Motivos de San Francisco y otras prosas cristianas - Gabriela Mistral - E-Book

Motivos de San Francisco y otras prosas cristianas E-Book

Gabriela Mistral

0,0

Beschreibung

La vida y obra de Gabriela Mistral están signadas por una intensa y permanente búsqueda religiosa y espiritual. Practicó el budismo y la teosofía, el yoga y la meditación; estudió religiones comparadas, esoterismo, alquimia, masonería, teología musulmana y hebrea, no obstante esta heterodoxia, su más profunda y definitiva veta fue la cristiana. Se educó en la Biblia, en la lectura y escucha de los Salmos, y quedó cautiva por la doctrina franciscana, que la acompañó hasta su muerte. En 1922, con residencia en México, comenzó a escribir en torno a San Francisco de Asís. Estos textos fueron publicados en diarios de la época (tanto en Chile como en el extranjero) y conformarían un volumen para conmemorar, en 1926, los setecientos años de la muerte del Santo, proyecto que no se llevó a cabo. Mistral continuó con la creación de estas piezas, sin llegar a materializarlas en una publicación en su conjunto. Motivos de San Francisco y otras prosas cristianas es la reunión de ellas, las que, junto a otras dedicadas a figuras cardinales para la poeta, como Santa Teresa de Ávila o Sor Juana Inés de la Cruz, conforman este libro que es a la vez íntimo y referencial, y que da cuenta de su magnífica musicalidad en la escritura, pasión y profundidad de ideas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 224

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Mistral, Gabriela / Motivos de San Francisco y otras prosas cristianas

Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2022, 1ª edición, p. 224, 13 x 20 cm.

Dewey: Ch861

Cutter: M6918

Colección Vidas Ajenas

Prólogo de Juan Cristóbal Romero

Materias:

Poesía chilena. Siglo XX.

Prosa poética chilena.

Mistral, Gabriela 1889-1957. Crítica e interpretación.

MOTIVOS DE SAN FRANCISCO Y OTRAS PROSAS CRISTIANAS

GABRIELA MISTRAL

© Gabriela Mistral, 2022

© Juan Cristóbal Romero (del prólogo), 2022

© Ediciones Universidad Diego Portales, 2022

Primera edición: abril de 2022

ISBN: 978-956-314-515-1

ISBN Digital: 978-956-314-563-2

Universidad Diego Portales

Dirección de Publicaciones

Av. Manuel Rodríguez Sur 415

Teléfono: (56 2) 2676 2136

Santiago – Chile

www.ediciones.udp.cl

Edición, selección y notas: Sebastián Astorga

Diseño: Mg Estudio

Diagramación: Carlos Altamirano

Imagen portada: “Gabriela Mistral bajo un árbol de duraznos”,

Fondo Diario La Nación, Cenfoto UDP

La Orden Franciscana de Chile autoriza el uso de la obra de Gabriela Mistral.

Lo equivalente a los derechos de autoría son entregados a la Orden Franciscana de Chile, para los niños de Montegrande y de Chile, de conformidad a la voluntad de Gabriela Mistral.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

ÍNDICE GENERAL

Mistral, peregrina inquieta, por Juan Cristóbal Romero

I. MOTIVOS DE SAN FRANCISCO

La madre

Infancia deSan Francisco de Asís

El cuerpo

Los cabellos

Los ojos

Los labios

La voz

Las manos

Los pies

Los sentidos

El sayal

El cordón

La lunita nueva

Los escabeles

La red

Enfermo

La convalecencia

El elogio

Nombrar las cosas

El vaso

Presencia en las cosas

La rosa helada

La alondra

El lirio

La delicadeza

La espadaña del lirio

La hierba

Las montañas

La lepra

La caridad

Aprende a perder

La celda ajena

El cauterio

La muerte

La prisa de ver a Dios

Las piedras preciosas

La lamparita de aceite

El prodigio en ¿el monte Alvernia

Los compañeros de San Francisco: Bernardo de Quintaval

La oración

Nuestra única vanagloria

La entrega, la llamada de los cardos

Otro Cristo

El lobo en el cielo

Oración a San Francisco por Yin

San Francisco: santo patrono

II

Estampas de San Miguel, el ángel de las batallas

Estampa de Santo Tomás

Santa Catalina de Siena

Fray Bartolomé de las Casas

Castilla (Encuentro con Santa Teresa de ávila)

