Oráculo de tristezas - David Pujante - E-Book
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David Pujante

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Beschreibung

Este libro se enmarca en una colección de psiquiatría que aspira a ser una alternativa humanista al cientificismo pragmático, al reduccionismo biológico que ha secuestrado la disciplina. Y esa orientación rebelde, que cuenta con numerosos apoyos —fenomenológicos, existencialistas, hermenéuticos o lingüísticos—, tiene en la melancolía uno de sus refugios principales. El positivismo psiquiátrico, es decir, la medicina aplicada a los problemas mentales, donde se encuadró la psiquiatría desde su nacimiento a principios del siglo XIX, intentó de inmediato la transposición de los sufrimientos psíquicos en enfermedades. Un procedimiento de reducción y encajamiento nosológico que enseguida encontró en la melancolía una resistencia inflexible. La melancolía se opuso, como ninguna otra experiencia mental, a esta tendenciosa metamorfosis. La encaró sencillamente aprovechando el carácter familiar de su malestar, esto es, su semejanza y continuidad con la tristeza que experimentamos en la vida ordinaria. La pena que sentimos en condiciones normales se vive con lisa y llana naturalidad, buscando los motivos que la despiertan en el entorno y en el interior del psiquismo, sin recurrir a causas cerebrales extraordinarias. Este texto que presentamos viene a alimentar a la Otra psiquiatría y a recordarle su obligación principal, que no es otra que entender al sujeto como sujeto, y a sostener la tristeza como sentimiento, como emoción y como síntoma de cualquier dificultad psicológica. Para ayudarnos a alcanzar ese objetivo contamos con este libro, donde vamos a encontrar pormenorizada la sabiduría que ha acumulado el hombre, a lo largo de los siglos, sobre ese testimonio de su imperfección que, según la Enciclopedia de Diderot, constituye la tristeza del hombre. El lector de este texto tiene ante sí muchos de los escenarios en los que la melancolía ha influido en los asuntos humanos, y sólo le cabe juzgar en torno a cuáles permanecen incólumes, indisolublemente atados al tiempo, y cuáles han sido desplazados y abandonados a la inercia del pasado. Pero torcerá su entendimiento si se obliga a creer que la modernidad y la ciencia han borrado la historia y no se conserva nada de lo anterior, como si se hubiera hecho tabla rasa de esa cultura que ha guiado nuestros pasos.

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Colección La Otra psiquiatría

Dirigida por José María Álvarez y Fernando Colina

ORÁCULO DE TRISTEZAS

La melancolía en su historia cultural

DAVID PUJANTE

Prólogo de José María Álvarez y Fernando Colina

Colección La Otra psiquiatría

Créditos

Colección La Otra psiquiatría

Dirigida por José María Álvarez y Fernando Colina

Título original: Oráculo de tristezasLa melancolía en su historia cultural

© David Pujante, 2018

© Del Prólogo: José María Álvarez y Fernando Colina

© De esta edición: Pensódromo 21, 2018

Diseño de cubierta: Pensódromo

Imagen de cubierta: Edvard Munch - Melancholy (1894)

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions

Editor: Henry Odell

[email protected]

ISBN print: 978-84-947520-6-3

ISBN e-book: 978-84-947520-7-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Índice

Prólogo - El oráculo de tristezas más certeroPalabras preliminaresI. ¿Es mejor reír que llorar? Demócrito y Heráclito, dos caras del melancólico sentir1. De qué hablamos2. El que ríe y el que llora. La tradición clásica3. El renacimiento4. Demócrito melancólico. Burton y el pensamiento barroco5. El tópico en el primer clasicismo francés6. El racionalismo europeo ante el tópico. Una nueva transformación7. Reconocimiento contemporáneo de la risa democrítea. A modo de breve colofónII. El temperamento melancólico en Grecia y Roma. Unos cuantos nombres al comienzo de una larga reflexiónIII. Genio y carácter melancólico. El Problema XXX del Pseudo-AristótelesIV. El demonio meridiano: pensamiento medieval sobre la melancolía. El deseo sin objetoV. La melancolía, enfermedad del genio. El individualismo renacentista y la melancolía. Ficino y el nuevo elogio del hombre artistaVI. La melancolía, hacia una elegante manera de estar en el mundo. El norte y el sur de europa ante el sentimiento de tristeza barrocoVII. España, el Siglo de Oro de los melancólicosVIII. La melancolía hispana, entre la enfermedad, el carácter nacional y la moda socialIX. Melancolía y siglo XVIII en España. ¿La disolución de un carácter y una cultura?De la España melancólica a la España ilustradaLa melancolía en el siglo XVIII europeo. La douce mélancolie, un invento francés para el racionalismoEl carácter melancólico y el declive cultural en la España del XVIIIX. La melancolía romántica y los liberales españoles. El ejemplo de Blanco WhiteXI. La melancolía amorosa en el surrealismo de Lorca. El público y lo uno imposible1. Surrealismo y melancolía. Los orígenes en el teatro de Lorca1.1. Nueva tradición de la risa democrítea: el humor negro, del Pequeño Romanticismo al Surrealismo2. Amor pasión / amor melancólico. El amor como imposible fusión de los amantes, rasgo fundamental de El público2.1. El objeto fantasmático del amor melancólico y su concreción homosexual2.2. Su reflejo en El públicoXII. Enfermedad y melancolía en la literatura y en el arte del siglo XX. El ejemplo de David Nebreda1. Melancolía y creación en el siglo XX. Benn: creatividad y enfermedad como unidad demoníaca2. El ejemplo de David Nebreda y el delirio de CotardSobre el autorNotas

