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Él lleva una vida de pecado y ella está comprometida con una vida de virtud. Sean Bell no es un buen hombre y nunca ha pretendido serlo. No cree en la bondad, ni en Dios, ni en ningún final feliz que no se pague por adelantado. Hay palabras para hombres como él: playboy, mujeriego o Casanova. Cuando conoce a una preciosa chica universitaria en una recaudación de fondos, no tiene ningún problema en decirle exactamente qué cosas sucias quiere hacerle, hasta que se da cuenta de que es la hermana pequeña de su mejor amigo, Zenobia «Zenny» Iverson, que ya es toda una mujer. Y peor aún, estáa punto de convertirse en monja… Zenny, sin embargo, quiere estar segura durante su último mes de libertad. Asegurarse de que elegir a Dios es el camino correcto y, para conseguirlo, le pide a Sean que le muestre todas las tentaciones carnales que está dejando atrás. Incapaz de negarse, Sean se enamora de ella, en cuerpo y alma, y cuestiona no sólo la moralidad que ha evadido durante años, sino también su relación con el Dios con quien Zenny se ha comprometido. El único problema es... ¿qué pasa si Sean quiere que Zenny lo elija a él?
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Seitenzahl: 504
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Él lleva una vida de pecado y ella está comprometida con una vida de virtud.
Sean Bell no es un buen hombre y nunca ha pretendido serlo. No cree en la bondad, ni en Dios, ni en ningún final feliz que no se pague por adelantado. Hay palabras para hombres como él: playboy, mujeriego, o quizá, casanova.
Cuando conoce a una preciosa chica universitaria en una recaudación de fondos, no tiene ningún problema en decirle exactamente qué cosas sucias quiere hacerle, hasta que se da cuenta de que es la hermana pequeña de su mejor amigo, Zenobia «Zenny» Iverson, que ya es toda una mujer. Y peor aún, está a punto de convertirse en monja…
Zenny, en cambio, quiere asegurarse, durante su último mes de libertad, que elegir a Dios es el camino correcto y, para ello, le pide a Sean que le muestre todas las tentaciones carnales que está dejando atrás.
Sean sabe que no debería aceptar, incluso un hombre como él debería poner límites. Su dilema será enfrentarse a una moralidad evadida durante años y a una pasión incontrolable que le hace desearla en cuerpo y alma… ¿Estaría mal desear que Zenny lo elija a él en lugar de a su Dios?
SIERRA SIMONE es una exbibliotecaria que pasaba demasiado tiempo leyendo novelas románticas en el mostrador de información, cuanto más picantes mejor, hasta que decidió escribir sus propias historias. Vive en Kansas City con su marido, dos hijos y dos perros gigantes. Y un gato horrible.
A Renee Bisceglia. Este no es el primer libro que te dedico, y estoy segura de que no será el último.
Con la pluma adecuada, un hombre puede gobernar el mundo.
Bebes vino, los invitas a cenar, sonríes, les haces regalos, los masajeas con halagos y elogios, y los tratas con complicidad. Juegas al golf, vas a ver ballet, compras trajes de cuatro mil dólares y relojes de diez mil, y entonces, como quien no quiere la cosa, aprovechas la ventaja que te has construido, usas el filo de tu astucia contra los puntos débiles y, con un apretón de manos tras otro, construyes algo nuevo.
Y cuando están en el precipicio, en el punto de no retorno, cuando se dan la vuelta y ven que es su última oportunidad de retirarse, entonces les entregas la pluma.
Y la cogen con la mano. Es sólida y pesada y fría, y la destapan y observan la punta de oro lista para entregar la promesa de dinero y poder. Y cuando presionan la pluma contra el papel y la tinta fluye, tan fría y oscura, como una sangre cruel, ahí se acabó.
Ahí eres tú quien gobierna el mundo.
No soy un buen hombre, y nunca quise serlo. No creo en la bondad, ni en Dios, ni en ningún final feliz que no requiera un pago anticipado.
¿En qué creo, entonces? En el dinero. En el sexo. En el Macallan 18.
Hay una manera de describir a los hombres como yo: dandis. Mujeriegos. Inmorales.
Pero mi hermano era sacerdote y solo usa una palabra para hacerlo.
Pecador.
Esmoquin, zapatos Berluti, reloj Burberry.
Ojos azules, cabello rubio, la boca demasiado ancha.
Sí, sé que me veo bien cuando salgo de mi Audi R8 y entro en la gala a beneficio del hospital.
Yo lo sé, el aparcacoches que coge mis llaves lo sabe, la chica que trabaja en la barra de recepción lo sabe. Le regalo una clásica sonrisa con hoyuelos Bell mientras acepto el escocés que me ofrece; se ruboriza. Y entonces me doy la vuelta para enfrentar la multitud de ricos mientras voy dando sorbos a mi Macallan y pienso por dónde empezar.
Porque hoy es mi puta vuelta olímpica.
Primero, esta tarde he firmado el contrato con Keegan (una sensual pila de papeles que representa la transferencia de una manzana completamente vacía en el centro de la ciudad a un promotor inmobiliario neoyorquino) y, Dios, no creeréis la cantidad de dinero que tiene esta gente. No es normal. Es como si tuviesen una petrolera. No solo se trata de que mi empresa gane una fortuna, sino que también mejorará mi posición en Valdman y Asociados justo en el momento en el que el señor Valdman, que está a punto de jubilarse, necesita a alguien que se siente en su silla en la oficina de dirección a contar las monedas de oro.
Segundo, yo firmé el trato, no Charles Northcutt (al diablo con ese tipo), así que me encantaría refregárselo por la cara esta noche. Sé que vendrá, porque no puede resistirse a los tragos y las esposas aburridas.
Y tercero, como le he dedicado largas jornadas a lo de Keegan, mi vida sexual se ha resentido de manera drástica, y la extraño. Dispongo de algunas amantes frecuentes a tan solo una llamada de teléfono, y siempre puedo contar con el club exclusivo del que soy miembro, pero esta noche será mi vuelta olímpica. Y eso merece algo especial. Algo nuevo.
Vuelvo a mirar el salón: Valdman está en un rincón con su esposa, riendo y con el rostro enrojecido, aunque la gala acaba de comenzar. Northcutt está pegado a él, por supuesto.
Malditos lameculos.
Pero esta noche es mía, veo mujeres preciosas por todas partes, y puede que sea un hombre blanco más con demasiado dinero en una marea de hombres blancos con demasiado dinero, pero gozo de una ventaja: soy un pecador con hoyuelos cuando sonríe y un cabello perfecto, y sé cómo hacer que pecar se sienta celestial.
Apuro el escocés de un trago, dejo el vaso y me lanzo a la batalla.
Una hora más tarde, siento que alguien me toca el hombro.
—Ha venido mi padre. Solo para que lo sepas.
Giro y veo a un hombre de mi edad que me ofrece otro trago y una excusa para alejarme de la conversación y hacer un recorrido por el salón.
El padre de Elijah Iverson está en la otra punta, rodeado por el típico grupo de donantes del hospital y sanguijuelas sociales. El doctor Iverson es el médico a cargo del centro oncológico del hospital, un asistente asiduo a esta clase de eventos, así que no debería sorprenderme de que haya acudido, pero igualmente se me eriza la piel y siento escalofríos en la nuca. Cierro los ojos, y por un minuto oigo el trasteo de ollas y a mi padre alzando la voz. Los murmullos suplicantes de la madre de Elijah. Todavía puedo oler esas flores, blancas, cursis y pobres, flores para un funeral que jamás debería haber tenido lugar.
