Palinque - Leopoldo Alas Clarín - E-Book

Palinque E-Book

Leopoldo Alas Clarín

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Palinque es una recopilación de artículos periodísticos de Leopoldo Alas, Clarín, publicados en los diferentes medios con los que colaboraba. En ellos destaca el tono de fina ironía y crítica social que siempre caracterizó al autor.-

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Seitenzahl: 333

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Leopoldo Alas Clarín

Palinque

 

Saga

Palinque

 

Cover image: Shutterstock

Copyright © 1890, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726550641

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

[Indicaciones de paginación en nota.1 ]

Prólogo

—[VII]→

Más bien debiera llamarse disculpa; porque la necesitan, una vez lanzados al mundo, libros como el presente, sobre todo en estos tiempos de malsano prurito de publicidad impresa. Sobran libros, no cabe duda, en la literatura moderna; y si en otros países tal exceso en parte se cohonesta con la abundancia de lo bueno, en España, donde eso tanto escasea, resalta más el daño que nace de que se publique mucho malo.

No por malo, así en absoluto, aunque lo sea, sino por malo en cuanto baladí, insignificante, temo yo que se pueda tomar el —VIII→ original que para este libro doy a la imprenta. Quiero exponer algunas circunstancias atenuantes que, en mi sentir, pueden, en justicia mitigar los rigores con que cabría que fuese juzgada la impertinente pequeñez de este libro.

Lo llamo Palique para escudarme desde luego con la modestia; porque palique vale tanto como conversación de poca importancia, según la Academia, y con ese nombre he bautizado yo gran parte de mis trabajos periodísticos, algunos de los cuales entran en este volumen, y le prestan su rótulo, porque son los más de los coleccionados.

No faltarán linces de los que a todo riesgo quieren que yo me ponga muy serio, que noten en este libro un salto atrás en la serie de mis obras; porque habiendo publicado en tomos anteriores, alguno de los cuales hasta osó llamarse Ensayos y revistas, estudios largos, de ciertas pretensiones criticas, ahora vuelvo, en la mayor parte de los escritos aquí reunidos, a las andadas —IX→ como quien dice, a la forma familiar, a la brevedad y ligereza del gacetillero; y, lo que es peor para muchos, a la llamada, bien o mal, crítica satírica con que no quieren transigir muchos escritores malos y algunos buenos. Los que quieran ver en esto decadencia, o retroceso, háganme el favor de no precipitarse; la publicación de este volumen, no quiere decir que no vuelva a escribir crítica sin sátira y todo lo psicológico-sugestiva y hasta autobiográfica que pueda; yo no reniego de esas maneras ni de esta otra que aquí predomina. Todo se andará.

Para mí, hay un exclusivismo erróneo, como la mayor parte de ellos, en el afán de señalar a la marcha de la crítica etapas en que sucesivamente vaya siendo legítima la de tal clase hoy, mañana tal otra. Cabe, sin que sea eclecticismo, el sincronismo de los varios géneros de crítica que son racionales y obedecen a facultades y fines respectivos. Hoy un crítico como Johnson, con las modificaciones necesarias, por razón del tiempo, tendría no pocas tareas oportunas —X→ que emprender, particularmente en países de tanta anarquía literaria y de tan poca educación clásica (hoy por hoy) como el nuestro. A mi juicio se equivocan los que desdeñan demasiado por viejas las lecciones de la antigua retórica; y por experiencia aseguro que, sabiendo distinguir, y prescindiendo en los preceptistas clásicos de su aire dogmático, de su exclusivismo (pecado de antaño y de hogaño) y de su limitación, en ellos se puede aprender todavía no pocas cosas de observación, de gusto, de naturalidad y buen seso... que ignoran los muchos que en estos días desprecian todo lo que no está de moda, sin conocerlo. Imparcialmente se puede decir que en muchos pasajes de Quintiliano, v. gr.: en la epístola a los Pisones de Horacio; en las obras similares de Pope y de Boileau, hay algo y aun algos de gran oportunidad para ser hoy tomado en cuenta; de mucha enjundia y más pertinente a la verdadera literatura estética que v. gr.: las flamantes declamaciones político-literarias de Brandes —XI→ el danés y las clínicas de literatura teratológica del Lombroso alemán o sea Max Nordau, tan alabado por algunos. Cuando se empeñan ciertos críticos en que mire en Sainte-Beuve un maestro anticuado, yo recuerdo que, leyendo sus Causeries du lundi aprendí muchas cosas útiles, tuve ocasión de reflexionar mucho y me vi las más veces en plena crítica literaria, sobre todo cuando el autor no se inclinaba a tratar la literatura como sociólogo o político o fisiólogo...

«Ya no hay crítica», han gritado con efusión algunos autores. «La hay; pero ya no es lo que era -han dicho otros-; ahora la crítica no censura, no corrige el vocablo, no lastima el amor propio; es impersonal; como no hay un canon estético seguro, no juzga; analiza, compara, induce y deduce y hace otras mil diabluras; pero no le anda a uno con la sintaxis y le deja faltar a la lógica, y mucho más a la prosodia, asunto baladí para críticos que, con motivo de las letras, andan buscando las leyes —XII→ de la evolución social, y hasta las reglas de prognosis necesarias para mejorar la suerte de las clases desamparadas...».

