Obras de Antón Chéjov - Antón Chéjov - E-Book

Obras de Antón Chéjov E-Book

Anton Chejov

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Beschreibung

Antón Pávlovich Chéjov fue un cuentista, dramaturgo y médico ruso. Encuadrado en las corrientes literarias del realismo y el naturalismo, fue un maestro del relato corto, y es considerado uno de los más importantes autores del género en la historia de la literatura. Obras de teatro: Sobre el daño que hace el tabaco, Aniversario, Tío Vania, El jardín de los cerezos. Colecciones de cuentos: Los campesinos, La sala número seis, El jardín de los cerezos, Historia de una anguila y otras historias. Cuento individual: «Una noche extraordinaria».

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Obras      

Teatro

Sobre el daño que hace el tabaco

 

Aniversario 

Tío Vania

 

El jardín de los cerezos 

Cuentos

Colecciones de cuentos

Los campesinos

 

La sala número seis 

El jardín de los cerezos 

Historia de una anguila y otras historias

 

Cuentos individuales

«

Una noche extraordinaria

». 

Páginas eslavas

: cuentos y narraciones de Gogol, Puschkin, Wagner, Marlinsky, Sagoskin, Gorki, etc. traducidos directamente del ruso por 

Julián Juderías

.

 

 

 

 

 

Anton Chekhov with bow-tie sepia image

 

 

 

 

 

 

Sobre el daño que hace el tabaco (O vrede tabaka)'' (1886) 

de Antón Chéjov

traducción de E. Podgursky

 

 

MONÓLOGO EN UN ACTO

PERSONAJE

IVÁN IVANOVICH NIUJIN, esposo de la propietaria de una escuela de música y de un pensionado de señoritas.

La escena representa un estrado en un casino de provincia

Acto único

NIUJIN, hombre de largas patillas y sin bigote, vestido de un frac viejo y deslucido. Tras hacer una entrada majestuosa, saluda y se estira el chaleco.

NIUJIN.-¡Muy señoras y muy señores míos!... (Se atusa las patillas.) Habiendo sido invitada mi mujer a hacerme dar una conferencia con fines benéficos sobre un tema popular..., he de decirles que, por lo que a mí respecta, el asunto de esta me es indiferente... ¿Que hay que dar una conferencia?... Pues a dar una conferencia... No soy profesor, y estoy muy lejos de poseer la menor categoría científica; pero, sin embargo, hace ya treinta años que trabajo de un modo incesante, y hasta con perjuicio..., podría decir..., de mi propia salud, en cuestiones de un carácter puramente científico... Incluso escribo artículos científicos o, al menos, si no precisamente científicos, algo, con perdón de ustedes, que se asemeja mucho a lo científico. Justamente, en uno de los pasados días, compuse uno larguísimo, que llevaba el siguiente título: «Sobre lo dañino de determinados insectos»... A mis hijas les gustó mucho... En especial, la parte dedicada a las chinches... Yo, sin embargo, después de leído lo rompí... Después de todo, y se escriba lo que se escriba, no puede uno prescindir del uso de los polvos persas... Por tema de mi conferencia de hoy he elegido el que sigue: «Sobre el daño que el tabaco causa a la Humanidad». Yo soy fumador..., pero como mi mujer me manda hablar de lo dañino del tabaco..., ¡qué remedio me queda!... ¡Si hay que hablar del tabaco..., hablaré del tabaco!... A mí me da igual!... Eso sí..., les ruego, señores, que escuchen esta conferencia con la debida seriedad... Aquel a quien una conferencia científica asuste o desagrade..., puede no escucharla y retirarse... (Se estira el chaleco.) Solicito también una atención especial por parte de los señores médicos..., ya que estos pueden sacar gran provecho de mi conferencia..., dado que el tabaco, a pesar de su carácter perjudicial, es empleado también en medicina. Si, por ejemplo, metiéramos una mosca en una tabaquera..., moriría, seguramente, víctima de un desequilibrio de sus nervios... Como primera orientación, puede decirse que el tabaco es una planta... Les advierto que yo, por lo general, cuando doy una conferencia, tengo la manía de guiñar el ojo derecho; pero ustedes no reparen en ello... Es un defecto de mis nervios... Soy hombre muy nervioso, y esta costumbre de guiñar un ojo la contraje el trece de septiembre de mil ochocientos ochenta y nueve: día en el que mi mujer dio a luz su cuarta hija, de nombre Varvara... Todas mis hijas nacieron en trece... Pero... (Mira el reloj.), el tiempo apremia y no podemos desviarnos del tema de esta conferencia. Tengo, primeramente, que decirles que mi mujer es propietaria de una escuela de música y de un pensionado de señoritas... Dicho sea entre nosotros, a mi mujer le gusta mucho quejarse de la falta de dinero; pero la realidad es que tiene ahorrados de cuarenta a cincuenta mil rublos..., ¡por lo menos!..., mientras que yo no dispongo ni de una sola «kopeika»... ¡En fin, qué se le va a hacer!... En la pensión, el encargado de las faenas domésticas soy yo... Voy a la compra, vigilo el servicio, anoto los gastos, confecciono cuadernos, limpio de chinches los muebles, paseo al perrito de mi mujer, cazo ratones... Ayer, por ejemplo, que proyectaban hacer «blinis»[1], mi obligación se redujo a dar a la cocinera la harina y la mantequilla; pues bien..., figúrense que hoy, cuando estaban preparados ya los «blinis», viene mi mujer a la cocina y dice que tres de las alumnas no pueden comerlos por tener las amígdalas inflamadas... Sobraban, por tanto, varios «blinis»... ¿Qué hacer con ellos?... Mi mujer quiso, primero, guardarlos en la despensa; pero luego, después de pensarlo un rato, me dijo: «¡Cómetelos tú, espantapájaros!»... Cuando está de mal humor me llama «espantapájaros»... «¡Satanás!»... ¿Y qué tengo yo de Satanás?... ¡Ella es la que está siempre de mal humor!... No puedo decir que me comí los «blinis»... Me los tragué sin masticar... ¡Tengo siempre tanta hambre!... Ayer, por ejemplo, no me dio de comer en absoluto... «¿Por qué voy a tener yo que darte de comer?», me dijo... Pero... (Mirando el reloj.), nos estamos desviando del tema. Prosigamos... Aunque, en realidad, creo que seguramente les gustaría más estar escuchando una sinfonía o un aria... (Canta.) «¡En el combate no perderemos la sangre fría!»... No me acuerdo de dónde es esto... A propósito..., me olvidaba decirles que en la escuela de música de mi mujer..., aparte de las ocupaciones domésticas..., tengo obligación de dar clase de matemáticas, de física, de química, de geografía, de historia, de solfeo, de literatura, etcétera... Las lecciones de baile, canto y dibujo las cobra mi mujer, aunque la de baile y la de canto también soy yo quien las doy... Nuestra escuela está situada en el callejón de Piatisobachi[2] y en el número trece. Seguramente es el vivir en un número trece lo que me hace tener tan poca suerte en la vida... Mis hijas nacieron en trece y nuestra casa tiene trece ventanas... ¡Qué, se le va a hacer!... Si alguien desea más detalles puede dirigirse a mi mujer, que está a todas horas en casa, o leer los programas de la escuela. Los vende el portero a treinta «kopeikas» la hoja. (Saca unas cuantas de su bolsillo.) Si lo desean, puedo darles algunos. ¡A treinta «kopeikas» la hoja!... ¿Hay quien la quiera?... (Pausa.) ¿No quiere nadie?... ¡Se la dejo a veinte! (Pausa.) ¡La fatalidad!... ¡Si vivo en un número trece, cómo voy a tener suerte!... ¡Me he vuelto viejo y tonto!... Quién sabe si, por ejemplo, mientras estoy dando esta conferencia presento un aspecto alegre y, sin embargo..., ¡cómo me agradaría pegar un grito muy fuerte o salir de aquí disparado e ir a parar a mil leguas!... ¡No tengo nadie con quien poder lamentarme y hasta me entran ganas de llorar!... Me dirán ustedes...: «¿Y sus hijas?»... ¡Mis hijas!... ¡Les hablo y se echan a reír!... Mi mujer tiene siete hijas. No, perdón..., creo que seis... (Con viveza.) No, siete... La mayor, Anna, ha cumplido los veintisiete, y la menor, los diecisiete... ¡Muy señores míos!... ¡Escuchen!... (Volviendo la cabeza para mirar tras de sí.) ¡Soy un desgraciado!... ¡Me he convertido en un ser anodino..., aunque, en realidad..., tienen ustedes delante al más feliz de los padres..., o, por lo menos, debían tenerlo... Es todo lo que me atrevo a decir... ¡Si supieran ustedes solamente cuánto!... He vivido junto a mi mujer treinta y tres años de mi vida, que puedo decir fueron los mejores de ella... ¡Bueno!... ¡Los mejores, precisamente, no, pero..., casi, casi!... Estos, en una palabra, se deslizaron como un feliz instante..., aunque para hablar en justicia..., que se los lleve el diablo... (Volviendo la cabeza.) Me parece que ella no ha venido todavía y que puede uno decir lo que quiere... ¡Me da miedo!... ¡Me da un miedo horrible cuando me mira!... Pues..., como les iba diciendo..., mis hijas seguramente no se casan por su timidez y, además, porque no hay hombre que tenga ocasión de conocerlas... Mi mujer no quiere dar reuniones ni invita nunca a nadie a comer... Es una dama sumamente roñosa, gruñona e irascible, por lo que jamás viene nadie a visitarnos; pero, sin embargo, puedo comunicarles, en calidad de secreto (Se acerca a las candilejas.), que a las hijas de mi mujer puede vérselas en los días de las grandes festividades en casa de su tía Natalia Semionovna..., esa que padece de reuma y gasta un vestido amarillo con pintitas negras que parece va todo salpicado de cucarachas... Allí acostumbran también dar meriendas, y, cuando mi mujer no está presente, se permite esto: (Empina el codo.) Tengo que decirles que la primera copa suele ya embriagarme, y que, en ese momento, siento en el alma tanta paz y, al mismo tiempo, tanta tristeza, que no tengo palabras para expresarlas... No sé por qué, acuden a mi memoria los años de mi juventud y experimento unos tremendos deseos de correr... ¡Ay!... (Con animación.) ¡Si supieran ustedes lo fuertes que son estos deseos!... ¡Correr!... ¡Dejarlo todo!... ¡Correr sin volver atrás la cabeza!... ¡Adónde?... ¡Qué importa adónde!... ¡Lo que importa es escapar a esta vida fea, vulgar, barata, que me ha convertido en un viejo y lamentable tonto..., en un viejo y lamentable idiota!... ¡Escapar a esta vieja mezquina, mala, mala tacana que es mi mujer!... ¡Mi mujer, que durante treinta y tres años me ha martirizado!... ¡Huir de la música, de la cocina, del dinero de mi mujer, de todas estas pequeñeces y vulgaridades, y detenerme lejos..., lejos..., en algún lugar del campo..., convertido en un árbol, en un poste, en un espantapájaros, bajo el ancho cielo, y pasarme la noche contemplando la clara, la silenciosa luna y olvidar!... ¡Olvidar!... ¡Oh, como quisiera no acordarme de nada!... ¡Cómo quisiera arrancar de mis hombros este vil y viejo frac con el que me casé hace treinta años!... (Arrancándose de encima el frac.) ¡Con el que estoy dando siempre conferencias para fines benéficos!... ¡Toma!... (Pisoteándolo.) ¡Toma!... ¡También yo soy tan viejo, tan pobre y tan lamentable como este chaleco de espalda gastada y deshilachada!... ¡Nada necesito!... ¡Estoy por encima y soy más puro que todo esto!...

