No dudes nunca - ¿Lógica o amor? - Barbara Hannay - E-Book
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No dudes nunca - ¿Lógica o amor? E-Book

Barbara Hannay

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Beschreibung

No dudes nunca Claire y Adam Townsend habían hecho todo lo posible para tener un hijo, pero nada había funcionado. De repente un día apareció en su puerta un recién nacido... Claire estaba emocionada con la sorprendente llegada del pequeño, pero a Adam creía que debían averiguar quiénes eran los verdaderos padres del niño antes de adoptarlo como si fuera suyo... ¿Lógica o amor? Cuando el millonario Zac Corrigan se enteró de la muerte de su hermana, supo que debía dedicarse al cuidado de su sobrina recién nacida. Obligado a viajar a Londres, tenía claro que la única persona que deseaba a su lado en un momento como ese era a su asistente personal, Chloe, su preciosa y amable secretaria, eficiente y distante. A Chloe la idea de hacer ese viaje con su apuesto jefe la amedrentaba un poco… pero verle con la pequeña Lucy en brazos le iba a derretir el corazón.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 241 - enero 2022

© 2002 Barbara Hannay

No dudes nunca

Título original: Their Doorstep Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 2014 Barbara Hannay

¿Lógica o amor?

Título original: A Very Special Holiday Gift

Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2002 y 2016

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-1105-399-0

Índice

 

Créditos

Índice

No dudes nunca

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

 

¿Lógica o amor?

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Principios de diciembre, Sidney

 

Adam Townsend sabía que algo iba mal. Muy mal. En cuanto oyó sus pasos, lo supo. Levantó la vista y la vio completamente pálida.

Tenía incluso los labios blancos y los ojos, llorosos. Estaba apoyada en el marco de la puerta, como para no caerse. ¿Qué sucedía? Parecía enferma… frágil como una muñeca de porcelana.

–Claire, ¿qué pasa? –preguntó Adam levantándose sin hacer caso a las protestas de sus sobrinos, con los que estaba jugando–. ¿Qué sucede?

–Creo que he cometido un error espantoso –susurró ella. Adam sintió pánico.

¿Había llegado el momento que llevaba semanas temiendo? ¿La creciente infelicidad de su mujer la había llevado a decir algo de lo que se arrepentiría o a hacer algo de lo que ambos se arrepentirían?

–¿Qué error?

Claire no podía hablar. Sacudió la cabeza y desapareció tan rápido como había aparecido.

–Quedaos aquí –dijo Adam a los tres niños.

Siguió a su mujer hasta la cocina de la cabaña de su hermano Jim.

Jim y su mujer, María, estaban allí, tan preocupados como Claire. María estaba abrazada a su marido, tapándose la boca con una mano mientras con la otra sostenía un papel.

Adam se dio cuenta inmediatamente de que era un cheque y tuvo la horrible corazonada de saber qué había sucedido.

–El bebé –dijo María–. Claire nos ha dado un cheque para Rosa.

Jim gruñó, agarró el cheque y se lo puso a Adam delante de las narices. Adam tragó saliva al ver tantos ceros seguidos. Miró a Claire.

–¿Quieres darle todo eso al bebé?

–Sí –contestó Claire sin mirarlo a los ojos. Estaba claro por qué. No le había consultado su decisión y siempre lo hablaban todo. Por su cuenta y riesgo, les había dado un cheque para su quinta hija.

–Quería echarles una mano –continuó agobiada.

–Quítate la careta, hermanita –intervino Jim–. No ha sido solo para ayudar. Cuéntale a Adam todo.

A Claire le tembló el mentón y las lágrimas empezaron a caerle por las mejillas.

–Es… es como un cambio.

«¡Cielo santo! Cariño, no me creo que hayas hecho esto», pensó Adam.

–A cambio de Rosa –dijo María llorando desconsoladamente.

–¡Es de locos! –gritó Jim–. ¡Quiere comprarnos a nuestra hija!

–Quería ayudaros… –se defendió Claire. Miró a Adam–. Lo siento –murmuró.

Adam sacudió la cabeza. Aquel desastre había tenido lugar en diez minutos escasos. No sabía cómo tomárselo. Nunca se había sentido tan mal. Por una parte, quería abrazar a su mujer para consolarla, pero, por otra, se merecía una buena reprimenda.

Sabía que Claire no podía más, pero había ido demasiado lejos.

–¿Cómo has podido proponernos llevarte a nuestra hija? –preguntó Jim.

María seguía llorando.

–Porque pensé que vosotros lo vais a pasar mal para sacar adelante a tantos niños y yo… nosotros… le podríamos dar un buen hogar.

–Os debéis de creer que estamos en las últimas porque no comemos caviar ni salmón ahumado ni nos vamos de vacaciones a Europa cuando se nos antoja.

Se acercó a su mujer, la abrazó con fuerza y le dio un sonoro beso en la frente.

