Otra vuelta de tuerca - Henry James - E-Book

Otra vuelta de tuerca E-Book

Henry James

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Beschreibung

Es la historia de fantasmas más famosa de todos los tiempos, que ha inspirado películas y series en todas las épocas. Una joven e inexperta nodriza es contratada por un caballero, quien la envía a las afueras de Londres a cuidar a sus sobrinos, una niña y un niño excepcionales que están llenos de cualidades, excepto, quizá, por un solo hecho: parecen tener un pacto secreto con sus antiguos cuidadores. Ahora, la protagonista intentará distinguir entre la fantasía y la realidad, mientras titubea entre huir e intentar salvar su alma y la de los chicos en esta historia que vuelve de la mano de una traducción hecha en Colombia y editada por Panamericana Editorial.

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Otra vuelta

de tuerca

Primera edición en digital, julio de 2024

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., abril de 2024

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia.

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Traducción

Felipe Botero Quintana

Diagramación y diseño de tapa

Jairo Toro

Ilustración de cubierta

Shutterstock

ISBN DIGITAL 978-958-30-6897-3

ISBN IMPRESO 978-958-30-6840-9

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Prólogo

La historia nos había mantenido a todos junto al fuego, sin palabras, a excepción de la obvia observación de que era aterradora, como lo es, en cualquier caso, toda historia contada en una casa vieja durante la noche de Navidad.

Aparte de ese comentario, solo recuerdo que alguien dijo que ese era el único caso que conocía en el que semejante aparición había ocurrido ante un niño; una aparición como la que se nos acababa de relatar, en una casa vieja como aquella en la que estábamos reunidos en esa ocasión; una aparición espeluznante para un pequeño niño que dormía en la habitación con su madre, a quien despertara con sus alaridos de terror, sin lograr que disipara su temor y lo tranquilizara para que volviera a dormir, pues ella también había visto lo que tanto lo había conmocionado. Fue en respuesta a ello que Douglas tomó la palabra —no de inmediato, sino más tarde, en la noche—; una réplica que tuvo la interesante consecuencia a la que deseo aludir ahora. Alguien más estaba contando una historia que no estaba siendo muy eficaz al asustarnos y la cual noté que no estaba siguiendo. Pensé que eso era señal de que pronto diría algo, que solo debíamos esperar. En efecto, tuvimos que esperar dos noches para oír la historia, pero durante esa misma velada, antes de que cada uno se fuera a su cama, él mencionó lo que tenía en mente:

—Estoy de acuerdo, respecto a lo que contó Griffin acerca del fantasma, o lo que sea que fuera eso, en el hecho de que tiene algo de particular que se le haya aparecido primero a un niño a tan tierna edad. Pero no es la primera vez que oigo una historia con esa característica peculiar: una aparición que haya involucrado a un niño. Si es el niño lo que le da la vuelta de tuerca a la historia, ¿qué dirían ustedes si se tratara de dos niños?

—¡Diríamos, claro, que eso le daría otra vuelta de tuerca! —exclamó alguien—. Y, también, que queremos oír esa historia.

Todavía puedo ver a Douglas allí, junto al fuego, al que se había dirigido para darnos la espalda, mirando directo a su interlocutor con las manos en los bolsillos.

—Nadie, aparte de mí, la ha oído antes. Es demasiado horrible.

Esto, por supuesto, hizo que varias voces se elevaran para pedir que la contara; nuestro amigo, con bastante destreza, culminó su triunfo sobre la audiencia arrojando una mirada a nuestro alrededor y concluyendo:

—Es peor que cualquier cosa que haya oído antes. No hay nada que se le aproxime siquiera.

—¿En cuanto a miedo? —recuerdo haber preguntado yo.

Con un gesto pareció decir que no era tan simple como eso, que en realidad no sabía cómo expresarlo. Se cubrió los ojos con la mano e hizo una mueca de pavor, diciendo:

—En cuanto a horror, ¡puro y físico horror!

—Oh, ¡maravilloso! —exclamó una de las mujeres.

Él pareció hacer caso omiso de ella y en su lugar me miró a los ojos, pero como si a través de mí estuviera viendo aquello a lo que se estaba refiriendo.

—En cuanto a inusitada monstruosidad y terror y dolor en general —agregó.