¡Hubo un tiempo en el que fui joven, inteligente..., en el que estudié en la Universidad..., en el que soñé y me consideré un hombre!... ¡Ahora, nada necesito!... ¡Nada, salvo la paz!... (Mira hacia un lado y se pone precipitadamente el frac.) Pero ¡si está mi mujer entre bastidores!... ¡Ha venido y me está esperando! (Mira el reloj.) ¡Señores! ¡El tiempo fijado para esta conferencia ha expirado ya!... ¡Les ruego..., si ella les pregunta algo..., digan que ha sido pronunciada..., que el fantoche..., o séase, yo..., se portó dignamente!... (Echando una mirada a un costado y aclarándose la garganta.) ¡Está mirando hacia aquí!... (Alzando la voz.) «¡Una vez admitido que el tabaco contenga en sí el terrible veneno a que acabo de referirme, en ningún caso les aconsejo que fumen, y hasta me permito esperar que esta conferencia, que ha tenido por tema «El daño que hace el tabaco», les aporte un beneficio... He dicho... Dixi et animam levavi.» (Saluda, y sale con paso majestuoso. Telón.)

 Especie de tortitas. Plato típico.

 De los cinco perros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aniversario (Chéjov)

de Antón Chéjov

 

 

Юбилей (Yubiley)

Juguete cómico en un acto

(1891)

Traducción de E. Podgursky

 

PERSONAJES

 

 

ANDREI ANDREEVICH SCHIPUCHIN

Director de la banca Sociedad Mutual de Crédito de N... Hombre relativamente joven y con monóculo.

TATIANA ALEKSEEVNA

Su mujer: de veinticinco años.

KUSMA NIKOLAEVICH JIRIN

Contable en el Banco. Un viejo

NASTASIA FEDOROVNA MERCHUTKINA

Vieja vestida con un salop

Los directivos del Banco.

 

Los empleados del mismo

 

 

La acción tiene lugar en el local de la Mutual de Crédito, de N

Acto único

Despacho del director. A la izquierda, una puerta abre sobre las salas de empleados. Hay dos mesas de escritorio. En el aderezo de la estancia se aprecian pretensiones a un lujo refinado: muebles tapizados de terciopelo, flores, estatuas, alfombras, teléfono... Es el mediodía.

En la escena, y calzado con unos «valenkii» (botas altas de fieltro), está solo JIRIN

JIRIN.

—(A gritos, y asomando la cabeza por la puerta.) ¡Diga que compren en la farmacia quince «kopeikas» de gotas de valeriana y que traigan también al despacho del director agua fresca!... ¡Hay que decírselo cien veces! (Yendo hacia la mesa.) ¡Estoy rendido completamente!... ¡Ya son tres días y tres noches las que llevo escribiendo, y sin pegar los ojos!... ¡La mañana y la tarde me las paso aquí, escribe que te escribe, y la noche, tosiendo en casa!... (Tose.) ¡Y ahora, por añadidura, siento todo el cuerpo congestionado!... ¡Tengo temblor..., calor..., tos..., dolor de piernas y como unas chispas en los ojos!... (Se sienta.) Nuestro director..., ese granuja..., ese pamplinoso..., se dispone a leer hoy en la junta la Memoria de este título: «Nuestro Banco en el presente y en el porvenir»... ¡Vaya Gambetta que está hecho!... Dos..., uno..., uno..., seis..., cero..., siete... ¡Lo que quiere... (seis..., cero..., uno..., seis...) es echar polvo a los ojos mientras yo tengo que estarme aquí sentado, trabajando para él como un presidiario!... ¡En su Memoria no hace más que poesía..., y yo mientras..., que le lleve el diablo, trabaja que te trabaja en el ábaco!... (Haciendo chasquear este.) ¡No le puedo sufrir!... (Escribiendo.) ¿Entonces era?... uno..., tres..., siete..., dos..., uno..., cero... Prometió recompensarme por mi trabajo... Prometió que si hoy transcurría todo bien y lograba embaucar al público, me daría un dije de oro y trescientos rublos en metálico... Veremos si es verdad... (Escribe.) Eso sí..., si resulta que he estado trabajando en balde..., no te enfades, hermano, entonces... Soy un hombre coiérico, y cuando me acaloro..., sería capaz de llegar hasta el crimen... ¡Sí!... (De detrás del escenario llega el sonido de unos aplausos Y un ligero barullo.)

LA VOZ DE SCHIPUCHIN.

—«¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Estoy emocionado!»... (Entra SCHIPUCHIN. Viene vestido de frac y corbata blanca, y sostiene entre las manos el álbum que acaba de serle ofrecido.)

SCHIPUCHIN.

(Deteniéndose en el umbral y dirigiéndose a la sala de empleados.) ¡Este obsequio suyo, queridos subordinados, será conservado por mí hasta la misma muerte y constituirá el recuerdo de los días más felices de mi vida!... ¡Sí..., muy señores míos!... ¡Una vez más les doy las gracias! (Envía un beso ante sí y se vuelve hacia JIRIN.) ¡Mi querido..., mi apreciadísimo Kusma Nikolaevich!... (Durante el tiempo que permanece en el escenario, entran, de cuando en cuando, empleados con papeles para la firma.)

JIRIN.

(Levantándose.) Tengo el honor de felicitarle, Andrei Andreevich, en el decimoquinto aniversario de la fundación de nuestro Banco y de desearle...

SCHIPUCHIN.

-(Estrechándole fuertemente la mano.) ¡Gracias, querido mío... ¡Gracias!... ¡En un día tan célebre como el de hoy, en el día del aniversario, creo que podemos besarnos! (Se besan.) ¡Estoy muy, muy contento! ¡Gracias por su trabajo! ¡Gracias por todo! ¡Por todo!... ¡Si mientras tuve el honor de ocupar la dirección de este Banco hice algo útil, se lo debo, principalmente, a mis compañeros!... ¡Sí!... ¡Son quince años! ¡Quince años!... (En tono vivo.) Y mi Memoria..., ¿qué tal va? ¿Sigue adelantando?

JIRIN.

—Sí. Solo faltan ya unas cinco páginas.

SCHIPUCHIN.

¡Magnífico! ¿Estará, entonces, preparada a eso de las tres?...

JIRIN.

—Si no viene nadie a molestar, la terminaré, en efecto. Lo que queda es ya una insignificancia.

SCHIPUCHIN.

—¡Magnífico! ¡Magnífico!... ¡La junta es a las cuatro, así que, por favor, querido!... ¿A ver?... Déme la primera mitad, que voy a repasarla... Démela pronto... En esta Memoria tengo puestas grandes esperanzas. (Cogiéndola.) Es mi «professión de foi» o, mejor dicho, «mis fuegos artificiales»... (Se sienta y empieza a leer para sí.) A todo esto, me siento terriblemente cansado. Anoche me dio un ataque de gota, y después tuve que pasarme toda la mañana de aquí para allá, ocupado en una porción de cosas. Luego, el nerviosismo..., las ovaciones..., la agitación... ¡Estoy fatigado!

JIRIN.

—Dos..., cero..., cero..., tres..., nueve..., dos..., cero... Esta cantidad de cifras me nubla los ojos. Tres..., uno..., seis..., cuatro..., uno..., cinco... (Hace chasquear el ábaco.)

SCHIPUCHIN.

—¡También otra contrariedad!... Hoy por la mañana vino a verme su señora y volvió a quejarse de usted... Me dijo que ayer, anochecido, estuvo usted persiguiendo a ella y a su cuñada con un cuchillo... ¡Kusma Nikolaich! ¡Esto ya es demasiado!

JIRIN.

—(En tono severo.) Me atrevo, Andrei Andreich, teniendo en cuenta el aniversario, a dirigirme a usted con un ruego. Le pido, aunque solo sea en atención a mi trabajo de presidiario, que no se mezcle en mi vida familiar. ¡Se lo ruego!

SCHIPUCHIN.

