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Días de amor en París La había seguido hasta París... para pedirle que se casara con él. Cuando la sexy Camille Devereaux y el guapísimo ranchero australiano Jonno Rivers se conocieron la pasión surgió al instante. El que sus vidas fueran tan diferentes no podía cambiar el hecho de que ambos se encontraran irresistibles el uno al otro. Pero Camille no tardó en sentirse aterrada por el vértigo de comenzar una nueva relación y decidió huir a París. El problema era que Jonno no estaba dispuesto a darse por vencido, más bien al contrario, había decidido hacer todo lo que fuera necesario para convencer a Camille de que aceptara su proposición. Vidas distintas ¿Podría una sofisticada chica de ciudad convertirse en una novia de Texas? Carly Kirkwood había acudido a Texas en busca de tranquilidad, pero en cuanto conoció a su profesor de equitación, empezó a no poder dormir por las noches. Zane Roan Eagle no se parecía a ningún hombre que ella hubiera conocido, y provocaba en ella sensaciones que tampoco conocía. No tardaron mucho en pasarse los días lanzándose miradas de pasión, y las noches dando rienda suelta a esa pasión. Y, aunque Carly siempre estuvo convencida de que Los Ángeles era su ciudad, el mero hecho de pensar en separarse de Zane hacía que se le desgarrara el corazón. El hombre más adecuado El hombre adecuado había aparecido en el momento equivocado... Colette Carson no necesitaba a ningún hombre, pero lo que más deseaba en el mundo era tener un hijo. Así que se dirigió al banco de semen de la ciudad dispuesta a hacer realidad su sueño. Fue entonces cuando apareció el guapísimo ranchero Tanner Rothman y puso su mundo del revés. Colette no dejaba de repetirse que el recién llegado reunía todo lo que no quería en un hombre, y sin embargo no podía negar la increíble atracción que sentía por él. Detrás de su arrogancia, Tanner escondía una personalidad sensible... y muy seductora. Cuando por fin cayó rendida a sus pies, Colette tuvo que enfrentarse a otro problema. ¿Seguiría queriéndola Tanner cuando se enterara de que estaba embarazada de otro hombre?
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Seitenzahl: 496
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 578 - octubre 2024
© 2003 Barbara Hannay
Días de amor en París
Título original: A Parisian Proposition
© 2003 Madeline Baker
Vidas distintas
Título original: West Texas Bride
© 2003 Carla Bracale
El hombre más adecuado
Título original: What if I’m Pregnant...?
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1062-961-5
Créditos
Días de amor en París
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Vidas distintas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
El hombre más adecuado
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Eh, Jonno! Una mujer pregunta por ti.
Jonathan Rivers miró de reojo el embarrado callejón que conducía al patio en el que vendían el ganado y vio a una mujer vestida con un traje de chaqueta claro y tacones altos en el lugar en el que el cemento del camino se convertía en lodo.
Tuvo que contener una maldición.
–¡Oh, no! ¿No será otra cazafortunas?
–Creo que sí –le contestó Andy Bowen, su capataz–, pero esta es muy diferente de las otras. Fíjate en ella.
Jonno dejó escapar un suspiro con un gesto de escepticismo.
–Esperaba no tener que volver a pasar por esto.
–Al menos esta tiene clase –dijo Andy riendo–. Y me da la impresión de que es tan testaruda como tú. Sexy, con clase y testaruda. A lo mejor es tu día de suerte.
–Ya que tanto te ha gustado, ve tú a ver qué quiere.
Andy guiñó un ojo.
–He hablado con ella y sé exactamente lo que quiere. Te quiere a ti –dijo levantando la voz por encima de la del subastador que estaba en el establo de al lado.
A regañadientes, Jonno volvió a mirar a la mujer. La figura de aquella urbanita de ropa sofisticada contrastaba con aquella ruda gente de campo con su ganado. Su abundante melena oscura, sus ojos oscuros y sus labios oscuros resaltaban en la palidez de su piel. Su delgadez quedaba compensada por un porte orgulloso que reflejaba una gran fuerza interior.
«Te quiere a ti».
–No estoy disponible –dijo finalmente con sequedad.
–Claro que lo estás. Has vendido la mayor parte de tu ganado. Yo me encargo de este último grupo. Ve, Jonno. No puedes hacer esperar a una dama como esa en un lugar como este.
La mujer seguía mirándolo fijamente y Jonno pensó que ella se habría dado cuenta de que Andy le había transmitido su mensaje. Suspiró.
–A estas alturas se me debería ya dar bien mi discurso de rechazo.
En los últimos meses, desde que apareciera en una revista femenina un artículo sobre él, había perdido la cuenta de mujeres que lo perseguían: Rubias, morenas, pelirrojas y de todos los colores. Mayores y jóvenes. Guapas y feas. Prudentes, descaradas, educadas, groseras…
Y a todas las había despachado con viento fresco.
Fue chapoteando con sus grandes botas hasta donde estaba aquella nueva candidata. Las últimas lluvias y las pisadas de miles de reses habían convertido el suelo en un cenagal.
La mujer, con un traje de lana beige, medias claras y tacones altos miraba a su alrededor desde el final del camino asfaltado.
Sin darse cuenta, Jonno comenzó a andar con más cuidado para no salpicarla. Pero sólo a eso llegó su amabilidad. Ni siquiera sonrió.
–¿Me buscabas?
–Sí –dijo ella sonriendo con cautela y extendiendo la mano.
Tenía un lunar justo encima del labio superior del que Jonno no pudo apartar la mirada
–Hola, soy Camille Devereaux.
Tenía el pelo rizado y brillante, del color del chocolate negro. Sus ojos y pestañas eran también más negros que castaños. Su nariz y su barbilla le daban un aire elegante. Jonno pensó que el nombre francés le iba muy bien.
Se estrecharon la mano. Ella lo observó llena de curiosidad, con una desconcertante familiaridad, sin ninguna timidez. Por unos instantes, Jonathan sintió el sensual olor de su perfume. La mano de ella parecía muy suave comparada con sus propias manos rudas y encallecidas. Se las metió en el bolsillo. Tenía que admitir que Andy tenía razón. Era muy distinta de las otras.
Tenía el encanto de una exótica extranjera. Muy mediterránea. Tremendamente sexy.
Su error fue permitir que sus miradas se encontraran; aunque sólo fueron unos segundos…
Nunca antes había tenido como entonces la certeza de que él y una desconocida habían reaccionado de forma idéntica al conocerse, que los dos habían sentido un vuelco en su interior, un escalofrío.
–Mira –dijo él reaccionando con rapidez–, no puedo ayudarte. Ha sido todo un error. La revista se equivocó. No estoy buscando a nadie con quien salir y menos una esposa. Siento decepcionarte.
Aunque pareciera diferente a las otras, seguro que buscaba lo mismo.
–No, no te vayas –gritó ella con fuerza–. No tengo ninguna intención de salir o de casarme contigo…
Al oír sus gritos, un grupo de ganaderos que estaban junto a un cercado viendo unas vaquillas, los miraron se echaron a reír.
–¿Otra? –dijo uno– ¿Cuántas van ya?
Rechinando los dientes de rabia, Jonathan no contestó y siguió avanzando.
–¡Jonno! ¡Señor Rivers! Tenemos que hablar.
Su voz sonaba desesperada, pero él no se volvió. No tenía nada más que decir. No pensaba hablar más con aquella desconocida y ser objeto de los cotilleos y las risas de todo Mullinjim por un mes.
Camille lo achacó a la falta de café.
Por eso se había bloqueado. Nunca antes le había pasado. Había sido muy poco profesional. No tenía nada que ver con haber conocido a Jonathan Rivers en carne y hueso, después de haber estado intentando contactar con él durante semanas. Era el síndrome de abstinencia de la cafeína lo que la había dejado temblorosa, sin capacidad de reacción y respuesta. No Jonno.
