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"Sé que me desprecian; pero permítame decirle que es porque no me comprenden ".En esta novela Elisabeth Gaskell nos cuenta la historia de Margareth, una mujer joven que por motivos económicos ha de trasladarse del Sur de Inglaterra, abandonando en este exilio su vida en un entorno rural bucólico e idílico, para irse a vivir al Norte del país, la representación de la suciedad, la violencia y la dureza.A través de su historia la autora hace una denuncia social de las condiciones de la clase obrera de la época y la Inglaterra de mitad del siglo XIX con una revolución industrial incipiente que trae consigo conflictos políticos y sociales que moldearán la sociedad del país.A medida que la protagonista va entablando relaciones personales con los distintos personajes, y va entrando a conocer y formar parte de los diferentes estratos sociales, observaremos una evolución interior y un cuestionamiento de sus prejuicios y estructuras. Su amistad con Bessy, la joven obrera y líder sindical, así como la atracción que no puede evitar sentir hacia el padre de ésta, el dueño de la fábrica textil, Mr. Thornton, hacen que tenga que poner en revisión sus creencias personales y emprenda un camino interior de reconciliación y aceptación de sus sentimientos. Margareth se da cuenta de que algo en ella ha ido cambiando cuando se ofrece a prestarle a Mr. Thornton el dinero que le salvará de la bancarrota...La riqueza de los personajes así como de la trama y la historia consiguieron que esta novela haya sido llevada a la pantalla en tres ocasiones, la primera de ellas ya en los años 60, y haya sido también adaptada a un miniserie por la cadena británica BBC en 2004.-
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Elizabeth Cleghorn Gaskell
Saga
Norte y sur
Original title: North and South
Original language: English
Copyright © 1854, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726672718
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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—¡Edith! —susurró Margaret con dulzura—. ¡Edith!
Pero Edith se había quedado dormida. Estaba preciosa acurrucada en el sofá del gabinete de Harley Street con su vestido de muselina blanca y cintas azules. Si Titania se hubiese quedado dormida alguna vez en un sofá de damasco carmesí, ataviada con muselina blanca y cintas azules, podrían haber tomado a Edith por ella. Margaret se sintió impresionada de nuevo por la belleza de su prima. Habían crecido juntas desde niñas, y todos menos Margaret habían comentado siempre la belleza de Edith; pero Margaret no había reparado nunca en ello hasta los últimos días, en que la perspectiva de su separación inminente parecía realzar todas las virtudes y el encanto que poseía. Habían estado hablando de vestidos de boda y de ceremonias nupciales; del capitán Lennox y de lo que él le había explicado a Edith sobre su futura vida en Corfú, donde estaba destacado su regimiento; de lo difícil que era mantener un piano bien afinado (algo que Edith parecía considerar uno de los problemas más tremendos que tendría que afrontar en su vida de casada), y de los vestidos que necesitaría para las visitas a Escocia después de la boda. Pero el tono susurrado se había ido haciendo cada vez más soñoliento hasta que, tras una breve pausa, Margaret comprobó que sus sospechas eran ciertas y que, a pesar del murmullo de voces que llegaba de la sala contigua, Edith se había sumido en una plácida siestecilla de sobremesa como un suave ovillo de cintas, muselina y bucles sedosos.
Margaret iba a contarle a su prima algunos planes y sueños que abrigaba sobre su vida futura en la rectoría rural en que vivían sus padres y donde había pasado siempre las vacaciones muy contenta, aunque en los últimos diez años la casa de su tía Shaw había sido su hogar. Pero, a falta de oyente, tuvo que considerar en silencio el inminente cambio de la vida que había llevado hasta entonces. Fue una cavilación feliz, si bien matizada por la pena de verse separada durante un tiempo indefinido de su cariñosa tía y de su querida prima. Mientras pensaba en la dicha que supondría ocupar el importante puesto de hija única en la vicaría de Helstone, llegaban a sus oídos retazos de la conversación de la sala contigua. Su tía Shaw conversaba con cinco o seis señoras que habían cenado allí y cuyos esposos seguían en el comedor. Eran los asiduos de la casa, vecinos a quienes la señora Shaw llamaba amigos sólo porque comía con ellos más a menudo que con otras personas y porque si Edith o ella necesitaban algo de ellos, o a la inversa, no tenían reparos en acudir a sus respectivas casas antes de la hora del almuerzo. Aquellas señoras y sus esposos habían sido invitados a la cena de despedida, en su calidad de amigos, en honor de la próxima boda de Edith. Ésta había puesto bastantes objeciones al plan, pues esperaban al capitán Lennox, que llegaría aquella misma tarde en un tren de última hora; pero, aunque era una niña mimada, era demasiado despreocupada y negligente para tener una voluntad propia muy fuerte, y cedió en cuanto supo con certeza que su madre había encargado los exquisitos manjares de la temporada que se supone que son siempre eficaces contra la pena desmedida en los banquetes de despedida. Se conformó recostándose en la silla, jugueteando con la comida de su plato, y mostrándose seria y distraída, mientras todos los que la rodeaban disfrutaban con las ocurrencias del señor Grey, el caballero que ocupaba siempre la cabecera de la mesa en las cenas de la señora Shaw y que pidió a Edith que los obsequiara con un poco de música en la sala. El señor Grey estuvo especialmente simpático en aquella cena de despedida, y los caballeros permanecieron en el comedor más tiempo del habitual. Y había estado bien que lo hicieran así, a juzgar por los fragmentos de conversación que le llegaban a Margaret.
—Yo sufrí demasiado, y no es que no fuera muy feliz con el pobre y querido general. Pero aun así, la diferencia de edad es un inconveniente; un inconveniente que yo estaba decidida a que Edith no tuviera que soportar. Claro que ya preveía yo que mi preciosa hijita se casaría pronto. Y no es pasión de madre. De hecho, había dicho muchas veces que estaba segura de que se casaría antes de cumplir los diecinueve años. Tuve un sentimiento muy profético cuando el capitán Lennox —y aquí la voz se convirtió en un susurro inaudible, aunque Margaret pudo llenar el vacío sin problema. El curso del verdadero amor de Edith había sido sumamente fácil. La señora Shaw había cedido al presentimiento, como decía ella, y en realidad había alentado la boda, aunque quedaba por debajo de las expectativas que muchos conocidos de Edith habían imaginado para ella: una heredera joven y hermosa. Pero la señora Shaw alegó que su única hija se casaría por amor, y suspiró profundamente, como si el amor no hubiese sido el motivo de que ella se hubiera casado con el general. La señora Shaw disfrutaba del romanticismo del presente compromiso bastante más que su hija. Y no es que Edith no estuviera profunda y absolutamente enamorada, aunque sin duda habría preferido una buena casa en Belgravia a todo el pintoresquismo de la vida en Corfú que describía el capitán Lennox. Edith simulaba temblar o estremecerse ante los mismos detalles que entusiasmaban a Margaret mientras escuchaba; en parte, por el placer que le procuraba que su tierno enamorado la disuadiera de sus aflicciones y, en parte, porque todo lo relativo a una vida provisional o errante le resultaba verdaderamente desagradable. Pero si hubiese aparecido alguien con una mansión espléndida, un gran patrimonio, y un buen título por añadidura, Edith se habría aferrado al capitán Lennox mientras la tentación durara; y es posible que, cuando pasara, hubiera tenido pequeñas dudas de mal disimulado arrepentimiento por que el capitán Lennox no aunara en su persona todo lo deseable. En eso se parecía a su madre, que, después de casarse a sabiendas con el general Shaw sin ningún sentimiento más cálido que el respeto a su carácter y su posición, no había dejado de lamentar nunca, aunque discretamente, la mala suerte de verse unida a alguien a quien no podía amar.
