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«Niebla», una de las obras más emblemáticas de Miguel de Unamuno, es una novela que se adentra en las complejidades del existencialismo y la metaficción. La historia gira en torno a Augusto Pérez, un personaje melancólico y ensimismado, cuya existencia transcurre en un estado de perpetua reflexión y cuestionamiento interior. El primer capítulo de «Niebla» nos introduce de manera inmediata al mundo peculiar de Augusto Pérez, un personaje cuya vida se desenvuelve en una constante introspección y análisis filosófico. Desde el inicio, Unamuno nos muestra un personaje que no solo contempla la realidad de forma pasiva, sino que la analiza y cuestiona, otorgándole un carácter casi escultórico y simbólico. La observación del clima y la reluctancia a abrir un paraguas elegante pero funcional, se convierte en un símbolo de su enfoque de vida: una existencia más centrada en la contemplación y el pensamiento que en la acción. Unamuno se aleja de las convenciones narrativas y se adentra en un estilo que rompe con la tradición novelística de su tiempo. La obra se caracteriza por su introspección perpetua, diálogos internos constantes y una narrativa que desdibuja la línea entre la realidad y la ficción. A través de la voz de Augusto, Unamuno plantea cuestiones filosóficas sobre la existencia y la naturaleza del ser. La novela disecciona temas como la soledad, la búsqueda de identidad, la realidad frente a la ilusión y la existencia misma como un enigma. Unamuno, a través de Augusto, cuestiona la realidad de la vida y su propósito, así como la naturaleza de la creación literaria y la relación entre el autor y sus personajes. «Niebla» es una novela y un ensayo sobre la naturaleza de la existencia y la creación literaria. La obra es considerada precursora del existencialismo y un ejemplo temprano de metaficción. Unamuno desafía al lector a cuestionar la realidad de la ficción y la ficción de la realidad, en una narrativa que es un experimento literario y una exploración filosófica. Con «Niebla» Miguel de Unamuno creó una obra maestra de la literatura española, y también contribuyó significativamente a la evolución de la narrativa moderna. El libro sigue siendo relevante hoy en día, por su calidad literaria, y por los temas universales que relata, que continúan resonando en la conciencia contemporánea. «Niebla» es una lectura esencial para los interesados en la literatura filosófica y en la exploración del ser humano en su búsqueda de significado y comprensión del mundo que lo rodea.
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Miguel de Unamuno
Niebla
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Niebla.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Mario Eskenazi.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9816-149-6.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-424-2.
ISBN ebook: 978-84-9816-213-4.
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Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
La Niebla 12
Palabras introductorias 15
Capítulo I 25
Capítulo II 31
Capítulo III 37
Capítulo IV 41
Capítulo V 47
Capítulo VI 55
Capítulo VII 61
Capítulo VIII 65
Capítulo IX 73
Capítulo X 77
Capítulo XI 83
Capítulo XII 91
Capítulo XIII 97
Capítulo XIV 103
Capítulo XV 111
Capítulo XVI 117
Capítulo XVII 123
Capítulo XVIII 133
Capítulo XIX 139
Capítulo XX 147
Capítulo XXI 157
Capítulo XXII 163
Capítulo XXIII 169
Capítulo XXIV 181
Capítulo XXV 189
Capítulo XXVI 193
Capítulo XXVII 197
Capítulo XXVIII 201
Capítulo XXIX 207
Capítulo XXX 213
Capítulo XXXI 221
Capítulo XXXII 231
Capítulo XXXIII 241
Oración fúnebre por modo de epílogo 245
Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936). España.
