Odisea por el espacio inexistente - M. B. Brozon - E-Book

Odisea por el espacio inexistente E-Book

M. B. Brozon

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Andrés lleva a casa dos números rojos en su boleta. Para pensar en cómo le hará para darle las malas noticias a su papá sale a caminar. Unos tipos lo secuestran: ha sido escogido por la Asociación de las Buenas Ocurrencias para rescatar a su ex novia Isabel, a quien el ruin Maestro de las Malas Artes ha encerrado en el cuartel general de las Fuerzas Jocosas.

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Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2014

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M. B. BROZON

ilustrado porGUILLERMO DE GANTE

Primera edición, 2000    Octava reimpresión, 2014 Primera edición electrónica, 2014

Editor: Daniel Goldin Diseño: Joaquín Sierra Escalante Dirección artística: Mauricio Gómez Morin

D. R. © 2000, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios y sugerencias:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2255-6 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

PRIMERA PARTE Capítulo 1

♦ “¿QUÉ PUDO haber pasado?”, se preguntaba Andrés sin alcanzar a explicárselo cuando escuchó el timbre de salida. Después de una historia académica completamente limpia, ahora llevaba a casa dos números rojos, uno en música y otro en matemáticas. Mientras caminaba hacia su casa con la cabeza gacha y unas lágrimas resistiéndose a salir de sus ojos, recordó el día de los exámenes; cómo se confundió con los quebrados y se quedó mirando el papel, incapaz de resolver nada, y cómo después, nervioso por el fracaso de ese examen, tampoco pudo tocar Claro de Luna con su flauta. Sus dedos se movían de acuerdo con las notas, pero no logró sacar el menor soplo, provocando en la maestra un gesto de furia y en sus compañeros sonoras carcajadas. Andrés era el único de la clase a quien le preocupaba reprobar esa materia, porque su papá era músico.

La única triste sonrisa que esbozó Andrés durante todo el regreso fue cuando pensó en Isabel. Ella también había reprobado y tampoco solía hacerlo. No fue esto lo que lo hizo sonreír, sino que tuvieran algo en común, aunque fueran unas reprobadas. Andrés estaba enamorado de ella, incluso habían sido novios a principio de año, pero Isabel lo cortó por haber atrapado a otra jugando “Atrapados” en algún recreo.

Andrés palpó en su bolsillo la hojita que decía: “Andrés, no te preocupes mucho; estas cosas pasan. Isabel”. El papel estaba un poco húmedo a causa del sudor de sus manos, y el nerviosismo lo acompañó hasta la puerta de su casa, adonde llegó con los ojos hinchados y la nariz roja.

Por lo menos era viernes y su papá tenía ensayo, de modo que no llegaría hasta después de las siete. Andrés cruzó los dedos deseando no toparse con nadie en el camino a su cuarto, pero al entrar lo primero que vio fue a su hermano Tomy, que jugaba en el pasillo con unos cubos.

–Pareces tomatito, por rojo y cachetón –le dijo sonriente.

El comentario no le hizo ninguna gracia. Subió a su cuarto cabizbajo y en silencio.

Después de comer se sentó a estudiar con muchas ganas, pero, entre la preocupación y el berrinche, se había cansado tanto que se quedó dormido sobre el libro de geografía, dejando una gran mancha de baba en el mapa orográfico de México. Entonces tuvo un sueño muy raro: soñó que llegaba su papá y encontraba la boleta de calificaciones que él había escondido en el congelador. Al principio confundía la boleta con un hielo y lo sumergía en su bebida; pero al darse cuenta de que su hielo era una prueba de la ignorancia de su hijo, montaba en cólera y lo ponía a trabajar de pisapapeles –lo cual llegó a ser muy angustiante–, hasta que Andrés despertó sobresaltado. Gotas de sudor escurrían por sus sienes. El reloj marcaba las seis cuarenta y tres. Todavía sin haber despertado del todo, decidió que era preferible no enfrentar a su papá. Vació su mochila con rapidez, dejando únicamente la flauta y el cuaderno de matemáticas, y metió un juego de pants. No le cupieron sus tenis, pero como no tenía tiempo de ponerse a pensar en lo ridículo que se iba a ver con pants y zapatos, los arrojó a un lado de la cama y salió de su cuarto de puntitas. Su mamá estaba en el cuarto de Tomy, ayudándolo con la tarea. Andrés tomó de la alacena dos latas de atún, algunas galletas y un yogurt, y con eso emprendió el camino no sabía a dónde. Era la primera vez que escapaba de su casa, y su corazón latía tan rápido como cuando tomó su boleta de manos de la directora.