»No he escatimado gastos en su ajuar —fueron las palabras que oyó Margaret a continuación—. Tiene todos los chales y pañuelos indios preciosos que me regaló el general y que yo no volveré a usar.
—Es muy afortunada —repuso otra voz, que Margaret reconoció. Era la señora Gibson, una dama que se interesaba mucho más en la conversación porque una de sus hijas se había casado hacía pocas semanas—. Helen tenía toda su ilusión puesta en un chal indio, pero la verdad es que cuando averigüé el precio exagerado que pedían por él, me vi obligada a negárselo. Se morirá de envidia cuando sepa que Edith tiene chales indios. ¿De qué clase son? ¿De Delhi, con esas preciosas orlas?
Margaret oyó de nuevo a su tía, pero esta vez, como si se hubiera incorporado de su posición medio recostada y mirara hacia el gabinete, donde la luz era más tenue.
—¡Edith! ¡Edith! —gritó; y se recostó como si estuviera agotada por el esfuerzo.
Acudió Margaret.
—Edith se ha dormido, tía Shaw. ¿Puedo hacer yo algo?
—¡Pobrecita! —exclamaron las damas al unísono al oír aquella triste información sobre Edith. Y la perrilla faldera de la señora Shaw empezó a ladrar en sus brazos como si la explosión de piedad la hubiera agitado.
—¡Cállate, Tiny, niña mala! Vas a despertar a tu dueña. Sólo quería pedir a Edith que le dijera a la señora Newton que baje los chales. ¿Lo harás tú, Margaret, cariño?
Margaret subió a la antigua habitación de las niñas, en la última planta de la casa, donde Newton estaba ocupada preparando algunos encajes que hacían falta para la boda. Mientras ella iba a sacar los chales (no sin refunfuñar entre dientes), que ya se habían enseñado tres o cuatro veces aquel día, Margaret miró a su alrededor: aquélla era la primera habitación de la casa que había conocido hacía nueve años cuando la llevaron, recién salida del bosque, a compartir el hogar, los juegos y las clases de su prima Edith. Recordaba el aspecto oscuro y lúgubre de la habitación, presidida por una niñera austera y ceremoniosa que estaba obsesionada con las manos limpias y los vestidos rotos. Recordó la primera cena allí arriba, mientras su padre y su tía cenaban en algún sitio al que se llegaba bajando un número de escaleras infinito; pues a no ser que ella estuviera en el cielo (había pensado la niña), ellos tenían que estar en el fondo de las entrañas de la tierra. En casa, antes de que fuera a vivir a Harley Street, el vestidor de su madre era también su cuarto; y como en la rectoría rural se recogían temprano, Margaret siempre cenaba con sus padres. ¡Ay! Qué bien recordaba la joven de dieciocho años alta y majestuosa las lágrimas que había derramado acongojada la niñita de nueve aquella primera noche con la cara oculta debajo de las sábanas; y cómo le había dicho la niñera que no llorara porque despertaría a la señorita Edith; y cómo había seguido llorando con la misma amargura aunque más quedamente hasta que su tía, bella y elegante, a quien acababa de conocer, había subido las escaleras con el señor Hale sin hacer ruido para que él viera a su hijita durmiendo. La pequeña Margaret había silenciado entonces sus sollozos procurando hacerse la dormida para no disgustar a su padre con su pena, que no se atrevía a mostrar delante de su tía y que creía que estaba mal sentir después de la larga espera y de los planes y arreglos que habían tenido que hacer en casa para que pudiera disponer de un guardarropa en consonancia con unas circunstancias más elevadas, y antes de que papá pudiera dejar la parroquia para ir a Londres aunque sólo fuera unos días.
Ahora le tenía cariño a aquella habitación, aunque ya sólo era un cuarto desmantelado. Miró a su alrededor con una especie de pesar gatuno, pensando que se marcharía de allí para siempre al cabo de tres días.
—¡Ay, Newton! —dijo—. Creo que todas lamentaremos dejar esta querida habitación.
—La verdad, señorita, le aseguro que yo no. Mi vista ya no es lo que era, y aquí hay tan poca luz que sólo puedo arreglar los encajes junto a la ventana, donde hay siempre una corriente tan espantosa como para agarrarse un catarro mortal.
—Bueno, supongo que en Nápoles habrá buena luz y abundante calor. Tendrá que guardar hasta entonces toda la ropa para zurcir que pueda. Gracias, Newton, ya los bajaré yo, que usted está ocupada.
Así que Margaret bajó cargada con los chales, aspirando su fragancia oriental. Su tía le pidió que hiciera de maniquí para que los vieran, pues Edith seguía dormida. Nadie reparó en ello, pero la figura elegante y esbelta de Margaret, con el vestido de seda negra de luto que llevaba puesto por algún pariente lejano de su padre, realzaba los bellos pliegues largos de los preciosos chales que casi habrían ahogado a Edith. Margaret permaneció erguida bajo un candelabro, silenciosa y pasiva, mientras su tía se los iba poniendo. De vez en cuando, al darse la vuelta, vislumbraba su imagen en el espejo que había sobre la repisa de la chimenea y se reía de su aspecto: los rasgos familiares con el atuendo insólito de una princesa. Acariciaba los chales que la envolvían y disfrutaba de su tacto suave y sus colores vivos, complacida por el esplendor del atuendo y disfrutando de él como una niña, con una sonrisa satisfecha en los labios. En aquel preciso momento se abrió la puerta y anunciaron al señor Henry Lennox. Algunas damas retrocedieron como si se avergonzaran un poco de su interés femenino por la ropa. La señora Shaw tendió la mano al recién llegado. Margaret no se movió, pues creía que podrían necesitarla aún como una especie de percha para los chales, pero miró al señor Lennox con expresión alegre y divertida, como si estuviera segura de que él comprendía su sensación de ridículo al verse sorprendida así.
Su tía estaba tan abstraída haciendo al señor Henry Lennox (que no había podido asistir a la cena) toda suerte de preguntas sobre su hermano el novio, su hermana la dama de la novia (que acudiría con el capitán a la boda desde Escocia) y otros miembros de la familia Lennox, que Margaret comprendió que ya no la necesitaba como portadora de chales y se dedicó a atender a las otras visitas, a quienes su tía parecía haber olvidado de momento. Casi de inmediato apareció Edith pestañeando y guiñando los ojos por la intensa luz al salir del gabinete, echándose hacia atrás los rizos un tanto alborotados y con el aspecto general de Bella Durmiente recién sacada de sus sueños. Incluso profundamente dormida había sabido de forma instintiva que había llegado un Lennox y que debía despertarse. Y tenía muchísimas preguntas que hacerle sobre la querida Janet, su futura cuñada, a quien profesaba tanto afecto que si Margaret no hubiera sido muy orgullosa se habría sentido un poco celosa de la rival advenediza. Cuando quedó en segundo plano al reincorporarse su tía a la conversación, Margaret vio que Henry Lennox miraba un asiento vacío que había a su lado y supo con toda certeza que se sentaría allí en cuanto Edith le liberara del interrogatorio. Había sido casi una sorpresa verle aparecer, porque su tía había dado explicaciones bastante confusas sobre sus compromisos y no estaba segura de que pudiera ir aquella noche. Pero ahora supo que pasaría una velada agradable. A él le gustaban y le disgustaban casi las mismas cosas que a ella. Se le iluminó la cara de alegría franca y sincera. Él se acercó poco a poco. Ella le recibió con una sonrisa en la que no había el menor rastro de timidez o afectación.
