Nunca te olvidé - Cynthia St. Aubin - E-Book
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Nunca te olvidé E-Book

Cynthia St. Aubin

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Beschreibung

Deseo 2182 La noche que él no recordaba era la noche que ella no podría olvidar jamás. La historia de la salida de la pobreza de Remy Renaud, el copropietario de una destilería, podía lanzar a la productora de televisión de Cosima Lowell a lo más alto, aunque él no recordara la noche que habían pasado juntos. Cuando la química que había entre ellos volvió a reunirlos en un encuentro apasionado, Cosima se dio cuenta de que estaba jugando con fuego. Sin embargo, Remy también estaba ocultando algo, una terrible traición que podría separar a los hermanos Renaud y destruir aquella segunda oportunidad que tenía con Cosima.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Cynthia St. Aubin

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nunca te olvidé, n.º 2182 - abril 2024

Título original: Blue Blood Meets Blue Collar

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410628526

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Rainier Renaud, Remy para los amigos, había sido muchas cosas durante sus treinta y cinco años de vida.

Hermano, ladrón, recluso hasta que lo pusieron en libertad, motociclista, trabajador de una plataforma petrolífera, padre, padre soltero, copropietario de una destilería y, recientemente, millonario.

Pero, antes de todo eso, había sido uno de los hijos de Charles Renaud, Zap para los amigos.

Y su padre no criaba tontos. En Luisiana, los tontos eran una responsabilidad demasiado considerable para una tercera generación de fabricantes de licor ilegal y proveedor de un elenco siempre cambiante de lugareños astutos y gente turbia que estaba de paso. Remy lo sabía porque, como sus tres hermanos, había formado parte de las operaciones.

Durante todo aquel tiempo, Zap le había transmitido lo único bueno de toda su desgraciada y hambrienta juventud: un sexto sentido infalible para detectar mentiras e idioteces. En aquel momento, ese sexto sentido le estaba gritando que se pusiera en guardia a causa del motivo más inesperado. Cosima Lowell, productora de televisión y fuente de problemas. Una tentación andante vestida con un traje de color gris marengo que irradiaba poder.

–¿Y bien? ¿Qué opinas?

La sonrisa irónica de sus labios pintados de rojo le dio a entender que ella ya sabía la respuesta.

Pensó que aquella mujer era un truco del universo, como si alguien hubiera hecho realidad sus fantasías de adolescente al crear aquella forma femenina. Tenía la piel suave, bronceada, el pelo rizado y castaño y los ojos hipnóticos, de color marrón avellana, profundos como el mar.

Estaba sentada frente a él, en una butaca de oficina que, probablemente, era más cara que su primer coche, rodeada de un halo de luz que entraba a raudales por el ventanal que había a su espalda y que proporcionaba vistas lejanas de la ciudad de Los Ángeles. Y era todo lo que él siempre había deseado y nunca había podido tener. La suerte de los Renaud.

Zap había mencionado a menudo esa mala suerte con mucho veneno, pero, ya de adulto, Remy había llegado a la conclusión de que casi todos sus problemas eran autoinfligidos. No se debían tanto a la mala fortuna como a las consecuencias de sus malas ideas y de sus decisiones, aún peores.

El hecho de ir a Los Ángeles había sido una de ellas. Lo supo cuando, sentado en el sofá junto a su hermano Law y su muy embarazada novia, Marlowe, había visto a Law sonreír, asentir y mentir.

Por supuesto que hacer un documental sobre la destilería Los Cuatro Ladrones era una buena idea, había dicho su hermano. No entendía cómo no se le había ocurrido antes. Le iba a encantar hablar con la amiga productora de Marlowe, a quien conocía desde el colegio, para tratar aquel tema. Iba a sacar billetes para el siguiente vuelo a Los Ángeles.

Law no había sacado billetes para el siguiente vuelo, pero sí para uno que saldría lo suficientemente pronto como para incomodarlo. Y, entonces, Marlowe se había puesto de parto con siete semanas de adelanto, y él había tenido que irse solo desde Fincastle, en Virginia, a enfrentarse a aquel sueño de adolescencia.

–¿Señor Renaud?