Nacido el 29 de septiembre de 1864, en Bilbao, Miguel de Unamuno y Jugo perteneció a una familia de clase media acomodada vasca. Miguel contaba con seis años de edad cuando murió su padre Félix (se ha especulado que por suicidio). Tras su formación habitual, Miguel estudió filosofía y letras en la Universidad de Madrid, donde se doctoró con la tesis «Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca», en 1884. En 1891, Unamuno consiguió la cátedra de lengua y literatura griega en la Universidad de Salamanca (tras varios intentos fallidos, uno de ellos referido a la cátedra de vascuence en Bilbao); ese mismo año se casó con Concha Lizárraga, con la que mantenía un noviazgo desde su primera juventud y con la cual tendría varios hijos y compartiría ya el resto de su vida.
En 1894, Unamuno se afilió al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), fundado en 1879. Por entonces comenzaría a compaginar su labor universitaria con el periodismo, al que contribuyó con artículos políticos y culturales de enfoque socialista, aunque no revolucionario, así como con ensayos (aparecidos en la revista La España Moderna) en los que ponía en cuestión ciertos sentimientos castizos españoles, que él entendía como aspectos a superar para dotar a la decadente España de un sentido más universalista (europeísta) y progresista.
Pero, hacia 1897, Unamuno entra en una crisis de valores que le hace abandonar su militancia, sus posturas políticas socialistas y su pensamiento filosófico racionalista para interesarse por el individuo concreto y las cuestiones espirituales esenciales que envuelven al hombre no ya a través del conocimiento del ser, sino de su experiencia. Hombre de gran erudición, Unamuno fue en adelante un librepensador sólido, aunque contradictorio, que gustaba de emplear la paradoja en sus planteamientos. Su obra literaria estará impregnada por su pensamiento espiritual, de un cariz más filosófico que moral o religioso (por más que girara en torno al cristianismo). Por entonces a Unamuno le preocuparían cuestiones como la libertad humana, la renuncia a uno mismo como vía hacia la virtud y el problema de la muerte y la trascendencia, cuestiones, como se ve, entroncadas con la tradición más clásica de la cultura occidental.
Más adelante, al acabar el siglo, Unamuno adaptará las ideas de Kierkegaard a su propio credo, si bien con selectivo énfasis en su método filosófico paradójico y superador de la tiranía de la razón. Frente a la «historia» (los hechos cronológicos), Unamuno propuso la «intrahistoria» (la continuidad y esencialidad de los pueblos expresadas en los individuos concretos); su pensamiento encierra rasgos del existencialismo europeo posterior que algunos estudiosos han llamado «vitalismo» unamuniano.
También intensamente preocupado por lo español y lo vasco (quizá contradictoriamente, por cuanto defendió el uso individual del euskera, pero proclamó su inutilidad como lengua de cultura), Unamuno tuvo numerosos percances académicos debido a su independencia de juicio. Así, en 1914, un artículo en el que cuestionaba a Alfonso XIII le valió ser cesado del cargo de rector que obtuvo en 1901, el mismo año en que el monarca había ascendido al trono. Posteriormente, en 1921, volvió a ser vicerrector y decano de la facultad de letras, pero su oposición al general Primo de Rivera le costó, en 1924, el destierro a Fuerteventura. Desde allí, Unamuno huyó a París en un barco francés y, tras negarse a aceptar el indulto que le propuso el régimen dictatorial, se trasladó a Hendaya, desde donde pudo estar más al tanto de los sucesos españoles. En 1930, con la caída de la dictadura y el advenimiento de la Segunda república, Unamuno regresó y recuperó su cátedra.
En paralelo a su vida universitaria, Unamuno produjo una extensa obra, que incluye artículos periodísticos, ensayo, poesía, novela, narrativa breve, teatro, crónica de viajes y pensamiento filosófico. En 1934, ya jubilado de su cátedra, fue elegido diputado de las Cortes constituyentes, pero, tras el alzamiento militar de los nacionales, su inicial actitud favorable a dicha facción provocó su cese obligado por el Gobierno de la República. Pronto, el gobierno nacional, asentado ya en Salamanca, lo repuso en sus funciones, pero unas nuevas intervenciones públicas (en el paraninfo de la universidad salmantina) contra el general nacional Millán-Astray (militar influyente en el ámbito intelectual con el que ya había tenido otros enfrentamientos previos) provocaron su arresto domiciliario inmediato. De aquel suceso proviene la famosa frase de Unamuno «Venceréis, pero no convenceréis», y la respuesta de Millán-Astray, «¡Que muera la inteligencia!», expresión que José María Pemán intentó después matizar puntualizando que el general había querido decir «que mueran los falsos intelectuales traidores».
