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Seitenzahl: 164
20 landestypische Kurzgeschichten zum Spanischlernen
vonDr. Sonsoles Gómez Cabornero
PONS GmbH Stuttgart
PONS
El griego que pintó Toledo
20 landestypische Kurzgeschichten zum Spanischlernen
von Dr. Sonsoles Gómez Cabornero
Alle Personen und Handlungen sind erfunden. Ähnlichkeiten mit lebenden oder verstorbenen Personen und tatsächlichen Begebenheiten wären rein zufällig.
1. Auflage 2016
© PONS GmbH, Stöckachstraße 11, 70190 Stuttgart, 2016www.pons.deE-Mail: [email protected] Alle Rechte vorbehalten.
Redaktion: PONS Verlag Projektleitung: Canan Eulenberger-Özdamar Logoentwurf: Erwin Poell, Heidelberg Logoüberarbeitung: Sabine Redlin, Ludwigsburg Titelfotos: Illustrationen: Shutterstock/Ziven, Stadt Toledo: Shutterstock/Sean Pavone, Farbpalette: Thinkstock/Stockbyte, Staffelei: Shutterstock/VTT Studio, Gemälde: Shutterstock/Valenty, Orangenbaum: Shutterstock/dvoevnore, Bestechung: Thinkstock/zest_marina, Küste: Shutterstock/holbox Covergestaltung: Anne Helbich, Stuttgart Layout: PONS GmbH, Stuttgart
ISBN : 978-3-12-050115-2
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Dr. Sonsoles Gómez Cabornero, geboren 1970 in Valladolid, Spanien, ist promovierte Historikerin und unterrichtet seit vielen Jahren Spanisch und Spanische Kultur – unter anderem am Instituto Cervantes in München sowie an der Ludwig-Maximilians Universität und an der Technischen Universität München. Lehrerin aus Leidenschaft, Autorin von Fachbüchern und Fachbeiträgen, immer neugierig auf Land und Leute in Spanien und Lateinamerika, lebt sie mit ihrer Familie in der Nähe von München.
Aquel miércoles, cuando Vicente y Sole se encontraron para comer, los dos tenían un gesto de preocupación en la cara. Bastaba con mirar al río desde el puente de Piedra donde estaban para entender su inquietud1: el nivel del agua crecía desde hacía horas y el Ebro amenazaba con desbordarse2 a su paso por Zaragoza. Desde que se saludaron, Vicente no paró de hablar sobre la alarmante situación del agua. Parecía que la crecida del caudal3 del río había desatado en él un irrefrenable4 caudal de palabras. Sole no reconocía a su amigo, normalmente tan silencioso y apagado como un fantasma. ¡Cuántas veces había tenido que animarle cuando se lamentaba por lo que él llamaba «su existencia gris de oficinista», que, en realidad, era un cómodo puesto de ingeniero en el Ayuntamiento de la ciudad! Según Vicente, su frustración venía de su propia traición: en lugar de buscar un trabajo creativo e innovador, optó años atrás por la vía segura de la Administración. El pragmatismo de su decisión arruinó el idealismo de sus sueños.
Pero, aquel día, la fuerza arrolladora5 del río había reactivado su inconformismo. Vicente le explicó a Sole que el agua iba a convertirse en el problema del siglo XXI, dado que, por el cambio climático, unas regiones se verían afectadas por largas sequías, como ya ocurría en el Sur de España, mientras que otras zonas sufrirían precipitaciones torrenciales6 que darían lugar a riadas e inundaciones como la que ahora amenazaba a Zaragoza. Las intensas lluvias de los últimos días y el deshielo en las montañas del Norte habían incrementado súbitamente las aguas del Ebro. El río necesitaba en ese momento un espacio natural para expandir su caudal, pero, por la irrespetuosa acción del hombre, sus riberas estaban cultivadas o edificadas. No era, pues, la naturaleza la culpable de las fatales consecuencias de la crecida, sino la codicia7 del ser humano.
Mientras hablaban, los dos amigos observaban las aguas que cada vez llegaban en mayor cantidad y con más ímpetu8. Desde hacía horas soldados y civiles colocaban sacos de arena en las orillas y protegían los edificios, pero todos se preguntaban si un poco de arena podría frenar la fuerza del agua. El desasosiego9 por el estado del río les había quitado el apetito a Vicente y a Sole, de manera que olvidaron la comida y entraron en la Basílica del Pilar, donde trabajaba Sole como restauradora. Querían descansar e ignorar por unos minutos la dramática crecida. En el interior del templo reinaba la paz y el silencio. Dirigieron sus pasos, primero, hacia la Virgen del Pilar, patrona de Zaragoza y de España. Cuando llegaron ante la imagen, tocaron y besaron la columna, según manda la tradición, y pidieron protección a la Santa. Después, se sentaron en un banco, justo debajo de la cúpula Regina Martirum. En voz baja, Sole le contó a Vicente que se trataba de una de las pocas pinturas que Goya había realizado en la Basílica. El genial pintor tuvo que dejar su trabajo en el templo porque el estilo de sus obras, muy personal y diferente al de sus colegas, no gustó al clero de la época y prefirió abandonar el proyecto antes que renunciar a sus ideas. Vicente escuchó la historia del artista muy pensativo.