Adam se sintió mal por no haber hecho lo mismo con su mujer. Aunque su acción hubiera estado mal, entendía perfectamente por qué lo había hecho.

«¿Por qué no me lo habrá dicho primero?»

Claire estaba junto a la puerta de la cocina con una expresión infinita de tristeza, desesperación y culpabilidad. Seguía sin mirarlo.

De repente, levantó la mirada y contestó a su hermano.

–Sería capaz de sacrificar cualquier lujo, cualquier viaje a Europa por un bebé. Sabes lo mucho que deseo tener un hijo.

Jim suspiró.

–Sí, Claire, sé lo mal que lo estás pasando, pero esto… –contestó enarbolando el cheque–. Esto es una locura, aparte de ilegal, claro.

A continuación, rompió el cheque lentamente, cruzó la cocina y lo tiró a la basura.

Claire gritó de dolor y miró a Adam.

–No quería hacer daño a nadie –sollozó mientras iba hacia él–. Lo siento, lo siento mucho. Qué lío he armado.

«Yo también soy culpable. Estaba muy claro y no lo he visto venir», pensó Adam mientras la abrazaba con fuerza.

 

 

Cinco semanas antes, 11.200 metros sobre el Océano Índico

 

Claire quería besarlo. Ya mismo.

No era el mejor momento, rodeados de los demás pasajeros de primera de aquel vuelo Sidney-Roma, pero quedaban muchas horas, demasiadas para tener fantasías con aquel hombre tan guapo que tenía sentado a su lado.

Suspiró y observó su bronceado. Estaba dormido y se le había ladeado la cabeza, con lo que sus labios estaban peligrosamente cerca de ella.

Se quedó mirándole fijamente la boca, tan sensual, se acercó un poco más y sintió un tremendo calor en su interior. Se moría por despertar a aquel hombre con un cálido beso.

No, mejor con un beso apasionado y fuerte.

Mientras lo miraba, su mente se dedicó a divagar. Imaginó su barba de tres días en la mejilla, la caricia de su pelo y la sensación de hundir la lengua en aquel hoyito que tenía en la barbilla.

Tal vez, si se concentrara, consiguiera que aquella magnífica criatura le leyera el pensamiento. Tal vez, percibiera su interés y la tomara entre sus brazos.

A la porra con los demás pasajeros.

Como si la hubiera oído, él abrió los ojos y le sonrió. Claire no pudo evitar echarse un poco más hacia delante y perderse en la profundidad de sus ojos azules.

–Hola –saludó él sin apartarse.

–Hola.

Sus ojos, rodeados de atractivas líneas de expresión, eran todavía más bonitos que su boca. Claire se estremeció de placer mientras se miraban.

Con un poco de suerte, su vecino de asiento, además de guapo sería intuitivo, y la besaría en menos de treinta segundos.

Notó como si le ardiera la cara y la respiración se le aceleró.

«Si no me besa…»

Los dioses estaban de su lado. El hombre se acercó y le agarró la cara entre las manos.

«Gracias a Dios…»

El hombre sonrió mientras la observaba.

–¿Estás siempre así de guapa… por la tarde? –le preguntó consultando el reloj.

–Por supuesto –contestó ella en un hilo de voz–, pero estoy todavía mejor por la mañana.

–Qué interesante.

La besó. ¡Y cómo besaba! Sus labios eran tiernos… y juguetones. Su boca era atormentadora y… qué beso tan lento… Claire sintió que se ahogaba… estaba mareada… cuánto lo había deseado.

–¿El señor y la señora Townsend?

Claire y Adam se separaron. Junto a ellos había una azafata con unas copas de champán.

–¿Quieren celebrarlo? Estamos a punto de cruzar el Ecuador.

–¿Champán? ¿Por qué no? –dijo Claire.

–Por mi audaz e irresistible mujer –brindó Adam cuando la azafata se hubo ido–. Felices vacaciones.

–Felices vacaciones –contestó Claire con dulzura.

–Estabas fingiendo que no nos conocíamos, ¿verdad? –le preguntó Adam al oído.

–Te recuerdo que tú me has preguntado si estaba siempre tan guapa por las tardes, así que también has participado.

–¡Por supuesto! Me encanta –sonrió–. Espero que estas vacaciones nos den para hacer realidad todas tus fantasías.

Y la volvió a besar.

Claire sonrió y dio un trago al champán. Era una mujer con suerte. Ocho años de matrimonio con un hombre de lo más guapo y sensual. Qué suerte tenían de que su matrimonio fuera tan especial, una relación de igual a igual divertidísima.

Eran apasionados amantes, amigos del alma, buenos compañeros de viaje, socios de Nardoo, su finca ganadera… su relación era perfecta en todo.

Bueno, en casi todo.

De repente, allí estaba de nuevo aquel pensamiento negativo, como siempre. Claire dejó la copa en la bandeja y comprobó que le temblaba la mano.