Los que no conciben una crítica nueva sin que muera otra vieja, piensan cosas por el estilo:

«La crítica primero fue retórica, por ejemplo, con los clásicos, con los adoradores de Aristóteles y de Horacio, con los Johnson, los Pope, los Boileau, los La Harpe, los Luzán, los Hermosilla...».

Después fue erudita, histórica en el sentido clásico de la palabra, por ejemplo, con Villemain.

Histórico-anecdótica, con Sainte-Beuve.

Fisiológica con Taine, merced a su teoría de las influencias del medio, etc., etc. Sociológica con Posnet, y en otro respecto con Guyau.

Científica, propiamente, con Hennequin.

Psicológica, con autores como Bourget, por citar uno sólo.

—XIII→

Subjetiva y humorística, v. gr., con Lemaitre.

Sensacional y egoísta con Anatolio France, v. gr., con Barrés, etc.

Creadora, artística, estética, inspirada, con los neoidealistas.

Teratológica con Max Nordau...

Política y liberal con Brandes...

Et sic de cœteris.

Está bien; todo eso es, a poco que se levante el brazo, legítimo y oportuno, a su modo y en sazón; pero a condición de que cada clase de crítica deje vivir a las demás, que son tan legítimas como ella; y a condición también de que se reconozca que siempre merecerán mejor que los otros el nombre de crítica literaria, aquellos géneros de crítica que sean: 1.°, crítica, es decir, juicio, comparación de algo con algo, de hechos con leyes, cópula racional entre términos homogéneos; y 2.° literaria; es decir, de arte, estética, atenta a la habilidad técnica, a sus reglas (absolutas o relativas). -Pensar que se puede prescindir de esta —XIV→ clase de crítica, es sencillamente absurdo. Toda actividad tiene un modo bueno de cumplirse y otro malo; el bueno es el conforme al fin de esa actividad, y para conseguirlo no hay más remedio que aplicar el medio adecuado; y esto sólo se logra por la habilidad que obedece a una aptitud y a una regla; la aptitud está en el artista, la regla se la recuerda el crítico, si el otro la olvida o la desprecia o no sabe aplicarla-. Decir que ya no hay reglas y sostener que todavía hay arte es un contrasentido. Se confunde por muchos la necesidad general de la regla con las malas reglas históricas, o con las que fueron buenas para tales circunstancias y ya no lo son para otras. Supongamos, por un momento sólo, que la estética actual fuera una verdadera anarquía, una confusión, pasto del escepticismo; todo esto nos haría creer que hoy no se conocía la regla verdadera, pero no que esta no exista. Como existe la justicia, aunque la filosofía del derecho ande tan a ciegas como dicen algunos que anda. La realidad — XV→ no deja de ser lo que es, porque nosotros tengamos de ella peor o mejor conocimiento. Cabe siempre decir: se equivocó este o el otro crítico, pero no cabe decir: ya no hay crítica, es decir crítica que juzga, que aplica reglas a resultados artísticos para compararlos con ellas. Reconocido esto, no hay inconveniente en admitir todas esas clases de crítica... que indirectamente se refieren al arte. Estudiar la influencia del público, del medio, etc., etc., en los autores, es legítimo; analizar las ideas y sentimientos que debieron de presidir a la realización del producto literario, es bueno y siempre oportuno; atender a la influencia de los organismos sociales en la forma de las literaturas (literatura de clase, tribu, ciudad, clan, raza, etc.), santo y bueno; escudriñar las causas y los efectos morales de la vida literaria, ¿por qué no?, relacionar el arte con el movimiento de la vida jurídica, particularmente en su aspecto político, labor excelente; examinar los elementos fisiológicos, los temperamentos, sus decadencias y empobrecimientos, —XVI→ en la vida y obras de los artistas, enhorabuena. Pero es preciso confesar que ninguna de esas es la crítica inmediatamente literaria, ni en general artística, ni ahora ni nunca; sino crítica etnológica, antropológica, sociológica, política, ética, etc., en su relación estética y particularmente literaria.