(Suspirando.) ¡Qué carácter tan insoportable el suyo, Kusma Nikolaich!... ¡Es usted una persona excelente..., respetable..., pero con las mujeres se comporta usted como un «Jack»!... ¡Es verdad!... ¡No comprendo por qué les tiene usted ese odio!...

JIRIN.

—¡Y yo no comprendo por qué usted las quiere tanto! (Pausa.)

SCHIPUCHIN.

—Los empleados acaban de obsequiarme con un álbum, y la directiva del Banco, según he oído decir, piensa ofrecerme un pergamino y un jarrón de plata... (Jugando con el monóculo.) No está mal... No está de más... Para el prestigio del Banco, qué diablo, es necesaria cierta pompa... Aquí es usted uno de los nuestros, y es natural que lo sepa todo... Este pergamino ha sido compuesto por mí..., como igualmente he sido yo quien compró el jarrón de plata... También la encuadernación del pergamino costó cuarenta y cinco rublos; pero, sin embargo, son cosas de las que no se puede prescindir... A ellos solos no se les hubiera ocurrido. (Mirando a su alrededor.) Pues ¿y el aderezo de este despacho?... Todos dicen que soy mezquino..., que me basta con que reluzcan las cerraduras de las puertas, con que los empleados lleven corbatas a la moda y con que a la entrada haya un portero gordo... ¡Pues no, señores míos!... ¡Ni el brillo de las cerraduras de las puertas ni el portero gordo son pequeñeces!... En mi casa puedo ser un modesto burgués. Comer y dormir como los cerdos, emborracharme...

JIRIN.

—Le ruego suprima las indirectas.

SCHIPUCHIN.

—No estoy diciendo ninguna indirecta... ¡Qué carácter más insoportable tiene usted!... Pues, como le iba diciendo...; en mi casa puedo ser un modesto burgués y obedecer a mis costumbres, pero aquí todo tiene que ser «en grand»... ¡Esto es un Banco!... ¡Aquí el menor detalle tiene que imponer!... ¡Que tener, digamos, un aspecto solemne! (Recogiendo del suelo un papelito y tirándolo a la chimenea.) Mi mérito está, precisamente, en haber elevado a gran altura el prestigio del Banco... El «tono» es asunto de suma importancia. (Examinando a JIRIN) ¡Querido mío!... ¡De un momento a otro puede presentarse aquí la Comisión de Directivos, y usted ahí, con los «valenkii» puestos, esa bufanda y esa americana de no se sabe qué color!... ¡Podía haberse vestido de frac o, por lo menos, llevar una levita negra!

JIRIN.

—Para mí la salud es más preciosa que todos sus dirigentes bancarios. Tengo el cuerpo congestionado.

SCHIPUCHIN.

-(Agitado.) Pero ¡convenga usted en que introduce usted un desorden! ¡En que altera usted el conjunto!

JIRIN.

—Si viene la Comisión, puedo esconderme... ¡Valiente cosa! (Escribiendo.) Siete..., uno..., siete..., dos..., uno.., cinco..., cero. Tampoco a mí me gusta el desorden... Siete..., dos..., nueve... (Haciendo chasquear el ábaco.) ¡Aborrezco el desorden!... ¡Qué bien haría usted no invitando al banquete de hoy a las señoras!

SCHIPUCHIN.

—¡Qué tonterías!

JIRIN.

—Ya sé que para que resulte más «chic», llenará usted de ellas el salón... Pero ¡cuidado!... ¡Podrían estropearlo todo!... De ellas no puede esperarse más que daño y desorden.

SCHIPUCHIN.

—¡Todo lo contrario!... La presencia de las mujeres eleva el espíritu.

JIRIN.

—¡Sí!, ¿eh?... Su esposa es una mujer instruida y, sin embargo, el lunes pasado dijo una cosa que me tuvo perplejo dos días... De pronto, y en presencia de extraños, pregunta: «¿Es verdad que mi marido compró muchas de las acciones del Banco Driajsko-Priajskii, que bajaron en la Bolsa?... ¡Mi marido..., ay..., está tan preocupado!»... Y todo delante de extraños... No comprendo por qué se confía usted tanto de ella... ¿Quiere ir a parar a los tribunales?

SCHIPUCHIN.

—¡Bueno, basta ya!... ¡Todo eso en un día de aniversario es demasiado sombrío!... A propósito... Me lo ha recordado usted. (Consultando el reloj.) Mi cónyuge está para llegar. En realidad, debería haber ido a la estación a esperarla, pobrecilla; pero no tengo tiempo, y me encuentro cansado. A decir verdad, no me pone muy contento su venida. Quiero decir... Me alegro, sí, de que venga; pero me sería más agradable que se hubiera quedado con su madre un par de días más. Me exigirá que pase con ella esta tarde, cuando hoy, precisamente, teníamos organizada, para después de comer, una pequeña excursión. (Estremeciéndose.) ¡Vaya!... ¡Ya me empieza el temblor nervioso!... ¡Tengo los nervios en tal tensión que diríase les basta la menor tontería para echarse a llorar!... ¡No!... ¡Hay que ser fuerte! (Entra TATIANA ALEKSEEVNA cubierta con un «waterproof» y llevando un saquillo de viaje colgado al hombro.) ¡Mira! ¡Si antes lo digo, antes aparece!

TATIANA ALEKSEEVNA

—¡Querido! (Corre hacia su esposo. Largo beso.)

SCHIPUCHIN.

—Estábamos, precisamente, hablando de ti. (Consulta el reloj.)

TATIANA ALEKSEEVNA.

-(Con el aliento entrecortado.) ¿Triste sin mí? ¿Bien de salud? Yo todavía no he estado en casa. Me he venido aquí directamente de la estación. ¡Tengo muchas, muchas cosas que contarte! ¡No tengo paciencia para esperar!... No me quito nada, porque vengo sólo por un minuto. (A JIRIN.) ¡Buenos días, Kusma Nikolaich! (A su marido.) ¿Y por casa? ¿Va todo bien?

SCHIPUCHIN.

—Todo. En esta semana has engordado... Te has puesto más guapa. Bueno, ¿y qué tal viaje has hecho?

TATIANA ALEKSEEVNA.

Magnífico. Mamá y Katia te mandan recuerdos... Vasilii Andreich me encargó te diera un beso... (Le besa.) La tía te envía un tarro de mermelada..., y todos están enfadados porque no les escribes. También Sina me encargó que te diera un beso. (Vuelve a besarle.) ¡Ay, si supieras lo que ha pasado!... ¡Lo que ha pasado!... ¡Hasta me da miedo contártelo!... ¡Ay, lo que ha pasado!... Pero ¡bueno, veo por tus ojos que no te alegra verme!...

SCHIPUCHIN.

—¡Todo lo contrario, querida! (La besa. JIRIN. tose con enfado.)

TATIANA ALEKSEEVNA.

—(Suspirando.) ¡Ah!... ¡Pobre Katia!... ¡Pobre Katia!... ¡Me da tanta lástima!... ¡Tanta lástima!...

SCHIPUCHIN.

—Hoy, querida, celebramos aquí el aniversario... La Comisión de la Directiva va a entrar de un momento a otro, y tú estás sin vestir...

TATIANA ALEKSEEVNA.

—¡Es verdad!... ¡El aniversario!... Les felicito, señores... Les deseo... ¿Entonces hoy habrá junta... y comida?... ¡Eso me gusta!... ¿Y aquella maravillosa Memoria..., recuerdas..., que tardaste tanto en escribir para la Directiva del Banco?... ¿Van a leértela hoy? (JIRIN tose con enfado.)

SCHIPUCHIN.

—(Azarado.) ¡Querida! ¡De eso no hay que hablar!... ¿Verdad?... ¿No sería mejor que te fueras a casa?

TATIANA ALEKSEEVNA.

Ahora mismo. Ahora mismo... En un momento te lo cuento todo y me marcho... Te lo contaré todo desde el principio hasta el fin. Pues verás... Recordarás que cuando me acompañaste me senté junto a aquella señora gorda y me puse a leer... No me gusta entablar conversaciones en el departamento del tren... Ya llevábamos pasadas tres estaciones, y yo seguía leyendo sin haber cruzado una palabra con nadie... Sin embargo, al llegar el anochecer, empezaron a dar vueltas en mi cabeza unos pensamientos ¡tan sombríos!... Frente a mí iba sentado un muchacho de bastante buen aspecto... Un moreno bastante guapo... El caso es que nos pusimos a charlar...; después se nos acercó un marino..., luego un estudiante... Yo les dije que no estaba casada..., ¡y qué galantería la de todos ellos!... Estuvimos charla que te charla hasta la misma medianoche... El moreno contaba unos chistes graciosísimos, y el marino se pasó todo el tiempo cantando... De tanto como reí, llegó a dolerme el pecho... Y cuando el marino se enteró, casualmente... (¡ay, esos marinos!), de que me llamaba Tatiana...,,sabes lo que empezó a cantarme?... (Canturreando con voz de bajo.) « ¡Oneguin, no voy a ocultarlo!... ¡Amo locamente a Tatiana!». (Ríe. JIRIN tose con enfado.)

SCHIPUCHIN.

—Con todo esto, Taniuscha, estamos mo lestando a Kusma Nikolaich. Vete a casa, querida.. Más tarde...

TATIANA ALEKSEEVNA.

—¡Qué más da! ¡Qué más da!... ¡Que lo oiga él también! ¡Es muy interesante! ¡Ahora mismo acabo!... Pues verás... En la estación, donde había ido a esperarme Serioja, estaba también un muchacho..., parece ser que un inspector... Bastante bien..., guapito... Sobre todo, con bonitos ojos... Serioja me lo presentó y salimos juntos los tres. El tiempo era espléndido...

UNAS VOCES DETRÁS DEL ESCENARIO.

