Poesía reunida - Teresa Wilms Montt - E-Book

Poesía reunida E-Book

Teresa Wilms Montt

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Beschreibung

Este volumen alberga los cuatro libros de poesía que publicó Teresa Wilms Montt: Inquietudes sentimentales, Los tres cantos, En la quietud del mármol y Anuarí. A todos los atraviesa una sensibilidad que carece de imposturas: no hay cálculo sino flujo de pulsaciones, un lenguaje que en su obstinación construye una peculiar estética. Sus poemas son reflejo de las contingencias vitales, en particular de una: el suicidio del joven poeta argentino Horacio Ramos Mejía, quien toma la decisión (según se rumorea, en presencia de ella) tras el rechazo de Teresa a contraer matrimonio, quizá porque Wilms Montt ya no creía en ningún vínculo sagrado y prefería ser su amante. Resulta imposible entonces separar biografía y escritura, tanto en esta como en cualquier otra obra. Los libros aquí compilados se publicaron en el transcurso de dos años, los veinticuatro y veinticinco de Teresa, 1917 y 1918 del siglo pasado. Y todos fuera de Chile, hecho que demuestra su capacidad de ingresar con rapidez a los círculos culturales de Buenos Aires y Madrid y, a la vez, el terrible trato que tuvo en el país de poetas, donde fue recluida en un convento debido al machismo dominante. Sorprende además la madurez de su escritura. La composición estructural y una cuidada musicalidad envolvente y reconocible. Poesía reunida es un pórtico repleto de sombras que permite ingresar a una escritura donde biografía y canto parecen fundirse en una música inclasificable. Una voz quebrada que exhibe su radical aislamiento, consolidando así una poética sólida y necesaria.

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Teresa Wilms Montt

Poesía reunida

ISBN: 978-956-9974-12-0
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

Poesía reunida

Poesía reunida

Teresa Wilms Montt

de esta edición

© Alquimia Ediciones, 2016

Colección: Umbrales de Memoria

Transcripción, edición y notas: Julieta Marchant

Dirección colección: Guido Arroyo

Diseño editorial: Nicolás Sagredo

NOTA DE LA EDICIÓN: El siguiente volumen reúne los cuatro libros de poesía de Teresa Wilms Montt – Inquietudes sentimentales (1917), Los tres cantos (1917), En la quietud del mármol (1918), Anuarí (1918)– y el poema «Belzebuth» (1919). Se ha mantenido la ortografía de la época, aunque enmendando algunos errores ortográficos y problemas de puntuación.

Inquietudes sentimentales

Inquietudes sentimentales fue publicado en el año 1917, en Buenos Aires, por la Imprenta Mercatali. Su interior contiene una serie de cuatro ilustraciones de Gregorio López Naguil y otras dos en el exterior, una en la tapa y otra en la contratapa. La autora firma como Thèrése Wilms Montt, seudónimo que seguirá usando hasta su tercer libro, aunque enmendando el error de la orientación de los tildes –en Anuarí (1918) y en Cuentos para los hombres que son todavía niños (1919), firmará como Teresa de la ✝–. En la edición original de Inquietudes sentimentales, cada poema va en una página independiente. Para la transcripción se recurrió a esa edición, que se encuentra disponible en la Biblioteca Nacional de Chile y digitalizada en el portal patrimonial Memoria chilena.

PRELIMINAR

Al ofrecer estas páginas al lector, no he pretendido hacer literatura. Ha sido mi única intención la de dar salida a mi espíritu, como quien da salida a un torrente largamente contenido que anega las vecindades necesarias para su espaciamiento.

Escribo como pudiera reír o llorar, y estas líneas encierran todo lo espontáneo y sincero de mi alma.

Allá va ellas, sin pedir benevolencias ni comentarios: van con la misma naturalidad que vuela el pájaro, como se despeña el arroyo, como germina la planta…

I

La luz de la lámpara, atenuada por la pantalla violeta, se desmaya sobre la mesa.

Los objetos toman un tinte sonambulesco de ensueño enfermizo; diríase que una mano tísica hubiera acariciado el ambiente, dejando en él su languidez aristocrática.

Una campana impiadosa repite la hora y me hace comprender que vivo, y me recuerda, también, que sufro.

Sufro un extraño mal que hiere narcotizando; mal de amores, de incomprendidas grandezas, de

infinitos ideales.

Mal que me incita a vivir en otro corazón, para descansar de la ruda tarea de sentirme vivir dentro de mí misma.

Como los sedientos quieren el agua, así yo ansío que mi oído escuche una voz prometiéndome dulzuras arrobadoras; ansío que una manita infantil se pose sobre mis párpados cansados de velar y serene mi espíritu rebelde, aventurero.

Así desearía yo morir, como la luz de la lámpara sobre las cosas, esparcida en sombras suaves y temblorosas.

II

Paseaba por el camino somnoliento de un atardecer.

Los árboles otoñales, con sus brazos descarnados levantados al viento, tenían no sé qué gesto trágico de súplica; y las montañas, rojas de ira bajo el sol de ocaso, amenazan derrumbarse sobre el río manso como una mujer enferma.

