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Mejor cuando es rebelde Bienvenidos a La Punta. No es lo mismo un chico malo que un chico malo de verdad... Os presentamos a Shane Baxter. Sexy, enigmático y peligroso, Bax no solo procedía de las malas calles, sino que era toda una institución en los bajos fondos de La Punta. Ladrón de coches, matón y pendenciero, siempre hacía lo que no debía, hasta que por culpa de uno de esos errores acabó pasando cinco años en prisión. Ahora, recién salido de la cárcel, busca respuestas y no le importa lo que tenga que hacer o a quién tiene que presionar para conseguirlas. No contaba, sin embargo, con la aparición de una chica tierna e inocente que se empeña en ponerse en su camino. Mejor cuando es atrevido Race Hartman era lo suficientemente atrevido, lo suficientemente listo y estaba lo suficientemente perdido para llevar la corona. Tenía un plan, pero ¿podría evitar la destrucción total sin destruirse a sí mismo? Brysen Carter siempre había visto al hermano de su mejor amiga como lo que realmente era: demasiado guapo, demasiado embaucador y demasiado peligroso como para acercarse. Dejarse arrastrar por el brillo deslumbrante de Race resultaba muy tentador, pero Byrsen sabía que al final acabaría quemándose. Cuando comenzó a recibir mensajes amenazadores y alguien intentó atropellarla, la única persona interesada en protegerla era el único hombre al que no podía permitirse tener. A veces ser atrevida era la única manera de mantenerse con vida. Pero, ¿permitiría que Race le salvase la vida? Mejor cuando es valiente Titus King veía el mundo en blanco y negro. Ahora era policía en una de las peores ciudades del país y no podía negar que su vida había adquirido un millón de tonos de gris. El nuevo elemento criminal de La Punta había llevado la venganza y la destrucción hasta la misma puerta de Titus, y la diferencia entre el bien y el mal ya no era nada comparada con intentar mantener con vida a sus seres queridos.
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Seitenzahl: 1479
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Jay Crownover, n.º 5 - febrero 2018
ISBN: 978-84-9139-309-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Mucha gente cree que escribo sobre el chico malo por antonomasia. Es cierto que los chicos de mis libros tienden a ser deslenguados y a derrochar chulería y que por lo general lucen un montón de tinta y metal en sitios extraños, pero en mi opinión eso no los hace malos. Creo que los convierte en hombres que viven la vida conforme a sus propios términos, que se sienten cómodos en su piel y que no temen marcar sus propias reglas y ceñirse a ellas. Creo que escribo sobre chicos interesantes. :-)
Dicho esto, me fascinaba la idea no de un chico malo sin más, sino de un chico malo, malo de verdad. Me encantaba la idea de escribir sobre un antihéroe atormentado y «pintado» con el pincel de lo problemático, de un tío que se mueve como pez en el agua en los bajos fondos, que luce esa piel con orgullo y que asume sin complejos las decisiones que se ha visto obligado a tomar. Además, ¿qué clase de chica podía enamorarse de un tío así?
Os presento a Shane Baxter, un chico al que cuesta amar, con el que cuesta identificarse, un tipo DURO de verdad, de los pies a la cabeza. Quería ver si era capaz de construir una historia de amor agridulce en torno a un personaje tan… en fin, tan malo. Me gusta pensar que he conseguido mi objetivo. Al final de su viaje estaba enamorada de Bax, aunque me costara un tiempo (entre uno y cinco minutos) llegar a ese punto.
La serie Bienvenidos a La Punta transcurre en una ciudad ficticia del interior a la que he bautizado sencillamente así, «La Punta». Mi idea es que la historia podría suceder en cualquier ciudad, en cualquier zona marginal, en cualquier barrio degradado que el lector pueda ver o evocar con la imaginación. El escenario es un barrio marginal típico. Esta serie es un poco más oscura, un poco más dura y con una dosis mucho mayor de fantasía que mi serie Marked Men.
¡Espero que disfrutéis del trayecto!
Jay
Hay muy pocas cosas que puedan estropearle a uno ese dulce cosquilleo que se le queda en el cuerpo después de practicar el sexo. Que te arreen en la cabeza con un puño americano de acero es una de ellas, puede que la primera de la lista. El golpe fue tan fuerte que giré la cabeza y me pitaron los oídos. Habría reaccionado, pero, de un gancho a la barbilla se me fue la cabeza hacia atrás y me golpeé el cráneo contra la pared de ladrillo que tenía a la espalda. Vi las estrellas y tragué sangre. A aquellos tipos les traía sin cuidado jugar sucio, pero en cuanto pasara un rato y consiguiera despejarme iban a pagármelas todas juntas. Escupí una bocanada de sangre y acepté el cigarrillo que me ofrecía el tipo que me había arreado.
—Cuánto tiempo sin verte, Bax.
Levanté la mano y moví la mandíbula adelante y atrás para ver si la tenía rota. Nada como tratar con una pandilla de descerebrados y la perspectiva de perder algunos dientes para arruinarle a uno el buen rollo de después de un orgasmo.
—¿Cómo me habéis encontrado?
Solté un chorro de humo y me apoyé contra la pared del edificio de apartamentos del que acababa de salir. Notaba en la lengua el sabor acre y picante de la sangre. Escupí otra vez y procuré que el escupitajo cayera en la puntera de las botas de mi atacante.
—Cinco años es mucho tiempo para estar a dos velas. —Enarcó las cejas y flexionó aquellas manos que (yo lo sabía por experiencia) eran capaces de cosas mucho peores que dar unos cuantos sopapos—. Ni coñitos, ni priva, ni peleas, ni coches, ni nadie a quien le importe una mierda quién eres. Te conozco, chaval. Sabía que en cuanto salieras lo primero sería echar un polvo, y le dije a Roxie que me diera un toque cuando vinieras por aquí.
Se equivocaba. Lo primero había sido el coche. Lo había usado para ir a toda leche a ver a una piba a la que tenía segura, pero aun así lo primero era buscarse un carro de calidad. Las pibas venían después.
—¿Y te has propuesto darme la bienvenida puteándome todo lo posible?
—Si yo conozco a Roxie, y la conozco, seguro que no tienes de qué quejarte.
Su alegre pandilla de matones se rio y yo puse cara de fastidio. Lo de Roxie era ir a tiro hecho, y no solo para mí, aunque hubiera pasado cinco años fuera de juego.
—No he venido por mí. Novak quiere verte.
Novak… Aquel nombre hacía temblar de miedo a cualquiera. Normalmente solo salía a relucir cuando la gente hablaba de asesinatos, matanzas y caos generalizado en las calles. Novak era implacable. Un tipo con la sangre muy fría. Intocable, una leyenda en La Punta y más allá. Entre las sombras y en los callejones, era el rey. Nadie se metía con él. Nadie le daba plantón. Nadie se atrevía a desafiarlo. Nadie, excepto yo. Yo también quería ver a Novak, pero cuando yo lo decidiese.
Me acabé el cigarrillo y lo aplasté con la suela de una de las gruesas botas negras que llevaba puestas. Ahora era mucho más fuerte que cuando me habían encerrado. Me preguntaba si aquellos tipos lo habrían notado. Llevar una vida llena de alcohol, drogas y chicas fáciles, por joven y activo que seas, no es la mejor receta para una vida sana. Pero cuando te quitan todo eso de un plumazo, no solo te cambia la vida mentalmente; también te cambia el cuerpo, quieras o no.