Confinado en su casa de Salamanca, su fallecimiento sobrevino pocas semanas después de dicho incidente, el 31 de diciembre de ese mismo año; de no haber muerto, es previsible que su talante libre e independiente le habrían convertido otra vez en carne de exilio, si no en algo peor.
Persona de amplia cultura, inquieto, rebelde, honesto, paradójico hasta la contradicción, individualista, en cierto modo ególatra, aunque tendente a poner en cuestión todo, incluso a sí mismo, Unamuno vivió siempre una doble vida, la del hombre consciente de su época y sus lacras y la de quien, por exceso de lucidez, no quiso plegarse a las vanidades y ambiciones de los dominantes de cualquier signo. Gran conocedor de la Biblia, su referencia mayor de madurez fueron ciertos sentimientos religiosos, grandemente identificados con la esencia de la filosofía cristiana, pero poco o nada con la Iglesia católica, con cuyos representantes no simpatizó nunca.
«Niebla», una de las obras más emblemáticas de Miguel de Unamuno, es una novela que se adentra en las complejidades del existencialismo y la metaficción. La historia gira en torno a Augusto Pérez, un personaje melancólico y ensimismado, cuya existencia transcurre en un estado de perpetua reflexión y cuestionamiento interior.
El primer capítulo de «Niebla» nos introduce de manera inmediata al mundo peculiar de Augusto Pérez, un personaje cuya vida se desenvuelve en una constante introspección y análisis filosófico. Desde el inicio, Unamuno nos muestra un personaje que no solo contempla la realidad de forma pasiva, sino que la analiza y cuestiona, otorgándole un carácter casi escultórico y simbólico. La observación del clima y la reluctancia a abrir un paraguas elegante pero funcional, se convierte en un símbolo de su enfoque de vida: una existencia más centrada en la contemplación y el pensamiento que en la acción.
Unamuno se aleja de las convenciones narrativas y se adentra en un estilo que rompe con la tradición novelística de su tiempo. La obra se caracteriza por su introspección perpetua, diálogos internos constantes y una narrativa que desdibuja la línea entre la realidad y la ficción. A través de la voz de Augusto, Unamuno plantea cuestiones filosóficas sobre la existencia y la naturaleza del ser.
La novela disecciona temas como la soledad, la búsqueda de identidad, la realidad frente a la ilusión y la existencia misma como un enigma. Unamuno, a través de Augusto, cuestiona la realidad de la vida y su propósito, así como la naturaleza de la creación literaria y la relación entre el autor y sus personajes.
«Niebla» es una novela y un ensayo sobre la naturaleza de la existencia y la creación literaria. La obra es considerada precursora del existencialismo y un ejemplo temprano de metaficción. Unamuno desafía al lector a cuestionar la realidad de la ficción y la ficción de la realidad, en una narrativa que es un experimento literario y una exploración filosófica.
Con «Niebla» Miguel de Unamuno creó una obra maestra de la literatura española, y también contribuyó significativamente a la evolución de la narrativa moderna. El libro sigue siendo relevante hoy en día, por su calidad literaria, y por los temas universales que relata, que continúan resonando en la conciencia contemporánea. «Niebla» es una lectura esencial para los interesados en la literatura filosófica y en la exploración del ser humano en su búsqueda de significado y comprensión del mundo que lo rodea.
