Otra sociedad para la locura - Carolina Alcuaz - E-Book

Otra sociedad para la locura E-Book

Carolina Alcuaz

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Beschreibung

¿Qué nos vincula y qué nos separa a los seres hablantes? Carolina Alcuaz reflexiona acerca de la locura y su vínculo con los otros con el propósito de contribuir, por un lado, al debate en torno a la locura y su inserción en la sociedad, y por el otro, aportar a la formalización de un término difuso: el lazo social. Su extensa trayectoria clínica dedicada al tratamiento de las distintas manifestaciones del sufrimiento psíquico —principalmente aquellas diagnosticadas dentro de la categoría clínica de las psicosis—, afín a las ideas de rehabilitación, reinserción e inclusión social, ha sido el fundamento de su dedicación y prolongado estudio para procurar entender ¿qué nos permite sostener la relación con los otros? Este libro, sobre los lazos sociales en las psicosis, procura una respuesta. Me dejé captar, entonces, por los efectos de enseñanza de los pacientes, y aprendí que no solo había condiciones para enloquecer sino también para recuperarse. Ambas comprometían el lazo con los otros. Solo hacía falta predisponerse a escuchar. Quizás el descreimiento, sostenido por muchos, en la posibilidad de curación ocultaba la falta de propuestas en el terreno terapéutico. (Carolina Alcuaz) Carolina Alcuaz ha encontrado un decir sobre la locura que es la premisa a partir de la cual este libro se ordena. Su decir poético es en este caso la voz narrativa justa, la que permite acercarnos la locura, destacar su profunda humanidad, el rigor de la sinrazón, la inobjetable lógica de su discurso, los ingenios con los que testimonia el drama de la existencia, el dolor inaugural de la vida, el trasfondo incomprensible del ser hablante. Un libro no solo de lectura obligada para el clínico, sino también para todos aquellos que se interesan en la tarea de descifrar la lengua secreta que habla en nosotros. Su obra cumple con una de las condiciones fundamentales que le exijo a la literatura: que me llegue al corazón. (Gustavo Dessal) Carolina Alcuaz muestra que los locos se relacionan, vinculan y establecen lazos con los otros, y que lo hacen de formas un tanto especiales y diferentes al común de los mortales. Por eso agradezco tanto la publicación de libros como este, bien fundamentados y trabajados, tan redondos que casi no dejan flecos sueltos. Ante ellos, uno solo puede sentir gratitud. Porque hay que agradecerle a Carolina Alcuaz su generoso esfuerzo para allanarnos el camino con esta investigación que nos ahorra muchas horas de estudio y cavilaciones. (José María Álvarez)

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OTRA SOCIEDAD PARA LA LOCURA

Estudio sobre los lazos sociales en las psicosis

Carolina Alcuaz

Prólogos

Gustavo Dessal José María Álvarez

Colección Schreber

Créditos

Colección Schreber

Título original:Otra sociedad para la locura Estudio sobre los lazos sociales en las psicosis

© Carolina Alcuaz, 2021

© De esta edición: Pensódromo SL, 2021

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions.

Diseño de cubierta:

Cristina Martínez Balmaceda - Pensódromo

Editor: Henry Odell

[email protected]

ISBN print: 978-84-122116-9-6

ISBN ebook: 978-84-123139-0-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Para mi alegre Lola, Emilio y mis amigos «Los López»

A Henry Odell por su confianza al proponerme el desafío de este libro y orientarme en su proceso.

A Florencia Dassen con quien descubrí el deseo de escribir.

A Carmen González Táboas por animarme a tomar la palabra desde mi propia experiencia.

A mi querida Laura Arias con quien supe encontrar mi estilo de escritura.

A mi director de tesis, Claudio Godoy, por acompañarme durante varios años en el trayecto de investigación y por su generosidad en la transmisión del saber.

A Rafael Huertas por su interés y aportes sobre mi tema de investigación.

A Gustavo Dessal, un «cazador de palabras», porque pudo atrapar las mías y arrojarlas en el prólogo.

A José María Álvarez por sus enseñanzas clínicas y sentirme honrada con su prólogo.

A Ricardo Seldes por sus dichos precisos en el momento adecuado.

A Emilio Vaschetto por el acompañamiento de siempre y sus aportes invalorables.

A Florencia Shanahan por su amistad, entusiasmo y apoyo incondicional.

A mi gran amiga Silvana Alvelo por su infinita paciencia y cariño.

A todos…

MUCHAS GRACIAS

Índice

Otras palabras para la locuraAcerca de los libros y de este en particularPresentaciónIntroducciónLos lazos sociales¿Por qué el padre?Los filósofos de la conspiraciónMarionetas de las palabrasHabitantes secretos del discursoLos lazos sociales en la enseñanza de Jacques LacanBibliografíaAcerca de la autoraNotas

Otras palabras para la locura

Borges habría podido decir que no me unía a este libro ni el amor ni el espanto. Desde luego, tampoco el odio, que de acuerdo con Lacan es la disposición más apropiada para una buena lectura. No conozco a la autora, ni había leído nada salido de su pluma. Ahora, tras haberme sumergido en este libro, sigo sin conocerla, pero puedo afirmar que su obra cumple con una de las condiciones fundamentales que le exijo a la literatura: que me llegue al corazón. No me retracto de la palabra «literatura», porque en mi opinión esta escritura se incluye mejor en esa categoría que en la de «ensayo». Antes de indagar en los enunciados, el lector quedará probablemente sorprendido y cautivado por la enunciación. Carolina Alcuaz ha encontrado un decir sobre la locura que es la premisa a partir de la cual este libro se ordena. Su decir poético es en este caso la voz narrativa justa, la que permite acercarnos la locura, destacar su profunda humanidad, el rigor de la sinrazón, la inobjetable lógica de su discurso, los ingenios con los que testimonia el drama de la existencia, el dolor inaugural de la vida, el trasfondo incomprensible del ser hablante. Carolina nos muestra, con trazo fino y firme, que los locos no vienen de Marte. Somos ellos, o ellos son nosotros: espejo roto en el que cualquiera podría verse, si acaso se atreviese a echar un vistazo. El lenguaje del psicoanálisis da muy buena cuenta de dónde vienen los locos, pero este libro necesitaba algo más que ese lenguaje. Necesitaba que el psicoanálisis fuese dicho con sus propias palabras, pero también con otras, con las palabras que sugieren, que evocan, que inspiran, que transpiran, que estremecen. Con esas palabras la autora consigue sacar a los locos del manicomio y devolverlos a la vida corriente. Ni seres deficitarios ni deformes, los locos regresan de su exilio para enseñarnos todo lo que saben. Carolina, como muchos de los que tuvimos la fortuna de iniciar nuestra andadura analítica en el manicomio, se ha propuesto en este su primer libro transmitirnos lo que de esa experiencia ha aprendido. Solo hay un modo ético de abordar la locura: dejarse enseñar por su sabio saber. Al mismo tiempo, y es algo de lo que la autora está muy bien advertida, tampoco es cuestión de redundar en la idealización romántica del loco, lo que supone el riesgo de convertirlo en un fetiche abandonado a su suerte.