—Pues si ese es el caso —repliqué yo—, siéntese y comience su historia.

Se giró hacia el fuego y le dio una pequeña patada a un leño, al que se quedó mirando por un momento. Luego se volvió a nosotros:

—No puedo comenzar; tengo que mandar a traer algo de la ciudad.

Hubo un gemido de exasperación al unísono en respuesta, seguido de muchos reproches, pero él, con expresión solícita, explicó:

—La historia está escrita. Está en una gaveta con llave, no ha salido de allí desde hace años. Podría escribirle a un empleado y adjuntarle la llave para que él me envíe el paquete tal como lo encuentre.

Sentí que era a mí en particular a quien se estaba dirigiendo, como si estuviera apelando a mi ayuda para no recular. En efecto, era como si se hubiera quebrado una barrera de hielo dentro de él, una que se había demorado muchos inviernos en erigirse; tenía sus razones para mantener tan largo silencio. Los otros lamentaron la demora, pero a mí me intrigaron justamente esos escrúpulos. Le rogué que escribiera en el primer correo y que conviniera a encontrarse con nosotros apenas recibiera el encargo. Luego le pregunté si la historia en cuestión le había sucedido a él, a lo que me respondió de inmediato:

—Oh, no, ¡gracias a Dios!

—Pero ¿es suyo el escrito? ¿Fue usted mismo quien lo registró?

—Solo la impresión que me generó. Esa la guardo aquí—dijo, señalándose el corazón—. Nunca la he perdido.

—¿Entonces, el manuscrito…?

—Está escrito en tinta vieja, ya borroneada por el tiempo, con la letra más preciosa. —Se puso de nuevo junto al fuego—. La letra de una mujer. Hace veinte años ya que está muerta. Esas páginas me las envió antes de morir.

Para entonces, estábamos todos escuchando atentamente y, por supuesto, no faltó el malicioso que infiriera algo entre líneas. Pero, si bien fue sin sonrisas que él se encargó de despejar esa incógnita, también fue sin irritación.

—Era la persona más encantadora que he conocido, pero era diez años mayor que yo. Fue la institutriz de mi hermana —dijo con voz tranquila—. Era la mejor institutriz que he tenido el placer de conocer; hubiera sido digna de cualquier encargo. Fue hace mucho tiempo, y el episodio que me contó había sucedido mucho antes. Para entonces yo estaba en la universidad, y la encontré en mi casa cuando volví a pasar el verano del segundo año allí. Fue un verano hermoso, y en las horas libres que ella tenía tuvimos unas cuantas caminatas y charlas en el jardín; charlas en las que siempre me pareció asombrosamente amable e ingeniosa. Oh, sí, no se sonrían; ella me agradaba mucho y me complace pensar hoy en día que yo le agradaba también. De no haber sido así, no creo que me hubiera contado lo que me contó, pues nunca antes lo había compartido con nadie. No solo es que ella me dijera esto, sino que yo sabía que ese era el caso. Estaba seguro, pues podía verlo. Más tarde, cuando lo oigan, comprenderán fácilmente por qué.

—¿Por lo aterrador que fue el asunto?

Él siguió fijando su mirada en mí.

—Ya lo entenderán —insistió—. Sí que lo harán.

Le devolví la mirada.

—Ya veo. Ella estaba enamorada.

Se rio por primera vez.

—De verdad que es usted muy agudo. Sí, estaba enamorada. Quiero decir, lo había estado. Eso lo terminó revelando, ya que no hubiera podido contar su historia sin que se descubriera. Yo lo noté, y ella notó que yo lo noté, pero ninguno de los dos hizo alusión a ello. Me acuerdo bien del lugar y el momento: estábamos en una esquina del prado, a la sombra de inmensas hayas, durante una larga y calurosa tarde de verano. En realidad no era un escenario para asustarse, pero ¡oh, Dios mío! —Se alejó del fuego y se dejó caer en una silla.

—¿Llegará el paquete en la mañana del jueves? —inquirí yo.

—Probablemente con el segundo correo del día.

—Entonces después de la cena…

—¿Se reunirán todos aquí? —Se giró para mirar alrededor—. ¿No se irá nadie? —preguntó casi con un tono de esperanza en la voz.

—¡Todo el mundo se quedará!

