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Niebla y Del sentimiento trágico de la vida son dos de las obras más emblemáticas de Miguel de Unamuno, que abordan temas fundamentales de la existencia humana, la identidad y la lucha constante entre la razón y la fe. En Niebla, Unamuno introduce el concepto de "nivola", un género literario que desafía las convenciones narrativas tradicionales. A través de la historia de Augusto Pérez, el autor reflexiona sobre el libre albedrío, la conciencia y la naturaleza de la realidad, difuminando las fronteras entre la ficción y la vida. La obra plantea preguntas esenciales sobre el papel del creador y su relación con los personajes, ofreciendo una exploración profundamente filosófica y existencial. Por otro lado, Del sentimiento trágico de la vida es un ensayo que examina la tensión entre la necesidad humana de inmortalidad y la conciencia de la mortalidad. Unamuno analiza cómo esta lucha define la experiencia humana, destacando la importancia de la fe como una respuesta emocional y existencial al vacío de la muerte. El autor propone que el conflicto entre la razón y la fe es inevitable y esencial para la vida auténtica, invitando al lector a abrazar la incertidumbre como parte inherente de la condición humana. Desde su publicación, ambas obras han sido ampliamente reconocidas por su profundidad filosófica y su capacidad para desafiar las ideas preconcebidas. Su relevancia perdura en la actualidad, ya que ofrecen una visión compleja y matizada de los dilemas existenciales que siguen siendo fundamentales en la sociedad moderna.
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Veröffentlichungsjahr: 2024
Miguel de Unamuno
NIEBLA Y
DEL SENTIMENTO TRAGICO DE LA VIDA
PRESENTACIÓN
PRÓLOGO
NIEBLA
DEL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA
Miguel de Unamuno
1864 – 1936
Miguel de Unamuno (1864–1936) fue un escritor, filósofo y académico español, ampliamente reconocido como una de las figuras intelectuales más destacadas de la Generación del 98, un grupo de escritores y pensadores españoles que buscaron enfrentar las crisis culturales y políticas de España a finales del siglo XIX y principios del XX. Conocido por su exploración de temas existenciales, la obra de Unamuno aborda cuestiones de fe, identidad y la condición humana, combinando literatura y filosofía de manera única y provocadora.
Primeros años y educación
Miguel de Unamuno nació en Bilbao, en el País Vasco, durante un período de agitación política y cambio en España. La temprana muerte de su padre y las experiencias vividas durante las Guerras Carlistas influyeron profundamente en su visión del mundo. Unamuno estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, donde desarrolló un gran interés por la filología, la historia y la teología. Estas disciplinas conformaron los cimientos de su pensamiento intelectual y alimentaron su constante búsqueda por entender las tensiones entre la razón y la fe.
Carrera y contribuciones
La carrera de Unamuno estuvo marcada por su doble papel como escritor y educador. Fue profesor de griego y, más tarde, rector de la Universidad de Salamanca, cargo que ocupó con interrupciones debido a sus críticas abiertas a los regímenes políticos. Sus obras, que abarcan novelas, ensayos, poesía y teatro, desafían con frecuencia las creencias tradicionales y fomentan la introspección.
Entre sus obras literarias más conocidas se encuentra Niebla (1914), una novela innovadora que introduce el concepto de "nivola", un estilo narrativo que mezcla ficción y filosofía. En Niebla, el protagonista, Augusto Pérez, enfrenta preguntas existenciales y se enfrenta al propio autor, un recurso metaficcional que destaca los límites difusos entre la realidad y la ficción. Otra obra notable, San Manuel Bueno, mártir (1931), narra la emotiva historia de un sacerdote que lucha en secreto con la pérdida de su fe mientras continúa guiando espiritualmente a su comunidad, un relato que encapsula la exploración de Unamuno sobre la duda y el anhelo humano de trascendencia.
Impacto y legado
Los escritos de Unamuno reflejan su profundo compromiso con los dilemas existenciales de su tiempo, incluidos la búsqueda de sentido en un mundo cada vez más dominado por el racionalismo y el secularismo. Su perspectiva filosófica, articulada en obras como Del sentimiento trágico de la vida (1913), enfatiza la tensión entre la razón y la fe, afirmando que la verdadera vitalidad surge de la lucha por reconciliarlas.
Como miembro destacado de la Generación del 98, Unamuno contribuyó significativamente a la renovación cultural e intelectual de España, inspirando debates sobre la identidad nacional y el papel de la tradición en la sociedad moderna. Su influencia se extendió más allá de la literatura y la filosofía, resonando en campos como la teología, la psicología y el pensamiento político.
Los últimos años de Unamuno estuvieron marcados por su oposición al régimen franquista, postura que lo llevó a estar bajo arresto domiciliario. Falleció en 1936 en Salamanca, poco después del estallido de la Guerra Civil Española, dejando un legado de valentía intelectual y profunda introspección. Hoy se le recuerda como un pensador pionero cuyas obras continúan inspirando a los lectores a enfrentar las incertidumbres de la existencia y las complejidades de la naturaleza humana.
La combinación de arte literario y profundidad filosófica de Unamuno asegura su relevancia perdurable, consolidándolo como una figura central en el panteón de los intelectuales europeos modernos.
Sobre las obras
Niebla y Del sentimiento trágico de la vida son dos de las obras más emblemáticas de Miguel de Unamuno, que abordan temas fundamentales de la existencia humana, la identidad y la lucha constante entre la razón y la fe. En Niebla, Unamuno introduce el concepto de "nivola", un género literario que desafía las convenciones narrativas tradicionales. A través de la historia de Augusto Pérez, el autor reflexiona sobre el libre albedrío, la conciencia y la naturaleza de la realidad, difuminando las fronteras entre la ficción y la vida. La obra plantea preguntas esenciales sobre el papel del creador y su relación con los personajes, ofreciendo una exploración profundamente filosófica y existencial.
Por otro lado, Del sentimiento trágico de la vida es un ensayo que examina la tensión entre la necesidad humana de inmortalidad y la conciencia de la mortalidad. Unamuno analiza cómo esta lucha define la experiencia humana, destacando la importancia de la fe como una respuesta emocional y existencial al vacío de la muerte. El autor propone que el conflicto entre la razón y la fe es inevitable y esencial para la vida auténtica, invitando al lector a abrazar la incertidumbre como parte inherente de la condición humana.
Desde su publicación, ambas obras han sido ampliamente reconocidas por su profundidad filosófica y su capacidad para desafiar las ideas preconcebidas. Su relevancia perdura en la actualidad, ya que ofrecen una visión compleja y matizada de los dilemas existenciales que siguen siendo fundamentales en la sociedad moderna.