Esto no es cuestión de moda; es así eternamente, porque es racional, porque va implícito en los mismos términos que usamos al nombrar la cosa: crítica literaria. Cuando mi buen amigo el muy discreto y justo crítico de Barcelona, Sr. Ixart, en un trabajo reciente acerca de la crítica moderna, me alude diciendo que yo soy partidario de que se vuelva a la crítica artística; a la que atiende a la belleza de la obra, tiene razón sin duda, porque así pienso; pero es necesario hacer esta aclaración: yo no pido reacciones, saltos atrás; reconozco la legitimidad de casi todo cuanto se ha hecho en esos otros modos de crítica; yo he cultivado y cultivo, humildemente, alguno —XVII→ de ellos; es más, veo que en la práctica, en estos tiempos en que todos somos un poco hombres de Estado, y otro poco teólogos, etcétera, etc., sin poder y aun sin querer remediarlo, hasta en los escritos de crítica pura se deslizan elementos de esas otras clases de crítica indirectamente literaria... pero no se mezclan con la crítica pura misma (que entonces no fuera pura) sino que van junto a ella como cuerpos extraños, de fácil distinción. No está el mal en que en un mismo artículo el escritor pueda ser crítico propiamente tal, y también sociólogo, moralista, etc.; el mal está en hacerse pasar por crítico literario en el momento en que se está siendo teólogo, moralista, fisiólogo o lo que fuese. La famosa queja de Flaubert que yo he citado en otro libro, y que después vi con tanto gusto citada también por Guyau, será justa eternamente.

* * *

—XVIII→

Pues ahora bien; entre las maneras varias de la crítica directamente literaria, está sin duda la que yo me atrevo a llamar en broma, por lo que respecta a los epítetos, pero en serio por lo que toca al fondo, la crítica... higiénica... y policiaca.2 Me explicaré.

Crítica higiénica, y policiaca fue la que ejerció Boileau combatiendo el mal gusto y los adefesios, en forma que no sólo dejara sentada la que él entendía ser buena doctrina, sino que tuviera una eficacia práctica, directa, del momento, sobre la vida actual d e las letras en su país, mediante alusiones satíricas, y otros recursos legítimos, que trascendían de la pura especulación crítica, de la abstracción retórica para llegar al amor propio de quien merecía el castigo de malas obras. Perseguir el pecado y olvidar al pecador es muy santo y bueno cuando se trata de pura predicación moral; pero preguntadle al director de almas si —XIX→ para conseguir frutos de provecho no necesita él pensar en el pecador, este o el otro, un individuo precisamente, tanto como en el pecado mismo. -¿Qué se diría del Estado que se contentara con predicar sus leyes y no tomara medidas para asegurar su eficacia?

Si se me dice que de todos los modos de crítica este que hace de ella un negociado de higiene y de policía es el más enojoso, el de menos brillo y más disgustos para quien se emplea en tal oficio, declaro que pienso lo mismo; pero también creo que es de mucha utilidad, particularmente en países como el nuestro, donde la decadencia de toda educación espiritual, del gusto y hasta del juicio, a cada momento nos empuja hacia los abismos de lo ridículo, o de lo bárbaro, o de lo bajo y grosero, o simplemente de lo tonto. Recuerdo que Sainte Beuve, al defender ciertas instituciones y costumbres sociales, que en su concepto conservaban el buen tono de las letras y de la general cultura, advertía a sus lectores que nuestra — XX→ civilización es todavía cosa bastante superficial; que el hombre grosero en gustos e instintos pronto aparecía en nosotros a poco que se escarbara, y que las ventajas de la buena crianza moderna sólo se mantenían con esfuerzo y constante vigilancia. En España estamos o están muchos, despreciando los pocos elementos de verdadera cultura que tenemos; personas que hasta se tienen por hombres de Estado, desdeñan el tratar con sinceridad y seriedad completa los asuntos ideales y estéticos; y así, por ejemplo, profesan una religión en que no creen, o se declaran apóstoles de un radicalismo de cuya eficacia dudan; o alaban públicamente talentos y obras de arte que en el fondo desprecian; desdeñan las reglas pedagógicas en que fingen creer; se abstienen de llevar los gastos, del Estado por el camino del fomento intelectual que proclaman, teóricamente, indispensable; y con todo esto, la marea sube, cada vez se piensa y se lee y se siente menos; se vegeta, se olvida la idealidad, se abandona la tribuna y la —XXI→ prensa a los ignorantes, audaces e inexpertos... y se aplaude lo malo, si intriga; y se crean reputaciones absurdas en pocos días; y es inútil trabajar en serio, ahondar pensando, ofrecer la delicadeza y el sentimiento en el arte. Nadie ve, nadie oye, nadie entiende nada; y los que pudieran ver, oír y entender, se cruzan de brazos, se ríen, como si fuese baladí todo esto. ¡Baladí, y esa marea que sube es la de la barbarie!

