Por qué comer plantas en un mundo que come carne - Jenny Rodríguez - E-Book

Por qué comer plantas en un mundo que come carne E-Book

Jenny Rodríguez

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Beschreibung

¿Por qué nos cuesta tanto imaginar un futuro sin carne, incluso cuando comerla pone en riesgo nuestra propia supervivencia? El papel de la carne se ha ido convirtiendo con los años en un símbolo de poder. Una tradición que ha normalizado un alimento ausente de rostro y que pone en jaque la ética humana. A través de reflexiones, entrevistas y datos, en las páginas de Por qué comer plantas en un mundo que come carne ahondaremos en por qué seguimos comiendo carne y qué supone para los animales y para los humanos. Y también sobre cómo impacta en la manera de relacionarnos entre nosotros. Además, el libro incluye más de 30 recetas para que puedas pasar de la teoría a la práctica y aprender a preparar tus propios platos 100% vegetales. Descubrirás cómo preparar sándwiches y tapas, salsas y untables, platos principales y dulces.

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¿Por qué nos cuesta tanto imaginar un futuro sin carne, incluso cuando comerla pone en riesgo nuestra propia supervivencia?

El papel de la carne se ha ido convirtiendo con los años en un símbolo de poder. Una tradición que ha normalizado un alimento ausente de rostro y que pone en jaque la ética humana.

A través de reflexiones, entrevistas y datos, en estas páginas ahondaremos en por qué seguimos comiendo carne y qué supone para los animales, para los humanos, y también sobre cómo impacta en la manera de relacionarnos entre nosotros.

El libro incluye, además, más de 30 recetas para que puedas aprender a preparar tus propios platos 100% vegetales.

Por qué comer plantas en un mundo que come carne

Jenny Rodríguez

www.diversaediciones.com

Por qué comer plantas en un mundo que come carne. Historias, entrevistas y reflexiones que cambiarán el mundo

© 2024, Jenny Rodríguez

© 2024, Diversa Ediciones

EDIPRO, S.C.P.

Carretera de Rocafort 113

43427 Conesa

[email protected]

ISBN edición ebook: 978-84-18087-45-5

ISBN edición papel: 978-84-18087-44-8

Edición: mayo de 2024

Diseño: Jenny Rodríguez

Fotografía de cubierta: Jenny Rodríguez, excepto indicaciones

Fotografías de interior: Jenny Rodríguez, excepto indicaciones

Maquetación ebook: Diversa Ediciones

Todos los derechos reservados.

www.diversaediciones.com

Índice

I PARTE

Introducción

Capítulo I. Recorre la historia, asegúrate de que no se repita

Capítulo II. Más allá de la carne

Capítulo III: el veganismo como «amenaza»

Capítulo IV. El fenómeno de los «exveganos»

Capítulo V. La triste idea de un futuro sin carne

Capítulo VI. Otra vida es posible. La Vida Color Frambuesa

Capítulo VII. «Es demasiado tarde para ser pesimistas»

II PARTE

Y entonces, ¿qué como? De la teoría a la práctica

SÁNDWICHES & TAPAS

Croissant de aguacate y salsa pesto

Tostadas

Sándwich vegetal de picadillo de garbanzos

Boniato en rodajas con romero y ajo

Croquetas de patata & queso

Tortilla de patatas rellena de queso

SALSAS & UNTABLES

Salsa de yogur

Pesto de tofu

Mayonesa sin huevo (de aprovechamiento)

Hummus de tomate seco y albahaca

PRINCIPALES

Arroz 3 delicias con no-huevo revuelto

Tallarines en salsa a la pimienta

Filetes de setas ostra y puré de patata

Milanesas de garbanzo con patatas

Curry cremoso con arroz basmati

Sopa miso & shiitake con tempura de tofu

Sopa de verduras para días fríos

Boniato relleno de setas y espinacas

Burrito de alubias y arroz

Ensalada de lentejas con patata asada

Ensalada de pasta con tofu crujiente

DULCES

Tostadas dulces

Mini croissants rellenos (de lo que tú quieras)

Barritas de chocolate, avellana y Lotus

Desayuno de avena y compota de higos

«Agujeros» de dónut

Tortitas de arándanos con azúcar glas

Creppes de chocolate para principiantes

BIBLIOGRAFÍA

La autora

Con la compra de este libro estás haciendo una pequeña contribución al santuario La Vida Color Frambuesa, que gracias a la labor de María y Alberto se ha convertido en un espacio donde los animales pueden aspirar a tener una vida larga y feliz, sin importar la especie a la que pertenezcan.