Cerró los ojos e intentó bloquear aquella espantosa tristeza. «Ahora, no». No quería que pasara en ese momento. Adam y ella estaban comenzando unas vacaciones muy especiales.

«Esta vez, sí que sí. Esta vez sí que me quedo embarazada. Cuando volvamos, estaré embarazada», se repitió por enésima vez en los últimos días. Y, una vez más, se prometió que no iba a permitir que aquellos pensamientos negativos le estropearan las vacaciones.

Seguro que las semanas que tenían por delante los ayudarían…

Seguro que aquel mes… aquella vez…

–¿Estás bien? –preguntó Adam.

Claire asintió sin atreverse a mirarlo porque temía que se le saltaran las lágrimas. «¡Tengo que pensar en otra cosa! ¡Vamos! ¡No fastidies el viaje!»

Se echó hacia delante y sacó el libro de misterio que estaba leyendo. Con un poco de suerte, aquello la distraería.

Tomó un buen trago de champán y comenzó a leer.

 

 

Adam, de pie en el balcón de la suite, miró la maravillosa ciudad que tenía ante sí. Roma de noche era increíble.

Estiró los brazos y movió los hombros para intentar liberar la tensión acumulada después del largo viaje. A sus espaldas, oyó a Claire meterse en el baño de aceites esenciales.

Sonrió y decidió unirse a ella. De repente, cambió de parecer. ¿No se estaría haciendo Claire demasiadas ilusiones con aquel viaje? Adam sospechaba que el único objetivo de su mujer durante aquellas vacaciones era quedarse embarazada.

¿Y si no sucedía?

Suspiró. El médico no les había dado muchas esperanzas y a Adam cada vez le costaba más consolarla.

La quería mucho.

¿Cómo no la iba a querer si era un amor de mujer? Tenían importantes puntos en común, como la pasión al hacer el amor y un gran interés en Nardoo.

Y lo más importante era que era su mejor amiga. ¡Era una mujer muy divertida!

En ocho años, su relación no había hecho más que afianzarse. Sin embargo, últimamente, Adam tenía miedo de que Claire no lo quisiera tanto como él a ella por el tema del bebé. Se dijo que aquello era imposible. Sabía que lo quería. Se lo demostraba constantemente. No obstante, su deseo de quedarse embarazada estaba llegando a límites insospechados.

Él también quería tener un hijo. Tras la muerte de sus padres en un accidente aéreo, pensó en tener descendencia para que Nardoo se quedara en la familia.

Cuando las posibilidades se fueron haciendo cada vez más inciertas, lo asumió y aprendió a vivir con ello. No había tirado la toalla, pero sabía que le bastaba tener a Claire para ser feliz.

Ella no parecía pensar lo mismo. Quedarse embarazada se había convertido en una obsesión.

En ese momento, oyó la puerta del baño y apareció Claire, envuelta en una gran toalla color cereza y con el pelo recogido con una pinza. No tenía ni rastro de maquillaje y estaba realmente guapa.

Le acarició la mejilla con ternura.

–¿Estás cansado?

–Sí, un poco –contestó Adam besándole la mano.

–Los vuelos largos son terribles, ¿verdad? –dijo Claire sonriendo sensualmente–. Es una pena que estés cansado –añadió deslizando la mano desde la mandíbula hasta el cuello abierto de la camisa.

Adam vio un brillo especial en sus ojos marrón chocolate. El mensaje estaba claro.

Se sintió invadir por el deseo.

–¿He dicho que estaba cansado? –bromeó–. No, no estoy cansado en absoluto, pero me gustaría darme una ducha.

–Puedes dejarlo para luego.

Adam se echó hacia delante riendo, pero Claire se escabulló.

–¡Eh, un momento! –sonrió.

Se quitó la pinza del pelo y se sacudió la melena rubia. Tiró la pinza, se puso las manos en las caderas y echó el cuerpo hacia delante para resaltar sus pechos.

Adam sintió que se derretía por dentro al ver cómo el nudo de la toalla se deshacía y esta caía al suelo.

–Ah… ahora estoy mucho mejor –murmuró Claire.

Adam fue hacia ella y, aquella vez, Claire no se resistió. Le agarró las nalgas apasionadamente y la empujó contra su erección.

–Dentro de un rato sí que vas a estar bien –contestó Adam.

Claire le desabrochó la camisa.

–Sí, en cuanto te quites esto.

–Vaya, vaya, tengo una mujer de lo más desvergonzada –susurró Adam mientras aspiraba su aroma a sándalo y flores.

–Y te encanta, ¿verdad?

–Por supuesto.

Adam la llevó a la enorme cama que tenían detrás y la empujó, provocando que Claire emitiera un gritito de sorpresa al caer sobre el colchón.

Adam se quitó la camisa rápidamente y sonrió mientras la miraba. Ocho años con ella y no se cansaba de mirarla.