PrólogoEl oráculo de tristezas más certero

Más pronto o más tarde todo historiador se enfrenta inevitablemente a la tristeza. La historia es triste, melancólica, atada al pasado y vinculada a la pérdida, lo que contagia al estudioso y le provee de una fisonomía nostálgica y un aire serio y riguroso. Pocos como él están más preparados para relativizarlo todo y, levantando la alfombra de las apariencias, observar las distintas venas y capas de las cosas.

Suponemos que éste ha sido el destino de David Pujante quien, como nuevo Burton, no ha encontrado mejor recurso contra la melancolía que dedicarse a su estudio. Aunque esta misma suposición la hacemos extensiva a cualquier hombre de letras o amante de la literatura si tropieza con este problema y se aventura en su repaso.

El libro se enmarca en una colección de psiquiatría que aspira a ser una alternativa humanista al cientificismo pragmático, al reduccionismo biológico que ha secuestrado la disciplina. Y esa orientación rebelde, que cuenta con numerosos apoyos —fenomenológicos, existencialistas, hermenéuticos o lingüísticos—, tiene en la melancolía uno de sus refugios principales. Primero, porque es un concepto inscrito en la historia, como el autor nos hace ver brillantemente en su largo recorrido por la cultura. Y, en segundo lugar, porque representa la tristeza inmaterial de los hombres, un dolor moral muy asequible a la valoración subjetiva, sin necesidad de recurrir para su explicación a consideraciones médicas o científicas. La tristeza es el vínculo privilegiado que la psiquiatría mantiene con las ciencias humanas, de cuyo seno sólo debió apartarse parcialmente en vez de excluirse como lo ha hecho durante las últimas décadas con singular crudeza. A fin de cuentas, la ciencia positiva tiene poco que decir sobre la melancolía del alma, y sólo acierta a reducirla a un humoralismo neurotransmisor que, a su pesar, tiene bastante que ver con la discrasia humoral de la antigua teoría hipocrática, aunque muy poco con la descomunal riqueza simbólica y alegórica de su antecesora.

El positivismo psiquiátrico, es decir, la medicina aplicada a los problemas mentales, donde se encuadró la psiquiatría desde su nacimiento a principios del siglo XIX, intentó de inmediato la transposición de los sufrimientos psíquicos en enfermedades. Un procedimiento de reducción y encajamiento nosológico que enseguida encontró en la melancolía una resistencia inflexible. La melancolía se opuso, como ninguna otra experiencia mental, a esta tendenciosa metamorfosis. La encaró sencillamente aprovechando el carácter familiar de su malestar, esto es, su semejanza y continuidad con la tristeza que experimentamos en la vida ordinaria. La pena que sentimos en condiciones normales se vive con lisa y llana naturalidad, buscando los motivos que la despiertan en el entorno y en el interior del psiquismo, sin recurrir a causas cerebrales extraordinarias.

Sigue siendo una falacia sorprendente, pero contumaz, que cuando alguien está algo triste la psiquiatría actual no se haga preguntas sobre el soporte cerebral del apenado, y atienda preferentemente a las circunstancias personales que la generan, mientras que si está muy triste sólo considere los orígenes biológicos y se olvide de los avatares biográficos del desconsolado. No obstante, la melancolía se opuso como gato panza arriba a su desaparición, que no sucedió hasta la década de los ochenta del siglo pasado, cuando el giro positivista se convirtió en el paradigma dominante. Hasta entonces, su malestar pudo ser explicado con los mismos recursos interpretativos con que lo hacemos sobre la soberbia, la humildad o la osadía, sin necesidad de atizar los hechos con razones patológicas o recurriendo a procedimientos morbosos. Todo lo que sucedía en la melancolía estaba en continuidad con lo que ocurría a diario en la calle.