A mi madre.

A mi abuela.

A mi bisabuela.

A Luis C. por enseñarme que también existe un espacio seguro para mí.

A todas las mujeres que me inspiran.

«Tras cada comida con carne hay una ausencia, la muerte del animal cuyo lugar ocupa la carne. Con la palabra “carne” la verdad sobre esa muerte está ausente».

Política sexual de la carne (capítulo 3)

Carol J. Adams

I PARTE

Introducción

Siempre he sentido mucha curiosidad por intentar entender cómo se puede dar la ambivalencia de establecer lazos afectivos con los animales no humanos y al mismo tiempo vivir en una desconexión tan evidente con ellos. Necesito entenderlo, porque solo eso nos dará herramientas para deconstruirlo. Supongo que si estás leyendo este libro es porque de alguna forma tú sientes esa misma curiosidad.

A lo largo de este libro me centraré principalmente en los animales destinados a consumo humano, no porque el resto de víctimas del especismo no sean relevantes, sino porque la inmensa mayoría de los animales explotados para el beneficio humano son destinados a nuestra alimentación. Pero no debemos olvidar a los animales usados para experimentación, secuestrados en zoológicos o la casposa cultura de la tauromaquia, una práctica que ejemplifica a la perfección el paradigma de los animales en nuestras estructuras sociales: animales de los que se abusa brutalmente o incluso son asesinados solo para satisfacer algunas facetas triviales de nuestras costumbres. También podría mencionar a los animales víctimas de la industria de la moda, los cada vez más desprotegidos perros de caza y en general a todos los animales víctima de la caza.

Antes de comenzar a leer, por el respeto que siento hacia ti quiero avisarte de varias cosas. La primera es que es imprescindible que entres a esta lectura con la mente abierta. También lo es que sepas que en este libro transitaremos emociones muy diversas. Algunas serán agradables y otras no tanto, porque no todo lo que recorren estas páginas es amable y divertido, ya que sería poco realista con la relación que mantenemos actualmente con los animales. Este libro trae consigo entrevistas con respuestas incómodas, por lo que te recomiendo que te tomes el tiempo que necesites para recorrer estas páginas, en las que conocerás testigos de realidades muy diversas. Leerás historias reales que ocurrieron hace décadas, otras están ocurriendo en este momento. También podrás leer pensamientos propios y ajenos con los que quizá no estés del todo de acuerdo. O quizá sí. Pero quiero que sepas que mi intención no es que pienses como yo. Tampoco como ninguna de las personas entrevistadas o mencionadas en este libro. Mi intención es sembrar la crítica como motor de cambio para que tú construyas tu propio discurso.

A lo largo de esta obra usaré el término «animales» como sinónimo de «animales no humanos» por economía del lenguaje. Pero no quiero que deje de estar presente que la palabra «animales» no se estructura en forma de pirámide en la que, como humanos, estamos en la cima (o en la cual el término «humano» ni siquiera está presente, sino que es directamente una categoría superior). En realidad, el mundo animal se debe comprender como un círculo, en el que dentro también debemos incluirnos las personas. Es importante reconocer la realidad diversa y múltiple que esconde el paraguas «animal» y no creer que lo que ocurre con los animales es algo ajeno a los humanos, porque formamos parte de la misma cadena.

También podrás notar que entrecomillo la palabra «granja» cuando hago referencia a «animales de» o directamente menciono «animales considerados de» granja. Esto es por un motivo muy sencillo pero significante: me niego a presentaros la idea de que las granjas deban ser entendidas como el hábitat natural y propio de los animales que allí se encierran.

No tengas miedo de tomarte el tiempo que necesites, subrayar, marcar, prestar este libro a terceras personas, dejarlo en tu cafetería favorita, donarlo a tu universidad o biblioteca de confianza. La prioridad es que el discurso no muera.