—No quiero ver a Novak.
Por lo menos, de momento. Habían dejado de pitarme los oídos, ya solo me quedaba un dolor de cabeza de tres pares de narices. Aquellos tipos ya no tenían el elemento sorpresa de su parte y, si se empeñaban en que me fuera con ellos, la cosa iba a desmadrarse en muy poco tiempo. Sabía que seguramente iban armados, pero me daba igual.
El que me había golpeado se limitó a mirarme fijamente. Yo le sostuve la mirada. Ya no era un chaval asustado con ganas de que me aceptaran. Ya no quería impresionar a aquellos tipos. Es lo que pasa cuando sacrificas cinco años de tu vida por un montón de gilipolleces: eso te marca. Novak debía saberlo.
—Race ha desaparecido.
Aquello sí surtió el efecto deseado. Entorné los ojos y tensé los hombros. Me aparté de la pared y me pasé las manos ásperas por el pelo rapado. Tener pelo en el talego es mala idea y, aunque tenía una cicatriz muy fea a un lado de la cabeza, no tenía intención de dejarme crecer otra vez aquellos mechones negros como la tinta. Librarse de complicaciones inútiles era esencial en mi oficio, o en mi antiguo oficio, al menos. Pero ese era un problema en el que no quería pensar de momento, o más bien nunca.
—¿Cómo que ha desaparecido? ¿Qué quieres decir, que se ha ido de viaje o que Novak lo ha hecho desaparecer?
No sería la primera vez que Novak solventaba un problema con un balazo entre ceja y ceja.
El tío se removió y a mí se me agotó la paciencia. Me lancé hacia delante y lo agarré por el cuello de su bonita camisa. Ya no tenía dieciocho años, ya no era un chavalín, así que vi un brillo de miedo en sus ojos cuando lo levanté literalmente en vilo para mirarlo a los ojos. Oí deslizarse el pasador de una pistola, pero no aparté mi mirada de la suya mientras me arañaba las muñecas intentando que lo soltara.
—Contéstame, Benny. ¿Qué quieres decir con que Race ha desaparecido?
Race Hartman era un buen tipo, casi siempre. Demasiado bueno y demasiado listo para aquella vida. No debería haberse mezclado con Novak, no debería haber estado en la calle conmigo la noche en que se fue todo al infierno. Cumplir cinco años de condena para mantener a un tío como Race lejos de las garras de un cerdo como Novak era un sacrificio que no me importaba hacer, pero si el muy idiota no me había hecho caso, si no se había esfumado como se suponía que tenía que hacer cuando me pusieron las esposas, iba a arrasar la ciudad hasta que no quedara piedra sobre piedra.
Benny intentó darme una patada en la espinilla con sus botas de marica y yo lo solté de un empujón. Miré con cara de pocos amigos al matón número uno, que me apuntaba con una pistola, y lo mandé a tomar por culo con el dedo.
—Bax… —Benny suspiró y se alisó la camisa, que yo le había arrugado—. Race se esfumó en cuanto te pescaron. Nadie sabía nada de él. No estaba por ningún lado. Ni las chicas lo veían. Novak estaba atento, por si acaso el lío que montasteis nos pasaba factura, pero no, nada. Y luego, la semana pasada, cuando se corrió la voz de que te iban a soltar, volvió a aparecer. Se presentó haciendo amenazas, le dijo a Novak que era una putada que te hubieran metido en la trena por lo que pasó. Yo pensé que se la estaba jugando, pero luego… ¡zas! Volvió a esfumarse después de menear un poco el avispero. Así que, dime, ¿por qué un tío listo como Race haría una cosa así?
No lo sabía, pero aquello no me gustaba. No tenía ningún amigo en este mundo, nadie en quien confiara, salvo Race Hartman.
—Dile a Novak que no se meta. Veré qué puedo hacer para sondearlo, pero si Novak tiene algo que ver con su desaparición, lo lamentará.
—Qué valiente eres, haciendo amenazas cuando no llevas ni veinticuatro horas en la calle.
Resoplé y pasé por su lado como si no mereciera que perdiera el tiempo con él, y así era.
—Cinco años es mucho tiempo para estar a dos velas, pero también es mucho tiempo para pensar y madurar de una puta vez. Tú no me conoces, Benny. Novak no me conoce, y me importa un comino que me mande todos los matones que quiera. Si tiene algo que ver con la desaparición de Race, me las pagará. Dale las gracias a Roxie por haberse chivado.
—Uno tiene lo que paga.
No supe si la pulla iba dirigida a mí o a ella.
—No sé tú, con esa jeta tan fea que tienes, pero yo no he tenido que pagar por eso en mi vida.
Vi que fruncía el ceño y aproveché que estaba distraído para lanzarme hacia delante y estrellar la parte más dura de mi frente contra el puente de su nariz. Oí un agradable crunch y luego su grito de dolor. Sus colegas corrieron a sujetarlo para que no cayera de rodillas en el sucio callejón. Sacudí la cabeza para aclararme la vista, porque el golpe no había mejorado precisamente mi dolor de cabeza. Esquivé a mi adversario, que aullaba y sangraba a chorros, y mientras me dirigía a la entrada del callejón le solté por encima del hombro:
—Conviene que no me subestimes, Benny. Esa ha sido siempre tu debilidad.
Me llamo Shane Baxter, Bax para casi todo el mundo, y soy un ladrón.
¿Tienes una chica? Te la quito. ¿Tienes un buga de lujo que te ha costado un riñón? Te lo levanto. ¿Tienes aparatos electrónicos carísimos y crees que están a salvo? Vengo y te los quito, porque seguramente no los necesitas, de todos modos. Como no lleves algo clavado o fijado al cuerpo por cadenas irrompibles, es muy probable que pueda quitártelo. Era lo único que se me daba bien. Apropiarme de cosas que no eran mías era lo más natural del mundo para mí. Bueno, eso y meterme en toda clase de líos. Solo tenía veintitrés años y había ingresado en prisión poco después de cumplir los dieciocho, pero esa no había sido la primera vez, ni mucho menos, que me habían trincado o que había tenido algún roce con la justicia. No era lo que se dice un tío decente y formal, pero conocía mis puntos fuertes, procuraba sacarles partido y sabía defenderme. A cualquier precio.
Solo había dos personas en mi vida por las que me preocupaba: mi madre y Race. Antes habían sido tres, pero la tercera me había dejado en la estacada, y había jurado darle una buena paliza en cuanto tuviera ocasión. Mi madre era una mujer terca y muy sufrida, la única persona que siguió apoyándome cuando me pusieron a la sombra. Tenía un gusto espantoso en cuestión de novios, la mala costumbre de beber más de la cuenta y ciertos problemas para mantener un trabajo fijo. Era una perdedora de manual, por más cables que yo le echase.
Empecé a robar antes siquiera de entender lo que era eso, porque estaba harto de no tener nada. Cuando me fui haciendo mayor y más hábil, seguí robando para pagar las facturas y tener un techo. Mi madre nunca me criticaba, nunca me dio la espalda, y era la única persona del mundo que de verdad se alegraba de verme fuera de la cárcel.