La voz de Cosima Lowell le provocó un cosquilleo en el estómago. Tenía una voz ronca, sexy y dulce a la vez.

–Remy –dijo él.

Tomó el vaso de agua que le habían servido en la sala de espera de aquel local de coworking, que estaba situado en la zona oeste de Los Ángeles y que servía de sede a Ferro Studios.

–Y lo que pienso es que necesito más información.

Ella apretó los labios, y su sonrisa se volvió ligeramente tirante.

–¿Sobre el proceso de preproducción?

–Sobre ti.

–¿Qué te gustaría saber?

Una pregunta lógica.

Marlowe le había dado algunos detalles que le habían sorprendido. Era hija de una famosa cantante de ópera italiana y de un padre rico de Nueva Inglaterra, y se había desvanecido durante su último año de estudios en la Lennox-Finch Preparatory Academy. Cuando había reaparecido, varios años más tarde, lo había hecho al otro lado del país, muy alejada de los contactos de su familia en Filadelfia.

Hollywood.

–¿Cómo terminaste aquí? –le preguntó.

Ella enarcó las cejas.

–¿Se trata de una pregunta personal?

–No tengo costumbre de hacer negocios con gente a la que no conozco personalmente.

–Tiene gracia. Leí en un artículo que Samuel Kane y tú no os conocíais de nada cuando su nueva empresa de capital de riesgo iba a invertir en Los Cuatro Ladrones.

Estuvo a punto de empezar a temblarle un ojo al oír aquello. En realidad, le estaba muy agradecido a Samuel, el hermano mayor de Marlowe, por el hecho de que se hubiera ofrecido para mantener a flote la destilería cuando el patriarca de Kane Foods, Parker Foods, célebre por su idiotez, se había lavado las manos. Sin embargo, a él aún le escocía haber aceptado una oferta de cualquiera de ellos.

Tomó otro sorbo de agua, como si pudiera tragarse aquella píldora tan amarga.

–Samuel Kane quería invertir dinero en mi negocio –respondió, mientras reprimía el impulso de tirarse del cuello de la camisa–. No quería meter un dichoso equipo de filmación en mi vida.

–En tu vida, no –dijo ella–. En tu destilería.

–Mi destilería es mi vida.

O, por lo menos, había invadido su vida durante los meses que habían transcurrido desde la inversión. Rápidamente, había aprendido lo que se esperaba de él: estrechar manos y poner la espalda para recibir unas palmaditas. Trabajar. Y trabajar. Hacer muchas horas extra, ya que llegaban avalanchas de pedidos.

Sacrificio. Dar lo único que consideraba sagrado: tiempo para estar con Emily.

Sintió una oleada de ternura, como siempre que pensaba en su hija. Emily tenía ocho años, unos enormes ojos grises y el pelo siempre revuelto, y cada día estaba más alta.

Él era muy consciente de todas las horas que había perdido durante aquel proceso.

–Mi psicóloga diría que esa respuesta es una indicación de una vida profesional mal equilibrada –dijo Cosima.

Después, esbozó una sonrisa irónica de crítica hacia sí misma que a él lo relajó un poco. Aquella admisión era una suave burla con la que, a la vez, reconocía su propia disfunción.

–Bueno, supongo que tu psicóloga nunca ha levantado una destilería con sus propias manos.

–No –dijo Cosima–. Creo que ha levantado una consulta con delicados egos de Hollywood y un deseo de juzgar que disimula muy mal –añadió, con un destello de humor en los ojos, mientras cruzaba las piernas.

«No, no voy a pensar en sus piernas», se dijo Remy.

Las piernas siempre habían sido lo suyo. Era el tercero de los hermanos, pero último en estatura, con un respetable metro ochenta y dos centímetros, y siempre había tratado de conquistar a mujeres de piernas esbeltas que, si usaban tacones, podían sacarle unos cinco centímetros.

Cosima Lowell llevaba tacones muy altos, pero, si se ponía de pie, solo le llegaría a la altura de la nariz. Era menuda, bajita, diminuta, delicada.

Al oír un carraspeo, volvió a la realidad. Había entrado otra persona al despacho, pero él ni siquiera se había dado cuenta.