Por último, y lo más importante, es que quiero que recuerdes que hay esperanza. Y que mientras tú y yo estamos compartiendo nuestras intimidades, fuera hay una realidad universal, y es que ni siquiera aquello que nos parece inamovible es eterno. Nuestros mayores miedos no lo son. Y tampoco será eterno un mundo en el que los animales no ocupan el lugar que por derecho merecen. Por eso tú y yo estamos aquí, intentando encontrar soluciones a una problemática que siempre parece aislada de las grandes preocupaciones globales. Buscando respuestas a preguntas que mucha gente aún sigue sin hacerse, pero a las que otras muchas sí estamos dispuestas...

¿Cuál es la gran verdad que hay detrás de comer carne? ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar un futuro sin comerla? ¿Por qué parecemos resistirnos al cambio, incluso cuando nuestra supervivencia parece depender de que lo hagamos?

Capítulo I. Recorre la historia, asegúrate de que no se repita

«¿De verdad nadie se había planteado antes que el consumo de carne es una historia de terror traída a la realidad?».

Ese pensamiento me aisló por completo durante mis primeras lecturas sobre la industria cárnica. Creo que si algo caracteriza el momento en que chocas de bruces con la realidad es el sentimiento de soledad y ruptura con lo que te rodea. Y cuando hablo de soledad me refiero a su peor versión, la que te vacía por dentro y, por supuesto, no es escogida. La que te hace sentir pequeña y desprotegida ante un mundo tan cruel e injusto que parece traído desde la ficción.

Pero lo cierto es que por mucha soledad e incomprensión que puedas sentir, no eres la única persona que transita esos mismos pensamientos en ese preciso momento. Te lo puedo asegurar, y aunque eso no pueda «curar» de un soplo el sentimiento de soledad, comprendernos y sentir que hay personas espejo, siempre ayuda.

Mi ejemplo más cercano es mi bisabuela. Mis raíces me retrotraen a un origen donde mi ética y mi sangre se enfrentan. Un lugar, unas tierras donde los animales han sido y son presos del especismo, de las tradiciones, pero también de la pobreza humana. Presos de aquellos rincones donde la diferencia de clases se hace patente en todos los ámbitos de la vida: en los estudios a los que podías aspirar, en las relaciones personales a las que podías acceder y en el tipo de comida con la que podías abastecer a tu familia, que por tradición era numerosa.

Vengo de una familia trabajadora donde las minas de carbón, la ganadería y las cosechas de patata, cebolla y calabaza, junto con algunos frutales, eran la principal forma de sustento económico para más de nueve personas, de las cuales muchas eran menores que por las mañanas asistían a la escuela con libros prestados y por las tardes se tornaban trabajadoras prematuras del campo, o si tenían suerte, del cuidado de otros menores de familias adineradas.

Así es, los animales fueron explotados durante muchos años para la supervivencia de mis antepasados. Iban y venían como la moneda de cambio que aún a día de hoy parecen ser. Y lo reconozco y tengo presente porque una parte importante de conocer el pasado es utilizarlo para no repetir aquello que no deseas.

Algo cuanto menos irónico es que mi bisabuela, que fue pequeña ganadera durante años, es la persona de mi familia a la que más me parezco. ¿Quién lo iba a decir? Dejadme que os ponga en contexto: cuando empecé a ser vegana, mi madre me relataba recurrentemente que esa era la herencia que mi bisabuela me había dejado, el vínculo con los animales, lo cual me chocaba y sorprendía a la vez, porque sacrificar animales y tener un gran vínculo con ellos siempre me han parecido posturas contradictorias.

Ella vivía con perros en casa, pero también «tenía» otros animales como cerdos y vacas, por los cuales le pagaban para que los criara como «ganado». Eso era algo bastante normal por aquella época, y más viviendo en una aldea, donde poca alternativa laboral existía viniendo de una familia de bajos recursos y cuyo acceso a los estudios era más que limitado.

Les hablaba igual que a cualquier persona, algo que entre los vecinos era considerado ciertamente raro. Le decían: «Delfina, te van a tomar por loca si te ven por ahí hablando con esos animales». Querida bisabuela: las que estamos aquí leyendo sobre ti sabemos bien lo que es ser considerada «la rara», y puedo decirte que, aún estando mal visto, con el tiempo acabas viéndole la parte positiva.