Race y yo éramos la pareja de amigos más rara que se pueda imaginar. Él estaba destinado a ir a la universidad, era un hacha con la tecnología y procedía de una familia de rancio abolengo, muy bien relacionada. Hablaba bien, era encantador, vestía siempre como si fuera a hacer una entrevista de trabajo y rebosaba paciencia y sentido común. Era una deliciosa brisa de verano; yo, en cambio, era un vendaval de destrucción. Ni siquiera había acabado el instituto, me costaba Dios y ayuda leer una frase hasta el final, no tenía más familia que mi madre y el barrio de mala muerte en el que vivíamos, y parecía lo que era: un matón callejero. Incluso antes de pasar unos años a la sombra era un tipo musculoso y grandote, un tiarrón con el que nadie quería meterse en líos. Nadie, excepto Race.
Una noche, cuando éramos adolescentes, intenté levantarle el coche. Conducía un Mustang Roush muy guapo, y llevaba a una rubia aún más guapa en el asiento del copiloto. Yo no tenía ni idea de qué hacía un tipo como aquel en el barrio, pero, como no era de los que dejan pasar una oportunidad, le puse la navaja delante de la cara, lo saqué del asiento del conductor e intenté llevarme su coche. Solo que Race no estaba dispuesto a desprenderse de él. Nunca supe si luchaba por la chica o por el buga, pero el caso fue que nos dimos una buena tunda. Yo le rompí la muñeca, él me partió un par de costillas y me saltó los dos paletos. Fue una pelea épica, una escabechina, y cuando acabó éramos hermanos de sangre.
Yo ocupé el asiento de la rubia camino del hospital y Race pasó a ser mi hermano, pero de otra madre. Nunca fui a su bonita casa en La Colina, ni ensucié su buen nombre en su lindo instituto de pago. Él nunca salía conmigo por el barrio, ni tuvo que vérselas con los estallidos de borracha de mi madre. Cuando empecé a robar coches de lujo para Novak y necesité ayuda con los sistemas informáticos de los bugas que costaban cientos de miles e incluso más de un millón de dólares, Race era el único de quien me fiaba para que me cubriera las espaldas. Nos lo pasábamos bien, conocíamos a un montón de tías buenas y nos los montábamos con cosas de las que los chicos de nuestra edad no deberían tener ni idea. Todos los días me arrepentía de habérselo pedido, me pesaba haber dejado que se rebajara a mi nivel. Cinco años era mucho tiempo para pensar en el perdón, mucho tiempo para esperar una disculpa merecida, una disculpa que, cuando llegara por fin, yo esperaba que bastara para impedirme estrangular a mi mejor amigo. Los dos habíamos cometido errores muy graves por el camino y teníamos muchas cosas de las que arrepentirnos.
El problema era que yo no tenía ni idea de por dónde empezar. Cuando me encerraron, Race acababa de matricularse en una facultad famosa del Este. No estaba seguro de si había llegado a ir o no, me dejé trincar para que pudiera ir a la universidad, pero en esta vida no hay garantías, nada es seguro. Eso era algo que yo había aprendido por las malas.
Saqué un cigarro del paquete que le había birlado a Roxie y el móvil de prepago que me había comprado cuando fui a buscar mi coche. Di una vuelta por la manzana, hasta el sitio donde había aparcado el buga, lejos de miradas curiosas y manos largas. Sabía qué clase de coches buscan los ladrones y qué clase de bugas les gustan a los tíos que flipan con los coches. El mío, un Plymouth Roadrunner de 1969 tuneado, amarillo y negro como un abejorro, con rayas de carreras, motor hemi y toma de aire en el capó, era ambas cosas. Llamaba la atención. Era duro, rápido a más no poder y lo único que me había quedado cuando me pusieron a la sombra. Cuando me encerraron le dije a mi madre que lo vendiera, pero se negó. Sabía cuánto trabajo me había costado, cuánto sudor y cuántas lágrimas había invertido en aquel coche, y si había que elegir entre el alquiler y mi tesoro, ganaba mi tesoro.
Aspiré el humo nocivo del tabaco y miré el cielo entornando los ojos. Habría matado por un calmante para librarme del dolor de cabeza, pero tenía asuntos más urgentes que resolver. Eso por no hablar de que el par de polvos que había echado con Roxie no habían conseguido apagar la sed ardiente que notaba al fondo de la garganta. Me gustaban las chicas y a las chicas les gustaba yo. Cuando eres pobre y creces sin ninguna supervisión paterna, el sexo es algo que se hace por matar el tiempo y mantener a raya la monotonía de los momentos de desánimo y desesperación. Dos personas podían hacerse sentir bien mutuamente, y eso era lo que solía ocurrir con más frecuencia de la debida. Yo no estaba acostumbrado a pasar sin eso. Bueno, ahora sí estaba acostumbrado, pero antes, en mi antigua vida, echar un polvo era como respirar. Exigía cero esfuerzo y además no hacía falta pensar.
Yo era alto, medía bastante más de metro ochenta. Tenía el pelo y los ojos oscuros, y a las chicas les gustaba decirme que eso me daba un aire misterioso. No hablaba mucho, a no ser que tuviera algo importante que decir, de ahí mi fama, no del todo injustificada, de tener muy malas pulgas. Además, era dueño de un espejo, así que sabía que tenía buena planta. No iban a ofrecerme ningún contrato de modelo, pero a las chicas parecía gustarles de todos modos, incluso con la cicatriz que tenía en el cuero cabelludo y con la nariz torcida por habérmela roto más de una vez. Aunque posiblemente lo que más me distinguía de cualquier otro tío guapo del barrio era el tatuaje, una estrellita negra, que llevaba junto al rabillo del ojo izquierdo. Me había parecido una idea brillante a los dieciséis años, cuando iba colocado. Ahora todavía me parecía guay, aunque intimidara un poco, como si fuera pregonando por ahí «estoy tan loco que soy capaz de tatuarme la cara». Como decía, parecía un matón, un matón bastante guapo, pero aun así un matón.
Tenía que encontrar a Race y volver a meterme en la cama de alguna cosita linda. Roxie estaba descartada si pensaba venderme en cuanto me despelotara. Nunca me había fiado de ella. Hacía demasiado bien el papel de vecinita inocente. Sobre todo porque no podía haber nadie menos inocente que ella. Enfadado por cómo estaban resultando mis primeras horas de libertad, llamé a un viejo conocido.
—Hola.
Me recibió un silencio al otro lado de la línea. Eché el humo y me senté detrás del volante de mi coche. Allí me sentía más a gusto que tirándome a Roxie o que dándole una zurra a Benny.
—¿Quién es?
Todos mis conocidos eran unos cabrones muy desconfiados. Y más aún cuando la persona del otro lado de la línea era casualmente un traficante de drogas al que le iban bastante bien las cosas.
—Soy Bax.
—¿Cuándo has salido?
—Hoy.
—¿Y ya quieres una papela?
Joder, no. Después de pasar cinco años sin probar las drogas, no quería volver a meterme en ese rollo. Por su culpa, los errores que había cometido habían sido aún peores. Si ahora iba a cagarla, la cagaría limpio y sobrio.
—No —le dije tajantemente al camello—. Estoy buscando a Race. Me han dicho que se esfumó cuando me trincaron y que volvió a aparecer hace poco y le estuvo tocando las narices a Novak. Nadie lo ha visto. ¿Y tú?
Otro silencio. Las posibilidades de que me diera una respuesta sincera eran del cincuenta por ciento. Confié en que mi reputación todavía tuviera suficiente peso para asustar a la gente. Si no, tendría que salir a dar unos cuantos porrazos por ahí para recuperarla.
—No. Intenté localizarlo un par de veces cuando te encerraron. Pensé que a lo mejor podía meterme en todas esas fiestas universitarias y que podíamos repartirnos los beneficios. Pero dejó de responder a mis llamadas.
