Némesis - Sebastián Roa - E-Book
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Némesis E-Book

Sebastián Roa

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Beschreibung

"Sebastián Roa es, en palabras de Santiago Posteguillo, el mejor escritor de novela histórica del siglo XXI. Su trayectoria literaria, que comienza hace algo más de una década, avala esta afirmación." La Vanguardia A toda hybris sigue su némesis. Toda injusticia merece castigo. La injusticia la cometió Atenas. Atenas incitó a la rebelión contra Persia y amontonó la leña para los incendios que devoraron ciudad tras ciudad. El ateniense que prendió la llama fue Ameinias de Eleusis. Por eso Atenas también debe arder. Por eso Ameinias debe morir. Siglo V a. C. Artemisia de Caria es una mujer singular. Última de su dinastía, gobierna Halicarnaso y comanda su propio navío de guerra, el Némesis. Su llegada al poder ha sido de todo menos dulce: fuego, terror, mutilación y esclavitud sacudieron su ciudad y su linaje, marcando su destino. Su objetivo no es fácil: redimir el nombre de su familia y alzar al bien sobre el mal, lo justo sobre lo injusto, la verdad sobre la mentira. Deberá encontrar al causante: un marino ateniense que navega en un siniestro trirreme negro, el Tauros. Aunque tenga que enfrentarse a las tormentas, hundir las naves de media Grecia y prender fuego a la propia Atenas. Eso la llevará a recorrer el laberinto de islas y puertos que cruzan el mar Egeo, y a descubrir si tiene la fuerza y la voluntad necesarias para cumplir su misión. Y todo bajo la amenaza de la inminente guerra entre persas y griegos. Roa regresa a la fascinante historia de las guerras médicas, hasta ahora protagonizada por reyes como Leónidas, estrategas como Temístocles o generales como Mardonio o Pausanias, pero nunca antes por una mujer real, feroz e inteligente, a veces enamorada, una intrépida navegante que se convirtió en el terror de los griegos. A través del diálogo con Heródoto, Artemisia nos contará su vida desde que se convirtió en tirana de Halicarnaso y estuvo a punto de cambiar la historia de Occidente. Reseñas:"Artemisia de Halicarnaso, una fascinante mujer, comandante naval, rescatada del mundo antiguo por la magnífica escritura de Sebastián Roa, uno de los mejores novelistas históricos del siglo xxi". Santiago Posteguillo "El fragmento de un manuscrito, atribuido a Heródoto, permite a Sebastián Roa, de forma magistral, llevarnos de la mano de Artemisia al corazón de la Grecia antigua y… al Imperio persa". José Calvo Poyato "Una novela épica, un relato vibrante. El pulso narrativo de Roa y su escritura en tres dimensiones me han hecho sentirme un marinero más a bordo de un trirreme griego". Javier Negrete Sobre Enemigos de Esparta han dicho: "Uno de los grandes escritores de novela histórica de nuestro país. Un excelente trabajo construido con la precisión de un relojero". La Vanguardia "Una novela histórica de altura y bien documentada que combina rigor informativo y aventuras verdaderamente trepidantes". Culturamas Sobre Las cadenas del destino han dicho: "Novela de aventuras, escrita con nervio sobre un armazón histórico". El Periódico de Catalunya "El autor maneja los recursos literarios con gran maestría". La Razón

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Seitenzahl: 782

Veröffentlichungsjahr: 2020

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Némesis. Artemisia de Halicarnaso, la Centinela de Asia

© Sebastián Roa, 2020

Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria

© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

 

ISBN: 978-84-9139-583-6

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Naturalmente, otro manuscrito

Capítulo I

Del manuscrito de Heródoto. Fragmento 1

Prefacio: el teatro de la vida

Capítulo II

Del manuscrito de Heródoto. Fragmento 45

La caza de la nave rodia

Los perros de Acteón

El castrador de Quíos

Capítulo III

Del manuscrito de Heródoto. Fragmento 81

Hijos de Argos

La angustia de Andrómaca

Capítulo IV

Del manuscrito de Heródoto. Fragmento 115

Cloris la blanca

La rueca

Otra mujer, otra serpiente

Capítulo V

Del manuscrito de Heródoto. Fragmento 160

Duelo en el mar

Mentiras y verdades

Capítulo VI

Del manuscrito de Heródoto. Fragmento 202

La reunión

Sinceridad o engaño

Capítulo VII

Del manuscrito de Heródoto. Fragmento 243

Desafiar a los dioses

Devorado hasta los huesos

La tempestad

Capítulo VIII

Del manuscrito de Heródoto. Fragmento 281

Furia y miedo

Salamina

Epílogo

Del manuscrito de Heródoto. Fragmento 311

Lo que fue y lo que no fue. De historia, ficción, mitos y deudas

 

 

 

 

 

 

Esta es para Yaiza

 

 

 

 

 

 

For my will is as strong as yours, my kingdom as great…,

you have no power over me.

 

(Porque mi voluntad es tan fuerte como la tuya,

mi reino igual de grande…,

no tienes poder sobre mí). Trad. libre.

 

Dentro del laberinto (Labyrinth)

Jim Henson

NATURALMENTE, OTRO MANUSCRITO

 

 

 

 

 

El 13 de septiembre de 1994 llegó a mis manos un conjunto de pliegos sin título ni autor, pero con una dedicatoria en latín, añadida en el estrecho margen de la primera hoja:

 

Emmanuel Martinus Gregorio Mayansio, doctissimo atque illustrissimo viro. Valentia Edetanorum. XVII Kal. Decembris, MDCCXXXI.

 

El cuerpo del texto estaba en griego, uncial diminuta y muy perjudicada, con fragmentos ilegibles y otros casi destruidos. Nueve partes numeradas y no consecutivas: 1, 45, 81, 115, 160, 202, 243, 281 y 311.

Por aquel entonces yo acababa de llegar a Valencia para ocupar mi plaza como profesor de Filología Griega, y un alumno me hizo entrega de los pliegos, procedentes de una herencia. Junto a ellos había material curioso: un Idiota sapiens de Raynaud, In Job commentaria de Zúñiga, la Grammatica arabica de Van Erpe… Volúmenes que, de tan viejos, eran poco más que polvo aglutinado entre cubiertas de piel. Mi alumno, cuyo nombre ocultaré, pretendía donar el material para su estudio y archivo, pero antes quería que yo lo clasificara y, supongo, que tuviera en cuenta su interés a efectos de calificación académica. Finalmente me regaló el conjunto de pliegos, que acabé bautizando como Manuscrito H-312. Di salida a las demás obras y me lancé a traducirlo.

Lo que pensé desde la primera línea fue que se trataba de una falsificación, pero me surgieron dudas tras el análisis paleográfico. ¿Estaba ante algo auténtico, o el H-312 era la fantasía de un escribano medieval? Según mis conclusiones, pendientes aún de publicación, el manuscrito fue probablemente elaborado en el scriptorium de un monasterio hacia el siglo XI. Su autor, anónimo, es el mismo del famoso Codex Angelicanus, que se guarda en la romana Biblioteca Angélica.

¿Cuáles fueron, según creo, sus avatares? Por resumir diré que el H-312 acompañó al Angelicanus durante cuatrocientos años, hasta que apareció en la biblioteca de José Sáenz de Aguirre, cardenal en Roma. De allí viajó a la colección particular de Manuel Martí y Zaragoza, gran humanista que, en 1731, lo regaló a su amigo Gregorio Mayans —y de ahí la dedicatoria en latín—. Este trasvase ya tuvo lugar en Valencia, y aquí se pierde de nuevo el rastro del H-312 hasta que reaparece en el siglo XX, en un inmueble de la calle Poeta Querol. Mi impresión —e insisto en que se trata de conjeturas— es que Teresa Vives, nuera de Gregorio Mayans, vendió el conjunto de pliegos, tal como hizo con otras obras propiedad de su difunto suegro, a los Padres Agustinos Calzados. Esto ocurriría hacia 1801. Once años después, con el incendio del convento agustino durante la guerra de la Independencia, el H-312 sufrió daños serios y perdió la mayor parte de su contenido. Calculo que un 92 % de la obra desapareció. El resto es el breve conjunto de pliegos que yo poseo, el que mi alumno me regaló en 1994.

Y ahora vayamos con el contenido. Porque la sorpresa mayúscula llegó al descubrir lo que pretendía ser el H-312: la copia de una obra perdida de Heródoto, escrita en el siglo V a. C., cuando era joven y aún vivía en Halicarnaso. Mucho antes de su destierro y de crear la obra que lo haría realmente famoso: sus Historias. Heródoto, referente para todo el que conozca los orígenes de nuestra civilización, considerado el primero entre los historiadores.

