Nota de amor - Maggie Cox - E-Book
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Nota de amor E-Book

Maggie Cox

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Beschreibung

¡Era una proposición irresistible! Seth Broden necesitaba aquel último acuerdo para conseguir el éxito que siempre había anhelado. Pero para cerrarlo debía contar con la única adquisición que nunca había deseado: ¡una esposa! Un encuentro fortuito con la guapa pero pobre Imogen Hayes le dio a Seth la oportunidad de proponer un acuerdo beneficioso para ambos… Imogen se había estado reservando para la noche de bodas antes de que su prometido la dejara plantada. ¡Pero nunca esperó casarse con Seth! Con el inquietante magnate esperándola en el altar, ¿sucumbiría Imogen a su encanto y se convertiría en su esposa no solo sobre el papel?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Maggie Cox

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nota de amor, n.º 2476 - junio 2016

Título original: Required to Wear the Tycoon’s Ring

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8118-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

No importa el tiempo que se necesite… te esperaré. Nadie conseguirá separarnos. Para mí no hay nadie en este mundo más que tú. Tú eres la única persona que puede calmar los relámpagos de mi corazón y ayudarme a encontrar la paz. Si alguna vez dudas de la fuerza de mi amor, quiero que sepas que te amo más que a mi vida y que siempre te amaré…

 

Imogen leyó las palabras y sintió como si sangraran en la página, tal fue el impacto que le produjeron. La profundidad y el poder de aquel sentimiento le atravesaron el corazón, y algo en su interior, algo que llevaba mucho tiempo tirante y resistente, empezó a ablandarse. Sin que pudiera evitarlo, una lágrima le resbaló por la mejilla y cayó sobre la hoja de papel que tenía en la mano.

En su tiempo libre solía echar un vistazo a las estanterías de la tienda solidaria con la esperanza de encontrar algo nuevo o interesante. La nota que estaba leyendo había sido cuidadosamente insertada en el interior de la antología de un poeta romántico muy conocido. Mientras pasaba las manoseadas páginas, el inesperado apéndice hizo su aparición de forma repentina cayendo al suelo y aterrizando a sus pies.

No había ninguna indicación del autor de aquellas palabras, solo las iniciales S.B. Se preguntó si sería hombre o mujer. Lo único que Imogen sabía era que la poderosa promesa «te esperaré» hacía que deseara sentirse amada de un modo tan profundo que no le hiciera dudar jamás.

Su reciente y dolorosa experiencia de verse abandonada en el altar había destrozado casi por completo cualquier esperanza de que hubiera en algún lado hombres considerados y genuinamente cariñosos. Pero en algún rincón secreto de su ser, Imogen se negaba a abandonar aquella esperanza. ¿Se habría reconciliado el autor o la autora de la nota con su amante tras lo que les había separado, fuera lo que fuera?

Dejó escapar un trémulo suspiro y cerró un instante los ojos. No le resultaba fácil lidiar con el cúmulo de sentimientos que la atravesaban. A veces amenazaban con derramarse y minar la poca confianza que le quedaba.

Nunca había experimentado una devoción de amor semejante, y quería que le sucediera. Si al menos pudiera averiguar si las cosas le habían salido bien a la pareja… significaría mucho para ella que así fuera. Quería tener la prueba de que los sueños y las esperanzas podían cumplirse y que el amor verdadero podía durar hasta que los amantes exhalaran su último suspiro.

Tomó una decisión. Sintió de pronto una gran impaciencia, volvió a dejar cuidadosamente la nota dentro del libro y se acercó a la caja para pagar.

La ayudante era una mujer mayor, alegre y que olía a lavanda. Tenía la inmaculada camisa blanca perfectamente planchada.

Sonrió al mirar a Imogen, como si se tratara de una vieja amiga.

–¿Has encontrado algo que te guste, querida?

–Sí. Me gustaría comprar este libro –contestó ella.

La mujer le cobró y luego le puso la compra en una bolsa.