—Bien, supongo que está metida de lleno en el trabajo, en el trabajo femenino, quiero decir. Muy distinto al mío, que es el genuino trabajo legal. Jugar con chales no tiene nada que ver con redactar acuerdos.
—Vaya, ya sabía yo que le divertiría encontrarnos tan ocupadas admirando las prendas delicadas. Pero lo cierto es que los chales indios son prendas perfectísimas de su género.
—No me cabe ninguna duda. Sus precios también son perfectos. Como corresponde.
Los caballeros fueron llegando de uno en uno, y se intensificó el tono del murmullo y el ruido.
—Ésta es la última cena, ¿no? ¿No habrá más antes del jueves?
—No. Creo que después de esta noche podremos descansar, que estoy segura de que es algo que no he hecho durante semanas; al menos ese tipo de descanso en que las manos no tienen más que hacer y se han realizado ya todos los preparativos previstos para un acontecimiento que ha de ocupar la mente y el corazón de una. Me alegrará tener tiempo para pensar, y estoy segura de que a Edith también.
—Yo no estoy tan seguro en cuanto a ella; pero imagino que usted lo hará. Siempre que la he visto últimamente se había dejado arrastrar por la vorágine de alguna otra persona.
Sí —repuso Margaret con cierta tristeza, recordando la interminable conmoción por nimiedades que había durado más de un mes—: Me pregunto si una boda ha de ir precedida siempre por lo que usted llama vorágine, o si en algunos casos podría haber antes un período de calma y tranquilidad.
—Que se encargara del ajuar, el banquete nupcial y las invitaciones el hada madrina de Cenicienta, por ejemplo —lijo el señor Lennox riéndose.
—Pero ¿es necesario plantearse tantos problemas? —preguntó Margaret, mirándole directamente en espera de una respuesta. Justo en aquel momento la oprimió una sensación de indescriptible hastío por tantos preparativos para que todo tuviera buen aspecto, en los que Edith había estado ocupada como autoridad suprema durante las últimas seis semanas. Necesitaba verdaderamente que alguien la ayudara con algunas ideas agradables y tranquilas relacionadas con una boda.
—¡Pues claro que lo es! —repuso él, adoptando ahora un tono circunspecto—. Hay que atenerse a protocolos y ceremonias, no tanto por propia satisfacción como para cerrar la boca a los demás, sin lo cual habría muy poca dicha en esta vida. Pero dígame, ¿cómo organizaría usted una boda?
—Bueno, nunca he pensado mucho en ello. Sólo sé que me gustaría que tuviera lugar una espléndida mañana de verano, y que me gustaría ir a la iglesia caminando a la sombra de los árboles. Y no tener tantas damas de honor y que no hubiera banquete nupcial. Creo que estoy reaccionando contra las mismas cosas que más problemas me han causado precisamente ahora.
—No, no lo creo. La idea de espléndida sencillez coincide con su carácter en todo.
Esta forma de hablar no le gustaba nada a Margaret. Y se asustó todavía más al recordar otras ocasiones en las que el señor Lennox había intentado llevarla a una discusión sobre su carácter y su forma de actuar (en la que él desempeñaba el papel elogioso). Le cortó diciendo bastante bruscamente:
—Es natural que yo piense en la iglesia de Helstone y en el paseo hasta ella y no en un viaje en coche a una iglesia de Londres por una calle empedrada.
—Hábleme de Helstone. Nunca me lo ha descrito. Me gustaría tener alguna idea del lugar en el que vivirá usted cuando el número noventa y seis de Harley Street parezca lúgubre, sucio, feo y cerrado. Dígame, ¿es Helstone un pueblo o una ciudad?
—¡Oh, es sólo una aldea! Creo que no podría considerarse pueblo en absoluto. Es sólo la iglesia y unas cuantas casas en el campo, más bien cabañas, todas cubiertas de rosales.
—Que, para completar el cuadro, florecen todo el año, especialmente en Navidad —dijo él.
—No —repuso Margaret, un poco enfadada—. No estoy haciendo un cuadro. Sólo intento describir Helstone tal como es. No debería haber dicho eso.
—Lo lamento —dijo él—. Es que parecía un pueblecito de cuento de hadas más que de la vida real.
—Y lo es —replicó Margaret con impaciencia—. Todos los demás lugares de Inglaterra que he visto resultan prosaicos y duros comparados con el New Forest. Helstone parece un pueblo de un poema, de uno de los poemas de Tennyson. Pero no seguiré describiéndolo. Se reirá de mí si lo hago, si le digo lo que me parece, lo que es realmente.
—No lo haré, de verdad. Pero ya veo que no va a cambiar de idea. Bueno, pues entonces me gustaría todavía más saber cómo es la casa parroquial.
—Oh, no puedo describir mi hogar. Es el hogar, y no puedo expresar su encanto con palabras.
—Me rindo. Está usted muy severa esta noche, Margaret.
—¿Cómo? —preguntó ella, posando directamente en él sus ojos grandes y dulces—. No lo sabía.
—Bueno, no me dirá cómo es Helstone ni me dirá nada de su hogar porque he hecho un comentario desafortunado, aunque le he dicho cuánto me gustaría saber ambas cosas, sobre todo lo segundo.
—Pero es que en realidad no puedo hablarle de mi casa. Creo que es algo sobre lo que no hay que hablar, a menos que la conociera.
Margaret vestía de nuevo traje de calle: viajaba tranquila con su padre, que había ido a Londres para asistir a la boda. Su madre se había visto obligada a quedarse en casa por múltiples razones que no entendía nadie, excepto el señor Hale. Él sabía muy bien lo inútiles que habían resultado todos sus argumentos a favor de un vestido gris de satén, que estaba a medio camino entre lo viejo y lo nuevo; y que, como no tenía dinero para equipar a su esposa de pies a cabeza, ella no deseaba que la vieran en la boda de la única hija de su única hermana. Si la señora Shaw hubiese sabido la verdadera razón de que la señora Hale no acompañara a su esposo, la habría cubierto de vestidos de gala. Pero habían transcurrido casi veinte años desde los tiempos en que la señora Shaw fuera la pobrecita señorita Beresford, y había olvidado todos los agravios salvo el de la pesadumbre causada por la diferencia de edad en la vida conyugal, de la que podía quejarse cada media hora. La queridísima Maria se había casado con el hombre al que amaba, un hombre que sólo le llevaba ocho años y que tenía un carácter afabilísimo y un cabello negro azabache muy poco común. El señor Hale era uno de los predicadores más fascinantes que había oído en su vida la señora Shaw, y un perfecto modelo de párroco. Tal vez no fuera una deducción muy lógica de todas esas premisas, pero aun así, la conclusión característica de la señora Shaw cuando pensaba en la suerte de su hermana seguía siendo: «Casada por amor, ¿qué más puede desear en este mundo la queridísima Maria?». Si la señora Hale fuese sincera, podría haber contestado con una lista preparada: «Un vestido de seda gris perla, un sombrero blanco, ¡ay!, y muchísimas cosas para la boda y muchísimas más para la casa».