Si algo destaca de entrada en esta obra (de misterioso título, puesto que uno llega al final sin saber cuál sería esa «Otra sociedad» en la que la locura podría habitar) es que no se trata de una casa de citas. Sin duda, la bibliografía es abundante, pero lo más interesante resulta comprobar el método mediante el cual Carolina lee la teoría lacaniana de las psicosis. Ella ha escogido un texto rector, una «carretera principal» que en ningún momento abandona: el seminario «Las psicosis» de Jacques Lacan. La teoría de los cuatro discursos, del sinthome y de las suplencias, la topología de nudos, la pluralización de los Nombres del Padre, todo ello está al servicio de producir una apasionante disección de ese seminario y extraer una conclusión perfectamente argumentada: lo que vino más tarde en la obra de Lacan está ya contenido en esas lecciones magistrales. El propósito es claro y bien definido: demostrar que aunque el propio Lacan llegó a afirmar que el psicótico está fuera del discurso, y por ende del lazo social, todo el conjunto de su obra lo desmiente. Comparto plenamente esa posición decidida que la autora ha tomado, y la he expresado en numerosas ocasiones, pero el modo en que ella reúne los distintos argumentos para exponer su tesis posee una fuerza inobjetable. Carolina Alcuaz corta el nudo gordiano de ese antiguo debate sin otro filo que los conceptos de Lacan. Ella es tributaria de la enseñanza de Jacques-Alain Miller, que entre otras cosas ha emprendido el desafío de deslindar la obra de Lacan de cualquier idea de progreso epistémico. Nuestra autora recorre el seminario 3 con los instrumentos conceptuales que parten del ensayo «Los complejos familiares» y llegan hasta el último de los seminarios. Pero no abandona esa carretera principal, lo cual le confiere a este libro una precisión y un rigor clínico que en ningún momento se extravía por los «caminitos» en los que tantas veces se entretienen los autores.

Porque el psicótico es capaz de percibir los efectos de la lengua sin el velo de la represión, es una criatura más propensa que ninguna otra a detectar todas las significaciones de la época generadas por el discurso del amo. El psicótico, como me lo dijo una vez una mujer que padecía una psicosis alucinatoria crónica, es una central de telecomunicaciones en constante actividad. Sus certezas son la aprehensión real de los síntomas de cada tiempo histórico. Lo son, entre otras razones que la autora expone con extrema minuciosidad, porque los locos no solo son testigos activos de lo que en todo discurso hace síntoma, sino que incluso se anticipan a ellos. «Las masas freudianas no son las actuales —escribe la autora a propósito de la facultad de algunos delirios para formar comunidad—, algunos movimientos sociales distan mucho de ser guiados por un líder, sin embargo, agrupan, aúnan… Lejos de la oposición tajante, a la que estábamos acostumbrados por algunos entre delirio y discurso, ahora nos sorprende el acercamiento estrecho que hace del delirio un discurso, pues en definitiva ambos otorgan sentido y comandan nuestro mundo». El capitalismo de vigilancia fue anticipado por los delirios de los paranoicos y alertado por las vivencias de los esquizofrénicos. El internet de las cosas (IoT) es el correlato técnico de la certidumbre de ser visto y oído desde todas partes, y los algoritmos del feed advertising (que disparan automáticamente la publicidad en función de las búsquedas realizadas por un internauta) son la expresión de los fenómenos de transparencia patognomónicos de la esquizofrenia. Como la propia autora lo señala, «para nosotros la psicosis aparece en estrecha relación con el drama social, tanto en sus actos como en el contenido de sus pensamientos».

Algunos capítulos son introducidos con un micro relato clínico, pequeñas piezas poéticas en las que se condensan las peripecias de una vida, la contingencia de un tropiezo con lo real, y la solución parcial y en ocasiones fugaz que el psicótico encuentra para sortear el abismo o ascender tras su precipitación.

Mientras el esquizofrénico testimonia que el cuerpo y el lenguaje poseen una autonomía que no se ha entregado al dominio del discurso del amo, el paranoico sabe de la Injusticia Absoluta del mundo y no cesará de denunciarla. Tanto uno como otro harán de su saber una fórmula con la que reencontrar el camino de vuelta al lazo social. Como lo afirma Carolina, existen otros discursos además de los cuatro establecidos, otros que resultan de la invención singular del psicótico y que le permiten encontrar una funcionalidad compatible con la vida cotidiana. Sin duda, esas suplencias no siempre son el resultado de una elaboración espontánea, sino que requieren de un dispositivo terapéutico que las aliente. El psicoanálisis es, en ese sentido, aquella «Otra sociedad» para la locura, puesto que en la transferencia el sujeto tendrá la posibilidad de alojar su experiencia. La transferencia debe su eficacia fundamentalmente al marco ético de la que depende, aquél en donde la alucinación y el delirio encuentran la dignidad que merecen. Cuando eso se deja oír, en lugar de ser amordazado por el furor curandis, los síntomas psicóticos atemperan su escandalosa intensidad y pueden ponerse al servicio de una forma no convencional de habitar la ciudad del discurso, incluso de las instituciones psicoanalíticas. «El decir y su carácter de contingencia —leemos— aparecen como términos principales que habilitan a pensar que habrá discurso y lazo social en tanto un decir los funde, más allá de la estructura clínica. Se rompe así la antinomia entre neurosis-discurso-lazo y psicosis-fuera del discurso-fuera del lazo. Por ende, es factible pensar que habrían otros lazos sociales, otros discursos, más allá de los establecidos, en tanto haya decires que los funden».