Segundo Fray Luis de León

Silueta de Sor Juana

III

Recado de Navidad

Navidades

Mi experiencia con la Biblia

La Biblia

Nota a la edición

Procedencia de los textos

Mistral, peregrina inquieta

Dura tarea para críticos y académicos: querer aclarar el cristianismo de Gabriela Mistral. Las ediciones de su epistolario, así como recientes compilaciones de sus textos sobre mística y religión, han producido el efecto contrario al que se espera de un esfuerzo divulgativo de tal magnitud: el lector de poesía, el lector legítimamente deseoso de reconocer un marco de pensamiento que más o menos encuadre la espiritualidad difusa de ciertos poemas mistralianos, se lleva más preguntas que respuestas. Hasta antes de disponer de dicho panorama, era aceptable considerar a la maestra de Elqui una católica inclinada a prácticas de piedad popular, cuya irrefutable prueba de fe consistía en su solicitud de ser amortajada con el hábito de San Francisco. Hoy no es posible comprenderla sino como una peregrina ansiosa de cosechar lo óptimo de las religiones, sin distingo alguno, pero incapaz de hallar en esa mezcla superior la paz y la alegría que tanto le faltaban. La confesión dirigida al padre Francisco Dussuel S.J., en la que compendia las influencias que determinaron su evolución religiosa hasta 1954, ejemplifica la dificultad que le significó a la propia Mistral definir sus creencias adscritas.

Yo tuve Biblia desde los 16 años tal vez; una abuela paterna me leía los Salmos de David y ellos se me apegaron a mí para siempre con su doble poder de idea y del lirismo maravilloso... Yo fui un tiempo no corto miembro de la Soc. Teosófica. La abandoné cuando observé que había entre los teósofos algo de muy infantil, y además mucho confusionismo. Pero algo quedó en mí de ese período –bastante largo–; quedó la idea de la reencarnación, la cual hasta hoy no puedo –o no sé– eliminar... Yo he tenido una vida muy dura..., tal vez ella alimentó en mí la creencia de que esta vida... viene de otra encarnación, en la cual fui una criatura que obró mal en materias muy graves... Del Budismo me quedó... una pequeña Escuela de Meditación. Aludo al hábito –tan difícil de alcanzar– que es el de La Oración Mental. Le confieso humildemente que, a causa de todo lo contado, no sé rezar de otra manera. Debo confesarle más: no puedo con el Santo Rosario. Una amiga mejicana, católica absoluta, me ayudó mucho a pasar de aquel semibudismo –nunca fue total, nunca perdí a mi Señor J.C.– a mi estado de hoy...; lo que influyó más en mí, bajo este budismo nunca absoluto, fue la meditación de tipo oriental, mejor dicho, la escuela que ella me dio para llegar a una Verdadera Concentración. Nunca le recé a Buda; sólo medité con seriedad... Después de esto... vinieron las frecuentaciones de las Místicas Occidentales. La selecc. de oraciones con las cuales rezo tiene mucho Antiguo Testamento; pero el Nuevo me lo sé creo que bastante bien. Mi devoción más frecuente, después de la de N.S.J., es la de los Ángeles.

Sin necesidad de haber recurrido a la transmigración, Gabriela Mistral cursó varios destinos espirituales. La dilatada gama de corrientes religiosas y filosóficas queda confirmada por los libros que donó a la Biblioteca de Vicuña acerca de budismo, masonería, alquimia, teosofía, homeopatía oriental, yoga, estudios indostánicos, teología cristiana, hebrea y musulmana. Dentro de las pocas disciplinas en boga que omite la lista se encuentra el espiritismo. A sesiones de mesa parlante parece haber concurrido solo en calidad de aficionada, desinterés que explicaría la inexistencia de volúmenes técnicos al respecto. En 1917, en una carta al futuro novelista Eugenio Labarca, insinúa incluso desdén por tales fenómenos paranormales:

Le doy, conforme a su indicación, dos nombres de muertas a quienes llamar. Marcelina Aracena, Rosa Ossa. Aquel joven Parrau a quien invocaron no conoció nunca Los Andes ni pudo, por lo tanto, morir aquí; no era masón. Vivió y murió en Antofagasta.