–Remy Renaud, le presento a Sarah Sharp. Ella es parte del dichoso equipo de rodaje y, también, mi ayudante, cuando no están grabando.

Sarah era delgada, pelirroja, pecosa. Llevaba una camiseta y unos pantalones vaqueros y usaba gafas. Debía de tener unos veinticuatro años.

–¿Y no podríamos llamarnos El Equipo de Filmación de los Malditos? –preguntó la joven–. Eso suena mucho más cool.

Cosima se encogió de hombros.

–Su destilería, sus reglas.

Remy se cruzó de brazos y la miró con escepticismo.

–No recuerdo haber aceptado dejar que graben.

–Todavía no, pero lo harás. Yo soy así de buena.

Sarah asintió.

–Eso es un hecho objetivo. Yo misma lo he presenciado.

La muchacha movió el termo plateado que llevaba en la mano.

–¿Café?

–Sí, por favor –dijo Cosima, mientras se inclinaba hacia delante para quitarse la chaqueta del traje.

–Para mí, no, muchas gracias –dijo Remy.

–¿Seguro? –le preguntó Cosima–. Es de mis provisiones personales. No es el líquido aguado que sirven en el bar.

Sarah se lo tomó como una indicación y puso sobre la mesa dos tazas blancas para servir el café. Al percibir el delicioso aroma, a Remy se le hizo la boca agua. En Los Cuatro Ladrones era difícil tomar buen café; no porque no lo compraran de calidad, sino porque Emily se empeñaba en hacerlo, y era difícil convencerla de que el último sorbo no debería llevar tantos posos.

–Jamaica Blue Mountain –dijo Cosima. Tomó la taza y frunció los labios al borde para soplar suavemente.

–Está bien, yo también quisiera una taza, por favor –murmuró él.

–Se lo dije –comentó Sarah, en voz baja, y le llenó la segunda taza.

El café sabía incluso mejor de lo que olía, y tuvo que hacer un esfuerzo para no emitir sonidos de gratificación. Con esfuerzo, dejó la taza sobre la mesa.

–Bueno, ¿dónde estábamos? –preguntó.

Aunque había recibido el diagnóstico oficial de su inquietud compulsiva y su dificultad para concentrarse durante largas explicaciones por parte de los profesionales de la salud financiados con fondos públicos en el Centro Correccional Nelson Coleman, los síntomas, que desde su niñez siempre habían estado presentes, solo habían mejorado ligeramente con la medicación que olvidaba tomar la mitad del tiempo. Aquella mañana tampoco la había tomado.

Las uñas pintadas de rojo de Cosima hicieron un clic contra la porcelana de la taza mientras se la llevaba a los labios para tomar otro sorbo.

–Me estabas mirando las piernas.

De nuevo, Remy volvió a la realidad.

–No es cierto –dijo–. Estaba pensando.

–¿En mis piernas?

Ella se las miró mientras alzaba la punta de su zapato de tacón, flexionando su pantorrilla perfecta. Y, como ella se miró las piernas, él se sintió obligado a hacer lo mismo. Fue muy fácil imaginarse cómo sería sentir aquellas pantorrillas en la parte posterior de sus muslos mientras la levantaba sobre el escritorio.

–¿Estás segura de que Marlowe y tú erais amigas? –preguntó Remy.

–Más bien, amigables la una con la otra. En realidad, nuestro círculo estaba formado por gente con dos rasgos compartidos: nuestras familias eran ricas de toda la vida y éramos animadoras.

¿Animadoras?

Claramente, ella tenía que estar haciendo aquello a propósito.

–Creo que Marlowe comentó que te habían trasladado a otra escuela en el último curso.

A ella se le apagó un poco la mirada.

–Sí, esa fue la versión oficial. En realidad, dejé los estudios. Me escapé.

–Ah… ¿Y viniste directamente a Los Ángeles?

–Pasé unos años vagando por ahí. Causándoles problemas a personas malas, pero ahorrándome muchos a mí –dijo ella, y sonrió–. Al final, me calmé y senté la cabeza. La productora para la que había trabajado durante la universidad me contrató después de que me graduara. El resto, como dicen, es historia –explicó.

–¿Y por qué quisiste dedicarte a la televisión?