No sé hasta qué punto sea lícito hacer uso de confidencias vertidas en el seno de la más íntima amistad y llevar al público opiniones o apreciaciones que no las destinaba a él quien las profiriera. Y Goti ha cometido en su prólogo la indiscreción de publicar juicios míos que nunca tuve intención de que se hiciesen públicos. O por lo menos nunca quise que se publicaran con la crudeza con que en privado los exponía.
Y respecto a su afirmación de que el desgraciado... Aunque, desgraciado, ¿por qué? Bien; supongamos que lo hubiese sido. Su afirmación, digo, de que el desgraciado, o lo que fuese, Augusto Pérez se suicidó y no murió como yo cuento su muerte, es decir, por mi libérrimo albedrío y decisión, es cosa que me hace sonreír. Opiniones hay, en efecto, que no merecen sino una sonrisa. Y debe de andarse mi amigo y prologuista Goti con mucho tiento en discutir así mis decisiones, porque si me fastidia mucho acabaré por hacer con él lo que con su amigo Pérez hice, y es que le dejaré morir o le mataré a guisa de médico. Los cuales ya saben mis lectores que se mueven en este dilema: o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan por miedo de que se les muera. Y así yo soy capaz de matar a Goti si veo que se me va a morir, o de dejarle morir si temo haber de matarle.
M. de U.
Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.
"Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas — pensó Augusto — ; tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo, cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males."
Díjose así y se agachó a recojerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento suspenso y pensando: "y ahora, ¿hacia dónde voy? ¿tiro a la derecha o a la izquierda?" Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida. "Esperaré a que pase un perro — se dijo — y tomaré la dirección inicial que él tome."
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fué, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.
Y así una calle y otra y otra.
"Pero aquel chiquillo — iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba consigo mismo — , ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un vago como... ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose... Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! — esto se lo dijo en voz alta. — ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y éste, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobía y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar a que llega. Viajar... viajar... Qué chisme más molesto es el paraguas... Calla, ¿qué es esto?"
Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. "Esta Cerbera aguarda — se dijo — que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo, y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!" Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo; se perdería tiempo y ocasión en ello.
— Dígame, buena mujer — interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo — , ¿podría decirme aquí, en confianza y para internos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?
— Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.
— Por lo mismo.
— Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.
— ¿Domingo? Será Dominga...
— No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.
— Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?
— No la conozco, señor.
— Y dígame... dígame... — sin sacar los dedos del bolsillo — , ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?
— Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos...
— ¿Paternos o maternos?
— Sólo sé que son tíos.
— Basta y aun sobra.
— Se dedica a dar lecciones de piano.
— ¿Y le toca bien?
— Ya tanto no sé.
— Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.
— Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún mandado?
— Tal vez... tal vez... No por ahora... ¡Adiós!
— Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.
"Pues señor — iba diciéndose Augusto al separarse de la portera — , ve aquí cómo he quedado comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque... Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que se me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os quepa en el bolsillo! A lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?"
Volvió unos pasos atrás.
— Dígame una cosa más, buena mujer...
— Usted mande...
— Y usted, ¿cómo se llama?
— ¿Yo? Margarita.
— ¡Muy bien, muy bien... gracias!
— No hay de qué.
Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la Alameda.
Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a un banco, y al palparlo se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el banco y sentóse. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica. "He aquí un chisme utilísimo — se dijo — ; de otro modo, tendría que apuntar con lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unos ojos... Tengo la sensación del toque de unos ojos... Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo... No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P., ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P. Dominga? Pero... ¿adónde me llevas, loca fantasía?" Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasílabos:
De la cuna nos viene la tristeza
y también de la cuna la alegría...
"Vaya — se dijo Augusto — , esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado un excelente principio de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida. ¿Interrumpida?... Sí, el hombre no hace sino buscar en los sucesos, en las vicisitudes de la suerte, alimento para su tristeza o su alegría nativas. Un mismo caso es triste o alegre según nuestra disposición innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle. Pero no desde aquí, sino desde casa. ¿Iré más bien al Casino? No, a casa, a casa. Estas cosas desde casa, desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar... hogar... ¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!"
Y se volvió Augusto a su casa.
Al abrirle el criado la puerta...
Augusto, que era rico y solo, pues su anciana madre había muerto no hacía sino seis meses antes de estos menudos sucedidos, vivía con un criado y una cocinera, sirvientes antiguos en la casa e hijos de otros que en ella misma habían servido. El criado y la cocinera estaban casados entre sí, pero no tenían hijos.
Al abrirle el criado la puerta le preguntó Augusto si en su ausencia había llegado alguien.
— Nadie, señorito.
Eran pregunta y respuesta sacramentales, pues apenas recibía visitas en casa Augusto.
Entró en su gabinete, tomó un sobre y escribió en él: "Señorita doña Eugenia Domingo del Arco. E. P. M." Y enseguida, delante del blanco papel, apoyó la cabeza en ambas manos, los codos en el escritorio, y cerró los ojos. "Pensemos primero en ella" — se dijo. Y esforzóse por atrapar en la oscuridad el resplandor de aquellos otros ojos que le arrastraran al azar.
Estuvo así un rato sugiriéndose la figura de Eugenia, y como apenas si la había visto, tuvo que figurársela. Merced a esta labor de evocación fué surgiendo a su fantasía una figura vagarosa ceñida de ensueños. Y se quedó dormido. Se quedó dormido porque había pasado mala noche, de insomnio.
— ¡Señorito!
— ¿Eh? — exclamó despertándose.
— Está ya servido el almuerzo.
¿Fué la voz del criado, o fué el apetito, de que aquella voz no era sino un eco, lo que le despertó? ¡Misterios psicológicos! Así pensó Augusto, que se fué al comedor diciéndose: ¡oh, la psicología!
Almorzó con fruición su almuerzo de todos los días: un par de huevos fritos, un bisteque con patatas y un trozo de queso Gruyère. Tomó luego su café y se tendió en la mecedora. Encendió un habano, se lo llevó a la boca, y diciéndose: "¡Ay, mi Eugenia!" se dispuso a pensar en ella.
"¡Mi Eugenia, sí, la mía — iba diciéndose — , ésta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué aparición no lo es? ¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la sucesión de estas figuras que forman las nubes de humo del cigarro. ¡El azar! el azar es el íntimo ritmo del mundo, el azar es el alma de la poesía. ¡Ah, mi azarosa Eugenia! Esta mi vida mansa, rutinaria, humilde, es una oda pindárica tejida con las mil pequeñeces de lo cotidiano. ¡Lo cotidiano! ¡El pan nuestro de cada día, dánosle hoy! Dame, Señor, las mil menudencias de cada día. Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa. Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene al encuentro? ¿No salió la América a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia a buscarme a mí? ¡Eugenia! ¡Eugenia! ¡Eugenia!"