—¡Nosotras también! ¡Nosotras también! —exclamaron las damas cuya partida ya se había organizado.

La señora Griffin, sin embargo, expresó su deseo de saber un poco más.

—¿De quién estaba enamorada?

—La historia lo dirá —intervine yo, haciéndome cargo de la respuesta.

—Ay, ¡qué ganas tengo de oír esa historia!

—La historia no lo dirá —dijo Douglas—; al menos no de manera literal, vulgar.

—¡Qué lástima entonces! Esa es la única forma en que yo entiendo las cosas.

—¿Por qué no lo dice usted, señor Douglas? —inquirió alguien.

El aludido se puso de pie de nuevo.

—Lo haré, pero mañana. Ahora me tengo que ir a la cama. Buenas noches. —Y, luego de tomar un candelabro, salió rápidamente de ahí, dejándonos atónitos.

Desde el extremo del inmenso vestíbulo marrón en donde nos encontrábamos, escuchamos sus pasos en las escaleras, al otro lado de la estancia, tras lo cual la señora Griffin musitó:

—Pues no sé de quién estaría enamorada ella, pero sí sé de quién estaba enamorado él.

—Ella era diez años mayor —señaló su esposo.

—¡Razón de más! A esa edad… Pero es bastante encantadora su reticencia a confesarlo.

—¡Cuarenta años! —comentó Griffin.

—Y por fin se liberará.

—Esa liberación —respondí yo— marcará una tremenda ocasión la noche del jueves. —Y todo el mundo estuvo de acuerdo en que, a la luz de ese prospecto, todo lo demás había perdido interés para nosotros. La última historia, aunque quedara incompleta y se sintiera como el mero abrebocas de una serie, ya había sido contada, así que nos dimos las manos (o más bien «nos dimos los candelabros», como dijo alguien) y nos fuimos a la cama.

Al día siguiente, me enteré de que una carta que contenía una llave había sido despachada en el primer correo del día, con dirección al apartamento de Douglas en Londres. Pero, a pesar de —o justamente a causa de— la eventual difusión de ese hecho, lo dejamos tranquilo hasta después de la cena; es decir, a una hora de la noche que se acomodaría mejor al tipo de emoción que nuestras esperanzas habían fijado. Entonces se tornó tan comunicativo como lo deseábamos, y de hecho nos dio la razón por la que lo estaba. La obtuvimos de él una vez más frente a la chimenea del vestíbulo y, al igual que en la noche anterior, nos deparó leves sorpresas.

Parece ser que la narrativa que había prometido leernos requería, para que se entendiera bien, unas cuantas palabras a manera de prólogo. Permítanme decir aquí de una vez por todas, de manera clara y rotunda, que esa narrativa es lo que me propongo ofrecer a continuación, a partir de una transcripción hecha por mí mucho después. Antes de su muerte (cuando él ya la veía venir), el pobre Douglas me confió el manuscrito que le llegó el tercer día de nuestra estancia allí; el manuscrito que comenzó a leer a nuestro pequeño grupo, atento y silencioso, en ese mismísimo lugar durante la cuarta noche, generando una profunda impresión. Las mujeres cuya partida se había organizado y que dijeron que se quedarían, por supuesto, no se quedaron, y gracias a Dios que no lo hicieron: se fueron porque ya se habían hecho todos los arreglos para el viaje, pero lo hicieron en un paroxismo de curiosidad, tal como profesaron, provocado por las insinuaciones sutiles con las que él nos tenía a todos al borde de la silla. Pero esto no hizo más que asegurar que su audiencia fuera mucho más compacta y selecta, manteniéndola en vilo junto al fuego de la chimenea en un estado de excitación colectiva.

La primera de esas insinuaciones era que la declaración escrita retomaba la historia en un punto posterior a aquel en el que esta, en cierta forma, había iniciado. Luego, lo que debíamos saber era que la vieja amiga de Douglas, la menor de varias hijas de un pobre clérigo de pueblo, había acudido a los veinte años a Londres tras haber sido empleada por primera vez en un colegio local. Acudía, emocionada y nerviosa, a responder a un anuncio que la había llevado a entablar una breve correspondencia con el anunciante. Al presentarse para ser evaluada en una casa de Harley Street, que la impresionaría por ser vasta e imponente, terminaría por descubrir que su potencial empleador era un caballero, un soltero en la flor de su vida; una figura que nunca antes había visto, excepto quizás en sueños o en una vieja novela, y que deslumbró a aquella muchacha ansiosa y agitada, recién llegada de una parroquia de Hampshire.