Recurrir al concepto de enfermedad exigía, por lo tanto, acabar lo antes posible con ese molesto término, como primer paso para eliminar del acervo popular todas las explicaciones simbólicas, religiosas y morales que, desde dentro de la omnipresente teoría hipocrática, acompañaban al estudio de las causas. Sin embargo, la teoría humoral reinó algo más de veinte siglos, lo que ha dejado en el inconsciente colectivo un saber que no puede ser expurgado y anulado sin más, tras supuestas causalidades físicas o químicas del cerebro. La literatura, la historia, la antropología, la filosofía misma, acaban venciendo con su fuerza interpretativa. La prueba ejemplar de ello la tenemos aquí delante, en la reflexión que nos ofrece el profesor Pujante en su recorrido sobre los mil rostros de la melancolía a lo largo del tiempo.

Gracias a estos obstáculos que se oponían a una modernidad dogmática y totalitaria, se necesitó más tiempo del que se pretendía para hacer desaparecer el vocablo, como intentó hacerlo Esquirol, a comienzos del siglo XIX, sustituyéndolo a poco de iniciar su carrera por el infortunado nombre de lipemanía. Con este giro pretendía introducir una noción que no tuviera connotaciones literarias, poéticas o filosóficas como lo eran todas las antiguas, y que hoy, por desgracia y una vez expurgadas del discurso, se echan de menos en las valoraciones contemporáneas. Un proyecto que fracasó en aquel momento por intentar empezar la casa por el tejado, cambiando el nombre antes de que cambiaran las ideas que le amparaban. Fue necesario esperar al proceso inverso, de vaciar primero el concepto y expulsar después la palabra, devenida ya inútil, del dominio médico. Así lo han hecho los nuevos manuales nosológicos con su plétora de insulsos apartados, consiguiendo que dentro del dominio de la profesión ya sólo hable de melancolía la corriente, hoy minoritaria, que se opone al camelo de la psiquiatría de la evidencia. Tendencia opositora que rechaza dar a las psicosis el trato de enfermedades y sólo ve en ellas serias dificultades en el proceso de subjetivación.

Sea como fuere, este texto que presentamos viene a alimentar a la Otra psiquiatría y a recordarle su obligación principal, que no es otra que entender al sujeto como sujeto, y a sostener la tristeza como sentimiento, como emoción y como síntoma de cualquier dificultad psicológica. Para ayudarnos a alcanzar ese objetivo contamos con este libro, donde vamos a encontrar pormenorizada la sabiduría que ha acumulado el hombre, a lo largo de los siglos, sobre ese testimonio de su imperfección que, según la Enciclopedia de Diderot, constituye la tristeza del hombre. El lector de este texto tiene ante sí muchos de los escenarios en los que la melancolía ha influido en los asuntos humanos, y sólo le cabe juzgar en torno a cuáles permanecen incólumes, indisolublemente atados al tiempo, y cuáles han sido desplazados y abandonados a la inercia del pasado. Pero torcerá su entendimiento si se obliga a creer que la modernidad y la ciencia han borrado la historia y no se conserva nada de lo anterior, como si se hubiera hecho tabla rasa de esa cultura que ha guiado nuestros pasos.

Podemos encontrar entre las páginas de Pujante varios ejemplos de hasta qué punto los nuevos conceptos vigentes, que tomamos por demostrados y evidenciados desde hace pocos años, tienen una historia milenaria que conviene conocer para no volvernos ciegos. Valga, sin ir más lejos, el solicitado término de bipolaridad, pues basta iniciar el primer capítulo de esta obra para tropezarnos de bruces con la confrontación entre la risa de Demócrito y el llanto de Heráclito. Un encuentro que representa una figura tradicional, un tópico que el autor estudia desde la tradición grecorromana al racionalismo europeo, pasando por el Renacimiento, el Barroco y el primer clasicismo francés. En este sentido, la bipolaridad que justifica la nosología actual no es más que un avatar temporal de la dualidad que acompaña a la tristeza desde sus orígenes.

La melancolía, de hecho, es el territorio de la dualidad, la duplicación y las máscaras. Así como la esquizofrenia es el dominio de la escisión, de la ruptura y del delirio enfebrecido, la melancolía en cambio conserva la doblez en su propio interior, sin fractura. Para desdoblarse, echa mano de opciones alternativas, del llanto y la risa, del mismo modo que se alternan la noche y el día, la tarde y la mañana. Y cuando no llegan a lograrlo mediante ese desdoblamiento, se disfrazan recurriendo al mundo de las apariencias y las simulaciones, con ademanes, artificios y cambios de cara. Por eso avergüenza o escandaliza observar la premeditada ingenuidad con que la psiquiatría actual resucita la bipolaridad como si fuera una predeterminación orgánica, en vez de ver en ella la simple constatación de un rasgo inherente a la tristeza desde que hay noticias de ella.