Mientras se desabrochaba el cinturón, sin dejar de mirarla, sintió que el deseo era irreprimible.

–¿Sigo estando guapa por las noches? –preguntó con voz ronca.

Adam observó aquellos pechos, su cintura estrecha, sus caderas redondeadas y sus larguísimas piernas.

–Sabes que sí –contestó Adam también con voz ronca–. Por las mañanas, estás muy bien; por las tardes, estás mucho mejor y, por las noches, estás tan bien que no puedo ni pensar con claridad.

–Pues deja de pensar –le ordenó Claire paseando la mirada por su cuerpo–. Tú sí que estás bien y eres todo mío.

Adam la besó con pasión.

–Tienes razón, pequeña, soy todo tuyo.

–Me encanta.

Se volvieron a besar y ya no pararon de acariciarse y de saciarse como viejos amantes que eran.

–Oh, Adam, hazme el amor –suplicó Claire con los ojos medio cerrados–. Te necesito.

Ante aquella orden tan dulce, Adam obedeció y se olvidó de sus dudas.

Capítulo 2

 

Le he puesto una vela a San Antonio –dijo Claire al llegar al café.

Llevaban tres semanas en Europa, yendo a seminarios y conferencias. Habían recorrido el norte de Italia y aquel día estaban en Padua antes de tomar un tren para Florida.

–¿Y por qué a San Antonio, en especial? –le preguntó Adam mientras el camarero les servía un café y una porción de pizza.

–Porque he leído en un folleto que muchas parejas que no pueden tener hijos le confían su suerte. Suelen venir a esta iglesia de Padua en particular –contestó agarrándolo del brazo–. Dicen que ha hecho varios milagros. Tendrías que haber venido conmigo.

Adam prefirió no contestar. Dio un largo trago al café, que estaba hirviendo. Las vacaciones habían sido maravillosas, pero Claire no se había relajado ni un instante, como le había aconsejado el médico, que le había dicho que se olvidara del tema del bebé si se quería quedar embarazada porque obsesionarse era lo peor.

Sin embargo, Claire estaba más obsesionada que nunca. Si no estaba poniendo velas en las iglesias, estaba comprando cosas para su cuñada María y sus hijos.

Se pasaba horas eligiendo ropa y juguetes que le hubiera gustado comprarle a su hijo si lo tuviera.

No se había comprado nada para ella. Adam sabía que compraba tantos regalos para María porque su cuñada estaba a punto de dar a luz. ¡A su quinto hijo!

Aunque Claire quería hacerle creer que se alegraba mucho por la joven, Adam temía que aquella situación la hiciera sentirse más triste que nunca.

Y él no podía hacer nada.

 

 

En el tren que les había de conducir a Florencia, Claire apoyó la cabeza en el hombro de Adam y se dedicó a disfrutar del paisaje. Hasta que sonó el móvil.

–Cuánto me alegro. Enhorabuena. Gracias por llamar para decírnoslo. Dale un beso a María de nuestra parte –dijo Adam antes de colgar.

Claire sabía que era su hermano.

–María ha tenido un niña –dijo Adam un poco preocupado.

–Qué bien –susurró Claire–. ¿Cómo se va a llamar?

–Rosa.

De repente, se puso a llorar.

–Rosa es un nombre precioso –sollozó–. Otra niña. Oh, Adam, tienen cinco hijos. No creo que pueda soportarlo.

Intentó parar de llorar, pero no podía. ¡Qué vergüenza! Los demás pasajeros la estaban mirando, pero ni por esas podía parar.

Adam la abrazó y Claire se lo agradeció aunque sabía que era imposible que su marido entendiera cómo se sentía. Nadie podía comprender cómo se sentía por tener celos de los que tenían hijos y luego sentirse culpable por ello.

Adam no podía entender lo vacía que se sentía. No podía imaginarse cómo se moría por acunar a un bebé entre sus brazos.

Siempre se había mostrado increíblemente racional y fatalista con su situación. La había acompañado a todas las pruebas y había aceptado con resignación los resultados. Los dos estaban bien. En teoría, podían tener un hijo tranquilamente, así que él lo había asumido y tan contento. Si Claire se quedaba embarazada, estupendo, y si no, también.

Sin embargo, para ella era mucho más difícil. Se pasaba todo el mes pendiente de su cuerpo y, cuando estaba claro que de nuevo nada, se sentía como congelada por dentro.

Odiaba aquel sentimiento de vacío, de fracaso. Lo temía y le asustaba que le fuera a pasar de nuevo.

Tras un buen rato, fue capaz de levantar la cabeza, secarse las lágrimas y esbozar una sonrisa. ¡Pobre Adam! Le estaba fastidiando las vacaciones con su histeria. Sintió remordimientos.

Para cuando llegaron a Florencia, Claire tenía claro que no debía mencionar a la hijita de María ni a ningún otro niño. Durante los siguientes días, se concentró única y exclusivamente en Adam y en la borrachera de arte de las catedrales, las plazas y los museos.

