Ojalá te lo hubiera dicho - Whitney G. - E-Book

Ojalá te lo hubiera dicho E-Book

Whitney G.

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Beschreibung

*ADVERTENCIA: NO LEAS LA SINOPSIS DE ESTA NOVELA. Es mejor que vayas a ciegas, en serio… Pero si sientes la imperiosa necesidad de hacerlo, aquí la tienes: Me mintió. Y no un par de veces: todo el tiempo. Para ella, yo era el típico Don Popular, el quarterback estrella que reinaba en los partidos de los viernes por la noche. Para mí, ella era la friki gótica que estaba sentada en las gradas y tocaba el clarinete en la banda. Pero, a pesar de lo diferentes que éramos, todas las noches entraba en su dormitorio a través de la ventana, incluso cuando empezamos en la universidad. Era la única persona que me entendía, y no habría podido mantenerme alejado de ella ni aunque hubiera querido. Nuestra conexión fue tóxica y ardiente, y nunca nos atrevimos a apagar las llamas. Nos enamoramos demasiado rápido, demasiado intensamente. Y eso no habría supuesto un inconveniente, de no haber sido porque yo ya estaba saliendo con otra persona: su hermana. *¿Ves? Por eso no deberías haber leído la sinopsis, y deberías haber ido a ciegas. Por desgracia, este es un viaje emotivo a través de un romance con tintes tóxicos que te conducirá a lugares inesperados. A la autora le apetecía escribir algo como esto, así que no digas que no te habíamos avisado de lo que ibas a encontrarte.

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Título original: I Wish I Would've Told You

Primera edición: agosto de 2024

Copyright © 2023 by Whitney G.Published by arrangement with Brower Literary & Management

© de la traducción: Silvia Barbeito Pampín, 2021

© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-25-7

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografía de cubierta: Ndesoart27/Freepik

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Nota de la autora

Prólogo

Parte 1

1

2

3

4

5

6

7

Parte 2

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

Parte 3

18

19

19.5

20

21

22

23

24

25

Parte 4

26

27

28

29

Parte 5

30

31

32

33

34

Parte 6

35

36

37

37.5

38

39

40

41

42

43

44

45

46

47

48

49

50

51

52

53

54

55

56

57

Epílogo

Contenido especial

Para Mish.

Esta la he escrito para ti. Gracias.

Prólogo

Yo

Te juro que no quería enviarle esa carta.

Sí, la revisé cincuenta y siete veces, pasé dieciocho días pensando en qué sobre comprar y pagué el franqueo prioritario, pero en realidad no tenía ninguna intención de echarla al buzón.

Se suponía que era un simple ejercicio de catarsis para sanar viejas heridas, pero, después de escribirles cartas a todas las personas a las que había hecho daño, reservé varias páginas para él.

Le escribí cuánto lo había echado de menos y le pregunté si a él también le pasaba. Le conté que siempre que me acuesto en la cama por la noche —independientemente del tío con el que comparta colchón— no puedo evitar recordar que con él lo pasaba mejor.

Mucho mejor.

Lo hicimos en las gradas del instituto después de los partidos. Follamos en el asiento trasero de un Mustang clásico. Me devoró en el despacho de su padre mientras preparaban la comida en la planta baja.

Redacté párrafos incoherentes sobre aquellas cosas que no quería olvidar y sobre otras que era preferible no mencionar. En la página siete mis lágrimas mancharon tanto el papel que en lugar de «No soy valiente» se leía «Estoy caliente».

Por otra parte, la página ocho no era más que un dibujo de borracha sobre el verano que pasamos a miles de kilómetros de distancia; imagino que probablemente lo interpretará bien.

Sin embargo, no me preocupa nada de eso. El problema está en la página once: en la línea dieciséis, en el penúltimo párrafo, hay una frase que desvela todas las mentiras que le he contado: es lo que va a acabar con nosotros en cuanto la lea.

La oficina de Correos me ha enviado la confirmación de entrega hace unos minutos, así que estoy frente a nuestro antiguo lugar de encuentro con gasolina y cerillas.

Ya casi es la hora.