Abro los ojos y veo la sonrisa comprensiva de Elijah. Él también estaba allí ese día, cuando nuestras familias pasaron de ser íntimas a algo muy diferente, algo frío y distante. Elijah y yo seguimos siendo buenos amigos (nos unieron Las tortugas ninja en el parvulario, y esa clase de vínculos son para toda la vida), pero el resto de nuestras familias se alejaron, como si no hubieran existido dos décadas de parrilladas y noches de Pictionary, de cuidar a los hijos del otro, de fiestas de pijamas y juegos de cartas hasta altas horas de la noche, con abundancia de vino para los adultos y todos los bocadillos que pudiéramos tragar para los niños.
—Está bien —dijo.
Es una mentira a medias, porque aunque el doctor Iverson me recuerda ese día (al horrible agujero que la muerte de mi hermana dejó en mi vida), siempre nos comportamos educadamente, como seres civilizados, cuando nos vemos, que suele ser con bastante frecuencia en una ciudad de este tamaño.
—Eh, la fiesta es genial —digo, más para cambiar de tema que otra cosa.
El cisma Iverson-Bell es una herida antigua, y Elijah ya tiene suficiente presión esta noche. Es su primer éxito como coordinador de eventos en el Kauffman Center después de abandonar el museo de arte en el que comenzó, y sé que le preocupa que la fiesta sea un éxito. Sin olvidar que se trata del evento del año al que asisten su padre y todos sus colegas… Sé que esas líneas de agotamiento y estrés que veo en su entrecejo y alrededor de la boca no me las estoy imaginando.
Asiente sin ganas, mientras sus ojos de color whisky recorren la habitación. Con esa mirada eficiente y la mandíbula cuadrada, parece el gemelo de su padre (alto, moreno, guapo), pero mientras que el doctor Iverson frunce el ceño, Elijah siempre fue más propenso a las sonrisas y carcajadas.
—Hasta ahora todo está saliendo bien —dice sin dejar de observar el salón—. Pero he perdido de vista a mi cita.
—¿Te has traído a un hombre? —pregunto—. ¿Dónde está?
—Es una mujer —dice con una sonrisa, y luego se ríe en mi cara, porque Elijah no sale con una mujer desde que terminó la universidad—. Es broma, Sean. De hecho…
Una mujer muy apresurada vestida con uniforme de camarera pasa junto a Elijah agitando la hoja donde figura la disposición de los comensales e interrumpe lo que iba a decir. Después de unos cuantos susurros y algún que otro insulto, Elijah se disculpa con un gesto y se retira a apagar el incendio tras las bambalinas de la gala, dejándome a solas con mi escocés. Veo que el doctor Iverson me está mirando fijamente. Asiente con la cabeza y yo le respondo igual, sin dejar de advertir la fría compasión que hay en su expresión.
Conozco muy bien esa fría compasión. Una daga se clava hasta lo más profundo de mi pecho.
Concéntrate en la vuelta olímpica, Bell.
Pero de pronto no tengo ganas de seguir con la vuelta olímpica, sino de más escocés y un poco de aire fresco, y a pesar de la enorme pared de cristal que deja ver el cielo estrellado, me siento inquieto, como claustrofóbico. El sonido del sexteto de cuerda instalado en el rincón me resulta ensordecedor, se va expandiendo centímetro a centímetro como si fuese un gas. Avanzo hacia la puerta del balcón casi a ciegas, errático, solo necesito
salir
salir
salir…
El aire de la noche me llena con su silencio frío y abrupto. Respiro hondo. Una vez. Y otra. Hasta que mi pulso regresa a la normalidad y la daga en mi pecho cede, hasta que mi cerebro deja de pensar en el trasteo de ollas y flores de hace catorce años, mezclados con los de la semana pasada.
Ojalá todo esto hubiera sido provocado solo por el recuerdo de la muerte de Lizzy. Desearía que no existiera una razón para que el padre de Elijah me mirara con compasión. Desearía poder darme una ducha, asistir a una reunión, follar con una bella mujer sin tener el teléfono al lado, preparado para esa llamada urgente. Desearía poder estar feliz por haber cerrado el trato de Keegan, por tener cantidades obscenas de dinero y un ático impresionante, y un bello cuerpo, y una polla aún mejor, y un pelazo con ese no sé qué.
Pero resulta que hay cosas que no se arreglan con dinero y un pelo sensacional.
Sorpresa.
Bebo el resto del escocés, dejo el vaso en una mesa alta y me adentro en la terraza recubierta de césped. Frente a mí, la ciudad se extiende con sus luces centelleantes. A mis espaldas tengo la sólida cortina de hierro y cristal que constituye mi reino. Donde vivo, trabajo y juego. El aire vibra con la música estival de las cigarras y el tráfico. Desearía, por un puto segundo, recordar cómo era escuchar esos sonidos y sentir paz. Poder mirar esas luces sin recordar el brillo de los tubos fluorescentes del hospital, el pitido de los monitores y el aroma a pintalabios de cacao.
Casi no hay nadie en la terraza, pero es temprano y sé de sobra que pronto se llenará de invitados borrachos riendo y tropezando apenas levanten los platos del postre. Así que, sin importar el motivo, agradezco el momento de soledad antes de entrar de lleno en la vuelta olímpica, respiro hondo el aire con aroma a césped antes de entrar, y entonces la veo.
En realidad, lo primero que veo es el vestido, vislumbro la seda roja que flota con la brisa. Es como agitar una capa roja frente a un toro. En cuestión de segundos, vuelvo a ser Sean Bell, en plena vuelta olímpica, así que cambio de dirección en pos de esa seductora seda roja, hasta encontrarme con la mujer a la que le pertenece.
Le da la espalda al cristal y a los ricos situados en el otro lado, apoyada contra una de las gigantescas paredes de cristal que unen la terraza con el techo del edificio. La brisa sigue jugando con la seda haciendo que la tela vaya marcando los contornos irresistibles de su cintura y sus caderas, y las luces de la ciudad hacen brillar el color canela de sus brazos y de su espalda desnuda. Resigo la línea de la columna hasta donde el vestido se alza debido a su prominente trasero y luego vuelvo a subir hacia las delicadas alas de sus omóplatos, atravesados por unas tiras rojas muy finas.
Se vuelve cuando oye mis pasos y casi dejo de respirar porque, joder, es tan guapa, y, joder de nuevo, es tan joven. No como para cometer un delito, porque seguro que ya va a la universidad. Sin duda demasiado joven para un hombre de treinta y seis años.
Y, sin embargo, no dejo de caminar. Me acomodo contra la pared junto a ella, meto las manos en los bolsillos y, cuando la miro, nuestros rostros quedan completamente iluminados por el resplandor que proviene de la fiesta.
Abre sus grandes ojos cuando me mira y separa apenas los labios, como si mi rostro la sorprendiera, como si no pudiera creer lo que ve, pero enseguida descarto esa idea. Lo más probable es que no pueda creer lo fantástico que es mi pelo.
A menos que… ¿Tendré comida en la cara o algo así? Me paso una mano por el rostro y el cabello para cerciorarme. Sus ojos siguen el movimiento con una avidez que enciende un fuego en mi vientre.
Con esta luz puedo ver bien su rostro, y veo que no solo es guapa. Es impresionante, es increíble. Es la clase de belleza que inspira canciones y pinturas y guerras. Su rostro es un óvalo delicado, con pómulos prominentes y grandes ojos marrones, una nariz levemente respingona con un piercing que brilla a un lado, y una boca que no puedo dejar de mirar. Su labio inferior es ligeramente más pequeño que el superior, lo que le da una expresión suave y lujuriosa. Todo eso enmarcado por unos rizos en forma de tirabuzón.