La primera edición de esta mi obra —¿mía sólo?— apareció en 1914 en la Biblioteca Renacimiento, a la que luego se la han llevado la trampa y los tramposos. Parece que hay otra segunda, de 1928, pero de ella no tengo más que noticia bibliográfica. No la he visto, sin que sea le extrañar, pues en ese tiempo se encontraba la dictadura en el poder y yo desterrado, para no acatarla, en Hendaya. En 1914, al habérseme echado —más bien desenjaulado de mi primera rectoría de la Universidad de Salamanca, entré en una nueva vida con la erupción de la guerra de las naciones que sacudió a nuestra España, aunque ésta no beligerante. Nos dividió a los españoles en germanófilos y antigermanófilos —aliadófilos si se quiere—, más según nuestros temperamentos que según los motivos de la guerra. Fue la ocasión que nos marcó el curso de nuestra ulterior historia hasta llegar a la supuesta revolución de 1931, al suicidio de la monarquía borbónica. Es cuando me sentí envuelto en la niebla histórica de nuestra España, de nuestra Europa y hasta de nuestro universo humano.
Ahora, al ofrecérseme en 1935 coyuntura de reeditar mi Niebla, la he revisado, y al revisarla la he rehecho íntimamente, la he vuelto a hacer; la he revivido en mí. Que el pasado revive; revive el recuerdo y se rehace. Es una obra nueva para mí, como lo será, de seguro, para aquellos de mis lectores que la hayan leído y la vuelvan a leer de nuevo.
Que me relean al releerla. Pensé un momento si hacerla de nuevo, renovarla; pero sería otra... ¿Otra? Cuando aquel mi Augusto Pérez de hace veintiún años —tenía yo entonces cincuenta— se me presentó en sueños creyendo yo haberle finado y pensando, arrepentido, resucitarle, me preguntó si creía yo posible resucitar a don Quijote, y al contestarle que
¡imposible!: Pues en el mismo caso estamos todos los demás entes de ficción, me arguyó, y al yo replicarle: ¿y si te vuelvo a soñar?,
él:
No se sueña dos veces el mismo sueño. Eso que usted vuelve a soñar y crea soy yo será otro.
¿Otro? ¡Cómo me ha perseguido y me persigue ese otro! Basta ver mi tragedia El otro. Y en cuanto a la posibilidad de resucitar a don Quijote, creo haber resucitado al de Cervantes y creo que le resucitan todos los que le contemplan y le oyen. No los eruditos, por supuesto, ni los cervantistas. Resucitan al héroe como al Cristo los cristianos siguiendo a Pablo de Tarso. Que así es la historia, o sea la leyenda. Ni hay otra resurrección.
¿Ente de ficción? ¿Ente de realidad? De realidad de ficción, que es ficción de realidad. Cuando una vez sorprendí a mi hijo Pepe, casi niño entonces, dibujando un muñeco y diciéndose: ¡Soy de carne, soy de carne, no pintado!, palabras que ponía en el muñeco, reviví mi niñez, me rehice y casi me espanté. Fue una aparición espiritual. Y hace poco mi nieto Miguelin me preguntaba si el gato Félix —el de los cuentos para niños— era de carne. Quería decir vivo. Y al insinuarle yo que cuento, sueño o mentira, me replicó: ¿Pero sueño de carne? Hay aquí toda una metafísica. O una metahistoria.
Pensé también continuar la biografía de mi Augusto Pérez, contar su vida en el otro mundo, en la otra vida. Pero el otro mundo y la otra vida están dentro de este mundo y de esta vida. Hay la biografía y la historia universal de un personaje cualquiera, sea de los que llamamos históricos o de los literarios o de ficción. Se me ocurrió un momento hacerle escribir a mi Augusto una autobiografía en que me rectificara y contase cómo él se soñó a sí mismo. Y dar así a este relato dos conclusiones diferentes —acaso a dos columnas— para que el lector escogiese. Pero el lector no resiste esto, no tolera que se le saque de su sueño y se le sumerja en el sueño del sueño, en la terrible conciencia de la conciencia, que es el congojoso problema. No quiere que le arranquen la ilusión de realidad. Se cuenta de un predicador rural que describía la pasión de Nuestro Señor y al oír llorar a moco tendido a las beatas campesinas exclamó:
No lloréis así, que esto fue hace más de diecinueve siglos, y además acaso no sucedió así como os lo cuento.