—«¡No se puede! ¡No se puede!... ¿Qué desea usted?»... (Entra MERCHUTKINA.)

MERCHUTKINA.

-(En el umbral de la puerta y forcejeando con alguien.) ¿Por qué me sujetáis?... ¡Vaya!... ¡Tengo que hablarle hoy mismo!... (Entrando y dirigiéndose a SCHIPUCHIN.) ¿Tengo el honor, excelencia?... Nastasia Fedorovna Merchutkina..., esposa del Secretario Regional.

SCHIPUCHIN.

—¿En qué puedo servirla?

MERCHUTKINA.

Verá usted, excelencia. Mi marido, el Secretario Regional, Merchutkin, está hace cinco meses enfermo... Pues bien, mientras estaba en casa, siguiendo un tratamiento, le retiraron, sin motivo alguno... Y cuando yo, excelencia, fui a cobrar su sueldo, van ellos y me descuentan veinticuatro rubios con treinta y seis «kopeikas»... ¿Por qué razón?, me pregunto yo. ¡Porque cogía de la caja colectiva, me contestaron, y eran los demás compañeros los que tenían que responder por él!... ¿Y cómo puede ser eso?... ¿Cómo iba él a coger nada sin mi consentimiento?... ¡Eso es imposible, excelencia!... ¡Soy una pobre mujer! ¡No como más que de lo que saco con mis huéspedes!... ¡Soy débil! ¡Estoy indefensa! ¡No recibo más que ofensas, y no oigo una buena palabra de nadie!

SCHIPUCHIN.

—¿Me permite? (Coge la solicitud y, siempre de pie, la recorre con los ojos.)

TATIANA ALEKSEEVNA.

—(A JIRIN.) Pero que tengo que contarlo desde el principio. La semana pasada recibo un buen día carta de mamá... En ella me dice que un tal Grendilevskii ha pedido la mano de mi hermana Katia... Parece ser que se trata de un muchacho excelente, modesto, pero carente de medios económicos y sin situación definida... Para mayor desdicha, figúrese que también Katia se había enamorado de él... ¿Qué hacer en un caso así?... Por eso me escribía mamá..., para que yo, sin pérdida de tiempo, viniera aquí a influir sobre Katia...

JIRIN.

—(En tono severo.) Perdone, pero me ha hecho confundirme... ¡Mamá..., Katia!... ¡Me ha hecho confundirme y ya no comprendo nada!

TATIANA ALEKSEEVNA

—¡Pues sí que importa la cosa! ¡Cuando una señora le habla, debe usted escucharla!... ¿Por qué tiene hoy tan mal humor? ¿Está usted enamorado? (Ríe.)

SCHIPUCHIN.

—(A MERCHUTKINA.) Pero ¿qué es todo esto?... No entiendo en absoluto.

TATIANA ALEKSEEVNA.

¿Conque está usted enamorado?... ¡Ah..., ya se le ha subido el pavo!

SCHIPUCHIN.

—(A su mujer.) ¡Taniuscha! ¡Querida!... ¡Sal un momento al pasillo! En seguida voy.

TATIANA ALEKSEEVNA.

—¡Bueno!... (Sale.)

SCHIPUCHIN.

—No entiendo nada de esto... Usted, señora, viene aquí equivocada... Esta solicitud, por lo que se deduce de su contenido, no nos corresponde a nosotros. Tenga la bondad de dirigirse a la institución donde trabajaba su marido.

MERCHUTKINA.

—Mire, padrecito... He ido ya a cinco sitios y en ninguno me la han querido siquiera aceptar. Tenía ya perdida la cabeza cuando Boris Matveich, mi yerno, me aconsejó que viniera a verle a usted... «Tiene usted, mamaíta -me dijo- que dirigirse al señor Schipuchin. Es una persona de mucha influencia y podrá arreglárselo todo...» ¡Ayúdeme, excelencia!

SCHIPUCHIN.

—Nosotros, señora Merchutkina, no podemos hacer nada por usted. ¡Compréndalo!... Su marido, por lo que he podido deducir, trabajaba en una institución médico-militar..., mientras que la nuestra es de carácter particular..., comercial... Esto es un Banco... ¿Cómo va, a ser posible que no lo comprenda?

MERCHUTKINA.

—Excelencia... Tengo un certificado del médico que demuestra que mi marido estaba enfermo. Aquí lo tiene. Sírvase leerlo.

SCHIPUCHIN.

(Ligeramente irritado.) Magnífico... Lo creo, pero le repito que este asunto no tiene la menor relación con nosotros. (Tras el escenario resuena la risa de TATIANA ALEKSEEVNA; luego, otra masculina. Con una ojeada a la puerta.) ¡Ya está ahí molestando a los empleados! (A MERCHUTKINA.) ¡Resulta extraño y hasta ridículo! ¿Será posible que su marido no sepa a quien tiene que dirigirse?

MERCHUTKINA.

¡Él no sabe nada, excelencia!... No hace más que decirme: « ¡Estas cosas a ti no te importan! ¡Largo de aquí!...» Y se acabó...

SCHIPUCHIN.

—Le repito, señora, que su marido estaba empleado en una institución médico-militar..., y que esto es un Banco..., una empresa privada..., comercial...

MERCHUTKINA.

—No digo que no...; no digo que no... Le comprendo, padrecito... Pero ¡en ese caso, excelencia, mande que me paguen por lo menos quince rublos!... ¡Me conformo con no cobrarlo todo de una vez!

SCHIPUCHIN.

-(Suspirando.) ¡Uf!...

JIRIN.

—Andrei Andreich... Así no terminaré nunca la Memoria.

SCHIPUCHIN.

—Ahora mismo. (A MERCHUTKINA.) ¡Es imposible hacerle a usted comprender!... ¡Entienda de una vez que dirigirse a nosotros con una solicitud de ese género es tan impropio como, por ejemplo, presentar una demanda de divorcio en una farmacia! (Se oyen unos golpecitos en la puerta, y después la voz de TATIANA ALEKSEEVNA diciendo: «¿Se puede entrar?»... SCHIPUCHIN alza la voz.) ¡Espera, querida!... ¡Ahora mismo!... (A MERCHUTKINA.) A usted, señora, no le han pagado, pero nosotros celebramos hoy aquí un aniversario y estamos ocupados... De un momento a otro puede entrar alguien...

MERCHUTKINA.

—¡Tenga compasión de mí, pobre huérfana!... ¡Excelencia!... ¡Soy una mujer débil..., indefensa!... ¡Me faltan las fuerzas!... ¡Todo lo tengo que hacer yo!... ¡Los juicios con los huéspedes, los asuntos de mi marido y de mi casa..., y ahora, para colmo, mi yerno está sin trabajo!

SCHIPUCHIN.

—Señora Merchutkina... ¡Yo!... No, perdón... ¡No puedo seguir hablando con usted!... ¡Hasta la cabeza me da vueltas!... ¡Nos molesta usted y pierde el tiempo en balde!... (Aparte y suspirando.) ¡Vaya zoquete!... (A JIRIN.) ¡Kusma Nikolaich! ¡Explíqueselo, por favor, a la señora Merchutkina!... (Hace un gesto de impaciencia y entra en la sala de empleados.)

JIRIN.

—(En tono severo.) ¿Qué se le ofrece?

MERCHUTKINA.

—¡Soy una mujer débil..., indefensa!... ¡Quizá parezca fuerte, pero, si se me mira detenidamente, se verá que no hay en mí un tendoncito sano! Apenas si me sostienen los pies. ¡He perdido el apetito! ¡Hoy me he bebido el café sin pizca de ganas!

JIRIN.

—Le estoy preguntando que qué se le ofrece, señora.

MERCHUTKINA.

¡Mande, padrecito, que me paguen quince rublos!... ¡El resto, si quieren, pueden dármelo aunque sea dentro de un mes!

JIRIN.

—Ya se le ha dicho a usted con toda claridad que esto es un Banco.

MERCHUTKINA.

—Así será... Así será... Pero, si es necesario, puedo presentar un certificado del médico.

JIRIN.

—¿Eso que lleva usted sobre los hombros, es una cabeza o qué?

MERCHUTKINA.

—¡Lo que yo le pido, querido, es conforme a la ley!... ¡No quiero nada de nadie!

JIRIN.

—Yo le pregunto: «Madame»..., ¿eso que lleva usted sobre los hombros, es o no es una cabeza?... ¡Qué diablos! ¡No tengo el tiempo para perderlo hablando con usted! ¡Estoy ocupado! (Señalando a la puerta.) ¡Tenga la bondad!...

MERCHUTKINA.

—(Asombrada.) Y del dinero..., ¿qué?

JIRIN.

—¡En una palabra: que lo que lleva sobre los hombros no es una cabeza, sino... (Dando con el dedo unos golpecitos en la mesa y llevándoselo después a la frente) esto!

MERCHUTKINA.

—(Ofendida.) ¿Cómo?... ¡Vaya!... ¡Eso se lo haces, si quieres, a tu mujer!... ¡Yo soy la esposa de un Secretario Regional..., conque cuidado conmigo!...

JIRIN.

(Acalorándose y con voz contenida.) ¡Fuera de aquí!

MERCHUTKINA.

¡Ojo! ¡Mira bien lo que haces!

JIRIN.

—(Con voz estrangulada.) ¡Si no sales en este mismo instante, mandaré llamar al portero!... ¡Fuera!.. (Patalea.)

MIRCHUTKINA.

—¡Nada, nada!... ¿Crees, acaso, que te tengo miedo?... ¡Valiente mamarracho!

JIRIN.

—¡Me parece no haber conocido en toda la vida ser más repugnante!... ¡Uf!... ¡Si hasta se me ha subido la sangre a la cabeza!... (Con respiración fatigosa.) ¡Otra vez te lo digo!... ¿Me oyes?... ¡Si no te marchas de aquí, vieja chocha..., te haré polvo!... ¡Tengo tal carácter, que podría llegar a dejarte inválida para toda la vida!... ¡Podría cometer un crimen!