Eso y el barro la habían impedido perseguir a aquel obstinado vaquero y a obligarle a escucharla. Una curtida periodista no debía haberle dejado irse de esa manera antes de poder explicarle nada. O de preguntarle nada. Bueno, quizás «curtida» era mucho decir, pero era eficiente y tenía experiencia.
Y sin embargo, se había quedado parada como una niñata viéndolo alejarse sin poder sacarle ni una de sus razones para no participar en «Objetivo Solteros».
La forma en que la había mirado le había resultado tan irreal… Sacudió la cabeza. Había perdido el control de la situación. Conocer a Jonno le había desbaratado nervios. Y eso que lo conocía por foto y estaba preparada para el intenso magnetismo de sus ojos, sus pómulos magníficamente delineados y su boca tentadora con esa media sonrisa de conquistador…
Era esa sonrisa pícara lo que la había impresionado de Jonno Rivers. Bueno, para ser sincera, también sus enormes hombros, y la manera asombrosa en la que sus vaqueros caídos se ajustaban a su cuerpo.
Para el equipo de la revista Girl Talk, incluir a Jonathan Rivers en su lista de «Solteros más codiciados de Australia» había sido una decisión muy fácil. La foto que él había remitido para la elección les pareció tan buena que no creyeron necesario enviar a un fotógrafo profesional.
Y ese había sido el primer gran error de Girl Talk. Si hubieran enviado a alguien desde el principio, Camille no habría tenido que hacer ese enojoso viaje.
El segundo error había sido suyo. Cuando la pusieron a cargo del «Objetivo Solteros» había cometido un grave error de juicio. Después de elegir varios solteros de todas las profesiones y condiciones sociales, se había encargado de los que le parecieron más conflictivos: un influyente abogado de Perth, el dueño de una empresa de construcción de Sydney y un alto ejecutivo de Melbourne.
Los candidatos de menos nivel se los habían encargado a periodistas con menos experiencia: el guía turístico de Tasmania, el cazador de cocodrilos del Territorio del Norte… o Jonno, el granjero de Queensland
Se acababa de enterar de que el granjero no seguía el juego. Por eso había tenido que viajar de Sydney a North Queensland para buscar la raíz del problema y, después de algunas pistas falsas, lo había localizado. Y lo había dejado escapar.
Pero si Jonno Rivers se pensaba que se iba a rendir tan fácilmente, estaba muy equivocado.
Tenía que decirle que no se podía echar atrás. No le iba a permitir que echara por tierra el esfuerzo de la revista y que pusiera en peligro su trabajo.
No había contestado las llamadas, ni los e-mail, ni los fax, ni las cartas, y hasta había puesto candados a la verja de su propiedad, Edenvale. Después de conducir por carreteras enlodadas con su pequeño coche alquilado, que rozaba el suelo con el fondo con cada bache, se había encontrado las puertas cerradas.
Pero ningún cerrojo ni cadena la había detenido. Tampoco la había desanimado que el hermano de Jonno, Gabe, se hubiera negado a ayudarla a acceder a la finca por helicóptero. Y ahora que había conseguido acercarse a él en aquella subasta, no iba a permitir que un poco de barro la detuviera. Pensaba ponerse las botas altas y el impermeable que llevaba en el coche.
Corrió hacia el aparcamiento y la visión de aquellos hombres a caballo, y los enormes trailer de hasta tres pisos que transportaban el ganado reavivaron en ella la incómoda sensación de estar completamente fuera de lugar; una sensación que no la había abandonado desde que llegara a Mullinjim.
Era extraño. Siempre se había considerado una genuina australiana, pero en aquel su primer viaje al interior del país, se sentía más forastera de lo que se hubiera sentido en un país exótico.
Se sintió aliviada al ver que con el abrigo y las botas llamaba menos la atención. Buscó entre los cercados llenos de ganado mugiendo. Las sendas entre los cercados estaban llenas de hombres vestidos de forma similar, con sombreros de ala ancha, abrigos impermeables y vaqueros.
De repente, oyó un fuerte ruido de pisadas de pezuñas y se dio la vuelta. Todos los órganos de su cuerpo se encogieron al ver aquel rebaño acercarse por entre los cercados guiado por un hombre a caballo. ¡Socorro! ¡Aquellos animales eran enormes y sus pezuñas parecían lo suficientemente pesadas y duras para aplastarla y destrozarla!
Nunca había visto una vaca que no estuviera al otro lado de una valla. Y ahora docenas de vacas se acercaban a ella mugiendo y resoplando. ¡Algunas tenían cuernos! El corazón le latía con fuerza. Se apretujó contra la valla de madera más próxima y contuvo el aliento. Sintió la mirada oscura de uno de los animales. Cerró los ojos, se puso en tensión y se estrujó aún más contra la valla.
Se quedó así, pegada como un imán a la valla sintiendo con fuerza su corazón. ¿Qué dirían las chicas de la oficina si la vieran? Sin duda, se merecía algún premio al valor. Aquello iba más allá del deber.
CHICA DE CIUDAD APLASTADA POR UNA VACA ENORME.
Camille Devereaux, periodista de Sydney, se enfrentó ayer a un rebaño de bestias salvajes en estampida en las subastas de Mullinjim… Camille… murió aplastada cuando buscaba una historia importantísima para Girl Talk…
Tan ocupada estaba con esos pensamientos, que tardó un rato en darse cuenta de que los animales pasaban junto a ella sin prestarle ninguna atención. El hombre del caballo, le hizo un gesto con la cabeza como si nada hubiera pasado y siguió su camino.
Camille respiró con alivio. Seguía viva. Y gracias a su abrigo y a sus botas, el hombre del caballo la había saludado como si fuera normal que ella estuviera allí y se sintió feliz consigo misma.
De pronto sintió como un codazo y se volvió a ver quién era. Un enorme y húmedo morro bovino le estaba oliendo la manga. ¡Dios mío! El cercado al que se había arrimado también estaba lleno de reses. Aguantó como pudo las ganas de gritar. Todo iba bien. Aquellos amiguitos de cuatro patas estaban dentro del cercado. No había nada que temer.
Esperó unos minutos a que su ritmo cardíaco y su respiración volvieran a la normalidad. Pronto se dio cuenta de que el cercado en el que se había apoyado se estaba convirtiendo en punto de interés. Media docena de granjeros se había acercado a ver los ejemplares que allí había… y ninguno de ellos se fijó en ella.
¡Vaya! Eso confirmaba que parecía una chica del campo y la llenó de confianza. Por mucho fango que hubiera, iba a llegar hasta Jonno Rivers.
El tono de las voces a su alrededor fue subiendo según el subastador iba repitiendo las pujas con entusiasmo.
–¡Ciento cuarenta! ¡Ciento cuarenta!
No prestó atención. Estaba demasiado ocupada buscando con la mirada a Jonno. Creyó verlo, pero su campo de visión estaba bloqueado por los hombres que rodeaban el cercado, así que se subió al primer madero de la valla para ver mejor. Vio sus hombros y reconoció sus andares lentos, casi desafiantes. Era él.
–¡Ciento cincuenta!
No tenía ni idea de cómo subir a la grada desde allí. De puntillas empezó a mover los brazos para llamar su atención.
–¡Ciento sesenta!
Jonno seguía moviendo lo brazos.
–Ciento sesenta, a la de dos.
Camille se volvió hacia aquella voz tan estridente. El subastador estaba justo encima de ella en la grada de madera y la señalaba con el dedo. A su alrededor muchos hombres empezaron a alejarse de allí.
La asaltó entonces una horrible sospecha. No, era imposible que creyeran que ella…
–Ciento sesenta –gritaba el subastador, mirándola fijamente–. Ofrecen ciento sesenta… Vendido.
–Enhorabuena –dijo alguien a su lado.
Camille se dio la vuelta y se encontró al mismo hombre de rostro enrojecido que le había dado su recado a Jonno el día anterior.