Salían a pasear agarrados de la mano, iban a los mercados, a cenar, bebían vino y hacían el amor hasta bien entrada la noche.

La mañana en la que tenían que irse a Asís, Claire entró en el baño y se encontró con lo que más temía. ¡Oh, no! No podía ser.

Se sentó en el borde de la bañera e intentó llorar en silencio para que Adam no se enterara.

Había fallado de nuevo. Aquellas vacaciones tranquilas no habían servido de nada. Una vez más, su mundo se paró.

«Otra oportunidad perdida».

«Ocho años de matrimonio y nada».

Al cabo de un rato, reunió fuerzas para salir del baño.

–¿Estás bien? –le preguntó Adam.

Ella asintió.

–¿Seguro? No lo parece.

–Sí, sí, de verdad. Estoy bien –contestó decidida a no fastidiar a Adam. No se merecía que le echara encima su desesperación–. Termina de hacer la maleta. Yo voy a comprar una cosa que vi ayer –añadió yendo hacia la puerta e intentando sonreír.

Adam la agarró de las manos y la miró a los ojos.

«Lo sabe», pensó Claire.

–¿Sabes que eres la chica más guapa de esta ciudad?

–Claro –contestó Claire saliendo de la habitación.

Una vez en la calle, tomó aire varias veces para calmarse. Fue a Via Ghibellina y compró aquella preciosa chaquetita rosa hecha por las monjas. Había estado a punto de comprarla el día anterior por si estaba embarazada. Ahora, ya no tenía más remedio que comprarla para Rosa.

De vuelta en el hotel, la metió en la maleta sin decir nada junto con los demás regalos para la familia de Jim. Adam la observó con el ceño fruncido.

 

 

–¡Tía Claire! ¡Tío Adam!

–¡Mamá, ya están aquí!

Claire oyó los gritos de sus sobrinos antes de llegar al porche, lleno de plantas secas. Parar en Sidney antes de recorrer los dos mil kilómetros que los separaban de Nardoo había sido idea suya. Sabía que Adam se estaba arrepintiendo por miedo a su reacción al ver al nuevo bebé, pero Claire estaba decidida a ser fuerte.

Tenía que darles los regalos a Jim y a María sin numeritos y sin lágrimas.

No le dio tiempo ni a llamar a la puerta, que tenía pintura saltada, porque tres caritas encantadoras ya la habían abierto.

–¡Hola! –saludó Claire abriendo los brazos para abrazar a Tony, Luke y Totó, que la llenaron de besos y abrazos–. Madre mía, qué grandes estáis.

Vio aparecer a María con Francesca en brazos. La joven parecía cansada. ¿Cómo no lo iba a estar con la casa llena de niños?

Y acababan de tener otra…

Entró en la casa y miró a su alrededor con el estómago dándole vueltas. ¡Podía hacerlo! No vio la cuna por ningún sitio. No sabía si sentirse aliviada o decepcionada.

Pensó que estaría durmiendo en alguna habitación.

Adam sacó los regalos y los puso encima de la mesa mientras sus sobrinos intentaban tirarlo al suelo para luchar con él, que era lo que más les gustaba. Adam siempre se había llevado bien con ellos.

–Un momento, tigres, dejadme que salude a vuestra madre primero –rio.

–Jim debe de estar metido en algún atasco, pero no creo que tarde. Sentaos, por favor –les indicó María.

Claire se moría por preguntarle por la recién nacida, pero no lo hizo. En su lugar, se sentó y repartió los regalos.

–Os hemos comprada unas cosas que no aguantan hasta Navidad y un panetone de Siena.

–Gracias –dijo María encantada–. ¿Os ha gustado Italia?

Claire sintió simpatía por su cuñada, que no conocía la tierra de la que procedía su familia.

–Nos ha encantado –le dijo–. Os hemos traído montones de fotos.

Los niños se arremolinaron alrededor de la mesa y comenzaron a abrir los regalos entre risas y gritos de júbilo.

Claire entregó a María el florero de cristal en forma de ángel que le había comprado en Venecia. Se sintió mal al comprobar que no iba nada con el resto de la casa. Era como poner una exótica orquídea entre unas pobres margaritas.

Dejó la chaquetita que había comprado en Florencia para el último momento.

–Y esto es para Rosa –dijo entregándosela con manos temblorosas.

–Oh –exclamó María al quitar el papel y ver aquella obra de arte en miniatura–. Es… exquisita.

–Rosa va a parecer una princesa –dijo Tony corriendo al lado de su madre.

Claire y Adam se miraron. Claire miró la delicada prenda y observó que su cuñada llevaba un sencillo vestido de algodón que había pasado de moda hacía, por lo menos, cinco veranos. Los niños iban descalzos, con camisetas y pantalones cortos desgastados de tanto lavarlos. Comprendió que María no iba a tener tiempo de lavar la chaquetita a mano. Había sido un regalo de lo más desafortunado.