Por Dios. Qué bonita. Qué palabra tan estúpida para describirla, qué lejos de la verdad. Los pasteles y los cojines son bonitos: esta mujer es completamente diferente. Me hace parpadear y alejar la mirada porque me provoca algo extraño en la garganta y en el pecho. Mirarla me hace sentir que tengo al alcance de la mano un misterio, lo que sentía ante las vidrieras coloreadas de la iglesia.
Lo que sentía al pensar en Dios.
Pensar en Dios y en la iglesia me provoca la clásica punzada de irritación que te enfría y te obliga a controlarte. Estoy seguro de que esta mujer piensa que estoy loco por haberme acercado y que ahora no pueda ni mantener siquiera el contacto visual. Concéntrate en el juego, Sean, me digo. Vuelta olímpica, vuelta olímpica.
—Qué bonita noche —digo.
Gira más la cabeza hacia mí, las puntas de sus rizos acarician sus hombros desnudos, y de pronto solo puedo pensar en besarlos, acariciar su cabello y besarle las clavículas hasta hacerla gemir.
—Así es —responde por fin. Dios, su voz. Dulce y firme, que se quiebra sutilmente al final.
Vuelvo a mirar hacia la fiesta.
—¿Médica o donante? —pregunto para intentar dirigirme sutilmente hacia la verdadera pregunta: ¿has venido sola?
Vuelve a abrir los ojos de par en par y me doy cuenta de que mis palabras la han sorprendido, aunque solo Dios sabe por qué, ya que a mí me parece una pregunta normalita. Y entonces en sus ojos aparece algo indescifrable.
—Ninguna de las dos —dice, y sé que no me estoy imaginando que se pone a la defensiva.
Por Dios. No quiero ahuyentarla, pero tampoco sé si lo que quiero hacer es mucho mejor. Es tan joven, demasiado joven como para invitarla a mi casa, demasiado joven como para llevarla a un rincón oculto para arrodillarme y descubrir a qué sabe…
Dios, debería alejarme. Dedicarme al menú de mis amigas frecuentes o a las de pago. Pero aunque intento retirarme, no consigo que mi cuerpo se aleje de ella.
Esos ojos cobrizos. Esa boca tentadora.
Conversar un poco no puede hacer daño a nadie, ¿no?
Endereza los hombros mientras pienso en ello y alza el mentón como si acabara de tomar una decisión.
—¿Y tú? —pregunta—. ¿Médico o donante?
—Donante —respondo con una sonrisa—. O mejor dicho, mi empresa es la que dona.
Asiente como si ya supiera la respuesta, lo que yo ya había supuesto. La mayoría de los médicos tienen un traje en el armario, pero seamos sinceros, no son famosos por su estilo, que es algo que nadie puede negar que yo sí tengo. Me pavoneo un poco arreglándome la corbata para que vea el brillo de mi reloj y el de los gemelos.
Para mi sorpresa, se ríe.
Me quedo helado, de pronto vuelvo a pensar que tengo algo en el rostro.
—¿Qué?
—¿Estás…? —Se ríe tanto que le cuesta hablar—. ¿Estás… presumiendo?
—No estoy presumiendo —digo un poco indignado—. Soy Sean Bell, y Sean Bell no se pavonea.
Ahora se cubre la boca con una mano, tiene los dedos largos y finos y las uñas pintadas de dorado.
—Sí que estás presumiendo —me acusa a través de los dedos. Su sonrisa es tan grande que desborda su mano y, por Dios, me encantaría bajar con la lengua por su vientre y alzar la vista para ver cómo sonríe cuando la beso entre sus piernas.
—Las mujeres no se suelen reír así de mí —digo con voz afligida, aunque yo también estoy sonriendo—. Por lo general quedan impresionadas por mi aspecto.
—Estoy impresionada —dice con seriedad fingida, intentando disciplinar su rostro en un gesto de asombro, pero no lo consigue y termina riéndose aún más—. Muy impresionada.
—¿Lo suficiente como para permitir que te traiga una copa? —pregunto. Es parte del guion, una respuesta provocada por los años de costumbre, y por eso justo después de decirlo recuerdo que ni siquiera sé si es legal que beba alcohol—. Esto, ¿puedes beber, no?
Su sonrisa se tuerce un poco y lleva la mano a su cintura, donde dibuja líneas abstractas en la seda.
—Cumplí veintiuno la semana pasada.
¿Cómo era la regla? ¿La mitad de mi edad más siete?
Sí, definitivamente es demasiado joven para mí.
—Entonces puedes beber —afirmo—. Pero el verdadero problema es que soy demasiado viejo para invitarte a una copa.
Alza una ceja y dice con voz burlona:
—Bueno, es cierto que eres viejo.
—¡Eh!
De nuevo esa sonrisa. Jesús. Podría pasar el resto de mi vida contemplando cómo esa boca pasa de un delicioso círculo a una sonrisa gigante.
—Cualquier cosa excepto vino —dice sin dejar de sonreír—. Por favor.
—De acuerdo —digo devolviéndole la sonrisa como un niño al que invitan a bailar por primera vez en una fiesta de instituto. ¿Qué me sucede? Aparece una bonita veinteañera y mi vuelta olímpica se convierte en una salida de novatos que van de excursión. Y yo no soy ningún novato.
Sin embargo, mi corazón late rápido y un bulto presiona mis pantalones mientras voy a buscarle una copa a esta mujer. Aunque sea demasiado joven. Aunque no la conozca. Aunque se haya reído de mí.
De hecho, me gusta un poco que se haya reído de mí. En general, me toman demasiado en serio (en la cama y fuera de ella), y me sorprende lo bien que me sienta tener que trabajar por ganarme la admiración de esta chica.
Es eso, decido. Eso es lo que quiero: ganármela. Tal vez esté mal llevarla a casa, pero me basta con conseguir que hoy se vaya deseando que la hubiera llevado a casa. Me basta para quitarme las ganas.
Le pido un gin-tonic y para mí oro escocés, y regreso a la terraza. Me alivia ver que sigue allí, mirando reflexiva el horizonte envolviendo su pecho con los brazos.
—¿Tienes frío? —pregunto preparado para ofrecerle mi chaqueta, pero me dice que no con las manos.
—Estoy bien. —Toma el gin, bebe con cuidado y parece disgustada—. ¿Tiene ginebra?
—Eres joven —digo un poco a la defensiva—. Tienes poca tolerancia.
—¿Eres así de protector con todas las mujeres que conoces? —pregunta—. ¿O soy especial?
—Definitivamente eres especial. —Pronuncio esas palabras con toda la pompa y encanto que he ido atesorando a lo largo de los años, haciendo uso de los hoyuelos, y ella se ríe de mí.
De nuevo.
Suspiro.
—¿Es una misión imposible?
—¿A qué te refieres con misión imposible?
Le doy un sorbo al escocés y pongo los mejores ojos de cachorro mojado.
—Caerte bien.
Le da un sorbo a su copa para ocultar la sonrisa.
—No me caes mal. Pero no tienes que usar esos trucos de príncipe encantador conmigo.
—Bueno. ¿Y qué tengo que hacer?
Piensa por unos segundos y la brisa juega con sus rizos. Ese extraño sentimiento vuelve a apoderarse de mi pecho, como si su cabello en el viento provocara un hechizo, conjurando recuerdos de vidrieras de colores y plegarias susurradas.
—Me gusta la honestidad —dice en voz alta—. Intenta ser honesto.
—Vaya —musito repicando con los dedos en el vaso de escocés—. Ser honesto. No sé si es muy buena idea.
—Es lo único que funciona conmigo —advierte con una sonrisa juguetona—. Necesito total honestidad.
—De acuerdo, seré honesto contigo si tú lo eres conmigo.
Estira la mano.
—Trato hecho.
Tomo su mano para estrecharla, y es cálida y suave. Dejo que mis yemas acaricien el pulso en sus muñecas y me complace ver que la atraviesa un pequeño escalofrío.