Mi bisabuela era una mujer escuálida, coronada siempre por un moño canoso y apretado. Ocasionalmente recogía flores de la zona para decorar su cabello, colocándolas suavemente sobre su oreja derecha. Se cubría con batas de telas ligeras, heridas por los años de trabajo, el desgaste del sol y la tierra, con sus vestidos de flores abotonados por delante, siempre holgados, que cubrían lo largo de su figura delgada pero musculosa.

Ella le contó en muchas ocasiones a mi madre que quería a esos animales más que a muchas de las personas que conocía, y lo decía abiertamente. Mi bisabuela nació en 1899, en una época y en un lugar en los que, por supuesto, tener cierta sensibilidad hacia los animales era considerado un trastorno o una patología, con todo el prejuicio que eso supone.

Ella sabía lo que era sufrir penurias, sobrevivir a una guerra y a una posguerra. Y, por supuesto, sabía lo que era el hambre. Me cuentan que, por eso, siempre llevaba trozos de pan duro a los perros que vagaban por la aldea —que no eran pocos—, migas de pan para los pájaros y restos de comida para las colonias de gatos, que repartía cuando paseaba por aquellos caminos boscosos, en los que solo se escuchaba mucha vida salvaje ocultándose entre árboles y matorrales.

Me contaron que, a escondidas de sus vecinos, solía rescatar las camadas de gatos recién nacidos y les buscaba un hogar seguro. Con sigilosa prisa, los alejaba de las manos de potenciales asesinos y las aberrantes costumbres que tenían con los animales: encerrarlos en bolsas y tirarlos al río, apalearlos o envenenarlos.

De izquierda a derecha: mi abuela, mi prima y mi bisabuela. Fotografía de 1980 en los jardines de la casa de mi abuela, en Valeixe (Galicia, España).

Como os decía: en aquella época, mi bisabuela trabajaba para terceros. Ella criaba a los animales de personas adineradas, con tierras, que sí tenían poder adquisitivo para poseer animales considerados ganado. Por eso, cuando terminaba la crianza, volvían a recogerlos para llevarlos al matadero y le pagaban su parte.

«Aquel hombre la ató y la arrastró cogida por una cuerda atada a sus cuernos. Ella siempre se quedaba llorando en el patio de casa, mirando cómo la vaca subía la cuesta que separaba la casa del camino principal de la aldea, que por aquel entonces aún era de polvo y tierra». «Ella lloraba porque sabía a dónde iba a ir esa vaca, y no podía contener la pena», me cuenta mi madre, que de pequeña fue testigo de esa escena numerosas veces, y continúa: «Recuerdo que me decía: “Pobrecilla, mira, me está mirando, me está diciendo que la vaya a rescatar”, mientras la vaca miraba hacia atrás, buscando los ojos de tu bisabuela. De verdad parecía que le estaba pidiendo ayuda». Después, le entregaban otra vaca más joven, y el proceso volvía a empezar.

Yo, unos 50 o 60 años después, sí creo que el animal le estaba pidiendo ayuda. Y aunque puedo empatizar con el dolor de mi bisabuela, no puedo ni llegar a imaginar lo que tuvo que suponer para ese animal y lo que supone para otros millones de animales. Por supuesto, creo que pidió ayuda como pediría cualquier ser vivo consciente de que está siendo alejado sin consentimiento del que creía que era su espacio seguro y su familia. También creo que lo que sentía mi bisabuela era una profunda culpa y responsabilidad por aquello que estaba sucediendo.

Por aquel entonces, en los años 60, mi madre era pequeña y la solía acompañar a pasear con los animales por los extensos prados de la aldea en la que vivían, ubicada en región de Pontevedra, en Galicia. Caminaban durante horas entre céspedes extensísimos para que la vaca que criaban en aquel momento pastase, lo que supongo que permitió que mi bisabuela estableciese una relación afectiva con aquellos animales. Ella cuidaba a pocos animales, no tenían una gran granja. Y aquí me parece importante aclarar que esta imagen, que pueda parecer casi idílica, se diferencia enormemente de la realidad actual y del estado que sufren los animales considerados «ganado», aunque de ello hablaremos más adelante.