MERCHUTKINA.

¡Se te va la fuerza por la boca! ¡No te tengo miedo!... ¡Así que no he visto a otros como tú!

JIRIN.

—(Con desesperación.) ¡No puedo soportar su presencia!... ¡Me encuentro mal!... ¡No puedo!... (Dirigiéndose a la mesa, se sienta ante ella.) ¡Han dejado que el Banco se llenara de mujeres y ya no hay manera de escribir la Memoria!... ¡Me es imposible!...

MERCHUTKINA.

—¡No pido nada que no me pertenezca!... ¡Lo que pido es mío según la ley!... ¡Valiente desvergonzado!... ¡Estar dentro de una oficina y con los «valenkii» puestos!... ¡Mujik!... (Entran SCHIPUCHIN y TATIANA ALEKSEEVNA.)

TATIANA ALEKSEEVNA.

-(Que viene siguiendo a su marido.) Fuimos a la fiesta de Berejnitzkii... Katia llevaba un vestido de «foulard» azul celeste, adornado de encaje fino y con el cuellecito descubierto. Le sentaba muy bien el peinado alto que yo misma le hice. ¡Después de peinada y de vestida, estaba hecha un encanto!...

SCHIPUCHIN.

(Ya con jaqueca.) ¡Sí, sí!... ¡Un encanto!... ¡Pueden entrar de un momento a otro!...

MERCHUTKINA.

—¡Excelencia!...

SCHIPUCHIN.

—(Con voz apagada.) ¿Qué hay? ¿Qué desea?

MERCHUTKINA.

—¡Excelencia! (Señalando a JIRIN con el dedo.) ¡A ese que se pegaba en la frente y daba luego en la mesa, le había mandado usted que arreglara mi asunto y lo que hace es burlarse de mí!... ¡Soy una mujer débil..., indefensa!...

SCHIPUCHIN.

—¡Bien, señora!... ¡Yo lo resolveré!... ¡Haré las gestiones necesarias; pero váyase! ¡Después!... (Aparte.) Siento venir el ataque de gota.

JIRIN.

—(Acercándose a SCHIPUCHIN y bajando la voz.) Andrei Andreich... Mande a buscar al portero y que la eche. ¡Es ya inaguantable!

SCHIPUCHIN.

-(Asustado.) ¡No, no!...¡Se pondrá a chillar, y esta casa tiene muchos pisos!

MERCHUTKINA.

—¡Excelencia!

JIRIN.

—(Con voz llorosa.) Pero ¡yo tengo que escribir la Memoria! ¡No me quedará tiempo! (Volviendo a la mesa.) ¡No puedo más!

MERCHUTKINA.

—¡Excelencia!... ¿Cuándo voy a cobrar entonces el dinero?... ¡Lo necesito hoy!

SCHIPUCHIN.

—(Indignado.) ¡Qué mujer más vil! (A ella en tono suave.) Señora... ¡Ya le he dicho que esto es un Banco..., una institución de carácter privado..., comercial!...

MERCHUTKINA.

—¡Hágame la merced, excelencia!... ¡Sea un padre para mí!... ¡Si no basta el certificado médico, puedo darle también el de la comisaría!... ¡Mande que me paguen el dinero!

SCHIPUCHIN.

—(Con un fatigoso suspiro.) ¡Uf!

TATIANA ALEKSEEVNA.

—(A MERCHUTKINA.) ¡Abuela!... ¡Le están diciendo que molesta!... ¡Qué especial es usted!

MERCHUTKINA.

—¡Bonita mía! ¡No tengo a nadie que pueda ayudarme en mis gestiones!... ¡Lo de que como y bebo es solo un decir!... ¡Hoy me he bebido el café sin pizca de ganas!

SCHIPUCHIN.

(Agotado, a MERCHUTKINA.) ¿Cuánto quiere usted que le den?

MERCHUTKINA.

—Veinticuatro rublos con treinta y seis «kopeikas».

SCHIPUCHIN.

—Bien... (Sacando veinticinco rublos de la cartera y entregándoselos.) Aquí tiene usted veinticinco... ¡Cójalos y márchese! (JIRIN tose, enfadado.)

MERCHUTKINA.

—¡Tantas gracias, excelencia! (Se guarda el dinero.)

TATIANA ALEKSEEVNA.

(Sentándose junto a su marido.) A todo esto, ya es hora de que me vaya a casa. (Mirando el reloj.) Sólo que todavía no he terminado. Acabo en un momento y me voy... ¡Ay, lo que pasó!... ¡Lo que pasó!... Fuimos, como te decía, a la fiesta de Berenjnitzkii... Estaba bastante bien..., animada..., aunque nada de particular. Naturalmente, uno de los presentes era Grendilevskii, el suspirante de Katia... Pues bien..., yo ya había hablado con ella, habíamos llorado juntas y la había convencido, por lo que, precisamente, en esa fiesta habló con Grendilevskii y le rechazó... Pero, ¡imagínate!... ¡Piensa!... ¡Todo se había arreglado lo mejor posible!... Tranquilizada mamá y salvada Katia, yo también podía estar tranquila..., pero, ¿qué crees?... Momentos antes de la cena, cuando me paseaba con Katia por la alameda..., de pronto... (Excitándose), oímos un tiro... ¡No!... ¡No puedo hablar de esto con sangre fría!... (Abanicándose con el pañuelo.) ¡No..., no puedo!...

SCHIPUCHIN.

-(Suspirando.) ¡Uf!

TATIANA ALEKSEEVNA.

—(Llorando.) ¡Corremos hacia el cenador y allí..., allí..., encontramos al pobre Grendilevskii, tendido en el suelo y con una pistola en la mano!...

SCHIPUCHIN.

—¡No!... ¡No lo puedo soportar! (A MERCHUTKINA.) ¿Qué más quiere usted?

MERCHUTKINA.

—¿No sería posible, excelencia, que usted gestionase el que mi marido ingresara otra vez en su trabajo?

TATIANA ALEKSEEVNA.

—(Llorando.) ¡Se había disparado justamente al corazón! ¡Aquí!... ¡El pobre cayó al suelo sin conocimiento!... ¡Katia se asustó muchísimo!... ¡Estaba allí tendido y pidiendo que llamaran al médico!... Éste vino pronto y salvó al infeliz...

MERCHUTKINA.

—¡Excelencia!... ¿Podrá mi marido volver a ocupar su puesto?

SCHIPUCHIN.

—¡No!... ¡No lo podré soportar!... (Llorando.) ¡No lo podré soportar! (Tendiendo los brazos a JIRIN con gesto desesperado.) ¡Echela de aquí! ¡Echela..., se lo suplico!

JIRIN.

—(Avanzando hacia TATIANA ALEKSEEVNA.) ¡Fuera!

SCHIPUCHIN.

—¡No!... ¡A esa no!... ¡A esta!... ¡A esta horrible mujer! (Señalando a MERCHUTKINA.) ¡A esta!

JIRIN.

—(Sin comprender, a TATIANA ALEKSEEVNA.) ¡Fuera de aquí!

TATIANA ALEKSEEVNA.

—¿Cómo?... Pero ¿qué le pasa? ¿Se ha vuelto usted loco?

SCHIPUCHIN.

—¡Esto es terrible! ¡Soy un desgraciado!... ¡Echela! ¡Echela!

JIRIN.

—(A TATIANA ALEKSEEVNA.) ¡Resultarás tullida! ¡Te haré trizas! ¡Cometeré un crimen!

TATIANA ALEKSEEVNA.

-(Corriendo a escapar del alcance de JIRIN, que la persigue.) ¿Cómo se atreve?... ¡Qué frescura!... (Gritando.) ¡Andrei! ¡Sálvame! ¡Andrei!... (Lanza un chillido.)

SCHIPUCHIN.

-(Corriendo a su vez tras ellos.) ¡Paren! ¡Se lo suplico! ¡Silencio! ¡Tengan compasión de mí!

JIRIN.

—(Emprendiéndola contra MERCHUTKINA.) ¡Fuera de aquí! ¡Cogedla! ¡Sacudidla!

SCHIPUCHIN.

-(Gritando.) ¡Basta ya! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!

MERCHUTKINA.

—¡Ay de mí! ¡Socorro! (Lanza un chillido.)

TATIANA ALEKSEEVNA.

—(Gritando.) ¡Auxilio! ¡Auxilio!... ¡Ay!... ¡Me desmayo! (De un salto se sube a una silla, cayendo luego en el diván, donde permanece gimiendo, como víctima de un desvanecimiento.)

JIRIN.

-(Persiguiendo a MERCHUTKINA.) ¡Pegadla! Zurradla!...

MERCHUTKINA.

¡Ay de mí!... ¡Se me nubla la vista!... ¡Ay!... (Cae en brazos de SCHIPUCHIN. Se oyen unos golpecitos dados contra la puerta y una voz que, detrás del escenario, anuncia: «¡La Comisión!»)

SCHIPUCHIN.

—¡La Comisión!... ¡La reputación!... ¡La ocupación!...

JIRIN.

—(Pataleando.) ¡Diablos! ¡Fuera de aquí! (Remangándose.) ¡Que me la traigan! ¡Soy capaz de llegar al crimen! (Entra en la estancia la Comisión, compuesta por cinco individuos, todos vestidos de frac. Uno de ellos sostiene en las manos un pergamino encuadernado en terciopelo y otro un jarrón. Por la puerta de la sala inmediata asoman los empleados. TATIANA ALEKSEEVNA está echada sobre el diván. MERCHUTKINA descansa en los brazos de SCHIPUCHIN. Ambas exhalan ligeros gemidos.)

UNO DE LOS DIRECTIVOS.