—Tú primero —dice alejando la mano. Entrecierra los ojos—. Sin trampas.
—¿Trampas? ¿Moi? —Me llevo una mano al corazón como si me hubiera ofendido su acusación, aunque llevo años sin divertirme tanto—. Sería incapaz.
—Bien. Porque esto solo funciona si lo haces en serio. No lo uses como excusa para decirme lo guapa que soy y que te gustaría conocerme mejor.
Sigo teniendo la mano en el pecho y bajo la cabeza con fingido abatimiento.
—Me has pillado. —Porque eso era exactamente lo que pensaba decir, y técnicamente no hubiera sido hacer trampa—. Pero eso también es verdad —agrego alzando la vista hacia ella.
Hace un gesto con la mano como diciendo «sí, sí, sí», y vuelve a alzar las cejas.
—Dime algo que no le dirías a cualquier chica con la que quieres acostarte.
—Bien —respondo, y apoyo el vaso en una cornisa—. Creo que eres más que guapa. Creo que eres preciosa, y que yo no te intereso, lo que hace que quiera esforzarme mucho más para conseguirlo. Quiero que te interese mi boca… —Doy un paso hacia ella con las manos bien guardadas en los bolsillos para que vea que no voy a tocarla—. Que te interesen mis dedos…
Otro paso hacia delante y ella alza la mirada para verme mejor, separa los labios, abre los ojos y pestañea. Puedo ver los sitios que muestran su vulnerabilidad, su pulso que se agita en el cuello, cómo su pecho sube y baja con rapidez, los pezones erguidos contra la seda.
—Y cada parte de mi cuerpo…
Ahora estamos tan cerca que mis zapatos acarician el dobladillo de su vestido, y entonces me alejo, sin tocar, sin apretar, sin frotar, solo palabras y la electricidad que hay entre nosotros.
—Y sí, quiero conocerte mejor. Quiero saber si gritas o gimes cuando acabas, quiero saber si prefieres mi boca o mis manos, quiero saber si te gusta lento y al fondo o fuerte y rápido.
Traga saliva, sus ojos buscan los míos con parpadeos rápidos.
—Y ahora que puedo ver la V entre tus muslos bajo ese vestido, solo pienso en apoyar mi polla. Quiero ver si eres tan sensible como para excitarte a través de la seda, quiero ver si puedo lamerte a través de la seda. —Bajo la voz—. Quiero saborearte. Tengo tantas ganas de saborearte que me pongo duro solo de pensarlo. Quiero ver cómo responde tu coño cuando lo abra con mis dedos, quiero saber si se te hincha y endurece el clítoris cuando lo chupe. Quiero sentir el lugar en el que se aplastará mi nariz cuando te coma por delante… y por detrás.
Ahora tiene los ojos abiertos de par en par, dos grandes anillos cobrizos alrededor de hondas piscinas negras.
—¿Tú… puedes hacer todo eso?
Tuerzo la cabeza divertido.
—¿Hacer qué?
Mueve un poco los pies y baja la vista.
—Eh, ejem. Lo de comerme por detrás.
¡Jesús!
Es joven, ¿pero tan joven? Veintiuno es edad suficiente como para haber encontrado al menos un tipo decente en la cama. Pero, por Dios, ¿qué dice de mí que esta repentina revelación de inocencia me excite así? Que no sepa… poder ser el primero que le muestre… Mi miembro empuja contra la cremallera como si estuviera listo para hacer saltar los dientes y siento la piel caliente, estirada. Mi lengua está desesperada por conocer la textura satinada de ese lugar secreto, su sabor oculto. Me la paso por mis dientes porque necesito sentir algo para aplacar la tormenta que se desata en mi interior.
Ella mira mi boca. Yo miro cómo me observa.
—Sí —digo con la voz ronca—. Sí que puedo hacerlo.
—Yo, eh… —dice, e incluso con esa tenue luz indirecta alcanzo a ver el rubor que se extiende por su piel morena—. No lo sabía.
Te puedo enseñar, quisiera decir. Déjame llevarte a algún lugar tranquilo. Déjame mostrarte cómo es que te sujetes de una barandilla mientras me entregas tu culo. Déjame mostrarte exactamente lo que un hombre puede hacer con su boca cuando besa a una mujer por detrás.
Pero no lo digo. En cambio, bajo un poco la cabeza, lo necesario para que abra más la boca, y murmuro:
—Tu turno.
El rubor crece y se extiende por la suave piel de las clavículas y el cuello.
—¿Mi turno? —pregunta sin aliento.
—De ser honesta. ¿Te acuerdas?
—Ah —exhala parpadeando—. Claro. Honesta.
—Sin trampas —le recuerdo—. He sido totalmente honesto contigo.
—Sí —dice, y vuelve a bajar los ojos hacia mi boca—. Has sido honesto conmigo.
Le concedo un momento, aunque solo quiero apretarla contra el cable y frotar mi erección contra la seda de su vestido. Aunque solo quiero enterrar mi rostro en su cuello y chuparle esa piel sensible mientras meto la mano bajo la falda para sentir su calor en mi extremidad.
—Bien. Honestidad. —Respira hondo y alza la vista hacia mí—. Quiero que me beses.
—¿Ahora?
—Ahora —confirma. Hay un deje de vacilación en su voz que no me gusta. O sea, estoy a punto de arrodillarme para rogarle que me deje ver su coño, pero mi lado bueno quiere que esté completamente preparada y segura. No quiero que finja ser valiente para que la bese, no quiero que recurra a su valentía para ello. Le retiro el vaso de las manos y lo apoyo en la cornisa junto a mi escocés, luego estiro mi mano hacia ella.
Parece confundida.
—¿No me vas a besar? Pensé que… después de todo lo que has dicho…
—Tengo muchas ganas de besarte. Pero ese ahora puede durar todo lo que queramos, ¿no? Tal vez dure los siguientes diez minutos, tal vez sean veinte. El caso es que no quiero apresurarme. ¿Y si es el único beso tuyo que consigo en toda la vida? Quiero tomarme mi tiempo. Saborearlo.
—Saborearlo —repite. Y entonces asiente, relajada—. Me gusta.
Toma mi mano y avanzamos por el balcón hacia una carpa con una pista de baile a la espera de que la gente acuda para beber y bailar. Pero ahora está casi vacía, solo hay un empleado solitario con una bandeja de copas de champán y un altavoz donde resuena la música que toca dentro el sexteto de cuerda.
—¿Y si primero bailamos? —pregunto.
Recorre la carpa con la mirada y algo de su confianza retrocede.
—¿Estás seguro de que sabes bailar?
—Soy un excelente bailarín —respondo irritado—. Es probable que sea el mejor del mundo.
—Demuéstramelo —me desafía. Y eso es lo que hago. Hago lo que quiero hacer desde que la vi y deslizo mi mano por la curva de su cintura hasta esos tentadores huecos que tiene llegando a la cadera. Tengo que contener las ganas de seguir bajando. Y luego la acerco hacia mí mientras mi otra mano toma la suya.
Vuelve a estremecerse. Sonrío.
No me cuesta coger el ritmo y guiarla en un vals sencillo. Soy un bailarín decente (una prima insistió para que los chicos de la familia Bell tomáramos clases de baile antes de su boda, y yo supe sacarle provecho a esa experiencia tortuosa). Me complace descubrir que la hermosa mujer en mis brazos parece impresionada.
—No eres tan malo —admite. Mientras nos acercamos a la pista de baile con la ciudad brillando a nuestro alrededor y las cigarras cantando alegres, me mira a los ojos con una expresión que no consigo descifrar. Me resulta un tanto abrumadora, como si en esa mirada hubiera demasiada historia y significado, y casi oigo un coro de ángeles en mi mente y saboreo el peculiar sabor de la hostia en la lengua.