El que ame un poco a su país y ame la propia vocación ¿cómo ha de abstenerse de procurar en el terreno propio de esta vocación, enmienda a tanto mal, dique a inundación tamaña? Mi afición principal está en las letras, y, desde hace muy cerca de 20 años, burla burlando procuro ir contra la corriente que nos lleva a la perdición, tal vez dejándome arrastrar a veces, por más no poder, pero volviendo a luchar siempre que tengo fuerzas. Bien puedo decir que cuando más lucho es cuando escribo estos paliques que algunos desprecian, aun apreciándome a mí por otros conceptos; estos paliques que —XXII→ muchos tachan de frívolos, malévolos, inútiles para la literatura. Son inútiles por la pobreza de mis facultades, no por la intención, no por la naturaleza del género. Son crítica higiénica y de policía; son crítica aplicada a una realidad histórica que se quiere mejorar, conducir por buen camino. Así, hay ciertas reglas generales de conducta literaria que aquí no son aplicables, por excepción. Se dice con razón en general: la crítica debe estudiar lo bueno para ayudar a perpetuarlo; lo malo sólo merece olvido; ya se morirá por su propia inercia. En España, hoy, no hay tal; no rige eso. Aquí lo malo prospera, sube, florece, ahoga lo bueno, lo acoquina si se le deja. ¡Qué de famas irritantes, de escritores hueros, necios, vulgarísimos no ha habido que combatir, como quien apaga un incendio, durante estos veinte años! ¡Si yo sacara a relucir aquí ciertos nombres y repitiera lo que hace doce y quince años hubo que decir para negar que aquellos hombres fueran genios ni siquiera escritores de talento!

—XXIII→

Entonces sonaba a paradoja, a afán de distinguirse, a deseo de mostrar gusto difícil y descontentadizo lo que hoy ya parece vulgar de puro corriente y admitido. Los jóvenes de hoy aficionados a las letras no pueden figurarse qué trabajo costó convencer a críticos y gacetilleros de que no venían a salvar el teatro, o la lírica, o la novela adocenados autores que ahora no suenan a nada, pero que entonces se quiso colocar en el séptimo cielo. Críticos de cierta autoridad (que a su vez pasaban por eminentes sin serlo) veían, por ejemplo, el sol que nace, el genio que aparece en... el señor Cavestany, por su obra El esclavo de su culpa, que es un ensayo de colegio, lleno de ripios y vulgaridades.

Un Sr. Sánchez de Castro, que escribía dramas visigodos, también era sol; y Fernández Bremón, discreto revistero y gracioso inventor de cuentecillos, tenía noches de gloria como... ¡autor dramático! El señor Shaw iba a ser un Musset, en creciendo; Ferrari y Velarde ya lo eran... Pero, ¿a qué —XXIV→ voy tan lejos? No está más reciente el ejemplo de Pequeñeces? ¿No consiguió la estupidez entusiasmada que al muy discreto Padre Coloma, por excesiva reacción, algunos hombres de talento le negaran el positivo valor que tiene, le trataran con injusticia, por oponerse al torrente de la necedad boquiabierta que veía en «Pequeñeces» mal año para Balzac, y otros desatinos?

Y en tierra en que esto pasa ¿no ha de ser necesaria la crítica higiénica y de policía?

Y la policía ya se sabe que no consiste sólo en perseguir a los malhechores, sino en proteger a las personas honradas. Aquí no sólo hay que atacar a los malos escritores, sino que también es necesario defender, no sólo juzgar, a los buenos. ¿Qué pasó poco tiempo hace con Echegaray y Galdós enfrente de la crítica menuda de teatros?

Que luchando por esta causa hay que perder amigos, ya lo sé; que el medro de la propia fama no se consigue por este camino, por experiencia lo voy aprendiendo; pero, ¿qué importa?

—XXV→

Como en España los hombres de mérito, que consiguen legítimos triunfos en las letras, nunca descienden a la critica, a la de actualidad a lo menos, y, fuera de honrosas excepciones, la sección de bibliografía y cosas semejantes está encargada en los periódicos a quien vale poco, aunque pretenda mucho, resulta que el crítico policía podrá tener en su casa cartas muy lisonjeras de los buenos escritores, pero los que manejan las trompetas de la publicidad serán personalmente sus enemigos, mas o menos descubiertos; y, lo que es en los papeles públicos, cosechará, por los vientos que ha sembrado, desdenes, olvidos, pretericiones y frialdades cuando no descarados insultos. Yo, por ejemplo, porque no hay para qué abstenerse de citar con vivos, tengo contra mí la prensa neocatólica, la prensa académica, la prensa librepensadora de escalera abajo, parte de la juventud ultrarreformista3, la crítica teatral gacetillera... y en cambio tengo los cajones de mi mesa llenos de cartas cariñosas de ilustres académicos, de —XXVI→ grandes novelistas críticos y poetas... pero todo ello manuscrito.

Guiándose por estas señales, acaso, el famoso Gubernatis, autor de un conocido diccionario biográfico de escritores contemporáneos, no pudo averiguar respecto de mi insignificante persona cosa de más provecho que esta: que tengo muchos enemigos. Verdades; y siendo como son, Dios me los aumente.

Pero tales contrariedades valen poco para el verdadero amante de las letras que ha llegado a cierta edad, que es como llegar a cierto desencanto.

Otro inconveniente, y más grave, de la crítica policiaca, es este: que en ella hay que mezclar con las grandes ideas y los grandes nombres pequeñeces transitorias de la vida diaria; siendo crítica del momento, o mejor, para el momento, le pasa algo de lo que les pasa a las discusiones políticas, que el interés que tienen en su actualidad está en razón inversa de la duración de este interés.