El porvenir de la “doctora angélica”, como la llamó Luis Oyarzún a su muerte –subrayando así la imagen de beata católica que proyectaba sobre la intelectualidad chilena de los años cincuenta– parece estar signado por la perplejidad del lector ante su inclasificable posición en materia sexual, política y poética –téngase en cuenta el juicio de Valéry: “Nadie parecerá menos calificado que yo para presentar al lector una obra tan distante como ésta de los gustos, ideales y hábitos que se me conocen en materia de poesía”–, pero por sobre todo religiosa. Cada vez que un nuevo estudio reconcilia las aparentes y, para algunos, molestas contradicciones de su vida espiritual, una carta, un artículo, una semblanza, entorpece la idea que nos habíamos hecho de sus creencias. Busco un ejemplo: el epistolario que intercambió con Sri Aurobindo. De este maestro de yoga, poeta y filósofo indio, Gabriela Mistral fue alumna por correspondencia. Al desencarnar su gurú en 1950, la discípula chilena escribió una nota necrológica cuya traducción inglesa fue publicada en varios periódicos de la India. Las enseñanzas de ese curso a distancia formaron parte del repertorio espiritual permanente de Mistral: en una de las cartas que envió a su amigo el diplomático residente en Bombay Juan Marín, la poeta declara practicar ejercicios respiratorios yoguis de forma diaria. Otro ejemplo: entre 1930 y 1932, con motivo de la disolución de la Orden de la Estrella de Oriente, organización mundial de teósofos creada por la ocultista Annie Besant para apoyar la tarea mesiánica de Jiddu Krishnamurti, Mistral escribió varios artículos en diarios de Santiago y Buenos Aires, en los que demuestra un completo dominio del lenguaje esotérico. Un último ejemplo: la conferencia sobre religiones comparadas que dio en la Universidad de Columbia a miembros de la Orden Tercera de San Francisco, a la cual ella también perteneció.

Hasta donde se sabe, el franciscanismo fue la última fase de la heterodoxia mistraliana. El contexto en que se produjo esa definitiva evolución religiosa –giro radical, como no podía ser de otra manera, tomando en cuenta su apasionado temperamento– corresponde al período en que la pedagoga se radicó en México (1922-1925) contratada por el gobierno azteca. José Vasconcelos, ministro de Educación –con quien la poeta se había escrito y a quien la unía el interés por las religiones orientales– había desatado sobre México una especie de movilización general en favor de la enseñanza rural. Gracias a una carta destinada al escritor ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide, contamos con los pormenores de la reconversión de la exteósofa yogui.

Llegué a México, y Vasconcelos me dio a Palma [Guillén] por Secretaria, y ella es católica como una india en lo absoluta y como una francesa en lo teóloga de la familia de Santo Tomás. Un día se dio cuenta y emprendió la tarea de convertirme: “Me da una pena inmensa que tú andes entre supersticiones asiáticas”. Me discutió mucho, y me puso el budismo en irrisión, por donde me lo rompió mejor; y en nuestro primer viaje a Europa me hizo hermana tercera de San Francisco.

Fue su amiga y secretaria Palma Guillén –recordemos que el libro Tala fue dedicado a la mexicana– quien socavó su budismo y afianzó en ella el carisma del santo de Asís. El lugar de su reconversión sería nada menos que la llanura de Umbría. Da la impresión de que todas las certezas que Mistral encontró en la teosofía y el budismo quedaron eclipsadas por la vida y obra del hermano asno. Desde entonces, su faro no será Buda ni Krishnamurti, sino el Poverello de Asís, en un viaje que culminará bajo la lápida de Montegrande, con los cinco nudos del cordón franciscano, emblema de los cinco estigmas del santo.

Los procesos de conversión fulminante suelen ir acompañados de acontecimientos que los afianzan. Los años en que se produce el regreso de Mistral al catolicismo coinciden con el inicio de la Guerra Cristera. El asesinato de sacerdotes y familias campesinas, muchas de ellas expartidarias de Francisco Villa y Emiliano Zapata, cuadro de abominable intransigencia hacia la piedad popular, debe haber cuajado su neocatolicismo. En 1926, en un artículo sobre el santo Cura de Ars, la futura nobel alude el tema: “Le tocaron tiempos revueltos de persecución... y de asesinato de curas, como a los pobrecitos niños mejicanos de este minuto”.