En su rico recorrido por la cultura melancólica, el autor nos acerca además a otras dos experiencias que comprometen en primer plano a la clínica psiquiátrica: el genio y la vida amorosa. La creatividad del loco ha encontrado en la melancolía su expresión más conocida. Ese viaje a los infiernos y a la oscuridad pulsional, que tan bien identifican a la tristeza más profunda, es el camino predilecto del artista. Es en el vacío de la nada y la falta de luz donde el hombre encuentra lo nuevo y le da forma en su camino hacia la superficie. Si algo enriquece al hombre es esa inspiración que el genio va dolorosamente llenando mientras permanece a solas, estático, dolorido y callado. Es sorprendentemente de la pesadumbre, a primera vista muy improductiva, de donde el melancólico puede extraer nuevas formas, nuevas visiones y nuevos objetos.

A esa actividad creadora aludía Artaud con alaridos, reclamando que no se le atontara a fuerza de electrochoques y medicamentos. Y esa misma petición es una fórmula constante de los locos en sus consultas solicitando respeto a su libertad y exigiendo por delante de ellos un terreno despejado de minas farmacológicas. Sólo de ese modo, limpios de injerencias tóxicas, pueden expresar, a expensas de sus síntomas y suplencias, todo el caudal creativo que necesitan para mantener su dignidad en cualquier circunstancia alienadora. Ahora bien, dado que esta petición suele ser sistemáticamente desoída por el plantel de psiquiatras, conviene que el lector adscrito a las plantillas de salud mental vuelva de vez en cuando al libro de Pujante y medite sobre alguna de las sublimes creaciones que nos ofrece la locura. De ese modo, aparte de enriquecer su patrimonio cultural, se sentirá menos curador pero más tolerante con las aseveraciones más locas. Quizá el arte de la psiquiatría no consista más que en eso, en conseguir con nuestra presencia, y precisamente con nuestra presencia, que el loco se sienta más libre y menos desamparado pese a su conducta y sus ideas.

Por otra parte, si en algo podemos fiar la intransigente presencia de la melancolía es en su estrecha relación con el círculo amoroso. Borrar la melancolía de nuestro horizonte equivale a intentar erradicar el deseo de la existencia. No hay texto sobre ella que no tenga al amor por protagonista, ni hay estudio acerca del deseo que no rinda su tributo a Eros y Afrodita. De ahí el ridículo de reducir la tristeza a la medicina, que es tanto como estudiar en clave médica los Remedios contra el amor de Ovidio o las cuitas escritas desde el Mar Negro por el célebre poeta.

La melancolía no desaparecerá de la psiquiatría antes de que el amor lo haga de nuestra vida. Esa es la predicción más ajustada, el Oráculo de la tristeza más certero.

José María Álvarez y Fernando Colina

Palabras preliminares

Este libro nace de un encargo que me hizo, irá para un año, el Dr. José María Álvarez. Vino el encargo a rebufo de la publicación de mi libro Eros y Tánatos en la cultura occidental. Un libro extenso, concienzudo, que me ocupó más de quince años construir y matizar con la lentitud que me gusta. Tuvo su origen en mi investigación para algunos de mis cursos de literatura comparada en la Universidad de Valladolid. Pero no había sido el único tema desarrollado en esos cursos, impartidos por mí durante más de quince años en la Titulación de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, hasta que desapareció del plan de titulaciones por orden ministerial. Durante todos esos años traté de temas como la amistad, el mal o la melancolía en su desarrollo cultural y literario a lo largo de la historia de Occidente.

Aprovecho para decir brevemente que mi concepción de tema nada tiene que ver con la imperante en la literatura comparada decimonónica (pura erudición), sino con las representaciones que los hombres hacemos de nosotros mismos en relación con el mundo en el que estamos insertos. Tiene que ver con los grandes mitos humanos, pues, como decía Nietzsche, carente de mito, toda cultura pierde la sana fecundidad de su energía nativa. Sobre este particular me explayo en la parte teórica del mencionado libro Eros y Tánatos, y a ella remito a cualquier persona curiosa y gustosa por enterarse de esos mimbres teóricos, puesto que ni tiene carácter de teoría esta breve introducción ni teorizo al respecto en el libro presente, aunque evidentemente se construye sobre mis planteamientos.