Y Augusto se encontró pronunciando en voz alta el nombre de Eugenia. Al oirle llamar, el criado, que acertaba a pasar junto al comedor, entró diciendo:
— ¿Llamaba, señorito?
— ¡No, a ti no! Pero, calla, ¿no te llamas tú Domingo?
— Sí, señorito — respondió Domingo sin extrañeza alguna por la pregunta que se le hacía.
— ¿Y por qué te llamas Domingo?
— Porque así me llaman.
"Bien, muy bien — se dijo Augusto — ; nos llamamos como nos llaman. En los tiempos homéricos tenían las personas y las cosas dos nombres, el que les daban los hombres y el que les daban los dioses. ¿Cómo me llamará Dios? ¿Y por qué no he de llamarme yo de otro modo que como los demás me llaman? ¿Por qué no he de dar a Eugenia otro nombre distinto del que le dan los demás, del que le da Margarita, la portera? ¿Cómo la llamaré?"
— Puedes irte — le dijo al criado.
Se levantó de la mecedora, fué al gabinete, tomó la pluma y se puso a escribir:
"Señorita: Esta misma mañana, bajo la dulce llovizna del cielo, cruzó usted, aparición fortuita, por delante de la puerta de la casa donde aún vivo y ya no tengo hogar. Cuando desperté fuí a la puerta de la suya, donde ignoro si tiene usted hogar o no le tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos, que son refulgentes estrellas mellizas en la nebulosa de mi mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le dé familiarmente este dulce nombre; perdóneme la lírica. Yo vivo en perpetua lírica infinitesimal.
No sé qué más decirle. Sí, sí sé. Pero es tanto, tanto lo que tengo que decirle, que estimo mejor aplazarlo para cuando nos veamos y nos hablemos. Pues es lo que ahora deseo, que nos veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nos conozcamos. Después... Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán!
¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida cotidiana, me dará usted oídos?
Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta.
Augusto Pérez."
Y rubricó diciéndose: "Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo inútil".
Cerró la carta y volvió a echarse a la calle.
"¡Gracias a Dios — se decía camino de la Avenida de la Alameda — , gracias a Dios que sé adónde voy y que tengo adónde ir! Esta mi Eugenia es una bendición de Dios. Ya ha dado una finalidad, un hito de término a mis vagabundeos callejeros. Ya tengo casa que rondar; ya tengo una portera confidente..."
Mientras iba así hablando consigo mismo cruzó con Eugenia sin advertir siquiera el resplandor de sus ojos. La niebla espiritual era demasiado densa. Pero Eugenia, por su parte, sí se fijó en él, diciéndose: "¿quién será este joven? ¡no tiene mal porte y parece bien acomodado!" Y es que, sin darse clara cuenta de ello, adivinó a uno que por la mañana la había seguido. Las mujeres saben siempre cuándo se las mira, aun sin verlas, y cuándo se las ve sin mirarlas.
Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.
Por fin se encontró Augusto una vez más ante Margarita la portera, ante la sonrisa de Margarita. Lo primero que hizo ésta al ver a aquél fué sacar la mano del bolsillo del delantal.
— Buenas tardes, Margarita.
— Buenas tardes, señorito.
— Augusto, buena mujer, Augusto.
— Don Augusto — añadió ella.
— No a todos los nombres les cae el don — observó él — . Así como de Juan a don Juan hay un abismo, así le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero... sea! ¿Salió la señorita Eugenia?
— Sí, hace un momento.
— ¿En qué dirección?
— Por ahí.
Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvióse. Se le había olvidado la carta.
— ¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las propias blancas manos de la señorita Eugenia?
— Con mucho gusto.
— Pero a sus propias blancas manos, ¿eh? A sus manos tan marfileñas como las teclas del piano a que acarician.
— Sí, ya, lo sé de otras veces.
— ¿De otras veces? ¿Qué es eso de otras veces?
— Pero ¿es que cree el caballero que es ésta la primera carta de este género...?
— ¿De este género? Pero ¿usted sabe el género de mi carta?
— Desde luego. Como las otras.
— ¿Como las otras? ¿Como qué otras?
— ¡Pues pocos pretendientes que ha tenido la señorita...!
— Ah, ¿pero ahora está vacante?
— ¿Ahora? No, no, señor, tiene algo así como un novio... aunque creo que no es sino aspirante a novio... Acaso le tenga en prueba... puede ser que sea interino...
— ¿Y cómo no me lo dijo?
— Como usted no me lo preguntó...
— Es cierto. Sin embargo, entréguele esta carta y en propias manos, ¿entiende? ¡Lucharemos! ¡Y vaya otro duro!
— Gracias, señor, gracias.
Con trabajo se separó de allí Augusto, pues la conversación nebulosa, cotidiana, de Margarita la portera empezaba a agradarle. ¿No era acaso un modo de matar el tiempo?
"¡Lucharemos! — iba diciéndose Augusto calle abajo — ¡sí, lucharemos! ¿Conque tiene otro novio, otro aspirante a novio...? ¡Lucharemos! Militia est vita hominis super terram. Ya tiene mi vida una finalidad; ya tengo una conquista que llevar a cabo. ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, has de ser mía! ¡Por lo menos, mi Eugenia, ésta que me he forjado sobre la visión fugitiva de aquellos ojos, de aquella yunta de estrellas en mi nebulosa, esta Eugenia sí que ha de ser mía, sea la otra, la de la portera, de quien fuere! ¡Lucharemos! Lucharemos y venceré. Tengo el secreto de la victoria. ¡Ah, Eugenia, mi Eugenia!"
Y se encontró a la puerta del Casino, donde ya Víctor le esperaba para echar la cotidiana partida de ajedrez.
— Hoy te retrasaste un poco, chico — dijo Víctor a Augusto — , ¡tú, tan puntual siempre!
— Qué quieres... quehaceres...
— ¿Quehaceres, tú?
— Pero ¿es que crees que sólo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras.
— O yo más simple de lo que tú crees...
— Todo pudiera ser.
— ¡Bien, sal!
Augusto avanzó dos casillas el peón del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de ópera, se quedó diciéndose: "¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez, y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?"
— Pero, hombre — le interrumpió Víctor — , ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada!
— En eso quedamos, sí.
— Pues si haces eso te como gratis ese alfil.
— Es verdad, es verdad; me había distraído.
— Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada.
— ¡Vamos, sí, lo irreparable!
— Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego.
"¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego? — se decía Augusto — . ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. Alea iacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!"
— ¡Jaque! — volvió a interrumpirle Víctor.
— Es verdad, es verdad... veamos... Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto?
— Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores.
— Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción?
— Es que el juego no es sino distracción.
— Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro?
— Hombre, de jugar, jugar bien.
— ¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos?
— Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado.
— Bueno, pues voy a darte una gran noticia.
— ¡Venga!
— Pero, asómbrate, chico.
— Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano.
— Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa?
— Que cada vez estás más distraído.
— Pues me pasa que me he enamorado.
— Bah, eso ya lo sabía yo.
— ¿Cómo que lo sabías...?
— Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes un amorío innato.
— Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos.
— No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo.
— Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?
— Eso no lo sabes tú más que yo.
— Pues, calla, mira, acaso tengas razón...
— ¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena?
— Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así, pelicastaña.
— ¿Es alta o baja?
— Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tiene mi Eugenia!
— ¿Eugenia?
— Sí, Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58.
— ¿La profesora de piano?
— La misma. Pero...
— Sí, la conozco. Y ahora... ¡jaque otra vez!
— Pero...
— ¡Jaque he dicho!
— Bueno...
Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.
Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:
— Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.
"¡Pero esos diminutivos — pensó Augusto, esos terribles diminutivos!" Y salió a la calle.
"¿Por qué el diminutivo es señal de cariño? — iba diciéndose Augusto camino de su casa — . ¿Es acaso que el amor achica la cosa amada? ¡Enamorado yo! ¡Yo enamorado! ¡Quién había de decirlo...! Pero ¿tendrá razón Víctor? ¿Seré un enamorado ab initio? Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es este amor el que lo ha suscitado, el que lo ha extraído de la niebla de la creación. Pero si yo adelanto aquella torre no me da el mate, no me lo da. ¿Y qué es amor? ¿Quién definió el amor? Amor definido deja de serlo... Pero, Dios mío, ¿por qué permitirá el alcalde que empleen para los rótulos de los comercios tipos de letra tan feos como ése? Aquel alfil estuvo mal jugado. ¿Y cómo me he enamorado si en rigor no puedo decir que la conozco? Bah, el conocimiento vendrá después. El amor precede al conocimiento, y éste mata a aquél. Nihil volitum quin praeco gnitum me enseñó el P. Zaramillo, pero yo he llegado a la conclusión contraria y es que nihil cognitum quin praevolitum. Conocer es perdonar, dicen. No, perdonar es conocer. Primero el amor, el conocimiento después. Pero ¿cómo no vi que me daba mate al descubierto? Y para amar algo, ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo! El vislumbre; he aquí la intuición amorosa, el vislumbre en la niebla. Luego viene el precisarse, la visión perfecta, el resolverse la niebla en gotas de agua o en granizo, o en nieve, o en piedra. La ciencia es una pedrea. ¡No, no, niebla, niebla! ¡Quién fuera águila para pasearse por los senos de las nubes! Y ver al sol a través de ellas, como lumbre nebulosa también.
¡Oh, el águila! ¡Qué cosas se dirían el águila de Patmos, la que mira al sol cara a cara y no ve en la negrura de la noche, cuando escapándose de junto a San Juan se encontró con la lechuza de Minerva, la que ve en lo oscuro de la noche, pero no puede mirar al sol, y se había escapado del Olimpo!"
Al llegar a este punto cruzó Augusto con Eugenia y no reparó en ella.
"El conocimiento viene después... — siguió diciéndose — . Pero... ¿Qué ha sido eso? Juraría que han cruzado por mi órbita dos refulgentes y místicas estrellas gemelas... ¿Habrá sido ella? El corazón me dice... ¡Pero, calla, ya estoy en casa!"
Y entró.
Dirigióse a su cuarto, y al reparar en la cama se dijo: "¡Solo! ¡dormir solo! ¡soñar solo! Cuando se duerme en compañía, el sueño debe de ser común. Misteriosos efluvios han de unir los dos cerebros. ¿O no es acaso que a medida que los corazones más se unen, más se separan las cabezas? Tal vez. Tal vez están en posiciones mutuamente adversas. Si dos amantes piensan lo mismo, sienten en contrario uno del otro; si comulgan en el mismo sentimiento amoroso, cada cual piensa otra cosa que el otro, tal vez lo contrario. La mujer sólo ama a su hombre mientras no piense como ella, es decir, mientras piense. Veamos a este honrado matrimonio."
Muchas noches, antes de acostarse, solía Augusto echar una partida de tute con su criado, Domingo, y mientras, la mujer de éste, la cocinera, contemplaba el juego.
Empezó la partida.
— ¡Veinte en copas! — cantó Domingo.
— ¡Decidme! — exclamó Augusto de pronto — . ¿Y si yo me casara?
— Muy bien hecho, señorito — dijo Domingo.
— Según y conforme — se atrevió a insinuar Liduvina, su mujer.
— Pues ¿no te casaste tú? — le interpeló Augusto.
— Según y conforme, señorito.
— ¿Cómo según y conforme? Habla.
— Casarse es muy fácil; pero no es tan fácil ser casado.
— Eso pertenece a la sabiduría popular, fuente de...
— Y lo que es la que haya de ser mujer del señorito... — agrego Liduvina, temiendo que Augusto les espetara todo un monólogo.
— ¿Qué? La que haya de ser mi mujer, ¿qué? Vamos, ¡dilo, dilo, mujer, dilo!
— Pues que como el señorito es tan bueno...
— Anda, dilo, mujer, dilo de una vez.
— Ya recuerda lo que decía la señora...
A la piadosa mención de su madre Augusto dejó las cartas sobre la mesa, y su espíritu quedó un momento en suspenso. Muchas veces su madre, aquella dulce señora, hija del infortunio, le había dicho: "Yo no puedo vivir ya mucho, hijo mío; tu padre me está llamando. Acaso le hago a él más falta que a ti. Así que yo me vaya de este mundo y te quedes solo en él tú, cásate, cásate cuanto antes. Trae a esta casa dueña y señora. Y no es que yo no tenga confianza en nuestros antiguos y fieles servidores, no. Pero trae ama a la casa. Y que sea ama de casa, hijo mío, que sea ama. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu despensa, de tu cocina y de tus resoluciones. Busca una mujer de gobierno, que sepa querer... y gobernarte".
— Mi mujer tocará el piano — dijo Augusto sacudiendo sus recuerdos y añoranzas.
— ¡El piano! Y eso ¿para qué sirve? — preguntó Liduvina.
— ¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor encanto, en que no sirve para maldita de Dios la cosa, lo que se llama servir. Estoy harto de servicios...
— ¿De los nuestros?
— ¡No, de los vuestros, no! Y además el piano sirve, sí sirve... sirve para llenar de armonía los hogares y que no sean ceniceros.
— ¡Armonía! Y eso ¿con qué se come?
— Liduvina... Liduvina...
La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche. Era la costumbre de uno y de otra.
— Sí, tocará el piano, porque es profesora de piano.
— Entonces no lo tocará — añadió con firmeza Liduvina — . Y si no, ¿para qué se casa?
— Mi Eugenia... — empezó Augusto.
— ¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de piano? — preguntó la cocinera.
— Sí, ¿pues?
— ¿La que vive con unos tíos en la Avenida de la Alameda, encima del comercio del señor Tiburcio?
— La misma. ¿Qué, la conoces?
— Sí... de vista...
— No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos, habla; mira que se trata del porvenir y de la dicha de tu amo...
— Es buena muchacha, sí, buena muchacha...
— Vamos, habla, Liduvina... ¡por la memoria de mi madre!...
— Acuérdese de sus consejos, señorito. Pero ¿quién anda en la cocina? ¿A que es el gato?...
Y levantándose la criada, se salió.
— ¿Y qué, acabamos? — preguntó Domingo.
— Es verdad, Domingo, no podemos dejar así la partida. ¿A quién le toca salir?
— A usted, señorito.
— Pues allá va.
Y perdió también la partida, por distraído.
"Pues, señor — se decía al retirarse a su cuarto — , todos la conocen; todos la conocen menos yo. He aquí la obra del amor. ¿Y mañana? ¿Qué haré mañana? ¡Bah! A cada día bástele su cuidado. Ahora, a la cama."
Y se acostó.
Y ya en la cama siguió diciéndose: "Pues el caso es que he estado aburriéndome sin saberlo, y dos mortales años... desde que murió mi santa madre... Sí, sí, hay un aburrimiento inconsciente. Casi todos los hombres nos aburrimos inconscientemente. El aburrimiento es el fondo de la vida, y el aburrimiento es el que ha inventado los juegos, las distracciones, las novelas y el amor. La niebla de la vida rezuma un dulce aburrimiento, licor agridulce. Todos estos sucesos cotidianos, insignificantes; todas estas dulces conversaciones con que matamos el tiempo y alargamos la vida, ¿qué son sino dulcísimo aburrirse? ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, flor de mi aburrimiento vital e inconsciente, asísteme en mis sueños, sueña en mí y conmigo!"
Y quedóse dormido.
Cruzaba las nubes, águila refulgente, con las poderosas alas perladas de rocío, fijos los ojos de presa en la niebla solar, dormido el corazón en dulce aburrimiento al amparo del pecho forjado en tempestades; en derredor, el silencio que hacen los rumores remotos de la tierra, y allá en lo alto, en la cima del cielo, dos estrellas mellizas derramando bálsamo invisible. Desgarró el silencio un chillido estridente que decía: "¡La Correspondencia...!" Y vislumbró Augusto la luz de un nuevo día.
"¿Sueño o vivo? — se preguntó embozándose en la manta — . ¿Soy águila o soy hombre? ¿Qué dirá el papel ése? ¿Qué novedades me traerá el nuevo día consigo? ¿Se habrá tragado esta noche un terremoto a Corcubión? ¿Y por qué no a Leipzig? ¡Oh, la asociación lírica de ideas, el desorden pindárico! El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar. Durmamos, pues, un rato más." Y diose media vuelta en la cama.
¡La Correspondencia...! ¡El vinagrero! Y luego un coche, y después un automóvil, y unos chiquillos después.
"¡Imposible! — volvió a decirse Augusto — . Esto es la vida que vuelve. Y con ella el amor... ¿Y qué es el amor? ¿No es acaso la destilación de todo esto? ¿No es el jugo del aburrimiento? Pensemos en Eugenia; la hora es propicia."
Y cerró los ojos con el propósito de pensar en Eugenia. ¿Pensar?
Pero este pensamiento se le fué diluyendo, derritiéndosele, y al poco rato no era sino una polca. Es que un piano de manubrio se había parado al pie de la ventana de su cuarto y estaba sonando. Y el alma de Augusto repercutía notas, no pensaba.
"La esencia del mundo es musical — se dijo Augusto cuando murió la última nota del organillo — . Y mi Eugenia, ¿no es musical también? Toda ley es una ley de ritmo, y el ritmo es el amor. He aquí que la divina mañana, virginidad del día, me trae un descubrimiento: el amor es el ritmo. La ciencia del ritmo son las matemáticas; la expresión sensible del amor es la música. La expresión, no su realización; entendámonos."
Le interrumpió un golpecito a la puerta.
— ¡Adelante!
— ¿Llamaba, señorito? — dijo Domingo.
— ¡Sí... el desayuno!
Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, lo menos hora y media antes que de costumbre, y una vez que hubo llamado tenía que pedir el desayuno, aunque no era hora.
"El amor aviva y anticipa el apetito — siguió diciéndose Augusto — . ¡Hay que vivir para amar! Sí, ¡y hay que amar para vivir!"
Se levantó a tomar el desayuno.
— ¿Qué tal tiempo hace, Domingo?
— Como siempre, señorito.
— Vamos, sí, ni bueno ni malo.
— ¡Eso!
Era la teoría del criado, quien también se las tenía.
Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo arregosto de vivir. Aunque melancólico.
Echóse a la calle, y muy pronto el corazón le tocó a rebato. "¡Calla — se dijo — , si yo la había visto, si yo la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen me es casi innata...! ¡Madre mía, ampárame!" Y al pasar junto a él, al cruzarse con él Eugenia, le saludó aún más con los ojos que con el sombrero.
Estuvo a punto de volverse para seguirla, pero venció el buen juicio y el deseo que tenía de charlar con la portera.
"Es ella, sí, es ella — siguió diciéndose — , es ella, es la misma, es la que yo buscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía prestablecida; somos dos mónadas complementaria una de otra. La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una molécula. ¡Qué poética es la ciencia, Dios mío! ¡Madre, madre mía, aquí tienes a tu hijo; aconséjame desde el cielo! ¡Eugenia, mi Eugenia...!"
Miró a todas partes por si le miraban, pues se sorprendió abrazando al aire. Y se dijo: "El amor es un éxtasis; nos saca de nosotros mismos".
Le volvió a la realidad — ¿a la realidad? — la sonrisa de Margarita.
— ¿Y qué, no hay novedad? — le preguntó Augusto.