Uno podría fácilmente describir el tipo de hombre que era él, pues es uno que, por fortuna, jamás se extingue: era atractivo, atrevido, agradable, relajado, alegre y amable. Inevitablemente, a ella le impresionó su espléndida galantería, pero lo que más la conmovió y le dio el coraje que luego mostraría, fue que él le presentó todo el asunto como una especie de favor; un servicio que recompensaría con debida gratitud. Ella lo percibió como un tipo rico, pero sospechosamente extravagante, pues lo observó a la luz de la alta costura de sus prendas, sus rasgos finos, sus costosos hábitos y su caballerosidad con las mujeres. Había comprado en la ciudad una inmensa casa que sería su residencia y la cual había llenado con los recuerdos de sus viajes y sus trofeos de caza, pero era a su casa de campo —una vieja mansión en Essex— adonde deseaba que ella se dirigiera de inmediato para empezar el trabajo.

Tras la muerte de sus padres en la India, él había quedado como tutor de un joven sobrino y una joven sobrina; los hijos pequeños de un hermano menor suyo, un militar, a quien habían perdido dos años antes. Esos niños eran, por el más extraño de los azares para un hombre en su posición —un hombre solitario sin la experiencia adecuada para ocuparse de ellos y sin pizca de paciencia—, una carga pesada. Constituían una enorme preocupación para él y, sin duda, había cometido errores, pero era claro que se compadecía enormemente de ellos y hacía todo lo que estaba a su alcance para socorrerlos: en particular, los había enviado a la casa de campo, pues era evidente que era el sitio idóneo para ellos, y los había mantenido allí desde el principio con la mejor gente que se podía encontrar; incluso dispuso de sus mejores sirvientes para que los atendieran y acudía siempre que podía para ver cómo estaban.

El problema era que ellos no tenían otros parientes y que los asuntos que él tenía a su cargo ocupaban la mayor parte de su tiempo. Los había dejado en la seguridad de Bly, que era un lugar sano y seguro, y había designado como administradora (de todo lo que sucediera en el plano bajo de la casa, por supuesto, en la zona de servicio) a una excelente mujer: la señora Grose, que antiguamente había servido a su madre, y con quien, estaba seguro, su visitante se llevaría muy bien; por ahora era la ama de llaves y fungía por el momento como superintendente de la niña, por quien, ya que carecía de hijos propios, por fortuna sentía mucho cariño. Contaría con muchísima gente en la casa para ayudarla, pero, por supuesto, la joven que llegara a ocupar el cargo de institutriz tendría la máxima autoridad sobre todos. También tendría que cuidar del niño, que estaba internado en el colegio (era demasiado joven para estar internado, pero ¿qué otra cosa podía hacerse?) y sin embargo, como las vacaciones estaban por iniciar, llegaría en cualquier momento. Los dos niños ya habían tenido antes a una joven mujer a cargo de ellos, pero habían padecido el infortunio de perderla. Ella se había portado perfectamente con ellos —era una persona de lo más respetable— hasta su muerte, acontecimiento que no les había dejado otra alternativa que enviar al pequeño Miles al internado. Desde entonces, la señora Grose había hecho, respecto a la enseñanza de modales y ese tipo de cosas, el mejor trabajo posible con Flora. Además del ama de llaves, había un cocinero, una criada, una lechera, un viejo pony, un anciano encargado de los caballos y un viejo jardinero, todos de igual manera completamente respetables.

Hasta ese punto había presentado Douglas el contexto cuando alguien hizo una pregunta:

—¿Y de qué murió la anterior institutriz? ¿De exceso de respetabilidad?

Nuestro amigo respondió de inmediato:

—Ya lo descubrirán. No quiero adelantarme.

—Perdóneme, pero pensé que eso era justo lo que estaba haciendo.