La idea de que el psicótico es por estructura un sujeto exiliado del lazo social (el propio Freud dudó sobre su capacidad para la transferencia) lo condenó durante mucho tiempo al desahucio. Los propios analistas a menudo lo inhabilitaban para el amor, el sexo, la paternidad, o el ejercicio de la práctica analítica. Es por ese motivo que este libro constituye una declaración sin vacilaciones, un decreto que libera al loco de los axiomas que lo confinaban a la soledad, un verdadero acto que se atreve a seguir, hasta las últimas consecuencias, la convicción de Lacan de que todo el mundo es delirante, y que todos nosotros hemos surgido de ese magma originario de la lalengua, «una especie de zumbido, ese zafarrancho que desde la infancia nos ensordece».

Reverso del discurso del amo y alternativa al delirio, el discurso del psicoanálisis orientado por la acción lacaniana ahuyenta de la locura la vieja sombra de su presunto déficit, y por el contrario convierte la psicosis en la puerta de entrada al enigma de la subjetividad. Es por ese motivo que Carolina Alcuaz ha escrito un libro no solo de lectura obligada para el clínico, sino también para todos aquellos que se interesan en la tarea de descifrar la lengua secreta que habla en nosotros.

Gustavo Dessal

Madrid, noviembre 2020

Acerca de los libros y de este en particular

Hay libros que suscitan interés tan solo por la materia de la que tratan. En ellos, por lo general, el título es su carta de presentación y el índice da a entender tanto el despliegue temático como el perímetro de la indagación. Como todo en este mundo, hay libros insustanciales y huecos, textuchos de los que el autor debería avergonzarse por hacer pública su vanidad y exhibir su ignorancia. Y los hay, claro está, luminosos y esclarecedores, intensos e inolvidables.

En nuestro pequeño mundo psicoanalítico, creo que las publicaciones podrían agruparse en tres grandes bloques. El mayoritario consiste en resúmenes de lo que tal o cual destacada figura dice acerca de esto o aquello. En este sentido, el autor elige un tema y recorre de norte a sur la obra de un insigne pensador, convencido de que en ella hallará todas las respuestas. A partir de ese estudio, espiga lo que juzga sustancial, lo ordena y lo expone con la máxima fidelidad de la que es capaz, cosa que a menudo se hace de forma cronológica más que lógica. Cuando este tipo de exposiciones abreviadas dan con lo esencial de la materia y además lo redactan con gracia y sencillez, el lector agradece al autor el haberle aportado un mapa rudimentario que le orientará sobre los caminos a seguir en sus futuras lecturas, si las hubiera. Este tipo de contribuciones no aportan nada original. Pero sí facilitan una primera aproximación a un fragmento de la obra de uno de los grandes.

Otro grupo de publicaciones, también abundantes, son aquellas que tratan de responder a preguntas surgidas del ejercicio profesional, en nuestro caso de la clínica anímica. Se trata de cuestiones que se suscitan a diario en nuestros quehaceres y requieren algún tipo de elucidación. Lo que caracteriza a este segundo tipo de contribuciones es que el autor se interroga sobre ciertos aspectos de su práctica y responde conforme a lo que una figura destacada considera acertado. La impronta del autor en este tipo de textos no está en sus opiniones, puesto que no las da o apenas las insinúa, sino en la selección de las respuestas del ilustre, en las que confía plenamente. De ahí que los méritos de este tipo de publicaciones no se limitan solo a resumir con acierto tal o cual asunto, como sucede en el primer grupo, sino sobre todo a formular bien las preguntas clínicas y a espigar de la obra del destacado las mejores respuestas.

También existen, por último, un reducido ramillete de contribuciones en las que el autor se hace preguntas clínicas y las responde echando mano de las referencias que cree más adecuadas, sean de aquí, de allá o de ningún sitio, sino inventadas por él para la ocasión. Como es de suponer, este tipo de publicaciones entrañan un gran riesgo y a menudo culminan en un deplorable fiasco. Aunque no todas, cosa que es de agradecer. Cuando dichas aportaciones son valiosas es porque dan con los interrogantes esenciales y apuntan soluciones luminosas. Del mero resumen, pasando por la pregunta oportuna hasta llegar a la respuesta esclarecedora hay una línea que separa dos posiciones: los autores que hablan por boca de otros y los que piensan por sí mismos. Los primeros apenas se exponen y a la larga su relevancia es escasa. Los segundos, en cambio, se arriesgan más y pueden resultar atractivos, aunque siempre están en un tris de convertirse en bocazas y pecar de desvergüenza y envanecimiento.

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El libro de Carolina Alcuaz, Otra sociedad para la locura – Estudio sobre los lazos sociales en las psicosis, corresponde, a mi modo de ver, al segundo grupo. Ahí se hallan sus valores: por una parte, es un texto que surge de las preguntas clínicas cotidianas, en este caso sobre las relaciones, los vínculos y lazos sociales de los locos; por otra, la búsqueda de respuestas se dirige inexorablemente a la obra de Jacques Lacan, tan presente y constante en esta monografía que se la podría considerar un breviario de teoría lacaniana de la psicosis. Mezcla de clínica y teoría, con amplio predominio de referencias al mencionado psicoanalista, la autora hace gala de un trabajo de lectora concienzuda y meticulosa. Su tesón salta a la vista. No es de las que se arruga ante una dificultad y se la quita de encima con una cita de autoridad. Al contrario, es de agradecer la simplificación a la que tiende cuando se topa con una fórmula enrevesada. En este sentido, se ve que acomete este libro, su primera obra, de frente y con franqueza, cosa que se pone de relieve también en el aparato crítico, tanto las notas al pie como la bibliografía.