Caminó durante un rato, con un enjambre de pensamientos en la cabeza que le impidió sentir el paso del tiempo. Cuando se dio cuenta ya había oscurecido por completo y sintió algo de miedo. Se sentó en la banqueta y casi sin quererlo empezó a escuchar la voz de su conciencia, que le decía que reprobar no era tan malo, que a muchos del salón les pasaba y a ninguno lo habían puesto a trabajar de pisapapeles. Le recordó que su papá no era un mal tipo y las más de las veces tomaba las cosas con calma. Y por último, su conciencia le dijo que un pisapapeles de su tamaño era totalmente impráctico. Andrés sintió ganas de regresar a su casa y escaparse otro día, más temprano. Resuelto, volvió a andar por el mismo camino que lo había llevado hasta ahí.

Algunas cuadras antes de llegar a su casa, Andrés empezó a sentir cansancio. Tanto, que tuvo que sentarse de nuevo. Su reloj marcaba las ocho y media. Pensó que al llegar a su casa no sólo lo regañarían por reprobar materias, sino también por salir sin avisar y regresar tan tarde.

De pronto, un par de individuos enormes que parecían haber salido de la nada interrumpieron sus preocupaciones. Andrés quiso salir corriendo, pero las piernas no le respondieron. No podía ver sus caras, pues estaban cubiertos con gabardinas y sombreros. A pesar del miedo que para entonces lo había invadido por completo, Andrés no pudo correr ni moverse; sus ojos estaban a punto de cerrarse. Sólo alcanzó a oír que uno le decía al otro con voz tipluda:

–¿Es éste?

Y que el otro le contestaba con una voz parecida:

–Sí, es éste.

Entonces se durmió profundamente. ♦

Capítulo 2

♦ –¿Y QUÉ diantres es esto? –escuchó Andrés cuando el sueño que lo había invadido empezaba a esfumarse. Era la voz aguda que antes había preguntado si él era él.

–Pues lee, zonzo –contestaba el dueño de la otra voz–: A…T…Ù…N.

Andrés dedujo que esculcaba su maleta y, aunque estaba realmente aterrorizado, no podía permitir que un par de gorilas con voz de soprano lo despojaran de sus escasas provisiones; sin embargo no pudo hablar: estaba amordazado. Sintió ganas de echarse a llorar, pero comprendió que no era buen momento para eso. Hizo un esfuerzo por tranquilizarse y tratar de adivinar dónde estaba. Sus ojos se fueron acostumbrando a la falta de luz, mientras seguía escuchando las vocecillas que provenían de un lugar al que su mirada no tenía acceso.

–El atún sabe muy mal, a fierro –dijo uno.

–¡Ah, pero qué torpe eres, primero tienes que sacarlo de la lata! –respondió el otro. Andrés casi sonrió.

Poco a poco logró definir su entorno. Era un cuarto muy amplio: paredes de ladrillo, algunas ventanas muy altas y una puerta de metal en la pared que estaba frente a él. En el espacio que alcanzaban sus ojos encontró una mesa, un par de sillas además de la que él ocupaba, y una vitrina en la que había, bien acomodados, seis envases de leche comunes y corrientes, como los que compraban en su casa, y una licuadora. Como la mordaza le impedía hablar, hizo ruidos quejumbrosos:

–¡Mmmmh, mjfhhfh!

Andrés se sorprendió cuando acudieron a su llamado. Él esperaba ver a los fortachones que lo habían atrapado, pero en su lugar aparecieron dos hombres más bien chaparros, uno gordo y otro flaco, sin gabardinas ni sombreros. El gordo era calvo y, al contrario, el delgado tenía una buena mata de cabello recogido hacia atrás en una trenza. Ambos sonreían, ofreciendo un aspecto totalmente inofensivo.

–Ya se despertó el nene –dijo el de la trenza, que traía la mochila de Andrés colgada en un hombro.