¡Naturaleza!

Alma que yo siento dentro de mí y que no es mía. Yo te comprendo en tus enormes y secretas grandezas.

Como penetro en la belleza del astro rey, así observo, también, la tragedia sentimental de la yerbecita que quiere ser árbol y lucha con las patas del animal, con las ruedas del carro, con la indiferencia del hombre, y por último muere triturada en el hocico de un pollino.

Naturaleza, si eres tan benévola para el que nace grande, ¿por qué no lo eres también para el que nace miserable?

Nada me puedes esconder, Naturaleza; porque yo estoy en ti, como tú estás en mí: fundidas una en otra como el metal transformado en una sola pieza.

Eres mía, Natura, con todos los tesoros que encierran tus entrañas.

Mío es el oro que brilla fascinando a los gnomos en el fondo de las minas; mía la plata que, en complot contigo, prepara macabros planes para hacer que los hombres se destrocen; mío es el brillante majestuoso en su sencillez; mía tu sangre de lava que chorrea hirviente en los volcanes; mías tus flores y tus lagos divinos; mías tus montañas y valles; mía eres tú, Naturaleza, porque mis pies han echado raíces hasta traspasar el globo y te he extraído la savia.

Mías son también tus miserias, míos tus infinitos dolores de madre; mía la cuna de Momo y la guarida de la Muerte…

He crecido nutrida de tu savia hasta sentir que mi cabeza se erguía altanera y miraba al infinito, como al hermano menor del pensamiento.

III

Un odoratísimo clavel se muere sangrando.

Es un corazón partido sobre un plato de Sévres.

Extraña sensación me causan sus pétalos diseminados; diríase labios prostituidos; frescas heridas de puñal.

Nada tengo, nada quiero; mi cabeza dolorida, enferma del extraño mal, se abandona sobre la mesa, pesada como block de mármol.

IV

Criaturas: si el dolor no fuera tan ilimitado como el infinito, yo habría roto sus límites.

Porque más allá de todo lo que la mente pueda imaginar, va mi alma inconsolable, encerrada en su mutismo de duelo.

Criaturas: las llamo, no con la voz que Dios ha dado al hombre para hablar a los que aman, las llamo con otra voz creada en el fondo de mi ser por la desolación inmensa de mi pena.

Vivo de vuestros recuerdos, criaturas; cubierto de lágrimas el corazón, lágrimas que fecundan mis bondades, como la lluvia a la tierra que da flores.

Criaturas: vuestros nombres son la llave de un tabernáculo sagrado ante el cual ofrendo mi alma en holocausto; son el secreto santo de mi vida, jamás lanzado a la profanación.

Si Dios existe, si no es farsa su justicia y su grandeza, él permitirá en el día de mi muerte que yo lleve sobre mis labios, redimidos por el inmenso dolor de haberlas perdido, la impresión dulcísima de vuestros castos besos; y en mi frente la frescura de vuestras manitas adoradas.

V

Racha de viento helado apagó la lámpara; temblaron las puertas, se abombaron las cortinas; y en el cielo cruzó el relámpago con ruido de torrente.

Con deleite aguardo a la hermana de mi espíritu que viene a desolar la tierra.

¡Tempestad! Pondré mi cabeza descubierta bajo la furia de tus rayos, y me entregaré maravillada al ritmo de tus truenos.

¡Tempestad ! Quiero ahogar en tu furor la soberbia del mío.

VI

¡Espejo! ¿Por qué me reflejas joven? ¿Por qué esa burla arlequinesca? Tú ves cómo desfilan por mis ojos mis vejeces y cansancios; ves cómo mi alma atormentada sólo aspira a dormir soñando.

Espejo, tú eres mi hermano gemelo y conoces mejor que Dios mi vida.

Sabes qué claras purezas arrullaron mi juventud; sabes el entusiasmo de pájaro que tuve por todo lo bello; sabes mi trágica devoción a las leyendas de príncipes encantados… Sabes que una música melodiosa y un canto suave me hacían sollozar, y que una palabra de afecto me hacía esclava de otra alma, y sabes, también, que todo lo que soñé tuvo una realidad desgarradora.

He salido herida de la dura prueba, sangrando, porque he dejado tras de mí pedazos de mi ser.

Tú sabes, espejo irónico, que mi vida no es más que una larga agonía, con el raro cortejo de risas carnavalescas.

Acuérdate que el repiqueteo de campanillas no sólo anuncia fiestas; tras de él suele venir también el carro de los leprosos.

VII

Dos senos de una blancura inquietante; dos ojos lúbricamente embriagados y una mano audaz de sensualidad se han atravesado en mi camino. Una voz indefinible, como el hipo de un sollozo histérico, me ha dicho: soy el erotismo; ¡ven!

Y yo iba; iba siguiendo esa bacante estrambótica, como sigue la hoja de acero al imán.

Iba empujada por el misterio.… Mis labios se helaban, y tenía en la garganta una opresión de hierro.