Se sabe que Heródoto compuso al menos otras dos obras, Hechos líbicos y Hechos asirios, pues hay testimonios de su existencia un siglo después de que las escribiera. Sin embargo, en algún momento desaparecieron y no se conoce su contenido. Tampoco el escrito original de las Historias ha llegado hasta nosotros. Lo que tenemos son copias recuperadas de distintos tiempos y lugares. Fragmentos de papiro hallados en Egipto, volúmenes incompletos de pergamino cuya referencia más temprana es su integración en una biblioteca florentina, algunos códices en Roma, otros en París…

Y ahora tenemos el Manuscrito H-312. ¿Es lo que parece ser? Resulta imposible recobrar lo perdido, y es poquísimo lo que se conserva en estado legible. Lo que aquel monje del siglo XI copió en su scriptorium. ¿Pretendía hacerlo pasar por una auténtica obra de juventud de Heródoto? ¿O fue un simple ejercicio literario? Durante estos años he acariciado el proyecto de completar las lagunas con imaginación, pero no dispongo del talento necesario. Por eso es mi deseo entregar una traducción de los pliegos a un buen amigo: que sea él, con su capacidad para la ficción, quien rellene los huecos del H-312. ¿Tenemos algo que perder? Sinceramente, no lo creo. Al fin y al cabo, seguro que esto no es más que una gran mentira.

 

Marcos M.

Valencia, 31 de octubre de 2017

Capítulo I

 

 

 

 

Sworn to avenge,

condemned to hell.

Tempt not the blade,

all fear the sentinel.

 

(Juramentada para vengarse,

condenada al infierno.

No tentéis al filo,

temed todos a la Centinela). Trad. libre.

 

The sentinel (1984, Judas Priest: Defenders of the Faith)

Downing/Halford/Tipton

 

DEL MANUSCRITO DE HERÓDOTO FRAGMENTO 1

 

 

 

 

 

Es el primer año del reinado de Artajerjes, hijo de Jerjes, el persa; gran rey, rey de reyes y rey de las tierras. Y esta es la exposición de las visitas que Heródoto de Halicarnaso cumple a la señora Artemisia de Caria, hija de Ligdamis, para poner de manifiesto sus notables hazañas y las singulares empresas que afrontó, tanto para sí misma como por el padre del gran rey, y en especial lo que atañe al enfrentamiento entre griegos y persas.

El segundo año del reinado del difunto Jerjes, hijo de Darío, fue el de mi nacimiento en Halicarnaso. Es por ello por lo que mi conocimiento de aquella guerra, sucedida cuando yo era un niño, no es propio y directo, si bien puedo obtenerlo de quienes la vivieron. Así pues, he solicitado en varias ocasiones que la misma señora de Halicarnaso, protagonista indiscutible, me hiciera sabedor de los hechos. Sus tareas de gobierno son ya pocas, pues su hijo se ocupa en gran medida de lo que conviene a la ciudad y a las islas que le rinden tributo. Verdad es que la señora, como antaño, gusta de salir a navegar, y es frecuente que transcurran semanas sin que en Halicarnaso sepamos dónde se encuentra nuestra soberana. Pero es llegado el mes de Markásanash, que los atenienses llaman Memacterión; y una vez cerrada la temporada de navegación, la señora Artemisia ha dado orden de que comparezca en palacio. Me ha informado de su complacencia por mi interés en contar estas historias, más aún por ser yo vástago de ilustre familia halicarnasia y sobrino de su bien amado amigo y servidor Paniasis. También se interesa en que realce la fama del difunto Jerjes y de sus súbditos, entre los que mi señora Artemisia logró posición de no poca importancia. Sobre todo, considera que es merecido tributo para la persona del añorado rey Jerjes que aquí se narre la verdad, que es lo que él habría deseado por haber sido durante su vida un declarado enemigo de la mentira. Y también para acallar las voces calumniadoras, tanto persas como extranjeras, que tras su muerte se empeñan en faltar a la justicia en el retrato de tan magnífico rey.

Alzo la mirada desde mi escrito. Artemisia de Caria espera sonriente, acomodada sobre un diván en el salón principal de palacio. Agita con suavidad la copa mediada de vino. Tengo dispuestos pliegos de papiro egipcio sobre la mesa; suficientes para escribir una larga historia. A mi espalda, la estancia se abre a una galería encarada al mar. La brisa nos trae voces de pescadores atareados, gritos de chiquillos y graznidos de gaviotas. Apunto todos estos detalles, tal como me enseñó mi tío Paniasis. También describo la cámara, amplia y luminosa, con columnas rojas y numerosos adornos, casi todos trofeos de guerra: escudos, gallardetes, lanzas, espadas. Mi vista acude al objeto que preside la estancia desde la pared del fondo. Es la sagaris, el hacha doble de nuestra soberana. Los halicarnasios nos hemos acostumbrado a verla en los estandartes de los trirremes y en las piedras talladas de los templos. La señora Artemisia advierte que mi atención se ha fijado en el arma. Se levanta, deja la copa junto al papiro y cruza el aposento con el caminar pausado de quien ya no tiene prisa, pues hizo todo lo que había que hacer. Descuelga la sagaris. Se me hace extraño ver el hacha de doble hoja en manos de una mujer, pero ¿qué otra cosa podría esperarse de esta? La tirana de Halicarnaso luce sus ropas de buena factura y me ha recibido engalanada, así acostumbra al despachar en palacio. Aunque su aspecto no es el de una dama de buena familia, como mi madre. De esas que permanecen en el gineceo u ocupadas en la gobernanza del hogar, con la palidez resguardada de la intemperie y el cabello cubierto por el velo. Mi señora Artemisia no se avergüenza de su pelo castaño veteado de experiencia, ni de la vieja cicatriz que marca su frente. Ni de su tez madurada por el sol y el salitre. Pequeños surcos se entrecruzan junto a sus ojos color miel y en el dorso de sus manos. Delatan el mucho tiempo que ha pasado al descubierto, con los párpados entornados y la mirada fija en el horizonte, observando el mar de fondo en proa o dirigiendo la navegación en su sitial, a popa. Pliegues prolongan su boca y revelan su tendencia a la sonrisa. Porque mi señora sonríe casi siempre. Ahora mismo sonríe, mientras hace girar la sagaris entre sus manos. Las hojas, bruñidas, reflejan el sol que entra rasante desde el lado del mar. El rostro de Artemisia se ilumina y se oscurece al ritmo que marca la rotación del hacha. La detiene de golpe. Creo que se observa en el metal. Ensancha su sonrisa cuando mueve la cabeza ante el improvisado espejo doble. Como si cada hoja le mostrara una cara distinta. Como si acabara de descubrirse.

—He cambiado mucho desde que todo empezó.

No es mi intención escribir al dictado, pero registro lo que mi señora ha dicho. Mi tío Paniasis me diría que he de ser moderado. Aventar, filtrar, seleccionar. Sobre todo, callar y escuchar. Siento curiosidad, sin embargo.

—¿Cómo eras, señora, cuando todo empezó?

Ella sigue fija en su reflejo doble.

—No muy distinta de cualquier muchacha caria.

Cuesta creerlo. Que sobre esa muchacha caria llegara a pesar la ira de tantos griegos. Que, contra su entrega como cautiva, se prometiese una recompensa de diez mil dracmas. Cuesta creer, sí, que fuera capaz de dirigir naves y aun flotas, y que de ella llegara a decir lo que dijo el difunto gran rey Jerjes. Que inspirara tanto miedo a los atenienses como el que sus antepasados padecieron por culpa de las temibles amazonas.

—¿Y cómo es posible, mi señora, que una muchacha caria, no muy distinta de cualquier otra muchacha caria, se convirtiera en la peor enemiga de Atenas?

Vuelve al diván, misma parsimonia. Reposa la sagaris sobre su regazo. Percibo que la charla preliminar ha terminado. Aprovecho la pausa, cargo el cálamo, tomo aire. Aguardo mientras ella prepara sus palabras.

—Un griego te diría, joven Heródoto, que el destino lo decidió así. Ni los dioses pueden huir de su hado, ¿verdad? Fácil empresa, pues libra de responsabilidad. ¿Cómo podría yo haberme sustraído de acarrear grandes males a los griegos, si es lo que estaba predestinado?