–¡Cielo santo! ¿Me está dando la enhorabuena?
El hombre le sonreía abiertamente.
–Claro que sí. Acaba de comprar un magnífico rebaño de terneros.
–No es posible. Yo no he comprado nada. Dígame que es una broma.
–Estas preciosidades –dijo el hombre dando una palmada en la valla– son todas suyas.
–Pero si sólo estaba llamando a Jonno Rivers. Yo… –lanzó una mirada desesperada al subastador, pero éste se limitó a saludar al hombre que estaba junto a ella antes de dirigirse a otro cercado.
–Esto no puede funcionar así. Yo no soy una compradora. ¿Para qué iba a querer yo un rebaño?
–Estaba usted a mi lado.
–¿Y eso qué tiene que ver?
–Yo represento a la gente en las subastas. Al verla conmigo, ha debido de pensar que era cliente mía.
–¡Cielo santo! –exclamó llevándose las manos temblorosas a la cabeza–. Usted va a decirle que es un error, ¿verdad?
–¿No quiere estos terneros?
–Claro que no –contestó sarcásticamente dejando escapar una risita–. ¿Qué demonios iba a hacer yo con ellos? Vivo en un apartamento de un dormitorio en Kings Cross. Mi patio es más pequeño que este cercado.
–Podría arrendarlas.
–¿Te está molestando esta mujer, Andy? –dijo una voz profunda a sus espaldas.
Camille se dio la vuelta y se encontró a Jonno Rivers mirándola con el ceño fruncido. Su mirada podría haber helado un océano. Dos océanos.
–Jonno –saludó el alegre Andy–. Justo el hombre que necesitábamos.
Camille no estaba tan segura. Ya estaba hartándose de aquel molesto granjero con sus malhumorados silencios y su apestoso ganado. Cerró los puños y los apretó contra los muslos. Sentía unos enormes deseos de darle un puñetazo en la nariz.
–Esta joven tiene un problemilla –explicó el agente con calma–. Pero estoy seguro de que tú puedes ayudarla –miró el reloj y añadió–. Lo siento Jonno, tengo que ver a alguien por algo de un toro. Te veo más tarde.
Y con un rápido saludo se alejó a toda velocidad.
A Camille le dio un vuelco el corazón al verlo alejarse. Se sentía agotada.
–Al menos, has tenido el valor de aparecer por fin –dijo dirigiéndose a Jonno–. Esto es todo culpa tuya, así que tendrás que hacer algo al respecto.
Jonno tardó mucho en responder.
Con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho miraba desde su enorme altura a Camille sin mostrar ninguna compasión.
–Antes de lanzar acusaciones deberías explicarte un poco.
–Estaba haciéndote señas y…
Se pasó los dedos por la cabeza, molesta por su falta de interés.
–¿Y qué?
–Y parece ser que terminé comprando estas vacas.
–Son terneros –dijo él mirando al cercado.
–Vacas, terneros, ¿qué más da? Tienen cuatro patas, dicen «mu» y no los quiero.
Jonno hizo un gesto y apartó la mirada suspirando.
–Sabía que ibas a causar más problemas que las otras.
–¿Cómo dices?
–¿Pensaste que te encontraría más atractiva comprando unas vacas como soborno?
–¿Piensas que las compré para que fueran algo así como un cebo… o una dote? ¿Para resultarte más atractiva?
No contestó, pero asintió con un ligero movimiento de cabeza.
¡Qué ego tenía aquel tipo! ¡Más grande que todo el campo de Australia!
–¿Creías que yo estaba interesada en ti?
–¿Acaso no me estás persiguiendo? –preguntó Jonno encogiéndose de hombros.
Camille tuvo que apretar los puños para no hacer algo estúpido. Era demasiado alto para darle un puñetazo.
–¿Por qué no te lavas los oídos y me escuchas? –dijo lentamente en un tono cada vez más amenazante–. Vine aquí porque tú no cumpliste lo acordado con la revista Girl Talk. No tengo ningún interés personal en ti. ¿Crees sinceramente que estaría aquí, lejos de todo, salpicada de barro y porquería, voluntariamente? Esto esta muy lejos de mi idea de lo que es pasarlo bien. En cuanto a novios, tengo todos los tipos que quiero en Sydney y lo último que necesito es un vaquero. Además, no tengo ni la más remota intención de casarme. Por si no te has enterado, hay toda una generación de chicas que no están deseando renunciar a todo para casarse.
La evidente sorpresa de Jonno dio paso a la satisfacción, y por primera vez sus profundos ojos de color avellana parecieron risueños.
–Suenas convincente.
–¡Aleluya! También podrás entonces creer –añadió señalando el cercado–, que la compra de estos infelices fue un accidente, y que ahora lo que empezó como un mal día se ha convertido en un desastre total.
–¿Pagaste un buen precio por ellos? –preguntó él con una sonrisa maliciosa.
–No tengo ni idea. Esa no es la cuestión.
–Sí que es la cuestión. Eso y si tienes el dinero para pagarlos.
–¡Pero si no los quiero! Además –dijo mirando alternativamente al cercado y a Jonno–, no sé si puedo pagarlos. ¿Cuánto valen?
–Quince terneros recién destetados con buen peso… Yo calculo que alrededor de los seis mil dólares australianos.
–¡No es posible! –exclamó ella reprimiendo las ganas de decir palabrotas–. Estoy ahorrando para un viaje a París. Esa cantidad es casi todo lo que tengo ahorrado. No voy a desperdiciarlo en unos cuantos terneros.
Llevaba meses ahorrando como una hormiguita, sin siquiera comprarse nada de ropa… bueno, casi nada. Y ahora su sueño se estaba viniendo abajo como un castillo de arena.
Sus sueños de volver a ver a su padre después de doce años, de ver sus estatuas favoritas en el museo Rodin, de buscar interesantes cafés en las callejuelas de Montmartre o de comprar algo chic y extravagante en los Campos Elíseos… En unos minutos sus sueños se habían convertido en la pesadilla de… aquella docena de terneros de los campos de Queensland.
–¿Cómo puedo salir de esta? –preguntó desesperada.
–No estoy seguro.
–¿Puedo demandar a alguien?
–En realidad te demandarán a ti si no pagas lo que pujaste.
–¡Oh, Dios! –exclamo Camille cerrando los ojos tratando de acallar el pánico.
Tenía que pensar con lucidez. Tenía que haber una solución para aquella absurda situación.
–Necesitó café –añadió–. No puedo pensar sin café.
–Hay un comedor.
–Bien. Déjame que te invite a un café.
Al ver que no contestaba siguió hablando.
–Es sólo un café, Jonno, no es una cita, ni una propuesta de matrimonio. Sólo quiero que nos sentemos en una mesa con una taza de café y que me aconsejes qué puedo hacer. Si estuvieras en Sydney peleando por encontrar un taxi, yo haría lo mismo.
Jonno la miró con ojos inquisitivos y por fin, para alivio de Camille, contestó.
–Es por aquí.
La condujo por los enlodados caminos hasta que llegaron al camino asfaltado y al edificio de oficinas del mercado de subastas. Se limpiaron las botas en un felpudo y Jonno empujó la enorme puerta de cristal.
El comedor estaba lleno de ganaderos comiendo con sus esposas, pero era limpio y acogedor. Había una barra llena de jarras humeantes. Camille pronto percibió el fragante olor del café.
Jonno no permitió que pagara. Ella comprendió que la gente de campo era más tradicional con esos temas. Tomó en sus manos la ardiente taza, inhaló el aroma familiar de su bebida favorita y dio un sorbo rápido y vigorizante. Después se dirigieron a una mesa vacía. Jonno había comprado dos bocadillos de pan integral de pueblo de carne asada fría, pepinillos y ensalada.
–Así que quieres ayuda para deshacerte de esos terneros.