Bien por Race.
—¿Sigue en la universidad?
—Nadie lo sabe. Sé que Novak estuvo al loro cuando se fue todo a la mierda, pero se esfumó como un fantasma.
—Necesito encontrarlo.
Me aseguré de que la seriedad de la situación se me notara en la voz.
Oí unos murmullos al otro lado del teléfono y un ruido de sábanas, como si se estuviera levantando de la cama. Imagino que hasta los traficantes necesitan dormir a pierna suelta.
—Mira, la última vez que tuve noticias suyas vivía con una chica en La Punta. Una pelirroja. Benny mandó a sus chicos para que se lo llevaran a Novak, pero cuando llegaron se había largado.
La Punta era el sitio donde yo había crecido. Lo contrario de La Colina, donde había crecido Race. Aquello me gustaba cada vez menos.
—¿Era una puta?
—No. Solo una chica. Ni una golfa, ni una de esas universitarias tan finas. Una chica normal. Los chicos de Benny le dieron un buen susto y por eso Race se puso como loco con Novak. Tú enseñaste a ese pringao a hablar como un macarra, y ahora todo el mundo se pregunta si también le enseñaste a defenderse.
No había hecho falta que le enseñara. Race era listo. El cerebro vale más que la fuerza bruta, y además Race tenía cosas que perder. Eso le hacía peligroso. Los que no se resistían eran los que no tenían nada.
—¿Cómo puedo encontrar a la chica?
—No sé, Bax. Búscala en Google.
Me retiré el teléfono de la oreja y lo miré con el ceño fruncido. Parecía que al final sí iba a tener que liarme a puñetazos.
—Más te vale tener una dirección, o te sugiero que vayas poniéndote unos pantalones. Si no encuentro yo solo el sitio, estaré ahí en diez minutos para llevarte a rastras a dar una vuelta por la ciudad.
Oí algunos tacos, más ruido de sábanas y el sonido de un encendedor.
—Mira en el Skylark, ese edificio de apartamentos de mala muerte que hay en el centro. Creo que era ahí donde estaban.
—¿Y qué hago, ponerme a llamar a todas las puertas en plena noche?
Estaba cabreado y creo que lo notó. No quería que le hiciera una visita en plena noche con aquel humor.
—Hay un restaurante enfrente. Asómate y pregunta. La chica es una cabeza de zanahoria. Joven y muy pelirroja. Los chicos de Benny no tuvieron problema en encontrarla, y ya sabes que no contrata precisamente a los más listos del barrio.
Le di la razón con un soplido y puse en marcha el motor. Dios, cómo había echado de menos aquel ronroneo tan sexy.
—Me he enterado de que le has dejado la cara hecha un cromo.
—Fue él quien empezó.
—Benny no es de los que pasan esas cosas por alto.
—Que le den por culo a Benny.
Se oyó una risa seca al otro lado del teléfono.
—¿Sigues creyéndote el tío más duro del barrio? Han cambiado muchas cosas en cinco años, Bax.
Me pareció que aquello era tan evidente que no merecía respuesta, así que colgué y tiré el teléfono al asiento de al lado. Ya estaba en La Punta. Roxie vivía justo en el centro, así que solo tardé un par de minutos en encontrar el Skylark y localizar el restaurante. Dejé mi Runner en el aparcamiento, debajo de una farola, y me puse un gorro en la cabeza afeitada. Al salir del coche miré a un grupo de chavales que no tenían por qué estar en la calle a esas horas en aquella zona de la ciudad, a no ser que estuvieran buscando problemas. Los miré con cara de pocos amigos, esperé a que apartaran todos la mirada y entré.
Estaba cansado. Hacía solo unas horas que había salido por las puertas rodeadas de alambre de espino de una prisión y ya me parecía que hacía meses. Estaba igual de cansado de mi vida y de mí mismo, pero eso no impedía que tuviera asuntos de los que ocuparme. Esperé a que me mirara una camarera que parecía agotada y, cuando por fin me vio, me miró lentamente de arriba abajo y me hizo señas de que estaría conmigo en un segundo. Servir mesas era un asco. Servir mesas en un restaurante grasiento que abría veinticuatro horas, en un barrio de mala muerte como aquel, era todavía peor. Lo sentí por ella.
—¿Qué puedo hacer por ti, corazón?
Vi que miraba un momento el moratón que me estaba saliendo a un lado de la cara por el porrazo que me había dado Benny y la sangre que tenía en el labio de abajo, de cuando me lanzó un gancho a la mandíbula. Estaba seguro de que no tenía muy buena pinta, pero aun así estuvo simpática.
—Estoy buscando a un amigo.
—¿Una mesa para dos?
—No. Es posible que mi amigo haya venido por aquí un par de veces. Un tipo grandote. Más o menos de mi altura, pero flaco. Pelo rubio, ojos verdes, como un modelo de esos de Abercrombie and Fitch. Es posible que haya venido con una pelirroja que vive cerca de aquí.
Ladeó la cabeza y dio una voz a unos borrachos que se estaban lanzando servilletas en una mesa del fondo.
—Estando yo de guardia no ha venido ningún rubio cañón, pero conozco a una pelirroja. Dovie Pryce. Viene todas las mañanas. Suele pedir un café cuando yo estoy a punto de marcharme. Vive ahí enfrente.
—¿Seguro que nunca has visto a mi colega? Me han dicho que a lo mejor estaba enrollado con ella.
—¿Con Dovie? Imposible. Esa chica vive como una monja. Va a clase por la noche, trabaja a jornada completa, y los fines de semana a media jornada. No tiene tiempo para tíos. —Volvió a recorrerme con la mirada—. Por monos que sean.
Le sonreí y me pasé el pulgar por la mandíbula. Iba a salirme un buen moratón.
—¿Siempre das tanta información sobre tus amigos?
Si era así, no me extrañó que a los chicos de Benny les hubiera costado tan poco dar con la pelirroja.
—No. De hecho, el último tipo que vino preguntando se llevó un buen chasco. Nadie que lleve traje en este barrio tiene buenas intenciones. Nuestro cocinero es un exmarine. Le dije que se ocupara de él.
—¿Te parece que tengo cara de ser legal? —pregunté sin ningún humor, y enseguida se dio cuenta de por dónde iba.
Me miró meneando la cabeza y chasqueó la lengua.
—No, corazón, tienes cara de haber tenido un mal día.
Solté una carcajada sin ganas.
—Lo creas o no, hoy es el mejor día que he tenido en mucho tiempo.
—Umm… —Recorrió mi cara magullada una última vez con la mirada—. Espero que encuentres a tu amigo, corazón, pero deja en paz a Dovie. Es una buena chica y no necesita que la meta en líos un tío como tú.
—¿Cómo sabes qué clase de tío soy?
Agitó desdeñosamente una mano delante de mí.
—No nací ayer, cariño. Tienes los ojos muy oscuros y muy llenos de secretos: eres de los que traen problemas de la peor especie. De esos de los que no consigues librarte nunca.
No pude llevarle la contraria, y además ya tenía la información que necesitaba por ahora. La saludé con una inclinación de cabeza y dejé que la sucia puerta de cristal se cerrara a mi espalda al salir al aparcamiento. Miré mi Runner para asegurarme de que los chavales no lo habían tocado y volví a mirar el edificio en el que vivía mi presa.
—Eh, tronco, ¿tienes un cigarro?