Margaret sólo sabía que su madre no había juzgado conveniente ir, y no la entristecía pensar que el encuentro y el recibimiento tendrían lugar en la rectoría de Helstone y no en la confusión de los últimos dos o tres días en la casa de Harley Street, donde ella misma había tenido que interpretar el papel de Fígaro, pues y la requerían en todas partes al mismo tiempo. Le dolía física y mentalmente recordar ahora todo lo que había hecho y dicho en las últimas cuarenta y ocho horas. Las despedidas precipitadas, entre todos los demás adioses, de aquellos con quienes había vivido tanto tiempo, la oprimían ahora con un triste pesar por los tiempos pasados; no importaba lo que hubieran sido aquellos tiempos, habían pasado y no volverían. Margaret nunca había imaginado que pudiera sentir una congoja tan grande al dirigirse hacia su amado hogar, el lugar y la vida que había añorado durante años, en ese momento preciso de añoranzas y anhelos, justo antes de que los sentidos pierdan sus agudos contornos en el sueño. Apartó con dolor el pensamiento del recuerdo del pasado para concentrarse en la contemplación animosa y serena del futuro prometedor. Dejó de ver las imágenes de lo que había sido para concentrarse en lo que tenía realmente ante sí: a su amado padre, que dormía recostado en su asiento del vagón del tren. Su cabello negro azulado era gris ahora, y le caía ralo sobre la frente. Se le marcaban claramente los huesos de la cara, demasiado para resultar bellos si no hubiera tenido las facciones tan delicadas; pero así, poseían gracia propia, incluso encanto. Su semblante en reposo parecía más bien de descanso después de la fatiga, y no la serenidad de quien lleva una vida plácida y satisfecha. Margaret se sintió dolorosamente impresionada por la expresión de agotamiento y de preocupación de su padre, y repasó las circunstancias evidentes y manifiestas de su vida para hallar la causa de las arrugas que con tanta claridad revelaban angustia y depresión habituales.
«¡Pobre Frederick! —pensó, con un suspiro—. ¡Ay, si se hubiera hecho clérigo en vez de ingresar en la Marina y que lo perdiéramos! Ojalá lo supiera todo. Nunca entendí bien las explicaciones de tía Shaw, sólo que no podía regresar a Inglaterra por aquel suceso horrible. ¡Pobre papá, qué triste parece! Cuánto me alegro de volver a casa para poder consolarlos a él y a mamá».
Cuando su padre despertó, estaba preparada para recibirle con una sonrisa en la que no había el menor rastro de fatiga. Él se la devolvió, pero leve, como si le costase un esfuerzo extraordinario, y su rostro se replegó en las arrugas de angustia habituales. Tenía la costumbre de entreabrir la boca como si fuera a decir algo, lo que alteraba continuamente la forma de sus labios y le daba una expresión indecisa. Pero tenía los mismos ojos grandes y dulces que su hija, unos ojos que se movían lentos y casi espléndidos en las órbitas, perfectamente velados por los párpados blancos transparentes. Margaret se parecía más a él que a su madre. La gente se extrañaba a veces de que unos padres tan apuestos hubieran tenido una hija que distaba mucho de ser lo que se entiende por guapa; que no lo era en absoluto, según algunos. Tenía la boca demasiado grande; no un capullito de rosa que se abriera sólo lo justo para emitir un «sí» o un «no» o un «por favor, señor», Pero la boca grande era una suave curva de labios rojos y plenos. Y su cutis no era blanco y rosado, pero poseía una tersura y una delicadeza marfileñas. Si la expresión de su rostro era en general demasiado circunspecta y reservada para una persona tan joven, al hablar ahora con su padre era luminosa como la mañana: llena de hoyuelos y miradas que expresaban alegría infantil y esperanza ilimitada en el futuro.
Margaret regresó a casa a finales de junio. Los árboles del bosque eran de un verdor oscuro, pleno y umbrío. Los helechos que crecían bajo ellos atrapaban los rayos oblicuos del sol: el tiempo era bochornoso, de una calma tensa. Margaret solía caminar decidida junto a su padre, aplastando los helechos con jubilosa crueldad cuando los sentía ceder bajo sus pies ligeros y desprender su peculiar fragancia; por los extensos campos a la cálida luz aromática, viendo multitudes de criaturas libres y salvajes, disfrutando del sol y de las flores y las hierbas que iluminaba. Esta vida, al menos los paseos, colmaban todas las previsiones de Margaret. Estaba orgullosa de su bosque. Sus gentes eran su gente. Se llevaba muy bien con todos. Había aprendido sus peculiares palabras y le encantaba emplearlas. Recuperó su libertad entre ellos, cuidaba a sus niños, hablaba o leía despacio y con claridad a los ancianos, llevaba platos exquisitos a los enfermos. Al poco tiempo, decidió dar clases en la escuela, adonde su padre acudía todos los días como tarea fija, aunque se sentía continuamente tentada de ir a ver a algún amigo concreto (hombre, mujer o niño) de alguna casita de la zona umbría y verde del bosque. Su vida al aire libre era perfecta. La vida en casa tenía sus inconvenientes. Se culpaba con la sana vergüenza de una niña de su agudeza visual al apreciar que no todo era allí como debería ser. Su madre —que había sido siempre cariñosa y tierna con ella— ahora parecía disgustada a veces con su situación; creía que el obispo descuidaba extrañamente sus deberes episcopales al no dar al señor Hale un beneficio mejor; y casi reprochaba a su esposo que no se atreviera a decir que quería dejar aquella parroquia y hacerse cargo de una mayor. Él solía lanzar un sonoro suspiro y contestaba que si pudiera hacer lo que debía en la pequeña parroquia de Helstone daría las gracias. Pero se sentía cada día más abrumado. El mundo resultaba cada vez más desconcertante. Margaret veía que su padre se achicaba más y más a cada nuevo apremio de su esposa para que se dedicara a buscar un ascenso. Y, en tales ocasiones, se esforzaba por reconciliar a su madre con Helstone. La señora Hale decía que la proximidad de tantos árboles le afectaba a la salud; y Margaret intentaba animarla a salir a la hermosura del ejido, a los extensos campos, elevados y salpicados de sol y sombra; porque estaba segura de que su madre se había acostumbrado demasiado a no salir de casa, y casi nunca llegaba en sus paseos más allá de la iglesia, la escuela y las casas de al lado. Esto resultó bien durante una temporada; pero, a medida que avanzaba el otoño y el tiempo fue haciéndose más variable, se agudizó la idea de su madre de que el lugar era insalubre, y se lamentaba incluso con más frecuencia de que su marido, que era más instruido que el señor Hume y mejor párroco que el señor Houldsworth, no hubiera recibido el beneficio que habían conseguido aquellos dos vecinos suyos.
Margaret no estaba preparada para esta destrucción de la paz hogareña con largas horas de descontento. Ya sabía, e incluso se había complacido con la idea, que tendría que renunciar a muchos lujos, que en realidad sólo habían sido problemas y cortapisas a su libertad en Harley Street. Su entusiasta goce de todos los placeres sensuales lo compensaba plenamente y hasta con creces el orgullo consciente de ser capaz de prescindir de todos ellos en caso necesario. Pero las nubes nunca aparecen en la zona del horizonte que esperamos. Ya había oído las leves quejas y lamentaciones de su madre sobre alguna nimiedad relacionada con Helstone y la posición de su padre en el lugar durante las vacaciones de verano anteriores, pero había olvidado los pequeños detalles menos agradables en la dicha general del recuerdo de aquellos tiempos.
En la segunda mitad de septiembre empezaron las tormentas y las lluvias otoñales y Margaret se vio obligada a pasar en casa más tiempo que antes. Helstone quedaba a cierta distancia de todos los vecinos de su mismo nivel y refinamiento.