–Sí, por favor. ¿No te interesaría comprarlos?
Jonno sonrió con la misma sonrisa pícara que había conmocionado los despachos de la revista. Se dio cuenta de que sus ojos tenían una fascinante mezcla de marrones y dorados con unos destellos verdes.
–No, gracias. Vine aquí a vender, no a comprar. No es un mercado demasiado bueno para compradores.
–¿Puedo sacarlos al mercado mañana otra vez y venderlos? –preguntó desanimada.
–Es posible –contestó Jonno pensativo–. Pero antes de entrar a fondo en ese tema… ¿por qué no me dices la razón que te trae hasta aquí desde Sydney?
Camille quedó sorprendida. Parece que comprar esos terneros podía tener un lado positivo. ¡Le había hecho hablar! La pilló de improviso, pero aprovechó para ir al grano.
–Vine para averiguar a qué estás jugando.
–No estoy jugando a nada.
–No has respondido ni a las cartas ni a las llamadas de la revista.
–¿Por qué debería cooperar con un tipo de periodismo tan irresponsable? –dijo sin excusas.
–¿Irresponsable? –Camille estuvo a punto de saltar, pero él se estaba abriendo y no quiso perderlo–. ¿Por qué dices eso?
–Quieren que alimente las ilusiones de una panda de mujeres tontas e ingenuas que se creen que esos solteros que presenta la revista están desesperados por casarse.
–Nosotros nunca damos la impresión de que nuestros solteros estén desesperados. Pero sí son todos verdaderos conquistadores, Jonno. Como tú.
Jonno parecía sentirse incómodo.
–Elegimos hombres maravillosos que por cualquier razón, aislamiento geográfico, jornadas laborales demasiado largas, por lo que sea, están aún solteros y buscan esposa. La reacción del público ha sido asombrosa. No sabíamos que aún hubiera tantas mujeres buscando maridos activamente.
–No como tú –repuso él desafiante–. Y ese es otro tema. ¿Cómo puede alguien que ni siquiera cree en el matrimonio fingir que es algo fantástico?
–¿Cómo sabes lo que pienso del matrimonio? –preguntó Camille. En seguida se estremeció–. ¡Ah, sí! Es por el sermón que te di en los establos, ¿no?
Se sintió pillada y un poco avergonzada al darse cuenta de que en el calor del momento había aireado sus opiniones personales sobre las relaciones ante aquel hombre tan sexy.
–Así que ha sido un error –añadió por fin–. El matrimonio te da tanta alergia como a mí.
–Yo no he dicho que esté en contra del matrimonio.
Camille levantó sorprendida la vista. Los ojos de Jonno eran una mezcla de suave alegría y a… algo más.
–Pero…
–No estoy obsesionado con el matrimonio. Cuando elija una esposa, quiero ser yo el que lleve la iniciativa. Para mí no hay nada menos atractivo que una mujer me persiga descaradamente.
–Muy bien, entonces podrías explicarme por qué aceptaste participar en el «Objetivo Solteros».
–Yo nunca acepté eso –repuso él con dureza.
–¿Cómo? ¡Pero si tengo unos papeles firmados que dicen lo contrario!
–No quiero entrar en detalles sobre cómo acabé en vuestra revista… –su mirada se había nublado.
–¿Estás diciendo…? ¿Me estás diciendo que entraste en el concurso contra tu voluntad?
¡Desde el principio había tenido la corazonada de que había algo extraño en la inscripción de Jonno!
–Sí.
–¿Te tendieron una trampa?
Él asintió.
–Entonces, ¿quién envió la foto? ¿Y la firma?
–Ya te he dicho que no puedo contarte los detalles. Sólo que fue un error. Un enorme error.
Camille lo creía. Sin embargo, sus deseo de seguir haciendo preguntas era demasiado fuerte. Nunca le había dado miedo llegar al fondo de una historia, y deseaba saber cómo alguien como Jonathan Rivers podía terminar en Girl Talk por error. Su revista y sus lectoras merecían una respuesta.
Sin embargo, aunque las preguntas estaban preparadas en su cabeza, algo la impedía articularlas. Su experiencia en entrevistas con personas de toda condición le decía que Jonno no iba a decir nada más sobre el tema. Se había cerrado en banda y tratar de seguir hurgando sería inútil. Si lo presionaba demasiado, lo perdería.
Por otra parte, su trabajo peligraba si no lo hacía.
–No creo que puedas librarte de esto tan fácilmente. Es demasiado tarde para retirarte del concurso. Nuestras lectoras esperan historias de seguimiento.
–Claro que puedo retirarme del proyecto. Me ha podido pillar un autobús. Cualquier cosa es posible.
–Pero eres uno de nuestros solteros más populares. De hecho, eres el más popular –añadió pensando que no vendría mal halagar su ego.
–Mala suerte –repuso él mirándola furioso.
Mientras Camille daba el último sorbo a su café, su mente daba vueltas acerca de quién habría embarcado a Jonno en aquello. ¿Habría sido una broma? ¿O alguien que quisiera vengarse de él por algo? ¿Una amante despechada? ¿Una admiradora secreta?
Una voz interrumpió sus pensamientos.
–¿Cuál es tu puesto en Girl Talk?
–Soy editora asociada.
–¿Qué peso tiene tu opinión?
–¿En lo de los solteros? Es mi responsabilidad.
No le apetecía confesar que tenía por encima de ella a Edith King, la redactora jefe.
Jonno permaneció callado y meditabundo un rato.
–¿Con que editora asociada? –preguntó apoyando los codos en la mesa y esbozando una sonrisa–. Entonces creo que ahora podemos hablar en serio.
¡Socorro! Su sonrisa era tan astuta y fascinante que le impedía pensar.
–Lo siento, no sé a qué te refieres.
–Estoy seguro de que sí lo sabes.
¿Estaba flirteando con ella? Por supuesto que no. Se estaba comportando como una de sus «groupies».
–Creo que estamos en posición de ayudarnos el uno al otro.
–¿Sí? –dijo ella bajando la mirada y mirando su bocadillo para evitar su paralizante sonrisa– ¡Ah! Sí, sí desde luego –añadió por fin preocupada de no parecer boba–. Estás sugiriendo que si yo te saco de «Objetivo Solteros» tú me ayudarás con mi problema con el ganado.
–Eso es.
Se acordó de Edith. Le iba a dar un ataque cuando se enterara de que Jonathan Rivers no estaba en el concurso. Luego se acordó de París y de su padre. Y de sus ahorros.
–¿Cómo puedes ayudarme? –preguntó tímidamente.
–Si me llevo tu ganado a mi propiedad de Edenvale, puedo criarlos durante los próximos meses y, cuando hayan alcanzado un precio justo, venderlos y repartirnos los beneficios.
–¿Beneficios? ¿Quieres decir que puedo sacarles beneficio a esas vacas, quiero decir, terneros?
–Así es como nos ganamos la vida por aquí.
–¿Sacaré más dinero así que dejando mi dinero en el banco?
–Son sólo previsiones, pero con las buenas lluvias de este verano y este otoño, hay muy buen pasto, y si los precios para la exportación se mantienen como están, podremos sacarle un buen beneficio a tu ganado.
«Su ganado». Qué raro sonaba. Y sin embargo resultaba emocionante, como si estuviera adentrándose en una aventura llena de misterios.
–Pero claro, tú tendrás que prometerme que me sacarás de tu revista.
–Lo haré. Trato hecho. –dijo mordiéndose el labio al imaginar la reacción de Edith.
Tendría que encontrar una forma de calmarla. En cualquier caso le iba a resultar más fácil que encontrar a alguien que le cuidara «su ganado».
Camille extendió la mano. Por unos instantes, Jonno no respondió, miraba muy serio a la mesa. Finalmente su fuerte mano estrechó la de Camille y sus miradas se encontraron. Había algo tan salvaje e inquietante en su mirada que ella se quedó sin aliento.