El primero de los temas que con éxito de alumnos había tratado en los cursos mencionados, cuando me incorporé a la Universidad de Valladolid, fue precisamente el de la melancolía. La melancolía como mito cultural y no como enfermedad. Pues siempre se escapa del diagnóstico y se inserta en el misterio y en la metáfora humana. Es un término lábil, jamás agotado, jamás acotado, pero cambiante con los siglos, en alza o en declive. El curso sobre la melancolía lo repetí un par de veces con el paso de los años. Y sabedor de ello mi apreciado amigo José María, con el libro sobre Eros y Tánatos en las manos, me pidió algo semejante sobre el tema de la melancolía, que tanto lo apasiona.

Por mal momento pasaba mi vida entonces, y le dije además que me era imposible hacer algo equivalente, puesto que de los apuntes para las clases al libro bien pensado y terminado iba un largo trecho, con el que no contábamos según sus rápidas pretensiones de publicación. Entonces viró su propuesta a algo que me pareció asumible: me pidió utilizar los varios artículos que había ido publicando sobre el asunto a lo largo de los años, adaptándolos para una publicación conjunta. Esa idea la consideré factible, no angustiosa para mí y que me permitía cumplir con él, algo que deseaba.

El libro, sin embargo, ha requerido más dedicación de lo que yo imaginé en un principio. Al tratarse de una panorámica del pensamiento sobre la melancolía en la historia de Occidente, ha sido necesario rellenar los huecos que dejaban mis artículos publicados. Por ejemplo, el siglo XIX. Así que me vi obligado, gustosamente obligado (todo estaba ya en apuntes para las clases), a hacer algunos capítulos en exclusiva para esta edición. En cuanto a los artículos ya publicados, los he retocado evidentemente, eliminando repeticiones inoportunas y convirtiéndolos en capítulos del nuevo libro.

Sólo una vez visto el conjunto, he comprendido la singularidad del resultado: hay en el libro un marco general sobre el pensamiento en torno a la melancolía hasta el Renacimiento y el Barroco, pero a partir de ahí me centro, sin que fuera en origen una pretensión consciente, en la melancolía y España, desatendiendo al resto de Europa (mucho queda por decir al respecto, mucho de lo dicho en aquellos cursos universitarios, y que no sé si lo desarrollaré alguna vez en nuevos artículos). Pero precisamente la reflexión sobre la melancolía en España me parece mi aportación más personal al tema. La recuperación renacentista del planteamiento relacional entre genio creativo y melancolía me ha permitido una reflexión sobre el carácter melancólico del pueblo español en su correlación con la gran literatura y la gran pintura surgida a su sombra durante los Siglos de Oro. Igualmente me ha permitido resolver, desde la melancolía, el problema de la caída de esa grandeza creativa durante el siglo XVIII, y también diferenciar dos romanticismos de diferente calado, el de los españoles liberales exiliados en Inglaterra frente al de los españoles románticos afrancesados o de su entorno ideológico: uno enjundioso, pero paradójicamente escrito en inglés por españoles, y otro pobre, el que todos conocemos por las obras españolas, muy dispares en interés estético. Todo a la luz de ese misterio, de ese reducto de tristezas que llamamos melancolía y que se escapa de una definición definitiva, como agua en cesto. Mito, metáfora humana, melancolía.

David Pujante

I¿Es mejor reír que llorar? Demócrito y Heráclito, dos caras del melancólico sentir1

[…] de los melancólicos, unos ríen siempre, otros siempre lloran.

(Pablo de Egina, Tratado de medicina, III, 14)

1. De qué hablamos

George Steiner, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en el año 2001, releyendo y glosando al viejo filósofo idealista Schelling, en su librito titulado Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, nos ha hecho ver (una vez más en la historia del pensamiento) que la existencia humana contiene cierta tristeza fundamental e ineludible, y que es, dicha tristeza, la que proporciona el oscuro fundamento en el que se apoyan la conciencia y el conocimiento humanos.2

De eso, pues, vamos a hablar: de tristezas fundamentales, de tristezas inherentes al animal que un día se despertó a la conciencia. El fenómeno tiene muchos nombres, pero el que parece resistir los tiempos y las modas con fuerza siempre renovada es el de melancolía. Llamemos como llamemos a este fenómeno ambiguo, misterioso, conflictivo y complejo, lo evidente cuando lo tratamos es que estamos metiéndonos en aspectos esenciales de lo humano, algo que va unido al proceso mismo del pensamiento y al problema del conocimiento. El húngaro László F. Földényi (que, además de tener un famoso ensayo titulado Melancolía, ha escrito sobre el Saturno de Goya, y también sobre la melancólica pintura de Friedrich), resume de la siguiente manera la amplitud del tema:

la melancolía es al mismo tiempo explicación de la existencia con pretensiones de poseer una validez general e inclinación individual, al mismo tiempo una fuente incontestable para juzgar el mundo y un mero estado de ánimo.3