–Gracias –murmuró Imogen–. Por cierto, ¿puedo preguntarle si sabe quién donó este libro? Estuve aquí hace un par de días y no me pareció verlo en los estantes.

–No puedo decirte quién lo donó, querida, pero sé que mi compañera recibió ayer una entrega de libros de la casa grande que está arriba de la colina. Seguro que sabes cuál es, esa espléndida mansión gótica que da al bosque. Creo que se llama Evergreen. Antes pertenecía a la familia Siddon, pero hace mucho que se fueron. Se dice que alguien está interesado en la propiedad, pero no sé quién es. Corre el rumor de que la ha comprado una corporación para usarla para entrenar a su personal. Siempre puedes preguntar. ¿Te ha servido de ayuda?

Imogen sonrió, pero no le salió con tanta naturalidad como solía. Eso la entristecía. Daría cualquier cosa por poder regresar al mundo de los vivos, volver a tener el corazón completo y el optimismo que siempre la había caracterizado.

Apretó la bolsa de la compra contra la chaqueta negra que había descubierto en otra tienda solidaria y dijo:

–Sí. Gracias por el consejo –miró hacia la puerta de cristal de la tienda y añadió–: Que tenga usted un buen día. Parece que por fin va a salir el sol. A ver si tenemos suerte.

–Sí, eso parece. Pero seguramente no brillará por mucho tiempo. Espero que eso no te estropee el día. Tal vez te ayude leer alguno de esos maravillosos poemas.

Imogen se dirigió al pequeño apartamento que había alquilado en un edificio victoriano de una calle estrecha y cruzó por los adoquines históricos de la ciudad. Automáticamente alzó la vista hacia la majestuosa catedral que se alzaba ante ella. Era un punto de gran interés para los turistas, pero, personalmente, ella la encontraba intimidante.

A su modo de ver, hablaba de demasiados espíritus que no tenían paz. Solo la había visitado una vez y no le habían quedado ganas de repetir. Si una persona buscaba consuelo, Imogen dudaba mucho de que lo encontrara entre aquellos muros opresivos.

El viento soplaba ahora con fuerza, y el pelo se le alborotó alrededor de la cara. Imogen se estremeció y sintió un escalofrío helado en la espina dorsal. ¡Y eso que decían que iba a salir el sol! El invierno se estaba dejando sentir sin duda. Estaba deseando volver a casa, encender la estufa de leña y examinar su libro. Tal vez encontrara más pistas sobre la identidad de su dueño original.

En caso contrario, le encantaría investigar un poco más y hacer algunas averiguaciones. Pero, aunque encontrara a la persona, Imogen se dio cuenta de que enfrentarse a semejante nota podría provocar consecuencias incómodas en esa persona. Suspiró con fuerza. La historia que había detrás de aquella nota estaba quizá empezando a ocupar más tiempo en su cabeza del debido.

 

 

Seth se sentó en la amplia escalera de caoba con el desteñido pasamanos dorado y miró a su alrededor. El tictac del viejo reloj del abuelo que estaba en el vestíbulo marcaba el tiempo de forma hipnótica, mofándose de él con los recuerdos que despertaba, como si hubiera clavado deliberadamente las uñas en una vieja herida para reabrirla.

Tenía muchas razones para sentirse incómodo. La primera vez que entró en aquella casa era un joven de diecinueve años nerviosísimo ante la idea de conocer al intimidante padre de su novia porque iba a pedirle su mano. El reconocido financiero James Siddons tenía fama de sembrar el pánico incluso entre sus colegas, así que mucho más con el chico esperanzado que vivía en el lado equivocado de las vías, el muchacho que Seth era antes.

Aunque Louisa y él solo llevaban un par de meses juntos, sabían desde el principio que estaban hechos el uno para el otro. Lo que sentían iba mucho más allá de una simple atracción. Pero Seth sabía que el camino que tenían pensado tomar no iba a ser fácil. Ella estaba todavía en la universidad y Seth era aprendiz de mecánico en un taller local. No era precisamente un candidato aceptable para aquella familia.