»Un persa, por el contrario, asegurará que es el hombre quien talla su futuro con sus pensamientos, palabras y obras. Somos responsables de nuestros actos. Así lo creo yo también. Por eso me convertí, muy a sabiendas, en adversaria de Atenas. Por eso acepté que se pusiera precio a mi libertad y a mi vida. Por eso hice todo lo posible para evitar que los griegos me capturaran, y por eso me declaro culpable de los muchos incordios que causé por mar y por tierra a nuestros enemigos.

»Así pues, aquello fue posible porque yo lo quise. Apliqué mi voluntad, construí el destino. Sin aguardar a que lo hicieran otros, hombres o dioses. Mírame, soy Artemisia de Caria. Y nadie decide por mí.

Escribo. Los trazos recorren ágiles el papiro. Letras que forman palabras apretadas. El cálamo, como el remo, rompe la monótona superficie. Pero esta vez el agua no oculta la huella del barco. Ahora la estela permanecerá. Una singladura que llevará esta nave a través de los siglos. Los que pueblen la tierra tras nosotros sabrán que nadie decide por Artemisia de Caria.

Completo la última frase. Aparto el papiro lleno, tomo otro. Recargo tinta, vuelvo a mirar a mi señora. Ella cierra los ojos y, por primera vez, borra su sonrisa. El tono de su voz cambia:

—Yo era una muchacha caria y Halicarnaso ardía.

 

 

 

PREFACIO: EL TEATRO DE LA VIDA

 

 

 

 

 

Año 494 a. C.

 

Halicarnaso ardía.

Años más tarde y a un mar de distancia, en uno de esos caprichos de los dioses que no son sino obra humana, me encontraría sentada en el teatro de Atenas. Atenas a medio carbonizar, agobiada bajo una nube caliente e irrespirable, de casas desprendidas en ceniza flotante, templos envueltos en jirones negros. Allí comprendería el significado de ese primer incendio en Halicarnaso: todo aquello no era más que la humeante tragedia de la vida; y nosotros, los desgraciados actores.

Pero volvamos al teatro en el que yo me estrené, Halicarnaso.

Mi ciudad está dispuesta en terrazas. Sus calles forman semicírculos que se suceden cuesta arriba, desde el puerto y por las laderas de los tres montes que nos rodean. Eso las convierte en un graderío encarado al escenario marítimo del que obtenemos la riqueza. Esa noche, la obra que se representaba era la del dolor, el miedo y la muerte. Hasta tengo un título para la tragedia: El castigo persa.

Un castigo que ya prendía en el templo de Apolo y amenazaba el de Afrodita. En el puerto, las naves leales a Persia eran las únicas que no llameaban. Entre aullidos de perros, la nube negra ocultaba las estrellas y el calor crecía. Pero lo peor era el pánico. A la luz de los incendios, los villanos concurrían hacia los muros del palacio como reses acosadas por la manada de lobos. Corrían por las empinadas calles rumbo a la ciudad alta, atropellándose, dejando tras de sí cuerpos pisoteados; esquivando las casas que ya eran pasto de las llamas, y a los grupos aislados de invasores que alanceaban a placer.

Yo lo vi. Con las uñas clavadas en la piedra de la galería, junto al resto de mi familia. Tenía diecisiete años entonces, y llevábamos seis en guerra. Pero hasta ese momento había sido una guerra distante, casi ajena. Apenas algunas noticias exageradas de escaramuzas más allá de las montañas, o de algún que otro desembarco de saqueo en las islas. Eso nos había vuelto confiados. En nuestra ingenuidad pensábamos que todo acabaría sin afectarnos, y casi nos daba lo mismo el resultado. ¿La guerra? ¿Qué guerra?

Ahora la guerra había llegado a Halicarnaso. Como en una pesadilla, las llamas se curvaban en destellos imposibles a través de mis lágrimas. Todos llorábamos. La servidumbre lloraba. Mi madre, mi hermano y hasta mi padre lloraban. Y los halicarnasios se apretaban abajo, al otro lado del muro que protegía el palacio; cada vez más numerosos, apartándose a codazos, pisoteándose, oleaje rompiendo contra el acantilado que separaba el horror de la esperanza. Aporreaban las puertas exteriores, suplicaban que se les franqueara el paso. Desde el patio, los guardias miraban una y otra vez a la galería, pero siempre recibían el mismo gesto negativo de mi padre.

Mi padre, Ligdamis, tirano de Halicarnaso. Cario de nacimiento, pero con el corazón griego. En mala hora había escuchado a quienes le aconsejaron sumarse a la revuelta jonia. «Nos une la lengua. Hablamos el mismo idioma. El idioma de la libertad». Con esa estupidez lo habían convencido de que intentara sacudirse las cadenas persas.

¿Las cadenas persas? Sandeces. Ninguno de nosotros había llevado jamás cadenas. Tampoco los pescadores ni los pastores de Halicarnaso, los mercaderes o los campesinos de los alrededores. El sátrapa persa que nos gobernaba desde Sardes, Artafernes, apenas se relacionaba con nosotros. Más que exigir, pedía el tributo para el gran rey: cuatrocientos talentos de plata que reuníamos entre carios, jonios, eolios, magnesios, frigios, milias y panfilios. El pago de nuestra parte suponía una pequeña porción de lo mucho y bueno que nos daba el mar. Y a cambio disfrutábamos de la paz y la prosperidad persas. Nunca, en la memoria de los más ancianos, se había vivido un periodo de semejante bonanza desde que los carios nos habíamos unido al Imperio persa. Y lo mismo o parecido ocurría con jonios y eolios, con cualquier ciudad griega de la costa asiática. En Halicarnaso ignorábamos cómo era un soldado de Persia, nunca habíamos visto un trirreme; carecíamos de un gran ejército y de naves de guerra, solo porque no eran necesarios. Pero los avariciosos habían calentado las orejas de mi padre. «El persa favorece a los fenicios, les ha regalado el mar». Así le hablaban. Que sin permiso para competir con ellos, decían, nuestro potencial se veía reducido. Ah, ¿quién sabía las riquezas que desembarcarían en Halicarnaso si nos atrevíamos a cerrar el paso a los fenicios?

Así que cuando las ciudades jonias se rebelaron contra Persia, los malos amigos aconsejaron a mi padre que se uniera al alzamiento. Al principio vaciló, pero entonces llegó la noticia de que Atenas estaría de nuestro lado: los hermanos griegos de este y del otro lado del mar, juntos para liberarnos del yugo persa. Aquello había sido a mis once años, y recuerdo su cara de entusiasmo cuando supo lo de los atenienses. De nada sirvieron las advertencias de mi madre.

Y ahora Halicarnaso ardía.

Mi padre recorría el gran salón del trono. Daba pasos largos, furiosos, y blandía un rollo de papiro. Hablaba solo, pero todos podíamos oírlo:

—Vendrá. Tiene que venir.

Entré desde la galería. Mi hermano pequeño, Apolodoro, lloraba. Yo había intentado consolarlo, pero mis temblores no ayudaban. En cuanto a mi madre, se dedicaba a repartir órdenes a los criados. Sobre todo para esconder joyas y peplos caros. Los cofres, los trípodes y las ánforas no había dónde meterlos.

Yo no dejaba de volverme hacia el gran ventanal. A su través se pasaba a la galería salediza, apoyada en columnas y protegida por una baranda de piedra. Aquella balconada abría la vista al patio del palacio amurallado y, más allá, a la ciudad que bajaba hasta el puerto. A la bahía entera. Era mi sitio favorito del palacio, pero esa noche no quería salir. Me aterraba asomarme y ver cómo las llamas devoraban Halicarnaso.

—Llegará en cualquier momento —repetía mi padre—. Hay que aguantar.

—¡Te lo dije! —tronó mi madre—. Que no hicieras caso de esa carta. ¡Los atenienses siempre mienten! Todo esto es culpa suya. Y tuya, por prestarles oídos.

—¡Calla, mujer! —Y, tal vez para escapar de los reproches, salió a la galería. Mi madre lo siguió. Yo continuaba aterrada, pero quería saber. Y ver cómo llegaba ese misterioso ateniense que había prometido salvarnos. Así que también salí.

Hasta ese día, aquella galería había servido para que mi padre se mostrara al pueblo que gobernaba. Y los halicarnasios, con las puertas exteriores abiertas, podían pasar al patio, elevar sus manos y vitorear al tirano que tanta bonanza les procuraba. Pero esa noche, allá abajo, la presión se hacía insoportable para los guardias. Al otro lado de las murallas gemían sus amigos, sus parientes. Seguro que entre los desgraciados que aporreaban las puertas estaban sus propios padres, o sus esposas, sus hijos… Nuestra exigua guardia no existía para protegernos del pueblo, porque ellos también eran el pueblo.