Más tarde llegaba «la matanza del cerdo», tan típica de su tierra, mi tierra. «Ella caminaba lejos del pueblo para no escuchar nada. Decía que se marchaba del pueblo por unas horas, porque los gritos se pueden escuchar desde muy lejos», argumentaba mi madre. Nunca podremos saber qué pasaba por su cabeza cuando se la veía caminando por los senderos de tierra, pero sigo pensando que la culpa, la tristeza e incluso quizá el sentimiento de injusticia estaba muy presente.

Ella se marchaba porque no quería ver ni escuchar una realidad. Porque a veces, cuando algo no lo ves ni lo oyes, parece que no exista. Parece que no eres partícipe de aquello que tan horroroso, cruel e innecesario encuentras. Un desvío emocional al que todos hemos acudido alguna vez, y que, en este caso, juega claramente a favor de la industria cárnica... Me pregunto si se sostendría acaso el consumo de carne si el sistema de producción fuera plenamente transparente. Si se emitiese en prime time el interior de las granjas y mataderos. Si tuviéramos que ir a cazar nuestras propias presas... Además de tener a una buena parte de la sociedad traumatizada, quién sabe, seguramente una parte de las personas seguirían consumiéndola, pero yo quiero creer que el nivel de consumo bajaría cuantitativamente, porque, insisto, la industria cárnica se nutre del desconocimiento popular y la idealización de la vida de los animales en las granjas.

A veces, las emociones más desagradables son las que nos hacen tomar mejores decisiones pensando en el largo plazo. Quizá la culpa o el remordimiento fue responsable de algunas decisiones de mi bisabuela: «Ella comía principalmente verduras y frutas, decía que con eso ya tenía suficiente, rara vez la podías ver comiendo carne». ¿Cómo puede ser que alguien que formaba parte de la cadena de producción eligiese libremente dejar o reducir su consumo de carne por —aparentemente— motivos éticos? Haciendo esta pregunta recuerdo que fue precisamente la primera vez que corté la carne de un animal para cocinarla el día que decidí hacerme vegetariana.

Yo tenía 17 años y por primera vez quise preparar algo elaborado para mi familia. Compré unas bandejas de pechugas de pollo que después tendría que lonchear, para hacerlas al horno con aceite de oliva, sal, salsa de tomate y guisantes. Recuerdo la textura densa y pesada, el frío que desprendían aquellos trozos de carne. Aún tengo grabada la imagen de mis manos cortando cada pechuga en tres láminas finas, para después tener que separar cada tendón blanco y duro del resto. También recuerdo pensar en por qué no había visto nunca a nadie sentirse como yo me sentí aquel día cortando carne. Me sentí tan impactada, sucia, revuelta, que ese día no fui capaz de comer lo que yo misma cociné, solo pude jugar en el plato con algunos guisantes.

Estos recuerdos, de alguna forma, refuerzan mi idea de que una parte importante que favorece la repetición de las atrocidades que cometemos con los animales es que no las cometemos nosotros, sino que las cometen para nosotros. Y por eso, cuando establecemos un contacto más directo con esa realidad, para muchas personas es más fácil darnos cuenta de que no hay coherencia.

Y ahí fue cuando entendí cuál era la herencia que me había dejado, y que además tenía pistas de sobra para entender que ella era perfectamente consciente de la cruel ambivalencia en la relación que tenemos con los animales. Criarlos y decir quererlos, pero después condenarlos.

Lamentablemente, mientras me han contado todas esas historias no he podido evitar pensar bajo qué tenedor acabaron esos animales a los que mi abuela hablaba en sus largos paseos. Podemos jugar a «deshumanizar» a los animales cuanto queramos, pero la realidad es la que es: son seres únicos e irrepetibles reducidos a antojos, entretenimiento, tradiciones y alimentación humana.