Estoy dispuesto a prenderle fuego a nuestro mundo antes de que mis propias palabras me derroten.

Parte 1

Empiezan las mentiras…

Por aquel entonces…

Pregunta:

Si fueras una buena persona y una amiga estuviera saliendo con un chico al que deseas desesperadamente y al que ella no estuviera dispuesta a renunciar, ¿cuál sería tu siguiente paso?

A) Olvidarlo e intentar encontrar a otra persona.

B) Luchar, porque ese hombre debería ser tuyo.

C) Explicarle que ese chico es tu alma gemela y esperar que tu amiga lo entienda y lo deje marchar.

Respuesta:

Ninguna de las anteriores. Una buena persona jamás se encontraría en una situación así.

1

Yo

«Querida Carly Hills:

Fui yo quien te robó el bolso de Prada durante el viaje de fin de curso. Pero no me llevé nada: lo tiré al río Blackwater porque estaba harta de que me llamaras “Zorra con cara de Miércoles Addams”.

Lo siento.

Bueno, en realidad no, pero ojalá te lo hubiera dicho.

Scarlett».

A mi cita le huele el aliento a Doritos y no del sabor bueno, el ranchero, sino del rancio, tipo nachos con queso, que deberían haber dejado de producir hace décadas.

Está lloviendo, estamos en su coche y no dejo de preguntarme por qué lleva una camiseta con la leyenda «Los colegas van antes que las chicas». También me confunde que me mire con deseo cuando lo único que tenemos en común es el color de ojos.

—Eres muy madura para ir al instituto —dice pasándome los dedos por el pelo—. No esperaba que supieras nada de música clásica.

Sonrío.

—Toco el violín y el clarinete desde los cuatro años.

—Eso es impresionante. —Se acerca un poco más—. Entonces, ¿eso quiere decir que tienes unos dedos superhábiles?

—Supongo que sí.

—Nunca he tocado ningún instrumento, pero apuesto a que te impresionarían mis habilidades punteando tu cuerpo. —¿Por qué ha pronunciado la palabra «cuerpo» como «cueeerrrpooo»?—. Espero que lo hayas pasado bien esta noche. —Me ha salvado de preguntárselo—. Estoy deseando conocerte mejor.

—Yo también. —Asiento, aunque no tengo la más mínima intención de responder a sus llamadas.

Tengo que abandonar de una vez por todas la idea de que los universitarios son «intelectuales y profundos». Es el quinto con el que salgo, y, aunque este no ha intentado lamerme el cuello ni ha tratado de impresionarme con una partida interminable de ping-pong cervecero, su conversación ha sido tan superficial y mundana como la de los demás. Y solo ha hablado de sí mismo.

—Debo irme, en serio. —Me echo hacia atrás—. Tengo clase por la mañana.

—¿Seguro que no quieres que te acompañe? —Se desabrocha el cinturón de seguridad—. No quiero que te resbales con la lluvia.

—No. Tengo que entrar por la puerta de atrás para que mis padres no se despierten y se enteren de que me he saltado el toque de queda.

—Eso es lo bueno de las residencias. —Me da un beso en la frente con olor a rancio—. No hay padres, y a nadie le importa el toque de queda.

—Suena genial.

—Lo es. —Mueve los dedos—. Te llamaré el viernes para mostrarte lo que puedo hacer con estos, ¿vale?

—Claro. —Me juro a mí misma que voy a bloquear su número en cuanto entre—. Estoy impaciente…

Salgo a la lluvia, me despido con un gesto de la mano y echo a andar por el camino de entrada de mi vecino; cuando sus faros desaparecen al doblar la esquina, salto la valla y llego al que es de verdad mi patio trasero. Los truenos resuenan a lo lejos cuando corro hacia la enorme casa del árbol y abro la bolsa de lona que he dejado ahí hace unas horas. Poseída por los nervios, me pongo unos pantalones de chándal por encima de las medias de red y escondo el top negro bajo una sudadera con capucha.