—XXVII→

Yo sé de quien se abstiene de intervenir en la crítica corriente, higiénica, por este motivo, porque está fabricándose su rinconcito de inmortalidad, trabajando a destajo para la posteridad, y no quiere contaminarse con las minucias del pan nuestro de cada día. Quien así procede no recuerda cierta idea y cierta imagen de Renan que vienen muy a cuento: se dirige a los que con tal esmero cuidan de su fama futura y les dice que no pasten la hierba tan de raíz, que no apliquen los dientes tan cerca de la tierra... Es necesario dejar algo al azar en esto del renombre; tiene su gracia cierto natural descuido en este punto. Generalmente, los hombres que hoy más admiramos ganaron la inmortalidad pensando mucho en su tiempo, en sus cosas, y no tanto en lo que dirían de ellos los venideros. Dante y Shakespeare, sobre todo este, me parecen buenos ejemplos. Tampoco lo es malo nuestro Lope. Si los que pudiendo prestar buenos servicios a la crítica de lo presente, no lo hacen por escrúpulos de posteridad, meditaran —XXVIII→ lo que acabo de decir, acaso vendrían a ayudarnos, y aun a dirigirnos, a los que, seguros de ser efímeras, y como el heno a la mañana verde, hablamos con todo desahogo de cosas tan transitorias como el crédito del P. Blanco, el historiador de nuestra literatura del siglo XIX, y La Dolores del Sr. Codina.

Sin embargo, como lo poco que uno vive es natural que quiera vivirlo bien, yo declaro que si viese tan grave daño en tener que tratar de asuntos pasajeros, me dolería mucho la ingrata tarea. Pero no hay tal. Lo que es muy de su tiempo, aunque dure poco, es lo que mejor sirve para ponerlo en conserva... histórica. Hay días, hay horas en los anales del mundo que valen por siglos. Además, como recuerdo de un tiempo, de un orden de sucesos, de un tipo de raza, de costumbres, de ideas, etcétera, etc., no se prefiere lo que ofrece longevidad, sino lo que ofrece carácter. No es el mejor tipo de una raza, por ejemplo, el que más duró, sino el que reúne en mejor —XXIX→ proporción sus principales caracteres. Pues bueno; en esta crítica... aplicada, en que van mezclados con la pura literatura los escombros de las cosas extra-artísticas en que los fenómenos artísticos que se estudian se produjeron, puede haber señales de los tiempos, caracteres típicos que más adelante acaso tengan un valor que hoy no conocemos, porque no nos colocamos respecto de ellos en el punto de vista arqueológico. Un ejemplo: las obras de Herondas o Herodas recientemente descubiertas, acaso valen, para la historia literaria de Grecia, sobre todo por los elementos extra artísticos que a ellas vienen pegados, gracias a su realismo popular principalmente...

Estos paliques míos pueden ser descubiertos dentro de siglos en cualquier desván o bajo tierra; en suponerlo no hay vanidad alguna, pues por poco que valgan valdrán tanto como un puchero roto, de esos que después de siglos se desentierran y valen a su modo. Tal vez entonces tengan estas menudencias de que yo hablo un —XXX→ valor arqueológico que ahora no podemos ni imaginar siquiera.

¿Quién me dice a mí que allá, en el siglo no sé cuántos, cuando los viajeros de Australia de que nos habla Macaulay, se paren frente las ruinas del San Pablo de Londres, no ha de haber una acalorada discusión entre los sabios acerca de si la orden de San Agustín pudo en época alguna, por decadente que fuera, admitir en su seno tan disparatados poetas como el P. Muiños y tan injustos, envidiosos y vengativos historiadores como el P. Blanco? Y descubiertos mis paliques se verá que sí: que vive Dios que pudo ser.

Para terminar: confieso que si yo mirase mi vida literaria en la perspectiva en que algunos amigos míos y condiscípulos miran su carrera de ministros o de... académicos, me abstendría de publicar este libro titulado Paliques; porque representa, en apariencia, un salto atrás; vuelvo en él a ser el Clarín que algunos no quieren que exista... Pero yo me entiendo: y unas veces —XXXI→ salto atrás y otras adelante, como un bombero en un tejado, que unas veces salta adelante para apagar el fuego, y otras veces salta atrás para no quemarse. Ni el bombero ni yo miramos nuestro oficio como los juegos del Circo. Ni el mundo es una pista, ni el fin de la vida ganar un premio.

Revista literaria

I. 2 abril, 1892

Resumen:

—[1]→

El teatro.- Tentativas.- Los cuatro elementos.- Autores (Galdós, Echegaray).- El público.- La crítica.- Los cómicos.- Realidad y El hijo de Don Juan, como ensayos de renovación dramática.