–No pude evitar comprarla –dijo en un hilo de voz.

–Es preciosa. Muchas gracias. Se la pondré para la misa de Navidad. Será el bebé mejor vestido de Sidney –sonrió María.

Claire se sintió algo mejor. Adam ya había sucumbido a los ruegos de Tony y Luke y estaban luchando en la alfombra y, en ese momento, apareció Jim con una caja de cervezas. Totó intentó meterse también en la pelea y se golpeó la cabeza contra la mesa. Sonó el teléfono y se oyó un llanto al final del pasillo.

–Hola, hermanita –la saludó Jim dándole un beso en la mejilla. Y se fue a contestar el teléfono.

Totó estaba inconsolable y solo quería estar con su madre, así que…

–¿Quieres que vaya a ver a la niña? –propuso Claire.

–Gracias –contestó María agotada.

Claire hubiera jurado que había visto lágrimas en los ojos de su cuñada. Nada más entrar en la habitación, vio la cuna junto a la ventana. Al rodear la cama de los padres, pisó un colchón que había en el suelo. Debía de ser donde dormía Francesca.

Allí estaba Rosa Claire Tremaine.

Al acercarse, no pudo evitar que se le hiciera un nudo en la garganta y que se le llenaran los ojos de lágrimas.

La pequeña estaba tumbada en su cunita, que no tenía ningún tipo de adorno, ni siquiera un lazo y, como había supuesto su tía, no llevaba más que un pañal y una camisetita.

Claire la observó en silencio. Era una niña preciosa, un milagro en miniatura.

–Qué niña tan triste –murmuró Claire al tomarla en sus brazos con delicadeza.

Casi inmediatamente, la niña se calmó. Claire aspiró su aroma, aquel olor inconfundible a recién nacido.

Cual cachorro de gato, Rosa apoyó la cabeza en su hombro y le babeó el cuello.

Claire sintió un repentino torbellino de amor por aquella niña. Tenía que ser valiente, pero llevaba tanto tiempo deseando tener a un bebé entre sus brazos, llevaba tiempo con aquel vacío tan doloroso en su interior que sintió cómo se le desgarraba el corazón.

Durante los primeros tres años de matrimonio, ni Adam ni ella se habían planteado tener hijos, pero después… Claire llevaba cinco años queriendo quedarse embarazada. Sesenta meses de decepciones y vacío.

Y María, sin embargo, mucho más joven que ella y a hijo por año durante los últimos cinco. ¡Le bastaba con mirar a su hermano para quedarse embarazada! ¡Cinco hijos! No era justo.

No era nada justo.

–Si fueras mi hija –susurró Claire acunándola–, tendrías la mejor habitación de bebé del mundo, con ropita, polvos de talco y cremas para tu delicada piel. Te cuidaría tan bien…

Se miró en el espejo y vio a una mujer alta y delgada, guapa, pero triste, con ojos marrones y grandes y rizos dorados.

«¿No merezco ser madre, acaso?»

Sus ojos se posaron en la parte más bonita de la escena, el bebé que tenía entre los brazos. Rosa era perfecta, parecía hecha para ella.

Claire sintió una terrible punzada de dolor en el pecho.

–Pondría una mecedora en el porche y nos sentaríamos allí a esperar a que Adam volviera a casa a caballo después de un largo día de trabajo –susurró–. Serías tan feliz en el campo. Podrías ayudarme a dar de comer a los loros que vienen a casa al atardecer.

El bebé dejó de emitir sus ruiditos, como si la estuviera escuchando.

–Hay un gorrión que golpea todas las mañanas en la ventana de la cocina para que le demos el desayuno –continuó Claire–. Y, cuando fueras mayor, podrías jugar en el precioso jardín que tenemos en Nardoo. Adam te compraría un pony y te enseñaríamos a montar.

Sabía que Adam sería un padre maravilloso. ¡El mejor del mundo! Sería tan bonito…

Claire dio un beso a la niña sin poder parar de llorar. Nadie entendía su dolor.

Nadie.

Oyó un carraspeo en la puerta. Era Adam. La miró y frunció el ceño. Entró en la habitación y fue hacia ella con una sonrisa incierta en los labios.

Miró al bebé.

–¿Verdad que es preciosa? –susurró Claire.

–Sí –contestó él acariciando la manita de la niña y, a continuación, la mejilla arrasada por las lágrimas de su mujer–. ¿Estabas imaginando que era tuya?

Miró a Adam y las lágrimas se convirtieron en terribles sollozos.

–Mi amor –dijo abrazándola–. Vamos, no llores. Vas a hacer que llore la niña.

Aunque se había propuesto ser fuerte, no podía parar. Se apoyó en el pecho de Adam y desahogó el dolor de tantos meses esperando un bebé y de todos los que le quedaban por delante.