—Tú tampoco —respondo. Pero son palabras vacías, para llenar el espacio que ya está lleno con algo espeso e innombrable y ancestral, y mi corazón y mis entrañas responden con un fervor cándido que hacía años que no sentía. Y eso me aterra. Me aterra y me excita, y entonces mueve la mano de mi hombro hacia mi nuca con un movimiento a la vez vacilante y seguro, y eso me parece importante, es adorable, es como si mi cuerpo fuera a despegar por el rapto de la lujuria, la protección y el manto de misterio que siento ahora mismo.
—¿Cómo te llamas? —murmuro. Tengo que saberlo. Tengo que conocer su nombre porque no creo que vaya a poder irme esta noche sin saberlo.
No creo que vaya a poder largarme y punto.
Pero algo en mi pregunta la incomoda, y entonces vuelve a ponerse a la defensiva, siento un caparazón entre mis brazos.
—Estoy a punto de cambiármelo —dice, críptica.
—¿De cambiar de nombre? —pregunto—. Como… ¿por protección de testigos o algo así?
Eso la hace reír un poco.
—No. Por trabajo.
—¿Trabajo? ¿Ya has terminado la universidad?
—Voy a empezar el último año, pero se puede trabajar e ir a la universidad al mismo tiempo, ¿lo sabías? —responde seria.
—Pero un trabajo por el que tengas que cambiar de nombre… —Estudio su rostro—. ¿Estás segura que no es protección de testigos? ¿Totalmente segura?
—Totalmente segura —añade—. Es un trabajo poco convencional.
—¿Me lo vas a contar?
Tuerce la cabeza pensativa.
—No —decide en voz alta—. De momento no voy a hacerlo.
—No es justo —me quejo—. Sabes bien que eso es muy deshonesto. Además, sigo sin saber cómo llamarte.
—Mary —responde al cabo de un momento—. Puedes llamarme Mary.
La miro escéptico.
—Parece un poco falso.
Se encoge de hombros y el movimiento hace que apriete un poco más mi nuca. Se siente tan bien que quiero ronronear. Me he acostado con mujeres hermosas, experimentadas, más de una a la vez, y sin embargo, la sensación de los dedos de Mary sobre los cortos cabellos de mi nuca me resulta más intensa, más electrizante que todo lo que puedo recordar. La acerco un poco mientras la música cambia a una canción lenta y melancólica; el sonido de las cigarras se alía con el de los instrumentos de cuerda como si las hubieran invitado al sexteto, alto, reconfortante, familiar.
—Hacía años que no bailaba así —admite Mary mientras nos deslizamos por la pista sin dificultad.
—Eres muy joven para hablar como una vieja —le digo.
Me regala una sonrisa triste.
—Es cierto.
—¿Que hacía años que no bailabas así o que eres muy joven para hablar como una vieja?
—Ambos —dice con la misma sonrisa—. Ambas cosas son ciertas.
La hago girar. Soy un hombre egoísta y quiero ver el movimiento del vestido en su cuerpo y, cuando lo veo, tengo que contener un rugido en mi pecho. Dios, esas caderas. Esa cintura. Esas tetas pequeñas, erectas, sin sujetador, del tamaño de una mano. La atraigo hacia mí, deslizo la mano por su espalda, jugueteo con las tiras que atraviesan su espalda.
Se estremece con mi contacto, separa los labios y le pesan los ojos. Ralentizo nuestros pasos y suelto su mano para poder trazar el contorno de su mentón.
—Mary —gruño.
—Sean —suspira, lo dice como si hubiera estado esperando para pronunciarlo, lo dice sin vacilar, sin preocupación, sin la torpeza usual de alguien que pronuncia un nombre por primera vez. Y el sonido de mi nombre en sus labios desata una necesidad profunda y embriagadora, algo conocido y extraño al mismo tiempo, como una plegaria en un idioma nuevo.
—¿Sigues queriendo que te bese? —le pregunto en voz baja. Ahora parece lista, no veo temor en ninguna parte de su rostro, pero quiero estar seguro, quiero que lo desee tanto como yo, quiero que arda de ganas de tener mi boca sobre la suya.
Me mira parpadeando, sus ojos son puro calor líquido, y cuando paso un dedo por la línea hinchada de su labio superior, vuelve a estremecerse.
—Sí que quiero —susurra—. Bésame.
Bajo la cabeza, la aprieto contra mi cuerpo para que cada una de sus curvas se aplaste contra mis músculos y estoy a punto de reemplazar mis dedos por mi boca, de saborearla por fin, de besarla hasta que no pueda mantenerse en pie… cuando una música pop estridente atraviesa el aire.
Kesha está sonando en mi bolsillo. (Sí, me gusta Kesha. ¿A quién no? Es sensacional.)
—Vaya —dice Mary.
—Mierda —digo, y la suelto para buscar el teléfono. Doy un paso hacia atrás cuando por fin consigo aceptar la llamada y apoyarlo en mi oreja.
—Sean —dice mi padre al otro lado de la línea—. Estamos en urgencias.
Sacudo el brazo con impaciencia para que el reloj quede a la vista y poder ver la hora.
—¿En el hospital universitario?
—Sí.
—Lo veo desde aquí. Estoy ahí en diez minutos.
—Bueno —responde mi padre—. Conduce con cuidado… Nada va a cambiar si tardas cinco minutos más…
Arrastra las palabras, perdido. Sé cómo se siente. Sé exactamente cómo puede confundir tu mente la adrenalina de llevar a alguien al hospital.
Cuelgo el teléfono y vuelvo a mirar a Mary, que se muerde el labio y frunce el ceño, preocupada.
—¿Todo bien? —pregunta.
Me paso una mano por el rostro, de pronto me siento muy, muy cansado.
—La verdad es que no. Tengo que irme.
—Ya. —Aunque parece decepcionada, no está molesta porque haya interrumpido el momento como lo estarían muchas mujeres. En todo caso su expresión es… bueno, amable. Sus ojos son cálidos y empáticos, y aprieta esos labios que me arrepentiré para siempre de no haber besado hasta hacerlos desaparecer.
—Si fueras más mayor te pediría el número —murmuro—. Me aseguraría de continuar donde lo hemos dejado.
—No podríamos —dice alejando la mirada. Algo vulnerable e inocente aparece en su rostro, y eso mueve cada gramo de mi lujuria y el instinto protector que siento hacia ella—. Esta es algo así como mi última salida —aclara—. Al menos por un tiempo.
¿Última salida? Y entonces recuerdo que es agosto, que está estudiando, que parece ser el tipo de mujer que se toma en serio sus estudios.
—Claro. Pronto comenzará el semestre.
Abre la boca como si fuera a decir algo, tal vez para corregirme, pero entonces solo junta los labios y asiente.
Tomo su mano y la llevo a mis labios. No estaría bien darle un beso de verdad antes de irme (hay algo en eso que hasta a mí me resulta inmoral), pero es que, bueno, no puedo resistirlo. La caricia sedosa de su piel en mis labios, un aroma ligero y floral. Tal vez a rosas.
Joder.
Joder.
Caigo en la cuenta de que puede que esta sea la última vez que vea a esta mujer, la única mujer en años a la que quiero volver a ver con desesperación, y no hay nada que pueda hacer para evitarlo. Es demasiado joven y de todas formas tampoco me está ofreciendo ninguna forma de contacto, y yo tengo que correr hacia el hospital.
Bajo la cabeza con la mayor resignación que he sentido en toda mi vida y me alejo.
—Ha sido un placer conocerte, Mary.
Veo un atisbo de conflicto cuando me responde:
—También ha sido un placer para mí, Sean.