Muchos autores suelen aprovechar la introducción de sus libros para dibujar una fugaz imagen de sí mismos. Y así lo hace también Carolina Alcuaz al presentarse como clínica de manicomio o de hospital psiquiátrico, si se prefiere, y como psicoanalista. Como si se tratara de dos cabos, la autora los aúna y forma con ellos una trenza a la postre difícil de separar. Y lo mismo hace con los dos miembros que componen el título de su escrito: por una parte, la mención de la Otra sociedad para la locura; por otra, el estudio sobre el lazo o vínculo en la psicosis. En principio parecerían dos partes de una materia cuya articulación pudiera darse o no. Pero se da. Y esa trabazón, meditada, pausada y delicada, constituye uno de los aciertos de esta obra. Conjunción, por tanto, de teoría y clínica; conjunción, asimismo, de un análisis sobre las relaciones propias de los locos y de una mirada general sobre la relación de la locura y lo social. Como la autora reconoce en la última página, su escrito va más allá de una contribución a la teoría y aspira a «facilitar nuevas herramientas en el tratamiento posible con las psicosis y a una menor estigmatización por parte de la sociedad».

Ante un libro que tiene sustancia, corresponde al lector seguir los detalles de la argumentación, sus anudamientos, fundamentación y desarrollos. En cambio, es competencia del comentarista destacar alguna de las propuestas apuntadas, esclarecerla y valorarla. Si hubiera de dar solo una, diría que Carolina Alcuaz muestra que los locos se relacionan, vinculan y establecen lazos con los otros. Y que lo hacen de formas un tanto especiales y diferentes al común de los mortales. En su simplicidad, creo que este es uno de los mensajes principales y que vale la pena valorarlo cuanto merece. Habrá quien, al leer esto, sacará a colación el conocido refrán «Para ese viaje no se necesitan alforjas». Si lo hace, le conviene recordar que la sencillez es más amiga de la verdad que la complejidad. Lo digo porque a los locos se los ha pintado como lunáticos, autistas, solipsistas, ajenos, idos, como gotas de aceite, en fin, incapaces de mezclarse con el agua de la vida, el amor y el deseo. Esa imagen del loco casi inhumano alcanzó uno de sus mayores esplendores en los comentarios de Henricus Cornelius Rümke sobre el Praecox-Gefühl o «sentimiento precoz» que inspiraba el vacío helador frente al esquizofrénico. Y eso no es cierto. Es pura exageración o evidente incapacidad del clínico.

Por necesidades epistemológicas, se puede entender que la caracterización clínica y psicológica de la psicosis se haya realizado a contrario sensu de la neurosis. Pero eso no quiere decir que un loco sea el reverso de un cuerdo ni viceversa. Diferente no es contrario. Este libro habla de diferencias, no de oposiciones. De ahí el título con dos miembros en principio discordantes. Si se toma por el lado de las diferencias, a mi modo de ver, la clínica de la locura a partir del lazo social es el modo de proponer Otra sociedad para los locos. Como señala la autora, las dificultades propias de la relación y la fragilidad del lazo social no son patrimonio de la locura. Es más, la falta de un instinto gregario, el no hay relación sexual —como señalaran, respectivamente, Freud y Lacan— y el poderío de la pulsión de muerte limitan la acción del Eros, de la vida, de las relaciones y de lo social. Y conforme a esto, las maneras de vincularse con los otros y las cosas del mundo, con el cuerpo y el lenguaje, son múltiples y variadas. «En suma —continúa Carolina Alcuaz—, la sociedad no es otra cosa que la familiaridad con el mundo silenciosamente percibida. Hay lazos sociales, en plural. Se puede estar fuera o dentro de ellos. Son los vínculos que nos permiten habitar lo que llamamos la sociedad». Según propone la autora, la psicosis no es ajena al lazo social ni a los desórdenes de cada época, como demuestra el delirante con sus tramas persecutorias y sus soluciones redentoras. Aunque el delirio paranoico se extienda entre los polos persecutorio y megalómano, es decir, la maldad del Otro y la misión salvadora, siempre se nutre de las problemáticas de su tiempo. En menor medida lo hace, en mi opinión, el delirio melancólico, cuya hondura ontológica le da un aire intemporal.

La dificultad del vínculo no implica su imposibilidad. Un clínico despierto tiene claras estas cosas. Lo sabe por su experiencia, su razón se lo indica y además lo comprueba a diario. Aunque pase por momentos en que todo se pone patas arriba, sabe de la presencia del amor, la amistad y la transferencia con los neuróticos y los locos. Y aunque no sea del todo cierto, ante la adversidad del egoísmo y la del poderío mortífero de la pulsión, nos consuela creer en el amor y en el deseo, en las redes que teje el Eros. Por eso vale la pena recordar aquellas palabras de Giorgano Bruno escritas en su obra De los vínculos en general: «Un único amor, por lo tanto un único vínculo, hace de todas las cosas una cosa; pero adquiere rostros diversos en las diversas cosas».

ΩΩΩΩΩ

En la confluencia del amor y los libros se dan cita numerosos autores, sobre todo los tocados por el genio poético y los contadores de historias, en especial los novelistas. Menos son los que hacen de los libros su gran amor. De estos últimos, Michel de Montaigne se cuenta entre los más destacados. De hecho, uno de sus ensayos más bellos lo tituló «Los libros», sin más. Allí confiesa que toma prestado del decir de los demás lo que no es capaz de exponer por sí mismo con la requerida perfección, ya sea por la debilidad de su lenguaje o de su juicio. «Desearía tener una comprensión más perfecta de las cosas —señala poco después—, pero no la quiero adquirir al precio tan alto que cuesta».

Con el paso de los años, a mí me pasa algo parecido. Por eso agradezco tanto la publicación de libros como este, bien fundamentados y trabajados, tan redondos que casi no dejan flecos sueltos. Ante ellos, uno solo puede sentir gratitud. Porque hay que agradecerle a Carolina Alcuaz su generoso esfuerzo para allanarnos el camino con esta investigación pormenorizada. Y al hacerlo, nos ahorra muchas horas de estudio y cavilaciones, un tiempo que será bien empleado si lo dedicamos a seguir hablando y relacionándonos con los otros.