Abrieron.

Mi padre lanzó alaridos. Ordenó que se volvieran a atrancar las puertas y, en su desesperación, incluso mandó que sus guardias retuvieran con las armas a la chusma. Pero Halicarnaso se desbordaba por el patio de abajo. Me abracé a mi madre. Sobre su hombro vi a Apolodoro, que seguía dentro. Desencajado el rostro de mi hermanito, marcado por los chorretones del llanto.

—¡Adentro! —mandó mi padre.

Obedecimos. Él se quedó en la galería, tronando órdenes que los guardias no podían escuchar. Cuando se cansó de vocear, también entró. Nos empujó hasta el fondo de la cámara. Allí era donde recibía audiencias, juzgaba los pleitos importantes y dirigía Halicarnaso. Anduvo de un lado a otro apartando a los esclavos a codazos; los faldones del quitón recogidos, el manto a rastras, desplegando por enésima vez la carta, buscando algún detalle que se le hubiera escapado.

—La culpa es de los atenienses —masculló mi madre.

—He dicho que te calles, mujer.

Menuda era mi madre. Como para callar.

—¿Callar? Más valdría que hubieras hecho tú eso: debiste callar cuando los buscavidas te incitaron a aliarte con los rebeldes. Seguro que llevaban la bolsa llena de dracmas atenienses. ¿Y qué hemos sacado nosotros de esto? —Se acercó a mi padre, lo agarró de la ropa y lo sacudió—. ¡Dime, Ligdamis! ¿Qué va a ser de nosotros?

—¡Que te calles, Aranare!

Había que ver a mi madre. Majestuosa con su peplo negro, el abundante pelo cano recogido en un moño alto. Era cretense, y a las mujeres cretenses no se las silenciaba así como así. Se volvió hacia mi hermano y señaló el arma que pendía de la pared. El símbolo de nuestro gobierno.

—Apolodoro, coge la sagaris. Si tu padre no es lo suficiente hombre para defendernos, que nos defienda un niño.

El pobre Apolodoro no dejaba de gimotear, pero hizo lo que mi madre le ordenaba. Y allí estaba él, con sus catorce años, aupado para descolgar el hacha doble. Cuando lo consiguió, el peso hizo que uno de los filos rebotara contra el suelo. Nuestro héroe.

—Madre… —sollocé.

La erinia cretense me miró con severidad.

—Valor, Artemisia. Valor para afrontar la némesis que nos han procurado los atenienses. Y la estupidez de tu padre. —Se volvió hacia él—. ¡Y la traición de Ameinias!

—¡Calla, Aranare! —repitió él antes de dirigirse a los portones que comunicaban el salón con el resto de palacio. Los abrió para llamar a gritos a la guardia. No pensé que nadie fuera a responderle, pero lo cierto era que muchos de los soldados se habían replegado hasta las estancias altas. Entraron cuatro, pálidos y con las lanzas terciadas. A uno de ellos le habían arrancado el casco y ahora, con el rostro a la vista, se le veía joven, aterrado, casi ridículo. Junto con los soldados entraron más siervos. Un par de ellos se habían hecho con cuchillos. Todos, menos mi padre y los guardias, vinieron hasta el fondo. Aquello empezaba a resultar agobiante. Por si fuera poco, el viento cambió y nos trajo el olor del incendio. Hubo toses. Los gritos se alimentaban unos a otros. En vano exigía silencio el tirano. Dos guardias amontonaron cofres y ánforas contra las puertas. Otro corrió a la balconada. Nada más asomarse, retrocedió como si el propio Cerbero lo acosara desde las puertas del Hades.

—¡Abajo entran! —gimoteó—. ¡Están matando a la gente!

Mi madre intentaba imponerse. Lanzaba gritos secos a los hombres. Que salieran de entre las mujeres y se dispusieran para la defensa, les decía. Los siervos, poco hechos a esos menesteres, se rezagaron. Mi padre se llegó hasta ella. La aferró por los hombros.

—Voy a rendirme, Aranare. Suplicaré piedad. Artafernes es un hombre razonable, me escuchará. Al fin y al cabo…

Ella lo cortó con un manotazo que, además, le sirvió para librarse de su agarre.

—¡Necio! Los sátrapas no recorren las ciudades rebeldes con antorchas. Artafernes estará en Sardes, escribiendo al gran rey para decirle que por fin ha aplastado la revuelta y eliminado a sus enemigos. Esos que entran son chusma dispuesta a saquear. Te degollarán, estamparán a mi hijo contra el suelo. A mi hija… —se interrumpió cuando vio que yo escuchaba. Se acercó. Nos abrazó a Apolodoro y a mí. Los gritos en los corredores del palacio se oían fuertes. Seguían rogando auxilio, pero ahora también aullaban de miedo y de dolor. Mi hermano casi no podía articular palabra:

—Madre… Madre…

Ella separó su rostro del nuestro. Se tragó las lágrimas.

—Usa esto, Apolodoro —tocó la sagaris—. Que no os capturen. Jura que matarás a Artemisia antes de que la cojan. Júralo.

Me eché atrás hasta tropezar contra la pared. Apolodoro abrió mucho la boca y estuvo a punto de dejar que el hacha cayera.

—Madre…

—¡Júralo!

El grito le hizo saltar en el sitio y anuló su estupor. Lo juró varias veces. Alguien golpeó la puerta desde fuera. Un impacto fuerte, único. Mi padre, con su carta en la mano, buscó refugio tras los que empuñaban armas. Yo seguía con la espalda pegada a la pared. A través de ella sentía la vibración. Ecos apagados de destrucción, los latidos de mil corazones aterrados antes de pararse de golpe, todos a la vez. Otro impacto. No hubo nadie en la cámara que no retrocediera. A Apolodoro le temblaban las piernas.

—No os resistáis —nos decía mi padre—. Yo lo arreglaré.

Mi madre tuvo el cuajo de echarse a reír.

—Necio… Más te valdría quemar esa carta.

Mi padre miró el rollo de pergamino. Y luego alrededor. Desde el ventanal se veía el mayor incendio de nuestras vidas, pero nosotros no disponíamos de fuego allí dentro. Mientras mi padre pensaba en cómo deshacerse de la carta, los portones cedieron. Hubo ruido de cerámica quebrada, y un chillido colectivo ahogado por el grito de guerra.

No eran persas. Ninguno de ellos. La mayoría eran soldados lidios, con petos de cuero y plumas en lo alto de sus cascos. También había carios y jonios que se habían mantenido leales al gran rey. De nada sirvieron los ruegos de mi padre.

—¡Nos rendimos! ¡No nos matéis!

Nuestros guardias caían atravesados, y eso que todos habían arrojado sus armas. Un par de sirvientes se arrojaron a las rodillas de los vencedores solo para recibir humillados el mordisco de la muerte. Uno de los invasores advirtió nuestra presencia y vino a pasos largos. Mi madre se interpuso, una leona defendiendo a los cachorros. El lidio la apartó de un bofetón, y ella quedó allí, tendida y medio inconsciente mientras la soldadesca seguía empeñada en manchar sus armas de sangre rebelde. Mi padre insistía en sus ruegos, pero yo apenas lo escuchaba. Había muchos gritos. Ánforas que se quebraban al caer, rociones escarlata que se alargaban por el enlosado, cortinajes a medio arrancar y arcas volcadas. Todo eso no me parecía más que sombras y rumores. Mi vista estaba fija en aquel lidio que ahora nos observaba como un tiburón a dos pececillos. Llevaba una espada curva que chorreaba desde su filo interior. Su sonrisa cruel se alargó al reparar en nuestra sagaris. Apolodoro moqueaba. Pegada su espalda contra mi pecho igual que yo pegaba la mía a la pared.

—Suelta eso, niño —dijo el lidio. Su acento sonaba tosco en nuestra lengua. Alzó su espada de filo arqueado como si fuera a partirnos por la mitad a los dos juntos. Apolodoro hipó. Creo que solo en ese momento fue consciente de que sostenía la sagaris. La dejó caer.

—No… Mátala… Mata a tu hermana.