—(Comenzando a leer en voz alta.) «¡Estirnado y querido Andrei Andreevich!... ¡Echando una ojeada retrospectiva sobre el pasado de nuestra empresa financiera y recorriendo con la mente la historia de su paulatino desarrollo, recogemos una impresión sumamente satisfactoria!... ¡Cierto que en sus primeros tiempos de existencia, la modesta cuantía de su capital básico, la carencia de operaciones de importancia y lo indeterminado también de sus fines..., ponían sobre el tapete la interrogación de «Hamlet»...«Ser o no ser»!... ¡Hubo un tiempo, inclusive, en el que se alzaron voces en pro del cierre del Banco!... ¡He aquí, sin embargo, que viene usted a colocarse a la cabeza de la empresa!... ¡Sus conocimientos, su energía y su peculiar tacto fueron para ella causa de éxito extraordinario y de raro florecimiento!... ¡La reputación del Banco!... (Tosiendo.) ¡La reputación del Banco!...

MERCHUTKINA.

(Entre gemidos.) ¡Ay!...

TATIANA ALEKSEEVNA.

¡Agua!

EL DIRECTIVO.

(Prosiguiendo la lectura.) «¡La reputación!... (Tosiendo.) ¡La reputación del Banco ha sido elevada por usted a tal altura, que hoy en día nuestra empresa está en condiciones de competir con las mejores del extranjero!...»

SCHIPUCHIN.

La comisión... La reputación... La ocupación... «Una vez... sostenían dos amigos, andando al anochecer, muy seria conversación» (Fábula de Krilov) ... «¡No digas que está mi juventud perdida!... ¡Deshecha por mis celos!»...

EL DIRECTIVO.

(Prosiguiendo, azarado.) ¡Después!... ¡Fijando en el presente una mirada objetiva..., nosotros..., estimado y querido Andrei Andreevich!... (Con voz que se apaga.) En ese caso..., volveremos más tarde... Mejor será que volvamos más tarde... (Salen todos, presas de azaramiento. Telón.)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tío Vania

 

ANTÓN PÁVLOVICH CHÉJOV

Tío Vania

(Дядя Ваня - Diadia Vania)

Escenas de la vida en el campo en cuatro actos (1896)

Traducción de E. Podgursky

Personajes:

ALEXANDER VLADIMIROVICH SEREBRIAKOV, profesor retirado.

ELENA ANDREEVNA, su mujer, veintisiete años.

SOFÍA ALEXANDROVNA (SONIA), su hija de un primer matrimonio.

MARÍA VASILIEVNA VOINITZKAIA, viuda de un consejero secreto y madre de la primera mujer del profesor.

IVÁN PETROVICH VOINITZKII, su hijo.

MIJAIL LVOVICH ASTROV, médico.

ILIA ILICH TELEGUIN, terrateniente arruinado.

MARINA, vieja nodriza.

Un MOZO.

La acción tiene lugar en la hacienda de Serebriakov.

 

Original image description from the Deutsche FotothekPaul Bildt als Prof. Serebrjanow, Paula Denk als Helena Andrejewna, seine Gattin, des weiteren Heinrich Greif, Walter Richter als I. P. Wojnitzki und Ruth Schilling

 

 

Acto I

La escena representa un jardín y parte de la fachada de la casa ante la que se extiende una terraza. En la alameda, bajo un viejo tilo, esta dispuesta la mesa del té. Sillas, bancos y, sobre uno de ellos, una guitarra. A corta distancia de la mesa, un columpio. Son más de las dos de la tarde. El tiempo es sombrío.

Escena I

MARINA, viejecita tranquila, hace calceta sentada junto al «samovar»; ASTROV pasea a su lado por la escena.

MARINA. -(Sirviéndole un vaso de té.) Toma, padrecito.

ASTROV. -(Cogiendo con desgana el vaso.) Creo que no me apetece.

MARINA. -Puede que quieras un poco de vodka.

ASTROV. -No... No la bebo todos los días... El aire, además, es sofocante. (Pausa.) ¡Ama!... ¿Cuánto tiempo hace ya que nos conocemos?

MARINA. -(Cavilando.) ¿Cuántos?... ¡Que Dios me dé memoria!... Verás... Tú viniste aquí..., a esta región.... ¿cuándo?... Vera Petrovna, la madre de Sonechka, estaba todavía en vida. Por aquel tiempo, antes que muriera, viniste dos inviernos seguidos..., lo cual quiere decir que hará de esto unos once años. (Después de meditar unos momentos.) Y hasta puede que más.

ASTROV. -¿He cambiado mucho desde entonces?

MARINA. -Mucho. Antes eras joven, guapo..., mientras que ahora has envejecido... ¿Y dónde se te ha ido la belleza? También hay que decir que bebes vodka.

ASTROV. -Sí. En diez años me he vuelto otro hombre... ¿Y por qué causa?... Porque trabajo demasiado, ama... No conozco el descanso, y hasta por la noche, bajo la manta, estoy siempre temiendo que vengan a llamarme para ir a ver a algún enfermo. Desde que nos conocemos no he tenido un día libre, y así..., ¿quién no va a envejecer? Además, la vida de por sí es aburrida, tonta, sucia... Eso también influye mucho. A tu alrededor no ves más que gentes absurdas, y cuando llevas viviendo con ellas dos o tres años, tú mismo, poco a poco y sin darte cuenta, te vas volviendo también absurdo... En un destino inevitable. (Rizándose los largos bigotes.) ¡Qué bigotazo más enorme he echado! ¡Qué bigote más tonto! ¡Me he vuelto absurdo, ama!... Tonto todavía no me he vuelto. ¡Dios es misericordioso! Mis sesos están en su sitio; pero tengo, en cierto modo, atrofiado el sentimiento. No deseo nada, no necesito de nadie y no quiero a nadie. Acaso sólo te quiero a ti. (Le besa la cabeza.) Cuando era niño, tuve también un ama como tú.

MARINA. -Puede que quieras comer algo.

ASTROV. -No. En la tercera semana de Cuaresma, durante la epidemia, tuve que ir a Malitzkoe... Cuando el tifus exantemático... Allí, en las «isbas», se morían las gentes como moscas... ¡Suciedad..., pestilencia..., humo..., terneros por el suelo, junto a los enfermos!... ¡Hasta cerdos había!... Yo no me senté en todo el día, ni probé bocado; pero, eso sí..., cuando llegué a casa, tampoco me dejaron descansar. Me traían al guardagujas de la estación... Le tendí sobre la mesa para operarle, y se me murió bajo el cloroformo... Pues bien.... entonces..., cuando menos falta hacía, el sentimiento despertó dentro de mí. La conciencia me dolía como si le hubiera matado premeditadamente. Me senté, cerré los ojos..., así..., y pensé: aquellos que hayan de sucedernos dentro de cien o doscientos años, y para los que ahora desbrozamos el camino..., ¿tendrán para nosotros una palabra buena?... ¡No la tendrán, ama!

MARINA. -La gente no la tendrá, pero Dios, sí.

ASTROV. -Sí. Gracias... Has hablado muy bien.

 

Escena II

Entra VOINITZKII.

VOINITZKII. -(Ha salido de la casa con aspecto de haber estado durmiendo después del almuerzo y, sentándose en el banco, endereza su corbata de petimetre.) Bueno... (Pausa.) Bueno...

ASTROV. -¿Has dormido bien?

VOINITZKII. -Muy bien, sí. (Bosteza.) Desde que viven aquí el profesor y su mujer..., mi vida se ha salido de su carril. No duermo a las horas en que sería propio hacerlo; en el almuerzo y la comida, como cosas que no me convienen; bebo vinos... ¡Nada de esto es sano!... Antes no disponía de un minuto libre. Sonia y yo trabajábamos mucho; pero ahora es ella sola la que trabaja, mientras yo duermo, como, bebo... ¡No está bien, desde luego!

MARINA. -(Moviendo la cabeza.) ¡Vaya orden de vida!... ¡El «samovar» esperando desde por la mañana temprano, y el profesor levantándose a las doce!... Antes de venir ellos, comíamos, como todo el mundo, a poco de dar las doce; pero, con ellos, a las seis pasadas... Luego, por la noche, el profesor se pone a leer y a escribir, y, de repente..., a eso de las dos, un timbrazo... «¿Qué se le ofrece, padrecito?»... «¡El té!»... Y, por él, tiene una que despertar a la gente..., preparar el «samovar»... ¡Vaya orden de casa!

ASTROV. -¿Piensan quedarse mucho tiempo todavía?

VOINITZKII. -(Silbando.) Cien años... El profesor ha decidido establecerse aquí.

MARINA. -Pues ahora está pasando igual. El «samovar» lleva ya dos horas sobre la mesa, y ellos..., de paseo.

VOINITZKII. -Ahí vienen ya... Ya vienen, no te alteres.

 

Escena III

Se oyen primero voces y, después, surgiendo del fondo del jardín, entran en escena, de vuelta del paseo, SEREBRIAKOV, ELENA ANDREEVNA, SONIA y TELEGUIN.

SEREBRIAKOV. -¡Magnífico! ¡Magnífico!... ¡Las vistas son maravillosas!...

TELEGUIN. -¡Maravillosas, excelencia!

SONIA. -Mañana iremos al campo forestal, papá. ¿Quieres?

VOINITZKII. -¡Señores! ¡A tomar el té!

SEREBRIAKOV. -¡Amigos míos! ¡Sean buenos y mándenme el té al despacho! ¡Hoy tengo todavía que hacer!

SONIA. -¡Seguro que te gustará el campo forestal!

(Salen ELENA ANDREEVNA, SEREBRIAKOV y SONIA. TELEGUIN se acerca a la mesa y se sienta al lado de MARINA.)

VOINITZKII. -¡Con el calor que hace y este aire sofocante, nuestro gran sabio lleva abrigo, chanclos, paraguas y guantes!