Jonno apartó la mirada rápidamente y estrujó el papel que había envuelto su bocadillo.
–Muy bien. Será mejor que vayamos a encargarnos del papeleo. Hablaré con los de los camiones a ver si pueden llevar a los terneros a Edenvale esta tarde.
Él se levantó y ella supo que la conversación había concluido.
Decepcionada, se sacó una tarjeta del bolso y se la dio.
–Necesitarás esto si quieres contactar conmigo por lo de los terneros… o por cualquier otra cosa.
La tarjeta parecía diminuta entre sus enormes manos. La miró como si quisiera memorizar cada detalle.
–¿Así que regresas a Sydney?
–Sí –contestó ella poniéndose en pie–. Aunque lo más probable es que no consiga llegar a Townsville antes de que anochezca.
–Conseguirás llegar a Charter Towers. La carretera es muy buena y ha dejado de llover. Podrás llegar a Townsville y tomar el avión de Sydney mañana por la mañana.
–Gracias por el almuerzo –dijo ella ajustando la correa de su bolso.
–Ha sido un placer.
Se guardó la tarjeta de en bolsillo de su abrigo. Hubo un momento incómodo, como de colegiales, en el que se miraron sin saber qué decir.
«Es guapísimo», pensó Camille. Era uno de los tipos más atractivos que había conocido, una opinión que media Australia compartía. Pero el miedo a la editora y a su ira creció al llegar el momento de despedirse.
–¿No lo estarás reconsiderando? –dijo él al ver que ella no se movía.
–No puedo evitar pensar que te he dejado escapar muy fácilmente.
–¿Por qué dices eso? –dijo él soltando una risa de incredulidad.
–Bueno, es que tú lo único que tienes que hacer es poner a esos terneros en un prado, relajarte mientras van creciendo y engordando, y esperar beneficios. Sin embargo, yo tengo que volver a Sydney a enfrentarme a mi jefa y tratar de explicarle que te hemos perdido para el concurso.
Para su sorpresa, Jonno se puso muy rojo y apretó los puños. Parecía que iba a pegarla. Pero no se movió. Se quedó muy quieto hasta que su rostro recuperó su color. Sus facciones estaban más tensas que nunca.
–Hemos hecho un trato. A lo mejor la gente de la ciudad no sabe lo que es un trato entre caballeros, pero desde luego no hay vuelta atrás. Cómo mantengas tu parte del trato me da igual.
–Eso me temía.
Jonno abandonó el comedor sin mirar atrás.
Mullinjim era un lugar tan remoto, que el teléfono móvil de Camille no tenía cobertura, así que tuvo que llamar desde una cabina que había en el aparcamiento del mercado de subastas.
–¡Dios mío! –chilló Edith–. ¡Cuánto me alegro de oírte, Camille! Estaba muy preocupada de que te hubiera perdido por esas tierras remotas. Has llegado a Mulla… ¿Cómo era?
–Sí, estoy en Mullinjim y he estado hablando con Jonathan Rivers.
–¡Sabía que lo conseguirías!
–Sí, bueno…
–Estaba tan preocupada con ese cowboy tan esquivo. Es la pieza principal de nuestro concurso.
–Edith, no ha sido nada fácil. Tengo que confesarte que tuve que llegar a un acuerdo con él.
–De acuerdo, lo que haga falta con tal de que nos quedemos con su historia. Y si pide demasiado dinero, que hable directamente conmigo.
Se oyó el sonido de un mechero al otro lado de la línea. Edith no hacía caso de la prohibición de fumar en la oficina.
–Edith, es que no tiene nada que ver con el dinero.
–¡Dios mío! ¡Quiere acostarse contigo!
–No –balbuceó conmocionada por la idea–. Es que no está disponible.
–¿Está ya casado? –chilló Edith.
–No, escucha, es que todo ha sido un error.
–Por favor dime que no es gay.
–No, no es gay.
De eso estaba segura. Lo había sorprendido mirándola varias veces de una manera que no le dejaba lugar a dudas.
–El problema es que nunca accedió a participar en el concurso.
Un silencio frío acogió la noticia.
–Quiere ser excluido de «Objetivo Solteros». No creo que le podamos obligar a quedarse.
Deseó tener pruebas de que Jonno había sido engañado para apaciguar a su jefa.
–Ya hablaremos cuando esté allí, Edith. Pero se niega a cooperar. Lo siento, he hecho lo que he podido. Sabes que no me doy por vencida fácilmente, pero me he encontrado con una pared. No vamos a sacar nada de él, así que me vuelvo. Llegaré mañana por la noche.
–Camille –vociferó Edith–. Sabes que no me gustan las amenazas. Pero es que no te das cuenta del problema que eso supone para los editores. Así que, cielo, es vital, repito, vital, que lo consigamos. Vas a volver con ese vaquero solitario y espero nuevas noticias para mañana.
Y colgó.
«Socorro». Estoy perdida.
Camille colgó el teléfono y se cubrió la cara con las manos. Ya había llegado a un acuerdo con Jonno; su intento de renegociar lo había puesto furioso y ahora no había nada que hacer.
¿Cómo iba a hacer para conciliar el derecho a la intimidad de Jonno Rivers y las demandas de su editora?
Salió de la cabina. Aunque había salido el sol, hacía frío y el viento agitaba su abrigo. Se metió las manos en los bolsillos y echó a andar. Se concentraba mejor cuando caminaba.
¿Qué podía hacer? ¿Tratar de averiguar cómo había entrado Jonno en el concurso? No serviría de mucho. Quizás debía pensar en una historia alternativa… una gran historia sobre la ganadería, por ejemplo; sobre una visión femenina del mundo en la granja… podría incluir elementos románticos y matrimoniales… «Una chica de ciudad en el campo». Su entusiasmo creció. Podía conseguirlo.
Con las manos en los bolsillos, Jonno caminaba por el aparcamiento tratando de contener su rabia. El comentario de Camille sobre la regalada vida del campo le había puesto furioso. ¡Decir que era dinero fácil!
Sabía que no debía permitir que nada que ella dijera lo molestase. No sabía nada de criar ganado. Era una cabeza hueca de ciudad que no sabía lo que era ganarse la vida. Ni siquiera distinguía una vaca de un ternero. ¿Y se llamaba periodista?
No podía dejarla marchar sin dejar las cosas claras. Tendría que haberle echado una bronca allí mismo en el comedor.
«Tendría que haberla besado hasta perder el sentido».
Se detuvo. ¿Le hubiera importado tanto la opinión de ella si no la encontrara tremendamente atractiva? ¿Estaba enfadado por sus palabras o por su aspecto? ¿Porque la quería y no podía tenerla?
Maldita sea. No podía dejar de pensar en sus cabellos oscuros y en sus ojos. Parecía de otro mundo…
«¿Y qué?» Ya estaba de regreso a Sydney, con sus prejuicios vanidosos y él había perdido la ocasión de decirle que estaba equivocada en su idea de la vida de un granjero.
Camille rodeó una camioneta salpicada de barro y se detuvo al ver a Jonno pasar a sólo unos metros de ella. Él se había levantado las solapas del abrigo para protegerse del viento y estaba despeinado. Casi le dolió el corazón cuando él la vio y se detuvo.
Su rostro era tan moreno e imponente que estuvo a punto de decir «hola» y salir corriendo. Pero recordó las órdenes de Edith y, evitando un charco, se acercó a él.
–Menos mal que te encuentro.
–¿Por qué? Pensé que te ibas.
–He pensado que para aprovechar mi estancia aquí, podría escribir una historia sobre la vida en el campo australiano.
–Y, ¿cómo lo vas a hacer? ¿mirando por la ventana de tu hotel?
–Claro que no. Quiero que sea un artículo de profundidad.
Jonno pareció musitar una palabrota.
–Creo que eres la persona menos idónea para escribir nada sobre la vida «real» aquí.