Era mi madre, tumbada, vuelta hacia nosotros. Sangraba por la boca. El lidio se nos acercó un poco más, su arma aún en lo alto. Mi hermano entrelazó los dedos. Supongo que rogó por su vida, tal vez también por la mía. No entendí lo que decía. Al fondo pasó un soldado jonio arrastrando a mi padre, aún vivo, por el pelo. Vi que no había soltado la carta. Otros guerreros seguían derribándolo todo, descolgando los objetos de valor. Un puñado de sirvientas se arracimaban en un rincón, y varios hombres las acosaban. Como los lobos que, famélicos, irrumpen en el corral y arrinconan a las ovejas, y no saben por dónde empezar con el desgarro de gargantas. Y muerden aquí y allá sin pararse a comer, y el sabor de la sangre los excita y redobla sus ansias de matar. Así se movían estas bestias de metal, chorreantes sus fauces, rápidas a la hora de alancear varones y arrebatar el ropaje de las hembras. Volví a mirar al lidio que nos amenazaba. Se despojó del casco emplumado con la izquierda. Su cabello sudado se aplastaba sobre la frente. Tenía la piel tiznada, y eso destacaba el brillo febril de sus ojos. Mi madre se arrastraba hacia nosotros. Extendió la mano hacia Apolodoro. Lo repitió:

—Mátala…

El lidio se volvió hacia ella y le reventó la nariz de un puntapié. En ese golpe había algo más que violencia animal. La sangre salpicó hacia arriba, y casi recuerdo las gotas flotantes contra la humareda que se colaba desde fuera. Sangre de mi madre, cenizas de mi patria. El mundo se redujo a eso. Alrededor, negrura. Enfrente, aquel lidio de ojos enrojecidos. Solo estábamos él y yo. Y la sagaris.

—Suelta eso, zorra —escupió—, o te reventaré con ella.

No sé cómo la había cogido, el caso es que yo tenía el hacha en las manos. Los pies separados, la espalda encogida, la cabeza baja y la mirada fija en mi enemigo. Algo vio él en mis ojos, porque abandonó su postura displicente y echó atrás la pierna derecha mientras me oponía su espada. Levanté la sagaris.

El golpe me sorprendió de lado y me cortó la respiración. Me sentí caer, un dolor agudo me sacudió el hombro derecho. Al tratar de levantarme, un soldado jonio apoyó la punta de su lanza en mi cuello. Tras él apareció otro. Y otro. Alguien apartó la sagaris con el pie.

—La quiero para mí —volví a oír el acento rudo del lidio—. Sujetadla.

Cerré los ojos. Aquello, lo que más temía mi madre, iba a sucederme de todos modos. Alguien me agarró del peplo, tiró para arrastrarme y noté el rasgón. Manoteé conforme mi cuerpo se deslizaba. Inútil. Llené mis pulmones de aire asfixiante y grité. Rogué, insulté, volví a rogar, escupí. Ruegos de nuevo. Reían. Al llegar al rincón más cercano, me soltaron como un fardo. Mi cabeza rebotó contra la pared y una garra me apretó el cuello. Había olvidado la cara partida de mi madre, e ignoraba si mi padre y mi hermano seguían vivos. Me opuse a que me subieran los faldones, aunque pronto inmovilizaron mis brazos. Cuando volví a mirar, tenía a cuatro hombres sobre mí, repartiéndose la tarea. Seguí resistiéndome, pero al contorsionar la espalda recibí un puñetazo en el costado. Eso me dejó otra vez sin aire. Vomité. Aunque a ellos no les importó. Uno de ellos, el lidio de mirada febril, ya se metía entre mis piernas cuando la voz sonó autoritaria a poca distancia:

—Dejadla.

Se hizo el silencio, solo roto por mis toses. Al verme libre, gateé para escapar del rincón. Las costillas me ardían, a mi garganta acudían nuevas arcadas. Tropecé con mi madre. Me apreté contra ella y me pringué con su sangre. Se agitó en su inconsciencia.

—Quería matarme —se excusó el lidio de los ojos rojos.

La voz de mando se oyó de nuevo, cortante:

—Imbécil. Las esclavas triplican su valor si son vírgenes. Más aún las de buena cuna. Fuera de aquí. Y vosotros. Llevaos a los hombres, pero dejad aquí a las mujeres. Quien me desobedezca responderá ante el propio Artafernes.

Levanté la mirada. A través de las lágrimas vi a un hombre que no vestía coraza, sino quitón largo y manto terciado. Tendría unos treinta años y era alto, muy delgado. Ni un solo pelo en la cabeza, aunque su barba era larga y tupida. Me sonaba su cara. Los soldados bajaron la cabeza y se repartieron por la sala. Empujaron a las criadas hacia nosotras y, a punta de espada, ordenaron salir a los hombres supervivientes. Solo entonces comprobé que mi padre y mi hermano aún vivían. A Apolodoro tuvieron que llevárselo en volandas porque seguía paralizado y parecía ahogarse en cada hipido. Intenté limpiar el rostro ensangrentado de mi madre con su propio peplo. Fuera, los chillidos de los halicarnasios remitían, pero el humo era cada vez más abundante. Uno de los soldados trajo algo al del pelo rapado. Era el rollo de papiro que mi padre no había tenido tiempo de destruir.

—Lo tenía el tirano, noble Acteón.

Acteón, ese era el nombre de aquel mandamás. Entonces recordé que se trataba de un magistrado de Kálimnos. Y Kálimnos era una de las islas bajo soberanía de Halicarnaso. En aquella época no me interesaba por la política, así que nada más sabía de él. Acteón desenvolvió el rollo y leyó con interés. La sonrisa fue tomando forma en su rostro.

—Lo que suponía. —Levantó la vista de la carta y nos dedicó una mirada de desprecio—. Esto no ha hecho más que empezar.

 

 

Esa noche se durmió poco en Halicarnaso.

El dolor en las costillas remitió algo. Daba igual, porque me avergonzaba compararlo con el sufrimiento que me rodeaba. Los cadáveres seguían allí, repartidos por el salón del trono, con la sangre endureciéndose a su alrededor. Nadie se había atrevido a moverlos. Las supervivientes, apretadas contra la pared más alejada de las puertas, llorábamos nuestra suerte. Yo me tapé los oídos cuando alguien empezó a hablar del futuro que nos esperaba como esclavas. Pero veía sus caras, sus gestos de horror. Cómo se abrazaban unas a otras. Salí a la balconada. Prefería fijar mi atención en los incendios del puerto y en los gritos lejanos. Parecía mentira, si apenas unos días antes nos creíamos inmunes a la mala fortuna, seguros en nuestra felicidad. Y ahora el mundo se reducía a una cadena de incertidumbre y miedo. De dolor y muerte. Respiré hondo una, dos, tres veces. Hipé un poco y por fin dejé de llorar. Oí la voz de mi madre, que seguía dentro. Sentada contra la pared.

—La culpa es de los atenienses. —La fractura de la nariz le había cambiado la voz—. ¿Ves a tu hermano?

No preguntaba por mi padre, no. Solo por Apolodoro.

—No veo a nadie aquí abajo. Los habrán encerrado.

Era mentira. Sí que veía a alguien. A los soldados fieles a Persia. Salían del palacio arrastrando las piezas saqueadas, las envolvían en telas y ataban fardos. También vi botín humano. Plebeyas con ropas desgarradas y cabellos revueltos. Algunas se resistían aún, pero casi todas parecían resignadas. Yo no quería pensar en lo que nos esperaba. A nosotras y a ellas. En el patio, junto a los portones abiertos, guerreros armados compartían un pellejo de licor. Bebían y charlaban. Junto a ellos, otros hombres acumulaban objetos de madera. Me fijé en que había más montones como ese. Alguien prendió fuego a uno de ellos. Así que eran hogueras. Tal vez se disponían a trasnochar allí, burlándose de nuestra suerte. Miré el techo de nubes, anaranjado por efecto de los incendios. Es curioso cómo todo lo que creemos eterno puede desaparecer en un parpadeo. Y cómo lo insignificante, de repente, se vuelve notorio. Volví dentro y me agaché frente a mi madre. Ella me miró sin verme. No había podido lavarla, así que la sangre seca seguía pegada bajo su nariz rota.

—Madre, el que manda sobre estos hombres se llama Acteón.

—Acteón —repitió ella.

—¿No es el lugarteniente de Damasítimo en Kálimnos?

Mi madre subió la vista. Los párpados a medio caer. La orgullosa Aranare de Creta. Qué frágil parecía ahora.

—Sí. Sí que lo es. Damasítimo nos ayudará. ¿No ha venido?

Negué. Damasítimo, prematuramente huérfano, había quedado como señor de la isla de Kálimnos y, al igual que su padre, había rendido pleitesía a Halicarnaso. Yo lo recordaba vagamente de cuando era un chiquillo larguirucho y tímido, no mucho mayor que yo, y acompañaba a su padre, que venía a palacio para rendir cuentas de gobierno.