ASTROV. -Lo que quiere decir que se cuida.

VOINITZKII. -¡Y qué maravillosa es ella!... ¡Qué maravillosa! ¡En toda mi vida no he visto una mujer más bonita!

TELEGUIN. -¡María Timofeevna!... ¡Lo mismo cuando voy por el campo, que cuando me paseo por la fonda de este jardín, o miro a esta mesa..., experimento una inefable beatitud!... ¡El tiempo es maravilloso, los pajarillos cantan y la paz y la concordia reinan entre todos! ¿Qué más se puede desear? (Aceptando un vaso de té.) Se lo agradezco con toda el alma.

VOINITZKII. -(Soñando alto.) ¡Qué ojos! ¡Qué mujer maravillosa!

ASTROV. -Cuéntame algo, Iván Petrovich.

VOINITZKII. -(En tono apático.) ¿Qué quieres que te cuente?...

ASTROV. -¿No ocurre nada nuevo?

VOINITZKII. -Nada... ¡Todo es viejo! Yo..., igual que antes, o quizá peor, porque me he vuelto perezoso, no hago nada y gruño como un viejo caduco... Mi vieja «maman» balbucea todavía algo sobre «la emancipación femenina», y mientras con un ojo mira a la tumba, con el otro busca, en sus libros doctos, «la aurora de una nueva vida»...

ASTROV. -¿Y el profesor?

VOINITZKII. -El profesor, como siempre, se pasa el día, de la mañana a la noche, sentado, escribe que te escribe... «¡Con la frente fruncida y la mente tersa, escribimos y escribimos odas, sin que para ellas ni para nosotras oigamos alabanzas!»... ¡Pobre papel! ¡Mejor haría en escribir su autobiografía!... ¡Sería un argumento magnífico!... «Un profesor retirado, vicio mendrugo, enfermo de gota, de reumatismo, de jaqueca y con el hígado inflamado por los celos y la envidia... Este pescado seco reside, a pesar suyo, en la hacienda de su primera mujer -porque su bolsillo no le permite vivir en la ciudad- y se lamenta constantemente de sus desdichas, aunque la realidad sea que es extraordinariamente feliz». ¡Hazte cargo de la cantidad de suerte que tiene!... (Nervioso.) Hijo de un simple sacristán, ha subido por los grados de la ciencia y ha alcanzado una cátedra. Es excelencia, ha tenido por suegro un senador, etcétera... No es que importe mucho nada de eso, dicho sea de paso, pero ten en cuenta lo siguiente: este hombre, durante exactamente veinticinco años, escribe sobre arte sin comprender absolutamente nada de arte... Durante veinticinco años exactamente, mastica las ideas ajenas sobre realismo, naturalismo y toda otra serie de tonterías... Durante veinticinco años lee y escribe sobre lo que para la gente instruida hace tiempo es conocido y para los necios no ofrece ningún interés... Lo cual quiere decir que su trabajo ha sido vano... No obstante..., ¡qué vanidad!, ¡qué pretensiones!... Retirado, no hay alma viviente que le conozca. Se le ignora completamente. Lo cual quiere decir que durante veinticinco años ha estado ocupando un lugar que no le correspondía... Y fíjate..., cuando anda, su paso es el de un semidiós.

ASTROV. -Parece enteramente que tienes envidia.

VOINITZKII. -Tengo envidia, sí... ¡Y qué éxito el suyo con las mujeres! ¡Ni Don Juan supo de un éxito tan rotundo!... Su primera mujer -mi hermana-, criatura maravillosa, tímida, límpida como este cielo azul; noble, generosa, contando con más admiradores que él alumnos..., le quiso como sólo los ángeles pueden querer a otros ángeles tan puros y maravillosos como ellos... Mi madre, a la que inspira un terror sagrado, continúa adorándole... Su segunda mujer..., bonita, inteligente -ahora mismo acaba usted de verla-, se casó con él cuando ya era viejo, entregándole su juventud, su belleza, su libertad y su esplendor... ¿Por qué?... ¿Para qué?

ASTROV. -¿Y es fiel al profesor?

VOINITZKII. -Desgraciadamente, sí.

ASTROV. -¿Por qué «desgraciadamente»?...

VOINITZKII. -Porque esa fidelidad es falsa desde el principio hasta el fin. Le sobra retórica y carece de lógica. Engañar a un viejo marido al que no se puede soportar es inmoral, mientras que el esforzarse en ahogar dentro de sí la pobre juventud y el sentimiento vivo, no lo es.

TELEGUIN. -(Con voz llorosa.) ¡Vania! ¡No me gusta oírte hablar así!... ¡El que engaña a su mujer o al marido es un ser infiel!... ¡Capaz también de traicionar a la patria!

VOINITZKII. -(Con enojo.) ¡Cierra el grifo, Vaflia!

TELEGUIN. -¡Permíteme, Vania!... ¡Mi mujer..., y sin duda por culpa de mi exterior poco atrayente..., se fugó, al día siguiente de la boda, con un hombre a quien quería!... ¡Pues bien..., después de esto, yo seguí cumpliendo con mi deber! ¡Todavía la quiero y le guardo fidelidad!... ¡La ayudo cuanto puedo, y le he hecho entrega de todos mis bienes, para que atienda a la educación de los niños que tuvo con aquel hombre a quien quiso! ¡Me falló la dicha, pero me quedó el orgullo!... ¿Y ella, en cambio?... Su juventud pasó, su belleza -sujeta a las leyes de la Naturaleza- acabó marchitándose, y el hombre a quien quería falleció... ¿Qué le ha quedado?

 

Escena IV

Entran SONIA y ELENA ANDREEVNA. Un poco después, y con un libro entre las manos, MARÍA VASILIEVNA. Ésta, después de sentarse, se pone a leer. Le sirven el té, que bebe sin alzar la vista del libro.

SONIA. -(Al ama, en tono apresurado.) ¡Amita! Ahí han venido unos mujiks. Vete a hablar con ellos. Yo me ocuparé del té. (Sirve este. Sale el ama. ELENA ANDREEVNA coge su taza, que bebe sentada en el columpio.)

ASTROV. -(A ELENA ANDREEVNA.) Venía a ver a su marido. Me escribió usted diciéndome que tenía reuma y no sé qué más cosas, y resulta que está sanísimo...

ELENA ANDREEVNA. -Ayer, anochecido, se quejaba de dolor en las piernas; pero hoy ya no tiene nada.

ASTROV. -¡Y yo recorriendo a toda prisa treinta verstas! ¡Qué se le va a hacer! ¡No es la primera vez que ocurre!... ¡Eso sí, como recompensa, me quedaré en su casa, por lo menos, hasta mañana!... ¡Siquiera, dormiré «quantum satis»!...

SONIA. -¡Magnífico! ¡Es tan raro que se quede a dormir! Seguro que no ha comido usted.

ASTROV. -En efecto, no he comido.

SONIA. -Pues así comerá con nosotros. Ahora no comemos hasta después de las seis. (Bebe.) El té está frío.

TELEGUIN. -Sí, la temperatura del «samovar» ha descendido considerablemente.

ELENA ANDREEVNA. -No importa, Iván Ivanich. Lo beberemos frío.

TELEGUIN. -Perdón...; pero no soy Iván Ivanich, sino Ilia Ilich..., Ilia Ilich Teleguin, o -como me llaman algunos, por mi cara picada de viruelas- Vaflia. En tiempos fui padrino de Sonechka, y su excelencia, su esposo, me conoce mucho. Ahora vivo en su casa, en esta hacienda... Si se ha servido usted reparar en ello, todos los días como con ustedes. SONIA. -Ilia Ilich es nuestro ayudante..., nuestro brazo derecho. (Con ternura.) Traiga, padrinito. Le daré más té.

MARÍA VASILIEVNA. -¡Ah!...

SONIA. -¿Qué le pasa, abuela?

MARÍA VASILIEVNA. -He olvidado decir a Alexander -se me va la memoria- que he recibido hoy carta de Jarkov. De Pavel Alekseevich... Enviaba su nuevo artículo.

ASTROV. -¿Y es interesante?

MARÍA VASILIEVNA. -Sí, pero un poco extraño. Se retracta de cuanto hace siete años era el primero en defender. ¡Es terrible!

VOINITZKII. -No veo lo terrible por ninguna parte. Bébase el té, «maman».

MARÍA VASILIEVNA. -Pero ¡si quiero hablar!

VOINITZKII. -Desde hace cincuenta años no hacemos más que hablar, hablar y leer artículos. Ya es hora de terminar.

MARÍA VASILIEVNA. -No sé por qué no te agrada escuchar cuando yo hablo... Perdona. «Jean», pero en este último año has cambiado tanto, que no te reconozco. Antes eras un hombre de convicciones definidas... Tenías una personalidad clara.

VOINITZKII. -¡Oh, sí!... ¡Tenía una personalidad clara con la que no daba claridad a nadie!... (Pausa.) ¡Tenía una personalidad clara! ¡Imposible emplear ingenio conmigo más venenosamente!... Tengo ahora cuarenta y siete años. Pues bien..., como usted, hasta el año pasado me apliqué ex profeso a embrumar mis ojos con su escolástica, para no ver la verdadera vida, e incluso pensaba que hacía bien... Ahora, en cambio... ¡Si usted supiera!... ¡Mi rabia, mi enojo por haber malgastado el tiempo de modo tan necio, cuando podía haber tenido todo cuanto ahora la vejez rehúsa, me hace pasar las noches en vela!

SONIA. -¡Tío Vania! ¡Es aburrido!

MARÍA VASILIEVNA. -(A su hijo.) ¡Parece que echas algo la culpa de eso a tus anteriores convicciones, cuando la culpa no es de ellas, sino tuya! ¡Olvidas que las convicciones por sí solas no son nada!... ¡Nada más que letra muerta! ¡Había que actuar!