—Es uno de los lugares más apartados de Inglaterra, desde luego —dijo la señora Hale en uno de sus accesos quejumbrosos—. No dejo de pensar lo lamentable que es que papá no tenga aquí con quién relacionarse. Está desperdiciado. Sólo ve a agricultores y labriegos de un fin de semana al siguiente. Si al menos viviéramos al otro lado de la parroquia ya sería algo. Desde allí hay sólo un paseo a casa de los Stansfield. Y la de los Gorman queda al lado.
—Gorman —dijo Margaret—. ¿Los Gorman que hicieron su fortuna en el comercio en Southampton? ¡Oh! Me alegro de que no los visitemos. No me gustan los comerciantes. Creo que estamos mucho mejor aislados y prefiero que conozcamos sólo a campesinos, labradores y gente sin pretensiones.
—¡No debes ser tan maniática, Margaret, cariño! —dijo la señora Hale, pensando en un joven y encantador señor Gorman a quien había visto una vez en casa de los Hume.
—¡No! Yo considero que mi gusto es muy amplio; me gusta toda la gente cuya ocupación tiene que ver con la tierra; me gustan los soldados y los marineros, y las tres profesiones ilustradas, como las llaman. Estoy segura de que no querrás que admire a los carniceros, panaderos y cereros, ¿a que no, mamá?
—Pero los Gorman no eran carniceros ni panaderos sino carroceros muy respetables.
—Perfecto. Construir coches es un oficio comercial también y yo creo que mucho más inútil que el de carnicero y panadero. ¡Ay! ¡No sabes lo harta que estaba de los viajes diarios en coche con la tía Shaw y cuánto añoraba pasear!
Y desde luego Margaret paseaba, a pesar del tiempo. Era tan dichosa al aire libre, junto a su padre, que iba casi bailando; y con la suave violencia del viento del oeste detrás, cuando cruzaba algún brezal parecía transportada hacia delante, con la misma ligereza que una hoja caída arrastrada por la brisa otoñal. Resultaba más difícil ocupar las tardes de forma placentera. Su padre se retiraba a la biblioteca en cuanto cenaban y su madre y ella se quedaban solas. La señora Hale nunca se había interesado mucho por los libros y había disuadido a su esposo de leerle en voz alta mientras ella hacía labor de estambre. En determinado momento habían probado el juego del chaquete como recurso. Pero cuando el señor Hale empezó a interesarse cada vez más por la escuela y por los feligreses, comprobó que su esposa tomaba muy a mal las interrupciones debidas a estas obligaciones y que no las aceptaba como tareas naturales de su profesión, sino que protestaba y luchaba contra ellas. Así que, mientras los niños aún eran pequeños, él se retiraba a la biblioteca y pasaba las tardes (cuando estaba en casa) leyendo los libros teóricos y metafísicos que tanto le gustaban.
Margaret siempre había llevado a Helstone para las vacaciones una caja grande llena de libros recomendados por los profesores o la institutriz, y los días estivales se le hacían demasiado cortos para acabar las lecturas antes de regresar a la ciudad. Ahora sólo había allí libros de la colección de clásicos ingleses bien encuadernados y poco leídos, que habían sacado de la biblioteca de su padre para llenar la pequeña librería de la sala. Las estaciones de Thompson, el Cowper de Hayley y el Cicerón de Middleton eran con mucho los más ligeros, nuevos y entretenidos. Los estantes no aportaban muchos recursos. Margaret explicó a su madre con todo lujo de detalles su vida londinense, por la que la señora Hale demostró sumo interés haciendo preguntas, unas veces divertida y otras con cierta tendencia a comparar las circunstancias de desahogo y comodidad de su hermana con los medios más limitados de la vicaría de Helstone. En esas veladas, Margaret guardaba silencio de pronto y se quedaba escuchando el goteo de la lluvia en el emplomado del mirador. Más de una vez se sorprendió contando maquinalmente la repetición de aquel monótono sonido mientras pensaba si se atrevería a preguntar sobre un tema muy caro a su corazón: dónde estaba ahora Frederick, qué hacía, cuándo habían recibido noticias suyas por última vez. Pero la idea de que la delicada salud de su madre y su evidente aversión a Helstone databan ambas de la época del motín en que había participado Frederick —cuya historia Margaret no había oído nunca completa y que ahora parecía tristemente condenada al olvido—, la obligaba a detenerse y dejarlo. Cuando estaba con su madre, su padre le parecía la persona más idónea a quien pedir información; y cuando estaba con él, pensaba que le resultaría más fácil hablar con su madre. Seguramente no hubiera mucho nuevo que contar. En una de las cartas que había recibido antes de marcharse de Harley Street, su padre le decía que habían tenido noticias de Frederick: seguía en Río, estaba muy bien de salud y le enviaba todo su cariño. Eso era lo esencial, pero no los detalles que ella quería saber. En las raras ocasiones en que mencionaban su nombre, siempre se referían a él como «el pobre Frederick». Conservaban su habitación tal como la había dejado. Dixon, la doncella de la señora Hale, la limpiaba y la ordenaba regularmente, aunque ella no se encargaba de ninguna otra tarea doméstica y siempre recordaba el día en que lady Beresford la había contratado como doncella de las pupilas de sir John, las lindas señoritas Beresford, las beldades del condado de Rutland. Dixon siempre había considerado al señor Hale como una plaga que se había abatido sobre las perspectivas vitales de su señorita. Si la señorita Beresford no se hubiera precipitado tanto casándose con un pobre clérigo rural, nadie sabía lo que podría haber llegado a ser. Pero Dixon era demasiado leal para abandonarla en su desgracia y perdición (es decir, su vida de casada). Se quedó con ella y se consagró a sus intereses, considerándose siempre el hada buena y protectora, cuyo deber era confundir al gigante malvado, el señor Hale. El señorito Frederick había sido su orgullo y su preferido. Todas las semanas se dedicaba a ordenar su habitación, y su actitud y su aspecto se suavizaban un poco, como si él fuera a llegar a casa aquella misma tarde.
Margaret no dejaba de pensar que habían recibido alguna noticia de Frederick que su madre ignoraba y que ésa era la razón de la inquietud y preocupación de su padre. Parecía que la señora Hale no advertía ningún cambio en el aspecto y el comportamiento de su esposo. Él siempre había sido sensible y afable y le afectaba todo lo relacionado con el bienestar de los demás. Podía pasarse muchos días deprimido después de asistir a un enfermo en el lecho de muerte o enterarse de algún delito. Pero Margaret notaba ahora en él una falta de atención, como si le preocupara alguna otra cosa, cuyo agobio no se podía aliviar con actividades cotidianas como consolar a los familiares de la persona fallecida o dar clases en la escuela con la esperanza de atenuar los males de la siguiente generación. El señor Hale ya no visitaba tanto a sus feligreses, pasaba más tiempo encerrado en su estudio y estaba pendiente del cartero del pueblo, cuya llamada era un golpe en el postigo de la cocina, que en tiempos tenía que repetir hasta que alguien reparaba en la hora del día, se daba cuenta de lo que era y acudía a atenderle. Pero ahora el señor Hale esperaba al cartero paseando por el jardín si hacía buen día y si no, en el estudio, de pie junto a la ventana con expresión absorta, hasta que llamaba o seguía su camino, tras saludar con un cabeceo entre respetuoso y confidencial al párroco, que se quedaba mirándolo hasta que pasaba el seto de eglantina y el gran madroño. Luego se apartaba de la ventana e iniciaba el trabajo del día, manifestando todos los indicios de abatimiento y preocupación.