Tengo exactamente quince minutos antes de que mis padres se den cuenta de que el bulto con forma humana que hay en mi cama no es más que un montón de jerséis y sudaderas. Las luces de la cocina se encienden de repente, así que me deslizo detrás del tronco del árbol y, un instante después, veo cómo mi padre va a la nevera, saca una cerveza como si fuera un zombi y se sienta a la isla; abre el portátil y pone los dedos sobre él, lo que me deja claro que va a estar ahí sentado un buen rato.

Mierda.

No hay manera de entrar por la puerta trasera sin que me descubra, y no puedo arriesgarme a que me vuelvan a pillar saliendo sin permiso: ya he pasado demasiado tiempo castigada este año.

Pienso rápido, cojo una piedra y la lanzo contra la ventana del salón. Fallo, así que cojo otra; y otra más. Hacen falta cinco intentos antes de que una dé contra el cristal, rebote e impacte contra un canalón.

Mi padre se levanta inmediatamente y mira a su alrededor.

Vamos. Vamos…

No hace ningún movimiento, así que cojo la piedra más grande que encuentro, la lanzo y en esa ocasión rompo el cristal. Mi padre coge un bate de béisbol y corre hacia el sonido.

¡Por fin!

Voy hacia la casa lo más rápido que puedo, empapándome con la lluvia. Se me engancha la tira de una de las sandalias en una herramienta de jardinería y caigo de bruces al suelo. Dejo escapar un grito de dolor e intento soltármela, pero se ha atascado, así que no me queda más remedio que abandonarla ahí.

Llego al enrejado de acero al que se aferra la hiedra en el lateral de la casa, me agarro a él, trepo hasta el segundo piso y abro la ventana. Utilizando el pie desnudo para mantener el equilibrio, paso el cuerpo por el hueco y caigo al suelo.

—Lo he conseguido. —Dejo escapar un suspiro de alivio—. Lo he conseguido, joder.

Las luces se encienden.

—Juraría que el toque de queda era a las diez, Scarlett —dice mi madre desde la cama—. ¿No hablamos de eso la última vez que te castigué? —Miro el reloj, tentada de decirle que son las nueve y cincuenta y ocho, pero me muerdo la lengua—. También recuerdo haberte dicho que tenías que pedir permiso para salir. —Se cruza de brazos—. La última vez que lo comprobé solo tenías diecisiete años… Y como está claro que no puedo fiarme de ti, no hagas planes para los tres próximos fines de semana. Vendrás con tu hermana y conmigo a Nashville para comprar los vestidos de la graduación.

—¿Por qué no me ahogas en la piscina? —Me tumbo boca arriba—. Sería un castigo menos cruel.

—Qué graciosa, Scarlett.

Suelto un gemido y me levanto. La sola idea de acompañar a mi madre y a mi hermana durante más de una hora ya es suficiente castigo.

Me lanza una toalla seca y se levanta de la cama.

—¿Dónde estabas?

—En una cita —confieso.

—¿En serio? —sonríe—. ¿Y quién es él? O ella.

—Es un universitario, mamá.

—Claro que sí, cariño —resopla—. ¿Estabas con ese amigo tuyo tan rarito? ¿Kaizen?

—Se llama Kevin.

—Eso he dicho. Me gusta mucho, y me encanta que me adore.

Te odia.

—Sí, he salido con Kevin —confirmo, asombrada de que no me conozca en absoluto. Podría contarle punto por punto lo que he estado haciendo los últimos meses y no se creería ni una sola palabra.

A sus ojos, sigo siendo la chica tímida y torpe que prefiere encerrarse en cualquier sitio a tocar música en lugar de hacer nuevos amigos.

—Estaba revisando tu armario hace un rato, y me pregunto si te estás preparando para asistir a un montón de funerales de los que no me he enterado.

—No, mamá —respondo—. Es que me encanta vestir de negro y de gris.

—No me extraña que ningún chico del instituto quiera salir contigo —replica—. Deben de pensar que eres la Reina de la Muerte o algo así… Menos mal que todavía te maquillas poco…

—Gracias, mamá.

Por favor, vete y no me sueltes el discurso sobre lo preciosa que soy…

—Eres una chica preciosa, Scarlett. —Se acerca a mí—. Tienes cerebro y talento, pero me preocupa que acabes vieja, malhumorada y leyendo novelas románticas para excitarte en lugar de experimentar la vida real.

