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Barbara Hannay

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Beschreibung

Claire y Adam Townsend habían hecho todo lo posible para conseguir tener un hijo, pero nada había funcionado. De repente un día apareció en su puerta un recién nacido... Claire estaba emocionada con la sorprendente llegada del pequeño, pero a Adam le preocupaban las misteriosas circunstancias en las que esa llegada había ocurrido y creía que debían averiguar quiénes eran los verdaderos padres del niño antes de adoptarlo como si fuera suyo...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Barbara Hannay

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

No dudes nunca, n.º 1736 - marzo 2015

Título original: Their Doorstep Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6077-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Principios de diciembre, Sidney

 

Adam Townsend sabía que algo iba mal. Muy mal. En cuanto oyó sus pasos, lo supo. Levantó la vista y la vio completamente pálida.

Tenía incluso los labios blancos y los ojos, llorosos. Estaba apoyada en el marco de la puerta, como para no caerse. ¿Qué sucedía? Parecía enferma… frágil como una muñeca de porcelana.

–Claire, ¿qué pasa? –preguntó Adam levantándose sin hacer caso a las protestas de sus sobrinos, con los que estaba jugando–. ¿Qué sucede?

–Creo que he cometido un error espantoso –susurró ella. Adam sintió pánico.

¿Había llegado el momento que llevaba semanas temiendo? ¿La creciente infelicidad de su mujer la había llevado a decir algo de lo que se arrepentiría o a hacer algo de lo que ambos se arrepentirían?

–¿Qué error?

Claire no podía hablar. Sacudió la cabeza y desapareció tan rápido como había aparecido.

–Quedaos aquí –dijo Adam a los tres niños.

Siguió a su mujer hasta la cocina de la cabaña de su hermano Jim.

Jim y su mujer, María, estaban allí, tan preocupados como Claire. María estaba abrazada a su marido, tapándose la boca con una mano mientras con la otra sostenía un papel.

Adam se dio cuenta inmediatamente de que era un cheque y tuvo la horrible corazonada de saber qué había sucedido.

–El bebé –dijo María–. Claire nos ha dado un cheque para Rosa.

Jim gruñó, agarró el cheque y se lo puso a Adam delante de las narices. Adam tragó saliva al ver tantos ceros seguidos. Miró a Claire.

–¿Quieres darle todo eso al bebé?

–Sí –contestó Claire sin mirarlo a los ojos. Estaba claro por qué. No le había consultado su decisión y siempre lo hablaban todo. Por su cuenta y riesgo, les había dado un cheque para su quinta hija.

–Quería echarles una mano –continuó agobiada.

–Quítate la careta, hermanita –intervino Jim–. No ha sido solo para ayudar. Cuéntale a Adam todo.

A Claire le tembló el mentón y las lágrimas empezaron a caerle por las mejillas.

–Es… es como un cambio.

«¡Cielo santo! Cariño, no me creo que hayas hecho esto», pensó Adam.

–A cambio de Rosa –dijo María llorando desconsoladamente.

–¡Es de locos! –gritó Jim–. ¡Quiere comprarnos a nuestra hija!

–Quería ayudaros… –se defendió Claire. Miró a Adam–. Lo siento –murmuró.

Adam sacudió la cabeza. Aquel desastre había tenido lugar en diez minutos escasos. No sabía cómo tomárselo. Nunca se había sentido tan mal. Por una parte, quería abrazar a su mujer para consolarla, pero, por otra, se merecía una buena reprimenda.

Sabía que Claire no podía más, pero había ido demasiado lejos.

–¿Cómo has podido proponernos llevarte a nuestra hija? –preguntó Jim.

María seguía llorando.

–Porque pensé que vosotros lo vais a pasar mal para sacar adelante a tantos niños y yo… nosotros… le podríamos dar un buen hogar.

–Os debéis de creer que estamos en las últimas porque no comemos caviar ni salmón ahumado ni nos vamos de vacaciones a Europa cuando se nos antoja.

Se acercó a su mujer, la abrazó con fuerza y le dio un sonoro beso en la frente.