Y en otros casos debe decir al oyente: acaso sucedió...
He oído también contar de un arquitecto arqueólogo que pretendía derribar una basílica del siglo X, y no restaurarla, sino hacerla de nuevo como debió haber sido hecha y no como se hizo. Conforme a un plano de aquella época que pretendía haber encontrado. Conforme al proyecto del arquitecto del siglo X. ¿Plano? Desconocía que las basílicas se han hecho a sí mismas saltando por encima de los planos, llevando las manos de los edificadores. También de una novela, como de una epopeya o de un drama, se hace un plano; pero luego la novela, la epopeya o el drama se imponen al que se cree su autor. O se le imponen los agonistas, sus supuestas criaturas. Así se impusieron Luzbel y Satanás, primero, y Adán y Eva, después, a Jehová. ¡Y ésta sí que es nivola, u opopeya o trigedia! Así se me impuso Augusto Pérez. Y esta trigedia la vio, cuando apareció esta mi obra, entre sus críticos, Alejandro Plana, mi buen amigo catalán. Los demás se atuvieron, por pereza mental, a mi diabólica invención de la nivola.
Esta ocurrencia de llamarle nivola —ocurrencia que en rigor no es mía, como lo cuento en el texto— fue otra ingenua zorrería para intrigar a los críticos. Novela y tan novela como cualquiera otra que así sea. Es decir, que así se llame, pues aquí ser es llamarse. ¿Qué es eso de que ha pasado la época de las novelas? ¿O de los poemas épicos? Mientras vivan las novelas pasadas vivirá y revivirá la novela. La historia es resoñarla.
Antes de haberme puesto a soñar a Augusto Pérez y su nivola había resoñado la guerra carlista de que fui, en parte, testigo en mi niñez, y escribí mi Paz en la guerra, una novela histórica, o mejor historia anovelada, conforme a los preceptos académicos del género. A lo que se le llama realismo. Lo que viví a mis diez años lo volví a vivir, lo reviví, a mis treinta, al escribir esa novela. Y lo sigo reviviendo al vivir la historia actual, la que está de paso. De paso y de queda.
Soñé después mi Amor y pedagogía —aparecido en 1902—, otra tragedia torturadora. A mí me torturó, por lo menos. Escribiéndola creí librarme de su tortura y trasladársela al lector. En esta Niebla volvió a aparecer aquel tragicómico y nebuloso nivolesco don Avito Carrascal que le decía a Augusto que sólo se aprende a vivir viviendo. Como a soñar soñando.
Siguió, en 1905, Vida de Don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, explicada y comentada. Pero no así, sino resoñada, revivida, rehecha. ¿Que mi don Quijote y mi Sancho no son los de Cervantes? ¿Y qué? Los don Quijotes y Sanchos vivos en la eternidad —que está dentro del tiempo y no fuera de él; toda la eternidad en todo el tiempo y toda ella en cada momento de este— no son exclusivamente de Cervantes ni míos, ni de ningún soñador que los sueñe, sino que cada uno les hace revivir. Y creo por mi parte que don Quijote me ha revelado íntimos secretos suyos que no reveló a Cervantes, especialmente de su amor a Aldonza Lorenzo.
En 1913, antes que mi Niebla, aparecieron las novelas cortas que reuní bajo el título de una de ellas: El espejo de la muerte.
Después de Niebla, en 1917, mi Abel Sánchez: una historia de pasión, el más doloroso experimento que haya yo llevado a cabo al hundir mi bisturí en el más terrible tumor comunal de nuestra casta española.