–¡Mmmmh, fhnxxhfg! –siguió gimiendo Andrés. Al ver que sus captores no parecían malos se tranquilizó un poco, aunque creía reconocer las mismas voces de los hombres de la gabardina. El pelón se le acercó y desamarró la mordaza. Cuando tuvo libre la boca, a Andrés se le olvidó lo que iba a decir y sólo se les quedó viendo con ojos sorprendidos.

–¿Tienes hambre, Andrés? –preguntó el pelón, con una inexplicable familiaridad.

–¿Cómo sabe mi nombre? ¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué me trajeron aquí?

–Uy, pequeñín, haces muchas preguntas –contestó el de la trenza–. Sabemos muchas cosas de ti. Cosas que ni te imaginas…

–Cosas que ni tú mismo sabes –interrumpió el otro para concluir.

Como no entendía nada prefirió contestar la pregunta que le hicieron al principio.

–Tengo mucha hambre.

–¡Magnífico, hagamos el almuerzo! –dijeron ambos personajes a coro. Andrés miró con incredulidad la preparación del “almuerzo”. El hombre de la trenza abrió una de sus latas de atún y vació el contenido en la licuadora; agregó cuatro galletas, vertió la mitad de un envase de leche y accionó el aparato. Después sirvió en un vaso el espeso licuado y se lo ofreció a Andrés con una gran sonrisa.

–No, gracias.

–Pero ¿por qué no? –preguntó decepcionado–. ¡Todas estas cosas te gustan!

–Sí, pero por separado.

–Oh, bueno, ya que no lo quiere, nos lo podemos tomar nosotros –dijo el gordo, quien había estado observando la preparación del brebaje con mucho antojo. Así lo hicieron, y cuando terminaron de beber se sentaron frente a Andrés con cara de satisfacción.

–¿Pueden darme mi yogurt? Está en mi mochila –Andrés, aunque no tanto como para tomarse el licuado, sí estaba muy hambriento. El de la trenza le dio el yogurt.

–¿Dónde están los hombres que me trajeron?

–Pues aquí frente a ti –el gordo hizo una reverencia.

–Eso no puede ser: aquellos eran grandotes y ustedes son… –Andrés se apenó y titubeó.

–¿Chaparros? –lo ayudaron hablando al unísono. Él asintió.

–Son nuestras gabardinas –el de la trenza habló risueño.

–Es que son especiales –explicó el gordo–. ¿Quieres ver?

–Bueno –Andrés trató de ocultar un poco su entusiasmo para que no creyeran que era un ingenuo.

Como niños chiquitos que van a enseñar un juguete nuevo, corrieron a descolgar sus gabardinas de un perchero que estaba al lado de la puerta, y se las pusieron.

–Mira –dijo el calvo–, te la pones…

–… y te abrochas todos los botones hasta llegar al primero, que es el importante –continuó el otro.

Al abrochar el primer botón, las gabardinas se inflaron como lanchas de playa, hacia arriba y hacia los lados, dejando al par de pequeños individuos con apariencia de guaruras de primera.

–¡Es fantástico! –exclamó Andrés, sin darse cuenta de que tenía la bocota abierta–. ¿Cómo le hicieron? ¿Puedo probarme una?

El calvo asintió, se desabrochó el primer botón y de inmediato recuperó el aspecto inocente que en realidad tenía. Andrés se enfundó en la gabardina. Se abrochó todos los botones menos el primero.

–¡Vamos, termina! –pidieron ambos.

La sensación fue extrañísima; empezó a crecer, crecer y crecer. Cuando aparentemente había dejado de inflarse, se miró. No era la gabardina la que se había inflado, ¡era su propio cuerpo! Andrés se echó a reír.

–¡Ja! ¡Soy grande y fuerte! –dijo con entusiasmo–. ¡Cómo me gustaría que Rodrigo me viera así…!

Antes de que pudiera seguir pensando en su plan, y sin haber desabrochado el botón, se desinfló de golpe.

–No, no, no, Andresín –dijo el de la trenza–. Así no sirve. Si tienes intenciones de vengarte o de hacer daño a alguien, la gabardina deja de funcionar.

–No entiendo –argumentó Andrés–. Ustedes, cuando me secuestraron, las tenían puestas, y supongo que no se desinflaron.

–No digas secuestrar, es una palabra muy fea –dijo el calvo.

–Además, nosotros te tenemos aquí por una causa noble –siguió el otro.

–Bueno, pues estaría bien que me lo explicaran, porque todo esto me parece muy extraño y no me está gustando nada. –Andrés se mostró molesto mientras se quitaba la gabardina.