–¿Cómo lo sabes? Soy una periodista muy buena.
–No te engañes. Te presentas aquí, en una subasta, con la cabeza llena de pájaros y compras unas cabezas de ganado por accidente. Me haces a mí sacarte del apuro y encima tienes la desfachatez de decirme que criar ganado es fácil.
–Lo siento –dijo ella al darse cuenta de que había herido el enorme ego de aquel hombre–. Fue un comentario desconsiderado.
Jonno pareció sorprenderse de la disculpa. La miró con ojos muy serios. El corazón de Camille casi se detuvo al darse cuenta de que la estaba mirando a los labios.
–A juzgar por tu revista, prefieres temas más frívolos. Sin ningún realismo.
–Ayúdame a ser realista.
–¿Cómo?
–Proporcióname una historia. Muéstrame cómo es realmente tu vida.
–No quiero aparecer en ninguna historia escrita por ti.
–No sería sobre un soltero disponible, sino sobre la vida aquí. No te mencionaría, sería sobre la vida en la granja y sobre lo que se espera aquí de las mujeres desde el punto de vista de una chica de ciudad.
–Es decir, una visión condescendiente e ingenua.
¡Cómo podía alguien tan atractivo ser tan arrogante y machista!
–Está bien. Da igual. Olvida lo que te he dicho. Ya encontraré a alguien que no esté enfadado con el mundo.
Camille se fue a toda velocidad hacia el aparcamiento. Jonno la agarró del codo, pero ella se zafó y siguió su camino.
–¡Camille! ¡Espera!
Esta vez, la agarró con más fuerza y la obligó a detenerse.
–¿Qué quieres?
Para su sorpresa Jonno parecía avergonzado.
–No podías saber que me habían engañado para que participara en lo de la revista, así que te debo una explicación.
–No te molestes. Puedo encontrar a mucha gente amable con ganas de ayudar por aquí. Debes de ser la única persona sin la famosa hospitalidad del campo australiano.
–¡Escúchame! Si quieres una historia sobre granjas, ven a Edenvale.
–¿A tu casa? –preguntó ella boquiabierta.
–Sí.
–Me estás invitando a que invada tu santuario. ¿Estás seguro? –no podía creérselo.
–Eres mi socia, sería natural que te interesase el bienestar de tus reses. Así podrías ver cómo se adaptan los terneros.
–Supongo que sí. Suena genial.
–Los acaban de destetar, así que estarán muy estresados al principio. Necesitarán un trato amable cuando lleguen.
–¿De verdad? Pobrecitos. No sabía que eras un vaquero sensible y «New Age»–añadió con una sonrisa burlona.
–¿Te interesa mi oferta? –dijo él ignorando su comentario.
–Sí, claro que me interesa.
Ya se imaginaba el reportaje: «De chica de ciudad a reina de la granja en cinco sencillos pasos». Conteniendo su deseo de sonreír, dijo con cara circunspecta:
–Me encantaría aprender más sobre la ganadería y sus «técnicas».
El hermano de Jonno, Gabe, llamó una hora después de que llegaran a casa.
–Será mejor que sepas que hay una periodista de la revista de Sydney buscándote. Estuvo en mi oficina esta mañana. Quería que la colara en Edenvale.
–Lo sé, y, gracias por el aviso, pero ha llegado tarde. Ya me ha encontrado.
Se hizo el silencio en la línea.
–Espero que no fueras muy duro con ella.
–Pues claro que no. Solucionamos las cosas amigablemente, más o menos.
–Me alegra oír que ha salido viva de esto. Estabas tan enfadado con el tema de la broma de la revista que te imaginaba haciendo una escena.
Jonno hizo una mueca. ¿Qué pensaría Gabe si supiera que no sólo estaba viva, sino que además estaba tan tranquila en una hamaca de mimbre en la terraza con su gata, Megs, ronroneando en el regazo y su perro, un labrador llamado Saxon, tumbado a sus pies?
Había sido una locura llevarla allí. La culpa era de cómo había sido educado: su madre le había inculcado un profundo sentido de la cortesía.
Sólo un salvaje podría haber mantenido ese tono grosero con aquella mujer. Nunca se había comportado así, y había querido compensarla. Pero llevarla a Edenvale había sido un error.
–Es una pena que no hayas conocido a esa chica en una situación más agradable. Hasta un hombre felizmente casado como yo puede darse cuenta de que es muy agradable a la vista.
–¿Tú crees?
No reparar en lo atractiva que era Camille había sido el mayor reto del día. Tendría que haber obedecido a sus instintos y negarse a tener nada que ver con ella. Pero era demasiado tarde. Camille había cambiado su traje de chaqueta por unos vaqueros y un jersey de lana muy fina color carmesí que realzaba el contorno de sus pechos, y no mirarla era extremadamente difícil.
–Por cierto, Jim Young el camionero, me ha pedido que te diga que está en Piebald Downs y no podrá llevarte esos terneros hasta la noche.
–¡Ah! Gracias.
–No sabía que fueras a comprar nada hoy. Creía que los precios no eran ventajosos.
–Bueno, sí, hubo un pequeño cambio de planes.
Era inútil guardar secretos con su hermano. Gabe y su mujer, Piper vivían al lado de la estación de Windaroo y se enteraban rápidamente de todos los cotilleos.
–Camille compró un lote de terneros. Y los va a traer aquí para que se críen.
–¿Quién es Camille?
–La periodista. Es una historia muy larga.
–¿Estás de broma?
–Me temo que no. Además, se va a quedar aquí un par de días.
Se hizo otra vez un silencio.
–Es parte de un acuerdo al que hemos llegado. No tiene nada de particular. Ella quiere escribir un artículo para su revista y yo no quiero que la gente de Sydney se crea que lo único que hacemos aquí es poner los animales en un prado y tumbarnos a esperar.
Jonno sabía que Gabe se moría por hacer más preguntas por eso se apresuró a dar tantas explicaciones.
–Muy interesante. Es fantástico. Y tus motivaciones son realmente nobles.
–¿Mis motivaciones? ¿Qué quieres decir con eso?
–Nada, nada –dijo Gabe conteniendo la risa–. Después de tanto tiempo sin hacer caso de las mujeres, me alegra ver que vuelve a circular sangre por tus venas.
–Déjame en paz, Gabe. No voy a intentar ligar con ella. De hecho –añadió con énfasis–, quiero que vea que la vida del granjero no tiene nada de romántica.
Gabe se rió de nuevo.
–Pues que no se acerque entonces a Piper. Estoy segura de que desbarataría ese argumento en segundos.
Camille hablaba con la gata y la acariciaba con las uñas entre las orejas. El sol sacaba destellos rojizos de su lustroso pelo.
Se oyeron dentro de la casa los pesados pasos de Jonno que volvía a la terraza. Al oírlo, Camille levantó la vista y él sintió una sacudida de deseo.
¡Maldita sea! Siempre que la miraba se sorprendía de lo adorable que era.. Y ese no era el único problema. Camille parecía disfrutar con todo lo que veía en aquel lugar. Se suponía que iba a encontrarse con la cruda realidad y en vez de eso estaba encantada con todo.
Desde el momento en que ella había dejado el coche de alquiler en Mullinjim y habían vuelto a casa en la camioneta de él, se había mostrado entusiasmada por todo: los ondulantes prados, el enorme cielo, las lejanas colinas… Cada animal que veían, cada canguro, cada emú, cada pavo de las praderas provocaba en ella una profunda emoción.
Y el problema era que no exageraba, ni sonaba falsa. Parecía un entusiasmo auténtico y sincero. Y eso molestaba a Jonno, aunque no sabía bien por qué.
–Es preciosa –dijo Camille pasando su elegante mano por el lomo del animal–, nunca he tenido animales.
–¿Ni siquiera de niña?