El siguiente acontecimiento no fue menos importante. Consistió en el redescubrimiento de la figura magnética de sor Juana Inés de la Cruz. En los retratos cuarteados de la mexicana, Mistral vio reflejados pedazos de su propia estampa. Así como Juana Inés de Asbaje naciera a los pies del volcán Popocatépetl, Lucila Godoy de Alcayaga fue alumbrada en las faldas del cerro Paranao. Al momento de ilustrar la vida de la religiosa en esa admirable semblanza que publicó en El Mercurio en 1923, nuestra poeta acentúa sugestivamente rasgos físicos que remiten a su propia figura: “Sus grandes ojos rasgados... [la] delicada nariz sin sensualidad. La boca, ni triste ni dichosa: segura; la emoción no la turba en las comisuras ni en el centro... Era alta, hasta parece que demasiado”. Se reconoce además en su colega gongorina por el ansia de conocimiento. Al igual que la precoz elquina, la de Nepantla primero fue la niña prodigio que aprendió en semanas a leer a escondidas, y después la joven desconcertante, de ingenio ágil, que se hizo religiosa –en esto también se le asemeja– al desdeñar el amor terrenal de un hombre. Tuvo, eso sí, cosas que Mistral no tuvo. A diferencia de la chilena, no se puede hablar de que la mexicana haya sido impulsada por la pasión: su Musa era el intelecto a solas, sin el desmelenado ardor mistraliano: “Quiso ir a Dios por el conocimiento”, escribe con cierta resignación, marcando así distancia respecto a la –para la Mistral, cada vez menos convincente– disciplina teosófica, según la cual la sabiduría divina podía ser alcanzada a través de los escalones del puro intelecto despierto, de la aplicada instrucción, de la ciega obediencia a los mandatos de la Verdad, siguiendo la fórmula que madame Blavatsky receta en “La escala de oro”. Ya para entonces, Mistral había descendido varios peldaños de la escalera gnóstica, por resultarle un atajo incompatible con su temperamento. Así lo anticipa en una carta de 1917 a su amigo Eduardo Barrios, evidenciando incomodidad respecto a las disciplinas orientales:

Es mi “modo espiritual” el que no se amolda al “modo espiritual del teósofo verdadero”. Siendo la teosofía el budhismo elevado, solamente establece la anulación de la pasión como objeto del cultivo espiritual, y yo creí, y creo, y seguiré creyendo mucho tiempo, que cuanto de hermoso he logrado incrustar en las horas que estoy viviendo, es obra pura de la pasión: con pasión hago bien, cuando lo hago, nunca con tibieza e indiferencia; con pasión hago mis clases y mis versos. Suprimir la pasión en mí sería talarme todo el espíritu, dejarme un harapo de alma.

Hay otro ángulo de la biografía de la poeta mexicana con el que Mistral se siente identificada: la actitud de apartamiento. ¿Por qué optó la joven Juana Inés por la clausura? Junto con el desengaño amoroso, Mistral reconoce en su colega cierto exceso de sensibilidad, cierta actitud más estética que mística, que la habría llevado a desechar el mundo por considerarlo una masa confusa y salvaje, buscando refugio en la apacibilidad y armonía del convento de San Jerónimo. Advierte en ese ademán un pensamiento traspasado de cristianismo, pero en un sentido estrictamente moral. Es interesante observar cómo en este punto, la elquina marca un nuevo distanciamiento respecto a la actitud de la mexicana, atribuyéndose a sí misma, sin decirlo expresamente, las cualidades místicas que no distingue en su hermana colonial: “El místico es, casi siempre, mitad ardor y mitad confusión”.

De los últimos años de sor Juana Inés, nuestra poeta obtendrá las más grandes lecciones. Es en ese período cuando descubre a la monja verdadera. La religiosa jerónima, fatigada de inteligencia, da la espalda a la astronomía, a la biología, a la teología, para volcarse hacia la llama de Jesucristo como hacia la suma belleza y Verdad.

Tiene entonces, como San Francisco, un deseo febril de humillaciones, y quiere hacer las labores humildes del convento, que tal vez haya rehusado muchos años: lavar los pisos de las celdas y curar la sucia enfermedad con sus manos maravillosas, que tal vez Cristo le mira con desamor. Y quiere más aún: busca el cilicio, conoce el frescor de la sangre sobre su cintura martirizada. Esta es para mí la hora más hermosa de su vida; sin ella yo no la amaría.

Como si Dios esperara esa hora de perfección, la muerte vino a la mexicana cuando había completado el círculo de la sabiduría. En ese adelantamiento a su época, “con anticipación tan enorme que da estupor”, Mistral vio en sor Juana Inés a una contemporánea expuesta a los mismos trances que ella había atravesado desde niña: la fiebre de la cultura en su juventud, la desilusión adulta de la ciencia y, por último, la búsqueda contrita de la vida sencilla, con esa humildad cristiana que le permitió a la monja docta liberarse de la vanidad intelectual y los anhelos de fama.