El más grande de los chicos le había echado huevos y se estaba acercando a mí. Debía de tener unos trece años, nada menos. Lástima que me recordara tanto a mí a su edad.
—Eres demasiado joven para fumar.
—¿Te estás quedando conmigo?
Levanté una ceja y dio un paso atrás.
—No, no me estoy quedando contigo. —Señalé el Skylark—. ¿Conoces a una pelirroja que vive ahí?
Me miró con desconfianza, entornando los ojos.
—¿Por qué?
—Porque yo lo pregunto, por eso.
Gamberro de tres al cuarto… Me pregunté si yo era igual de molesto cuando me paseaba por las calles a su edad.
—¿Me darás un cigarro si te lo digo?
Intenté no poner cara de fastidio.
—Claro, chaval.
Gruñó y arrastró sus raídas zapatillas de tenis por el asfalto.
—Dovie. Vive en el mismo piso que yo. Es supersimpática. A veces nos hace la cena a Paulie y a mí.
Señaló con el pulgar a otro crío de unos diez u once años. ¿En qué mierda de mundo vivíamos para que aquellos chicos estuvieran dándome la lata y no en la cama, esperando a que empezara el colegio al día siguiente?
—¿Qué piso es?
—¿Por qué?
Lo miré con mala cara.
—¿Vamos a estar así toda la noche?
Cambió de postura, nervioso, y echó una ojeada a mi coche.
—Es bonito tu coche.
Rechiné las muelas.
—Sí.
—¿Lo has robado?
Me pregunté si tenía idea de quién era. Antes era toda una leyenda. Ahora no era más que un cuento con moraleja.
—No. Es prácticamente lo único que no he robado.
—¿Me llevas a dar una vuelta?
La verdad es que el chico le echaba valor. Tenía lo que hacía falta en aquella parte de la ciudad para salir adelante.
—A lo mejor. Si encuentro a la chica y me ayuda a encontrar a mi amigo.
Nos miramos en silencio un rato. Pero su pandilla de gamberros se estaba poniendo nerviosa. Estaba claro que conmigo no tenían nada que hacer. No querían buscarse líos conmigo, pero tampoco querían echarme un cable.
—¿Me lo prometes?
¿Se lo prometía? ¿Creía aquel chico que yo era de los que cumplen sus promesas? Me encogí de hombros.
—Claro, chaval. Prometido.
—Vive en el segundo piso. Apartamento doce. El último tío que preguntó me dijo que iba a darme cien pavos. Pero era mentira.
Dios mío. Benny también había sobornado a aquellos críos para sacarles información. Allí cada cual iba a lo suyo, y el muy cabrón lo sabía. Suspiré y saqué un billete de cien. Tenía un remanente de dinero de antes de que me trincaran que iba a tener que durarme hasta que decidiera qué iba a hacer, y darle un billete a aquel gamberro no me hacía ninguna gracia. Pero se lo di y me volví para cruzar la calle, camino del costroso edificio de apartamentos.
—Fumar es malo para la salud. Vete a comprar comida, o unas zapatillas nuevas, o algo así.
—¿Qué hay de la vuelta en coche?
—Ya veremos, chico. Ya veremos.
Crucé corriendo la calle desierta y pasé por encima del sin techo que dormía en la acera. Abrí de un tirón la oxidada puerta de seguridad y subí por las escaleras, que olían a cerveza rancia y a algo en lo que no quise pararme a pensar, hasta la segunda planta del edificio. El pasillo estaba vacío, pero aun así me subí la capucha de la sudadera y procuré no hacer ruido. Nadie en su sano juicio iba a abrirle la puerta a un tipo con mis pintas, y menos aún cuando ya había oscurecido. Por suerte nunca me había topado con una puerta que no fuera capaz de abrir, excepto la que me había mantenido alejado de la libertad durante los cinco años anteriores.
El apartamento era una mierda, así que la puerta también lo era. Podría haberla abierto con una tarjeta de crédito, pero también cedió apoyando el hombro en el sitio correcto y dando un fuerte empujón. Se oyó un fuerte pop y un suave crujido, pero nadie se asomó al pasillo a ver qué pasaba. La mayoría de la gente que vivía en sitios así no tenía nada de valor que mereciera la pena robar, y casi todas las chicas que se veían obligadas a vivir así invertían en una cerradura mejor. Abrí la puerta y me deslicé en la oscuridad. Sabía que iba a darle un susto de muerte a la chica, pero el factor sorpresa era clave y nada iba a impedirme encontrar a Race.
Tenía una visión nocturna alucinante gracias a que había vivido mucho de noche, cuando me ganaba la vida fuera de la ley, y a que en la cárcel había tenido que cubrirme bien las espaldas. Vi un objeto pesado volando hacia mi cabeza antes de que pudiera golpearme. Oí una voz suave soltando maldiciones y un golpe sordo cuando aquella cosa cayó al suelo. Esquivé un puñetazo y me moví lo justo para evitar la descarga eléctrica de una pistola Taser dirigida hacia mi costado. Solté un taco, agarré una muñeca delicada y, retorciéndola, le quité el arma. Vi que abría la boca para gritar y se la tapé con la mano. No dejó de forcejear mientras la llevaba a rastras al interior del apartamento.
—¿Has llamado ya a la poli?
Asintió vigorosamente con la cabeza y comprendí que no había llamado. Si lo hubiera hecho, habría intentado ganar tiempo hasta que llegaran, porque la policía tardaba una eternidad en llegar a La Punta.
—Solo quiero saber dónde está Race. Sé que lo sabes.
Se quedó quieta y dejó de arañarme el dorso de la mano con sus uñas cortas. Era verdad que tenía el pelo rojo como el cobre. Buena parte de él me cubrió la cara cuando intentó girar la cabeza para mirarme.
—No estoy con el tío del traje. Race y yo somos amigos desde hace mucho. Si está metido en un lío, quiero ayudarlo, ¿vale?
Esperé una hora, o eso me pareció, hasta que por fin asintió bruscamente con la cabeza.
—Si te suelto, ¿vas a hacer que me arrepienta?
Negó con la cabeza enérgicamente y sentí que bajaba las manos. Era bastante alta para ser una chica. Cuando la aparté y se giró para mirarme en la penumbra, noté que solo tenía que levantar un poco la barbilla para mirarme a los ojos.
—Me estoy hartando de que la gente crea que puede entrar aquí cuando le dé la gana y pedirme respuestas. Al próximo que entre le pego un tiro.
Era pálida, su piel lechosa parecía una sombra clara en la habitación a oscuras. Su pelo era una maraña de rizos rojos y rubios y tenía pecas. Parecía una cría. Tendría dieciséis o diecisiete años, como mucho, y parecía recién salida de una granja del Medio Oeste. Rebosaba franqueza y seriedad y llevaba unos vaqueros anchos y una camisa de cuadros muy fea que nadie acostumbrado a vivir en aquella parte de la ciudad se habría puesto.
—Pon una cerradura mejor.
Me miró con furia y se apartó un puñado de pelo crespo de la cara.
—Las buenas cerraduras cuestan dinero y sigo sin conocer a nadie que se llame Race. Así que tú y tu amiguito el del traje podéis iros a la mierda.