—De haber estado yo en el lugar de su sucesora —sugerí yo—, me habría gustado saber si el puesto implicaba un…

—¿Un peligro de muerte? —dijo Douglas, completando mi frase—. En efecto, ella quiso saber lo mismo, y lo supo. Mañana escucharán lo que supo. Entretanto, claro, el prospecto le había parecido un tanto lúgubre. En último término, era una persona joven, sin experiencia, nerviosa, por lo cual el trabajo le presentaba un panorama lleno de deberes importantes, poca compañía y mucha soledad. Lo dudó, se tomó varios días para considerarlo y consultarlo con sus seres queridos. Pero el salario ofrecido era mucho más de lo que podía esperar en cualquier otra parte y en la segunda entrevista se propuso afrontar la situación con la mejor disposición, totalmente comprometida. —Y al decir esto, Douglas hizo una pausa en beneficio de su audiencia, lo que me llevó a intervenir:

—Claro, y seguro jugó un papel no menor la seducción ejercida en ella por ese espléndido joven. Se podría decir que ella sucumbió a sus encantos.

Él se levantó y, como lo había hecho la noche anterior, se acercó al fuego, removió uno de los leños con el pie y se quedó un instante de espaldas a nosotros.

—Lo vio tan solo dos veces.

—Sí, pero ahí está la belleza de su pasión.

Para mi sorpresa, al oír esto, Douglas se giró hacia mí.

—Eso era lo bello del asunto, sí. Hubo otras —prosiguió— que no habían sucumbido. Él fue franco con ella respecto a esa dificultad: hubo varias candidatas que consideraron imposibles las condiciones del trabajo. De algún modo se asustaron, por decirlo simple y llanamente. Todo sonaba monótono, sonaba extraño, y aún más después de saber la condición principal.

—¿Que era…?

—Que ella jamás debía molestarlo. Nunca, nunca: ni escribirle para pedirle ayuda o para quejarse o para nada; debía ocuparse de todos los inconvenientes ella sola, recibir el dinero sin chistar, encargarse de todo y dejarlo a él en paz. Ella prometió cumplir con todo eso y me comentó que después, cuando él, liberado y complacido, le dio la mano y le agradeció por su sacrificio, ella ya se sintió recompensada.

—¿Esa fue toda su recompensa? —preguntó una de las damas presentes.

—Nunca lo volvió a ver.

—Ah —musitó la dama, lo que, considerando que nuestro amigo nos dejó inmediatamente después, fue la única palabra importante sobre el asunto hasta que, a la noche siguiente, él se sentó en el mejor sillón junto a la esquina del hogar y abrió un álbum anticuado, encuadernado con una desgastada tapa roja.

Oír toda la historia nos tomó más de una noche, pero en esa primera ocasión la misma dama le hizo otra pregunta:

—¿Cuál es el título de su relato?

—No tengo ningún título para él.

—¡Ay, yo sí tengo uno! —exclamé.

Pero Douglas, ignorándome, ya había empezado a leer con una dicción clara y refinada, que era como sentir fluir al oído la belleza de la letra de su autora.

I

Recuerdo el comienzo como una sucesión de subidas y bajadas, un balancín de pulsiones correctas y erradas. Tras llegar a la ciudad para ir a su encuentro, tuve en todo caso un par de días muy malos: tenía dudas de nuevo, incluso me sentí segura de haber cometido una equivocación.

En ese estado mental pasé las largas horas del trayecto en el carruaje, por un camino lleno de curvas y de baches, en dirección a un lugar de paso donde me recogería uno de los vehículos de la casa. Me habían informado que este arreglo ya había sido organizado, así que encontré un cómodo coche esperándome al cierre de esa tarde de finales de junio. Al atravesar a esa hora, en un día tan bonito, un campo cuya dulzura estival parecía estar dándome una amistosa bienvenida, mi fuerza volvió a aumentar y, al girar por una avenida, nos topamos con un panorama que me demostró hasta qué punto había estado desalentada antes. Supongo que esperaba o temía algo tan melancólico y sombrío que lo que apareció ante mi vista fue una agradable sorpresa.