Aunque, por circunstancias que no importa explicar, estas revistas literarias no pueden ordinariamente referirse a la vida del teatro nacional, cuyas novedades aparecen casi exclusivamente en Madrid, no he de pretender convertir esta deficiencia material, inevitable, en sistemático propósito, ni menos he de achacarla a cierto desdén, muy en moda, del género dramático. Por esto, ahora que por vicisitudes que tampoco hay para qué determinar, he podido asistir a varias representaciones -algunas, estrenos- en los teatros de —2→ la corte, quiero aprovechar la ocasión para decir algo de este género literario, sin duda decadente entre nosotros y en muchas partes, pero que a mi ver no agoniza ni ha dejado de tener arraigada influencia en el gusto del público. No es el teatro, a no ser en manos del genio y en épocas socialmente propicias, el modo literario que refleja lo más delicado y profundo del espíritu estético de un país, pero sí el que habla con más claridad y precisión de las costumbres, del gusto y de otras varias señales de la cultura y del carácter de un pueblo, todas interesantes, no sólo para el crítico de artes, sino más aún para el historiador político y para el sociólogo. Así se explica que llamado en cierta ocasión el Sr. Cánovas del Castillo, estadista sobre todo, a estudiar el teatro español del siglo XVII, volviera principal y casi exclusivamente su atención a considerar los indicios de vida social que en las ficciones de la escena se descubrían para juzgar a los españoles de aquella centuria por las fábulas de sus dramáticos.

El público del teatro es el más fácil de estudiar, el que más se parece a la colectividad política; y por eso en el hábil dramaturgo que quiere, ante todo, agradar a los espectadores, hay algo del político experto en países democráticos; cierta ductilidad, cierta tolerancia con el convencionalismo, una especie de ánimo constante de transigir con —3→ las preocupaciones generales, y hasta casi casi con la falsedad. Más difícil es, por lo común, comprender el carácter del público de la novela, y más todavía el del público de la verdadera poesía lírica. Si, así como Hennequin quiso que estudiáramos la crítica literaria por su reflejo en lo que llaman los alemanes la psicología del pueblo o política, es posible también estudiar sociología experimental en los gustos literarios y en las producciones poéticas de un país para juzgar del público por las obras que lee o contempla, no cabe duda que tal género de investigación será más fácil y sencillo tratándose de las artes escénicas que de la compleja masa de lectores de novelas, poesías líricas, etcétera, etc. El buen novelista influye también, y mucho, en su pueblo, pero es a la larga, por complicadas incidencias; y en este punto viene a ser al autor dramático lo que el poseedor de las ciencias sociales al político práctico, de acción inmediata sobre su país. En estas revistas ordinariamente se trata de obras que pueden influir en la educación y el destino de nuestro pueblo por relaciones lejanas y poco ostensibles; pero ya que la ocasión se presenta, debemos considerar una vez siquiera ese otro influjo más patente, inmediato, sencillo en su forma, más plástico, del teatro como escuela del gusto y de la reflexión popular. Ni se puede decir en absoluto que el teatro es género —4→ secundario habiendo sido autores de dramas Esquilo y Sófocles, Shakespeare y Molière, Calderón y Schiller, ni aunque se pudiera demostrar la relativa inferioridad de la escena, sería lícito prescindir de ella al estudiar la literatura y el público de un país determinado. Hoy en España el teatro decae, sí, pero ni muere, ni deja de tener gran interés aun para la suerte de los demás géneros, lo que pasa en las tablas y lo que sienten, piensan y hacen los espectadores.

En esta temporada, me refiero a las semanas últimas, la monotonía de la languidez con que se arrastraba la existencia de nuestro teatro, vino a interrumpirse con ciertos conatos de novedad, de fuerza espontánea que, sea cualquiera su final resultado, merecen atención, aunque sólo fuera como cambio de postura y como resolución de una voluntad y conciencia que parecían dormidas.

De los cuatro elementos que debían contribuir a estos esfuerzos de novedad, o mejor, de renovación, dos a mi juicio han dado pruebas de aptitud para este empeño, aunque no con igual fuerza, ni en la misma medida en todas las ocasiones. Sin enigma, creo que los autores que han hecho algo últimamente por obligar a dar algunos pasos hacia adelante a nuestra literatura dramática han demostrado, en lo esencial, habilidad para tal empeño; y creo que el público, en general, ha —5→ comprendido la oportunidad y el valor del intento, aunque no siempre con la misma penetración. En cambio he notado que la crítica, y sobre todo quien suele hacer sus veces, no ha querido o no ha podido entender lo que el movimiento iniciado significaba -aunque también en esto es justo señalar excepciones-; y por último, cabe afirmar que otro de los factores indispensables para tamaña empresa, los cómicos, han estado muy por debajo de su oficio en tal empeño, a pesar de los elogios que algunos de ellos merezcan por sus esfuerzos, por las esperanzas que hacen concebir y por otras circunstancias atenuantes.