Cuando salieron de la iglesia, a Sole y a Vicente les sorprendieron los numerosos avisos de mensajes y llamadas perdidas que llegaron de golpe a sus móviles al recuperar la cobertura10. Los dos eran reclamados por sus jefes para colaborar en los trabajos contra la inundación. Se despidieron con prisa y se desearon suerte. Sabían que tenían largas horas de esfuerzo por delante.
Vicente trabajó toda la noche con el equipo de técnicos municipales, intentando controlar la avenida11 del agua especialmente en los puntos del río próximos a casas, garajes y comercios. Por primera vez tenía la sensación de que podía aplicar sus conocimientos de ingeniería y que, gracias a ellos, las consecuencias de la inundación no serían tan graves. No obstante, en la madrugada12, el nivel del agua sobrepasó los seis metros de altura y muchas calles se convirtieron en canales por donde las lanchas se desplazaban, tratando de salvar personas, animales o árboles. Zaragoza parecía Venecia en estado de alarma. En medio de aquel panorama desolador13, Sole, junto con sus compañeros, luchaba también contra la riada en la Basílica del Pilar. Aunque habían apilado14 cientos de sacos de arena en las paredes y en las puertas del templo, desde el interior, los empleados permanecían vigilantes para frenar el agua que intentaba colarse por las rendijas del suelo y de las paredes.
Al amanecer, los bomberos constataron que el nivel del agua empezaba a descender. Los técnicos municipales pudieron comenzar a evaluar los daños. Efectivamente, tal y como había previsto Vicente, gracias a las medidas de refuerzo que se adoptaron en los tramos del río con más riesgo, la inundación no había ocasionado víctimas y las pérdidas materiales eran menos cuantiosas de lo esperado. Por su parte, Sole y sus compañeros dieron por terminada su misión cuando sonaron las campanadas de las ocho de la mañana. Después de resistir toda la noche, habían superado su particular batalla contra la crecida. Agotados, pero satisfechos se retiraron a descansar.
Pasaron varios meses antes de que Vicente y Sole volvieran a encontrarse para su comida de los miércoles. Ambos habían estado muy ocupados, colaborando en la reparación de los daños después de la riada. Cuando, por fin, pudieron reunirse, fueron a su restaurante favorito para celebrarlo con un ternasco15 asado, típico de la región. Los dos estaban contentos por la rápida vuelta a la normalidad en la ciudad. Fue en los postres cuando Vicente habló sobre sus nuevos planes. Desde el día de la inundación todo había cambiado para él. Se sentía mucho más feliz y comprometido con su tarea. En las últimas semanas, como responsable de gestionar el operativo contra la crecida del río, había descubierto su enorme capacidad de acción y reacción en situaciones críticas y ese era el camino que quería seguir. En dos meses se marcharía a Bolivia para ocuparse de proyectos relacionados con el suministro del agua en los pueblos de la Puna. Tenía fecha de ida, pero no de vuelta. Como Goya en la Basílica del Pilar, él también prefería marcharse antes que renunciar a sus ideales.
Sole, triste por la marcha de su amigo, pero orgullosa de su decisión, levantó la copa y brindó por los miedos que el río se llevó aquel día.
Nacho llevaba esperando ese día desde que tenía seis años, el día en el que podría participar en los encierros1 de los Sanfermines. Y por fin había llegado el momento. En abril había cumplido dieciocho años y el siete de julio, fiesta de San Fermín, iba a correr delante de los toros con otros cientos de jóvenes llegados de diferentes partes del mundo. Durante toda la semana, tanto los pamplonicas como los visitantes celebraban una fiesta continua de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Vestidos de blanco y con pañuelo rojo, empezaban cada jornada a las ocho con el encierro, después el chocolate con churros para desayunar, más tarde, la música, los desfiles de gigantes y cabezudos2, las corridas de toros y, para terminar, los bailes, todo ello animado por el vino, la cerveza y demás brebajes3 alcohólicos. Era un ambiente tan excesivo que unos lo amaban y otros lo odiaban sin término medio.