—No es por eso por lo que la gente lee novelas románticas.

—Claro que sí. —Me pone las manos sobre los hombros—. No pueden encontrar hombres en la vida real, así que tienen que recurrir a fantasear con los de ficción. No quiero que seas así. Quiero que encuentres a un tío estupendo que te trate bien, te mantenga y haga que mojes las bragas sin necesidad de pasar las páginas.

—No quiero hablar de sexo contigo. Jamás.

—Podrías tener al chico que quisieras si fueras más como…

—Mi hermana —la interrumpo—. Sí, ya lo sé.

Asiente y me dedica una mirada cargada de comprensión.

—Lo de los tres próximos fines de semana iba en serio. Buenas noches, Scarlett.

—Buenas noches.

Sale al pasillo y cierra la puerta. Me acerco y espero en el silencio, pensando que tal vez, solo tal vez, haya cambiado sus viejas y problemáticas costumbres, pero escucho cómo navega a través de listas de canciones. Luego empieza a hablar con una voz aguda y cantarina.

—Acabo de pillar a una de mis hijas saltándose el toque de queda, así que me he sentado con ella para tener una conversación sincera. Debíamos hablar de su comportamiento, y, aunque he tenido que castigarla, me respetará mucho más como madre por no haberle dado carta blanca. Hablando de «dar carta blanca», cuando se trata de criar adolescentes…

Me pongo los auriculares y me cambio de ropa. Mi madre, antigua bloguera, sigue teniendo la costumbre de crear contenido con cualquier cosa, por mundana que sea. Su vida gira en torno a lo que le reportará más comentarios y likes, y aunque el mundo la conoce como la «Dulce Caroline sureña», una mujer a la que le encanta hacer tartas y que tiene un enfoque de la vida a lo Mary Poppins, maldice como un estibador portuario y es bastante guay. Ah, y lo único que le he visto hacer al horno son galletas precocinadas.

Gracias al dinero que ganó con su antiguo canal de YouTube, Caroline y las gemelas, nos cambiamos de apellido y nos mudamos de nuestro parque de caravanas de Ohio a una finca en el sur. Vivimos en una zona de lujo en las afueras, donde todos tienen al menos cuatro mil metros de terreno, y nuestro instituto está entre los cinco mejores del país.

Se supone que es un premio, pero a mí los últimos años me han parecido más un castigo.

Cuando abro la puerta, mi madre ya se ha ido, así que bajo a la cocina. Espero poder convencer a mi padre para que anule el castigo inusitadamente cruel de ir de compras con ellas, pero ya no está sentado ahí.

Me sirvo un vaso de leche y me lo bebo de un trago. Mientras abro un paquete de Oreo, oigo una risa aguda que viene de fuera.

Ag, Tully…

Aunque nacimos con seis minutos de diferencia, mi hermana y yo no podemos ser más diferentes. Todos los años, por nuestro cumpleaños, reviso los certificados de nacimiento y llamo al hospital para comprobarlo.

Nos toleramos como dos desconocidas que comparten un largo vuelo transatlántico. Nos tratamos con cordialidad y hablamos de cosas superfluas, pero no compartimos nada importante. Sus sueños de ser una influencer de primera se han hecho realidad, y tiene diez millones de seguidores que se tragan la versión edulcorada de su vida, numerosos patrocinadores que ya le han pagado la universidad y, lo más importante, una madre que sabe exactamente cómo ayudarla a crear su «marca».

Aparto la persiana para mirar y veo que no está sola: está sentada junto a su novio, Easton Rush.

Suspiro al verlo con esa camiseta blanca que se ciñe a sus músculos, al contemplar su perfecta sonrisa de un blanco nacarado que me acelera el corazón.

Es la estrella del equipo de fútbol, el tipo más sexy que jamás haya vivido en este pueblucho. Con sus músculos nervudos, sus impresionantes ojos azul marino y una cara cortesía de alguien que quería mostrar lo que es la puta perfección, hasta las mujeres adultas le dedican una segunda mirada.