Giro, sintiendo un gran peso en el estómago, como si mi cuerpo estuviera atado al suyo y me rogara que regresara, pero mi mente y mi corazón ya están enfocados en el hospital. En la sala de urgencias que tan bien conozco.
—Sea lo que sea —grita Mary a mis espaldas—, rezaré por ti.
La miro por encima del hombro, sola en la pista de baile, rodeada por las luces de la ciudad, envuelta en seda, con una intrigante combinación de sabiduría y juventud en su rostro, segura y vulnerable. Memorizo cada una de sus líneas y curvas, y entonces digo:
—Gracias. —La dejo con las luces centelleantes y las incansables cigarras.
No digo lo que realmente quiero decir mientras me voy, pero lo pienso mientras me dirijo hacia el aparcacoches, y lo repito amargamente en mi mente mientras conduzco hacia el hospital.
No pierdas el tiempo con esa mierda de rezar, Mary. No funciona.
Solía creer en Dios como quien cree en el cáncer. Es decir, sabía que ambos existían en un sentido distante, académico, pero que es un asunto que les atañía a otras personas, eran irrelevantes para la vida de Sean Bell.
Entonces el cáncer llegó a mi familia, la atrapó con uñas y dientes, enorme y feroz, y dejó de ser académico, dejó de ser distante. Se convirtió en real y terrible, más vengativo y omnipresente que cualquier deidad, y nuestras vidas se reordenaron en torno a sus rituales, su comunión de piruletas de morfina y medicación para las náuseas, sus salmos de vaporizadores y televisión durante el día.
Fuimos bautizados en la Iglesia del Cáncer, y fui tan devoto como cualquier recién convertido: fui a todas las citas con el médico, me informé de cada nueva investigación y usé todas las conexiones que tengo en la ciudad para asegurarme de que mi madre tuviera lo mejor de lo mejor.
Así que sí, ahora creo en el cáncer.
Es demasiado tarde para creer en Dios.
Entro en el aparcamiento del hospital, aparco el Audi y recorro las puertas de la sala de urgencias, ignorando a la gente que me mira porque sigo con el esmoquin. Voy directo a la recepción y, vaya suerte, me encuentro con una enfermera con la que follé algunas semanas atrás la última vez que internaron a mi madre. Mackenzie o Makayla o McKenna o algo así. Tuerce la boca en una mueca amarga cuando me ve, y sé que me lo merezco.
—Bueno, llegó el mismísimo Sean Bell —dice torciendo la cabeza y entrecerrando los ojos. De pronto agradezco el cristal que nos separa porque, si no, creo que mi integridad física podría estar en riesgo. Para mí fue una escapatoria desesperada durante las largas horas en la sala de espera, una distracción momentánea con un cuerpo bello y disponible, pero después de que me diera su número y sus horarios, quedó claro que para ella había sido algo más.
—Hola, mi madre está en urgencias y necesito verla. Es Carolyn Bell, creo que llegó hace poco.
La enfermera del nombre con M pestañea despacio en un gesto insolente y se gira aún más despacio hacia la pantalla de su ordenador. Clic, posa su dedo molesto contra el mouse. Clic. Clic.
Joder.
Coño, si se moviera más lentamente, se quedaría congelada. Sería una estatua. ¿No hay alguna regla que diga que las enfermeras tienen que hacer su trabajo sin importar el historial sexual? ¿No está rompiendo algún juramento de enfermeras? Una parte de mí quiere hacer una actuación clásica a lo Sean Bell, y comportarme de forma encantadora o amenazante, pero ambos caminos toman tiempo y eso es algo de lo que no dispongo.
—Mira, lamento no haberte llamado —digo.
Ni siquiera me mira.
—Seguro.
Buuueeenooo. Todo mi cuerpo grita por ver a mi madre, todavía me siento totalmente agitado por el recuerdo de una chica que se hace llamar Mary, y ahora tengo que lidiar con una enfermera enfadada que se interpone entre mí y el sitio en el que debo estar. Exactamente por eso me he mantenido libre de ataduras toda mi puta vida. El sexo y los sentimientos no se mezclan, y Mackenzie/Makayla/McKenna es la prueba viviente de ello.
Honestidad, la voz de Mary retumba en mis oídos. Intenta ser honesto.
Dejo escapar un suspiro largo y sordo. Sé que tengo que arreglar esto de alguna forma. Mamá es más importante que tu orgullo, cretino. Discúlpate de verdad y así podrás verla.
—Mira —digo, inclinándome hacia delante para poder hablar bajo y no humillarme frente a toda la sala de espera—. Tienes razón. Estuvo mal aceptar tu número cuando no tenía intención de llamarte y estuvo mal follarte sin dejar claro que no quería nada más. Te mereces algo mejor y lo siento.
La enfermera no se ablanda fácilmente, pero acelera los clics y por fin me mira.
—Habitación trece —dice. La amargura de su voz parece un poco amortiguada—. Por esa puerta y a la izquierda.
—Gracias —respondo.
—Y para que lo sepas —dice sin dejar de mirarme—. Tratas como la mierda a las mujeres. Si te queda algo de decencia, ahórrale el dolor de cabeza a la próxima que conozcas.
—Lo tendré en cuenta —miento, y avanzo hacia la habitación de mi madre. Mientras camino, los zapatos de vestir reflejan la luz barata del hospital contra la pared.
Dos horas más tarde, estoy en la sala de espera del quirófano con el teléfono en la oreja. Estoy solo porque le he dicho a mi padre que vaya a casa a buscar unas cosas para mamá y, gracias a Dios, me ha hecho caso.
¿Primer mandamiento de la Iglesia del Cáncer? Dale algo que hacer a tu padre. La espera, la incertidumbre, las horas sin hacer nada: todo aumenta su temor y su agitación, lo que posiblemente acabe volviéndolo un desastre incapaz de ayudar en nada. Pero mientras se sienta útil, todo irá bien. Así no me estresa a mí ni a mi madre.
Segundo mandamiento: los mensajes en el grupo son sagrados. Después de resolver lo de papá, puse al día a la familia en el chat y ahora estoy al teléfono hablando con mi hermano Tyler.
—Creí que ya habían resuelto lo de la obstrucción intestinal —dice con voz cansada. Miro el reloj: es casi medianoche en la Costa Este y, conociendo a mi hermano y a su esposa Poppy, estoy seguro de que se han pasado la noche follando como conejos.
Suertudos.
—Hace unas semanas solo era una obstrucción parcial —explico mientras me masajeo la frente con la palma de la mano. A veces siento que mi vida ha quedado reducida a repetir una y otra vez el resumen del diagnóstico médico—. La han internado para mantenerla hidratada y poder monitorearla. Creyeron que había desaparecido.
—Bueno, obviamente no es así —dice Tyler impaciente, y aunque estoy de acuerdo, contengo un arranque de mi propia impaciencia. Porque él no está aquí, está de gira por las mejores universidades, promocionando el bestseller de sus propias memorias y follando con su ardiente esposa, y no ha tenido que pasarse los últimos ocho meses escuchando a los médicos, negociando con la aseguradora y aprendiendo a colocar bien el suero. Yo sí lo he tenido que hacer. He tenido que soportar los peores momentos de la enfermedad de mi madre y el estrés de mi padre porque Tyler está demasiado lejos, y Ryan es demasiado joven, y Aiden es demasiado sensible, y Lizzy está demasiado muerta.
Mierda.
Por un momento me arden los párpados, y eso lo odio, odio la sensación de impotencia y culpa y pérdida, y lucho contra ello. No pude salvar a Lizzy, pero puedo salvar a mamá y eso es lo que haré.