Adam se sintió mal por no haber hecho lo mismo con su mujer. Aunque su acción hubiera estado mal, entendía perfectamente por qué lo había hecho.

«¿Por qué no me lo habrá dicho primero?»

Claire estaba junto a la puerta de la cocina con una expresión infinita de tristeza, desesperación y culpabilidad. Seguía sin mirarlo.

De repente, levantó la mirada y contestó a su hermano.

–Sería capaz de sacrificar cualquier lujo, cualquier viaje a Europa por un bebé. Sabes lo mucho que deseo tener un hijo.

Jim suspiró.

–Sí, Claire, sé lo mal que lo estás pasando, pero esto… –contestó enarbolando el cheque–. Esto es una locura, aparte de ilegal, claro.

A continuación, rompió el cheque lentamente, cruzó la cocina y lo tiró a la basura.

Claire gritó de dolor y miró a Adam.

–No quería hacer daño a nadie –sollozó mientras iba hacia él–. Lo siento, lo siento mucho. Qué lío he armado.

«Yo también soy culpable. Estaba muy claro y no lo he visto venir», pensó Adam mientras la abrazaba con fuerza.

 

 

Cinco semanas antes, 11.200 metros sobre el Océano Índico

 

Claire quería besarlo. Ya mismo.

No era el mejor momento, rodeados de los demás pasajeros de primera de aquel vuelo Sidney-Roma, pero quedaban muchas horas, demasiadas para tener fantasías con aquel hombre tan guapo que tenía sentado a su lado.

Suspiró y observó su bronceado. Estaba dormido y se le había ladeado la cabeza, con lo que sus labios estaban peligrosamente cerca de ella.

Se quedó mirándole fijamente la boca, tan sensual, se acercó un poco más y sintió un tremendo calor en su interior. Se moría por despertar a aquel hombre con un cálido beso.

No, mejor con un beso apasionado y fuerte.

Mientras lo miraba, su mente se dedicó a divagar. Imaginó su barba de tres días en la mejilla, la caricia de su pelo y la sensación de hundir la lengua en aquel hoyito que tenía en la barbilla.

Tal vez, si se concentrara, consiguiera que aquella magnífica criatura le leyera el pensamiento. Tal vez, percibiera su interés y la tomara entre sus brazos.

A la porra con los demás pasajeros.

Como si la hubiera oído, él abrió los ojos y le sonrió. Claire no pudo evitar echarse un poco más hacia delante y perderse en la profundidad de sus ojos azules.

–Hola –saludó él sin apartarse.

–Hola.

Sus ojos, rodeados de atractivas líneas de expresión, eran todavía más bonitos que su boca. Claire se estremeció de placer mientras se miraban.

Con un poco de suerte, su vecino de asiento, además de guapo sería intuitivo, y la besaría en menos de treinta segundos.

Notó como si le ardiera la cara y la respiración se le aceleró.

«Si no me besa…»

Los dioses estaban de su lado. El hombre se acercó y le agarró la cara entre las manos.

«Gracias a Dios…»

El hombre sonrió mientras la observaba.

–¿Estás siempre así de guapa… por la tarde? –le preguntó consultando el reloj.

–Por supuesto –contestó ella en un hilo de voz–, pero estoy todavía mejor por la mañana.

–Qué interesante.

La besó. ¡Y cómo besaba! Sus labios eran tiernos… y juguetones. Su boca era atormentadora y… qué beso tan lento… Claire sintió que se ahogaba… estaba mareada… cuánto lo había deseado.

–¿El señor y la señora Townsend?

Claire y Adam se separaron. Junto a ellos había una azafata con unas copas de champán.

–¿Quieren celebrarlo? Estamos a punto de cruzar el Ecuador.

–¿Champán? ¿Por qué no? –dijo Claire.

–Por mi audaz e irresistible mujer –brindó Adam cuando la azafata se hubo ido–. Felices vacaciones.

–Felices vacaciones –contestó Claire con dulzura.

–Estabas fingiendo que no nos conocíamos, ¿verdad? –le preguntó Adam al oído.