Apoyada en su hombro, Tully sostiene el teléfono móvil frente a sí.

—Acabamos de volver de Gayle’s Diner. He comprado una tonelada de cosas que voy a hacerle probar esta noche —dice—. Como todo el mundo pone por las nubes los gofres y las cremas caseras, ¡estoy deseando ver qué le parecen!

Le pasa una mano por el pelo negro como la tinta antes de apagar el vídeo.

—¿Qué quieres primero? ¿Chocolate o vainilla?

—Chocolate.

—Vale, entonces, vainilla.

Sonríe y coge una pequeña lata plateada; Tully le da a probar una cucharada de la crema y lo filma catando sabor tras sabor; a mí me hierve la sangre con cada cucharada.

Cada vez que le pasa los dedos juguetonamente por el pelo pienso en que los míos lo harían mejor; cada vez que se ríe puedo oír la tensión y la falsedad, y no las carcajadas de verdad que suelta conmigo, y en los escasos momentos en los que le pone los dedos bajo la barbilla para ajustar el ángulo ante la cámara pienso en dónde han intentado ir esos dedos conmigo, en cómo se han deslizado sobre mi piel y me han hecho perder el control.

Detesto sentirme así, y sé que debería dejar de mirar y marcharme, pero no soy capaz.

Aborrezco salir con otros chicos, pero estoy buscando a alguien que me haga sentir aunque sea una décima parte de lo que Easton me provoca.

Doy un paso atrás, regreso a mi dormitorio y cierro la ventana, las persianas y las cortinas, me aovillo en la cama, me pongo los auriculares e ignoro la humedad que empapa la funda de mi almohada.

No sé cuánto tiempo paso ahí tumbada, pero al cabo de un rato oigo un sonido familiar en la ventana.

—¡Tap! ¡Tap! —Sé que es él, pero no me muevo—. ¡Tap! ¡Tap! ¡Tap!

Me quedo quieta. El móvil se pone a vibrar junto a mi cabeza, y él vuelve a lanzar piedritas contra la ventana, pero no puedo enfrentarme a la idea de verlo esta noche.

No puedo.

Además de aceptar que los universitarios no merecen mi tiempo, tengo que asumir que ninguno de ellos podrá recuperar mi corazón de manos del chico que lo posee desde hace más de un año.

2

Yo

«Querida Heather Adair:

Una vez te vi afeitándote la cabeza en el vestuario antes de ir a clase, pero no le di importancia hasta que te pillé haciéndolo otra vez. También descubrí que la clínica de Memphis que mencionabas incesantemente (cada vez que te perdías semanas de clase) no existe. No necesitabas fingir un cáncer para hacer amigos. Ya le caías bien a todo el mundo.

Ojalá te lo hubiera dicho.

Scarlett».

—Por favor, dime que hay mañanas en las que te levantas y piensas «Es imposible que esté emparentada con mi hermana gemela idéntica» —dice Kevin, mi mejor amigo, sentándose a mi lado en la cafetería.

—Lo pienso todas las mañanas. ¿Por qué lo dices?

—Porque al parecer hoy arranca su campaña para el baile de bienvenida, y es mucho peor que lo que hizo el año pasado.

—No puede haber nada peor que lo del año pasado, Kevin. —Sacudo la cabeza al pensarlo—. Nada.

—¿Te apuestas un paquete de caramelos de cereza?

Levanto el paquete de mis caramelos favoritos, preguntándome si la apuesta merece la pena.

El año pasado mi hermana consiguió la ayuda de todas las animadoras, jugadores de baloncesto y futbolistas para llenar los pasillos de nuestro instituto con globos rosas y blancos que decían «Tully Crane, para reina».

Su post se hizo viral en una hora. Ganó la corona por unanimidad.

—Esta vez ha usado como tema la Cenicienta. —Kevin me quita los caramelos—. Y también está sobornando a la gente para que la vote.

—Se cree demasiado buena para pedirlo —mascullo—. Es insoportable.

—Hablando del diablo… —Sonríe—. Compruébalo tú misma.