En 1921 di a luz mi novela La tía Tula, que últimamente ha hallado acogida y eco —gracias a las traducciones alemana, holandesa y sueca— en los círculos freudianos de la Europa central.
En 1927 apareció en Buenos Aires mi novela autobiográfica Cómo se hace una novela, que hizo que mi buen amigo el excelente crítico Eduardo Gómez de Baquero, Andrenio, agudo y todo como era, cayera en otro lazo como el de la nivola, y manifestase que esperaba escribiese la novela de cómo se la hace.
Por fin, en 1933, se publicaron mi San Manuel Bueno, mártir; y tres historias más. Todo en la seguida del mismo sueño nebuloso.
Obras mías han conseguido verse traducidas —y sin mi instancia— a quince idiomas diferentes —que yo sepa— y son: alemán, francés, italiano, inglés, holandés, sueco, danés, ruso; polaco, checo, húngaro, rumano, yugoslavo, griego y letón; pero de todas ellas la que más traducciones a logrado ha sido ésta: Niebla.
Empiezan en 1921, siete años después de su nacimiento, al italiano: Nebbia, romanzo, traducida por Gilberto Beccari y con prefacio de Ezio Levi; en 1922, al húngaro: Köd (Budapest), por Gárady Viktor; en 1926, al francés: Brouillard (Collection de la Revue Européenne), por Noémi Larthe; en 1927, al alemán: Nebel, ein phantastischer Roman (München), por Atto Buek; en 1928, al sueco: Dimma, por Allan Vougt, y al inglés: Mist, a tragicomic novel (New York), por Warner Pite, y al polaco: Migla —aquí una l con un travesaño de sesgo— (Varsovia), por el doctor Edward Boyé; en 1929, al rumano: Negura (Budapest), por L. Sebastian, y al yugoslavo: Magia (Zagreb), por Bogdan Ráditsa; y por último, en 1935, al letón: Migla (Riga), por Konstantin Raudive. En junto diez traducciones, dos más que las que han obtenido mis Tres novelas ejemplares y un prólogo, de que forma parte Nada menos que todo un hombre.
¿Por qué esta predilección? ¿Por qué ha prendido en pueblos de otras lenguas antes que otras obras mías ésta a que el traductor alemán Otto Buck llamó novela fantástica y el norteamericano Warner Pite novela tragicómica? Precisamente por la fantasía y por la tragicomedia. Yo no me equivoqué, pues desde un principio supuse —y lo dije— que ésta que bauticé de nivola habría de ser mi obra más universalizada. No mi Sentimiento trágico de la vida —seis traducciones—, porque exige ciertos conocimientos filosóficos y teológicos menos corrientes de lo que se supone. Por lo que me ha sorprendido su éxito en España. No mi Vida de Don Quijote y Sancho —tres traducciones—, porque el Quijote de Cervantes no es tan conocido —y menos popular— fuera de España —ni aun en ésta— como aquí suponen los literatos nacionales. Y hasta me atrevo a avanzar que obras como esa mía pueden contribuir a hacerla más y mejor conocido. No otra cualquiera. ¿Por su carácter nacional? Mi Paz en la guerra ha sido traducida al alemán y al checo. Es que la fantasía y la tragicomedia de mi Niebla ha de ser lo que más hable y diga al hombre individual que es el universal, al hombre por encima, y por debajo a la vez, de clases, de castas, de posiciones sociales, pobre o rico, plebeyo o noble, proletario o burgués. Y esto lo saben los historiadores de la cultura, a los que se les llama cultos.
Sospecho que lo más de este prólogo —metálogo—, al que alguien le llamaría autocrítico, me lo haya sugerido, cuajando de su niebla, aquel don —merece ya el don— Antolín Sánchez Paparrigópulos, de quien se da cuenta en el capítulo XXIII, aunque yo no haya acertado en él a aplicar la rigurosa técnica del inolvidable y profundo investigador. Ah, si yo acertara, siguiendo su propósito, a cometer la historia de los que habiendo pensado escribir no llegaron a hacerlo! De su casta, de su índole son nuestros mejores lectores, nuestros colaboradores y coautores —mejor co-creadores—, los que al leer una historia —nivola si se quiere como ésta se dicen: ¡Pero si esto lo he pensado así yo antes!