* * *

Realidad, de Pérez Galdós, y El hijo de Don Juan, de Echegaray, aunque con bien diferente fortuna, son las obras que sirvieron para ensayar esos conatos de cambio, de renovación, a que me refería. No importa que por faltas de composición escénica, fácilmente reparables, El hijo de Don Juan haya servido menos para el efecto buscado, ni que aun Realidad haya producido menos entusiasmo del que podía esperarse, por culpa de la inexperiencia del autor en achaques de medir el tiempo del teatro y en otros pormenores. No se trata aquí de procurar inútilmente reivindicaciones —6→ fiambres, ni nada tiene que ver este artículo con la defensa póstuma de este o el otro resultado teatral. Para analizar las obras citadas, en cuanto estrenos, es ya tarde; pero no para tomarlas en cuenta en una revista literaria mensual en que se procura atender a lo que influye de medo digno de estudio en nuestras letras y en el público. Galdós y Echegaray son dos de los hombres más ilustres que cultivan la literatura española, y el ver a nuestro primer novelista y a nuestro primer poeta dramático empeñados en la tarea de dar al teatro cierta novedad, de llevar a él más análisis, más reflexión, mayor verdad y la frescura de lo natural y la fuerza de las grandes ideas morales, debe hacernos pensar que se trata de algo serio y que, según se dice vulgarmente, en buenas manos está el pandero. Echegaray, viniendo de su singular teatro, de su romanticismo sui generis, se encuentra en el mismo terreno, por lo que al propósito importa principalmente, a que llega Galdós viniendo de una novela realista y ensayando en las tablas el efecto de su sistema artístico. Estos buenos deseos del novelista y del dramaturgo se han atribuido por algunos a motivos interesados, menos nobles y puros que los que yo estimo verdaderos.

Se ha dicho, por ejemplo, que Echegaray ensayaba de algún tiempo a esta parte nuevos recursos —7→ para seguir atrayendo la atención del público que estaba aplaudiéndole desde hace casi veinte años, para no pasar de moda, para adelantarse a posibles rivalidades de la novedad y el progreso. También se ha dicho, y esto por persona cuyo voto es de calidad, que Galdós pudo obedecer, al ensayar el género dramático, a la necesidad de renovar sus laureles y evitar el cansancio de su público, a quien tantas docenas de novelas podían tener fatigado. Yo creo que ni Galdós ni Echegaray han pensado en nada de eso: son ambos artistas verdaderos, concienzudos, reflexivos, y es natural que les importe la suerte del arte en su país y procuren, como puedan, su prosperidad y progreso. Echegaray tal vez sacrifica algo de su fama, su propio interés, en estos nuevos géneros en que anda; porque si bien su comedia Un crítico incipiente ha probado que también sirve el autor del Gran Galeoto para las máscaras alegres; y si bien las tentativas de realismo escénico, abortadas en varias de sus últimas obras, han sido felices en general, el Echegaray poderoso, vencedor siempre, con todos sus defectos, es el de antes, el impetuoso, el audaz, el singularísimo, el espontáneo... el romántico, en una palabra. Entiéndalo o no así, lo cierto es que D. José, prescindiendo a sabiendas de muchos resortes de efecto seguro de su talento dramático, de muchos recursos que él —8→ sabe que habían de servirle y que puede emplear, insiste en ensayar nuevas maneras, en ampliar el cuadro de la escena haciendo entrar en él ciertos elementos de naturalidad, de examen ético y de análisis estético que no solían verse en sus obras de antaño, ni en general, en nuestro teatro.

No sólo esto, sino que para ilustrar y educar el gusto del público acude a fuentes extrañas; y él que in illo tempore había traducido, o mejor, arreglado El gladiador de Rávena de un alemán y se había inspirado en Ebers, el hoy pasado de moda novelista tudesco, el de la novela arqueológica, para escribir El milagro de Egipto, ahora estudia al revolucionario Ibsen, cuya fama se ha ido extendiendo de Noruega y Suecia a Dinamarca, Alemania, Italia y Francia, y ensaya nada menos que una adaptación, una asimilación de uno de los dramas más temerarios del poeta del Norte, y se presenta en la escena del teatro Español con El hijo de Don Juan, dispuesto a ganar una batalla de guerra a la moderna con los fusiles de chispa de que se puede disponer usando de la compañía del vetusto coliseo. Si el público no se mostró tan avisado ni tan perspicaz en el estreno de El hijo de Don Juan como en el de Realidad, fue acaso porque de su autor favorito, siempre efectista (en el buen sentido de la palabra) esperaba otra cosa y exigía más resortes —9→ dramáticos y mejor composición al distribuir las escenas y acumular el interés. Pero no cabe decir, como han dicho algunos aficionados de la crítica, que lo que rechazaba el público era el género, las nuevas tendencias, el análisis en la escena, la necesidad de fijarse más que de costumbre y atender reflexionando, como se atiende cuando se lee una novela de alguna profundidad psicológica, o cuando se estudia un libro de los llamados serios y que tratan asuntos de historia, de ciencia, de filosofía, etc., etc.

El público acababa de demostrar que no es un animal de pura impresión, como se empeñan en afirmar muchos espíritus estacionarios que no quieren que el teatro progrese; en el estreno de Realidad se pudo observar con qué atención y hasta interés seguían los espectadores de las galerías, de los palcos y de las butacas, todos, menos algunos críticos, el hilo de la acción; cómo procuraban penetrar el sentido del diálogo.