José María Álvarez

Valladolid, noviembre de 2020

Presentación

Mi primer encuentro con el padecimiento mental comenzó en un hospital neuropsiquiátrico1. Allí me dediqué al tratamiento de las distintas manifestaciones del sufrimiento psíquico. Me refiero, principalmente, a las que son diagnosticadas dentro de la categoría clínica de las psicosis. La institución era conocida como «El Melchor Romero», debido al nombre de la localidad donde se encuentra; tenía dos entradas, ubicadas una enfrente de otra, separadas por una conocida avenida. Me resultaba extraño que aquella calle pudiera atravesar el hospital, como sin permiso, dividiéndolo en dos. Creo que la entrada principal debió ser aquella que conducía a una pequeña fuente decorativa y resquebrajada, siempre sin agua, detrás de la cual comenzaban a verse unas desgarbadas siluetas azules. No sé por qué el color azul fue el elegido para distinguir los uniformes de los pacientes que, por alguna razón, se habían quedado a vivir en el hospital. No recuerdo, en mis primeros años de formación clínica, que muchos profesionales hayan cuestionado esa manera de habitar el mundo. ¡Vivir en un neuropsiquiátrico!… no era un tema de debate frecuente entre colegas.

Aunque parezca increíble, la simple acción de fumar podía interrumpir, algunos minutos, la inquietante vivencia de la eternidad. Cerca de aquella fuente, los fumadores azules, se paseaban a la espera de alguien que les regalara un cigarro. Detenidos en la historia eran tan olvidados como el verdadero nombre de la institución, Doctor Alejandro Korn. Siempre me pregunté ¿por qué nuestra mente es tan porosa para el olvido? Muy pronto el análisis personal me advirtió, que algunas omisiones padecen sus consecuencias. Ese nombre, de aquel que dirigió durante veinte años la institución, había encarnado la decisión de convertirla en un lugar de tratamiento de la locura y no en su depósito. Para Alejandro Korn la laborterapia en el asilo devolvía al loco su dignidad humana. Entendí, entonces, que la pasión por su desconocimiento no podía ser más que política.

Como en cualquier hospital los pacientes realizaban distintos tratamientos. Algunos frecuentaban el Servicio de Consultorios Externos, con el apremio de resolver aquellos malestares frecuentes en los seres humanos: amorosos, laborales, familiares… Otros, invadidos por la presencia de un sufrimiento extremo, insoportable e incomprensible, veían interrumpidas sus vidas. En esa lucha contra los dolores de la existencia, el aislamiento se convertía en la pausa necesaria para poder retornar al mundo. No obstante, no todas las internaciones eran iguales. El criterio psiquiátrico basado en la evolución de la enfermedad, las dividía en: Servicio de Atención en Crisis, Salas de Agudos y Salas de Crónicos, llamados pabellones.

Era en los pabellones, donde la internación podía transformarse en un modo de vida. Conocí pacientes con veinte años de estadía. Aquellas salas llevaban los nombres de destacados y conocidos psiquiatras europeos, todos ellos estudiados en mi carrera universitaria. Paradojalmente, la historia extranjera resultaba más familiar que el nombre de Korn, aquel que había hecho de la defensa del nacionalismo su propia bandera. A la entrada de los pabellones había unas viejas cortinas, detrás de las cuales se ocultaba el destino trágico de algunas personas. Un pasillo largo separaba las dos hileras de camas donde descansaban los internados. En el comedor una larga mesa los ubicaba unos al lado de otros, pero la soledad era la atmósfera que caracterizaba el lugar. ¿Cómo se puede estar tan juntos y tan distantes a la vez? Las salas de pacientes se sucedían unas tras otras a lo largo de un predio que las perdía en el horizonte. Jamás conocí la última sala. En las noches de guardia, la oscuridad de las urgencias obligaba a trasladarse a pie hasta los pabellones. Debo confesar que la arquitectura del lugar siempre me ocasionó una sensación inquietante. No tuve la misma impresión años después cuando asistí, para continuar mi formación, a otro asilo2. Quizás porque allí las calles laberínticas, que conducían de un servicio a otro, tenían nombres de escritores y poetas. O tal vez, pienso ahora, porque los muros de dicha institución estaban mejor definidos.

Mis primeros pacientes no fueron casos fáciles. Recuerdo que Miguel caminó trescientos kilómetros, semidesnudo, hasta llegar a la guardia del hospital un treinta y uno de diciembre. La necesidad imperiosa de testimoniar sobre su gran sufrimiento no dio lugar a ningún cansancio físico. Otra persona, en su lugar, hubiera desfallecido en el intento. En cambio a Juan lo trajo, muy a su pesar, la policía. Tras varios días de reclamar sin éxito, a una conocida empresa de cervecería donde trabajaba, por los perjuicios sufridos, arrojó botellas hasta hacerlas estallar contra sus muros. Tomás también sufrió conflictos laborales. Sus compañeros se burlaban de él y hacían comentarios por lo bajo sobre su condición sexual. Harto de estas insinuaciones agrede a su jefe, principal implicado en la trama del complot. Por el contrario, Pablo tenía otra clase de problemas. Estaba enamorado, pero enloquecidamente enamorado. Una madrugada caminó por los techos del vecindario y entró por la ventana de la habitación de su amada en un intento más por declararle su sentimiento. En el silencio de la noche hizo escuchar la melodía del piano familiar que despertó a todos. Otra mujer, llamada Celina, nunca se sacaba sus guantes blancos porque hacerlo la pondría en contacto con la contaminación mundial. Alojada en el último piso de un edificio antiguo fue denunciada por haber provocado una inundación con sus rituales de limpieza. A diferencia de Celina, Marta había enviudado hacía poco y la habían encontrado en la calle, muy agitada y gritando ¡Ayuda! Mónica pensó que era culpable de una falta grave y que el diablo la castigaría anticipando en imágenes cómo ardería en el infierno. En cambio, Pedro, no podía explicar por qué hacía dos meses yacía en una cama.