¡Si a este personaje le he conocido yo! ¡Si a mí se me ha ocurrido lo mismo! ¡Cuán otros que esos presos de apabullante ramplonería que andan preocupados de lo que llaman la verosimilitud! O de los que creen vivir despiertos, ignorando que sólo está de veras despierto el que tiene conciencia de estar soñando, como sólo está de veras cuerdo el que tiene conciencia de su locura. Y el que no confunde se confunde, como decía Víctor Goti, mi pariente, a Augusto Pérez.
Todo éste mi mundo de Pedro Antonio y Josefa Ignacia, de don Avito Carrascal y Marina, de Augusto Pérez, Eugenia Domingo y Rosarito, de Alejandro Gómez, nada menos que todo un hombre, y Julia, de Joaquín Monegro, Abel Sánchez y Helena, de La tía Tula, su hermana y su cuñado y sus sobrinos, de san Manuel Bueno y Ángela Carballino —una ángela—, y de don Sandalio, y de Emeterio Alfonso y Celedonio Ibáñez, y de Ricardo y Liduvina, todo este mundo me es más real que el de Cánovas y Sagasta, de Alfonso XIII, de Primo de Rivera, de Galdós, Pereda, Menéndez Pelayo y todos aquellos a quienes conocí o conozco vivos, y a algunos de ellos los traté o los trato. En aquel mundo me realizaré, si es que me realizo, aún más que en este otro.
Y bajo esos dos mundos, sosteniéndolos, está otro mundo, un mundo sustancial y eterno, en que me sueño a mí mismo y a los que han sido —muchos lo son todavía— carne de mi espíritu y espíritu de mi carne, mundo de la conciencia sin espacio ni tiempo en la que vive, como ola en la mar, la conciencia de mi cuerpo. Cuando me negué a indultar de la muerte a mi Augusto Pérez me dijo éste:
No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme. ¿Conque no lo quiere? ¿Conque he de morir ente de ficción? ¡Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió!... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos, sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo, lo mismo que yo! ¡Se morirán todos, todos, todos!
Así me dijo, y ¡cómo me susurran, a través de más de veinte años, durante ellos, en terrible silbido casi silencioso, como el bíblico de Jehová, esas palabras proféticas y apocalípticas! Porque no es sólo que he venido muriéndome, es que se han ido muriendo, se me han muerto los míos, los que me hacían y me soñaban mejor. Se me ha ido el alma de la vida gota a gota, y alguna vez a chorro. ¡Pobres mentecatos los que suponen que vivo torturado por mi propia inmortalidad individual! ¡Pobre gente! No, sino por la de todos los que he soñado y sueño, por la de todos los que me sueñan y sueño. Que la inmortalidad, como el sueño, o es comunal o no es. No logro recordar a ninguno a quien haya conocido de veras —conocer de veras a alguien es quererle, y aunque se crea odiarle— y que se me haya ido sin que a solas me le diga:
¿Qué eres ahora tú?, ¿qué es ahora de tu conciencia?, ¿qué soy en ella yo ahora?, ¿qué es de lo que ha sido?
Esta es la niebla, esta la nivola, esta la leyenda, esta la vida eterna... Y esto es el verbo creador, soñador.