No sé hasta qué punto es posible contar entre los factores decisivos de su vuelta al catolicismo este otro: la supremacía que siempre asignó a la Biblia en esa pelea de lecturas orientales que se disputaban su alma. Al libro de los libros llegó a través de un texto escolar de historia bíblica que el Estado daba a los niños; Mistral recuerda que lo leía a diario, al interior de una mata de jazmín del huerto, entre las cinco y las siete de la tarde. El influjo de la poesía judía estuvo a cargo de su abuela. “La teóloga” –así apodaban los curas de La Serena a doña Isabel Villanueva– sentaba a su nieta en un reposapiés y procedía a recitarle los Salmos. El gusto por la crónica bíblica y lírica salomónica permanecieron a lo largo de toda su vida, con un pequeño bache en la adolescencia; de ello nos enteramos por la publicación de una conferencia impartida en la Sociedad Hebraica de Buenos Aires en 1938, “Mi experiencia con la Biblia”:

Tiempo después, entre los quince y los veinte años, y sobra contarlo, porque es la aventura de cualquier sudamericano, les digo que anduve haciendo sesgueos estúpidos y dándome tumbos vergonzosos con lecturas ínfimas, del cinco al diez, con novela y verso que eran insensateces de hospicios.

De esos tropiezos deshonrosos sabemos que uno tiene doble apellido: el floripondioso Vargas Vila, mayoral de la época, quien había sido con Amado Nervo y Rabindranath Tagore uno de sus modelos literarios de juventud. Tras esa demorosa distracción adolescente vuelve a beber del pozo de Jacob, cuyas aguas ya había contaminado de pensamiento asiático:

Entre los veintitrés y los treinta y cinco años, yo me releí la Biblia, muchas veces, pero bastante mediatizada con textos religiosos orientales, opuestos a ella por un espíritu místico que rebana lo terrestre. Devoraba yo el budismo a grandes sorbos; lo aspiraba con la misma avidez que el viento en mi montaña andina de esos años. Eso era para mí el budismo, un aire de filo helado que a la vez me excitaba y me enfriaba la vida interna; pero al regresar, después de semanas de dieta budista a mi vieja Biblia de tapas resobadas, yo tenía que reconocer que en ella estaba, no más que en ella, el suelo seguro de mis pies de mujer.

Por lo que se refiere a sus creencias religiosas, en esta necesidad recurrente de tomar postura se demuestra el hecho de que Mistral fuera más cristiana –más judía, incluso– que budista. El budismo practica la tolerancia. Un budista puede ser prosélito de Jesús, de Mahoma o de Moisés. A un judío, a un musulmán, a un cristiano, no le está permitido serlo de Buda.

Fueran cuales fuesen los acontecimientos que gatillaron su reconversión, el asunto es que para 1924, a la edad de treinta y cinco años, la exbudista oficiaba de hermana seglar de la Venerable Orden Tercera Franciscana. Como todo lo que parece emanar de su fundador, la única regla de la orden penitente es sencilla y exacta: “guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo siguiendo el ejemplo de San Francisco de Asís, que hizo de Cristo el inspirador y centro de su vida con Dios y con los hombres”. Difícil saber hasta qué extremo condujo su espíritu, su voluntad, su pensamiento, según el modelo del maestro de Asís. Varios han llegado a sostener –fray Ramón Ángel Jara H., entre ellos– que Mistral fue más franciscana que cristiana, pero ninguno toma el riesgo de adjudicarse la última palabra. Sabemos al menos que bajo ese influjo, nuestra poeta inició una serie de comentarios en prosa a la vida del santo, con los que quería aportar su interpretación a los homenajes que se estaban preparando en el mundo al cumplirse en 1926 los setecientos años de la muerte del Poverello. Si bien estos fueron publicados de manera dispersa en medios de prensa, el propósito de conformar un libro no se cumplió: bajo el título Motivos de San Francisco, las viñetas franciscanas se reunieron con posterioridad al fallecimiento de su autora. En vida de Mistral, el fruto de estas estampas fue distinto al pretendido. Influida por la prosa de los Motivos, la hermana terciaria compuso una serie de comentarios hagiográficos que le ocuparán parte importante de la década siguiente. Posiblemente sintió la necesidad de confirmar su quebradizo catolicismo ante el mundo. No en vano buscó la compañía de santa Teresa de Ávila, de Fray Luis, de sor Juan Inés de la Cruz.