—Creen que posiblemente haya empeorado o que sea un efecto secundario del tratamiento con radiación de hace dos días —digo cuando me repongo de mis estúpidos pensamientos—. Ahora ya es una obstrucción total, así que la están operando y, si sirve de algo, son optimistas.
Tyler respira hondo.
—Debería ir a verla.
La pregunta del millón, siempre. ¿Y si este es ese momento? ¿Y si ahora todo se sale de control y comienza a desmoronarse? Tyler solo tenía diecisiete años cuando encontró el cadáver de nuestra hermana colgando del techo del garaje y sé que eso le afectó duro, como a todos (o tal vez más). Pasó diez años de su vida sirviendo a un Dios vacío y ausente. No tengo dudas de que la posibilidad de perderse los últimos minutos de mamá debe atormentarlo más que no haber podido detener a Lizzy, sencillamente porque en el caso de nuestra hermana no había forma de saber lo que iba a suceder. Pero con cada día que pasa, la inevitabilidad acerca de la muerte de mamá se vuelve cada vez más evidente.
Para, me ordeno molesto. Nada es inevitable.
Nada.
—Si quieres venir a casa a verla, lo entiendo, pero esta vez va a estar bien. Se trata solo de una laparoscopia, estará afuera enseguida. Mira, Tinkerbell —agrego, sabiendo que ese apodo lo vuelve loco—, nadie te culpa por vivir en otro estado. Mamá está superorgullosa de lo que haces, que es…
—Escribir libros —añade con brusquedad.
—Y de lo que hace Poppy en Manhattan, que es…
—Una fundación de arte. ¿Acaso no me escuchas cuando hablo?
—Por supuesto que no. Así que no te sientas culpable por no venir, ¿sí? Cuando de verdad crea que es el momento, yo mismo te compraré el billete. Pero no es ahora.
—Me preocupa que no quieras admitir cuando llegue el momento —dice Tyler con cuidado—. Y mucho menos decírmelo a mí.
—¿Qué coño significa eso?
Una pausa. Sé que Tyler está diseccionando mis palabras y eso me molesta aún más.
—No necesito que lo suavices —disparo—. Di lo que tengas que decir.
—Bien —comienza y me complace oír que él también es un poco brusco—. Creo que no has asumido que mamá va a morir.
—Todos vamos a morir, peque. ¿O se te olvidó esa parte de la clase de religión?
—Sean, hablo en serio. Sé que piensas que esto se reduce a contar con los mejores médicos, los mejores tratamientos, la mayor suma de dinero, pero puede que esas cosas no sirvan para nada. ¿Lo entiendes, no? ¿Sabes que no puedes controlar lo que suceda?
No respondo. No puedo. Sujeto el teléfono con tanta fuerza que puedo sentir los bordes del cristal apretando mis huesos.
—No hay agenda para la vida, no hay itinerario, no hay plan estratégico —continúa Tyler—. Todo puede salir perfectamente… hasta que deja de hacerlo, y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. ¿No lo ves?
—Veo que ya te has resignado con mamá, y ni siquiera estás aquí para saber de verdad cómo se encuentra.
—Está bien que te enfades —me dice Tyler despacio—. Y que te sientas perdido.
—No te pongas en plan sacerdote —mascullo caminando por la habitación, deseando que estuviera aquí para poder golpearlo de lleno en su bocaza de sabelotodo—. No eres mi sacerdote, Tyler. Ya no eres sacerdote de nadie.
—Puede que no —responde con calma—. Pero sigo siendo tu hermano. Te sigo queriendo. Y Dios también te sigue queriendo.
Resoplo.
—Entonces debería empezar a esforzarse un poco más.
—Sean…
—Tengo que colgar. Le dije a Aiden que lo llamaría.
Y entonces cuelgo antes de que Tyler pueda responder, una estrategia de cretino que conozco bien, pero él ha sido el primero en comportarse como un cretino metiendo a Dios en todo esto. Un Dios en el que no creo, al que odio, ese Dios que permitió que uno de sus sacerdotes lastimara a mi hermana una y otra vez, y luego, en lugar de consolarla, permitió que ella pusiera una soga alrededor de su cuello de diecinueve años para escapar del dolor. Un Dios que ahora está matando a mi madre de la forma más lenta y deshumanizante posible.
Que se vayan a cagar Tyler y su Dios, no necesito a ninguno de ellos, y tampoco a mamá.
—¿Señor Bell?
Alzo la vista y veo a alguien ataviado con ropa de quirófano en la puerta.
—¿Sí? —digo con voz ronca.
—Su madre está en la sala de postoperatorio. Está dormida, pero todo ha salido muy bien. ¿Quiere ir a sentarte a su lado?
—Por supuesto. —Acudo al lado de mi madre, dejando detrás todos los sermones de Tyler y mi enfado con Dios, sabiendo que me estarán esperando cuando regrese.
Harry Valdman es un imbécil egoísta y codicioso que engaña a su esposa, ignora a sus hijos y estafa a las personas para robarles el dinero que tanto les ha costado ganar, pero es un jefe decente. Mientras yo traiga dinero, no le importa qué hago ni cuánto tiempo paso en la oficina, lo que ha sido de mucha ayuda en los últimos ocho meses, desde que recibimos el diagnóstico de mi madre y me convertí en el hijo que se ocupa del cáncer. Sigo firmando acuerdos jugosos y trayendo a clientes aún más jugosos, aunque haga mi trabajo desde los sitios más dispares.
Así que asumo que no va a haber problema cuando le escriba un mensaje a su secretario para avisarle de que no iré a la oficina. Pero entonces me llama.
—Buenos días, señor Bell. —Trent, el secretario, se oye un poco nervioso—. El señor Valdman dice que quiere verle en su oficina lo antes posible. Ha pasado algo importante, una emergencia.
Miro al otro lado de la habitación, donde mi madre duerme plácidamente rodeada por un enjambre de máquinas, cables, bolsas y pantallas.
Suspiro.
—Mi madre está en el hospital. ¿No puede esperar?
—Espere, preguntaré —responde Trent y oigo las notas de una pieza de Liszt mientras aguardo. Entonces regresa—. Eh, ¿señor Bell? Lo siento mucho, pero el señor Valdman dice que necesita verlo de inmediato y que no puede esperar. ¿Le digo que está de camino?
—Joder —musito pasando una mano por mi rostro sin afeitar y bajo la vista hacia el esmoquin arrugado—. Sí, voy de camino. Paso por mi casa a cambiarme y voy para allá.
—Sí, señor. Le aviso.
Maldita sea.
Cuelgo el teléfono y me levanto contra mi voluntad para dejar sola a mi madre. Le dije a mi padre que fuera al trabajo (es encargado del almacén de una pequeña empresa de fontanería y a su jefe no le gusta que falte por ningún motivo, ni siquiera por una esposa enferma) y Ryan está en Lawrence instalándose en su apartamento universitario. Aiden está trabajando. Y, obvio, Tyler no está.
Le doy un beso a mi madre en la frente fría, y se remueve un poco, pero no se despierta. Encuentro a una enfermera y le explico que tengo que irme a trabajar, pero que me llame si hay el más mínimo cambio. Le doy el número de todas las personas que se me ocurren por si no consigue encontrarme. Estoy seguro de que Valdman entenderá si tengo que huir de nuestra reunión.
Casi seguro.
Bueno, a medias.
Mierda, de hecho, no estoy seguro de nada. Le doy vueltas a la idea mientras conduzco el automóvil a toda velocidad, golpeteando ansioso el volante. Es la primera vez que cuidar de mi madre me ha supuesto un problema en el trabajo, y tengo que admitir (aunque sé que Valdman es un imbécil) que me sorprende que insistiera tanto en que fuera. Trent dijo que era una emergencia, ¿pero qué jodida emergencia de inversiones puede ser más importante que la emergencia médica de mi madre?