Ella respiró profundamente y giró la cabeza para mirar por la ventana. Su expresión se volvió melancólica.

–Mi hermano mayor, Danny, y yo, veíamos reposiciones de series por las noches. Te quiero, Lucy. Sueño con Jeannie. La tribu de los Brady. Cosas por el estilo. Hablábamos de venir a Hollywood en autostop, de conseguir un trabajo en una cafetería donde nos descubriría un productor y, así, nos convertiríamos en grandes estrellas.

Eso le sonaba vagamente familiar. Hermanos compartiendo sueños improbables.

–Entonces, ¿cómo es que terminaste detrás de la cámara? –le preguntó él.

–Al principio actué. Hice algunos anuncios. Incluso tuve un pequeño papel en un culebrón, una vez.

A él se extendió la antena.

Una actriz.

Eso tenía mucho sentido.

–Cuando me paro a pensar en ello, creo que fue por las historias –dijo ella–. Se trataba de eso, en realidad. No de ser una estrella de cine, ni de la alfombra roja, ni de la fama –añadió, y lo miró con los ojos llenos de convicción–. Por eso me puse en contacto con Marlowe, si quieres que te diga la verdad. Creo que Los Cuatro Ladrones tiene una historia que merece la pena contar y que yo soy la persona indicada para hacerlo.

Demonios.

Sí que era buena.

Tanto, que él estuvo a punto de sucumbir a su canto de sirena.

No por lo que le había dicho, sino por lo que no le había dicho. Por lo que no estaba dispuesta a decir.

Él entendía bien la situación. Los secretos eran su especialidad.

Y tenía la intención de descubrir los de Cosima Lowell aunque le llevara toda la noche.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Remy Renaud no se acordaba de ella.

Cosima no sabía si sentirse ofendida o aliviada.

En realidad, había experimentado los dos sentimientos, aunque en distintos puntos de su conversación.

Se había sentido ofendida porque ella tenía grabados a fuego todos los detalles de su encuentro original.

Y aliviada porque había sido una apuesta demasiado descabellada pensar que él iba a aceptar su propuesta solo porque hubieran pasado una noche juntos hacía nueve años.

Necesitaba que la aceptara.

Se había gastado todo el dinero en comprarle a su exprometido Ferro Studios, la productora que ella misma había fundado. Había cometido la estupidez de hacerle socio de la empresa y, ahora, no tenía ni siquiera un archivador en el que guardar el documento del acuerdo jurídico al que habían llegado.

–¿Cosima?

Aquella voz… con un poco de acento y parecida al humo de la hoguera que habían encendido en la concentración de motos a las afueras de Memphis, donde lo había visto por primera vez. Después, había vuelto a encontrárselo en un bar, aquella misma noche.

–¿Sí?

–Te he preguntado cuál es la historia de Los Cuatro Ladrones que te parece tan interesante de contar –respondió Remy.

Se reclinó en el respaldo de la silla con una sonrisa de suficiencia muy molesta. El paso del tiempo le había marcado aún más los pómulos y la mandíbula. Llevaba el pelo más corto. Su mirada seguía siendo igual de hambrienta. Sus ojos hacían todo el trabajo mientras su mente trabajaba en segundo plano, saboreando de antemano lo que deseaba.

A los veintiún años, le habían temblado las rodillas al notarlo.

A los veintinueve, la desesperaba. Estaba tan cerca…

Y Remy Renaud podía ser todo lo que la separaba de la realidad por la que tanto había trabajado desde que había salido de la mansión de Long Island de sus padres sin mirar atrás.

–Ah, sí –dijo–. La historia de unos hermanos que comparten un sueño y lo convierten en realidad a base de valentía, decisión y las capacidades que desarrollaron durante su dura juventud.

–¿Y por qué sabes tú cómo fue nuestra juventud?

–Porque se menciona en el apartado de su página web Acerca de los chicos malos del alcohol.

Remy suspiró con desagrado y murmuró algo que podría haber sido una maldición en contra de las idioteces del marketing. Apretó con los dedos el brazo de su butaca. Ella odiaba aquellos asientos, que venían en el paquete de oficina del despacho que había alquilado específicamente para aquel proyecto. No estaba segura de poder pagar el segundo plazo hasta que VidFlix le abonara el anticipo de los honorarios de producción del programa que había ideado. Un programa que, técnicamente, los hermanos Renaud no habían aceptado aún.