Podría mencionar muchos más ejemplos de las formas en que el mundo se vuelve insoportable para alguien. Sin embargo, prefiero subrayar cómo cada una de esas personas demostró ser responsable de la búsqueda de una respuesta que alivie. Es así como la concepción deshumanizante del malestar, que impregnaba las paredes del lugar y sus tratamientos, no me impidió reconocer la dignidad de aquellas soluciones. Algunas atenuaban el dolor y otras permitían también reinsertarse en la existencia. Muchos volvieron así a trabajar, amar o estudiar. Lejos del escándalo social, que muchas veces acompaña a la locura, las llamadas psicosis eran para mí un aprendizaje en el plano ético. Me dejé captar, entonces, por los efectos de enseñanza de los pacientes, y aprendí que no solo había condiciones para enloquecer sino también para recuperarse. Ambas comprometían el lazo con los otros. Solo hacía falta predisponerse a escuchar. Quizás el descreimiento, sostenido por muchos, en la posibilidad de curación ocultaba la falta de propuestas en el terreno terapéutico y explicaba la existencia de tantos pabellones. El diagnóstico de psicosis, otorgado al paciente y a su familia, auguraba un futuro dramático, más invadido de imposibilidades que de oportunidades. Así, la concepción deficitaria de la locura, inseparable de la vieja idea de peligrosidad, confundía lo crónico de la enfermedad con el efecto de cronicidad maliciosa del asilo.

Ni partidaria del asistencialismo ni de la comprensión, más afín a las ideas de rehabilitación, reinserción e inclusión social, mis años de formación profesional estuvieron destinados a entender ¿qué nos permite sostener la relación con los otros? De este modo comenzó mi dedicación al tema que culmina, veintitrés años después, con la escritura de este libro sobre los lazos sociales en las psicosis.

Carolina Alcuaz

Introducción

Si se ha captado con dificultad qué es el lazo social, es porque el hilo invisible que nos une se percibe más por sus efectos cuando se deshace. ¿Qué nos vincula y qué nos separa a los seres hablantes? La pregunta introduce un cuestionamiento central y exige un mayor esclarecimiento.

Determinadas personas sufren en demasía de la relación con los otros. Aseveran, con incansable firmeza que los demás no solo les desean el mal sino que actúan en consecuencia. Atrapados en la pregunta esencial de todo ser humano, «¡Qué quiere el otro de mí!», anticipan rápidamente la respuesta. No hay gesto, palabra o mirada de los demás que no indique la intención de perjudicarlos. Con una capacidad de razonamiento riguroso e impecable llegan a entender el por qué de tanta maldad. En ese contexto toda oferta de tratamiento puede carecer, en primera instancia, de sentido. Incluso la mínima suposición de que se los considere privados del entendimiento arruinaría cualquier lazo posible con un profesional. Algunos, declarados inocentes y víctimas, prefieren acudir a la ley; otros resuelven lo insoportable del acoso atacando al supuesto instigador. No obstante, en dichas acciones, el lazo con el otro queda cuestionado. Diagnosticados de paranoia, nuestros filósofos de la conspiración verifican la verdad de todo vínculo: el prójimo siempre puede tornarse amenazante. Sin embargo, no todos permanecen en las trampas de la suspicacia o en el insistente testimonio de sus conclusiones. Unos, logran atemperar la dolorosa tensión con el semejante y hacer más soportable la existencia. Otros, compensan sus dificultades para las relaciones sociales cercanas demostrando, en cambio, en las más lejanas con la comunidad, virtudes de apreciable eficacia. Es admirable el efecto de sugestión social que alcanzan con sus producciones. Escritores y artistas demuestran así que la locura y la genialidad no son excluyentes. Es en sus obras que han sabido dialogar con la temática social de la época.

En un extremo opuesto observamos a los que se alejan de la sociedad en un movimiento de repliegue casi autista. Más concentrados en sus problemas corporales y en el uso del lenguaje, el vínculo con los otros no pareciera ser la preocupación principal. Para ellos, ejercicios habituales como caminar, dormir, sentarse o mover las manos, pueden resultar de lo más complicados. Es la idea de tener un cuerpo la que parece abandonarlos. ¿Qué ocurriría si perdiéramos la conexión con nuestro propio cuerpo? En ese caso, emancipado de nuestra voluntad, se movería solo convirtiéndose en un extraño. Mi cuerpo, un extranjero, dejaría de ser mi cuerpo.

Desapropiados de la enunciación de sus palabras, mártires de pensamientos y voces que los invaden, también el lenguaje se les vuelve ajeno. En consecuencia, el acto de comunicarse con otros se encuentra seriamente dañado. Es lo que sucede cuando las palabras, que todos conocemos, comienzan a hablar solas, cuando lo que digo emana de mi boca como si otro lo pronunciara por mí. Esa franja difusa entre usar el lenguaje o perderse en él, convierte a nuestras marionetas de las palabras —llamadas esquizofrenias— en la evidencia de lo que muchos desconocemos. En un principio el hombre fue nombrado y hablado, pero adueñarse del lenguaje implicó haberlo olvidado.

Exiliados del cuerpo y del alivio del olvido muchos sorprenden con sus soluciones. Seguramente sin esas invenciones resultaría imposible engancharse a la escena social. Es así como las maneras singulares que encuentran, para adueñarse del cuerpo y hacer del lenguaje un instrumento, les permiten volver a trabajar, estudiar y sostener los vínculos. Estos nuevos modos de habitar el mundo distinguen a unos por su genialidad y a todos por la decisión insoslayable de aliviar la existencia; sin embargo, no siempre se encuentra solitariamente una respuesta al malestar. Para muchos, un tratamiento puede significar ser acompañados en dicha búsqueda, mientras que para otros, es el encuentro con un testigo que los confirme en sus soluciones. Finalmente, es extensivo para todos la alternativa de saber acerca de las condiciones que hacen posible el lazo con los otros y, al mismo tiempo, las coordenadas en las que este se ve conmovido. Ni el aislamiento ni su opuesto de adaptación forzada a la sociedad pueden ser la finalidad de un tratamiento.