Recuerdo la excelente impresión que me generó la fachada amplia y limpia, con sus ventanas abiertas, sus cortinas frescas y un par de criadas asomadas por ahí; recuerdo el césped bien cortado, las flores de colores brillantes y el crujido de las llantas al deslizarse sobre la grava, mientras yo observaba las copas de árboles amontonadas, alrededor de las cuales sobrevolaban los grajos, trinando contra el cielo dorado. La escena ostentaba una grandeza que contrastaba con el recuerdo de mi humilde hogar. De inmediato apareció en la puerta, con una niña tomada de la mano, una persona cortés que me hizo una reverencia tan elegante como si yo fuera la dueña de la propiedad o una visitante distinguida. En la casa de Harley Street me habían transmitido una visión más modesta del lugar y, al recordarla, pensé que su propietario era aún más caballeroso de lo que me había parecido en primer lugar, lo que me hizo pensar que tal vez disfrutaría de mi estancia más de lo que sus palabras me habían permitido esperar.

No tuve más bajones sino hasta el día después, ya que las siguientes horas que pasé ahí estuve feliz por conocer y compartir con la más joven de mis pupilos: la pequeña niña que acompañaba a la señora Grose me dio la inmediata impresión de ser una criatura tan encantadora que me sentí afortunada de poder trabajar con ella. Era la niña más linda que había visto en mi vida, tanto que luego me pregunté por qué mi empleador no me había hablado más de ella.

Dormí poco esa noche, pues estaba demasiado emocionada; sentimiento que aumentó, recuerdo, al ver el cuarto que me habían destinado, lo que se sumó a la percepción de generosidad con la que me estaban tratando. Era una habitación enorme e impresionante, una de las mejores de la casa, con una cama majestuosa envuelta enteramente en cortinas de terciopelo, con largos espejos en los que por primera vez podía mirarme de pies a cabeza, todo lo cual me deslumbró tanto como el encanto de mi pequeño encargo. Desde el primer momento, también me sentí deslumbrada por la manera de tratarme de la señora Grose, acerca de quien, durante el trayecto en el carruaje, había comenzado a sentir cierta prevención. Lo único que a primera vista me hubiera podido atemorizar de su trato conmigo era el evidente hecho de que estaba muy feliz con mi llegada. En tan solo media hora, me percaté de que esa mujer —robusta, sencilla, humilde, limpia e íntegra— estaba tan feliz con mi llegada que, en efecto, se estaba esforzando por no demostrarlo demasiado. Incluso entonces me pregunté por qué no querría demostrarlo y, si hubiera reflexionado con suspicacia sobre ello, seguro hubiera terminado haciéndome sentir incómoda. Sin embargo, fue reconfortante que no hubiera nada que me pudiera perturbar en relación a algo tan beatífico como la radiante imagen de mi pequeña niña, cuya belleza angelical probablemente tuvo que ver, más que cualquier otra cosa, con la inquietud que antes del amanecer me hizo levantarme varias veces de la cama y deambular por la alcoba para darle vueltas a todo lo que estaba viviendo y lo que estaba por vivir.

Desde mi amplia ventana, me quedé mirando el tenue amanecer de verano, observando las partes de la casa que alcanzaba a ver desde ahí y oyendo en el desvanecimiento de la aurora el canto de los primeros pájaros, atenta a la posible repetición de un par de sonidos menos naturales que creí escuchar ya no afuera, sino dentro de la casa. Hubo un momento en que creí reconocer, a lo lejos y de manera muy tenue, el sonido de un niño llorando; hubo otro en que tomé consciencia de sobresaltarme al sentir el leve paso de una persona frente a la puerta de mi habitación. Pero esas sensaciones no fueron lo suficientemente nítidas como para no poder desecharlas y fue solo a la luz —o más bien, a la sombra, podría decir— de sucesos ulteriores que regresaron a mi memoria.

Observar, enseñar, «formar» a la pequeña Flora era algo que evidentemente me haría sentir feliz y útil. Habíamos convenido con la gente de abajo que, a excepción de esa primera noche, era más natural que ella pasara las noches conmigo, por lo cual su pequeño lecho blanco ya había sido ubicado en mi habitación con tal fin. Yo me había propuesto encargarme de todo su cuidado y, por esa última noche, ella había permanecido con la señora Grose solo en consideración a mi inevitable condición de forastera y a una timidez del todo comprensible. A pesar de esa timidez —que la niña misma había, del modo más extraño posible, permitido que se abordara frente a ella de una manera perfectamente franca y valiente, sin la menor señal de incomodidad y con la profunda y dulce serenidad que uno percibe en los Santos niños de Rafael, aceptando la imputación y comprendiendo que se actuara con base en ella—, yo estaba convencida de que pronto se encariñaría conmigo. Fue eso, en parte, lo que hizo que también me agradara la señora Grose; por otro, fue el placer que pude percibir de su parte ante mi admiración y asombro cuando nos sentamos a comer en la mesa con mi pupila, quien ocupaba un alto taburete y llevaba un babero alrededor del cuello, y me miraba a través de cuatro velas altas, por encima del pan y de la leche. Claro, eran cosas que en presencia de Flora solo podíamos comunicar a través de miradas cálidas y gratificantes, de alusiones sutiles e indirectas.