En ningún país puede interesar más que en España este jamás bien definido, neutralizado ni superado asunto de la melancolía, y lo digo así porque durante siglos se ha considerado el carácter español como un carácter principalmente melancólico. Jamás nuestra literatura y nuestra pintura lució tanto (y sus logros siguen admirando sobremanera a los degustadores de cultura de todos los tiempos) como en nuestros llamados Siglos de Oro, siglos de una potencia irracional, avasalladora del mundo, y que por la misteriosa coyunda de irracionalidad y creatividad fueron también los siglos dorados para nuestras artes y nuestras letras. Ese irracionalismo que todavía angustiaba a Ortega y Gasset, ansioso de complementarlo con el pensamiento germano, tiene un ingrediente importante en la melancolía. Por lo que no debe extrañar que los siglos del Imperio español, creación política de la voluntad primigenia del ser hispano, coincidiera con los siglos del triunfo en toda Europa de la melancolía.

En estos párrafos que inician nuestro recorrido, vamos a reflexionar sobre un puntualísimo aspecto del complejo asunto que es el objeto de este libro (la melancolía y su relación con las manifestaciones culturales en Occidente). Para iniciar nuestra andadura, digo que vamos a ocuparnos de un tópico de larga ventura en la literatura y en las artes plásticas, dos caras de la misma moneda melancólica, la confrontación de la risa de Demócrito con el llanto de Heráclito.

2. El que ríe y el que llora. La tradición clásica

Si miramos a la tradición cultural de nuestros mayores, las actitudes que adopta el hombre ante esta experiencia común del vivir parecen claras, y son dos, y son extremas. Los hombres suelen (solemos) afrontar el mundo con una risa irónica, ¡qué remedio!, o bien nos ponemos a lamentarnos y a llorar ante semejante panorama tan poco halagüeño. En la tradición literaria y plástica, estas dos actitudes (que parecen mostrar caracteres totalmente antagónicos) han estado representadas muy habitualmente por dos filósofos presocráticos: Demócrito de Abdera (ca. 460 a. C.) y Heráclito de Éfeso (s. VI a. C.). La risa democrítea y el llanto heraclitéano. Del primero sabemos que había escrito un tratado sobre la alegría (quizás el origen de su tópica imagen risueña) y también sabemos que fue modelo para la escuela de Epicuro, otro dato para colegir la tradición de dicha imagen. Respecto a Heráclito, filósofo de estilo oscuro y difícil, puede que el eco melancólico de su doctrina, asentada en la idea de que todo fluye y que nada permanece constante, sea el origen de esa otra imagen contrapuesta, la oscura y llorosa.

La larga tradición cultural que enfrenta a estos dos filósofos presocráticos aparece ya en la Epístola a Damageto del Pseudo-Hipócrates, es decir en la Antigüedad clásica. Leyenda de tan vieja tradición, que se ha constituido también en tópico moderno (a partir del Renacimiento), no debe su fortuna a una exclusiva referencia, quiero decir al éxito desproporcionado de la mencionada carta apócrifa de Hipócrates. Existe una rica tradición literaria desde la Antigüedad que ha unido la risa democrítea con el llanto heraclitéano. Consideremos algunos casos de esa larga cadena de referencias.

El romano Juvenal, poeta satírico de finales del siglo I y principios del siglo II de nuestra era, alude en una de sus Sátiras (libro IV, X: 28-31) a los dos filósofos. El asunto aparece y reaparece en la conocida obra del filósofo bético Lucio Anneo Séneca (nacido el 4 a. C. y muerto el 65 d. C.). Así, por ejemplo, tanto en su tratado De Ira (De la Ira) (II, X: 5) como en el titulado De tranquilitate animi (De la tranquilidad del ánimo) (XV: 2). El gran Horacio (Quinto Horacio Flaco, 65-8 a. C.) había hecho también referencia a la actitud de Demócrito como la apropiada para afrontar los disparates que ofrecían los dramaturgos de su época. Dice en los versos 194 y siguientes, de la epístola I, del libro II de las Epístolas:

Cómo reiría Demócrito, si viviese en nuestro tiempo, al observar fijas las miradas del vulgo en una jirafa mezcla de pantera y camello, o en un elefante blanco. Cómo atendería al público con preferencia, olvidando la representación escénica.

¡Cuánto nos recuerdan estas palabras al monstruo pergeñado en los primeros versos de su conocida Epístola a los Pisones y que es imagen de toda composición artística mal hecha!:

Si un pintor tuviera el capricho de juntar la cerviz de un caballo a una cabeza humana y adornarla con plumas de varios colores y miembros de distintos animales, de modo que el busto de una hermosa mujer viniere a terminar en la cola de disforme pez; invitados, amigos míos, a tal espectáculo, ¿podríais contener la risa?