Hay una visión radiosa de Leopardi, el trágico soñador del hastío, que es el Cántico del gallo silvestre, gallo gigantesco sacado de una paráfrasis targúmica de la Biblia, gallo que canta la revelación eterna e invita a los mortales a despertarse. Y acaba así:
Tiempo vendrá en que este universo y la naturaleza misma quedarán agotados. Y al modo que de grandísimos reinos e imperios humanos, y de sus maravillosas moviciones, que fueron famosísimos en otras edades, no queda hoy ni señal ni fama alguna, parejamente del mundo entero y de las infinitas vicisitudes y calamidades de las cosas creadas no permanecerá ni siquiera un vestigio, sino que un silencio desnudo y una quietud profundísima llenarán el espacio inmenso. Así este cercano admirable y espantoso de la existencia universal antes de ser declarado ni entendido se borrará y se perderá.
Pero no, que ha de quedar el cántico del gallo silvestre y el susurro de Jehová con él; ha de quedar el Verbo que fue el principio y será el último, el Soplo y Son espiritual que recoge las nieblas y las cuaja. Augusto Pérez nos conminó a todos, a todos los que fueron y son yo, a todos los que formamos el sueño de Dios —o mejor, el sueño de su Verbo—, con que habremos de morir. Se me van muriendo en carne de espacio, pero no en carne de sueño, en carne de conciencia. Y por esto os digo, lectores de mi Niebla, soñadores de mi Augusto Pérez y de su mundo, que esto es la niebla, esto es la nivola, esto es la leyenda, esto es la historia, la vida eterna.
Salamanca, febrero 1935.
Miguel de Unamuno
Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo se quedó un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.
Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas —pensó Augusto—; tener que usarlas, el uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males.
Se dijo así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento suspenso y pensando: y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda? Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida. Esperaré a que pase un perro —se dijo— y tomaré la dirección inicial que él tome.
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.
Y así una calle y otra y otra.
Pero aquel chiquillo —iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba consigo mismo—, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un vago como... ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose... Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! —esto se lo dijo en voz alta—. ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobía y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar a que llega. Viajar... viajar... Qué chisme más molesto es el paraguas... Calla, ¿qué es esto?
Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. Esta Cerbera aguarda —se dijo— que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto! Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.
—Dígame, buena mujer —interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo—, ¿podría decirme aquí, en confianza y para internos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?
—Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.
—Por lo mismo.
—Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.
—¿Domingo? Será Dominga...
—No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.
—Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?
—No la conozco, señor.
—Y dígame... dígame... —sin sacar los dedos del bolsillo—, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?
—Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos...
—¿Paternos o maternos?
—Sólo sé que son tíos.
—Basta y aun sobra.
—Se dedica a dar lecciones de piano.
—¿Y lo toca bien?
—Ya tanto no sé.
—Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.
—Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún mandado?
—Tal vez... tal vez... No por ahora... ¡Adiós!
—Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.
Pues señor —iba diciéndose Augusto al separarse de la portera—, ve aquí cómo he quedado comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque... Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que se me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os quepa en el bolsillo! A lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?
Volvió unos pasos atrás.
—Dígame una cosa más, buena mujer...
—Usted mande...
—Y usted, ¿cómo se llama?
—¿Yo? Margarita.
—¡Muy bien, muy bien... gracias!
—No hay de qué.
Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la Alameda.
Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Se acercó a un banco, y al palparlo se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el banco y se sentó. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica. He aquí un chisme utilísimo —se dijo—; de otro modo, tendría que apuntar con lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unos ojos... Tengo la sensación del toque de unos ojos... Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo... No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P, ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P. Dominga? Pero... ¿adónde me llevas, loca fantasía? Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasílabos:
De la cuna nos viene la tristeza
y también de la cuna la alegría...
Vaya —se dijo Augusto—, esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado un excelente principio de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida. ¿Interrumpida?... Sí, el hombre no hace sino buscar en los sucesos, en las vicisitudes de la suerte, alimento para su tristeza o su alegría nativas. Un mismo caso es triste o alegre según nuestra disposición innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle. Pero no desde aquí, sino desde casa. ¿Iré más bien al Casino? No, a casa, a casa. Estas cosas desde casa, desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar... hogar... ¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia! Y se volvió Augusto a su casa.
Al abrirle el criado la puerta...