En la madrugada del siete de julio, Nacho se levantó emocionado. Aunque casi no había dormido, no estaba cansado. Se duchó, se vistió con rapidez y salió hacia la plaza del Ayuntamiento. Como era temprano, pudo entrar sin problemas al recinto donde los mozos4 se preparaban para la carrera. Estaba lleno de energía y le molestaba tener que esperar más de una hora hasta el inicio del encierro. Para entretenerse comenzó a hablar con otros chicos que también esperaban. Algunos le contaron que, aunque el recorrido hasta la plaza de toros era corto, menos de un kilómetro, en realidad, los mozos solo corrían por las calles de la ciudad hasta que los toros, siempre más veloces, les adelantaban, luego tenían que seguir andando. No obstante, la experiencia de aquella carrera de un par de minutos era inolvidable por la mezcla de miedo, adrenalina y alegría que les recorría el cuerpo. Después de escuchar a los jóvenes, Nacho se puso más nervioso. Cuando faltaba media hora para el inicio, apareció un grupo de gente que gritaba y protestaba contra los eventos taurinos. Iban casi desnudos y habían pintado de rojo sus cuerpos para representar el sufrimiento de los animales en esos días. Aquella manifestación antitaurina terminó con la paciencia de Nacho que, lleno de ira, se acercó a ellos y les dijo: «Si vosotros tenéis el derecho de protestar, nosotros tenemos la libertad de correr. ¡Dejadnos tranquilos, no es asunto vuestro!». Una muchacha de ojos azules y pelo rojizo le contestó enérgicamente: «Pero los animales no tienen la libertad de elegir, por eso estamos aquí, somos su voz y defendemos sus derechos». Cuando Nacho quiso responder a aquella chica que le pareció pedante y ridícula oyó que los mozos empezaban a cantar a San Fermín para pedirle protección y unos instantes después, sonó el primer cohete. Las puertas se abrieron y salieron los toros. Nacho comenzó la carrera. Al principio iba tranquilo, al mismo ritmo que los demás corredores, pero, cuando vio aparecer el primer animal seguido por otros cinco, el miedo le invadió5. El toro más rápido pasó a su lado y al doblar6 la esquina, el animal resbaló7, perdió el equilibrio y chocó contra un muro. De inmediato, empezó a sangrar por la boca y cayó herido unos metros más adelante. Los corredores le daban golpes, pero el animal no podía moverse. En ese momento, Nacho sintió compasión por el toro moribundo. Siguió corriendo y vio detrás de él nuevas reses8 y muchos mozos que corrían rápido. De repente, los corredores le empujaron, algunos chicos cayeron al suelo. Nacho tropezó con ellos y cayó también. Unos segundos después, cuando intentó levantarse, sintió que algo se clavaba9 en su espalda y lo lanzaba10 por el aire. Cuando aterrizó, quedó tirado al lado de la valla en la calle Estafeta11. No sentía dolor, pero no se podía mover, tan solo pudo girar la cabeza y ver a la gente que presenciaba el encierro. Su mirada se encontró con unos ojos azules y una boca que con voz enérgica exclamó: «¡Aguanta12, muchacho, vas a salvarte!». A continuación, Nacho se desmayó13.
Cuando despertó no sabía cuánto tiempo había pasado ni dónde estaba. A su lado vio a su madre con un gesto preocupado. Notó que seguía sin poder moverse, pero ahora tenía dolores tan intensos que un grito escapó14 de su boca. Unos instantes después, una enfermera entró en la habitación y le inyectó15 un analgésico. Poco a poco Nacho se fue calmando. Estaba en el hospital y por los vendajes que envolvían su cuerpo se imaginaba que le habían operado. Un poco más tarde entró un doctor para explicarle el diagnóstico: «La cornada16 ha sido grave, pero hemos podido reparar los órganos y los tejidos dañados en la espalda. Ahora necesitas unos días de reposo y te curarás. Tú has tenido suerte, sin embargo, el joven de la otra habitación, que corrió en el mismo encierro, sufrió una cogida en la columna vertebral y ha perdido la movilidad de las piernas. Ha quedado parapléjico17. La verdad, no puedo entender que chicos sanos como vosotros arriesguéis la vida y la salud por dos minutos de adrenalina». Después de aquellas palabras, Nacho se quedó muy pensativo. La palabra parapléjico resonaba en su cabeza. Ese chico no podría volver a caminar. Ese chico podría haber sido él mismo, pero el destino había querido dejarle solo una cicatriz18 como recuerdo de su buena suerte. De repente, una voz fuerte y burlona le distrajo de sus pensamientos: «¡Vaya novato19 que eres, Nachito! Tu primer encierro en San Fermín y te pilla el toro. A mí nunca me ha pasado. Esos animales son tontos, solo hay que saber moverse a su lado». El que hablaba era su amigo Dani que acababa de llegar al hospital para visitarle. A Nacho le molestó el saludo insolente20 de su colega21. Es cierto que juntos habían celebrado muchas juergas22, pero en ese momento Nacho no estaba para bromas. Se sentía cansado y confuso. No podía quitarse de la cabeza la idea del joven parapléjico. Intentó ser amable, pero pronto pidió a Dani y a su madre que se marcharan. Cuando por fin estuvo solo, con gran esfuerzo, se levantó de la cama. Puso los pies en el suelo, lentamente dio unos pasos y, agarrándose a los muebles y a las paredes, salió de la habitación. Preguntó a un enfermero dónde estaba el joven herido y despacio se acercó hasta allí. Desde el cristal de la puerta pudo ver que la madre abrazaba al hijo y el padre, solo, en un rincón23 de la habitación, lloraba como un niño. En la mente de Nacho daban vueltas cual peonzas24 conceptos como riesgo, valentía, juventud, fuerza, diversión… De pronto no solo las palabras, sino también las paredes y las personas empezaron a girar a su alrededor y Nacho cayó al suelo inconsciente.