Iba la mirada húmeda, los ojos claros como brillantes en alcohol…

Retorné, y mis labios estaban mustios, y mis ojos no veían, y mis manos enconadas contra ellas mismas sólo querían destrozarse.

Y en el alma, como una marca de fuego, traía la más horrible decepción.

No estaba ahí; no llevaba esa bacante loca el remedio para mi mal de amor.

VIII

No tienes, alma, jardín. He pasado pálida de sufrimiento por entre tus flores, y ellas no tuvieron para mí una lágrima.

Continuaron erguidas, plenas de sol, flirteando con el aire; y las palmeras, en su actitud hierática, siguieron batiéndose como brazos lánguidos en momentos de amor.

El césped, donde rodaron mis desesperaciones, no perdió su calma de terciopelo.

No tienes, alma, jardín. Me has visto desmayar de dolor y tus pájaros entonaron el más alegre de sus gorjeos y unieron sus piquitos embriagados de pasión.

No tienes, alma, jardín…

IX

Los dioses, revestidos de sus túnicas olímpicas, han venido a visitarme. Todos conservan su majestad, todos menos el Amor, que se entretiene en hacer piruetas a la luz de la lámpara y en amenazar con sus flechas a una japonesa de papier maché, que marca una mancha oscura sobre el lecho.

El latido de las sombras es tan suave, como el aleteo de una mariposa ensoñada sobre la flor.

X

En la ciudad de los muertos había una quietud de mármol.

Las estatuas de las tumbas guardaban una calma sepulcral, recibiendo sobre sus espaldas el brillo de las estrellas como gotas de luz.

Nada turbaba el silencio.

Sobre el gancho de un ciprés, el ave negra de los funestos presagios, la cabeza bajo el ala, aguardaba el mensaje de los muertos a los vivos. Mis pasos lentos resonaban en las tristes avenidas, como blasfemias ahogadas; pero mis manos estrechamente unidas en actitud de plegaria parecían desprenderse de la tierra, como dos palomas enlazadas.

Caminaba, y en cada tumba lóbrega se detenía mi espíritu, espiando una señal de vida, un lamento, un sollozo…

Seguía la calma tétrica de hielo en el recinto de los que eternamente duermen, comido por la tierra el corazón.

Amanecía, y sólo restaba en el cielo, como un piadoso cirio, el lucero del alba.

Mi alma extática, plena de creencia, esperaba que rasgara el silencio la voz del sublime Maestro, y dijese: «Lázaro, levántate y anda».

XI

Las paredes destilan gotas de tinta roja, que resbalan hasta el tapiz, donde forman un charco escarlata.

Extrañas figuras de ojos estirados me tienden una flor rara de un sólo pétalo; esos ojos oblicuos con el cinismo desafiante de las cuentas pintadas me fascinan, arrastrándome al mundo esotérico de las imaginaciones enfermizas.

Para evitar los delirios, he descorrido las cortinas, y las sombras que complotaban en mi contra se han escurrido solapadamente, como azogue, por las rendijas.

El sol se despide de mis ventanas vaciando sus reflejos moribundos en los cristales, y colorando de amarillo mi balcón.

XII

Eran sus manitas como dos mariposas inquietas, como dos capullos recién abiertos a la brisa.

Era su boquita un cántaro de rubíes que, por capricho de la naturaleza, habían adquirido vida y sangraban.

Eran sus ojos dos lagos bajo la serenidad de un plenilunio, donde se escondió todo el azul del éter.

Y era su frente una placa de marfil en la cual el destino escribió, con lapislázuli, raras cifras incomprendidas.

Sus cabellos eran topacios diluidos, y al desparramarse en mis brazos fulguraban como hilos diamantinos de estrellas.

¡Qué linda era!

¡Qué linda y qué tierna!

Vino al mundo para hacerme sentir lo que era adoración, para hacer conocer a mi regazo la más dulce de las cargas, para despertar en mi corazón el más santo y bello de los ideales.

¡ Y se fue… !

Se fue aquella realidad de un sueño.

¿Es posible, Dios mío, decir que los muertos están más solos que yo?

XIII

Como se aumentan las ondas del mar a medida que el viento sopla, así aumenta la intensidad de mi dolor cuando, la cabeza entre los brazos, me pongo a recordar.

Envidio aun a aquellos seres que no tienen pan, pero que poseen lo que toda la riqueza del mundo no me puede dar.

Alguien que los ame; que escuche con ternuras sus quejas a la vida, y comparta maravillado los raros momentos de felicidad.

En la soledad de mi alcoba jamás encuentro la prueba de que mi existencia sea grata a otro ser; no hay nada que me diga: «Descansa, que vives en otro corazón».

Si lloro mis lágrimas se congelan. Ya saben ellas que nadie vendrá a enjugarlas. Si me desespero, yo sola me consuelo, imponiéndome tiránica voluntad.

Y así vivo; siempre inquieta, siempre sola, engañándome con ilusiones que no tengo, como los niños que juegan con su caballito de palo creyéndolo de verdad.

¿Qué le importa al mundo ver a un sonámbulo de dolor? No les toca el corazón. Más bien se entretienen en mirarlo, como a una curiosidad.