Sentía los brazos de su marido a su alrededor y sus labios en la frente, pero, para su horror, no sintió el consuelo de otras veces.

Solo había una persona capaz de consolarla y era la pequeña que tenía entre sus brazos.

Capítulo 3

 

En el taxi que los llevaba desde las afueras de Sidney hasta su hotel, Adam y Claire se mantuvieron en silencio. Claire miró furtivamente a su marido un par de veces. A la luz de una farola, vio dolor en sus ojos.

Claire sintió una gran angustia en el pecho. ¿Cómo iba a vivir con aquella vergüenza? ¡Le había pedido a su hermano que le vendiera a su hija!

¿Cómo se le había pasado por la cabeza que María y Jim iban a estar de acuerdo? ¿Cómo no se había dado cuenta de que su propuesta les iba a parecer insultante?

¡Había perdido la cabeza!

No lo había pensado bien. Se le había pasado por la cabeza la idea y la había soltado sin más.

Durante una fracción de segundo, le había parecido la mejor solución para los problemas de todos.

Su hermano y su cuñada lo estaban pasando mal para llegar a fin de mes. María estaba agotada, la casa estaba fatal y podrían ver a Rosa cuando quisieran.

Sin embargo, de repente, aquella idea había pasado a ser la peor de su vida. Tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar. Estaba harta de llorar.

¡La que había montado! Además, había herido también a Adam. Lo había visto en su cara.

Se echó hacia atrás y cerró los ojos. Al recordar la expresión de su marido al darse cuenta de lo que había hecho, sintió que las lágrimas insistían en salir.

–No estás sola en esto –le había recordado Adam. Claire había sentido una terrible culpa.

Hacer semejante propuesta a su hermano sin ni siquiera haberlo consultado con Adam era una prueba más de lo mal que había actuado.

Le había pedido perdón al salir de casa de Jim y María, pero tenía la impresión de que sus disculpas habían llegado demasiado tarde.

Por primera vez, sintió que en su matrimonio se había abierto una grieta difícil de cerrar.

Se habría sentido mejor si Jim y María hubieran entendido cómo se sentía tras años y años intentando quedarse embarazada, pero no era así.

Ni siquiera Adam la entendía al cien por cien. No podía imaginarse cómo se sentía, mes tras mes, al comprobar que su tripa estaba vacía de nuevo…

Quería que la entendiera. Necesitaba que su marido la comprendiera, pero temía que fuera pedirle demasiado. El problema de la infertilidad no era lo mismo para un hombre que para una mujer.

Nadie decía de un hombre que era estéril.

Sintió pena de sí misma. En ese momento, se dio cuenta de que habían llegado al hotel.

Adam pagó al conductor mientras Claire entraba al vestíbulo, en lugar de esperarlo, como habría hecho si hubiera sido una noche normal.

En el ascensor, subieron en un incómodo silencio, mirando a la nada.

–Sé que estás muy enfadado –le dijo nada más entrar en la habitación–. Siento mucho haberme comportado como lo he hecho. No pensé el daño que les iba a hacer a Jim y a María. Debes de sentir vergüenza de mí.

Adam suspiró y dejó las llaves y la cartera sobre la mesa.

–No estoy avergonzado de ti, Claire.

–Pero estás enfadado…

–Porque les has ofrecido el dinero sin hablar conmigo primero.

Claire sintió un nudo en la garganta. Su marido tenía todo el derecho del mundo a estar enfadadísimo, pero no era así. No quería llorar más, pero era difícil.

–No tuve tiempo –se excusó–. Se me ocurrió de repente y… no pude evitarlo, Adam. Sentí que tenía que hacerlo ya.

–Es como si yo no contara. Desde luego, no es la idea que tengo de convertirme en padre.

–Oh, Adam –sollozó Claire–. Lo siento mucho. Me temo que… nuestro problema… todo esto de la infertilidad… es mucho más duro para mí que para ti.

Adam se desabrochó la camisa.

–¿Por qué crees eso?

–Porque las mujeres nos obsesionamos más con tener hijos y porque la sociedad espera que las mujeres tengamos hijos.

Adam sonrió débilmente.

–Hombre, nosotros también tenemos algo que decir en el proceso.

–Claro que sí, pero tienes que admitir que, en lo que se refiere al embarazo, se espera más de las mujeres.

Adam se acercó y la tomó entre sus brazos.

–Cariño –murmuró con tristeza–. Ya hemos pasado por esto antes. Sabes que tú no tienes la culpa. Lo hemos hablado mil veces.

–Adam, si no puedo tener hijos, mi vida no tiene sentido. ¿Para qué sirve una mujer si no puede cumplir con la misión para la que nació?

Adam la soltó y dio un paso atrás.

–Me parece que te estás pasando, Claire. Somos jóvenes. No te des por vencida.

–Es difícil no hacerlo.