Pero Margaret tenía esa edad en que cualquier aprensión que no se base plenamente en el conocimiento claro de los hechos se olvida fácilmente con un día de sol o cualquier circunstancia exterior agradable. Y cuando llegaron los luminosos días de octubre, todos sus cuidados desaparecieron como vilanos de cardo arrastrados por el viento, y sólo pensaba en los esplendores del bosque. Ya habían recogido la cosecha de helechos; y como habían pasado las lluvias, eran accesibles muchas hondonadas que sólo había podido atisbar durante julio y agosto. Había aprendido a dibujar con Edith; y había lamentado tanto durante la oscuridad del mal tiempo la ociosa y placentera contemplación de la belleza del bosque mientras aún hacía buen tiempo, que decidió bosquejar lo que pudiera antes de que empezara de verdad el invierno. Y una mañana estaba ocupada preparando el tablero, cuando la sirvienta Sara abrió de par en par la puerta de la sala y anunció:
—El señor Henry Lennox.
«El señor Henry Lennox». Margaret había pensado en él hacía sólo un momento, y había recordado sus preguntas sobre sus probables ocupaciones en casa. Aquello era parler du soleil et l'on en voit les rayons. Y la luz del sol le iluminó la cara cuando posó la tabla y se acercó a saludarle.
—Avisa a mamá —le dijo a Sara—. Mamá y yo queremos hacerle un montón de preguntas sobre Edith. Le agradezco muchísimo que haya venido.
—¿No dije que lo haría? —preguntó él en tono más bajo que el que había empleado ella.
—Pero le hacía tan lejos en las Tierras Altas que nunca creí que viniera a Hampshire.
—¡Bueno! —dijo él en tono más ligero—, nuestros recién casados se dedicaban a gastar unas bromas tan tontas y a correr toda clase de peligros, escalando una montaña, navegando en el lago, que la verdad es que pensé que necesitaban un mentor que los cuidara. Y en realidad, así era; mi tío no podía controlarlos y tenían al buen anciano aterrado dieciséis de las veinticuatro horas del día. Lo cierto es que en cuanto comprobé que no se les podía dejar solos, consideré una obligación no separarme de ellos hasta que los viera embarcados a salvo en Plymouth.
—¿Ha estado en Plymouth? Vaya, Edith no lo menciona en ninguna carta. Claro que ha escrito tan apurada últimamente. ¿Embarcaron realmente el martes?
—Embarcaron realmente, y me liberaron de muchas responsabilidades. Edith me dio muchos mensajes para usted. Creo que tengo una nota minúscula en algún sitio; sí, aquí está.
—¡Gracias! —exclamó Margaret; y como en realidad quería leerla a solas sin que la observara, se excusó diciendo que iba a avisar ella misma a su madre de su llegada (sin duda Sara había cometido algún error).
El empezó a mirar alrededor a su modo escrutador en cuanto ella salió de la estancia. El sol matinal inundaba la salita y le daba un aspecto inmejorable. Estaba abierta la puerta vidriera central del mirador y la madreselva y los rosales trepadores asomaban por la esquina. La pequeña extensión de césped estaba preciosa con verbenas y geranios de vivos colores. Pero la misma luminosidad exterior hacía que los colores del interior parecieran tenues y desvaídos. Sin duda la alfombra había visto tiempos mejores y la zaraza de las cortinas y las fundas tenía muchos lavados. Todo el aposento era más pequeño y raído de lo que él había esperado como fondo y marco de Margaret, tan majestuosa ella. Había varios libros sobre la mesa. Alzó uno: era el Paradiso de Dante, con la adecuada encuadernación antigua de vitela blanca y dorada; al lado había un diccionario y algunas palabras escritas por Margaret. Sólo era una lista aburrida de palabras, pero aun así le agradaba mirarlas. Los dejó con un suspiro.
«Resulta evidente que el beneficio es tan pequeño como me dijo. Parece extraño, pues los Beresford pertenecen a una buena familia».
Margaret había encontrado a su madre mientras tanto. La señora Hale tenía uno de sus días cambiadizos, en los que cualquier cosa se convertía en un problema y una dificultad; y la llegada del señor Lennox adoptó esa forma, aunque en el fondo se sentía halagada por el hecho de que hubiera considerado que la visita merecía la pena.
—¡Es muy inoportuno! Hoy comeremos pronto y sólo tomaremos fiambre para que las sirvientas puedan seguir con la plancha. Pero claro, tenemos que invitarle a comer, es el cuñado de Edith y demás. Y tu padre está muy desanimado esta mañana por algo, no sé por qué. He ido al estudio hace un momento y estaba inclinado sobre la mesa con la cara cubierta con las manos. Le dije que creía que el aire de Helstone no le sienta mejor que a mí y levantó la cabeza de repente y me pidió que no volviera a decir una palabra contra Helstone porque no lo soportaba; que si había un lugar que amara en el mundo, era Helstone. Pero estoy segura de que es este aire húmedo y enervante.
Margaret tuvo la sensación de que una nube fina y gélida se había interpuesto entre el sol y ella Había escuchado a su madre pacientemente con la esperanza de que la aliviara un poco desahogarse; pero era hora de que la llevara a saludar al señor Lennox.
—A papá le agrada el señor Lennox; en el banquete de la boda lo pasaron en grande. Creo que se animará con su visita. Y no te preocupes por la comida, querida mamá. El fiambre será un almuerzo estupendo, que es lo que seguramente considerará el señor Lennox una comida a las dos.
—Pero ¿qué haremos con él hasta entonces? Sólo son las diez y media.
—Le pediré que me acompañe a hacer algunos bosquejos. Sé que le gusta y así no tendrás que ocuparte de él, mamá. Pero ahora ven, anda; si no, va a parecerle muy extraño.
La señora Hale se quitó el delantal de seda negra y suavizó el gesto. Parecía una dama bella y distinguida cuando saludó al señor Lennox con la cordialidad debida a alguien que era casi pariente. Él sin duda esperaba que le pidieran que pasara allí el día, y aceptó la invitación tan complacido que la señora Hale deseó poder añadir algo al fiambre. A él todo le agradaba; le encantó la idea de Margaret de salir juntos a dibujar, y por nada del mundo molestaría al señor Hale, pues se verían muy pronto en la comida. Margaret sacó los materiales de dibujo para que él eligiera los que quisiera y, tras escoger debidamente papel y pinceles, se marcharon los dos contentísimos.
—Espere, por favor, paremos un momento aquí —dijo Margaret—. Ésas son las casas que me obsesionaron tanto las dos semanas de lluvia Me reprochaba no haberlas dibujado.
—Antes de que se derrumben y desaparezcan. La verdad es que si hay que dibujarlas, y son muy pintorescas, será mejor no dejarlo para el año que viene. Pero ¿dónde nos sentamos?
—¡Tendría que haber venido directamente del bufete del Temple en vez de haber pasado antes dos meses en las Tierras Altas! Mire ese precioso tronco que han dejado los leñadores justo en el lugar perfecto para la luz. Pondré encima el pañuelo y será un trono del bosque ideal.
—Con los pies en ese charco a modo de escabel regio. Espere, me apartaré y así podrá acercarse más por aquí. ¿Quién vive en esas chozas?
—Las construyeron los colonos ilegales hace cincuenta o sesenta años. Una está deshabitada; los forestales van a derribarla en cuanto se muera el anciano que vive en la otra, ¡pobrecillo! Mire, ahí está. Tengo que ir a hablar con él. Está tan sordo que se enterará usted de todos nuestros secretos.