El día de la reunión tuvo que recopilar todo el valor que tenía. Y toda su esperanza de causar una buena impresión se había visto borrada de un plumazo en cuanto miró al banquero a la cara. Apenas había cruzado el umbral cuando el hombre expresó su desdén con total claridad. Y cuando Seth reunió el coraje de acercarse a él, mirarle a los ojos y afirmar con decisión que quería casarse con su hija, Siddons le paró los pies al instante y le puso en su sitio.

–Louisa sabe perfectamente que las familias como la nuestra se casan con familias de su misma clase, señor Broden. Y está claro que usted no pertenece a esa clase, así que no tiene sentido andarse con rodeos, ¿verdad? Mi consejo es que se quede usted con los suyos –terminó Siddons.

–¡No le estás dando una oportunidad! –le espetó Louisa–. Le amo. No quiero estar con nadie más. No tienes derecho a despreciarle de ese modo y hacerle sentirse pequeño. Seth no tiene nada de qué avergonzarse. Ha venido a hablar contigo porque quiere hacer las cosas bien. Podríamos habernos fugado y habernos casado en secreto sin decirte nada, pero Seth insistió en que debíamos hacer lo correcto e ir de frente.

James Siddons le dirigió entonces a su hija una mirada de advertencia.

–No sé en qué estabas pensando al animar a un don nadie como este –afirmó–. Debes saber que algún día tendrás que casarte con alguien adecuado para que el linaje familiar pueda continuar. Eres la última de los Siddons, Louisa, y por eso es todavía más importante que escojas marido con cabeza. Insisto en que pongas fin ahora mismo a la farsa con este hombre. En caso contrario, me aseguraré de que no percibas ni un solo penique hasta que hagas lo que te digo.

Aquel día, aquel día agridulce en el que había buscado la aprobación del padre de Louisa para casarse, el hombre había roto el corazón de su hija con su frío rechazo. Seth habría hecho cualquier cosa para ahorrarle la desilusión y el dolor consiguientes, pero su propio corazón se endureció como el hielo ante el brutal recibimiento de James Siddons.

Sin embargo, se había negado a que aquel rechazo le aplastara. Así que era un don nadie. En aquel momento echó los hombros hacia atrás y no fue capaz de contener la ira. Juró que le demostraría a James Siddons que era un imbécil por creerse mejor que Seth solo porque su familia tenía dinero.

Llegaría un momento en que su riqueza y su poder superarían los de James Siddons, le dijo con vehemencia, y Louisa no tendría que preocuparse jamás de cómo sobrevivirían.

Pero, al final de aquel frío encuentro, el arrogante banquero le prohibió a su hija que volviera a verle, le dijo a Seth que la vigilaría constantemente para asegurarse de que así fuera y le amenazó con lo que sería capaz de hacer si se atrevía a intentar convencerla.

–No habrá un solo negocio en el país que te contrate si yo se lo pido –terminó.

Con las lágrimas corriéndole por las mejillas, lo único que Louisa fue capaz de hacer fue pedirle a Seth que se marchara…

Seth aspiró con fuerza el aire y lo fue soltando lentamente. ¿Por qué había comprado aquel lugar y había abierto las viejas heridas que tendrían que llevar tiempo curadas? Ya no tenía nada que demostrar. James Siddons había muerto hacía un año, y para su eterna tristeza, Louisa murió poco después de aquel fatídico encuentro con su padre, arrollada por un conductor que se dio a la fuga. Fue un shock terrible, y Seth pensó que nunca lo superaría. Cuando la casa salió a la venta tras la muerte de su propietario, seis meses atrás, Seth no pudo resistir la tentación de comprarla. ¿Cómo evitarlo? Era la casa en la que Louisa había crecido. Tenía una conexión especial con aquel lugar. A pesar del aspecto amenazador de la mansión, Louisa le había confesado que en el pasado fue un hogar cálido y amoroso gracias a su madre, Clare Siddons.