— Ninguna, señorito. Todavía es muy pronto.
— ¿No le preguntó nada al entregársela?
— Nada.
— ¿Y hoy?
— Hoy sí. Me preguntó por sus señas de usted, y si le conocía, y quién era. Me dijo que el señorito no se había acordado de poner la dirección de su casa. Y luego me dio un encargo...
— ¿Un encargo? ¿Cuál? No vacile.
— Me dijo que si volvía por acá le dijese que estaba comprometida, que tiene novio.
— ¿Que tiene novio?
— Ya se lo dije yo, señorito.
— No importa, ¡lucharemos!
— Bueno, lucharemos.
— ¿Me promete usted su ayuda, Margarita?
— Claro que sí.
— ¡Pues venceremos!
Y se retiró. Fuése a la Alameda a refrescar sus emociones en la visión de verdura, a oir cantar a los pájaros sus amores. Su corazón verdecía y dentro de él cantábanle también como ruiseñores recuerdos alados de la infancia.
Era, sobre todo, el cielo de recuerdos de su madre derramando una lumbre derretida y dulce sobre todas sus demás memorias.
De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube sangrienta de ocaso. Sangrienta, porque siendo aún pequeñito lo vio bañado en sangre, de un vómito, y cadavérico. Y repercutía en su corazón, a tan larga distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa; aquel ¡hijo! que no se sabía si dirigido al padre moribundo o a él, a Augusto, empedernido de incomprensión ante el misterio de la muerte.
Poco después su madre, temblorosa de congoja, le apechugaba a su seno, y con una letanía de ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! le bautizaba en lágrimas de fuego. Y él lloró también, apretándose a su madre, y sin atreverse a volver la cara ni a apartarla de la dulce oscuridad de aquel regazo palpitante, por miedo a encontrarse con los ojos devoradores del Coco.
Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta que las lágrimas fueron yéndose hacia dentro y la casa fué derritiendo los negrores.
Era una casa dulce y tibia. La luz entraba por entre las blancas flores bordadas en los visillos. Las butacas abrían, con intimidad de abuelos hechos niños por los años, sus brazos. Allí estaba siempre el cenicero con la ceniza del último puro que apuró su padre. Y allí, en la pared, el retrato de ambos, del padre y de la madre, la viuda ya, hecho el día mismo en que se casaron. Él, que era alto, sentado, con una pierna cruzada sobre la otra, enseñando la lengüeta de la bota, y ella, que era bajita, de pie a su lado y apoyando la mano, una mano fina que no parecía hecha para agarrar, sino para posarse como paloma, en el hombro de su marido.
Su madre iba y venía sin hacer ruido, como un pajarillo, siempre de negro, con una sonrisa, que era el poso de las lágrimas de los primeros días de viudez, siempre en la boca y en torno de los ojos escudriñadores. "Tengo que vivir para ti, para ti solo — le decía por las noches, antes de acostarse — , Augusto." Y éste llevaba a sus sueños nocturnos un beso húmedo aún en lágrimas.
Como un sueño dulce se les iba la vida.
Por las noches le leía su madre algo, unas veces la vida del Santo, otras una novela de Julio Verne o algún cuento candoroso y sencillo. Y algunas veces hasta se reía, con una risa silenciosa y dulce que trascendía a lágrimas lejanas.
Luego entró al Instituto y por las noches era su madre quien le tomaba las lecciones. Y estudió para tomárselas. Estudió todos aquellos nombres raros de la historia universal, y solía decirle sonriendo: "Pero ¡cuántas barbaridades han podido hacer los hombres, Dios mío!" Estudió matemáticas, y en esto fue en lo que más sobresalió aquella dulce madre. "Si mi madre llega a dedicarse a las matemáticas..." — se decía Augusto. Y recordaba el interés con que seguía el desarrollo de una ecuación de segundo grado. Estudió psicología, y esto era lo que más se le resistía. "Pero ¡qué ganas de complicar las cosas!" — solía decir a esto. Estudió física y química e historia natural. De la historia natural lo que no le gustaba era aquellos motajos raros que se les da en ella a los animales y las plantas. La fisiología le causaba horror, y renunció a tomar sus lecciones a su hijo. Sólo con ver aquellas láminas que representaban el corazón o los pulmones al desnudo presentábasele la sanguinosa muerte de su marido. "Todo esto es muy feo, hijo mío — le decía — ; no estudies médico. Lo mejor es no saber cómo se tiene las cosas de dentro."
Cuando Augusto se hizo bachiller le tomó en brazos, le miró al bozo, y rompiendo en lágrimas exclamó: "¡Si viviese tu padre...!" Después le hizo sentarse sobre sus rodillas, de lo que él, un chicarrón ya, se sentía avergonzado, y así le tuvo, en silencio, mirando al cenicero de su difunto.
Y luego vino su carrera, sus amistades universitarias, y la melancolía de la pobre madre al ver que su hijo ensayaba las alas. "Yo para ti, yo para ti — solía decirle — , y tú, ¡quién sabe para qué otra!... Así es el mundo, hijo." El día en que se recibió de licenciado en derecho, su madre, al llegar él a casa, le tomó y besó la mano de una manera cómicamente grave, y luego, abrazándole, díjole al oído: "¡Tu padre te bendiga, hijo mío!"
Su madre jamás se acostaba hasta que él lo hubiese hecho, y le dejaba con un beso en la cama. No pudo, pues, nunca trasnochar. Y era su madre lo primero que veía al despertarse. Y en la mesa, de lo que él no comía, tampoco ella.
Salían a menudo juntos de paseo y así iban, en silencio, bajo el cielo, pensando ella en su difunto y él pensando en lo que primero pasaba a sus ojos. Y ella le decía siempre las mismas cosas, cosas cotidianas, muy antiguas y siempre nuevas. Muchas de ellas empezaban así: "Cuando te cases..."
Siempre que cruzaba con ellos alguna muchacha hermosa, o siquiera linda, su madre miraba a Augusto con el rabillo del ojo.
Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa, que entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño. Murió con su mano en la mano de su hijo, con sus ojos en los ojos de él. Sintió Augusto que la mano se enfriaba, sintió que los ojos se inmovilizaban. Soltó la mano después de haber dejado en su frialdad un beso cálido, y cerró los ojos. Se arrodilló junto al lecho y pasó sobre él la historia de aquellos años iguales.
Y ahora estaba aquí, en la Alameda, bajo el gorjear de los pájaros, pensando en Eugenia. Y Eugenia tenía novio. "Lo que temo, hijo mío — solía decirle su madre — , es cuando te encuentres con la primera espina en el camino de tu vida." ¡Si estuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta primera espina!