El anciano tomaba el sol delante de su casa, con la cabeza descubierta y apoyado en el bastón. Relajó el gesto rígido esbozando una sonrisa cuando Margaret se acercó y le dijo algo. El señor Lennox se apresuró a introducir ambas figuras en su esbozo y acabó el paisaje con una referencia subordinada a ambos, como advirtió Margaret cuando llegó el momento de levantarse, desechar agua y borradores y enseñarse el uno al otro los esbozos. Entonces se echó a reír y se ruborizó. El señor Lennox observaba su gesto.
—Vamos, eso se llama traición —dijo ella—. ¿Cómo iba a imaginar yo que nos dibujaría al anciano Isaac y a mí cuando me pidió que le preguntara la historia de esas cabañas?
—Fue irresistible. No sabe qué tentación tan fuerte. Casi no me atrevo a decirle lo mucho que me gusta este esbozo.
Él no estaba totalmente seguro de que Margaret hubiera oído la última frase antes de irse al arroyo a lavar la paleta. Volvió bastante colorada, pero con expresión totalmente ingenua y despreocupada. Él se alegró de que así fuera, porque el comentario se le había escapado, en realidad, algo bastante raro en un hombre que premeditaba sus actos tanto como Henry Lennox.
El aspecto de la casa era perfecto y luminoso cuando llegaron. El ceño aborrascado de la señora Hale se había despejado bajo la propicia influencia de un par de carpas que le había regalado muy oportunamente una vecina. El señor Hale había regresado de sus visitas matinales y esperaba al visitante junto al portillo del jardín. Parecía todo un caballero con su chaqueta raída y su sombrero gastado. Margaret se enorgullecía de su padre, siempre le producía un orgullo nuevo y tierno ver la impresión favorable que causaba a todos los extraños. Pero escrutó con su mirada aguda el rostro paterno y encontró rastros de alguna preocupación inusual, que sólo había dejado a un lado de momento, pero no eliminado.
El señor Hale les pidió que le enseñaran los bocetos que habían pintado.
—Me parece que has hecho los tonos de la techumbre de paja demasiado oscuros, ¿no crees? —le dijo a Margaret al devolverle el suyo y tendió la mano para coger el del señor Lennox, que lo retuvo un momento, sólo un momento.
—¡No, papá! No lo creo. La siempreviva mayor y la uña de gato se han oscurecido mucho con la lluvia. ¿Se parecen, papá? —dijo ella atisbando por encima del hombro de su padre mientras él contemplaba las figuras del esbozo del señor Lennox.
—Sí, mucho. Tu figura y tu porte están muy bien. Y también la forma rígida de encorvar la espalda larga y reumática el pobre Isaac. ¿Qué es lo que cuelga de la rama del árbol? No puede ser un nido.
—¡Oh no! Es mi sombrero. No puedo pintar nunca con el sombrero puesto; me calienta mucho la cabeza. No sé si sabría pintar figuras. Hay por aquí muchas personas que me gustaría pintar.
—Yo diría que siempre conseguiría hacer un retrato que desee mucho hacer —dijo el señor Lennox—. Yo confío plenamente en la fuerza de voluntad. Creo que a mí mismo me ha salido bastante bien el suyo.
El señor Hale había entrado antes que ellos en la casa, mientras Margaret se entretenía cortando unas rosas para adornar con ellas su vestido matinal para la comida.
«Una joven londinense normal comprendería el significado implícito de ese comentario —pensó el señor Lennox—. Trataría de descifrar en todo lo que le dijera un joven el arrière-pensée de un cumplido. Pero no creo que Margaret...».
—¡Un momento! —exclamó—. Déjeme ayudarla.
Y cortó algunas rosas rojas aterciopeladas que Margaret no alcanzaba; luego dividió el botín, se puso dos en el ojal y la hizo pasar complacida y feliz a arreglar sus flores.
La conversación fluyó de forma agradable y tranquila durante la comida. Ambas partes tenían que hacerse muchas preguntas y que intercambiar las últimas noticias sobre los movimientos de la señora Shaw en Italia. Y por el interés de lo que se decía, la sencillez sin pretensiones de la vicaría, y sobre todo la proximidad de Margaret, el señor Lennox olvidó la leve decepción que había sentido al principio cuando vio que ella sólo le había dicho la pura verdad al describir el beneficio de su padre como muy pequeño.
—Margaret, cariño, podrías haber recogido unas peras para el postre — dijo el señor Hale cuando colocaron en la mesa el generoso lujo de una botella de vino recién decantada.
La señora Hale estaba apurada. Daba la impresión de que los postres fueran algo insólito e improvisado en la vicaría; pero si el señor Hale hubiera mirado detrás, habría visto bizcochos y mermelada, y además, todo dispuesto de forma ordenada en el aparador. Pero se le había metido en la cabeza la idea de las peras y no iba a renunciar a ellas.
—Hay algunas de donguindo maduras en el muro del sur que superan a todos los frutos y conservas extranjeros. Anda, Margaret, ve a buscarlas.
—Propongo que pasemos al jardín y las tomemos allí —dijo el señor Lennox—. No hay nada más delicioso que hincar los dientes en el fruto jugoso, crujiente, cálido y perfumado por el sol. Lo peor es que las avispas son tan insolentes como para disputárnoslo incluso en el momento más placentero.
Se levantó como si se dispusiera a seguir a Margaret, que había desaparecido por la puerta vidriera: sólo esperaba el permiso de la señora Hale. Ella hubiera preferido acabar la comida como era debido y con todo el ceremonial que se había desarrollado a la perfección hasta entonces, máxime cuando Dixon y ella habían sacado los aguamaniles de la despensa a fin de ser tan correcta como correspondía a la hermana de la viuda del general Shaw; pero no tuvo más remedio que resignarse cuando se levantó también el señor Hale, dispuesto a acompañar a su invitado.
—Me armaré con un cuchillo —dijo el señor Hale—. Terminaron para mí los días de comer fruta de la forma primitiva que ha descrito usted. Tengo que pelarla y partirla para poder disfrutarla.
Margaret hizo un frutero para las peras con una hoja de remolacha, que realzaba admirablemente su color castaño dorado. El señor Lennox la miraba más a ella que a las peras. Pero su padre, dispuesto a decidir con sumo cuidado el mismo sabor y la perfección de la hora que le había robado a su angustia, escogió primorosamente la fruta más madura y se sentó en el banco del jardín para disfrutarla a placer. El señor Lennox y Margaret pasearon por el sendero elevado junto al muro del sur, donde se oía el zumbido de las abejas que se afanaban en las colmenas.
—¡Qué vida tan agradable llevan ustedes aquí! Siempre he sentido cierto desdén por los poetas, con sus deseos de «Tenga yo mi cabaña al pie de una colina» y cosas por el estilo. Pero ahora creo que he sido un capitalino ignorante. En este momento tengo la impresión de que un año de vida tan serena como ésta compensaría con creces veinte años de duro estudio de leyes. ¡Qué cielos! —exclamó alzando la vista—, ¡qué follaje rojo y ambarino, tan perfectamente inmóvil! —concluyó, señalando algunos de los grandes árboles del bosque que cerraban el jardín como si fuera un nido.
—Le complacerá recordar que nuestros cielos no siempre son tan azules como ahora. También aquí llueve. Y las hojas se caen y se pudren, aunque a mí me parezca que Helstone es un lugar tan perfecto como el que más. Recuerde cómo menospreció mi descripción una tarde en Harley Street: «un pueblo de cuento de hadas».