Quienes tuvieron la fortuna de conocer a Gabriela Mistral destacan el encanto de sus conversaciones que se volvían monólogos rítmicos de una prelógica cautivadora. La vez que el joven Volodia Teitelboim la escuchó conversar, le dio la impresión de hallarse frente a una médium: por esa boca aldeana brotaba una potencia imaginativa con visos de genialidad. Los testimonios coinciden en que la prosa mistraliana es lo que más se acerca a su manera de hablar: refleja, con la misma intensidad, la personalidad sencilla y tierna, pero a la vez brusca y directa que hipnotizaba los auditorios. Los escritos a renglón seguido fueron el verdadero vehículo de sus ideas; a través de ellos, Mistral bocetó sus intereses sociales, políticos, estéticos, religiosos, con unos contornos que dieron carácter definido a sus poemas. Muchos artículos y ensayos tuvieron una condición efímera, producto de la urgencia periodística con que fueron redactados. Otros, con intenciones más literarias, se caracterizaron por un lirismo ajustado a un aire de narración, que casi a modo de parábolas servían a los propósitos didáctico moralistas de la poeta. En México se atrevió a confesar a su amiga Palma Guillén que escogió esa forma “por pereza porque... exige menor esfuerzo y disciplina que el verso”. La humildad de esta confidencia oculta un hecho evidente para cualquier lector interesado en el modernismo: el poema en prosa estaba de moda a principios del siglo pasado en Latinoamérica. Lo ejercicios prosísticos de la uruguaya Juana de Ibarbourou y la argentina Alfonsina Storni, por mencionar a dos coetáneas del verso, se corresponden con lo hecho por la chilena en la última sección de Desolación. En 1914 la revista Elegancias, dirigida por Rubén Darío, publicó una de las primeras prosas mistralianas: “La defensa de la belleza”. Que el nicaragüense haya prestado atención a ese poema en prosa y no a uno en verso habla de la atmósfera literaria que respiraba la joven elquina.

Con todo, la prosa de Desolación representa un cambio de sensibilidad respecto a la tendencias en boga. Sin renunciar a los postulados estéticos imperantes, textos como “Poemas del hogar”, “El cardo”, “La charca”, representaron un desvío del modernismo, al menos como hasta el momento se había practicado, en favor de un estilo deslavado de preciosismo, y hacia contenidos más didácticos y éticos. Con estos poemas a renglón seguido, Mistral buscó afianzar su imagen de maestra rural consciente de las situaciones de injusticia y discriminación que vivía Latinoamérica –no por nada el primer poema de esa sección lo intituló “La oración de la maestra”–, temáticas que muchos poetas modernistas habían malmirado a causa del aristocratismo europeizante que alentaba el movimiento.

En esa encrucijada estético social se forjó la prosa y la personalidad de la futura nobel. Pensemos en un José Martí corregido de su tropicalismo por un trato diario con la Biblia doméstica; la Mistral vivió haciendo este andariego zigzagueo. Soltaba una parrafada elíptica que relampaguea de puntos y comas, y seguía con una frase de aldeana, cuando no de niña; trazaba una cláusula lírica hilvanada como al azar, difícil de seguir, y la neutralizaba con un dicho de todos los días; abajaba los vocablos castizos allegándoles un adjetivo de sabor popular. El aliento largo para la descripción combinado con un orden imprevisto de las palabras, todo envuelto en un aire de cordialidad, dieron a su escritura la agilidad nerviosa, casi tierna, de la conversación intuitiva, que no deja de ser firme y precisa.

Realmente, los críticos exageran al asignar a Martí el predominio de las influencias sobre la prosa de la Mistral. La propia Mistral contribuyó a abultar esa deuda cuando, en su conferencia sobre el cubano, se acusa de imitadora, justificándose así:

Tenemos que confesar que la imitación aparece en nosotros más que como un gesto, como una naturaleza; nuestra piel toda poros es lo mejor y lo peor que nos ha tocado en suerte, y a causa de ella vivimos a merced de la atmósfera.