"Si viviera mi madre encontraría solución a esto — se dijo Augusto — , que no es, después de todo, más difícil que una ecuación de segundo grado. Y no es, en el fondo, más que una ecuación de segundo grado."
Unos débiles quejidos, como de un pobre animal, interrumpieron su soliloquio. Escudriñó con los ojos y acabó por descubrir, entre la verdura de un matorral, un pobre cachorrillo de perro que parecía buscar camino en tierra. "¡Pobrecillo! — se dijo — . Lo han dejado recién nacido a que muera; les faltó valor para matarlo." Y lo recojió.
El animalito buscaba el pecho de la madre. Augusto se levantó y volvióse a casa pensando: "Cuando lo sepa Eugenia, ¡mal golpe para mi rival! ¡Qué cariño le va a tomar al pobre animalito! Y es lindo, muy lindo. ¡Pobrecito, cómo me lame la mano...!"
— Trae leche, Domingo; pero tráela pronto — le dijo al criado no bien éste le hubo abierto la puerta.
— ¿Pero ahora se le ocurre comprar perro, señorito?
— No lo he comprado, Domingo; este perro no es esclavo, sino que es libre; lo he encontrado.
— Vamos, sí, es expósito.
— Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche.
Le trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión. Luego hizo Augusto que se le trajera un biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué.
Y Orfeo fué en adelante el confidente de sus soliloquios, el que recibió los secretos de su amor a Eugenia.
"Mira, Orfeo — le decía silenciosamente — , tenemos que luchar. ¿Qué me aconsejas que haga? Si te hubiese conocido mi madre... Pero ya verás, ya verás cuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo su mano tibia y dulce. Y ahora, ¿qué vamos a hacer, Orfeo?"
Fué melancólico el almuerzo de aquel día, melancólico el paseo, la partida de ajedrez melancólica y melancólico el sueño de aquella noche.
"Tengo que tomar alguna determinación — se decía Augusto paseándose frente a la casa número 58 de la Avenida de la Alameda — ; esto no puede seguir así."
En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de desesperación: "¡Ay, mi Pichín!" Augusto se precipitó a recojer la jaula. El pobre canario revoloteaba dentro de ella despavorido.
Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le esperaba.
— ¡Oh, gracias, gracias, caballero!
— Las gracias a usted, señora.
— ¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero?
— Con mucho gusto, señora.
Y entró Augusto.
Llevólo la señora a la sala, y diciéndole: "Aguarde un poco, que voy a dejar a mi Pichín", le dejó solo.
En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras:
— (Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llegará pronto merced al esperanto?)
Augusto pensó en la huída, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en esperanto también.
Augusto se decidió por fin.
— No le entiendo a usted una palabra, caballero.
— De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto — dijo la tía, que a este punto entraba. — Y añadió dirigiéndose a su marido: — Fermín, este señor es el del canario.
— Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto — le contestó su marido.
— Este señor ha recojido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y usted — añadió volviéndose a Augusto — ¿quién es?
— Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso conocería.
— ¿De doña Soledad?
— Exacto; de doña Soledad.
— Y mucho que conocí a la buena señora. Fué una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por ello.
— Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes.
— ¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente?
— Para mí, sí.
— Gracias, caballero — dijo don Fermín, agregando: — Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas...
— Cállate con tu estribillo, hombre — exclamó la tía — . ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en socorro de mi Pichín?
— Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa.
— ¿Esta casa?
— Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora.
— Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canarios providenciales.
— ¿Quién conoce los caminos de la Providencia? — dijo don Fermín.
— Yo los conozco, hombre, yo — exclamó su señora — ; y volviéndose a Augusto: Tiene usted abiertas las puertas de esta casa... Pues ¡no faltaba más! Al hijo de doña Soledad... Así como así, va usted a ayudarme a quitar a esa chiquilla un caprichito que se le ha metido en la cabeza...
— ¿Y la libertad? — insinuó don Fermín.
— Cállate tú, hombre, y quédate con tu anarquismo.
— ¿Anarquismo? — exclamó Augusto.
Irradió de gozo el rostro de don Fermín, y añadió con la más dulce de sus voces:
— Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista místico, pero en teoría, entiéndase bien, en teoría. No tema usted, amigo — y al decir esto le puso amablemente la mano sobre la rodilla — , no echo bombas. Mi anarquismo es puramente espiritual. Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre casi todas las cosas...
— Y usted ¿no es anarquista también? — preguntó Augusto a la tía, por decir algo.
— ¿Yo? Eso es un disparate, eso de que no mande nadie. Si no manda nadie, ¿quién va a obedecer? ¿No comprende usted que eso es imposible?
— Hombres de poca fe, que llamáis imposible... — empezó don Fermín.
Y la tía interrumpiéndole:
— Pues bien, mi señor don Augusto, pacto cerrado. Usted me parece un excelente sujeto, bien educado, de buena familia, con una renta más que regular... Nada, nada, desde hoy es usted mi candidato.
— Tanto honor, señora...
— Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mozuela. Ella no es mala, sabe usted, pero caprichosa. Luego, ¡fué criada con tanto mimo!... Cuando sobrevino aquella terrible catástrofe de mi pobre hermano...
— ¿Catástrofe? — preguntó Augusto.
— Sí, y como la cosa es pública no debo yo ocultársela a usted. El padre de Eugenia se suicidó después de una operación bursátil desgraciadísima y dejándola casi en la miseria. Le quedó una casa, pero gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas. Y la pobre chica se ha empeñado en ir ahorrando de su trabajo hasta reunir con que levantar la hipoteca. Figúrese usted, ¡ni aunque se esté dando lecciones de piano sesenta años!
Augusto concibió al punto un propósito generoso y heroico.
— La chica no es mala — prosiguió la tía — , pero no hay modo de entenderla.
— Si aprendierais esperanto... — empezó don Fermín.
— Déjanos de lenguas universales. ¿Conque no nos entendemos en las nuestras y vas a traer otra?
— Pero ¿usted no cree, señora — le preguntó Augusto — , que sería bueno que no hubiese sino una sola lengua?
— ¡Eso, eso! — exclamó alborozado don Fermín.
— Sí, señor — dijo con firmeza la tía — ; una sola lengua: el castellano, y a lo sumo el bable para hablar con las criadas que no son racionales.
La tía de Eugenia era asturiana y tenía una criada, asturiana también, a la que reñía en bable.
— Ahora, si es en teoría — añadió — , no me parece mal que haya una sola lengua. Porque este mi marido, en teoría, es hasta enemigo del matrimonio...