–No, y ahora no permiten animales en mi edificio, ni siquiera un pez de colores.
Jonno contuvo sus ganas de preguntarle por qué nunca había tenido animales. No debía mostrar interés en su vida privada. Ella sólo estaba allí por trabajo.
–Estás muy bien aquí, así que no te muevas. Yo voy a preparar un establo para cuando lleguen los terneros.
–No vayas sin mí –dijo ella rápidamente, tomando al gato en brazos y poniéndose de pie de un salto–. Quiero tener el mayor número de experiencias posible.
Su rostro estaba radiante. Jonno apartó la mirada y miró taciturno al sol ya cerca de la línea del horizonte.
–Entonces, vamos.
La granja y los establos de Edenvale estaban en una pendiente por lo que desde allí se veía todo el valle de Mullinjim. Las grises nubes que habían amenazado lluvia esa mañana eran, a la luz del sol poniente, rosas y rojizas y todo el paisaje se había teñido de un resplandor dorado.
Al final de la cuesta había un estanque habitado por diversos tipos de patos salvajes y gansos, y, más allá, se extendían los inmensos y frondosos prados, de un color amarillo pálido en los que los árboles y las cabezas de ganado parecían puntos. En la línea del horizonte se extendía una cordillera de suaves colinas de tonos rosados y púrpura.
–Es todo tan hermoso –repetía Camille.
Jonno caminaba muy deprisa, obligándola a correr para seguirlo. Ya en los establos, agarró tres fardos de paja.
–¿Puedes con uno de estos?
–Claro –dijo extendiendo los brazos–. ¿Qué estamos haciendo ahora?
–Vamos a poner esta paja fuera en el cercado para que tengan algo para comer cuando lleguen. En el mercado no les habrán dado de comer, y no queremos que pierdan peso.
Rompieron los fardos y fueron disponiendo la paja a lo largo de la valla del cercado.
–¿Por qué no la ponemos por todas partes?
–No sirve de nada ponerla en el medio, la pisotearían y se llenaría de barro.
Camille admiró su trabajo con las manos apoyadas en la cadera.
–Es sólo un redil, Camille, no es una obra de arte.
Las cosas empeoraron cuando ella quiso hacer la cena.
–Soy muy buena en la cocina, y debes estar harto de cocinar.
–Tengo una mujer que viene a limpiar y una vez a la semana hace un guiso que me dura un par de días.
–Pero seguro que te gustaría variar un poco, ¿no? Creo que estar en el campo entre animales de granja, pajares y alcornoques despierta mis instintos más caseros.
Jonno parecía alarmado.
–No te preocupes –continuó ella–, no soy peligrosa, mis instintos caseros no van más allá de cocinar.
–Me alegra saber que estoy a salvo –dijo él con una sonrisa irónica.
Pero la verdad era que dejar a Camille Devereaux entrar en su cocina le parecía más peligroso que participar en un rodeo.
A Camille le resultó divertido revolverlo todo y confeccionar un menú con lo que iba encontrando. Combinando un poco de ternera, cebolla, pimiento, zanahoria y apio picados finamente con una salsa de chile dulce consiguió un sabroso salteado oriental. Sin embargo, cuando llegó la hora de sentarse a la mesa se puso nerviosa.
¿Qué estaba haciendo? Estaba compartiendo un momento de gran intimidad con aquel hombre guapísimo y desconcertante. Después de haber pasado una buena parte del día enfrentados, había terminado en aquella enorme casa vacía, con él, compartiendo la comida y con una larga noche por delante.
¡Con las miradas de él, de las que ella era consciente y las revolucionadas hormonas de ella!
Comieron en absoluto silencio. A Camille le hubiera gustado entrevistar a Jonno, pero hacerle preguntas para conocerlo mejor, podía hacer que aquello se pareciera demasiado a una cita. Y Jonno era muy susceptible con esas cosas. Cualquier muestra de que ella se sentía atraída por él, y la echaría de allí sin dejarla terminar su reportaje.
Además, incluso si no reaccionaba de forma hostil, no tenía ningún sentido interesarse por Jonno Rivers. Pertenecían a mundos diferentes.
Aunque había química entre ellos. Se sentía en el ambiente. Un oscuro fuego ardía en los ojos de Jonno cada vez que la miraba. Y ella nunca se había sentido tan cortada.
–Se oye el camión que trae tus terneros –dijo él de pronto poniéndose en pie.
Aquella interrupción fue un verdadero alivio. Jonno fue hasta el perchero por su abrigo.
–No hace falta que salgas ahora. Hace frío y con lo oscuro que está no vas a ver nada.
–Ni lo sueñes. Quiero ver la llegada de mis pequeños. Espera, que voy por mi abrigo.
En efecto, fuera hacía mucho frío y estaba oscuro. Las nubes ocultaban la luna y las luces del camión parecían meteoritos. Marcha atrás, el camión se dirigió a los establos por el camino enlodado. Camille admiró la habilidad del conductor para alinear aquel gigantesco vehículo con la pequeña rampa de descarga.
–Espera aquí –dijo Jonno–. Hay que evitar que los animales se asusten de la oscuridad. No queremos que uno se caiga y se rompa una pata.
Camille se quedó en las sombras mientras Jonno iba a hablar con el conductor. Como Jonno había previsto, había poco que ver, pero sí que se podía oír algunos mugidos de los animales que esperaban pacientemente en el camión. Luego se oyó el fuerte chirrido de las puertas al abrirse, y finalmente, el ruido de las pezuñas sobre la rampa metálica. A la pálida luz de las linternas de los hombres, vio las sombras de los animales descender por la rampa. Una, dos, tres… Era su ganado. Suyo. Sintió un extraño orgullo, casi maternal al verlos descender en fila del camión, dóciles como colegiales. Hasta empezó a pensar nombres para ellos: Roland, Seamus, Bruno, Red, Joe, Lance, Alonzo…
Los hombres hablaban poco y en voz baja. Recordó que Jonno había dicho que necesitaban ser tratados con delicadeza.
Ella había imaginado a los vaqueros del interior como hombres ruidosos a caballo, que hacen sonar sus espuelas y sus látigos, no como hombres preocupados, en una noche fría como aquella, por que los terneros de una desconocida no padecieran el más mínimo estrés.
No pudo evitar preguntarse cómo trataría Jonno Rivers a una mujer a la que quisiera.
Las risas estridentes de las cucaburras en el árbol del caucho al que daba su ventana la despertaron. Una luz nacarada se filtraba por las rendijas de la persiana de madera. Camille se esforzó por mantener los ojos abiertos a aquella hora intempestiva pero fue inútil, así que se quedó en la cama, inmóvil. El sonido como de carcajadas de los pájaros fue haciéndose más fuerte hasta que se interrumpió, para volver a empezar a los pocos segundos. Sonrió. ¡Estaban tan llenos de energía, eran tan especiales, tan típicos del campo australiano! Nunca había oído una cucaburra en Kings Cross.
Y de pronto, recordó otra ocasión en la que se había despertado en el campo con las risas de las cucaburras. ¡Había olvidado el verano que pasó en casa de Anne Page, una amiga del internado! Recordó la granja de ovejas en New England Tableland. Recordó a Anne con sus padres y su hermano riendo todos juntos, desayunando en la cocina. Risas sanas, felices y no forzadas.
Recordó lo mucho que había llorado entonces. Sus padres nunca se habían reído así. Nunca tenían tiempo para comer juntos, y menos para hacer bromas y pasarlo bien.
Y esa mañana, años después, en otra habitación en el campo, Camille volvió a pensar en su infancia y a tratar de recordar a sus padres riendo. Su padre la llevaba al cine los sábados, compraban cucuruchos de helado y se reían mucho con los dibujos animados.
Pero aparte de eso no recordaba muchas risas, recordaba más las discusiones y las peleas. Tendría que preguntarle a su padre.
Debía haber habido también mejores tiempos.