–Mi madre era una mujer maravillosa. Tenía una paciencia infinita, era cariñosa y siempre me decía que siguiera los dictados de mi corazón –le había dicho Louisa a Seth–. Ella no te habría mirado por encima del hombro por tu origen –sus ojos violetas brillaron con ternura cuando le contó aquello.

La casa en la que Louisa había vivido no podía evitar contar con seductoras trazas de su presencia. Pero la decisión de comprar la casa había sido un arma de doble filo. Seth había querido demostrar también a la comunidad local que era tan válido como su enemigo James Siddons. Se preguntó si no habría sido el ego lo que le llevó a comprar la propiedad.

Diez largos años habían pasado desde la muerte de Louisa. Años salvajes en los que Seth se había distanciado lo más posible de su ciudad natal para poder reconstruir su vida sin ella. Y había conseguido todo lo que se propuso. Tenía que dejar el pasado atrás.

Sí, hubo otras mujeres tras la pérdida de Louisa, pero durante todo aquel tiempo no había sido capaz de amar a nadie más y lo más probable era que nunca lo hiciera. Comprar la casa había sido sin duda una idea estúpida. ¿Qué necesidad había de echar sal en las heridas?

Maldiciéndose a sí mismo por ser un masoquista, Seth se puso de pie y se giró hacia la sala de visitas. No quedaba ni rastro de los majestuosos muebles que una vez la ocuparon.

Louisa le llevó una vez a aquella sala cuando su padre estaba fuera de viaje de negocios, pero cuando Seth compró la propiedad solo quedaban unos cuantos libros viejos y algunos cacharros de cocina. Todo lo demás se lo habían llevado los abogados que trabajaban para su padre… y se había vendido para pagar los gastos funerarios.

Por muy dolorosamente irónico que pudiera parecer, James Siddons no había sido tan rico como aseguraba. Al parecer había derrochado su fortuna en el juego y en una vida disipada tras la muerte de Louisa.

La sala palaciega que tenía ahora enfrente le hizo pensar en un baile que ya había terminado, los asistentes nunca volverían. Lo único que quedaba en la sala era la desteñida moqueta roja y dorada y las cortinas color púrpura que cubrían las ventanas.

El día que acompañó a Louisa para pedirle permiso a su padre para casarse con ella no había llegado más allá del imponente vestíbulo. Como Seth había anticipado, James Siddons no sacó precisamente la alfombra roja para recibirlo. Ni mucho menos. Más bien al contrario, se lanzó directamente al ataque.

Seth sonrió con tristeza. Irónicamente, había sido él quien se rio el último. Ahora tenía la satisfacción de saber que era libre para hacer lo que quisiera allí. Nunca volvería a acusarle de no ser «lo suficientemente bueno» para alguien que había nacido entre algodones, que no había tenido que hacer uso de su habilidad y su inteligencia para ascender en el mundo, para conseguir triunfar contra todo pronóstico como Seth había hecho. Ahora él era el dueño de la casa.

En medio de sus ensoñaciones, un repentino e inexplicable instinto le llevó a acercarse a la ventana. Contuvo el aliento al poner los ojos en la figura de una mujer joven bajo la tenue luz. Estaba mirando a través de las puertas de hierro. Seth se quedó un momento paralizado, pensando que se trataba de un fantasma. Cuando recuperó el sentido común se preguntó irritado quién se creía que era aquella mujer para espiar la casa.

Sin pensárselo dos veces, cruzó la sala de visitas y se dirigió directamente a la puerta de entrada. La abrió de golpe y bajó los escalones de granito de dos en dos. Los tacones de sus botas rechinaban sobre la gravilla. La mujer había empezado a alejarse, pero él la detuvo con sus palabras.

–¿Quién eres tú y qué buscas aquí?

Los asombrados ojos marrones de la desconocida mostraron sorpresa y shock. En aquel momento, una fuerte ráfaga de aire le revolvió el pelo alrededor de la cara y ella se apartó los mechones con dedos visiblemente temblorosos. Seth se quedó hipnotizado durante un instante por la delicadeza y la hermosura de las facciones que tenía delante.