Las risas de los soldados se elevaban fuera. Chistes obscenos, supongo. Se estarían contando cómo, antes de que Acteón llegara a fastidiarles la diversión, habían violado a una, dos o tres halicarnasias tras degollar a sus esposos. O tal vez el orden era el contrario. Son esos detalles que se ocultan cuando se habla de la guerra en las fiestas y en los poemas. Sobre todo si esas guerras son lejanas o sucedieron hace tiempo. Entonces el asunto se vuelve muy heroico, las armas muy brillantes, las muertes muy honorables.

—Acteón tiene la carta que llevaba padre. Eso es malo, ¿verdad?

Cerró los ojos con pesar mi madre.

—La culpa es de los atenienses. De uno sobre todo: ese malnacido de Ameinias, que nos prometió ayuda… Y de tu padre, que lo creyó.

—Madre, ¿nos ayudará Damasítimo? ¿Dónde está?

—Damasítimo es buen muchacho. Amigo de la familia. Y es listo. Se negó a seguir a tu padre en su… absurda traición. Ojalá haya dado con Ameinias… Ojalá lo haya matado. Y a todos los atenienses. A todos…

La voz nasal de mi madre se debilitaba. Incluso en el trance, la fatiga podía con la rabia. Se le cerraban los ojos y cabeceaba entre maldiciones balbucientes hacia Atenas, hacia el tal Ameinias y hacia mi padre. Me senté junto a ella y, a través del amplio ventanal, observé los destellos reflejados en las nubes. Supuse que la rebelión habría empezado en los demás sitios con escenarios parecidos. Alguien me había contado que los milesios y los atenienses, alzados en armas contra Persia, habían incendiado Sardes, la capital lidia donde moraba el sátrapa Artafernes. Seguro que allí también ocurrió de noche. Que corrió la sangre. Y que hubo violaciones, saqueo y burlas.

Se oyeron gritos abajo. Mi madre, sobresaltada, apretó con fuerza mi brazo. Me levanté y corrí hacia la balconada, como ya hacían unas cuantas criadas. Las hogueras ardían en las cuatro esquinas del patio y los fardos con botín se amontonaban junto al muro exterior. Estaban preparando su marcha, o eso parecía. Me supuso alivio. Ingenua de mí.

Más soldados aparecieron escoltando a los cautivos. Sirvientes, escribanos, guardias del palacio. A la mayoría los llevaban en volandas o a golpes. Me tapé la boca para no llamar a mi padre cuando lo vi recibir patadas para que avanzara. Miré atrás. Aranare seguía postrada, negando lentamente. Una criada la avisó antes de que yo pudiera evitarlo. Mi madre, vacilante, se levantó. Los prisioneros ya formaban una hilera en el centro del patio, justo entre las cuatro hogueras. Las habían encendido para iluminar algo. Una ceremonia. Los guerreros colocaban a cada preso en su lugar, golpeaban sus corvas para que cayeran de rodillas y luego regresaban a por más. Un par de hombres recorrían la fila y repartían caricias con las conteras de las lanzas.

—¿Y Apolodoro? ¿Lo ves?

Mi madre se había puesto a mi lado y entornaba los enrojecidos ojos. Se tambaleaba, así que le pasé el brazo por los hombros.

—No lo veo. No han sacado a ningún joven.

Apareció más gente abajo. Encabezándolos, Acteón. Los recién llegados, como él, vestían quitones, no armaduras. Vi rollos de papiro en lugar de lanzas o espadas. Caminaban en fila, con aire solemne y un poco altivo. Formaron una línea frente a los cautivos y los observaron. Acteón se adelantó con un documento enrollado. Lo subió con solemnidad, dispuesto para desplegarlo.

—¡Rebeldes, en nombre del gran rey, rey de reyes y rey de las tierras! ¡Escuchad!

Pausa dramática mientras estiraba su escrito, y a mí se me encogió el corazón. A todas allí arriba. Mi madre seguía tambaleante. Su voz gangosa era apenas un murmullo:

—Mi hijo. ¿Dónde está?

—Que no está —contesté—. Espera.

—¡Os alzasteis contra el gobierno de Darío! —leyó Acteón—. ¡Desagradecidos! ¡Traidores! Lógico habría sido combatir contra el rey de reyes si antes no hubierais aceptado su protección y amistad, pero ¿acaso no le entregó Halicarnaso el agua y la tierra?

Los cautivos, arrodillados, humillaban la cabeza. Aunque uno de ellos intentó ponerse en pie, lo que arregló un soldado con un patadón en su espalda. El desgraciado rodó y, desde el suelo, suplicó piedad. Y algo más dijo:

—¡Fue Ligdamis! ¡Él nos obligó!

Lo reconocí. Era el tesorero de mi padre, Eudamo. Uno de los que más había insistido en unirse a Atenas y Mileto en la rebelión. Para llenar aún más las arcas, supongo. No le guardo rencor por aquella acusación en el patio. No está bien juzgar a quien mira de frente a la muerte y no puede defenderse.

Acteón continuó:

—Así habla Darío, el rey: Por el favor que Ahura Mazda me ha concedido, es mi deseo que se cumpla el bien y se evite el mal. Que la verdad triunfe y la mentira resulte derrotada. Que se recompense al justo y se castigue al vil. Mando a todos mis súbditos que, según estas palabras, devuelvan la paz y la rectitud a las tierras que gobierno, y que tomen cuantas medidas sean necesarias para que los rebeldes no repitan sus malvadas acciones. Quien haya obrado contra un fiel súbdito, ha obrado contra mí. Por lo tanto, actúese contra él como yo mismo lo haría.

Acteón, con gran parsimonia, enrolló el escrito y se lo pasó a uno de sus acompañantes. Pero no dejó de hablar:

—Es privilegio del gran rey decidir sobre la vida o la muerte, así que él debería presidir este juicio. Sin embargo, la sangrienta rebelión con la que habéis sacudido la satrapía ha hecho que los injustos salieran de sus agujeros en abundancia, como una plaga. Ni en toda una vida podría juzgar el gran Darío a semejante cantidad de criminales. Así pues, vulgares alimañas de Halicarnaso, sabed que vuestro destino ha sido acordado por el noble Artafernes, sátrapa de Lidia y legítimo gobernador vuestro. Sabed también que la justicia que ha impartido hasta ahora ha desbordado de sangre las demás ciudades rebeldes.

Apreté a mi madre. Pero era como si ella no escuchara. Lo repitió:

—¿Y Apolodoro? ¿Dónde está?

El de abajo siguió:

—¡Ligdamis, en pie!

Un escalofrío recorrió la balconada. Dos soldados ayudaron a mi padre a incorporarse. Creo que lloraba, ya que sus hombros se conmovían. Desde arriba, a pesar de las hogueras, no se veía con claridad.

—No debiste escuchar a los atenienses —escupió mi madre—. Estúpido, necio. Mereces lo que te ocurra.

—¡Rebelde Ligdamis! —continuó Acteón—, te uniste a los traidores que, incitados por Atenas, se rebelaron contra el rey de reyes. Y tus infamias no han cesado hasta este mismo día. —Se volvió hacia uno de sus ayudantes, que le extendió otro papiro. El acusador lo desplegó—. Tengo en mis manos la carta firmada por uno de los atenienses que lideró la rebelión, Ameinias de Eleusis. La hemos hallado en tus manos, Ligdamis. ¿Quieres que la lea?

—¡No! —suplicó mi padre. Pero Acteón ya desenvolvía la misiva.

Gritó su contenido con un punto de burla en la voz:

—Noble Ligdamis, resiste. Acudo en tu ayuda con cinco naves de Atenas repletas de guerreros. No rindas Halicarnaso a los perros del persa Darío. La gloria y la libertad nos esperan.

Acteón volvió a enrollar la carta. Con deliberada lentitud, se aproximó a una de las fogatas y acercó el papiro a las llamas. Mi madre murmuró entre dientes.

—Necio. Debiste destruirla. Estúpido. Nos has arrojado a la ruina.

Abajo, Acteón observó cómo la prueba de la perfidia se convertía en cenizas. Se volvió hacia el principal acusado.

—Miserable Ligdamis, entérate de lo que ocurrió con Histieo, el tirano de Mileto que, como tú, convenció a los suyos para traicionar al gran rey. Hace unos días que el glorioso ejército persa lo capturó, pues aunque ancho es el mundo, el poder de Darío hasta el último rincón llega. El noble Artafernes, en cuyas manos está ahora tu destino, lo ha mandado empalar. ¡Así acaban quienes desconocen el bien y extienden el mal!