Descarada y valiente, una combinación peligrosa cuando te enfrentabas a un tipo que no tenía nada que perder. Como no tenía tiempo para andarme con jueguecitos, di un paso adelante con aire amenazador justo cuando se giró para encender la luz. Parpadeé un segundo y vi que su boca se tensaba cuando por fin nos vimos claramente. Clavó los ojos en mi cara, pero no en la parte magullada y amoratada, sino en la estrella que llevaba tatuada al lado del ojo.
—Carmen me llamó en cuanto saliste del restaurante. ¿Es que te crees que no nos avisamos unos a otros cuando un tipo como tú viene por aquí? Paulie y Marco han anotado el número de tu matrícula y, si dentro de cinco minutos no enciendo las luces varias veces seguidas, llamarán a la policía y no quiero ni contarte lo que le pasará a tu precioso coche.
Parpadeé como un idiota. Nadie me había pillado nunca desprevenido. Nunca, y aquella chica que parecía recién salida de una granja no debería haber sido la primera.
—¿Qué hago aquí, entonces?
Los polis no me asustaban. Que hubiera una pandilla de gamberros rondando mi coche, sí.
Cruzó los brazos sobre un pecho nada impresionante y entornó unos ojos muy bonitos, de color verde hoja. Ladeé la cabeza porque por alguna razón me sonaba vagamente su cara.
—¿En qué clase de lío se ha metido Race?
—Creía que no conocías a nadie con ese nombre.
Me miró achicando los ojos.
—Tienes cuatro minutos.
—No lo sé. Es lo que estoy intentando averiguar. He estado… indispuesto hasta hace unas ocho horas. Estoy intentando saber qué pasa.
Se mordió un lado del labio y pareció aún más joven. Yo no sabía de qué iba aquella chica, pero me costaba muchísimo imaginármela con Race. A Race le gustaban las tías con las piernas largas, las tetas grandes y nada entre las orejas. Aquella tenía buenas piernas, pero era lista y, por lo que veía, no tenía una figura de esas con las que uno sueña despierto. Tenía un aire demasiado dulce y a los tíos como Race no les gustan las chicas dulces, ni tampoco a los tíos como yo, aunque en mi caso era porque nunca había tenido ocasión de probarlo. Las chicas dulces salían corriendo despavoridas cuando me veían venir.
—¿Puedes ayudarlo?
—Puedo intentarlo.
Alargó el brazo y encendió y apagó la luz varias veces seguidas sin quitarme ojo de encima.
—Tú eres Bax, ¿no?
Intenté no parecer sorprendido por la pregunta. Asentí rígidamente con la cabeza. Se mordió el labio otra vez y empezó a enroscarse un rizo alrededor de un dedo.
—Me dijo que si pasaba algo malo, que si venía alguien preguntando por él, que dijera que no nos conocíamos. Me asusté, y luego apareció ese tío del traje con sus matones. Se lo conté a Race y se puso muy nervioso. Me dijo que procurara no llamar la atención, que él se encargaría de todo. Y que si venía un tío con una estrella tatuada al lado del ojo, que confiara en él. Que era Bax.
Todo eso estaba muy bien, pero no me servía para averiguar en qué clase de embrollo se había metido Race, ni quién era aquella chica, ni qué pintaba en todo aquello.
—¿Y tú quién eres?
—Dovie.
Entorné los ojos y crucé los brazos, imitando su pose.
—¿Qué tienes que ver con Race?
Si me decía que era su señora, iba a tener que plantearme seriamente qué había estado haciendo Race mientras yo estaba en prisión.
Me miró parpadeando y casi vi cómo giraban las ruedecillas de su cabeza. Ladeó la cabeza y frunció sus cejas de color óxido.
—Soy su hermana.
Me quedé mirándola un minuto entero y luego solté una áspera carcajada. Seguía teniendo jaqueca, así que me froté los ojos cansados y meneé la cabeza.
—Señorita, no sé quién eres ni qué pasa con Race, pero no tengo tiempo para juegos. Acabo de pasar cinco años en la trena, necesito dormir, necesito echar un polvo y necesito descubrir qué clase de mierda ha removido Race. Si no quieres ayudarme por las buenas, vale. Puedes hacerlo por las malas.
Di un paso hacia ella, pero levantó las manos.
—No, te lo juro. Race es mi hermano mayor.
Solté un juramento.
—Conozco a Race desde que era un crío. Es hijo único, Cabeza de Zanahoria.
Soltó una risa aguda y se acercó a la cocinita, que era del tamaño de un armario. Quitó algo de la nevera y me lo pasó. La fotografía tenía ya unos cuantos años, pero allí estaba Race, tan guapo y elegante como siempre, sonriendo a la cámara y rodeando con el brazo los hombros de aquella chica tan rara.
—¿Conoces a algún tío rico y poderoso que consiga tener la bragueta cerrada? Soy el sucio secretillo de los Hartman, aunque no lo guardaran muy bien. Race vino a buscarme hará cosa de cuatro años, cuando yo acababa de cumplir los dieciséis. Madres distintas, apellidos distintos, el mismo padre gilipollas. Si puedes ayudar a Race, te diré todo lo que quieras saber y, si no puedes, lo encontraré yo sola. Es la única familia que tengo y lo quiero mucho. Me salvó la vida.
Miré la foto y su cara. Race era un tío guapo, refinado y elegante. Aquella chica era normal y corriente, aparte del pelo y aquella lengua tan afilada. Aquellos ojos verdes me miraban sin pestañear, y entonces me di cuenta. Estaba en aquella mirada verde que me vigilaba como un halcón: Race y la pelirroja tenían los mismos ojos.
—Vas a contármelo todo y ya está. Race también es como de mi familia, lo que significa que voy a hacer todo lo que pueda por ayudarlo a salir de esta.
Qué demonios, ya había pasado cinco años a la sombra por él. Enfrentarme a Novak sería pan comido.
Llevaba suficiente tiempo viviendo en los peores barrios de la ciudad como para conocer la diferencia entre un macarra cualquiera y un tío peligroso de verdad. Shane Baxter lo llevaba escrito en la cara, y no porque llevara aquella estrella tatuada, ni por cómo se movía, de aquella forma premeditada y amenazadora, como una serpiente enroscada lista para atacar y deseosa de llenarte de veneno en un abrir y cerrar de ojos. Tenía los ojos oscuros e inexpresivos, como si hiciera mucho tiempo que había apagado sus emociones y no tuviera ningún interés en volver a conectar con ellas. Yo me había criado en la pobreza. En el lugar donde había crecido, a veces ser solo pobre era un lujo porque eso significaba que por lo menos tenías un poquito de dinero. Así que había visto aquella mirada más de una vez, pero nunca en la cara de un tipo del que sabías que era capaz de destrozar todo lo que amabas sin mover siquiera una de sus pestañas negras y ridículamente espesas. Bax era un chico que, en sus cortos años, había visto más, había vivido más que la mayoría de la gente en toda su vida. En su mundo se sobrevivía siendo el mejor de los peores y no me cabía ninguna duda de que eso era precisamente Bax.
Race, claro, me había asegurado una y otra vez que era un buen tipo. Que en cuanto saliera ayudaría a mi hermano a arreglar su asunto con Benny y Novak, que lo único que le pasaba era que había tenido muy mala suerte en esta vida y que procuraba sacar el mayor provecho a lo que tenía. Pero mientras lo miraba en mi apartamento destartalado, vi que Race estaba muy equivocado. Mi hermano no estaba familiarizado con la desesperación, porque nunca había pasado penurias; no podía ver lo que veía yo en el hombre que tenía delante de mí: esa voluntad, imposible de disimular, de hacer lo que hiciera falta para sobrevivir. Los cinco años que había pasado en prisión no habían conseguido derrotarlo, a pesar de que al entrar era un chiquillo asustado. Le habían hecho más fuerte, una amenaza mayor y, si no me equivocaba, seguramente también un delincuente más hábil. No quería tenerlo cerca, pero, si era mi única alternativa de ayudar a Race, haría lo que hiciera falta, le daría lo que quisiera. Hasta ese punto me importaba Race.
