Cuentos para hombres que son todavía niños - Teresa Wilms Montt - E-Book

Cuentos para hombres que son todavía niños E-Book

Teresa Wilms Montt

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Beschreibung

"Cuentos para hombres que todavía son niños" es una antología rica en cuentos cortos y poemas que apela a todo tipo de lectores por el uso de elementos simples, prestados de la niñez. Caballos, la Caperucita Roja y hasta charlas entre padres e hijos se transforman en herramientas para reflexiones profundas sobre el pasar del tiempo y la memoria. La fuerza de esta colección yace en su capacidad de extender los límites de la lectura indefinidamente, permitiéndole al lector, de una manera casi Proustiana, leer sus palabras a nivel superficial, o extenderse hasta las profundidades del tiempo que esta autora nos brinda.-

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Teresa Wilms Montt

Cuentos para hombres que son todavía niños

 

Saga

Cuentos para hombres que son todavía niños

 

Copyright © 1919, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726641080

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Mahmú

Mi muñeca, fea, desgarbada y triste, es una figura soñada bajo la influencia del hachish.

Es de esas muñecas, que arrancan de los labios infantiles una risa acariciadora, y el mejor sentimiento de bondad a sus almas puras.

Los niños quieren a sus juguetes feos, los compadecen; presienten ellos que la fealdad es un defecto inexcusable en la vida...

Mi muñeca larga, larga, como el bostezo de un hambriento, se llama Mahmú.

Sus anchos pies están calzados por lindos borceguíes castaños; dos poemas de zapatero viejo, que al coser los botincitos hilvanó en ellos sus últinías ilusiones...

Apoyada en el espejo del tocador me mira la muñeca, con sus ojos de jirafa mansa, fijos y brillantes como si llorasen silenciosamente.

—¿Qué tienes muñequita mía? ¿Por qué se humedecen tus ojicos?

Pobrecita, la traigo a mi cama, apretada entre los brazos, le arrullo, le canto, juego con su cabecita, destrenzando sus sedosos cabellos color de avellana.

Mi Mahmú es la única figura que, como yo, se asemeja a un ser humano; la única que conoce mi soledad.

De tanto mirarla, en mi ansia de ser comprendida, he traspasado un soplo de entendimiento a sus miembros de trapo. Me habla y dice: —Hace frío,¿verdad?

–Sí, hace frío —respondo.

—¿Y no hay sol? ¿Dónde estamos, Teresita?

—¡Ah muñequita! Este es tu país natal; no lo recuerdas porque al salir de aquí no tenías pensamiento. Reposabas muy tiesa dentro de una caja de cartón, acuñados los brazos con pajitas de arroz.

—Entonces ¿estaba muerta? —me dice con su vocecita nasal.

—Sí, muñequita, guardabas frío silencio; eras el ídolo de muchas criaturas que vislumbraron tu carita en las vidrieras de un almacén. Tú esperabas, sin imaginarte, que manecitas infantiles vendrían a darte calor, animación.

—Entonces ¿tú eres una niña?

¡Pobre Mahmú! No sabe cuánto me duele su pregunta, ni se ha fijado que vuelvo la cara para que no vea mi angustia.

—No muñeca mía; no soy una niña. Las chiquillas no conocen las miserias, no han penetrado la vida, y tienden una madre que las besa protegiéndolas, como yo a tí.

Guardamos silencio, ella en su corazón de, estopa, yo en el mío de piedra.

Nieva; el cisne, caballero del invierno, deja las heladas plumas de su pecho en mi balcón.

Yo pienso, recuerdo...

—Oye, Teresita —me interrumpe Mahmú— las otras muñecas ¿pueden hablar como yo?

—Si, Mahmú, las que han sido compradas para los niños.

—¿Cómo son los niños?

—Ah! tú no puedes imaginarlo, Mahmú. Ellos son poetas vírgenes, son sabios de frente tersa, sus miradas trascienden una dulzura que da ganas de llorar. Sí, Mahmú, las muñecas hablan por la boca de los nenes, y gimen y rien... Yo no sé por qué me apena decírtelo, pero tú has caído en manos de una juventud anciana. Mis ojos no pueden mirarte como esos ojos límpidos, espejos del cielo, y lo que dice mi boca, es un doloroso remedo de aquello que hablan los niños.

¡Ah, los hijos ! Habrá palabras para decirte cual es la incomparable felicidad que ellos regalan con sus besos al corazón de la madre; ellos son bondad, son fuente de pureza. Con sólo verlos brota del alma un acto de contrición, así como brotan espontaneás las flores bajo la caricia del sol.

Los hijos son el radioso lucero en la noche tormentosa de la vida. Si se van, o se mueren, jamás se les olvida; la ausencia y la muerte, no son capaces contra la gloria única de ese amor.

¡Ah, los hijos, los hijos!

—Teresita, tu voz tiembla, está húmedo tu rostro, ¿lloras?

—No muñequita, hace frío. . . nieva. . . hay un eterno invierno dentro de mi corazón.

Mahmú aflijida se esconde entre mis brazos; sus manecitas pequeñas, rellenas de algodón, resbalan suavemente por mi rostro, y me dice al oído con voz entrecortada:

—Teresita, yo te quiero tanto; Teresita tengo ganas de rezar...

También para ellos

Job, era el nombre de un modesto pollino que tenía por exclusiva tarea, llevar, desde el trillo al granero, las alforjas repletas de rubio trigo.

Estaba viejo el pobre Job. La carga y los palos que, sin mayor motivo, propinábale su arriero, le habían aniquilado. A pesar de todo, humilde, resignado, cumplía con su deber, pensando, allá en las tinieblas del calabazudo cerebro. que su destino era morir, las alforjas sobre el lomo, durante el cotidiano trajín.

Como la providencia es maternal y a toda cuita da su alivio, sucedió que Job fué jubilado en repentino ablandamiento sentimental del amo. Era tiempo. Catorce años de trabajo asiduo, del alba al crepúsculo, bien merecían recompensa. Job se la ganó honradamente con abundante sudor de sus costillas.

Libre ya de penurias, nuestro peludo héroe fué llevado al potrero, donde serpenteaba cual rayo de luna, un despreocupado hilo de agua.

Verdino estaba el campo, mansa la pradera, y extendido manto de sedas flotaba en las faldas de la montaña.

Job abría grandes las fosas nasales, resoplando sobre las yerbas, aspirando sus frescuras.

Sus orejas se movían a impulsos de graciosos gestos, que él hacía para percibir mejor las notas bulliciosas de los miles de insectos que amenizan la gran fiesta estival.