Jonno estaba terminando de desayunar cuando Camille entró en la cocina lista para hacer cosas.
Ella tenía tan buen aspecto por la mañana como por la tarde. O por la noche. Nada iba a ser más fácil que el día anterior.
–¿Llevas mucho tiempo levantado? –preguntó Camille sirviéndose una taza de té.
–Ya he estado en los establos dándole agua a los terneros.
–Supongo que te levantas al amanecer.
Él asintió y apartó la mirada. Se había pasado la noche despierto, sintiendo enloquecer, asaltado por pensamientos lujuriosos, así que la llegada del día había sido un alivio.
–¿Y qué se hace ahora? –preguntó ella metiendo una rebanada de pan en la tostadora–. ¿Qué más hay que hacer una vez que los terneros ya están instalados en su nuevo hogar?
–Hoy hay que marcarlos.
–¿Marcarlos? –saltó ella.
–Sí, marcarlos, ponerles la chapa identificativa en la oreja, vacunarlos y lavarlos. Mañana los llevaré a otro establo cercano. Seguirán comiendo paja unos días. Es importante que estén lo más tranquilos que sea posible. Luego empezaremos a hacerlos caminar como rebaño para que se acostumbren a ser rodeados. Después los llevaremos a otro prado más lejos.
–No sabía que mis pequeños te iban a mantener tan ocupado. Seguramente tenías otras cosas que hacer.
Jonno estuvo a punto de hacer una broma sobre lo de «tumbarse a esperar» pero se calló.
–¿Es necesario marcarlos?
–Es la única forma de que tengamos una prueba legal de propiedad.
–Supongo que tienes razón, pero yo pensaba que se trataba de evitarles estrés y lo de marcarlos es horrible. ¡Pobre Alonzo!
–¿Alonzo?
–No he dicho nada –contestó poniéndose roja–. Supongo que preocuparse por que haya que marcar a los animales es lo que esperabas de una boba y sensiblera chica de ciudad.
–No tienes por qué venir a verlo. Mira, esto no va a funcionar. Tendrías que haberte ido ayer. Aún puedes irte esta mañana.
–No –gritó ella–. No te confundas. No quería sonar crítica. Quiero vivir todo el proceso. No quiero una versión edulcorada de las cosas. Quiero realismo de primera mano.
–Una cosa te puedo asegurar, realismo de «primera mano», no lo vas a encontrar.
–¿Por qué no?
Durante unos segundos se miraron. Las palabras de él resonaban en la cabeza de ella.
A lo mejor era la consecuencia de una noche sin dormir, pero le parecía que había una complicidad indeseada entre ellos, como si ya se hubieran acariciado en la intimidad.
Jonno se apresuró a enjuagar su taza bajo el grifo.
–No puedo dejar que alguien sin experiencia se acerque al ganado. Puede ser peligroso. No puedo arriesgarme a que te hagas daño.
–Pero es mi ganado. Y para mayor veracidad, necesito estar cerca de ellos.
–Y para evitarme yo una demanda por daños de tu revista, yo tengo que proteger tu delicado cuello. Tómate tu tiempo con el desayuno –dijo saliendo de la cocina sin mirarla–. Puedes bajar si quieres, pero no molestes.
Aunque se había hecho la valiente en el desayuno, Camille se estremeció por dentro al acercarse a los establos. Sabía que lo que iba a ver le iba a resultar horrible.
–Quédate aquí –le indico Jonno señalando un lugar cercano a un armatoste metálico que parecía una versión moderna de un potro de tortura.
–¿Qué es eso?
–Es un cepo para sujetar al animal para que no se mueva mientras trabajamos con él.
¡Qué apropiado! Sólo faltaba un látigo y aquello sería como la Inquisición.
A su izquierda vio una llama azul que salía de una bombona de gas y calentaba el hierro ya enrojecido con el que iban a marcar a los animales. Sintió que se le revolvía el estómago.
«Recuerda que el realismo es parte de tu historia».
A su derecha , Jonno guiaba al primer ternero por un pasaje hecho con vallas de acero.
¡Pobrecito! No pudo evitar acercarse para decirle unas palabras tranquilizadoras.
–¡No te acerques o retrocederá! –bramó Jonno–. Te dije que te estuvieras quieta.
Con las piernas separadas, Jonno manejaba una palanca con una mano, mientras que con la otra empujó hábilmente al animal para que entrara hasta el fondo del gigantesco cepo. Con otra palanca, una de las paredes se abrió y el animal trató de salir por allí pero con otro rápido movimiento, el animal quedó inmovilizado por unas barras metálicas
–¡Pobrecito! ¡No se puede mover!
–De eso se trata. Y ahora apártate mientras le pongo la chapa en la oreja.
Utilizando un dosificador con forma de pistola disparó un líquido por el lomo del animal.
–Antes había que sumergirlos. Ahora este spray es suficiente para mantenerlos limpios de garrapatas.
Con los ágiles movimientos de un deportista, Jonno se movía de un lado para otro entre su banco de trabajo y el cepo. Llenó una jeringuilla con vacunas y pinchó al animal. Después le puso con una especie de grapadora, la chapa de la oreja.
–¿Duele?
–Igual que te dolió a ti cuando te hicieron los agujeros para que te pudieras poner esos pendientitos de oro.
Luego tomó la barra de hierro con el sello incandescente y en un movimiento rápido lo estampó en el lomo del animal. Hubo un breve mugido de queja y el aire se llenó de olor a piel quemada.
Camille se llevó la mano a la boca para ahogar un grito. Jonno levantó entonces una de las palancas y el animal salió del cepo apresuradamente.
–Ha tenido que ser horrible –dijo mientras Jonno se dirigía de nuevo a la llama con el hierro–. ¿Cómo es posible que nadie haya inventado un sistema mejor?
El rostro de él permaneció inexpresivo mientras iba a buscar el segundo ternero.
–Como se dice por aquí: si no te gusta el fuego, aléjate de la cocina.
–¡No hace falta convertirse en un monstruo!
–Seré un monstruo, pero mira a tu pequeño… Alonzo.
Señaló al ternero recién liberado, que pastaba tranquilamente a pocos metros de donde había tenido lugar su tormento.
–Tienen una piel muy gruesa. No necesitan ni primeros auxilios, ni terapia psicológica.
Camille tuvo que admitir que no parecía sentir dolor.
–Es posible.
Jonno se dispuso a preparar al siguiente ternero. Camille se sorprendió al darse cuenta de que se sentía más fascinada que horrorizada. Se acercó más, incapaz de apartar la mirada de los desgastados vaqueros de Jonathan y de los poderosos músculos de sus hombros, realzados por el esfuerzo físico. En la foto de la revista se apreciaba ese cuerpo fuerte y esbelto, pero verlo en acción era muy diferente.
¿Cómo sería sentir junto a ella aquel cuerpo magnífico y toda su energía contenida? Seguro que Jonno Rivers era un amante sensacional.
¡Por amor de Dios! ¿Cómo se le ocurrían esas cosas? ¿Cómo podía un hombre lleno de sudor y polvo, rodeado de vacas, resultar tan sexy? ¿Qué le estaba pasando?
Lo normal es sentirse transportada por un aroma de jazmín, una copa de vino en la mesa y un violinista tocando, no por uno establos mugrientos, una barra de hierro para marcar ganado y unos terneros.
Jonno la miraba fijamente, con el spray en la mano con expresión sorprendida.
–¿Vas a quitarme a mi también las garrapatas? –dijo ella señalando la pistola con una risita.
–Perdona –susurró él poniéndose un poco colorado–. Me he distraído.
–¿Sabes? Ahora ya sé cómo hacer estas cosas, así que puedo ayudarte.
–Ni hablar.
–Pero tienes que estar pendiente de montones de cosas a la vez. ¡Vamos! Encárgame alguna cosita a mí. ¿Nunca te ayuda nadie con esto?