Y entonces me siento como un idiota, porque no he ganado todo el dinero que he conseguido haciéndome esa clase de preguntas. Siempre, siempre prioricé el trabajo, al menos hasta que mi madre enfermó. E incluso después de eso, he hecho lo imposible para que esta compañía dispusiese de cada parte de mí no comprometida con los deberes de chofer para la quimio o asistente de farmacia. Si Valdman dice que es una emergencia, tengo que creerle e intentar solucionar lo que sea que esté ocurriendo.
Pero ahora en serio, ¿qué puede ser?
Llego a casa, me doy la ducha más rápida del mundo y me pongo un traje limpio sin ni siquiera afeitarme. No voy a ver a ningún cliente, así que está bien, aunque me resulta extraña la sensación de la barba rozando la tela de una camisa limpia. Me siento desaliñado y, cuando me miro en el espejo, noto que no tengo la corbata bien puesta. Apenas reconozco al hombre que me mira.
Bueno, no hay nada que hacer. Ha sido una noche larga, y no de las mejores… salvo por la parte de Mary, porque podría haber pasado mil noches largas con ella.
Lo que significa que iré directo al infierno.
Los hombres de treinta y seis como yo no deberían querer ver un coño universitario. Ni querer lamerla y frotarse contra ella hasta hacer que se moje y verla gemir; ni querer abrirle las piernas y montarla, ni querer follársela y bombear y frotar hasta que haya acabado tantas veces que se olvide de su nombre… de su nombre falso. Y ahora vuelvo a estar empalmado. Genial, genial.
Meto todas mis mierdas en una cartera de cuero y corro hacia la puerta para reunirme con mi jefe. A la mierda la erección, de todos modos desaparecerá cuando llegue a su oficina.
La rosácea decora las mejillas de Valdman con lo que parecen arañas rojas, y me encuentro mirando los diminutos capilares y venas rotas mientras habla, preguntándome por qué todos los tipos ricos blancos terminan con ese aspecto rubicundo y qué debería hacer yo para no terminar también como Enrique VIII. Probablemente dejar de beber, aunque es cierto que como mucha col rizada, y eso debe contar para algo.
Sigue divagando desde que me senté hace algunos minutos y yo sigo sin tener ni idea de lo que ocurre.
—… jodidos, Sean, estamos jodidos, y ya me han llamado dos clientes preocupados porque la mala prensa pueda afectarlos. Y los de las noticias… Jesús, ¡son como buitres! Están volviendo locos a todo el mundo, hasta a los putos becarios.
Me obligo a levantar la mirada de sus mejillas.
—Si me dice qué ha ocurrido, lo arreglaré. Se lo prometo.
Valdman se acomoda en la silla y se estira hacia el bar que tiene junto al escritorio.
—¿Quieres una copa? —pregunta tomando un vaso y el decantador de whisky.
Miro el reloj con discreción. Son apenas pasadas las nueve.
—Estoy bien —rechazo con prudencia—. Ahora, señor, sobre lo que ha ocurrido…
—Sí, sí —musita dando un sorbo al vaso y apoyando el decantador en el escritorio, entre nosotros—. El trato de Keegan.
Estoy genuinamente confundido.
—¿El trato con Keegan, señor?
Valdman pestañea con los ojos rojos y vuelve a beber. Espera que yo diga algo.
Pero ¿qué puedo decir?
—Todas las versiones del trato han pasado al menos dos veces por el departamento legal —digo haciendo un esfuerzo para pensar en posibles agujeros que puedan haber afectado tanto a Valdman. Pero no hay ninguno, en serio. Ninguno. Es un buen trato: fue preparado para todas las contingencias, se examinaron todas las cláusulas, y todos los códigos e impuestos de todas las ciudades fueron referenciados e incluidos hasta el cansancio—. Tuvimos que pedir un permiso especial a la alcaldía, pero eso resultó mejor y más fácil de lo que esperábamos. Y luego lo mandamos al departamento legal por última vez, después de que lo leyera el equipo de Keegan. Le prometo, señor, que no hay nada que roce ni remotamente lo ilegal o lo poco ético.
Valdman gruñe.
—Puede que no lo ilegal, ¿pero lo poco ético? Permíteme dudarlo.
Lo miro. Sé que estoy mermado por el estrés y la falta de sueño, sé que estoy abatido por cuatro semanas de noches largas y levantarme temprano para cerrar este acuerdo, pero mi mente siempre funciona mejor cuando la exijo, así que estoy genuinamente perplejo. O sea, sería el primero en admitir que en el pasado cerré acuerdos que traspasaban algunos límites morales (después de todo, en las fronteras de lo moral es donde más dinero se gana), pero no había ni la más mínima sobre de ello en el trato de Keegan. Ni rastro de nada sospechoso. Solo unos ladrillos viejos que se convertirán en relucientes centros comerciales. Joder, me parece un buen trato incluso desde el punto de vista del simple ciudadano.
Por fin, Valdman ve que no tengo ni idea de lo que está hablando, así que apoya el vaso con un suspiro de fastidio.
—El hombre que vende la propiedad… ¿Ernest Ealey? ¿Te mencionó algo de un alquiler? ¿Inquilinos?
Pregunta sencilla.
—Nunca —digo con firmeza—. Y buscamos todos los contratos vinculados a esos tres edificios en los últimos cuarenta años. Nada vigente, ni deudas, ninguna de esas mierdas de patrimonio cultural. Es una propiedad limpia, señor, lo prometo.
—Te equivocas —dice mi jefe—. Porque sí hay un contrato, y hay inquilinos.
Sacudo la cabeza.
—No, revisamos…
—Ealey te mintió, hijo, o tal vez solo se olvidó porque se trata de un acuerdo de palabra cerrado veinte años atrás.
—Si no está registrado…
—Me importan una mierda los registros en este momento —dice Valdman—. Lo que me importa son los putos periodistas que me están respirando en la nuca.
—Lo siento, señor, sigo sin entender por qué a la prensa le importan esos inquilinos…
—Monjas, Sean —interrumpe Valdman—. Son unas putas monjas.
De todas las cosas que podría haber dicho, la palabra monjas probablemente era la última en mi lista de posibilidades y me seguía preguntando si había oído bien, cuando sigue hablando:
—Tienen un albergue y un comedor, y en el último año lo han usado para alojar a víctimas de trata de personas.
Monjas. Albergue.
Víctimas de trata de personas.
Parpadeo.
Y vuelvo a parpadear.
Porque esto es malo.
—El viejo Ernest Ealey llevaba años sin poder vender esos edificios, así que se los alquiló a las monjas por un dólar al año para ahorrarse los impuestos.
—Un dólar al año —repito.
Mierda, esto es muy malo.
Valdman me mira por encima del vaso con escocés mientras echa un trago.
—Veo que por fin comprendes la gravedad del asunto.
Oh, sí, vaya que si lo entiendo: de esa manera no importa hasta qué punto es legal y correcto el acuerdo. Porque la historia es que una empresa de otro estado va a robarle a un grupo de monjitas dulces y bonachonas el espacio que usan para ayudar a la sociedad. La historia es que un hogar de caridad será derribado para convertirlo en un templo de la codicia y el consumismo. La historia es que esas monjitas (joder, ya estoy viéndolas en las noticias, con sus hábitos y adorables rostros arrugados) solo quieren vestir y alimentar a los pobres mientras los millonarios malos las castigan y la alcaldía muestra lo corrupta que es.
Mierda, mierda, mierda. ¿Cómo coño se me ha pasado una cosa así?
Me meso un poco el cabello y me doy pequeños tirones para que el dolor me devuelva la concentración.
—¿Quiere que busque la forma de cancelar el trato?