En un trayecto que va del distanciamiento del mundo al poder habitarlo, las psicosis —esquizofrenia y paranoia — han testimoniado tanto la ruptura y como el sostén del lazo. Entre ambos extremos todas las sutilezas, observadas en la clínica, de la relación del loco a lo social. Es en las psicosis, entonces, que el tema del lazo social impone su principal fuente de controversia, a la vez que promete sumergirnos en un mejor entendimiento. Este libro reflexionará acerca de la locura y su vínculo con los otros.

A continuación el lector encontrará en el primer capítulo del libro —«Los lazos sociales»— la construcción de una definición psicoanalítica de lazo social que constituya una herramienta, tanto teórico como clínica, a la hora de pensar los tratamientos en las psicosis. Entendiendo que el lazo social es un idealismo hay, no obstante, maneras de unirnos y separarnos como demuestran nuestros pacientes.

En el segundo capítulo —«¿Por qué el padre?»—, reflexionaremos sobre la constitución del orden social y la incidencia de la función paterna en el mismo. A su vez explicaremos por qué no todo orden se sostiene en dicha operación, como nos enseñan nuestros casos de psicosis. Además reflexionaremos sobre el vínculo entre sociedad y locura.

En los capítulos tres y cuatro —«Los filósofos de la conspiración» y «Marionetas de las palabras»—, recorreremos la clínica de la paranoia y de la esquizofrenia, tanto a nivel de la ruptura como de la invención de los lazos. Los relatos clínicos presentados demostrarán las distintas modalidades de vincularse con los otros. Destacaremos un tema clave de nuestra práctica clínica con sujetos psicóticos: el vínculo con el profesional.

Por último, en el quinto capítulo —«Habitantes secretos del discurso»—, situaremos cuáles han sido los debates teóricos y clínicos principales en relación con el tema de los lazos sociales en la locura. Reconstruiremos dicho campo para señalar sus líneas de fuerza, las preguntas formuladas y, destacaremos las controversias clínicas suscitadas.

Este libro cuenta además con una sección final —«Los lazos sociales en la enseñanza de Jacques Lacan»—, en el cual especificaremos aquellos momentos claves de la obra de Jacques Lacan, que brindan las herramientas teóricas y clínicas, para reflexionar acerca de los vínculos sociales en las psicosis.

Con el fin de otorgarle la densidad que el tema merece, lo que sigue tiene el propósito de contribuir, por un lado, al debate en torno a la locura y su inserción en la sociedad, y por el otro, añadir nuestro aporte para formalizar un término difuso, el lazo social.

Los lazos sociales

¿Qué sociedad para la locura?

Las reglas del juego

La sociedad es algo ya dado, quizás, un sistema de funcionamiento, un orden o algo similar a las reglas de un juego. Creemos en esa especie de manual de instrucciones; sabemos que podemos salir de nuestras casas, caminar por la calle, llegar hasta otro lugar, y hacer lo mismo al día siguiente. Confiamos en que existe la sociedad, que ya está allí como un todo y, principalmente, se nos impone como demasiado evidente. Sin embargo, esto no siempre es tan seguro.

¿Cómo sería el mundo si esa misma evidencia resultara cuestionada? ¿Qué pasaría si la actitud de confianza, que nos une a la realidad, desapareciera? Un día podríamos despertar, levantarnos de la cama y permanecer unos minutos sin saber qué hacer. Luego dirigirnos a otra habitación y, sin comprender por qué ni para qué, proseguir.

Tomar una vieja taza, quizás la que siempre hemos usado, y sorprendernos por lo artificial que puede ser ese simple gesto. ¿Para qué está allí? ¿Por qué habría que lavarla? Encontrarnos con un habitante de esa casa con el cual, hasta entonces, desayunábamos todos los días. Sin embargo, no lograr establecer con él un diálogo, no saber qué opinar o cómo actuar frente a él.

Puede ocurrir, tal vez de manera inesperada, que ese, con el cual convivimos desde hace años, se vuelva un completo extraño. ¿Por qué tiene sueño? ¿Por qué sonríe a la mañana? Un día la relación con los objetos y con los otros se tiñe de una perplejidad desesperante. Aquello que nos era evidente y habitual deja de serlo. El sentimiento de familiaridad que nos unía al mundo desaparece. El sentido común se desvanece y enloquecemos en el ensordecedor silencio de las cosas.

Extranjeros de nosotros mismos, sin saber cómo actuar, sin comprender el comportamiento de los demás, quedamos por fuera de la sociedad y nos sumergimos en la locura. Esto es lo que ocurre, entre otras cosas, en la psicosis llamada esquizofrénica, donde la experiencia de ruptura del sentido se hace presente. Fue Wolfgang Blankenburg1, exponente de la psiquiatría fenomenológica, quien entendió que dicha experiencia de la locura es un hilo conductor para estudiar, desde una perspectiva antropológica, las maneras en que alguien está en el mundo. El caso de la paciente Anne Rau, al que le dedica un estudio exhaustivo, ejemplifica la pérdida de la base que soporta la cotidianidad del hombre. Esta paciente se sentía desorientada en su existencia, no lograba estar a la altura de un comportamiento humano; había perdido, como ella misma lo llamaba, la evidencia2. La sensación de no tener una verdadera vida la condujo a una tentativa de suicidio seguida de una hospitalización.

Ahora bien, ¿qué sucedería si en vez de perder esa evidencia, que nos permite estar en la sociedad, comenzáramos a desconfiar de ella; si la creencia en el sentido establecido cayera? Un día podríamos despertarnos, sentirnos inquietos, incluso temerosos, pensar que algo está por ocurrir. Luego, entender que, por alguna razón, esa vieja taza se encuentra allí para que la veamos. Y no por casualidad cruzarnos con ese habitante de la casa que nos mira y sonríe de manera extraña.

Reflexionar unos instantes sobre ese encuentro, intentar precisar qué sucede, comprender que detrás de esa sonrisa hay una intención oscura. Al final del día nos surgiría una idea: alguien quiere nuestro mal. Esto es lo que ocurre en la psicosis llamada paranoica, es decir, aquellas personas que tienen, parafraseando a Sérieux y Capgras3, ese giro singular del espíritu que hace calibrar las coincidencias y codificar lo imprevisto.