—Y el pequeño, ¿se parece a ella? ¿Él es también tan excepcional?

Uno no debería halagar a un niño de esa manera.

—Ay, señorita, extremadamente excepcional. ¡Si ya le gusta ella…! —Y se paró con el plato en la mano, sonriendo a nuestra compañerita, que giraba la cabeza sucesivamente hacia ella y hacia mí con una placidez angelical que no hizo nada para detener nuestros elogios.

—¿Si ya me gusta ella…?

—¡La va a deslumbrar el caballerito!

—Pues creo que a eso vine, a deslumbrarme con ellos. Aunque mucho me temo —recuerdo haber tenido el impulso de añadir— que me deslumbro fácilmente. ¡Ya me sentí deslumbrada en Londres!

Todavía puedo ver la cara ancha de la señora Grose mientras asimilaba lo que yo acababa de decir.

—¿En Harley Street?

—Sí, en Harley Street.

—Bueno, señorita, usted no es la primera… ¡Y seguro no será la última!

—Oh, ni pretendo serlo —dije, casi riendo—. En cualquier caso, creo haber entendido que mi otro pupilo llegará mañana.

—Mañana no, señorita; el viernes. Llegará, como lo hizo usted, en carruaje, bajo la supervisión de un guardián, y será recibido por el mismo coche que le enviamos a usted.

De inmediato manifesté que lo correcto, así como lo más agradable y amigable, sería que al llegar su carruaje estuviéramos esperándolo en el lugar de recogida con su hermanita, una idea a la que la señora Grose accedió tan de buena gana que de algún modo interpreté su asentimiento como una reconfortante certeza —jamás desmentida, ¡gracias a Dios!— de que, en todos los asuntos, estaríamos de acuerdo. ¡Ay, qué feliz estaba ella de que yo estuviera ahí!

Lo que sentí al día siguiente no fue, supongo, algo que podría denominarse con justa causa como una reacción a la alegría de mi llegada; a lo sumo se podría considerar como una ligera perturbación derivada de una conciencia más amplia sobre mis nuevas circunstancias, a medida que caminaba a su alrededor, las medía y las interiorizaba. Ostentaban, por así decirlo, una extensión y un peso a los que no me había preparado y en cuya presencia me sentía entonces un poco asustada, pero también un poco orgullosa.

A causa de esa agitación, las lecciones se retrasaron un poco, pues pensé que mi primer deber era ganarme a la niña, por medio de las maniobras más gentiles que se me ocurrieran, para que empezara a conocerme. Pasé el día con ella, al aire libre, y dispuse que fuera ella y solo ella —lo que le brindó una gran satisfacción— la que me diera un recorrido del lugar. Me lo mostró paso a paso, cuarto a cuarto, secreto a secreto, con una cháchara infantil, encantadora y graciosa, lo que dio como resultado que en media hora ya parecíamos íntimas amigas. Por más joven que fuera ella, me impresionó a lo largo de nuestro pequeño recorrido por la confianza y el coraje de sus gestos, incluso por corredores desérticos y habitaciones vacías, en escaleras torcidas que me obligaron a detenerme, incluso en la cima de una vieja torre con matacanes que me hizo sentir mareada; pero su charla matutina, su disposición a compartirme tantas cosas, terminó por prevalecer y me permitió continuar.

No he vuelto a estar en Bly desde el día de mi partida y me atrevo a pensar que ahora, ante mis ojos más experimentados y mejor informados, parecería menos imponente. Pero, a medida que mi pequeña guía bailaba alrededor de cada esquina del camino con su pelo de oro y su vestidito