Se ha dicho, y lo han repetido críticos tan inteligentes como Bourget, que si la novela es análisis el teatro es síntesis; pero ni las palabras análisis y síntesis son exactas en el sentido en que se aplican a estas cosas, ni se puede convertir en dogma cerrado y sin distinciones una afirmación que tomada en cierto sentido vago puede ser verdad. Lo que sí debe decirse, que el análisis en la —10→ escena no puede tener el mismo carácter ni los mismos instrumentos de expresión que en la novela. Como indicaba con feliz comparación la señora Pardo Bazán poco ha, de género a género no debe verse la diferencia que va de especie a especie en la naturaleza, según los adversarios del transformismo, sino más bien una posible evolución que no niega la real y actual distinción de género a género, pero que no los separa por abismos. Es verdad, no hay que ver aquí algo como las castas, no hay que violentar por abstracción la naturaleza de estas divisiones del arte, que no son convencionales, pero que tampoco representan elementos incomunicables. Prueba de que se convierte en falsa ideología la distinción de los géneros en cuanto se los aísla, está en la necesidad que ha tenido la misma ciencia estética de reconocer los llamados géneros intermedios, que si hoy son unos cuantos, mañana pueden ser más, merced a nuevas comunicaciones entre los géneros capitales.

El teatro moderno aspira a una transformación; mejor que negar la posibilidad de un teatro rejuvenecido, conforme con las tendencias actuales del gusto y del arte, mejor que condenar esta literatura a una inferioridad metafísica, irredimible, es estudiar los legítimos medios de darle nueva vida, de llevar a ella nuevos recursos que, sin —11→ falsear su naturaleza, le den aptitud para satisfacer las modernas aspiraciones de la vida estética. La naturalidad, la verdad mejor copiada, la imitación más fiel del mundo, pregonan unos, y no sin razón; pero también puede ser elemento que dé vigor e interés nuevo a las tablas, al mismo tiempo que contribuye a esa verdad que se pide, la mayor intensidad psicológica en los personajes escénicos, la profundidad ética, el estudio más detenido y exacto de los caracteres. Hay que hacer en el drama lo que Wagner, en este mismo respecto, hizo con la ópera; no hay que ver allí un ligero pasatiempo, sino algo serio, aunque del orden estético puramente. Si Wagner deja a veces a oscuras la sala para que la atención se concentre en la escena, debemos ver en esto un símbolo de lo que necesita el teatro para renovarse; mucha atención por parte del público, el hábito de reflexionar allí mismo, de elevarse de pronto a las grandes ideas, de conmoverse profundamente, de sentir y pensar las grandes cosas a que nos llevan de repente la elocuencia de un Bossuet, de un Castelar, o un espectáculo sublime de la naturaleza... o la música profunda y sabia.

En el estado de ánimo en que por lo común se empeñan en mantenerse esos espectadores que encuentran el mayor placer del arte en convertirse en abogadillos fiscales, no es posible que llegue —12→ a las entrañas la profunda poesía, que exige reflexión y recogimiento. A este público presuntuoso, preocupado y distraído, que en vez de sentir da dictamen o acusa, y acusa por fórmulas de una frase estética aprendida de memoria, lo que le disgusta no es la innovación, no es el análisis... es la seriedad, es la profundidad, es el gran arte; dadle a Esquilo a este público y le encontrará aburrido, no le resultará, como dice él; este público es capaz de ver mucho análisis en Shakespeare o en Sófocles, y dice, de seguro, que Racine habla demasiado.

Pero este público no es el grande, el verdadero, el que sabe gustar las bellezas nobles y profundas -hasta cierto punto- si se le dan en ciertas condiciones de fácil asimilación, que a lo menos no las rechaza por preocupaciones de semisabio, ni de clase, ni de escuela..., ni por frivolidad ingénita mucho menos. No era el gran público el que hacía frases y decía mil sublimes necedades para burlarse de la resignación de Orozco, que no mata a su mujer infiel, según las pragmáticas teatrales, antiguas y modernas. Los que hicieron chistes contra Orozco eran autorcillos silbados, empleados de consumos, o cosa así, disfrazados de gacetilleros en funciones de críticos... y no pocos Orozcos o palos; es decir, maridos tolerantes que hacen de la necesidad virtud... o granjería.

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Valor, y conciencia de lo que vale, necesitó Galdós para atreverse a ensayar la transformación de una novela suya en drama representable... y representado. Tenía contra sí, a pesar de las apariencias floridas, multitud de pasiones y preocupaciones -que son pasiones intelectuales- tenía contra sí la necedad, la doblez, la rutina, la propia inexperiencia, la ligereza del pensamiento vulgar, general, predominante. Los géneros no se transforman; lo que es novela no puede ser drama; el novelista no debe aspirar a ser dramaturgo. Estos eran los dogmas filosóficos que perjudicaban a Galdós. También los había históricos: «Balzac