El mundo les hizo un guiño de ojos y, para calmar lo inquietante de esa seña, deben descifrarlo. En busca del origen del mal descubren que aquellos integrantes del entorno familiar —vecinos, amigos, jefes, hijos, profesores, etcétera— pueden volverse hostiles. El paranoico padece de esa manera el vínculo con los otros. Como víctimas de la maldad del mundo, estas personas demuestran que toda creencia en el otro tiene su cara contraria. Desconfiados, suspicaces, asociales, perseguidos y cautelosos, saben que los demás pueden volverse enemigos.

¿Cómo se convive con la maldad del mundo? ¿Cómo se logran establecer lazos más vivibles y menos problemáticos? Algunos, como el filósofo Jean-Jacques Rousseau, necesitaron instaurar las bases para una sociedad más justa, menos corrupta, es decir, más soportable. Otros, solo permanecieron en el camino incansable de la querella o en la planificación de un acto contra la injusticia cometida por el perseguidor. Muchos que, en lo insoportable del daño, arremetieron agresivamente contra sus adversarios, no renunciaron a sostener una posición de inocencia frente a la sanción social.

Un ejemplo: un paciente indignado y enfurecido por su traslado a una guardia de salud mental por golpear con brutalidad a su hermano, exigió que se le explicara por qué él debía realizar tratamiento si era su familiar, quien desde hacía tiempo, tramaba cómo matarlo. En definitiva, todos ellos nos enseñan que detrás de las reglas del juego podría haber otras.

Es con la locura —psicosis4— que la creencia de que la sociedad existe puede ser cuestionada. Se puede estar fuera o dentro de la sociedad, por así decirlo. Se puede perder su evidencia —como en la ilustración del cuadro esquizofrénico de Blankenburg— o se puede desconfiar de ella suponiendo otra realidad por detrás como en la paranoia. Incluso la sociedad puede reinventarse. Testimonio cabal de esto es El contrato social de Rousseau.

Podemos, en definitiva, suponer que la sociedad no siempre se presenta como algo ya dado, como un todo, como una. Que sea una, que podamos hablar de la sociedad en singular no se sostiene sino de una creencia: la del sentido común. Este último podemos emparentarlo con lo que el psicoanalista Jacques Lacan explicó sobre la palabra rutina. La rutina es descripta como aquello que permite que los significados poseídos conserven siempre el mismo sentido: «En cualquier parte adonde lo lleven, el significado encuentra su centro»5, dirá Lacan.

Es decir, nos movemos por el mundo con cierto background de significación6 que nos permite interpretarlo. Es por eso, que sabemos para qué sirve una taza, por qué hay que lavarla, qué opinión dar en una conversación, por qué sonríe alguien con el cual convivimos, y así. El sentido es otorgado por el sentimiento que tiene cada quien de formar parte de su mundo, de su familia, de sus prójimos, de todo lo que lo rodea.

La rutina implica un lazo de familiaridad y de naturalidad con la sociedad al garantizar dicho sentimiento. Además, nos indica el camino a seguir, la manera en cómo hacemos las cosas y cómo nos relacionamos, instala nuestras costumbres. En la locura el sentido común resulta cuestionado, por eso Lacan7 aconsejaba a los jóvenes profesionales no precipitarse en comprender al loco, es decir, no obturar su discurso con la ilusión del sentido, más bien interponer una pregunta.

Si la sociedad como un todo puede ser una ilusión podemos afirmar que existen diferentes maneras de vincularse con los otros, con las cosas, con el cuerpo y con el lenguaje. A estas modalidades las llamaremos, desde la perspectiva del psicoanálisis, «lazos sociales». En suma, la sociedad no es otra cosa que la familiaridad con el mundo silenciosamente percibida. Hay lazos sociales, en plural. Se puede estar fuera o dentro de ellos. Son los vínculos que nos permiten habitar lo que llamamos la sociedad. Las psicosis, por su parte, enseñan que los lazos que nos unen, al mundo y a los otros, no son más evidentes sino cuando se deshacen.

Sin palabras

En toda cultura los discursos establecen modalidades de vincularse con los otros, con el cuerpo, con el lenguaje, con el mundo. Hay modelos de parejas, de familias, de gobiernos, de educación; hay también maneras socialmente aceptadas de hablar, de usar el cuerpo e incluso imágenes sobre el cuerpo ideal, maneras de comportarse, etcétera. Son los usos y costumbres que nos permiten sentirnos parte de esa sociedad compuesta por diversas convenciones, que se inscriben en determinados discursos.

Lo interesante es que dichos discursos, que establecen los lazos, no necesitan ser pronunciados explícitamente. No obstante, constituyen los pilares de la realidad en la cual nos movemos y sostienen el mundo. Son, al decir de Lacan, discursos sin palabras8. El autor explica, en su seminario conocido como «El seminario de los cuatro discursos»9, que no hace falta la palabra pronunciada para que nuestra conducta o actos se inscriban en ciertos enunciados primordiales, que sin ser evidentes conducen nuestra acción. Podríamos decir que aún ignorando el guion de la película la actuamos.

Los lazos sociales establecidos por los discursos se sostienen en un marco de desigualdad. Se trata de la presencia de una disparidad que constituye la esencia de dichas modalidades de relacionarse. Hegel10 nos ayuda a entender esa asimetría fundamental. Este gran pensador describe el vínculo entre el Amo antiguo y el Esclavo. El lazo de dominación existente entre ambos instala la desigualdad. Sabemos que cuando se gobierna alguien da las órdenes y otro obedece. A la dialéctica establecida entre ambos Lacan la llamará Discurso del Amo. Hay, por lo tanto, en un discurso lugares diferentes, ocupados por el que domina y el que es dominado, que establecen formas de pareja.

De este modo, para los que se adecuan a un discurso, la realidad queda ordenada en base a lo que, por ejemplo, aquel que ocupa un lugar Amo dictamina. Hay en el discurso palabras fundamentales —significantes amos— que comandan las identificaciones de los seres humanos: somos trabajadores, docentes, padres, políticos, médicos, etcétera. Lo social debe pensarse a partir de estas identificaciones, de los mecanismos que nos permiten vestir nuestro yo11