Sin duda en este famosísimo comienzo del Ars Poetica horaciana también nos encontramos con un eco implícito del tópico de la risa democrítea.

La tradición abunda en ejemplos clásicos de todas las épocas. Luciano de Samosata (125-181), escritor sirio en griego, y uno de los primeros humoristas de la historia, acaba su tratado Acerca de los sacrificios diciendo:

En fin; acciones y creencias de este tipo por parte de la mayoría, creo yo, no necesitan la crítica de un don nadie, sino de un Heráclito o de un Demócrito; el uno para reírse de su ignorancia; el otro para deplorar su estupidez.

Pero, donde la socarronería de Luciano aparece en todo su esplendor tratando el tema, es en su diálogo Subasta de vidas (secciones 13-14) . Los dioses Zeus y Hermes subastan, al mejor postor, toda la flor y nata de la filosofía: Pitágoras, Diógenes, Sócrates, Crisipo, Pirrón y, por supuesto, también a nuestra pareja:

ZEUS: […] Ahora trae a otro; mejor esos dos, el que ríe, de Abdera, y el que llora, de Éfeso. Quiero que los compréis a los dos en un lote.

HERMES: Bajad los dos al medio. ¡Vendo las dos vidas más excelentes; estamos subastando las más sabias de todas las vidas!

COMPRADOR: ¡Ay, Zeus, qué contraste! El uno no para de reír y el otro parece que está plañendo a un muerto; por lo menos, llora a mares. Oye, tú, ¿de qué te ríes?

DEMÓCRITO: (Con acento extranjero) ¿Me preguntas? Pues, porque todos los asuntos vuestros me parecen ridículos y vosotros mismos también.

COMPRADOR: ¿Cómo dices? ¿Te burlas de todos nosotros y te importa un pepino nuestros asuntos?

DEMÓCRITO: Así es. Nada que justifique tantos afanes hay en ellos; todo es un vacío y un impulso de átomos e infinitud.

COMPRADOR: ¡Tú sí que estás de verdad vacío e infinitamente ido! ¡Maldita sea! ¿No vas a dejar de reírte? Y tú, buen hombre, ¿por qué lloras? Me parece que es mucho mejor hablar contigo.

HERÁCLITO: Pienso, extranjero, que los avatares humanos son dignos de lamentos y sollozos y que no hay ninguno de ellos que no sea perecedero. Por ello, los compadezco y me lamento. Y no estimo importantes las cosas de ahora, sino las que serán en tiempo posterior, totalmente enojosas; me refiero a las catástrofes y al desastre del universo. Eso es lo que lamento, porque no se puede hacer nada por impedirlo, sino que en cierto modo todo se amontona en una amalgama, y viene a ser lo mismo gozar y no gozar, saber y no saber, lo grande y lo pequeño; deambulamos de arriba abajo y de abajo arriba, sujetos a cambios en el juego de la eternidad.

COMPRADOR: ¿Qué es la eternidad?

HERÁCLITO: Un niño que juega moviendo fichas.

COMPRADOR: ¿Qué son los hombres?

HERÁCLITO: Dioses mortales.

COMPRADOR: Y ¿qué los dioses?

HERÁCLITO: Hombres inmortales.

COMPRADOR: Oye tú; enigmático es lo que dices, o ¿es que me estás proponiendo adivinanzas? Así de simple, como Loxias, no explicas nada con exactitud.

HERÁCLITO: No me importa nada de vosotros.

COMPRADOR: Entonces, nadie que tenga dos dedos de frente estará dispuesto a comprarte.

A Diógenes Laercio (que fue un importante historiador griego de la filosofía, y de quien se supone que vivió en el siglo III, durante el reinado de Alejandro Severo) le debemos Las vidas de filósofos; y en el libro IX nos ofrece la vida de Demócrito. El tono, serio; el fondo, lo mismo.

3. El renacimiento

En el siglo XVI, cuando se recuperan para la cultura los escritos clásicos y cuando la opción por la risa irónica ante el mundo se muestra como lo propio del hombre renacentista (pensemos en Erasmo o en Rabelais y en Montaigne), Laurent Joubert, médico francés que en ese siglo publicó un Tratado de la risa,4 ofrece a sus contemporáneos la apócrifa carta de Hipócrates a Damageto. Una carta en la que, supuestamente, Hipócrates cuenta cómo los abderitas lo llamaron para que curara a Demócrito, pues sus paisanos estaban convencidos de que se había vuelto loco, porque no dejaba de reírse a carcajadas de todo y de todos.