Una semana más tarde, Nacho salió del hospital, todavía con dolores, pero con buen ánimo. Había descansado y había tenido tiempo para pensar sobre lo que era importante en su vida. Ahora sabía lo que quería. Cuando montó en el coche, donde le esperaba su madre, le pidió ir a una dirección que acababa de buscar en el móvil. La madre le llevó sin hacer preguntas. Cuando llegaron, Nacho bajó del coche y entró en un local donde en un cartel se podía leer «Asociación contra el maltrato25 animal». Se acercó hasta una mesa donde trabajaba una muchacha delante de un ordenador.
–Buenos días–se presentó Nacho–, quiero inscribirme y colaborar con la asociación. La joven le miró. Allí estaban aquellos ojos azules y aquella melena rojiza que Nacho vio por primera vez el día de San Fermín. Él le sonrió y ella le reconoció. Sus miradas finalmente se habían encontrado en el mismo lado, el lado de los animales. La chica le devolvió la sonrisa mientras le decía: «Es una sorpresa verte por aquí. Me alegro de que hayas cambiado de opinión. Quizá San Fermín, con su fuerza milagrosa, ha influido en tu decisión. Bienvenido a nuestra organización. ¿Cómo te llamas?».
Me llamo Francisco. En mi familia el nombre pasa de padre a hijo cada generación. Es una tradición familiar para no olvidar nuestra historia. Yo nací en Venezuela, pero ahora vivo en Trujillo, una ciudad de Extremadura, en España. Fue precisamente mi curiosidad2 por conocer mejor la historia de mi familia la que me trajo3 hasta aquí. Cuando era niño siempre me contaban que éramos descendientes4 de un conquistador español bastante desconocido, Francisco Martín Vegaso. Este español, de Trujillo, participó en la conquista de Venezuela en el siglo XVI y dicen que también en la de Chile, pero eso no está comprobado. Su vida está llena de aventuras y de misterios. Durante un viaje por el río Magdalena, en la actual Colombia, su expedición se perdió y él fue el único superviviente. Se cuenta que se salvó gracias a la ayuda de una tribu5 indígena, que vivió un tiempo con ellos y que incluso se casó con la hija del cacique6, con la que tuvo varios hijos mestizos que fueron el origen de nuestra familia. Sin embargo, el conquistador pronto los abandonó y se fue a vivir a la ciudad de Coro, junto con otros españoles. Según la leyenda, Martín Vegaso tenía un secreto y nadie pudo descubrirlo mientras él vivió. Muchas veces sus compatriotas le preguntaron por los ciento diez kilos de oro7 que su grupo transportaba cuando viajó por el río Magdalena. Él siempre respondía que los habían enterrado8 en la selva9 y que ya no recordaba el lugar exacto. Así, el secreto del oro perdido continuó a lo largo de los siglos en forma de leyenda.
He escuchado esta historia muchas veces desde que era un niño y siempre he sentido tanta curiosidad por saber qué pasó con el oro como los compañeros españoles de Martín Vegaso. Por eso, cuando conseguí reunir la plata10 suficiente, comencé mis investigaciones. Aunque soy informático, en mi tiempo libre aprendí paleografía y leí muchos libros sobre la Conquista. Cuando estuve preparado, visité los archivos de Coro y allí encontré documentación sobre mi antepasado11