Miro por encima del hombro y veo a Tully entrando en la cafetería con un deslumbrante vestido de baile rosa que deja al descubierto la parte superior de sus pechos copa C. Dos de sus amigas están a su lado vestidas como hadas madrinas y moviendo unas varitas de purpurina. Siempre ha sabido llamar la atención, y ahora mismo lo está demostrando: todo el mundo la mira como si fuera famosa, y a ella le encanta.

—¿Vas a votar por ella? —pregunto.

—No, voy a votar por Chelsea Hilton.

—¿La chica que se chivó de ti en primaria?

—Me hizo un favor. —Se encoge de hombros—. ¿Y tú?

—Yo nunca voto. Además, estoy segura de que va a ganar de todos modos.

—Ya, y yo también. Pero al menos voy a hacer que no sea por unanimidad.

Me río; Tully se dirige a nuestra mesa.

—¡Buenas tardes, sir Kevin y lady Scarlett! —Saca un puñado de purpurina de su bolso y lo echa sobre nosotros—. Ha llegado la temporada de bienvenida.

Las hadas madrinas nos tienden dos piruletas de color rosa brillante con su cara dibujada, pero ni Kevin ni yo hacemos ademán de cogerlas.

—¡Haz que el último año no sea aburrido votando por Tulles! —Sonríe—. ¡Un voto para mí sería maravilloso, y no pasará nada horroroso! —La miramos fijamente—. Ag. Mira, vota por mí y ya, ¿vale? —Baja la voz—. ¿Por qué no me has respondido al mensaje?

—Tengo el teléfono en la taquilla —respondo—. No sabía que me hubieras enviado nada.

—Bueno, pues lo he hecho. Así que date prisa y ve a leerlo. Es importante.

—¿Y por qué no te limitas a decirme lo que es?

—Porque es personal, Scarlett. —Me coge la mano y me mira a los ojos—. Es una cuestión de vida o muerte, y necesito desesperadamente tu ayuda.

Al tocarla noto que se le acelera el pulso, y, por una fracción de segundo, me siento como si volviéramos a tener siete años y fuéramos cómplices dispuestas a hacer lo que fuera por la otra sin rechistar.

Como si volviéramos a ser amigas…

Me suelta y se aclara la garganta.

—Ya que eres la redactora jefa del anuario del último curso, espero que me elijas como la que es más probable que se convierta en supermodelo. Todo el mundo lo dice, así que sería lo más justo.

—Tully, ya te he dicho que esa categoría no existe.

—Bueno, pues haz que exista —resopla—. Si quieres que la gente pague por el anuario, tienes que asegurarte de que los que son como yo aparezcamos lo más posible. El resto no le importa a nadie. —Vaya. Esta vez ha acabado con el momento de unión entre hermanas más rápidamente que de costumbre—. Bien, vamos a ver al siguiente grupo de votantes. —Nos dedica a Kevin y a mí un saludo de princesa antes de marcharse. Sus secuaces la siguen para ir a sobornar a más plebeyos.

—Recuérdame cuántos días nos faltan para graduarnos —suspira Kevin.

—Doscientos sesenta y siete días y trescientos ochenta y cuatro mil cuatrocientos ochenta minutos —respondo—. ¿Quieres saber los segundos?

Después de la quinta clase, cojo el móvil de la taquilla y compruebo los mensajes.

Tully: Cuando mamá y papá vayan a la boda de la tía Jane voy a dar una fiesta en casa. Como se te da bien la decoración y esas cosas, necesito que me ayudes a montarla para que sea increíble.

Tully: Ah, y como quiero que sea como nuestra fiesta de cumpleaños anticipada, supongo que también puedes invitar a tus amigos (pero que no sean muchos…).

Pongo los ojos en blanco.

Tenía que haber sabido que no era una cuestión de vida o muerte.

La taquilla de mi izquierda se cierra de golpe y me envuelve un familiar y embriagador aroma a madera de pino que me encanta. Es el aroma que se pega a mis sábanas, perdura durante semanas y me hace desear que nunca desaparezca.

Easton…

Evito mirarlo y rebusco en mi taquilla, fingiendo que intento encontrar algo. Siento su mirada clavada en mí, esperando a que reconozca su presencia, pero no lo hago.