Bax no se molestó en preguntar si me importaba que fumase, se limitó a ponerse un cigarrillo entre los labios y a encenderlo. Tenía el labio de abajo hinchado y partido, como si se hubiera dado un golpe. Recorrió mi casa con sus ojos oscuros y tuve la impresión de que estaba haciendo inventario. Me repugnó. Vivía con lo que ganaba, me mantenía trabajando como una esclava y sabía vivir y defenderme en los suburbios. No iba a dejar que me juzgara, ni que me encontrara deficiencias. A fin de cuentas, era una expresidiario. Quizá yo no tuviese gran cosa, pero todo lo que tenía lo había ganado honradamente.
—¿Qué es lo que sabes?
Su voz era ronca, rasposa, como si no la usara muy a menudo. Se acercó a la ventana resquebrajada y apartó los visillos para echar un vistazo al restaurante de enfrente. Seguramente le preocupaba su precioso coche.
—No mucho. Race se presentó en el piso comunitario al que me mandaron cuando la última familia de acogida con la que viví se mudó, justo después de entrar tú en la cárcel. Me contó que era mi hermano. Me habló por encima de los Hartman y me di cuenta de que, si mi madre era una pesadilla, mi padre era aún peor. Race me sacó de una situación muy mala, me dio una vida estupenda durante una temporada corta, nos hicimos familia y luego me trajo aquí a esperar.
—¿A esperar qué?
Me encogí de hombros y me dejé caer en mi viejísimo sofá.
—A ti, supongo.
Le mandé a Carmen un mensaje de texto para que supiera que de momento todo iba bien. Desde hacía una semana tenía a todo el barrio alerta por si aparecía aquel esquivo ladrón con una estrella tatuada. Casi era un alivio que por fin hubiera aparecido, aunque creyera que podía entrar en mi casa como si tal cosa. Me fastidiaba haber fallado con la Taser. Tendría que dar un par de clases más de defensa personal en el centro social del barrio. Cuando una vivía sola en un barrio como aquel, toda precaución era poca.
—Me crie en un pueblo como este, en un sitio como este, pero en otro estado. Por lo que deduje escuchando a Race cuando no debía, Lord Hartman pagó a mi madre, supuestamente para que se librara de mí y desapareciera. No lo hizo. Agarró el dinero y se largó. Solo que yo le interesaba menos que la pasta. Quedé en manos de los servicios sociales, familias de acogida, pisos comunitarios, y Race me encontró justo cuando iban a meterme en una casa que tenía muy mala fama. El padre era un sobón y la madre una borracha a la que todo le traía sin cuidado. Yo quería escaparme, pero Race me convenció de que no lo hiciera. Me dijo que él cuidaría de mí. Convenció a mi padre para que interviniera y reclamara la patria potestad sobre mí para que dejara de estar a cargo de los servicios sociales, y nos quedamos juntos en el pueblo donde iba al instituto hasta que acabara los estudios. Nunca me dijo por qué no podía volver a La Punta y no me cansé de preguntar. Luego, hace cosa de un año, pasó algo, recogimos nuestras cosas y nos vinimos aquí, como si tuviera una especie de misión que cumplir. Como si tuviera un plan. Yo sentía que estaba en deuda con él, que tenía que acompañarlo sin preguntar nada. Race me había salvado.
Sacudí la cabeza y me retorcí las manos.
—No sé en qué andaba metido, pero me gustaba el barrio, me gustaban las clases nocturnas, y me instalé aquí. Race no soltaba prenda y siempre tomaba muchas precauciones cuando salía a la calle. Yo pensaba que solo estaba esperando a que te soltaran, pero luego se presentó ese tío del traje. Se puso un poco bruto conmigo, me dio un susto de muerte, y Race se puso como loco. Nunca lo había visto tan furioso. Sé que fue a ver a Novak. Dijo que estaba harto de ser un pelele, que estaba harto de que mandaran otros. Me dijo que nunca se había perdonado por lo que te pasó y que, si venías por aquí, tenía que confiar en ti. De eso hace unas semanas, y desde entonces nadie lo ha visto ni ha sabido nada de él.
Bax soltó el humo y se bajó la capucha de la sudadera. Debajo llevaba un gorro de punto negro que le daba un aire peligroso. De hecho, todo en él le hacía parecer peligroso: el moratón de la mejilla, los pantalones negros y las botas gruesas, el pequeño tatuaje de un Road Runner de dibujos animados que llevaba en el dorso de la mano, cerca del pulgar, las cejas espesas y oscuras, los ojos desprovistos de emoción y la caída hacia abajo de una boca demasiado bonita y tersa para una cara tan torva. Su corpachón emanaba una fuerza tan evidente que yo no habría querido quedarme encerrada con él en un cuarto estrecho ni en las mejores circunstancias, y detestaba (lo detestaba con toda mi alma) que no me dijera nada y no poder adivinar qué estaba pensando detrás del velo negro de su mirada.
—¿No llegó a ir a la universidad?
Me pareció una pregunta extraña después de todo lo que le había contado, pero no tuve más remedio que seguirle la corriente.
—No. Utilizó el dinero de la matrícula para que nos mantuviéramos un par de años. También me sacó del instituto público y me metió en uno privado para que hiciera los dos últimos cursos.
—El muy cabrón altruista.
Me encrespé automáticamente.
—El instituto al que iba tenía detectores de metales, los alumnos y los profesores iban armados, y a una chica la violaron en el cuarto de taquillas. Nunca sabía si iban a ponerme deberes o a agredirme. Era horroroso. Race quería algo mejor para mí y, como Lord Hartman se negaba a hacer nada al respecto, lo hizo él.
—¿No pudo salvarme a mí y por eso decidió salvarte a ti?
Yo había pensado lo mismo muchas, muchas veces, cada vez que Race sacaba a relucir a su mejor amigo, cuando Bax aún estaba en la cárcel. Un tipo que parecía tan duro no debería ser tan listo. Debería ser todo músculo sin nada de cerebro. A mi modo de ver, su perspicacia lo hacía mil veces más peligroso.
—No sé por qué lo hizo ni me importa. Tenía a alguien que me quería y que se preocupaba por mí. Me ofreció la oportunidad de llevar una vida normal y estable. Me enseñó lo que podía ser la familia. Se enfrentó a sus padres por mí, y estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, lo digo en serio, cualquier cosa, para que no le pase nada malo.
Race no era solo mi hermano mayor. Era mi héroe. Mi salvador. La única cosa del mundo sin la que no podía pasar. El dinero, los objetos, la seguridad: nada de eso importaba. Era todo una ilusión. Los sacrificios que Race había hecho por mí, cómo había intervenido para enseñarle a una chica de dieciséis años que había crecido en el arroyo que la vida era algo más que ir tirando… Eso jamás podría pagárselo. Para impedir que a mi hermano le pasara algo malo, daría cualquier cosa, entregaría todo lo que tenía.