A mi padre le fallaron las piernas. No se derrumbó porque los soldados seguían sujetándolo, pero todos escuchamos su gemido de terror. Habíamos oído hablar del espantoso castigo del empalamiento. Aunque era una pena reservada para los violadores, se decía que Darío se inclinaba a empalar a quienes lo traicionaban.

—Por favor… —lloriqueó mi padre en el patio—. Déjame explicar…

—¡Se acabó el tiempo de las explicaciones! —tronó Acteón—. ¡Tapadle la boca!

Los soldados se aplicaron. Antes de amordazarlo con un paño sucio, mi padre tuvo tiempo de pedir clemencia unas cuantas veces más. De jurar que sería fiel a Darío. Acteón hizo un gesto perentorio para que los soldados se apresuraran en silenciarlo. Extendió su índice acusador hacia él.

—Eres mentiroso, Ligdamis. Nada ofende más al gran rey. Y lo peor es que esas mentiras han arrastrado a tus súbditos a la desgracia.

—Estúpido —insistía mi madre entre dientes—. Necio…

Yo quería apartarme. No podía ver a mi padre recibiendo la sentencia. Por un momento temí que fueran a cumplirla allí mismo. Que lo tumbaran ante sus antiguos súbditos, abrieran sus piernas y le embutieran la estaca. Que, silenciado, se retorciera sin gritar mientras la punta de madera perforaba sus entrañas y se abría camino hasta reventar su pecho o salir por su boca. Y que enderezaran el palo con mi padre clavado en él, y lo afirmaran en tierra para que el condenado agonizara en lo alto, a la vista de todos. Pero entonces apareció mi hermano Apolodoro. Los dedos de mi madre se clavaron en mi brazo.

—Hijo mío… —dijo, casi sin fuerza.

No era solo él. Los soldados traían a los jóvenes, hijos de los nobles cautivos que ya ocupaban el patio. Toda la estructura del poder halicarnasio, presente y futura, se encontraba allí en ese momento. Los muchachos venían cabizbajos, con las manos atadas a la espalda. Llamé a Apolodoro, y todas las miradas convergieron sobre mí. Las de los presos mayores, los jóvenes, los hombres armados, Acteón…

—¡Artemisia! —gritó Apolodoro—. ¡Madre!

No sé si quería decir algo más. Un soldado lo animó a continuar de un empujón. Y por el mismo método usado con los nobles halicarnasios, sus hijos varones fueron alineados frente al improvisado tribunal. Acteón, brazos cruzados, caminó despacio, a largos pasos, hasta quedar a muy poca distancia de mi hermano. Sin embargo, siguió dirigiéndose a mi padre, que ya no se resistía:

—¡Tirano rebelde, has de saber que a toda causa sigue su consecuencia!

—A toda hybris sigue su némesis —murmuró mi madre entre lágrimas.

—¡No puede haber crimen sin castigo! Ni debemos consentir que los tiranos conduzcan a sus pueblos a la ruina. ¡Soldado, ven aquí!

Uno de los lidios se adelantó, firme la mano izquierda en la empuñadura de su espada curva. Cruzó ante la fila de muchachos y se colocó frente a Acteón.

—Manda, señor.

—Calienta tu hoja.

El soldado se dirigió a la hoguera más cercana, desenfundó su arma y la posó junto al fuego, con la punta dentro de las llamas.

—Tirano Ligdamis, traidor, mentiroso y rebelde —Acteón lo señaló—, se confiscan todos tus bienes. Al igual que los de estos halicarnasios que te ayudaron, pasan desde hoy a la administración del fiel Damasítimo de Kálimnos, mi señor.

»De tu boca no han de salir más embustes. Se te condena a perder la lengua.

—¡No! —grité. Acteón desvió la mirada hacia la balconada. Creí ver que una sonrisa burlona precedía a la continuación de la sentencia.

—¡Hay más! ¡Ligdamis, como líder de la rebelión en Halicarnaso, se te condena a la ceguera! ¡Disfrutarás de la oscuridad que tú mismo te has procurado!

Volví a gritar. Me abracé a mi madre, pero ella no reaccionaba.

—¿Y Apolodoro? ¿Qué pasa con él?

Fue como si Acteón la hubiera oído. A su gesto, varios soldados rodearon a mi hermano. Él intentó resistirse, pero lo redujeron con sencillez. Empezó a chillar casi al mismo tiempo que mi madre. Me rompí las uñas contra la piedra de la balaustrada cuando comprendí que lo estaban desnudando. Era todo confuso, las manos se movían encima de él. Las criadas tuvieron que sujetar a mi madre, primero para que no corriera hacia la puerta, luego para que no saltara desde lo alto. Inmovilizada, al igual que su hijo, advirtió que los soldados apiñados retrocedían y dejaban a Apolodoro a la vista. Habían anudado cuerdas en sus muñecas y tobillos, y tiraban de ellas en direcciones distintas. Una tormenta de imágenes y sensaciones azotaba mi mente. ¿Iban a destripar a mi hermano allí, ante nosotras? ¿A degollarlo como ejemplo para los demás tiranos levantiscos del mundo? Los soldados mantenían alta la cabeza de mi amordazado padre. ¿Y mi madre? ¿Qué desgarros no sufría su corazón al ver a su hijo a merced de los carniceros, tan desnudo e indefenso como cuando lo trajo al mundo? Ella, que no había consentido que se alimentara de más leche que la de sus pechos. Que lo había lavado y vestido tantas veces, que había puesto su amor y sus esperanzas en él. Que soñaba con verlo convertido en un hombre justo y valiente. En el padre de sus nietos, defensor de su casa, báculo de su vejez.

La espera fue agónica, y solo terminó cuando un hombre de quitón blanco y barba trenzada se acercó a mi hermano, casi suspendido en el aire porque los cuatro soldados tiraban de él en aspa. El barbudo pasó por encima de una de las cuerdas y se colocó entre las piernas de mi hermano, que se retorcía a sacudidas. Sujetó su miembro viril. Tuvo que afanarse para agarrar también sus testículos, y lo ató todo con un cordel bien apretado, del que tiró hacia arriba. Los chillidos de Apolodoro, a esas alturas, se habían convertido en los de un jabato acribillado a flechazos. Y cada grito suyo quebraba un poco más la poca cordura que le quedaba a mi madre. En cuanto a mi padre, se revolvía como una fiera acosada por los perros. En uno de sus cabeceos logró que la mordaza resbalara.

—¡Soltadlo, por favor! —Espumeaba, y la voz se le rompía. Se dirigió a Acteón—. ¡Hazme a mí lo que quieras! ¡A él perdónalo!

No hubo respuesta. Quizá no ocurrió así exactamente pero, tal como lo recuerdo, en ese momento se hizo el silencio. Todo se paralizó. Los dioses inmortales y los desgraciados que habitamos el mundo observábamos expectantes. Vimos brillar algo en la diestra del barbudo. Un objeto curvo que movió con rapidez de relámpago. En un parpadeo, Apolodoro estaba castrado.

Los gritos regresaron. Gritaba mi madre, y también mi padre. Las criadas gritaban. Los soldados se gritaban unos a otros para contener a los cautivos, que se revolvían entre gritos, en el temor de sufrir el mismo castigo. Apolodoro gritó poco ya. Muy pronto quedó inmóvil, perdida la consciencia mientras el barbudo le aplicaba un paño en la herida sangrante. Junto a él, tirada en tierra, atada todavía por el cordel, quedaba la esperanza dinástica de Ligdamis, tirano de Halicarnaso.

Yo era la que más gritaba, o eso me pareció. Recuerdo que llamaba a Damasítimo, como si pudiera oírme desde el mar, o desde la isla de Kálimnos, o dondequiera que estuviera. Le pedía ayuda, o piedad, o que viniera a rescatarnos del tal Acteón, de las causas, de las consecuencias. De los designios reales.

No sé en qué instante se desmayó mi madre. De pronto la vi en el suelo, atendida por manos temblorosas. Cuando el escándalo remitió abajo, Acteón rodeó al grupo que aún sujetaba a Apolodoro y se dirigió hacia mi padre. Le acercó mucho la cara, pero no por eso bajó la voz:

—¡Tu único hijo varón es ahora un eunuco! ¿Por qué lloras, traidor? Alégrate por él, ya que su vida será fácil en algún harén, o tal vez como servidor del mismísimo rey de reyes. Todos estos jóvenes, los más nobles y hermosos, los que eran la esperanza y el futuro de tu patria, viajarán ahora a Quíos, donde también se convertirán en eunucos.