–Te recuerdo que tú me has preguntado si estaba siempre tan guapa por las tardes, así que también has participado.

–¡Por supuesto! Me encanta –sonrió–. Espero que estas vacaciones nos den para hacer realidad todas tus fantasías.

Y la volvió a besar.

Claire sonrió y dio un trago al champán. Era una mujer con suerte. Ocho años de matrimonio con un hombre de lo más guapo y sensual. Qué suerte tenían de que su matrimonio fuera tan especial, una relación de igual a igual divertidísima.

Eran apasionados amantes, amigos del alma, buenos compañeros de viaje, socios de Nardoo, su finca ganadera… su relación era perfecta en todo.

Bueno, en casi todo.

De repente, allí estaba de nuevo aquel pensamiento negativo, como siempre. Claire dejó la copa en la bandeja y comprobó que le temblaba la mano.

Cerró los ojos e intentó bloquear aquella espantosa tristeza. «Ahora, no». No quería que pasara en ese momento. Adam y ella estaban comenzando unas vacaciones muy especiales.

«Esta vez, sí que sí. Esta vez sí que me quedo embarazada. Cuando volvamos, estaré embarazada», se repitió por enésima vez en los últimos días. Y, una vez más, se prometió que no iba a permitir que aquellos pensamientos negativos le estropearan las vacaciones.

Seguro que las semanas que tenían por delante los ayudarían…

Seguro que aquel mes… aquella vez…

–¿Estás bien? –preguntó Adam.

Claire asintió sin atreverse a mirarlo porque temía que se le saltaran las lágrimas. «¡Tengo que pensar en otra cosa! ¡Vamos! ¡No fastidies el viaje!»

Se echó hacia delante y sacó el libro de misterio que estaba leyendo. Con un poco de suerte, aquello la distraería.

Tomó un buen trago de champán y comenzó a leer.

 

 

Adam, de pie en el balcón de la suite, miró la maravillosa ciudad que tenía ante sí. Roma de noche era increíble.

Estiró los brazos y movió los hombros para intentar liberar la tensión acumulada después del largo viaje. A sus espaldas, oyó a Claire meterse en el baño de aceites esenciales.

Sonrió y decidió unirse a ella. De repente, cambió de parecer. ¿No se estaría haciendo Claire demasiadas ilusiones con aquel viaje? Adam sospechaba que el único objetivo de su mujer durante aquellas vacaciones era quedarse embarazada.

¿Y si no sucedía?

Suspiró. El médico no les había dado muchas esperanzas y a Adam cada vez le costaba más consolarla.

La quería mucho.

¿Cómo no la iba a querer si era un amor de mujer? Tenían importantes puntos en común, como la pasión al hacer el amor y un gran interés en Nardoo.

Y lo más importante era que era su mejor amiga. ¡Era una mujer muy divertida!

En ocho años, su relación no había hecho más que afianzarse. Sin embargo, últimamente, Adam tenía miedo de que Claire no lo quisiera tanto como él a ella por el tema del bebé. Se dijo que aquello era imposible. Sabía que lo quería. Se lo demostraba constantemente. No obstante, su deseo de quedarse embarazada estaba llegando a límites insospechados.

Él también quería tener un hijo. Tras la muerte de sus padres en un accidente aéreo, pensó en tener descendencia para que Nardoo se quedara en la familia.

Cuando las posibilidades se fueron haciendo cada vez más inciertas, lo asumió y aprendió a vivir con ello. No había tirado la toalla, pero sabía que le bastaba tener a Claire para ser feliz.

Ella no parecía pensar lo mismo. Quedarse embarazada se había convertido en una obsesión.

En ese momento, oyó la puerta del baño y apareció Claire, envuelta en una gran toalla color cereza y con el pelo recogido con una pinza. No tenía ni rastro de maquillaje y estaba realmente guapa.

Le acarició la mejilla con ternura.

–¿Estás cansado?

–Sí, un poco –contestó Adam besándole la mano.