–Mira a tu alrededor. Hay muchas mujeres que no tienen hijos y que llevan vidas ricas y se sienten realizadas.

–¡Pero yo no soy así!

–¿Cómo lo sabes?

Claire suspiró.

–Adam, si lo pienso, sé que tienes razón, pero mi corazón me dice lo contrario. En lo más profundo de mí, sé que estoy predestinada a tener hijos.

–Oh, Claire…

–Sé que estoy hecha para ser madre. De lo contrario, no me dolería tanto no serlo, no sentiría este horrible vacío. Por eso, he hecho lo que he hecho. Tomé a Rosa en brazos y… y… se me fue la cabeza.

–Lo sé, Claire. Lo sé –dijo Adam besándola en la frente.

Adam no podía hacer nada más que darle su amor. Debería haber sido suficiente y Claire lo sabía, pero aquella noche… ¿Por qué aquella noche no lo era?

Se metieron en la cama y Adam no intentó hacerle el amor. La besó, la abrazó y se durmió.

Pero Claire se quedó dando vueltas en la oscuridad, sin poder dormir, recordando la cara de María y sus palabras.

«Si algún día tienes un hijo, lo entenderás. No se le puede pedir a una madre que se deshaga de un hijo. Me estás pidiendo algo imposible. Preferiría morirme de hambre que tenerme que separar de cualquiera de mis pequeños».

«Si algún día tienes un hijo…» Aquellas palabras no se le iban de la cabeza. Se sintió más vacía que nunca y, además, culpable.

 

 

–He decidido hacer otro jardín en el lado oeste –anunció Claire el primer fin de semana tras su vuelta a Nardoo.

Adam apartó el plato del desayuno y se dispuso a enfrentarse a la enorme cantidad de correo que había llegado en su ausencia.

–Me parece una buena idea –sonrió.

Sabía que era la forma que tenía su mujer de decirle que no quería volver a hablar de lo que había pasado en casa de Jim.

Desde entonces, estaba débil e insegura. No había parado de recriminarse su comportamiento.

Adam esperaba que, una vez en casa, fuera capaz de olvidarse del incidente.

Claire siempre le había dado mucha importancia a lo que su familia pensara de ella. Adam se preguntaba por qué. Durante aquellos años, se había tenido que morder la lengua más de una vez al ver lo poco que la ayudaban.

–Pues no lo entiendo. Las mujeres de la familia nunca hemos tenido problemas para tener hijos. Toma vitaminas y dale también a Adam –le había dicho su madre, Mary Tremaine, cuando le había contado que tenía problemas para quedarse embarazada.

Su hermana pequeña, Sally, había sido todavía menos considerada.

–Bueno, no te quejes, tienes un marido que está estupendo, así que, mientras buscáis el bebé, disfruta –se había reído.

Jim y María estaban demasiado ocupados con su propia familia como para preocuparse por la de los demás.

Se dio cuenta de que, con el tiempo, Claire fue dejando de hablar del tema con su familia. Cuando preguntaban, se hacía la remolona.

Adam abrió otro sobre mientras Claire se terminaba el té.

–Me alegro de que haya llovido. Temía encontrarme el jardín marchito a la vuelta.

–Sabes que Nancy y Joe no habrían dejado que eso sucediera. Llevan aquí más tiempo que yo y aman esta tierra tanto como tú y yo –contestó Adam pasándole un montón de cartas–. Estas son tuyas.

–Luego las leo –dijo levantándose–. Voy a ir a ver a mis flores.

–Claire, ¿eres feliz aquí, en mitad de la nada? –dijo Adam poniéndose en pie y yendo hacia ella.

–Adam –suspiró ella apoyando la cabeza en su hombro–. Por supuesto que sí. Me encanta vivir aquí –añadió besándolo–. Además, estás tú.

Adam sintió que el corazón le daba un vuelco al oír que su sola presencia la hacía feliz.

–A veces, me preocupa que vivir aquí te resulte difícil. Te has tenido que acostumbrar a la soledad, pero es increíble la cantidad de cosas que has aprendido sobre la finca. Debes de echar de menos a tus amigos y como no tenemos hijos…

–Tengo el jardín –insistió Claire–. Heather Crowe lleva años insistiendo para que forme parte de la Asociación Jardines Abiertos. Ya sabes, tienes que abrir tu jardín al público un par de veces al año.

–¿Te gustaría hacerlo?

–Puede que sí. Me lo pensaré –contestó Claire besándolo de nuevo–. No te preocupes por mí. Cometí un terrible error en Sidney, pero no me estoy volviendo loca.

–Como me vuelvas a besar así, no te voy a dejar que vayas a ver el jardín –bromeó Adam–. Vete ya, anda.

 

 

Claire cruzó el luminoso comedor, recorrió el pasillo y llegó al vestíbulo, donde se puso el sombrero antes de salir al porche lleno de flores.

Ante ella, se extendía el jardín de Nardoo.