Una parte importante de la vida de mi bisabuela fue Rosquilla, la perrita a la que había bautizado con el nombre de su dulce favorito. La pequeña de cuatro patas, bajita y rechoncha, de pelo corto color almendra tostada, llevaba habitualmente las patas embarradas por los charcos de una tierra en la que la lluvia pertenece a la más absoluta normalidad. No pude sino visualizar el paralelismo con mi pequeña Bony. A veces parece que la historia se nutre de la repetición y los easter eggs.

Rosquilla la acompañaba a los campos de trabajo donde tenía que acudir para labrar las tierras, a pasear para comprar el pan y a casi todas las actividades, pero cuando Delfina se lo pedía, Rosquilla se quedaba en casa, esperándola.

Esperarla en vida y muerte fue el resumen de su corto paso por la tierra. El día que mi bisabuela tuvo un accidente que la retuvo en un hospital, Rosquilla la esperó en los campos a los que siempre la acompañaba a trabajar, a tres kilómetros de su hogar. Día y noche. Nadie consiguió devolverla a casa, y tanto fue así, que durante la ausencia de mi bisabuela tuvieron que llevarle día tras día algo de comida y agua. Alimentos que Rosquilla se negó a probar.

Diez días más tarde, mi bisabuela Delfina falleció y fue enterrada en los panteones de su aldea. Allí fue donde mi madre cuenta que vio por última vez a Rosquilla, una perra joven que falleció también pocos días después. «Del amor que le tenía, murió de pena. Dejó de comer y beber de la tristeza por haber perdido a tu bisabuela», terminó la historia mi madre. Me quedé pensando en la lealtad familiar de los animales y cómo socialmente aceptamos que este vínculo existe entre especies, como es en este caso entre un perro y su humana, pero lo negamos cuando se trata de otras especies (vacas y sus terneros, por ejemplo). Creo que probablemente, de haber sido al revés, mi bisabuela también hubiese «muerto de pena» al perder a Rosquilla.

Como es normal, alrededor de las personas irrepetibles hay muchas historias que contar. Y lo interesante de su historia es que es la vida de una mujer que no daba siempre las cosas por supuesto, pese a verse claramente condicionada por la pobreza, la hambruna y la presión social. Mi madre la recuerda como una mujer valiente y rebelde, cuando la rebeldía era tan peligrosa y perseguida como puedas imaginar.

También era abiertamente antitaurina, en una época en la que los toreros pertenecían a la más alta esfera social, codeándose con reyes y otra gente de poder. La tauromaquia era considerada un arte (una percepción de la cual, tristemente, aún quedan restos) y entró en todas las casas a consecuencia de su gran valor cultural para la marca España (bueno, eso era lo que consideraba la gente, aunque ni mi bisabuela ni yo estemos de acuerdo).

Y aunque hay muchas anécdotas sobre mi bisabuela y su ambivalente relación con los animales, hay una en especial que creo que puede derrocar la justificación tan extendida y trillada que dice: «Yo he nacido en un país y he recibido una educación que hace que me gusten los toros y la carne, y eso no lo puedo cambiar».

Fue bien entrados los años 70 cuando llegó la primera televisión a su hogar (en blanco y negro y con dos únicos canales) y los toros eran el ocio de sobremesa por excelencia, que acostumbraba a indigestar la comida a muchas personas. «Siempre se la escuchaba por casa rumiar: “Pobre toro... ¡Ay!, pobre caballo”, y cuando le recriminaban su falta de empatía por el torero, ella respondía que el torero había elegido estar allí, el toro no. Muchas veces se levantaba cabreada y se iba de la mesa».

Sí, sé que este es un discurso bastante mascado a día de hoy (aunque no tanto como quisiera). Pero estar tajantemente en contra de la tauromaquia hace 50 años en una aldea no es lo mismo que ser antitaurino en una gran ciudad en la actualidad. Yo te cuento esto desde la comodidad de una época en la que la tauromaquia está de capa caída y empieza a ser socialmente mal vista en muchos sectores (¡por fin!), pero si echamos la vista atrás, las cazas de brujas no sucedieron hace tanto tiempo. Así que hay que tener en cuenta que 50 años de historia dan para mucho.

Delfina falleció en 1980, así que no he encontrado otra forma de empezar que contando su historia y, de alguna manera, darle el espacio que sus conflictos éticos hubiesen merecido tener.