Nueva tormenta de gritos, tanto de los muchachos de Halicarnaso como de algunos de sus padres, allí presentes. El mío, a pesar de que el trapo ya no tapaba su boca, se mantuvo en silencio, rota su voluntad. Los soldados repartieron patadas y golpes hasta controlar la situación. Acteón, satisfecho, hizo una seña al guerrero que había dejado su espada en el fuego. Entre mareos, vi cómo aquel hombre recogía su arma con la punta al rojo. Fue más fácil mantener quieto a mi padre que a Apolodoro, y costó poco mantenerle abierta la boca mientras le sacaban la lengua con ayuda de unas pinzas. El soldado aprovechó esa rendición y no fue rápido al cumplir la primera parte de la sentencia. Ni cuidadoso. Una espada de ese tamaño no era la herramienta adecuada para el trabajo. En cuanto la hoja ardiente entró en la boca de mi padre, este empezó a agitarse. Casi creí escuchar el siseo de la carne húmeda en contacto con el hierro abrasador. Ahora sí gritó mi padre. El soldado removió su arma y, sin acabar el corte, ordenó al de las pinzas que tirara. El escupitajo sanguinolento salpicó a varios, pero no pareció importarles. Luego el soldado se tomó su tiempo, y solo cuando los alaridos remitieron y la cabeza del traidor quedó de nuevo inmóvil, hundió la punta de su espada en sus ojos. Diligente para no herir muy profundo, pero removiendo con saña para convertir en pulpa hirviente la vista de Ligdamis, vaciar sus cuencas y enviarlo a la negrura perpetua.

Acteón sonreía con satisfacción. Esperó a que mi padre dejara de agitarse. Cuando quedó tendido en tierra, convulso ante la mirada despavorida del resto de los nobles halicarnasios, el implacable juez se dispuso a rematar la sentencia.

—¡No hemos terminado! —Se volvió en dirección a la balconada y nos señaló—. ¡Sabed que las mujeres e hijas de los traidores quedan reducidas a la esclavitud!

Los gritos a mi espalda me ensordecieron. Y de pronto sentí un vacío en el estómago que se agrandó como un remolino, abarcó mi pecho y llegó a mi garganta en forma de arcada. A mi lado, una muchacha perdió el sentido y se desplomó. Otras cuantas cayeron de rodillas, rogando a Apolo y a Afrodita. Cuando dejaron de chillar, distinguí el susurro de mi madre. Débil, incapaz de consolarme.

—No nos separarán —me decía—. Te lo juro.

Pero yo sabía que mentía, y ella también lo sabía. Y que mi destino era yacer como concubina de algún extranjero en la otra punta del Imperio.

—¡Y ahora, escoria rebelde, agotad vuestra última noche en este nido de ratas! ¡Mañana, con el alba, Ligdamis y sus cómplices serán empalados!

 

 

Las hogueras se habían apagado abajo, y ya solo se escuchaban aullidos en la lejanía. Y, de vez en cuando, arranques de llanto fatigado en alguna noble que pronto perdería al esposo, traspasado por una estaca. Varias, de pura fatiga, se quedaron dormidas. Mi madre fue una de ellas, aunque repitió el nombre de Apolodoro incluso en sueños. Lo hacía a gritos, y por eso despertaba a las demás; y las que no dormíamos nos apenábamos y maldecíamos. Se aproximaba la salida del sol, porque el sol siempre sale. Da igual que la tragedia sea brutal y parezca que todo se acaba: llega una mañana nueva y el horror crece, o bien el caos tiende al orden. Me volví hacia mi madre y vi que estaba despierta. Mirándome fijamente.

—La culpa es de los atenienses.

—¿Madre?

Creo que no me veía. Como si fuera transparente. Tampoco habría conseguido gran cosa, porque yo misma estaba a punto de ceder, arañarme la cara y romper a gritar. Pobre, mi madre. ¿Quién podía soportar aquello sin perder la razón? Presenciar cómo capan a tu hijo, cómo ciegan a tu marido y lo condenan a una muerte dolorosa, cómo convierten a tu hija en una esclava destinada a calentar la cama de un desconocido… Todo eso equivale a clavar un punzón en tu cráneo y remover el contenido. Lo bueno y lo malo se mezclan, forman una pasta caliente y apestosa. Y por el mismo hueco que escapa tu alma, entran todos los daimones. Y mientras esos daimones se peleaban entre sí, Aranare seguía a lo suyo, recordando, tal vez ya sin reparar en su lógica, lo único razonable que había pensado antes del desastre: que la culpa era de los atenienses.

Sonó martilleo abajo. Me sorprendí llorando de nuevo. ¿Aún me quedaban lágrimas? Las pocas mujeres que dormían se despertaron, y me imitaron en el llanto. Una de ellas se puso de pie. Arropada en su manto, se arrastró hasta la balconada. Lloró con mayor fuerza al mirar abajo.

—Preparan las estacas —dijo alguien. Como si fuera necesario.

Acabaron pronto con su funesto trabajo. Y entonces, mientras esperaba a que el cielo empezara a aclarar, me dormí.

Tuve pesadillas de guerreros feroces. Todos con la cara oculta por sus yelmos, vomitando furia y desgarrando con sus espadas. Los invasores se movían entre grandes hogueras que consumían Halicarnaso; castraban a los muchachos, empalaban a los hombres y nos arrinconaban a las mujeres. Yo estaba en lo más alto, viendo cómo el mundo ardía entre cuerpos espetados en estacas. De alguna manera lo presenciaba como si mi rincón se hubiera convertido en un teatro y yo asistiera a una representación, y en el escenario cupiera el mundo. Ardía Caria, ardía Asia entera. Ardían nuestras islas; y a lo lejos, hacia Europa, ardían también las islas cercanas a Grecia. La propia Grecia ardía. Solo Atenas, en la lejanía, se libraba de las llamas. «La culpa es de los atenienses», repetía mi madre, que en el sueño tenía la cara tumefacta, pringada de sangre. Y yo me convencí de que era cierto: la culpa era de los atenienses. Así que cada vez que los invasores mutilaban a alguien, gritaban con voz de tormenta: «Por Atenas». En cierto momento me di cuenta de que soñaba, y me repetí que debía despertar. «Despierta —me decía—. Despierta, Artemisia».

—Despierta, Artemisia.

Abrí los ojos y vi una figura alta, deslumbrante, poderosa. Un guerrero salido de los poemas antiguos. Un gran penacho de crines negras ondeaba sobre su cimera. Enorme escudo labrado y lujosa espada al tahalí. Y con esa lanza podría empalar a tres enemigos a la vez. Dos guerreros de parecido porte lo flanqueaban.

—Sigo soñando —dije.

Pero el guerrero, con pausado movimiento, apoyó la lanza en la pared, se levantó el casco corintio y su rostro, apenas una máscara oscura antes, quedó al descubierto.

—Soy Damasítimo. ¿No me recuerdas?

Lo miré. Sí que lo recordaba. Había madurado. Sería esa barba negra, breve y bien recortada. La mandíbula cuadrada, la mirada limpia y segura. O la indumentaria guerrera. Sentí un sobresalto cuando me di cuenta de que era de día, y por eso veía tan bien a Damasítimo. Me puse en pie de un salto.

—¡Mi padre!

Damasítimo me sujetó el brazo con suavidad.

—No temas. No va a morir.

Las demás mujeres despertaban también. Me di cuenta de que las puertas del salón estaban abiertas. Algunas se asomaban con timidez, y nadie parecía detenerlas. Me volví y agité a mi madre, que abrió los ojos con lentitud. Cobré conciencia de que me moría de sed.

—Agua, Damasítimo. Por favor.

Damasítimo se descolgó el pequeño odre de cuero que llevaba atado al cinto y, tras destaparlo, lo acercó mis labios. Bebí por fin. Desesperada, tomé yo misma el recipiente y apreté. El líquido se desbordaba, mojaba mi pecho.

—Despacio —decía Damasítimo—. Pásaselo a tu madre.

Miré a mi derecha. Despierta por fin, su mirada fija en la nada. Pertinaz en la cantinela:

—La culpa es de los atenienses.

Estaría loca, pero se aplicó a beber en cuanto le ofrecí el odre. Se atragantó, y con las toses escupió pequeños restos de costra.

—¿Qué ha pasado? —pregunté a Damasítimo.

—Ven ahora. —Damasítimo me ayudó a incorporarme—. Enseguida te lo explico.

Descubrí que estaba muy débil y me dolían las costillas al respirar. Algunas criadas se acercaban a mi madre para beber tras ella. Otras no se atrevían a moverse. Damasítimo me echó un manto sobre los hombros.