En ese momento se oyó una risa que no pertenecía a los hombres que estaban frente a él. Andrés miró hacia todos lados tratando de encontrar al que reía.

–Es el Jefe –dijeron los de la gabardina en un murmullo.

–A ver, jovencito –aquel vozarrón parecía venir del aire–. ¿Cómo que esto no le está gustando nada? ¿Está seguro de que eso es verdad?

–E-e-est-e –Andrés tartamudeó: lo que había dicho no era muy cierto–. Bue-bueno, me está gustando poquito.

–No trate de engañarnos –prosiguió la voz–. Nosotros lo conocemos bien. Ha estado en nuestros planes durante mucho tiempo, hasta ayer, que finalmente pudimos traerlo aquí.

–¡Ayer! –exclamó Andrés alarmado–. ¡Cielos, no me di cuenta de todo lo que dormí! ¡Mis papás han de estar preocupadísimos!

–Lo están, no lo dude. Pero la misión que vamos a asignarle es mucho más importante que la congoja de sus padres.

–¿Una misión? ¿De qué hablan?

–Usted fue escogido para cumplir una misión, la cual le explicaremos mañana con todo detalle –contestó el Jefe.

–Sigo sin entender… ¿por qué yo, si no soy valiente, ni demasiado listo, ¿no ven que reprobé dos materias en la escuela y no tuve el valor de enfrentarme a mi papá?

–Aquí, muchacho –la voz parecía afable esta vez–, usted va a empezar a conocerse. Eso que dice está muy lejos de ser verdad. Hay dentro de usted mucho más de lo que se imagina, y nosotros vamos a enseñárselo.

Andrés empezó a ponerse nervioso de nuevo, y al mismo tiempo le entró mucho sueño, tal y como la noche anterior. Trató inútilmente de mantenerse despierto; ese sopor era mucho más fuerte que él. Antes de quedarse dormido, preguntó:

–Pero ¿quiénes son ustedes?, ¿qué hacen?

–Nosotros, muchacho –alcanzó a oír Andrés antes de perder las fuerzas por completo–, hacemos fantasía. ♦

Capítulo 3

♦ AL DESPERTAR de nuevo, Andrés se encontró sentado en una mesa larga, larga, colocada en el centro del enorme cuarto que ya conocía. A su derecha estaban los hombres de la gabardina, que esta vez se presentaron más formalmente con los nombres de Ubaldo y Viriato Cochupo. Ubaldo era el gordo y Viriato el de la trenza. Junto a ellos estaba una mujer con una extraña vestimenta. Más allá, un grandote de mandíbula saliente que tenía un aspecto muy poco amigable y al cual le presentaron como el Salchichón, aunque tenía más parecido con un perro bóxer que con un salchichón.

–Él es el encargado de traer la comida –le explicó en secreto Viriato Cochupo–. Él trajo la leche con la que hicimos el almuerzo.

Al oír esta palabra, a Andrés se le hizo agua la boca y quiso proponer un descanso para desayunar, pero en eso empezó a hablar la voz sin dueño.

–Silencio –comenzó a decir–. Vamos a comenzar.

–¿Qué vamos a hacer? –le preguntó Andrés a Ubaldo.

–Una junta.

–¡Ubaldo Cochupo, una palabra más con nuestro héroe y será usted expulsado de la junta! –bramó la voz, mientras Andrés trataba inútilmente de descubrir de dónde provenía.

–¿Nuestro héroe? ¿Quién es su héroe?

–Viriato Cochupo, faltan presentaciones, hágame favor de encargarse –ordenó la voz.

Viriato se dirigió a Andrés:

–Ella es Madame Salgar, nuestra eficiente adivina.

Madame Salgar vestía de color morado, con largas telas vaporosas y enredadas. Portaba un gorro, morado también, con un velo que no dejaba ver su rostro; sin embargo, al mirar sus manos, Andrés dedujo que Madame Salgar debía ser una mujer mayor. La adivina hizo una reverencia sin decir nada y él respondió de la misma forma.

–Y este que viene llegando –prosiguió Viriato–, es Rosalío Largo.

El recién llegado era un hombre flaquísimo y alto, muy alto; tanto que para poder pasar por la puerta del salón tuvo que agacharse hasta quedar a la mitad de su tamaño. Además vestía un traje con chaleco, moño y sombrero, que le daban aspecto antiguo.