—¡Menospreciar, Margaret! Ésa es una palabra bastante dura.
—Tal vez lo sea. Yo sólo sé que me hubiera gustado explicarle lo que me entusiasmaba entonces y usted..., ¿cómo lo diría?, habló irrespetuosamente de Helstone como un simple pueblecito de cuento.
—No volveré a hacerlo —dijo él con fervor. Doblaron la esquina del paseo.
—Casi desearía, Margaret —añadió, y se interrumpió, titubeante. Era tan insólito que el desenvuelto abogado titubeara que Margaret alzó la vista hacia él con cierto asombro inquisitivo; pero al instante (por algo de él que no podía determinar) deseó regresar junto a su madre, junto a su padre, a donde fuera pero lejos de él, pues estaba segura de que iba a decir algo a lo que no sabría qué responder. Pero el amor propio dominó al instante aquella súbita agitación, que esperaba que él no hubiera advertido. Claro que podría responder y responder lo adecuado. Era vil y despreciable de su parte no atreverse a oír lo que fuese, como si no tuviera fuerza para poner fin a cualquier conversación con su elevada dignidad pudorosa.
—Margaret —dijo él, sorprendiéndola al tomarle una mano, de modo que ella se vio obligada a quedarse donde estaba y escucharle, y se despreció por la palpitación que sintió en el pecho—. Margaret, desearía que no le gustara tanto Helstone, que no pareciera tan absolutamente dichosa y serena aquí. He estado esperando que pasaran estos tres meses para encontrarla añorando Londres y a los amigos de Londres, un poco, lo suficiente para que escuchara más amablemente —(pues ella intentaba tranquila pero firmemente soltarse la mano de la de él)— a alguien que no tiene mucho que ofrecer, es cierto, sólo proyectos para el futuro, pero que la ama, Margaret, casi a pesar de sí mismo. Margaret, ¿tanto la he sobresaltado? ¡Hable!
Pues advirtió que le temblaban los labios como si fuera a echarse a llorar. Ella hizo un gran esfuerzo para calmarse y no habló hasta que consiguió dominarse y que no le temblara la voz. Entonces dijo:
—Me ha sorprendido. No sabía que me estimara de ese modo. Le he considerado siempre un amigo; y, por favor, preferiría seguir haciéndolo. No me gusta que me hable como lo ha hecho. No puedo contestarle como quiere que lo haga, y, sin embargo, lamentaría muchísimo disgustarle.
—Margaret —dijo él, mirándola a los ojos, que le sostuvieron la mirada con expresión franca y directa, de absoluta buena fe y reacia a causar dolor. Él estuvo a punto de preguntarle si amaba a otro, pero pensó que la pregunta ofendería la pura serenidad de aquella mirada—. ¡Perdóneme! He sido demasiado brusco. Ya he recibido mi castigo. Deme alguna esperanza. Deme el pobre consuelo de decirme que no ha visto nunca a nadie a quien pudiera... —Otra pausa. No pudo acabar la frase. Margaret se reprochó ser la causa de su aflicción.
—¡Ojalá no se le hubiera metido semejante idea en la cabeza! ¡Era tan agradable considerarle un amigo!
—Pero, Margaret, ¿puedo o no puedo esperar que me considere alguna vez un enamorado? Ya veo que todavía no, pero no hay prisa, alguna vez...
Ella guardó silencio un par de minutos, tratando de determinar sus verdaderos sentimientos antes de responder. Luego dijo:
—Le he considerado siempre un amigo y sólo un amigo. Y me complace considerarlo como tal, pero estoy segura de que nunca podré considerarlo de otro modo. Intentemos ambos olvidar que ha tenido lugar esta conversación... —Iba a decir «desagradable» pero se interrumpió a tiempo.
Él hizo una pausa antes de contestar. Luego repuso en su tono frío habitual:
—Por supuesto, ya que sus sentimientos son tan claros y esta conversación le ha resultado tan claramente desagradable, sería mejor no recordarla. Eso es absolutamente perfecto en teoría, ese plan de olvidar todo lo que sea doloroso, pero a mí al menos me resultará un poco difícil conseguirlo.
—Está enfadado —dijo ella con tristeza—. Pero ¿cómo puedo remediarlo yo?
Parecía tan sinceramente apenada cuando dijo esto que él luchó un momento con su franca decepción y luego respondió más animoso, aunque todavía con cierta dureza en el tono:
—Ha de tener en cuenta la vergüenza, Margaret, no sólo de un enamorado, sino de un hombre muy poco dado al romanticismo en general, prudente, mundano, como me consideran algunos, que se ha desviado de sus hábitos regulares por la fuerza de la pasión. Bien, no hablaremos más de eso; pero en la única salida que ha concebido para los sentimientos más nobles y profundos de su naturaleza, se encuentra con el rechazo y la repulsa. Tendré que consolarme menospreciando mi propia estupidez. ¡Un letrado voluntarioso que piensa en matrimonio!
Margaret no podía responder a esto. Le molestaba el tono. Parecía tocar y expresar todos los puntos de discrepancia que le habían molestado siempre en él. Sin embargo seguía siendo el hombre afable, el amigo más comprensivo, la persona que mejor la entendía en Harley Street. Sintió cierto desdén mezclado con la pena de haberle rechazado. Su bello semblante adoptó un levísimo aire displicente. Fue oportuno que, tras haber dado toda la vuelta al jardín, encontraran súbitamente al señor Hale, cuyo paradero habían olvidado por completo. Aún no había terminado la pera. La había pelado con delicadeza en una larga tira fina como papel de seda y la estaba comiendo con parsimonioso deleite. Era como la historia del rey oriental que mete la cabeza en una palangana de agua, a petición del mago, y antes de sacarla de inmediato pasa por la experiencia de toda una vida. Margaret se sentía anonadada, incapaz de recuperar el necesario dominio de sí misma para poder participar en la conversación trivial que mantuvieron a continuación su padre y el señor Lennox. Estaba seria y poco dispuesta a hablar, y se preguntaba cuándo se marcharía de una vez el señor Lennox y le permitiría relajarse y pensar en los acontecimientos del último cuarto de hora. Él tenía casi tantas ganas de marcharse como ella de que lo hiciera, pero debía a su vanidad mortificada, o a su dignidad, el sacrificio de unos minutos de charla despreocupada y ligera, por mucho que le costara. Observaba la cara pensativa y triste de ella de vez en cuando.
«No le soy tan indiferente como cree —se dijo—. No renuncio a la esperanza».
Antes de que transcurriera un cuarto de hora, había empezado a conversar con tranquilo sarcasmo; hablaba de la vida en Londres y de la vida en el campo como si fuera consciente de su segundo yo burlón y temiera la propia burla. El señor Hale estaba desconcertado. Su visitante era un hombre distinto al que había conocido en el banquete nupcial y aquel mismo día en la comida; un hombre más mundano, ingenioso y ligero y, como tal, en desacuerdo con el señor Hale. Los tres sintieron un gran alivio cuando al fin dijo que tenía que marcharse en seguida si quería tomar el tren de las cinco. Entraron en la casa a buscar a la señora Hale para que se despidiera de ella. En el último momento, salió de nuevo a la luz el verdadero yo del señor Lennox.
—Margaret, no me desprecie. Tengo un corazón, a pesar de toda esta forma vana de hablar. Como prueba de ello, creo que la amo más que nunca, si es que no la odio, por el desdén con que me ha escuchado durante esta última media hora. Adiós, Margaret... ¡Margaret!