— Señores — dijo Augusto levantándose — , estoy acaso molestando...
— Usted no molesta nunca, caballero — le respondió la tía — , y queda comprometido a volver por esta casa. Ya lo sabe usted, es usted mi candidato.
Al salir se le acercó un momento don Fermín y le dijo al oído: "¡No piense usted en eso!" "¿Y por qué no?" — le preguntó Augusto. "Hay presentimientos, caballero, hay presentimientos..."
Al despedirse, las últimas palabras de la tía fueron: "Ya lo sabe, es mi candidato".
Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras palabras de su tía al verla fueron:
— ¿Sabes, Eugenia, quién ha estado aquí? Don Augusto Pérez.
— Augusto Pérez... Augusto Pérez... ¡Ah, sí! Y ¿quién le ha traído?
— Pichín, mi canario.
— Y ¿a qué ha venido?
— ¡Vaya una pregunta! Tras de ti.
— ¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no lo entiendo. Valiera más que hablases en esperanto, como tío Fermín.
— Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, apuesto, bien educado, fino, y sobre todo rico, chica, sobre todo rico.
— Pues que se quede con su riqueza, que si yo trabajo no es para venderme.
— Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla?
— Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas.
— Tú le verás, chiquilla, tú le verás e irás cambiando de ideas.
— Lo que es eso...
— Nadie puede decir de esta agua no beberé.
— ¡Son misteriosos los caminos de la Providencia! — exclamó don Fermín — . Dios...
— Pero, hombre — le arguyó su mujer — , ¿cómo se compadece eso de Dios con el anarquismo? Ya te lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios?
— Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es un anarquismo místico. Dios no manda como mandan los hombres. Dios es también anarquista, Dios no manda, sino...
— Obedece, ¿no es eso?
— Tú lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios mismo te ha iluminado. ¡Ven acá!
Cojió a su mujer, le miró en la frente, soplóle en ella, sobre unos rizos de blancos cabellos, y añadió:
— Te inspiró Él mismo. Sí, Dios obedece... obedece...
— Sí, en teoría, ¿no es eso? Y tú, Eugenita, déjate de bobadas, que se te presenta un gran partido.
— También yo soy anarquista, tía, pero no como tío Fermín, no mística.
— ¡Bueno, se verá! — terminó la tía.
"¡Ay, Orfeo! — decía ya en su casa Augusto, dándole la leche a aquél — . ¡Ay, Orfeo! Di el gran paso, el paso decisivo; entré en su hogar, entré en el santuario. ¿Sabes lo que es dar un paso decisivo? Los vientos de la fortuna nos empujan y nuestros pasos son decisivos todos. ¿Nuestros? ¿Son nuestros esos pasos? Caminamos, Orfeo mío, por una selva enmarañada y bravía, sin senderos. El sendero nos lo hacemos con los pies según caminamos a la ventura. Hay quien cree seguir una estrella; yo creo seguir una doble estrella, melliza. Y esa estrella no es sino la proyección misma del sendero al cielo, la proyección del azar.
"¡Un paso decisivo! Y dime, Orfeo, ¿qué necesidad hay de que haya ni Dios ni mundo ni nada? ¿Por qué ha de haber algo? ¿No te parece que esa idea de la necesidad no es sino la forma suprema que el azar toma en nuestra mente?
"¿De dónde ha brotado Eugenia? ¿Es ella una creación mía o soy creación suya yo? ¿o somos los dos creaciones mutuas, ella de mí y yo de ella? ¿No es acaso todo creación de cada cosa y cada cosa creación de todo? Y ¿qué es creación? ¿qué eres tú, Orfeo? ¿qué soy yo?
"Muchas veces se me ha ocurrido pensar, Orfeo, que yo no soy, e iba por la calle antojándoseme que los demás no me veían. Y otras veces he fantaseado que no me veían como me veía yo, y que mientras yo me creía ir formalmente, con toda compostura, estaba, sin saberlo, haciendo el payaso, y los demás riéndose y burlándose de mí. ¿No te ha ocurrido alguna vez a ti esto, Orfeo? Aunque no, porque tú eres joven todavía y no tienes experiencia de la vida. Y además eres perro.
"Pero, dime, Orfeo, ¿no se os ocurrirá alguna vez a los perros creeros hombres, así como ha habido hombres que se han creído perros?
"¡Qué vida ésta, Orfeo, qué vida, sobre todo desde que murió mi madre! Cada hora me llega empujada por las horas que le precedieron; no he conocido el porvenir. Y ahora que empiezo a vislumbrarlo me parece se me va a convertir en pasado. Eugenia es ya casi un recuerdo para mí. Estos días que pasan... este día, este eterno día que pasa... deslizándose en niebla de aburrimiento. Hoy como ayer, mañana como hoy. Mira, Orfeo, mira la ceniza que dejó mi padre en aquel cenicero...
"Esta es la revelación de la eternidad, Orfeo, de la terrible eternidad. Cuando el hombre se queda a solas y cierra los ojos al porvenir, al ensueño, se le revela el abismo pavoroso de la eternidad. La eternidad no es porvenir. Cuando morimos nos da la muerte media vuelta en nuestra órbita y emprendemos la marcha hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo que fué. Y así, sin término, devanando la madeja de nuestro destino, deshaciendo todo el infinito que en una eternidad nos ha hecho, caminando a la nada, sin llegar nunca a ella, pues que ella nunca fué.
"Por debajo de esta corriente de nuestra existencia, por dentro de ella, hay otra corriente en sentido contrario; aquí vamos del ayer al mañana, allí se va del mañana al ayer. Se teje y se desteje a un tiempo. Y de vez en cuando nos llegan hálitos, vahos y hasta rumores misteriosos de ese otro mundo, de ese interior de nuestro mundo. Las entrañas de la historia son una contrahistoria, es un proceso inverso al que ella sigue. El río subterráneo va del mar a la fuente.
"Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia. Me brillan con el resplandor de las lágrimas de mi madre. Y me hacen creer que existo, ¡dulce ilusión! Amo, ergo sum! Este amor, Orfeo, es como lluvia bienhechora en que se deshace y concreta la niebla de la existencia. Gracias al amor siento al alma de bulto, la toco. Empieza a dolerme en su cogollo mismo el alma, gracias al amor, Orfeo. Y el alma misma ¿qué es sino amor, sino dolor encarnado?
"Vienen los días y van los días y el amor queda. Allá dentro, muy dentro, en las entrañas de las cosas se rozan y friegan la corriente de este mundo con la contraria corriente del otro, y de este roce y friega viene el más triste y el más dulce de los dolores: el de vivir.