VOINITZKII. -¡Actuar!... ¡No todo el mundo es capaz de convertirse en un «perpetuum mobile» de la escritura, como su» «Herr» profesor!

MARÍA VASILIEVNA. -¿Qué quieres decir con eso?

SONIA. -(En tono suplicante.) ¡Abuela!... ¡Tío Vania!... ¡Os lo ruego!

VOINITZKII. -Me callo... Me callo y me someto... (Pausa.)

ELENA ANDREEVNA. -La verdad es que el tiempo hoy está hermoso. No hace ningún calor... (Pausa.)

VOINITZKII. -Un tiempo muy bueno para ahorcarse. (TELEGUIN afina la guitarra, MARINA da vueltas ante la casa, llamando a las gallinas.)

MARINA. -¡Pitas, pitas, pitas!

SONIA. -¡Amita! ¿A qué venían esos «mujiks»?

MARINA. -A lo de siempre. Otra vez para lo del campito... ¡Pitas, pitas, pitas!...

SONIA. -¿A quién llamas?

MARINA. -¡Es que Petruschka se ha escapado con los pollitos!... ¡Pueden robarlos los cuervos! (Sale. TELEGUIN toca a la guitarra una polca. Todos escuchan en silencio.)

 

Escena V

Entra un MOZO de labranza.

EL MOZO. -¿Está aquí el señor doctor? (A ASTROV.) Vienen a buscarle, Mijail Lvovich.

ASTROV. -¿De dónde?

EL MOZO. -De la fábrica.

ASTROV. -(Con enojo.) ¡Pues tantas gracias!... ¡Qué se le va a hacer! (Buscando con los ojos la gorra.) Tengo que ir... ¡Qué lástima diablos!

SONIA. -¡Qué lástima, verdaderamente!... Cuando esté de vuelta de la fábrica, véngase aquí a comer.

ASTROV. -Imposible. Será demasiado tarde. Cómo voy a poder... (Al MOZO.) ¡Oye, amigo! ¡Tráeme una copa de vodka! (Sale el MOZO.) Cómo voy a poder... (Encontrando la gorra.) En una de sus obras teatrales, Ostrovsky presenta un personaje de largos bigotes y cortas capacidades... Pues bien, ese soy yo... Así es que..., tengo el honor, señores, de saludarles. (A ELENA ANDREEVNA.) Me proporcionará una sincera alegría si un día va a visitarme con Sofía Alexandrovna. Soy dueño de una pequeña hacienda, que no tendrá arriba de unas treinta «desiatin», pero si le interesa ver un jardín modelo y un invernadero como no lo hay igual en mil verstas a la redonda, allí lo encontrará. Tengo junto a mí los viveros del Estado, y, como el guarda forestal es viejo y está siempre enfermo, soy yo, en realidad, el que se ocupa de ellos. ELENA ANDREEVNA. -Ya me han dicho que tiene usted gran amor a los bosques. Claro que es mucho el servicio que puede usted prestarles; pero..., ¿acaso ello no perjudica a su verdadera vocación? ¡Es usted médico!

ASTROV. -¡Solo Dios sabe cuál es nuestra verdadera vocación!

ELENA ANDREEVNA. ¿Y resulta interesante?

ASTROV. -Sí. Es un trabajo interesante.

VOINITZKII. -(Con ironía.) ¡Mucho!

ELENA ANDREEVNA. -(A ASTROV.) Es usted todavía joven. Representa usted tener treinta y seis o treinta y siete años, y la cosa, seguramente, no es tan interesante como dice. ¡Bosques, bosques y bosques siempre!... ¡Se me figura que es muy monótono! SONIA. -No... Es muy interesante. Mijail Lvovich todos los años planta nuevos bosques, y ya ha sido premiado con una medalla de bronce y un diploma. Se preocupa también de que los viejos bosques no se pierdan. Si le oye usted, acabará siendo de su opinión... Dice que los bosques adornan la tierra y enseñan al hombre a penetrar en sus maravillas, inspirándole grandeza de ánimo... Que los bosques dulcifican la severidad del clima y que en los países donde este es más benigno, se consumen menos fuerzas en la lucha con la Naturaleza, por lo que el hombre allí es más suave y más tierno. Allí -dice- la gente es bella, flexible, fácil a la sensibilidad. Su lenguaje es fino, sus movimientos gráciles; florecen sus ciencias y su arte; su filosofía no es sombría, y su relación hacia la mujer está impregnada de una fiera nobleza.

VOINITZKII. -(Riendo.) ¡Bravo, bravo!... ¡Todo eso resulta grato, pero nada convincente!... Por tanto... (A ASTROV.) Permíteme, amigo mío, que continúe encendiendo mis estufas con leña y construyendo mis cobertizos de madera.

ASTROV. -Podrías encender tus estufas con turba y construir los cobertizos de piedra; pero, bueno..., admito que se corten por necesidad, pero destruirlos..., ¿por qué? Los bosques rusos crujen bajo el hacha, perecen millones de árboles, se vacían las moradas de los animales y de los pájaros, los ríos pierden profundidad y se secan; desaparecen, para nunca volver, paisajes maravillosos, y todo porque el hombre, perezoso, carece del sentido que le haría agacharse y extraer de la tierra el combustible. (A ELENA ANDREEVNA.) ¿No es verdad, señora?... Es preciso ser un bárbaro sin juicio para quemar en la estufa esa belleza... Para destruir lo que nosotros somos incapaces de crear... Si el hombre está dotado de juicio y de fuerza creadora, es para multiplicar lo que le ha sido dado y, sin embargo, hasta ahora, lejos de crear nada, lo que hace es destruir... Cada día es menor y menor el número de bosques... Los ríos se secan, las aves desaparecen, el clima pierde benignidad, y la tierra se empobrece y se afea. (A VOINITZKII.) Me miras con ironía, como si todo cuanto estoy diciendo no te pareciera serio... Y puede que, en efecto, sea una chifladura...; pero cuando paso ante bosques de campesinos, a los que he salvado de la tala; cuando oigo el rumor de un joven bosque plantado por mí, reconozco que el clima está algo en mis manos y que si, dentro de mil años, el hombre es feliz, será un poco por causa mía... Cuando planto un pequeño abedul, al que veo después verdear y mecerse con el viento, se me llena el alma de orgullo y... (Viendo avanzar al MOZO con la copa de vodka.) A todo esto... (Bebe.), ya es hora de marcharse. Esto, seguramente, es una chifladura. ¡Tengo el honor de saludaros!... (Se encamina hacia la casa.)

SONIA. -(Siguiéndole, le coge del brazo.) ¿Cuándo vendrá a vernos?

ASTROV. -No lo sé.

SONIA. -¿Va a estar otro mes sin venir?

(Salen ASTROV y SONIA. MARÍA VASILIEVNA y TELEGUIN continúan al lado de la mesa y ELENA ANDREEVNA y VOINITZKII se dirigen a la terraza.)

ELENA ANDREEVNA. -¡Iván Petrovich! ¡Ha vuelto usted a comportarse de un modo imposible! ¿Qué necesidad tenía de excitar a María Vasilievna diciéndole eso del «perpetuum mobile»? ¡Otra vez hoy, durante el almuerzo, empezó usted a discutir con Alexander! ¡Eso no puede ser!

VOINITZKII. -Pero ¡si le aborrezco!

ELENA ANDREEVNA. -¡No hay motivo ninguno para aborrecer a Alexander! ¡Es un hombre como todo el mundo! ¡No es peor que usted!

VOINITZKII. -¡Si hubiera usted podido verle el rostro y los movimientos!... ¡Qué pereza tiene de vivir!... ¡Oh, qué pereza!

ELENA ANDREEVNA. -¡Pereza, sí, y aburrimiento!... ¡Todos critican a mi marido! ¡Todos me miran con compasión!... «¡Qué desgraciada!»... «¡Tiene un marido viejo!»... ¡Y, oh, cómo comprendo ese interés por mí!... ¡Todos ustedes -como acaba de decir Astrov-, insensatamente, dejan perecer los bosques, y pronto en la tierra no habrá nada! ¡Pues bien..., del mismo modo insensato, labran la pérdida del hombre, y pronto sobre la tierra -gracias a ustedes- no quedará ni fidelidad, ni pureza, ni capacidad de sacrificio! ¿Por qué no pueden ver con indiferencia a una mujer que no es suya?... ¡Sencillamente, porque -tiene razón el doctor- cada uno de ustedes lleva dentro el demonio de la destrucción! ¡No tienen piedad ni para los bosques, ni para los pájaros, ni para las mujeres, ni el uno para el otro!

VOINITZKII. -No me gusta en absoluto esa filosofía. (Pausa.)

ELENA ANDREEVNA. -Ese doctor, por la cara, parece cansado y nervioso. Es una cara interesante la suya. Por lo visto, le gusta a Sonia. Está enamorada de él, y lo comprendo... Durante mi estancia aquí, ya ha venido tres veces; pero, como soy tímida, no he hablado con él una sola, como es debido..., afectuosamente. Me creerá de un carácter atravesado... Seguramente usted y yo, Iván Petrovich, somos tan buenos amigos porque los dos somos aburridos y tristes... No me mire de esa manera. No me gusta.

VOINITZKII. -¿Y cómo voy a mirarla de otra manera, si la quiero?... ¡Es usted mi dicha, mi vida, mi juventud! ¡Sé que mis probabilidades a una reciprocidad por su parte equivalen a cero; pero no necesito nada!... ¡Permítame tan solo que la mire, que oiga su voz!...

ELENA ANDREEVNA. -¡Cuidado! ¡Pueden oírle! (Se dirige a la casa.) VOINITZKII. -(Siguiéndola.) ¡Permítame que la hable de mi amor! ¡No me rechace! ¡Esa será para mí la mayor felicidad!