fue su procurador más leal, el que lo enalteció ante el pueblo y el Senado; hasta hacía pocos meses, Octavio seguía apreciando humildemente su ayuda y su consejo, y aún llamaba al hombre canoso, con pura reverencia, su “verdadero padre”. Octavio se avergüenza y persiste en oponerse. Por un instinto de rectitud que le honra, no quiere entregar al maestro más ilustre del latín a la denigrante daga de asesinos rentados. Pero Antonio insiste en que entre el intelecto y la violencia hay una enemistad eterna y que nadie puede ser más peligroso para una dictadura que el maestro de la palabra. Tres días dura la pelea por la cabeza de Cicerón. Octavio termina cediendo y, así, el nombre de Cicerón cierra el documento quizás más vergonzoso de la historia romana. Con esta proscripción se sella, ahora sí, la sentencia de muerte de la República.
Al enterarse Cicerón de la alianza entre los tres previamente enemigos mortales, sabe que perdió. Sabe con exactitud que con la incandescencia de sus palabras condenó, de forma demasiado dolorosa, en Antonio —a quien Shakespeare injustamente ennobleció hasta volverlo intelectual— los bajos instintos de sed de odio, vanidad, atrocidad e inescrupulosidad, como para ahora esperar magnanimidad de este hombre de la violencia brutal. Lo único lógico, en el caso de querer salvar su vida, sería huir rápidamente. Cicerón debería ir al otro lado, pasando por Grecia, donde están Bruto, Casio, Cato, hasta el último campamento de la libertad republicana; ahí al menos estaría protegido de los asesinos mercenarios que ya habían sido enviados. Y dos y tres veces el desterrado realmente parece decidido a escapar. Prepara todo, se lo comunica a sus amigos, se embarca, se pone en marcha. Pero una y otra vez Cicerón se frena en el último segundo; quien una vez conoció la desolación del exilio percibe, incluso en medio del peligro, la sensualidad de la tierra patria y lo indigno de vivir escapando eternamente. Una voluntad misteriosa más allá de la razón, e incluso en contra de la razón, lo obliga a enfrentarse al destino que le espera. El que se cansó de su existencia ya acabada solo desea un par de días más de descanso. Solo reflexionar en paz un poco más, solo escribir un par de cartas más, leer un par de libros más; que después le llegue lo que le fue determinado. En estos últimos meses, Cicerón se esconde a veces en una de sus fincas, a veces en otra, siempre poniéndose en marcha apenas aparece una amenaza de peligro, pero nunca escapándole del todo. Tal como el que tiene fiebre va cambiando de almohadón, así va cambiando él de semiescondite, no del todo decidido a ir al encuentro de su destino y tampoco decidido a evitarlo, ya que, con esto de prepararse para la muerte, inconscientemente quiere cumplir la máxima que dejó asentada en su De senectute, por la cual un viejo no puede buscar ni dilatar la muerte; siempre que llegue, hay que recibirla con estoicidad. Neque turpis mors forti viro potest accedere: para los fuertes de alma, no hay ninguna muerte que pueda ser indigna.
En este contexto, Cicerón, que ya estaba rumbo a Sicilia, de repente ordena a su gente dar vuelta otra vez el timón para volver a la Italia enemiga y desembarcar en Gaeta, donde posee una pequeña finca. Ha sucumbido al cansancio, un cansancio que no afecta meramente a una de sus extremidades, a uno de sus nervios del cuerpo, sino un cansancio de la vida y una disimulada nostalgia de volver a casa después del final, después de que la tierra lo haya vencido. Solo quiere volver a no hacer nada. Volver a respirar el aire dulce de la patria y despedirse, despedirse del mundo, pero descansar y no hacer nada, ¡aunque solo sea un día o una hora!
Saluda con reverencias, apenas desembarca, a los lares sagrados de la casa. El hombre de 64 años está cansado, y el viaje por mar lo agotó, así que se acuesta en el cubiculum, los ojos cerrados para, en un sueño ligero, disfrutar el deseo anticipándose al descanso eterno.
Pero, apenas se acuesta, un esclavo fiel entra apurado. Dice que hay hombres sospechosos con armas que están cerca; un empleado de la casa, a quien Cicerón le había demostrado mucha benevolencia a lo largo de toda su vida, reveló a los asesinos su paradero a cambio de una recompensa. Cicerón tiene que huir, insiste, huir inmediatamente; ya prepararon un lecho para transportarlo, y ellos mismos, los esclavos de la casa, quieren tomar las armas y defenderlo durante el corto camino hasta el barco, donde por fin estará a salvo. El viejo hombre agotado se niega. “¿De qué me están hablando? —dice—. Estoy cansado de escapar y cansado de vivir. Déjenme morir en esta tierra a la que yo salvé”. Finalmente, el fiel servidor de muchos años logra convencerlo; esclavos con armas cargan el lecho, bordeando el camino a través del pequeño bosque, hasta la barca salvadora.
Pero el delator en su propia casa no quiere dejarse estafar por unas pocas monedas; apurado, reúne a un centurión y a un par de hombres armados. Corren por el bosque persiguiendo al séquito y logran alcanzar a tiempo su botín.
Inmediatamente, los servidores armados rodean el lecho y se preparan para resistir. Sin embargo, Cicerón les da la orden de rendirse. Su propia vida ya está muerta, ¿para qué seguir sacrificando vidas jóvenes y ajenas? En este último momento, a este hombre eternamente indeciso, inseguro y solo muy rara vez valiente lo abandonan todos sus miedos. Siente que como romano todavía debe protegerse solo en la última prueba, cuando —sapientissimus quisque aequissimo animo moritur— marche erguido hacia la muerte. Por orden suya, los servidores dan un paso atrás; desarmado y sin resistencia, les ofrece su cabeza canosa a los asesinos con las palabras sublimemente deliberadas: “Non ignoravi me mortalem genuisse”, siempre supe que soy mortal. Pero los asesinos no quieren filosofía, sino su paga. No dudan demasiado. Con un golpe eficaz, el centurión derriba al indefenso.
Así muere Marco Tulio Cicerón, el último abogado de la libertad romana, más heroico, valiente y decidido en este, su último momento, que en los miles y miles de momentos de su vida ya acabada.
A la tragedia le sigue la sátira sangrienta. Por la urgencia con la que Antonio había ordenado particularmente este asesinato, los asesinos sospechan que esta cabeza debe tener un valor muy especial. Por supuesto, no presienten su valor en la configuración intelectual del mundo y de la posteridad, pero sí suponen el valor especial que tiene para el que los mandó a ejecutar el sangriento acto. Para no dejar que les disputen la paga, deciden llevarle la cabeza a Antonio en persona como prueba fehaciente de que la orden fue cumplida. Entonces, el jefe de los criminales corta la cabeza y las manos del cadáver, los mete en una bolsa y corre lo más rápido posible hasta Roma con esta bolsa al hombro, de la que chorrea la sangre del asesinado, para deleitar al dictador con la noticia de que el mejor defensor de la República romana fue aniquilado con el método más común de todos.
Y el pequeño delincuente, el líder de los delincuentes, había tenido razón en hacer las cuentas. El gran delincuente que había ordenado este asesinato transforma su alegría por el atroz crimen concretado en una remuneración principesca. Ahora que mandó a saquear y asesinar a las dos mil personas más ricas de Italia,