–Perdonen mi demora –dijo, solemne, Rosalío Largo.

Andrés nunca había visto nada semejante en su vida. Y más se sorprendió cuando el tipo se sentó: en lugar de sentarse como las personas normales, con el trasero, se enrolló en la silla como si fuera una cinta de medir, hasta que se acomodó en la mesa, sólo con los brazos de fuera. Pero eso no era todo; Rosalío podía alargar su cuerpo: en cuanto estuvo sentado, estiró el brazo hacia él –que estaba al otro extremo de la mesa– para darle la mano.

Andrés lo miraba con la boca abierta hasta que Viriato Cochupo le hizo favor de cerrársela y le pidió que pusiera atención, porque iban a continuar con las presentaciones.

–Ella es Lili, la más compacta de todo el equipo.

Andrés miró hacia todos lados, y luego oyó una vocecita melodiosa y casi imperceptible que venía de abajo.

–¡Aquí, aquí!

Andrés se sorprendió aún más que con Rosalío Largo. Frente a él estaba una mujercita poco más grande que la palma de su mano. No parecía un hada como las de los cuentos porque vestía pantalones de mezclilla, playera y tenis.

–¡Levántame! –gritó la mujercita. Andrés, con todo el cuidado que pudo, la tomó con la mano y la colocó en la mesa. De cerca parecía tener catorce o quince años.

–Me dicen Lili –dijo–, pero me llamo María José.

–¿Por qué Lili? –preguntó Andrés–. María José no es un nombre tan feo.

–No es que sea un nombre feo –respondió ella algo ofendida–. Pero por mi tamaño me apodaron Liliputiense, y Lili es más corto.

Andrés se presentó a su vez y colocó a Lili en la silla vacía, que lo seguía pareciendo con una ocupante tan diminuta. Todo aquello era tan raro que Andrés empezó a sospechar que formaba parte del mismo sueño donde había trabajado de pisapapeles. “Claro que esto es mucho más divertido que el principio del sueño”, pensó satisfecho.

–No, joven amigo, se equivoca –la voz de nadie arrancó a Andrés de sus pensamientos una vez más–. Usted está realmente aquí, es el héroe de nuestra historia y esto no es ningún sueño.

–¿Cuál historia? Yo no soy ningún héroe, ustedes se equivocaron y secuestraron a otra persona.

–Ya te dije que no uses la palabra secuestrar… es muy fea –le susurró al oído Ubaldo.

–No, señor, no nos equivocamos. ¡Y ya deje de preguntarse dónde estoy y présteme atención…! – rugió la voz, cuyo dueño parecía adivinar uno a uno los pensamientos de Andrés.

–Bueno, entonces dígame dónde está –exigió Andrés, y luego se arrepintió de haber usado un tono tan imperativo.

–¿Qué, es usted miope? En cada esquina superior de este salón hay una bocina. Yo estoy en mi despacho, en la parte superior del salón y desde ahí le estoy hablando.

En efecto, cuatro bocinas negras y pequeñitas colgaban de las esquinas. La voz continuó, ya sin gritar:

–El mismo día que usted fue recolectado para ser traído aquí, unas horas antes fue atrapada la señorita Isabel Castellanos, compañera de escuela de usted.

–¡Isabel! ¿Tienen ustedes prisionera a Isabel? –exclamó Andrés consternado.

–No, mi estimado mozuelo, su amiga está en manos del ruin Maestro de las Malas Artes, que la tiene encerrada en una celda en el cuartel general de las Fuerzas Jocosas, obligada a inventar chistes, mientras más malos, mejor, hasta llegar al peor que pueda inventar –la voz hizo una pausa que inquietó a Andrés–. Cuando eso suceda probablemente la dejarán en libertad, pero no podemos permitir que la situación llegue a ese punto. Sería muy peligroso para el cerebro de su amiga, ya que después no podría pensar más que tonterías. Es lo que pasa con quienes han llegado a la meta de estupidez que los obliga a cumplir el Maestro de las Malas Artes. Y usted ha sido seleccionado para encargarse de la misión del rescate de la doncella.

–¿Y por qué yo?

–Porque usted, durante todo lo que va de sexto de primaria, ha estado perdidamente enamorado de la prisionera –contestó la voz–. Tenemos confianza en que, por ese motivo, hará todo lo posible por salvarla.