–¿Y bien? –dijo finalmente con voz tirante. Estaba decidido a no dejarse encandilar por aquella mujer, que seguramente sería una de aquellas periodistas que le seguían los pasos en busca de una historia jugosa.

–Lo siento… no quería molestarle.

Tenía una voz tan suave como la lluvia de verano. Seth contuvo el aliento.

–Pues me estás molestando. Responde a mi pregunta. ¿Qué estás haciendo aquí?

Durante unos segundos, pareció que la mujer no lo sabía. Luego dijo con tono vacilante:

–Yo… ¿es usted el dueño de la casa?

–¿A ti qué más te da? ¿Por qué quieres saberlo?

–Se lo diré… pero si es el dueño de la casa, me gustaría hablar un momento con usted.

Los ojos azul cobalto de Seth se entornaron con recelo.

–¿Sobre qué?

–Sobre la historia de la casa. Me llamo Imogen, por cierto. Imogen Hayes.

–¿Y por qué quieres saber esa historia? Déjame adivinar. ¿Te fascinan las casa antiguas y quieres hacer un trabajo para un proyecto del colegio?

La joven palideció.

–No soy ninguna niña. Tengo veinticuatro años.

–Entonces, ¿quién eres? ¿Trabajas en el periódico local? –quiso saber Seth.

Ella torció el gesto.

–No. Mire, si usted es el dueño, ¿podría dedicarme un par de minutos? Le prometo que no le robaré mucho tiempo.

Aunque todo en él le decía que era una mala idea, ya que seguramente la chica sí trabajaba en el periódico local y quería escribir un artículo sobre su vida, la de un «chico pobre al que le fue bien», tardó más de lo que esperaba en decidir qué hacer.

Seth había hecho su fortuna en América y había regresado a casa convertido en multimillonario. Sabía que era inevitable que su nombre inspirara interés en la localidad. Aquella chica no sería seguramente la única parte interesada, pero, como no podía evitar admirar su bello rostro y la inesperada punzada de atracción que despertó en él, decidió dejarla pasar. ¿Qué tenía que perder? Si escribía un artículo difamatorio, no dudaría en denunciar al periódico.

–Será mejor que pases.

Abrió las puertas de hierro, que chirriaron.

La morena pasó rápidamente por delante de él.

–Gracias. Es muy amable por su parte.

–¿Tú crees? La amabilidad no es precisamente mi fuerte –bromeó con ironía.

La joven esbozó una media sonrisa y luego apartó la vista mientras le seguía por el camino de gravilla.

Cuando llegaron a la puerta de entrada, una ráfaga de aire frío acompañada de unas cuantas hojas secas sopló ante ellos.

Seth frunció el ceño cuando cerró la puerta tras ellos. Responder a sus preguntas no le llevaría mucho tiempo, estaba seguro. Lo cierto era que sabía poco de la historia de la casa, aparte de que había pertenecido a la familia de Louisa desde hacía muchas generaciones. Entonces, ¿por qué diablos había roto su propia norma de precaución y había invitado a aquella mujer a entrar? ¿Sería porque hacía mucho tiempo que no se sentía atraído de verdad por una mujer y no había querido perderse aquella oportunidad?

–Iba a sugerir que habláramos en el salón, pero todavía no tiene muebles. Hoy he venido solo a echar un vistazo. Has tenido suerte de encontrarme aquí.

–Pero ¿es usted el nuevo dueño? –la joven se mordió nerviosamente el labio inferior.

–Sí, lo soy. No te preocupes, no te he invitado a entrar con falsedades –Seth se pasó una mano por el negro pelo y trató de sonreír. El tono le había salido demasiado amargo. El recuerdo de James Siddons pensando que no era demasiado bueno para cruzar el umbral de su casa, y mucho menos para casarse con su hija, todavía le dolía a pesar de todos los años que habían pasado.