Bax apagó su cigarrillo pisándolo con la gruesa suela de su bota y se apartó de la ventana. Volvió a subirse la capucha y pasó por delante del sillón donde yo seguía sentada. Cuando se había apartado unos pasos, me miró. Sus ojos eran un vacío oscuro e infinito en medio de una cara que yo sin duda no olvidaría nunca.
—Procura no hacerte notar y, si Benny o algún tipo sospechoso viene haciendo preguntas, llama a este número. —Recitó a toda velocidad un montón de números que yo no sería incapaz de recordar, pero asentí de todos modos—. Si Race se pone en contacto contigo de la manera que sea, dile que estoy fuera. Dile que me busque, que Novak es problema mío, no suyo. Dile que, hasta que yo diga lo contrario, estamos en paz y siempre lo hemos estado. ¿Has entendido, Cabeza de Zanahoria?
Yo odiaba aquel mote. Estar sin blanca era una cosa. Estar sin blanca y tener, encima, el pelo rojo y que todo el mundo se burlara de ti, era otra bien distinta. Pero no iba a ponerme a discutir con un tipo como Bax sobre aquel estúpido mote. De hecho, no parecía un tipo muy dado a discusiones, ni sobre eso ni sobre nada. Se acercó a la puerta y yo me levanté de un salto.
—¿Eso es todo?
Me miró por encima del hombro y abrió la puerta desvencijada.
—A no ser que sepas algo que de verdad pueda ayudarme, sí, eso es todo.
Lo miré con enfado.
—Quiero decir que qué va a pasar ahora. ¿Qué hacemos para encontrar a Race?
Me miró enarcando una ceja y torció la boca.
—Tú, nada. Yo voy a salir a la calle a hacer hablar a algunos tipos. Tengo que averiguar en qué andaba metido Race para que Novak haya mandado a Benny a buscarlo. Tú limítate a avisarme si tienes noticias suyas.
Salió por la puerta tan rápidamente y sin hacer ruido que tuve que echar a correr para seguirlo hasta la escalera. Yo era alta y tenía las piernas largas. Pero él era aún más alto y las tenía aún más largas. Se movía, además, como una sombra oscura y gigantesca, recortada sobre las otras sombras de la pared.
—Quiero ayudar. Lo necesito. Se lo debo todo a Race.
Me miró desde unos escalones más abajo. Yo me había quedado arriba y me removía, nerviosa. Su mirada me hizo estremecerme. Nadie debería tener los ojos tan fríos, tan inexpresivos.
—Puede que no sea mi hermano de sangre, pero de todos modos es mi hermano y lo conozco lo suficiente para saber que lo que hizo por ti lo hizo porque quería, no por obligación. A Race le encanta hacerse el héroe.
No supe cómo tomarme aquello y, cuando por fin conseguí aclararme, Bax ya había bajado las escaleras. Yo sabía que, si se iba, no volvería a verlo, y no podía permitir que eso ocurriera. Era mi único vínculo con Race, al margen de lo que eso representara para mí.
—Necesito ayudarte.
Me miró por encima del hombro y comprendí que no debía seguirlo ni un paso más.
—Ni siquiera puedes ayudarte a ti misma. ¿De verdad crees que vas a parar a cualquiera con una Taser y una sartén?
También tenía una pistola de nueve milímetros en la mesilla de noche, al lado de la cama (Race me había enseñado a usarla), pero pensé que no hacía falta que Bax lo supiera.
—Estaba esperándote. Sabía que eras tú.
—Y si no hubiera sido yo y hubieras fallado con la Taser, habrías estado bien jodida. Literalmente. Yo trabajo mejor solo. No sé qué está pasando, pero no necesito que una granjera me estorbe ni se meta en mis asuntos.
Sentí que se me subían las cejas hasta el pelo. Había oído muchas cosas sobre mi aspecto, algunas más halagüeñas que otras, pero nunca me habían dicho que pareciera una granjera.
—¿Cómo dices?
Se rio, al menos eso me pareció aquel ruido, y bajó de un salto un par de escalones más.
—Es por las pecas y esa piel de marfil. Pareces una chiquilla de una granja. Desde luego no tienes pinta de ser de este barrio, ni parece que tengas veinte años.
Bueno, él tampoco parecía tener un par de años más que yo, pero era innegable que parecía un delincuente y todas esas cosas turbias y peligrosas que se suponía que era.
—Pues no he estado en una granja en toda mi vida y haré lo que haga falta para salvar a Race y traerlo a casa, contigo o sin ti.
Quería parecer fuerte. Quería que pareciera que podía serle de ayuda. Pero no fue así. Parecía insegura y asustada, y él se dio cuenta.
—Sin mí, Cabeza de Zanahoria.
Y luego se marchó, desapareció sin más. Se esfumó en la noche como lo que era: un ladrón.
Suspiré y volví a mi apartamento. No me preocupaba tener más visitas inesperadas. Lester, el sin techo que vivía en el umbral, no dejaba entrar a nadie que no tuviera que estar allí. Yo me limitaba a llevarle un plato de comida y a pasarle un paquete de cervezas de vez en cuando, y él me vigilaba como un lince. Benny y sus gorilas solo habían conseguido encontrarme porque me habían tendido una emboscada un domingo por la mañana, temprano, cuando Lester trasladaba su apestosa figura hasta la iglesia. Tuvieron suerte. Yo no. Y además estaba asustada.
Tenía miedo por Race, y también por mí. Y, si era sincera, Bax me daba puro terror. Yo era lista y sabía defenderme pero, aunque sabía muchos trucos, no creía que ninguno de ellos me sirviera para vérmelas con un tipo como él. Daba verdadero miedo, pero lo necesitaba. Antes de que apareciera Race, nunca había necesitado a nadie, en toda mi vida.
Oí sonar mi móvil mientras cerraba con llave la puerta a pesar de que, gracia a mi visitante nocturno, sabía que era inútil. Agarré el teléfono y me acerqué a la ventana para saludar con la mano a Carmen.
La oí reírse y me dejé caer en el sofá. Era un encanto. Madre soltera. Marco y Paulie no le daban respiro. Eran buenos chicos y ella una buena madre, pero aquello no era un cuento de hadas, así que yo sabía que llevaban una vida dura, sobre todo porque Marco tenía trece años y Carmen solo era seis años mayor que yo. Procurábamos estar pendientes la una de la otra, pero allí todo el mundo iba a lo suyo y, cuanto antes lo aprendieras, mejor. Era absurdo hacerse ilusiones. La realidad de la situación nos obligaba a ser sinceros y nos permitía formar lazos entre nosotros, aunque fueran un tanto flojos.
—Bueno, ¿qué te ha dicho?
Suspiré, me enrosqué un rizo naranja alrededor del dedo y me quedé mirando el techo amarillento. El apartamento no era ninguna maravilla, pero había vivido en sitios mucho peores.
—No mucho.
—¿Tiene idea de dónde puede estar Race?
—No, pero tampoco parecía preocuparle mucho que le hubiera pasado algo malo.
—Tu hermano te dijo que era de los que se las saben todas. Deberías hacerle caso. Race siempre ha sido sincero contigo, hasta cuando no querías saber la verdad.
Tenía razón, así que suspiré otra vez.
—No va a volver. No voy a enterarme de qué ha pasado. Race podría estar en cualquier parte. Herido, metido en líos, o algo peor, y yo nunca me enteraré.
Carmen apartó la cara del teléfono, masculló algo y se oyó un estrépito de platos de fondo. Volvió a ponerse al teléfono y suspiró.