¿Arriesgado? Sí.

¿Necesario? También.

Necesitaba una victoria.

Y tuvo la idea de Los chicos malos del alcohol al ver un par de ojos melancólicos, que le resultaban muy familiares, en la pantalla de su iPad, cuando estaba leyendo un artículo de Los Angeles Times que el periodista había titulado Los chicos malos lo hacen bien.

Así nació la idea del documental Los chicos malos del alcohol. La destilería Los Cuatro Ladrones era oro para un proyecto así. Lo tenía todo: un entorno idílico, un elenco de personajes muy variado, el gancho argumental de la salida de pobreza y, sobre todo… la capacidad de interesar y conmover. La fascinación.

Fascinación que ella había experimentado en un motel barato, con la oreja posada en su pecho después de una maratón de sexo desenfrenado. Había intentado reprimir aquellos recuerdos al verlo entrar por la puerta del despacho, pero todos habían resurgido en su cabeza.

Su olor. Su sarcasmo. Su gesto ceñudo, pero sexy.

–Si aceptamos seguir adelante con el programa, vamos a necesitar unas cuantas reglas básicas.

A ella se le aceleró el pulso al notar el uso del condicional en su frase.

–¿Por ejemplo?

–No vamos a meter ningún argumento falso, ni escenas con guion, ni conflictos emocionales. Lo detesto.

–¿En qué programa de televisión ha sido un problema todo esto para ti?

–En las Kardashian, pero solo una temporada, porque estaba postrado en la cama de un hospital después de una operación, a merced de lo que quisieran poner.

–¿Antes o después de que Kim anunciara que iba a estudiar Derecho? –preguntó ella, porque le había llamado la atención aquel detalle.

–Es increíble –respondió él con exasperación–. Esa mujer no es capaz de saber dónde tiene unos pendientes de setenta y cinco mil dólares y se supone que tenemos que creernos que va a hacer una carrera en la universidad.

–Ah. ¿Has dicho una temporada? –preguntó ella, con la ceja enarcada–. Estoy segura de que Kim perdió ese pendiente en la sexta temporada. Y eso fue hace diez años.

Él enrojeció.

–Es que echan reposiciones tarde, por la noche. Me resultaba difícil conciliar el sueño a causa de las medicinas para el dolor.

–No te juzgo –dijo ella, alzando ambas manos–. ¿Y qué otras reglas he de tener en cuenta?

Remy carraspeó.

–Bajo ninguna circunstancia se puede mencionar ni preguntar por mi padre ni por ninguno de mis hermanos, aparte de Law.

–¿Te importa que le pregunte por qué? –inquirió ella, con curiosidad.

Él se puso tenso.

–Prefiero no tocar ese tema.

Aquella evasiva le dio la respuesta a una pregunta que no podía formular directamente: que Remy todavía ocultaba a sus hermanos el secreto que había estado guardando durante más de una década.

Se le formó un nudo en el estómago.

–Bien, entonces, nada de guiones falsos y hermanos y padre, fuera del programa, aparte de Law. ¿Es eso todo? –le preguntó.

–Hay algo más: mi hija tampoco puede aparecer en pantalla.

Ella notó que empezaba a sudar. El sonido de su propio pulso en los oídos se hizo tan fuerte que ahogó el alegre alboroto de fondo de la oficina.

Una hija.

Remy Renaud tenía una hija.

¿Tenía la niña una melena rizada y sonrisa torcida?

«No lo pienses. No pienses en eso ahora».

–¿A alguien le apetece otro? –preguntó Sarah, que entró en el despacho con el termo de café en la mano.

–Sí, por favor –dijeron los dos al unísono.

Sarah sonrió, les llenó las tazas rápidamente y desapareció.

Era una de las muchas cualidades que la habían convertido en un recurso indispensable para ella desde que se habían conocido, hacía varios años, en una cafetería de horario nocturno. Con solo mirar a aquella chica malhumorada y quisquillosa que estaba detrás de la barra, había visto toda su vida.