–Los vuelos largos son terribles, ¿verdad? –dijo Claire sonriendo sensualmente–. Es una pena que estés cansado –añadió deslizando la mano desde la mandíbula hasta el cuello abierto de la camisa.

Adam vio un brillo especial en sus ojos marrón chocolate. El mensaje estaba claro.

Se sintió invadir por el deseo.

–¿He dicho que estaba cansado? –bromeó–. No, no estoy cansado en absoluto, pero me gustaría darme una ducha.

–Puedes dejarlo para luego.

Adam se echó hacia delante riendo, pero Claire se escabulló.

–¡Eh, un momento! –sonrió.

Se quitó la pinza del pelo y se sacudió la melena rubia. Tiró la pinza, se puso las manos en las caderas y echó el cuerpo hacia delante para resaltar sus pechos.

Adam sintió que se derretía por dentro al ver cómo el nudo de la toalla se deshacía y esta caía al suelo.

–Ah… ahora estoy mucho mejor –murmuró Claire.

Adam fue hacia ella y, aquella vez, Claire no se resistió. Le agarró las nalgas apasionadamente y la empujó contra su erección.

–Dentro de un rato sí que vas a estar bien –contestó Adam.

Claire le desabrochó la camisa.

–Sí, en cuanto te quites esto.

–Vaya, vaya, tengo una mujer de lo más desvergonzada –susurró Adam mientras aspiraba su aroma a sándalo y flores.

–Y te encanta, ¿verdad?

–Por supuesto.

Adam la llevó a la enorme cama que tenían detrás y la empujó, provocando que Claire emitiera un gritito de sorpresa al caer sobre el colchón.

Adam se quitó la camisa rápidamente y sonrió mientras la miraba. Ocho años con ella y no se cansaba de mirarla.

Mientras se desabrochaba el cinturón, sin dejar de mirarla, sintió que el deseo era irreprimible.

–¿Sigo estando guapa por las noches? –preguntó con voz ronca.

Adam observó aquellos pechos, su cintura estrecha, sus caderas redondeadas y sus larguísimas piernas.

–Sabes que sí –contestó Adam también con voz ronca–. Por las mañanas, estás muy bien; por las tardes, estás mucho mejor y, por las noches, estás tan bien que no puedo ni pensar con claridad.

–Pues deja de pensar –le ordenó Claire paseando la mirada por su cuerpo–. Tú sí que estás bien y eres todo mío.

Adam la besó con pasión.

–Tienes razón, pequeña, soy todo tuyo.

–Me encanta.

Se volvieron a besar y ya no pararon de acariciarse y de saciarse como viejos amantes que eran.

–Oh, Adam, hazme el amor –suplicó Claire con los ojos medio cerrados–. Te necesito.

Ante aquella orden tan dulce, Adam obedeció y se olvidó de sus dudas.

Capítulo 2

 

Le he puesto una vela a San Antonio –dijo Claire al llegar al café.

Llevaban tres semanas en Europa, yendo a seminarios y conferencias. Habían recorrido el norte de Italia y aquel día estaban en Padua antes de tomar un tren para Florida.

–¿Y por qué a San Antonio, en especial? –le preguntó Adam mientras el camarero les servía un café y una porción de pizza.

–Porque he leído en un folleto que muchas parejas que no pueden tener hijos le confían su suerte. Suelen venir a esta iglesia de Padua en particular –contestó agarrándolo del brazo–. Dicen que ha hecho varios milagros. Tendrías que haber venido conmigo.

Adam prefirió no contestar. Dio un largo trago al café, que estaba hirviendo. Las vacaciones habían sido maravillosas, pero Claire no se había relajado ni un instante, como le había aconsejado el médico, que le había dicho que se olvidara del tema del bebé si se quería quedar embarazada porque obsesionarse era lo peor.

Sin embargo, Claire estaba más obsesionada que nunca. Si no estaba poniendo velas en las iglesias, estaba comprando cosas para su cuñada María y sus hijos.

Se pasaba horas eligiendo ropa y juguetes que le hubiera gustado comprarle a su hijo si lo tuviera.