A partir de entonces, la referencia a la visita de Hipócrates a Demócrito se hace un tópico de la cultura moderna. Daré unos ejemplos españoles. La encontramos, el mismo siglo XVI, en el Examen de ingenios para las ciencias de Huarte de San Juan.5 No falta en la literatura española del siglo XVII tampoco. Basta recordar la obra de Antonio Vieira, Lágrimas de Heráclito defendidas, o la de Antonio López de Vega, editada y reeditada en Madrid en los años 1612 y 1641, con el título de Heráclito y Demócrito de nuestro siglo. El propio Gracián, en su CriticónI, crisi quinta, dice:

Coronaba toda esta máquina elegante la Felicidad muy serena, recordada en sus varones sabios y valerosos, ladeada también de sus dos extremos, el Llanto y la Risa, cuyos atlantes eran Heráclito y Demócrito llorando siempre aquél, y éste riendo.6

Y no es la única referencia que encontramos en el Criticón. Confronte también, quien tenga curiosidad, en su Agudeza y arte de ingenio, lo que dice al tratar De la agudeza paradoja.

Es la tradición clásica del reír irónico ante la manifiesta estulticia humana la que recoge el Renacimiento. Los humanistas se identifican con la actitud de Demócrito. La famosa Epístola a Damageto nos mostraba un Demócrito risueño, pero no apaciblemente risueño. Recordemos que sus conciudadanos llaman a Hipócrates porque creen que se ha vuelto loco. Locura y melancolía van de la mano como veremos más adelante, pero no quedaba explícita la relación en el caso del filósofo de Abdera.7

Si el individuo que afronta el teatro del mundo (los errores, agitaciones y desgracias humanas, así como la estulticia humana) no siempre responde con igual actitud, muchas veces la respuesta (risueña o lacrimógena) le viene dada más de la época en la que le toca vivir que de su particular carácter; y de esta manera, el hombre renacentista, como hemos dicho, opta por responder con ironía ante la vida. Pensemos en el Elogio de la locura de Erasmo o en el Pantagruel de Rabelais. Es una opción con conciencia de la tradición en la que está inserta. Para constatarlo, baste un ejemplo. Dice, en la décima que escribe Maese Hugues Salel al autor del Pantagruel:

paréceme estar viendo a Demócritoriéndose de los hechos de nuestra vida humana.

Rabelais y la historia de la risa son tratados magistralmente por Bajtin en su libro La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Según Bajtin, la actitud del Renacimiento con respecto a la risa se define así: «la risa posee un profundo valor de concepción del mundo».8

El otro gran ejemplo renacentista francés es Montaigne. A él pertenece el ensayo titulado De Demócrito y Heráclito (Ensayos, libro I, cap. L). Este magnífico texto nos muestra el procedimiento y el talante de Montaigne a la hora de escribir un ensayo: toda conclusión humana es provisional. Montaigne está contra teorías definitivas, contra verdades absolutas. Su intención es conocerse a sí mismo: ensayismo intelectual y existencial:

Las cosas en sí mismas puede que tengan su peso, su medida y su forma; mas internamente, en nosotros, ella [el alma] las mide según su entender.

Nuestra visión del mundo depende por tanto de nuestra alma. Ella tiñe con un color u otro la salud, la conciencia, la autoridad, la ciencia, la riqueza, la belleza y sus contrarios. Todo, pues, depende del color o del ropaje que pongamos en nuestra alma a cada cosa: «No depende nuestro bien y nuestro mal más que de nosotros». En este ensayo de Montaigne el concepto de Fortuna se opone a la fuerza de nuestras costumbres.

Todos nuestros actos, serios o frívolos, nos muestran. El ejemplo por excelencia de este relativismo (en cuanto a las visiones del mundo) se encuentra, para Montaigne, en el de la confrontación entre Demócrito y Heráclito, quienes, ante los mismos hechos, manifiestan un semblante bien burlón, bien apenado.

Montaigne, como hombre de su tiempo, opta por Demócrito, porque en su reír ve desdén (que es lo que merece nuestro poco valor, el poco valor de las personas). En la compasión, por el contrario, ve estima por el mundo: nos compadecemos de lo que creemos valioso. Montaigne, sin embargo, diagnostica así nuestra manera de ser: «No pienso que haya en nosotros tanta desgracia como vanidad, ni tanta maldad como estupidez».

Una comparación paralela se da en este mismo ensayo: la de Diógenes (cínico y risueño) con Timón (aborrecedor de los hombres). A este último dedicará una magnífica obra de su teatro el gran Shakespeare, Timón de Atenas.