–Pero yo no soy valiente ni soy listo… ustedes deberían de saber eso: reprobé dos materias el último mes.

Al decir esto, oyó un murmullo general de risitas y comentarios.

–¡En serio, reprobé matemáticas y música!

El murmullo creció. Andrés se sintió contrariado, era evidente que se estaban burlando de él.

–¡Silencio, silencio! –pidió la voz desde las pequeñas bocinas–. Está bien, es hora de que confesemos: nosotros tenemos la culpa de que usted haya reprobado.

–¡¿Cómo es eso?! –Andrés, furioso, se dirigió a una de las bocinas.

–Tranquilícese y escuche, joven amigo: nosotros somos la ABO, siglas de la Asociación de las Buenas Ocurrencias. Mientras en las Fuerzas Jocosas se dedican no sólo a hacer chistes malos, sino también cuentos malos, películas malas y programas malos, nosotros somos los encargados, por un lado, de hacer todo lo contrario, y por otro, de evitar que el Maestro de las Malas Artes, primer mandatario de dicha institución, cumpla sus cometidos. Sobre todo cuando para hacerlo priva de la libertad a una muchachita tan simpática como su amiga Isabel.

–Es mi ex novia –interrumpió Andrés.

–Bueno, su ex novia –consintió la voz–. El señor Rosalío Largo, aquí presente, fue enviado a los territorios de las Fuerzas Jocosas disfrazado de serpentina, misión que valientemente completó, trayéndonos de vuelta el plan de trabajo de la funesta institución, donde descubrimos el proyecto de capturar a la señorita Isabel Castellanos. La escogieron a ella porque, según el expediente, no es muy buena para contar chistes.

–El expediente tiene razón –interrumpió Andrés–. Pero ella no inventa los chistes, se los cuentan.

–Eso a los de las Fuerzas Jocosas no les importa, y deje de interrumpir –dijo el Jefe y continuó–. El caso es que por eso lo elegimos a usted para el rescate. Nosotros lo planeamos todo y el día que presentó los exámenes de música y matemáticas, nos metimos en su cerebro y confundimos su mente de forma que se hiciera terribles bolas, como pudo notar, y así conseguimos que reprobara ambas asignaturas. Después, cuando le entregaron sus calificaciones, ocasionamos su sopor vespertino e introdujimos en sus circunvoluciones cerebrales el sueño del pisapapeles que le provocó el deseo de huir de su casa para nosotros poder recolectarlo.

–¿No era más fácil pedírmelo de buena manera, como personas normales?

–Tal vez no fuimos muy correctos, de acuerdo; pero ¿quién le ha dicho que nosotros somos personas normales? Aquí se siguen procedimientos muy distintos a los que usted está acostumbrado. Necesitábamos que reprobara y que huyera de su casa, eso es todo. De cualquier modo, creemos pertinente ofrecerle una solemne disculpa.

–Si son capaces de hacer tantas cosas y de meterse así en la vida de otros, ¿por qué no rescatan ustedes a Isabel? –Andrés estaba enojado principalmente por lo de sus reprobadas.

–Porque nosotros no la queremos. O, ¿acaso alguno de los presentes está enamorado de la prisionera? –preguntó con evidente sarcasmo la voz. Todos negaron con la cabeza.

–¿Lo ve? Esa chica tiene que ser salvada por alguien que la quiera, y como nosotros no la conocemos, no la podemos querer y, por consiguiente, no la podemos rescatar. Ahora que si usted no tiene el valor de hacerlo, la señorita Isabel tendrá que permanecer encerrada en una celda del cuartel de las Fuerzas Jocosas inventando chistes malos hasta que se le seque el cerebro irreversiblemente.

Hubo una pausa de silencio general. No se oía el menor sonido, excepto los fuertes latidos del corazón de Andrés.

–¿Qué dice entonces, está dispuesto a ayudarnos? ¿Acepta la misión? –preguntó la voz.

Andrés había empezado a comprender, y estaba asustado. Sin siquiera imaginarlo, por haberse enamorado ahora estaba metido en un gran lío. Pero no podía dar marcha atrás y dejar a la pobre de Isabel inventando chistes en una celda.

–Sí, acepto –dijo por fin, y todos aplaudieron contentos. ♦

Capítulo 4

♦ ISABEL