–No se me ocurriría pensar algo así. ¿Le importaría decirme su nombre?

–Me llamo Seth Broden, puedes tutearme. ¿Qué más quieres saber?

 

 

Imogen se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y ocultó su alivio al ver que no iba a cambiar de opinión y decirle que había cometido un error, que al final no tenía tiempo para sus preguntas.

Ya fuera por suerte o por cosa del destino, el espontáneo paseo de aquella mañana la había llevado hasta la imponente mansión, y cuando vio las impresionantes torretas alzándose hacia el cielo no fue capaz de contener el impulso de acercarse más a echar un vistazo. En el fondo confiaba en tener una oportunidad así, y por eso llevaba el libro con la nota dentro.

–Alguien de por aquí me contó que los anteriores dueños eran la familia Siddons.

El corazón le latió con tanta fuerza que le dolió al ver su recelosa mirada de acero clavada en la suya, pero no podía evitar sentirse atraída hacia él. La belleza carismática de aquel hombre la había llevado a contener el aliento en cuanto le vio de cerca. Guiada por puro instinto, decidió quedarse y averiguar quién era.

–Sí. Lo que te han contado es cierto.

–¿Tú los conocías? Quiero decir, ¿los conociste cuando vivían aquí?

–¿Por qué quieres saberlo? Creí que lo que te interesaba era la casa.

–Sí, pero son las personas quienes convierten una casa en hogar, por muy grande e intimidante que pueda ser.

Seth frunció el ceño.

–¿Esta casa te parece intimidante?

Imogen se sonrojó.

–Sí, pero porque está muy lejos de mi propia vida. No puedo ni imaginar lo que debe de ser poder permitirse vivir en un sitio así.

–Tener una gran riqueza no es un jardín de rosas, ¿sabes? No cambia quién eres en esencia, ya sea buena o mala. Mira, esto no tiene ningún sentido. No creo que pueda ayudarte. Si quieres saber algo más, entonces te sugiero que investigues en el registro local.

–La información que quiero saber es de naturaleza más personal. Te estaría muy agradecida si me ayudaras.

–Estoy seguro de eso… pero si algo he aprendido es que las respuestas a las preguntas de la vida no siempre se rebelan con facilidad.

Imogen sintió una mezcla de incomodidad y culpa. Se preguntó si estaría siendo un poco insensible.

–Lo sé, pero… tal vez podrías decirme por qué se mudó la familia.

–Se podría decir que el destino hizo su aparición y los llevó por un camino distinto al que ellos esperaban.

Seth Broden la miraba fijamente a los ojos. Quedaba claro que no tenía ninguna urgencia por revelar lo que sabía sobre la familia Siddons, e Imogen intuyó rápidamente que tendría que andarse con ojo si quería averiguar la verdad sobre la nota del libro.

–Eso se nos puede aplicar a todos, estoy segura. Los sueños que tenemos no siempre se hacen realidad.

–¿Hablas por propia experiencia?

Imogen no estaba dispuesta a compartir los acontecimientos de su vida que le habían llevado por un camino inesperado hasta aquel encuentro con un total desconocido, por muy guapo que fuera y por mucho que le brillaran los azules ojos. A aquellas alturas debería conocer ya las trágicas consecuencias de confiar demasiado en la gente.

–Mi vida no ha sido siempre fácil, como le pasa a la mayoría de la gente.

Le pareció ver un destello de simpatía en los ojos de Seth Broden, que se cruzó de brazos sobre su impecable abrigo de lana y suspiró.

–Pero eres demasiado joven como para ser cínica respecto a las cartas que te ha tocado jugar y puedes seguir adelante. Al menos tienes eso a tu favor.

Sorprendida por el comentario, Imogen se encogió de hombros. Durante un instante le costó trabajo esquivar la brillante mirada azul que sugería que no le costaba ningún trabajo convencer a las mujeres para que compartieran sus más íntimos secretos. ¿Quién era aquel hombre? Si era cierto que la mansión era suya, tenía que tratarse de alguien importante.