Por cierto, hay cualidades estilísticas de notable paralelismo entre ambos prosistas: la vivacidad en la expresión y, sobre todo, una manera circular de designar seres y objetos. También los une la concisión sin artículo y el orden imprevisto de las palabras para causar la impresión de lengua dialogada y enérgica. Con todo, no parece que la Mistral esté hablando con una voz prestada; la frase larga y complicada, tan característica de Martí, en la discípula se hace más corta y personal. En ella no hay un intento deliberado de persuadir: el hipérbaton se suaviza; la sentencia, lo aforístico, el uso de la subordinación, pasan a segundo plano y se amplifica la potencia descriptiva.

Debemos reconocer que el empeño mistraliano de veracidad y realismo localistas hace que el lector contemporáneo –cada vez más contaminado del castellano neutro y global–, al enfrentarse a la prosa de algunos motivos y recados, con frecuencia encuentre barreras idiomáticas difíciles de salvar: los solecismos coloquiales, la manera peculiar de componer el período oracional, la presencia indistinta de arcaísmos y neologismos. Quien no está bien habituado a ese estilo fácilmente hallará la prosa de Mistral compleja –Raúl Silva Castro la juzgaba difícil; Ignacio Valente, sencillamente artificiosa, “demasiado poética en el mal sentido de esa conjunción”–. En su defensa, no son pocos los admiradores que nos hablan del poder expresivo que tenía la prosa de Mistral. La primera estimación la encontramos en un párrafo temprano de Hernán Diaz Arrieta, que reseña la segunda edición de Desolación (1923):

Inventará símbolos maravillosos, parábolas y cuentos llenos de un prestigio antiguo y dejará el verso, para ser más simple y tocará en prosa los lindes mismos de la perfección artística.

Entre los poetas, Pablo Neruda confesará haber detectado en la prosa de Mistral “muchas veces su más penetrante poesía”. Alfonso Reyes, reconoció “su hondura y significación”. Humberto Díaz Casanueva fue más allá:

Yo estoy plenamente convencido de que Gabriela es uno de los más grandes prosistas de la América Latina en nuestro siglo. No me refiero al poema en prosa como en Rimbaud o Lautréamont, sino a cierta prosa [que] podríamos llamarla provisionalmente periodística, en la cual relampaguean la poesía, como también en la epistolar.

Sea cual sea la jerarquía de la prosa de Mistral, con seguridad se ubica un par de escalones bajo su extraordinaria poesía. La inevitable comparación entre estos géneros ha marcado injustamente el destino de la prosa, al punto de habérsele considerado un débil subproducto de los versos mistralianos. Es de justicia, en todo caso, reconocer que en los textos donde la creación verbal, extrema y personalísima, no paga un subido tributo a lo recargado y relamido, el lenguaje de Mistral halla un medio de expresión que iguala, por largos pasajes, la vitalidad de la prosa de Santa Teresa y –me atrevo a decir– los Evangelios. No es coincidencia que sea en los textos cristianos “Castilla (Encuentro con Santa Teresa de Ávila)” y “Mi experiencia con la Biblia” aquellos en los que la estilística mistraliana –alteraciones en el orden de las cláusulas, anacolutos sorpresivos, arcaísmos con efusión imaginativa– da cumplida impresión de espontaneidad afectuosa. No por nada, Santa Teresa y la Biblia fueron, en materia prosística, sus parcelas preferidas. De la carmelita tributará el modo de contar breve y directo, cierto humorismo y el carácter desembarazado y hogareño. Las Escrituras no solo se responsabilizaron de la doctrina en la obra de la hermana franciscana, también marcaron decisivamente algunos de sus componentes estilísticos y literarios. Así lo confiesa en el fragmento autobiográfico recién mencionado:

Los Salmos de mi abuela, y después de ellos mi lectura larga y ancha de la Biblia total, que yo haría a los veinte años, me habituaron a su manera de expresión que se avino conmigo como si fuese un habla familiar que los míos hubiesen perdido y que yo recuperé con saltos de gozo.

Mistral destaca entre sus préstamos bíblicos el vigor expresivo, la variedad constante, el tono verídico y el discurso directo. Pero de ese lote de virtudes, parece que las que más le atrajeron fue la intensidad de la expresión y cierto despojo del ornamento modernista. La Biblia la puso de rodillas a beber sobre la fuente de la palabra viva. El acento de veracidad de las Escrituras, tantas veces duro y anguloso, tallado, pulido y vuelto a tallar a través de los siglos, fue para Mistral una enorme lección de probidad.